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El sobrino

En el año que pasé como soldado trabajé en la cocina de un hospital


militar. El trabajo era duro y tenía la sensación de que nunca terminaría mi año
de servicio. Al inicio trabajábamos, los soldados, con los uniformes de campaña
y no teníamos puestos asignados. A los tres o cuatro meses nos proveyeron las
ropas de cocinero, excepto la filipina. Se acordó con el teniente repartirnos las
tareas. En el pelotón éramos doce. Una semana una brigada de cuatro soldados
trabajaría en el comedor con las empleadas gastronómicas sirviendo la comida
y organizando las mesas. La otra brigada ayudaría a los cocineros, fregando los
calderos grasientos, cargando sacos, cortando las carnes y limpiando la cocina.
La última brigada se encargaría de botar en un cuarto oscuro los desperdicios
de toda la cocina. En esta última estuve yo desde el inicio. A la siguiente semana
las dos primeras brigadas se alternaron de funciones; nosotros, la brigada del
desperdicio, decidimos quedarnos fijos. Nadie quería ser del desperdicio y el
teniente no puso reparos, nadie quería meter las manos en los tanques con
comida desecha y después botar esa comida en el cuarto oscuro, donde las ratas
eran comensales asiduas.

El pelotón lo conformaban jóvenes que entrarían, al terminar el servicio, a


la Universidad, casi todos en carreras de ciencias (si mal no recuerdo yo era el
único perfilado hacia las letras). Jóvenes inteligentes y buenos, sin ningún tipo
de malicia. Jóvenes que sentíamos perder nuestra juventud y veíamos los
trabajos, o en las dificultades de los trabajos físicos, como algo muy lejano y
opuesto a nuestras vidas. Jóvenes que no pasaban de los dieciocho años y
llevaban rapada la cabeza. Fue difícil para ellos verse rodeados de personas tan
dispares (yo de alguna manera siempre he estado rodeado de ese tipo de gente).
La mayoría de los trabajadores desdeñaban los estudios, eran casados y tenían
hijos y el sueldo les alcanzaba para muy poco. Nuestro sueldo, si es que se
pudiese llamar así, eran setenta y cinco pesos cubanos y lo gastábamos en
cigarros o en pasteles que vendían en la entrada del hospital. Lo cierto es que
éramos mantenidos por nuestros padres (no podía ser de otra forma) y no nos
faltaba ropa para vestir ni un plato de comida.

No pocas veces discutíamos con los cocineros. La diferencia entre ellos y


nosotros era amplia, repito. Muchos de ellos se habían casado desde muy
temprana edad, habían dejado los estudios con quince o dieciséis años y
pensaban que estudiar una carrera era mucho más molesto que no estudiar y
trabajar desde muy jóvenes en lo que surgiese. En una palabra, veían con
repulsión los estudios. Conozco a muchos universitarios que tienen menos
dinero que yo, decían algunos. Yo tengo una mujer y un hijo al que mantener,
me dijo una vez el encargado de cocinar el arroz cuando me negué a cagarle un
saco. No soy tu subordinado, le dije encarándolo (a ellos había que encararlos
sino te pasaban por arriba). No soy un sometido. Ustedes no saben lo que es la
vida, contestó molesto, ustedes juegan a los estudios y no quieren trabajar. Los
estudios no dan nada. Algún día se enfrentarán con la verdad. ¿Qué sabes tú de
la verdad?, le dije, eso te supera. El cocinero puso el rostro ceñudo y por un
momento pensé que me pegaría. Sin duda les molestaba que nosotros sólo
estaríamos un tiempo trabajando allí y que ellos acaso se jubilarían allí.

Por lo general tampoco podía quejarme demasiado. En lo que otros


estaban en unidades de combates, chapeando, marchando, yendo al campo de
tiro, formando para bañarse y formando para ir al comedor, yo estaba en un
hospital militar, donde había rigor, pero no era ni de lejos el mismo que en una
unidad de combate.

