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MUERTE EN PERSIA

Advertencia preliminar

Por: Annemarie Shcwarzenbach (1908-1942)

El presente libro brindará pocas alegrías al lector. No le


proporcionará ni siquiera el consuelo y el ánimo que a menudo
inspiran los libros tristes, contrariamente a la opinión generalizada
de que los sufrimientos, soportados recta y debidamente,
reconfortan por la fuerza moral que llevan implícita. Dicen incluso
que la muerte misma puede ser edificante, aunque he de confesar
que me falta fe para creerlo, pues ¿cómo ignorar el amargo sabor
que deja en nosotros? Demasiado ininteligible, demasiado inhumano
su poder…, y solo lo pierde si la aguardamos como la única e
irrevocable vía que nos es concedida para abandonar nuestras
enrancias.

En efecto, de enrancia trata este libro, y su tema es la ausencia de


esperanza. Y si bien un escritor no conoce otro propósito que el de
despertar el interés de sus lectores, tal propósito es justamente
inalcanzable en el presente caso: pues solo podemos esperar
compasión y comprensión si nuestros fracasos son explicables,
nuestras derrotas resultado de una lucha valerosa y nuestro
sufrimiento consecuencia inevitable de tales causas racionales. Si
bien en algunos momentos somos felices sin motivo, no debemos
bajo ningún concepto ser infelices sin razón. Y en los duros tiempos
que corren, cada cual tendría que poder elegir fácilmente un
enemigo y un destino a la medida de sus fuerzas.

La protagonista de este pequeño libro, empero, es tan poco


protagonista que ni siquiera puede nombrar a su enemigo; y tan
débil es que, al parecer, se rinde antes de que su derrota sin gloria
esté sellada.
Pero eso no es lo peor. Menos aún perdonará el lector que en
ninguna parte se mencionen de forma inequívoca los motivos por los
que un ser humano se deja arrastrar hasta Persia, país lejano y
exótico, para sucumbir allí innominadas tentaciones. Es cierto que
en más de una ocasión se habla de rodeos, de escapatorias y de
enrancias, y quien hoy en día vive en un país europeo sabe que son
muchos los que no están a la altura de tan tremenda dialéctica:
dialéctica que abarca desde el conflicto personal entre el deseo de
quietud y la decisión de pasar a la acción, desde la simple y
abrumadora indigencia material hasta las cuestiones más generales
–y sin embargo más candentes- de la política y del futuro
económico, social y cultural; una dialéctica que no exime a nadie de
pagar su tributo. Y si, no obstante, una persona joven intenta
escapar y eludir ese tributo llevará marcada en la frente la señal
de Caín, estigma de la traición al hermano, por muy
escrupulosamente que haya planeado su huida.

Esto es, poco más o menos, lo que le ocurre a la muchacha de la que


proceden estos apuntes. Una vez concluida su redacción y ya con el
manuscrito en mis manos, advertí claramente la necesidad de
elaborar una historia preliminar, inequívoca y asequible a todos
nosotros, que explicara los antecedentes del relato: solo así
lograría satisfacer a los lectores y ofrecerle al editor un libro
aceptable. Pero era precisamente de eso de lo que debía
abstenerme si no quería falsear el tema propiamente dicho; hacerlo
habría supuesto una concesión ilícita a nuestras necesidades
morales e intelectuales.
Pues la ausencia de esperanza, la terrible vanidad de toda
sublevación descrita en estas páginas, no tiene ya nada en común
con la señal de Caín, con la huida que pudo existir al principio. NO,
en este caso pierden validez nuestros parámetros y explicaciones;
lo que aquí se cuenta es, sencillamente, el caso de un ser humano
que ha llegado al límite de sus fuerzas…

Lo inhumano linda con lo que está por encima de lo humano. Y la


grandeza exasperante de Asia lo está: “No es ni siquiera hostil, solo
demasiado grande.” ¿Qué significa allí la muerte de un ser humano?
Sin embargo, no conocemos grito más importante que este: “ ¡Se
muere un hombre!” No, ningún falseamineto ha de exonerarme a mí
ni aliviaros a vosotros: el peligro es intangible, la angustia no tiene
nombre –solo esa circunstancia la convierte en algo horrible- y hay
caminos cuyo horror no permite retorno.

¿Por qué morir si no?

Para nosotros, la muerte no es un hecho natural; nos llena de


desconcierto. Los asiáticos, en cambio, la han integrado en sus
religiones como la nada, como la existencia verdadera, como la
verdadera fuerza. La aguardan sin tensión; nuestra vida, por el
contrario, es inimaginable sin la tensión, que es su misma esencia.
Arrancados de nuestra esfera, de nuestros consuelos habituales –
un rostro que respira, un corazón que palpita, parajes plácidos y
cambiantes-, no tenemos más remedio que entregarnos a los
grandes vientos de las alturas que hacen trizas nuestras últimas
esperanzas. ¿Hacia dónde orientarse entonces? En derredor
nuestro solo hay desnudez, graderías rocosas teñidas de gris
basáltico, desiertos amarillos como la cara de un leproso, inertes
valles lunares, arroyos de creta y ríos de plata con peces muertos
flotando a la deriva. ¿Hacia dónde orientarse, pues? ¡Oh
desconcierto, ala entumecida del alma! Allí, ni siquiera la sucesión
del día y de la noche traspasa el umbral de nuestra conciencia, a
pesar de que el día es radiante y huérfano de sombra y los fríos
astros alumbran la noche.

Aunque uno de vez en cuando se aferre todavía al dolor, a la amarga


nostalgia del hogar y al amargo arrepentimiento, no se acuerda ya
de la propia culpa; en vano trata de rememorar el principio (“¿Quién
me ha traído a estos páramos?”) ¡Quien pudiera volver a acusar,
volver a apelar a otro ser humano, volver a amar! Uno se precipita al
espejismo, ancho como el mar y que se asemeja en todo al mar, uno
tiene fe y reza y olvida el oscuro miedo al contemplar el rostro
amado. ¿Pero qué hacer contra ese miedo?

¡Ay, quién pudiera volver a despertar, una sola vez, libre de esa
opresión! ¡No estar solo y a su merced por una única vez! ¡Sentir el
hálito feliz del mundo!

¡Ay, quién pudiera volver a vivir!

Traducción de Richard Gross y María Esperanza Romero


Muerte en Persia. Barcelona. editorial minúscula. 1era reimpresión.
2008. Págs. 9-12.

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