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“Aquella inmemorial noche de la fogata”

Por Gilbert Blythe

Una vez yo hubiese concluido aquella imprescindible conversación con el Sr. Niguel, padre de
Winifred, sobre la posibilidad de un próspero futuro y mi garantía de bendición para pedir la mano
de su hija; rechacé su generosa propuesta de que uno de sus empleados me trajese de vuelta a
Avonlea, en uno de sus tantos carruajes. La verdad es que me sentía sumamente turbado por toda
la información que había adquirido en un cuarto de hora, y necesitaba un viaje tranquilo por los
caminos de la Isla, con tal de apaciguar el torbellino de emociones y pensamientos que me
sobrecogía.

Debía de analizar cuidadosamente los pros y los contras de la propuesta del Sr. Niguel. Pero,
sinceramente, no entendía el porqué me sentía tan escéptico, teniendo en cuenta que el padre de
Winifred me ofrecía una oportunidad colosal tanto para obtener mis ambiciones laborales y
académicas, como para contraer matrimonio con una maravillosa jovencita, como lo era Winni.

Estaba fuera de mi comprensión el motivo de mi duda. Ese hombre, me había ofrecido sin
vacilación todo y más de lo que alguna vez hubiese deseado: el ingreso directo a la prestigiosa
Universidad de Sorbona, ubicada en París, el apoyo económico que necesitase, el camino libre
para formalizar mi relación amorosa… pero no lo sentía suficiente. Y me enojaba aún más el hecho
de no saber con certeza el qué es aquello que me ata a este apacible pueblo.

Así pues, con todas estas inquietudes rondando en mi cabeza, regresé a Avonlea, con paso
pausado y vacilante.

Cuando ya llevaba más de cuarenta minutos caminando después de haber entrado a las tierras
que conforman a mi pueblo natal, y me encontraba cerca a los predios de los Barry, oí múltiples
risas provenientes de la colina que se cernía sobre mi camino. Al llegar a la cumbre, divisé a todos
mis compañeros de clase, sonrientes y reunidos alrededor de una impetuosa fogata a la luz de la
luna, en celebración de una victoriosa admisión a sus universidades deseadas.

Y entonces, la vi: Anne Cuthbert había subido a una inmensa roca gris, ubicada justo en frente del
inclemente fuego. Tenía las mejillas sonrojadas, un poco por el calor que emanaba la fogata y otro
tanto por la excitación, que se evidenciaba chispeante en su mirada azulácea.

-¡Hola, compañeros de escuela!- exclamó Anne, engrosando su voz, para imitar un dialecto
bucanero. Entonces, dividiendo en dos mitades su precioso cabello rojizo y tomándolo bajo su
mentón con una de sus pálidas manos, hizo la ilusión de una barba de pirata para entrar más en
personaje.- ¿¡Por qué le tiran tierra a los ojos del pirata vigía!?

-¿¡Por qué!?- Respondieron a coro los espectadores.

-¡Porque gritó tierra a la vista!- Respondió empoderada la pelirroja, haciendo con sus manos varios
gestos que sólo le daban más vigor a sus palabras. Todos rieron fuertemente. De Anne Cuthbert se
sabía de sobra que tenía una imaginación y fuerza de espíritu desbordante.

Anne vociferó otra ocurrencia similar, igualmente bien recibida y delirante. Después de aquello,
los demás chicos se entretuvieron con el baile gracioso que hacía Ruby Gills en el otro extremo de
la colina; pero yo sólo podía contemplar a la pelirroja. Ella estaba danzando sobre la roca,
sonriendo amplia y vivamente… viéndose hermosa por el simple hecho de ser ella. El voraz viento
le agitaba su denso cabello, el cual resplandecía en un impetuoso tono escarlata bajo la
luminiscencia carmesí de la fogata. Ella lucía como un ferviente espíritu de luz, de esperanza y
vida. Todo en ella era arrebatador e impetuoso: sus fascinantes ojos azules, su dulce sonrisa, su tez
pálida salpicada de pecas y, sobre todo, su magistral cabello de fuego. De repente, mi mente se
esclareció: comprendí que aquella jovencita era el motivo por el cual me sentía profundamente
aferrado a Avonlea porque la amaba con todas las fuerzas existentes en mi ser.

Y entonces, impulsado por una fuerza interior arrolladora que me brindó valor, decidí que tenía la
necesidad de confesarle a Anne, a mi Anne con una “E”, mis más sinceros sentimientos. Así pues,
aun sintiéndome maravillado con su fulgor, le cuestioné experimentando una ansiedad enfermiza:

-Hola, ¿Podemos hablar?

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