Cuando más trabajo teníamos, la brigada del desperdicio, era en el horario


del almuerzo. Teníamos que apoyar a los del comedor y entre estudiantes de
medicina, soldados y trabajadores, la cifra de los que venían a almorzar ascendía
a casi ochocientas personas. Antes, para no ser ordenados en alguna tarea
suelta por ahí, si ya habíamos botado el desperdicio de la cocina, nos
escondíamos en una caseta abandonada, cerca del cuarto de los soldados de la
guardia. Yo casi siempre llevaba mi Tablet y me ponía a leer. Mis tres
compañeros se dedicaban a dormir o a jugar con el teléfono celular.

En ese tiempo leí sobre todo a los griegos. En ese tiempo me convencí
que debía leer en formato digital si quería leer, las librerías de viejo eran pocas
y no abarcaban todo lo que yo necesitaba, las librerías en general no abarcaban
lo que yo buscaba. Meses atrás había descubierto un sitio web donde estaban
casi todos los libros que uno buscase. En ese sitio encontré la colección de la
Editorial Gredos, «Biblioteca Clásica Gredos», disponible gratis, y a los primeros
que descargué y leí fue a Homero y a Hesíodo. También descargué y leí a
Pizarnik, todo Pizarnik menos sus diarios, que no los había logrado descargar.

La verdad es que Pizarnik llegó a encantarme. Pizarnik era una poeta que
sufría todo el tiempo, una poeta, como se ha dicho, obsesionada con la muerte,
y con los bosques y con los espejos y con el no ser, con el no ser más una niña
perdida en esos bosques que eran la muerte. Esa amargura —la de su escritura,
la de su vida— lo notaba siempre que la leía, una amargura placentera o que yo
por entonces creí placentera, una amargura trágica en la que yo me veía
reflejado, como si Pizarnik, como si la obra de Pizarnik fuese el espejo donde
mirarme, un espejo que no reflejaba mi rostro, reflejaba el rostro de Pizarnik
rodeada de demonios que la atormentaban. Incluso intenté escribir un poema
sobre ella, un poema que dejé inconcluso, uno de mis primeros poemas, que
debe estar en uno de los primeros cuadernos que empecé a llenar, lo recuerdo,
un cuaderno de tapas duras, azul, el cuaderno donde mayormente escribí las
cosas que me hacían sufrir (yo sentía que sufría y por eso buscaba a ese tipo de
poetas). En el poema, o en el intento de poema, el hablante lírico cuidaba a la
niña que fue Pizarnik, una niña preciosa y rubia que se alejaba corriendo en una
calle que podía ser también un bosque, y el hablante lírico preguntaba: ¿qué
estás haciendo, Alejandra?, o decía frases como: no te alejes, está oscuro, pero
ella seguía huyendo y al final terminaba perdiéndose, aunque el hablante lírico
seguía viendo su sombra. Con el tiempo, dejé de leerla, quizá porque me parecía
que era una poeta que se había quedado sólo en el atrevimiento adolescente,
una poeta que nunca maduró, o al menos ese era mi entender, o quizá porque
su poesía era excesiva y no hay un lugar de salida, como si leer su poesía fuera
quedarse atrapado en un archivo herméticamente cerrado que se quema.

Después del almuerzo y de ordenar el comedor, se nos permitía una hora


de reposo. Nos acomodábamos en una mesa cerca de la puerta del comedor y
nos poníamos a hablar. En esas tertulias me han contado gran variedad de
historias, trataré de narrarlas alguna vez, si la disposición y la memoria me lo
permiten. Entre las trabajadoras que se nos unían al descanso estaba Kenia.
Kenia era una trabajadora gastronómica y junto con Julia eran las únicas que
mostraban cierta simpatía por nosotros. Era muy flaca y muy bajita y aparentaba
tener más años de lo que en realidad tenía. Nos brindaba cigarros y muchas
veces nos tapó ciertas faltas. Contrario a los cocineros, trabajaba en silencio, sin
molestar a nadie. La historia siguiente nos la refirió ella. Ya no recuerdo en que
mes fue. Sí recuerdo que se acomodó en una silla y nadie la interrumpió. Y
recuerdo que Kenia, interrumpiendo a alguien, dijo: mi sobrino siempre fue un
caminante indeseado.

Un caminante indeseado, repitió. Nunca soportó que lo mandasen. Un


adolescente inadaptado. Pesadumbres nos hizo sufrir a mí y a su madre, mi
hermana. Pesadillas todavía tenemos, o sufrimos, pues las pesadillas se sufren.
Eso sí, un adolescente intrépido y bien parecido. Un adolescente que burló todo,
pero no la muerte. A la muerte nadie la burla, eso está claro. Un adolescente que
nunca cuidó su vida. ¿Quién es el loco que no cuida su vida? ¿Un valiente? No,
él no puede ser llamado valiente.

Primero pensamos, su madre y yo, que sus actos no pasaban de ser


chiquilladas de niños. Yo ahora soy vieja, y ustedes quizás no quieran
escucharme. ¿Cuál es el joven que quiere escuchar a los viejos? Menos aún si
ustedes, jóvenes inteligentes y futuros universitarios, ven que la vieja que les
habla es una que apenas terminó la secundaria. Una vieja que apenas sabe leer
y escribir.

Prefiero no revelarle su nombre, basta con saber su historia, que sin duda
se perderá cuando la tierra nos trague a mí y a mi hermana. Basta con saber que
es mi sobrino. O que fue mi sobrino. Una historia que ustedes olvidarán muy
pronto. Acaso alguien la recuerde, pero es improbable. Nadie escucha a los
viejos y menos aún recuerdan sus palabras. Tampoco vean lo que les estoy
contando (sé que estoy divagando, ¿qué historia no lleva en sí divagación?)
como un consejo, no me siento capaz de aconsejar a nadie. Escúchenlo, sin
embargo, como una historia que pudo sucederle a cualquiera y que quizás le
sirva de algo a alguien.

Mi sobrino siempre fue un caminante indeseado. ¿Puedes prestarme la


fosforera? La mía no tiene gas y la caja de fósforo se mojó. Gracias… ¿Quieres
uno? Toma. Bueno, decía, las cosas que empezó haciendo mi sobrino no podían
asustar a nadie. Pensamos que solo era un niño intranquilo, como casi todos los
niños.
Ustedes habrán notado que cuento con poco dinero. Lo habrán notado en
mi bolso arrugado, en mis zapatos rotos, en los cigarros que fumo, que según
me han dicho están hecho de los despojos del tabaco negro. Lo habrán notado
en mi ropa. Siempre conté con poco dinero. Mi hermana también. Mis padres
también. Llevo toda mi vida trabajando aquí, desde que tengo poco más de
diecisiete años. Desde que mis padres murieron y tuvimos que apañárnosla
solas yo y mi hermana. Conozco este hospital de arriba abajo, conozco a todos
los trabajadores y todos los trabajadores me conocen. Mi vida no difiere en
mucho a las de ellos. Los que trabajamos aquí —excepto los médicos, claro, que
se les paga un poco más y son estudiados, excepto los militares, que se les paga
más que a los médicos— no tenemos nada. Nunca hemos tenido nada. Ni
educación. Así que no podíamos darle mucho a mi sobrino, excepto cariño y un
poco de comida, comida que he tenido que sudarla.

Le dimos libertades a mi sobrino. Los hombres se forman en la calle. En


el callejeo. En las esquinas. Eso es lo que siempre se ha creído. Y eso fue lo que
creímos cuando mi hermana tuvo a mi sobrino, un bebé precioso, con apenas
quince años, con un hombre que desapareció o que nunca existió para mí. Un
día mi hermana llegó y me dijo estoy embarazada. Eso fue todo. Nada de
detalles. Yo era la mayor y mis padres habían muerto hacía unos meses y ya
trabajaba en este hospital, donde nació mi sobrino.

Vivíamos (aún vivimos) en Guanabacoa, casi llegando al puente de Santa


Fe, en el reparto Naranjo, en un barrio que sigue siendo muy pobre pero que por
entonces era más pobre todavía. Ahora la gente ha levantado sus casas, las ha
arreglado, y más o menos se puede decir que el nivel de vida ha mejorado. Pero
antes no. Además, Guanabacoa siempre ha sido famosa por ser un municipio
muy religioso (fundamentalmente de la religión yoruba) y un barrio de guapos.
En cierta medida es verdad. No se pasaba dos días sin una pelea con cuchillos
o a las manos o con un palo o con cualquier cosa. Ahora no se ve tanto. Se
puede entender que la gente se ha vuelto menos violenta.

En fin, a mi sobrino desde pequeño lo dejábamos jugar en la calle hasta


tarde. Enseguida se hizo de muchos amigos. Se hacía querer el muy condenado.
Con nueve años fue jefe de una pandilla de niños de más o menos su edad. Al
principio fue como un pequeño grupo de amigos que jugaban a la pelota (en ese
tiempo el fútbol no era tan practicado como ahora), a las bolas, a los trompos, a
las escondidas, lo que hacen todos los niños. Luego se puso fea la cosa. Se iban
a otros barrios a atracar a otros niños. Usaban… ¿cómo es que se les dice a las
navajas de afeitar que usan los barberos? Ah, sí. Barberos. Usaban barberos
para amenazar a otros niños. Creo que mi sobrino rajó a varios en las manos o
en las piernas, a los que se negaban a entregarles las bolas o los trompos o las
pelotas. Cortadas poco profundas, como arañazos, pero cortadas, al fin y al
cabo. A los doce años empezaron a ingerir bebidas alcohólicas.

No sé si ahora se tiene entre los muchachos de secundaria y entre los


muchachos del pre, aunque mi sobrino no llegó al pre, ni a ninguna enseñanza
media, la costumbre de sentirse valiente y de hacer sentir cobarde a los otros. El
caso es que en ese tiempo sí y mi sobrino se sentía valiente. En la secundaria
fue famoso por hace correr a otros muchachos que se sentían también valientes.
Nadie se atrevía a vérselas con él.

Eran los años 97 o 98, los años del periodo especial, los años que creo
ustedes nacieron, los años de la resaca de la caída de la URSS. La vida estaba
más dura de lo común. No había nada y la gente estaba como loca, inventando
de todo para subsistir. No me detendré en los detalles que todos conocen, sus
padres ya le habrán contado cosas de ese tiempo. Recuerdo que eran como las
cinco de la tarde porque los cocineros ya empezaban a traer al comedor la
comida. Recuerdo que era el mes mayo, pues la semana siguiente yo estaba por
cumplir años y por esas fechas es que yo siempre saco mis vacaciones. Recibí
una llamada telefónica de mi hermana. Ven urgente, dijo, tu sobrino se ha vuelto
loco.

Como ese día no me tocaba servir la comida, fui a la taquilla y me cambié.


Salí enseguida y me monté como pude en una guagua repleta de gente. En mi
casa estaba mi hermana persuadiendo a mi sobrino que dejara la empresa que
estaba acometiendo: construía un bote. Clavaba unas puntillas oxidadas en unas
maderas aún húmedas. En la popa, si es que se le podía llamar popa a ese
tareco, amarrado con soga de barco y atornillado, había un motor de tractor.

Imposible fue convencerlo de que terminara con esa locura. No esperaba


nuestra aprobación, si antes, cuando era un niño, hizo siempre lo que le dio la
gana, en ese momento, que seguía siendo joven, pero que ya había cumplido la
mayoría de edad hacía unos pocos años, no podíamos impedirle nada. Mi
hermana le decía que con eso no iba a llegar muy lejos. Estaba a punto de llorar.
Por Dios, dijo entre sollozos, qué he hecho para merecer esto. Es un castigo. Mi
sobrino no salía de la mudez. Nunca le importó o nunca estuvo consciente de
que sus andanzas, sus malas andanzas, nos afectaban a nosotras. Yo no quise
decir nada, sabía que era un caso perdido. Sentí rabia por lo injusto que era con
nosotras, sentí ganas de llorar, porque me preocupaba por él, porque lo quería,
pero preferí no hablar. Déjalo, dije a mi hermana. Déjalo que se mate el muy
condenado.

Espero que no me delaten, fue lo único que dijo cuando terminó de armar
el tareco aquel.

No sé cómo llevó la embarcación hasta la costa. Esperó la noche y esperó


a que se sosegara el mar, a que el mar estuviera como un plato, para lanzarse.
A la mañana había dejado de funcionar el motor. No llevaba muchas provisiones
ni agua potable; a los tres o a los cuatro días no tenía nada para echarse a la
boca. Dice haber sentido la muerte de cerca, que nunca había sentido miedo, y
que ese día lo sintió. Creyó que moriría de la manera más horrorosa posible. El
sol empezó a quemarle la piel y el hambre lo debilitaba. Perdió las esperanzas y
se tiró a morir, acostado boca abajo en el bote, para que el sol no le quemara los
ojos. A la semana nos llamaron a la casa y nos dijeron que tenían a mi sobrino
a salvo. Bastante deshidratado, pero a salvo. Un barco de pesca lo había
pescado a pocas millas de la costa.

Nunca más volvió al mar. Era lo único que lo aterraba.

Tenía un gran sentido de la hermandad y esa fue su perdición. Entre la


pandilla había uno que mi sobrino solía defenderlo. Era rubio, tenía un buen físico
y cuando estaban en grupo era el que más alzaba la voz, pero, como se dice, le
metían el pie cuando estaba solo. Una tarde mi sobrino estaba en la casa
bebiendo, recostado sobre la ventana. Mi hermana me ayudaba en la cocina.
Preparábamos pollo y éramos incapaces de separar el muslo del contramuslo.
Fui a la sala a pedirle ayuda. Conversaba con el muchacho que les acabo de
mencionar. Cuando me vio llegar mi sobrino le dijo algo al muchacho que no
pude escuchar, se giró y me miró. Ven y ayúdanos a mí y a tu madre, le dije. No
puedo ahora, dijo y se fue a su cuarto. Salió con algo plano envuelto en periódico,
sin mirarme.

A dónde vas, le pregunté.

A resolver un asunto, dijo.

Después me metí en la cocina y entre yo y mi hermana terminamos por


separar los pollos. Sentí un gran alboroto en la calle y sentí que gritaban el
nombre de mi hermana y el mío. Fuimos corriendo a la ventana y una vecina nos
informó que mi sobrino estaba metido en problemas. Lo van a matar, repetía la
mujer, lo van a matar. Mi hermana salió corriendo y yo la seguí. En la esquina se
aglomeraba un grupo de personas que gritaban. Mi hermana se metió entre la
muchedumbre y por un momento la perdí. No me resultó difícil encontrarla. Entre
los ruidos y la gritería escuché su voz. Déjenlo, gritaba, es mi hijo. Empujé a los
que tenía delante y logré alcanzarla. Lloraba, rabiaba, casi tirada en el suelo. Yo
no había visto aún qué sucedía. Levanté de un tirón a mi hermana y entonces
pude ver qué pasaba. Mi sobrino estaba rodeado de tres tipos con cuchillos. La
camisa chorreaba sangre. Llevaba un machete y lanzaba machetazos en círculo.
Los tipos esperaban.

Hijos de puta, grité, déjenlo.

Sucedió muy rápido. Uno se le vino encima y los otros también. Al primero
mi sobrino le rajó un brazo, pero los otros lo tumbaron y lo agujerearon. Él resistió
unos segundos. Cuando dejó de moverse, los otros tres se fueron corriendo.

Mi hermana corrió hacia donde yacía el cuerpo de mi sobrino. Yo me


quedé estática, como de hielo, en medio de la calle. Observé a las personas
corriendo hasta el cuerpo. Ya no se veía mi hermana abrazando el cuerpo. La
vista se me nubló unos segundos. Entre la gente, busqué al amigo de mi sobrino.
Pensé en lo sucedido. Mi sobrino bebiendo. El amigo de mi sobrino diciéndole
algo. Mi sobrino saliendo con el machete envuelto en periódico. Sin duda fue por
culpa de ese cobarde, me dije. Ese cobarde que al final lo dejó solo. Lo maldije
cien veces y deseé su muerte. Ese cobarde no estaba por todo esto. Luego llegó
la policía y los médicos. No había nada que hacer. Cercaron la calle y alejaron a
las gentes. Mi hermana y yo respondíamos a las preguntas de un suboficial; mi
ella no paraba de llorar. Yo permanecí estática, como hipnotizada, mirando entre
las calles, mirando entre las gentes, pero sin mirar al oficial. Vi al cobarde en la
esquina y lo señalé.

Ese cobarde es el responsable, dije al suboficial.

Aquí se acaba la historia. Ya el teniente los busca. Por favor denme otro
cigarro.

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