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¿Qué significa la última frase del El extranjero de Albert Camus: “Para que todo sea

consumado, para que me sienta menos solo, me quedaba esperar que el día de mi ejecución
hayan muchos espectadores y que me reciban con gritos de odio”? ¿Es acaso una oda al
hombre que lucha por sí mismo y que no desea la cercanía de los otros? ¿O quizás, es una
llamado de ayuda para que los otros, los ojos de esos extraños, raros, alejados de su
sentimiento de soledad, lo abriguen con sus miradas de tristeza y pueda, por fin, no ser más un
extranjero? Cualquiera de las respuestas que se les den a las interrogantes puede ser
verdaderas.

Sin embargo, la maravilla se encuentra en sus últimas frases antes de ser llevado al altar para
que sea purgado de sus pecados: el asesinato y su imposibilidad de sentir alguna emoción
humana. El que le reciban con odio demuestra que, en primera instancia, no desea que el otro
exprese hacia él alguna empatía que le obligue a dar, de vuelta, la misma reacción. La soledad
le embriaga y toma de la misma botella, no por gusto, sino porque su inocencia le obliga a que
constantemente se rebose, su espíritu, de este néctar. La soledad en este sentido representa
un modo de vida, de ser el único que exista por este medio: el abandono de toda relación con
los otros.

Esta era la percepción que Calisto se hacía de sí mismo: se consideraba un Meursault. Se decía,
con voz calmada y sintiendo cada una de sus palabras, lo siguiente: de nadie he de necesitar.
Las relaciones personales, la amistad, el amor, no indispensables para la vida. Yo soy un
Extranjero, un sin-nadie. Cuando María le propone a Meursault que se casen, que sean uno y
vivan felices, éste, con voz tranquila y casi callada, le responde que si le hace feliz, él lo hará.
Así seré yo. Lo juro. No me importa ni el dinero, ni el amor, ni la familia. Incluso, no voy a llorar
en el funeral de mi madre. La soledad es mi identidad, mi ser, con este discurso moriré.

Los días pasaban y él repetía la misma oda a la soledad día tras día. Empezó a no hablar con su
familia. Se limitaba a responder con “sí y no”, solo eso salía de sus labios. Con sus amigos, la
historia fue idéntica. Ellos se alejaron de él, no querían saber nada de aquel que en antaño fue
un hombre divertido, incluso carismático. En el amor, con Sandra, su novia de un año, quiso
crear una relación como la de María y Meursault: una relación que se extendía solo a niveles
fisiológicos. El cuerpo, el traje que cubre el alma para que esta no huya, se encamina hacia las
pulsiones: el sexo. Calisto, dejando atrás toda simpatía y amor por Sandra, redujo la relación
solo al coito y a la compañía silenciosa. Ella, como se sabe, termino por huir de él,
desechándolo.

Después de la ruptura, de la dolorosa separación, continuo como sin nada o eso pensaba. Los
días transcurrían con normalidad: la universidad, el trabajo, la casa, la familia, etc. Pensaba
que todo estaba como él lo había planeado, sin ninguna novedad. Sin embargo, pese a que
todas las noches, en su cuarto oscuro, con el cigarrillo encendido, la mirada perdida en el
espejo, observando como el alma sale hacia la superficie de su piel, pues Calisto pensaba que
si se miraba al espejo por un largo tiempo, su alma, que para él no era más que su conciencia,
saldría para hablar un rato, para contarse cosas a sí mismo. La espero por largo tiempo, incluso
por horas, pero el Alma, cansada también de él, se le escondió en un rincón de su piel, donde
él no podría llamarle. Luego, al ver que el alma no salía a su encuentro, con las manos abiertas
y la felicidad palpitante, se fue hacia la ventana. Era el séptimo cigarrillo que fumaba.

El bastidor de la ventana estaba frio, la noche parecía perezosa, cansada de tener que
despertar todas las jornadas para aparecer ante personas que no se percatan de su
hermosura. Las luces de las bombillas de la calle titilaban, un perro pasaba por el lado de la
casa de Calisto y le miro un rato. Calisto lo saludo y pregunto cómo se encontraba, le arrojó un
pan que estaba en la mesa desde la mañana, el perro lo cogió con su hocico y lo engulló.
Calisto creyó que el perro le entendía y, que igual que su persona, deseaban estar solo. Calisto
miró otras cosas que se encontraba en el área que las lograba ver. “Las tejas de doña Nohelia
están sucias. Las plantas que crecen allí son raras. Supongo que las debió de traer un pájaro en
su excremento que luego creció. Es sorprendente que el mecanismo de preservación de la vida
la obligue, en algunas ocasiones, a sobrevivir en ambientes poco comunes. Por ejemplo, el
tejado de doña Nohelia”.

Se dio vuelta hacia su cama y se acostó. La garganta le molestaba. La sentía seca y le dolía. Se
sugirió, como médico de sí que era, que la causa de su malestar eran los cigarrillos.
“Últimamente el trabajo no ha estado muy bueno que digamos. Mi jefe me bajo el suelto y
solo me alcanza para comprar estos horribles cigarrillos baratos. Las deudas me están
devorando y mi familia me descarga la obligación de sostener la casa. Mi espalda no soporta
otro peso más. Si tan solo hubiera aceptado la invitación de Sandra a vivir juntos, a compartir
los gasto. Creó que estaría mejor”. Durante un mes entero que había pasado de la ruptura con
Sandra, era la primera vez que pensaba en ella. La deseo de nuevo. Le encantaba de
sobremanera su cuerpo, su espalda pequeña y las dos grandes nalgas que tenía. La forma en
cómo hacían el amor, las expresiones de su rostro y sus ojos cerrados que buscaban el infinito
placer, le extasiaba mucho.

Recordó una vez en la que ella estaba en la habitación del apartamento que arredraba. Llevaba
un body rosado, se alisó el cabello, se maquillo un poco, se hizo un pequeño flequillo y lo
espero sentada en la cama de tal manera que los pies doblados formaban un ángulo de
cuarenta y cinco grados, la planta de los pies tocaba sus blancas nalgas y estas parecían dos
esferas preciosas. El cabello, que era corto, le quedaba maravilloso, su miraba deseaba cada
centímetro del cuerpo de Calisto. Sus ojos, llenos de furia y ansias juveniles, le hicieron la
invitación de seguir adelante, pero él, ante la impresión de aquel cuerpo llamativo, se detuvo
un momento a observar el conjunto, el aura, de la escena que se le presentaba. Ella que no
podía soportar su deseo de tenerlo adentro, de consumar su amor, levanto lentamente su
mano, la delicadeza de ese movimiento produjo en Calisto una furia. La tomo rápidamente, le
besó por todo el rostro, palpo con sus dedos los suaves senos, la tomo de su pequeña cintura,
la acostó sobre la cama y palpo su sexo. La noche que moría lentamente finiquito con dos
cuerpos sudados, cansados y a la espera de recuperar energías para seguir su juego amatorio.

Todas esas escenas cruzaron por sus ojos. Parecía verla delante con el mismo body. Se dijo que
la iría a buscar el día siguiente. Le diría cualquier cosa y ella le iba a creer. Estaba
completamente seguro. Nada le decía lo contrario. Al amanecer, como es costumbre en
Calisto, se fumó el primer cigarrillo. Su mamá le trajo el café y lo acompaño con otro cigarrillo.
Se introdujo con rapidez, cuando termino el café y el cigarrillo, al baño. Se miró al espejo y se
vio que estaba encantador, algo atractivo, pensó. Salió del baño, fue a su cuarto a vestirse.
Mientras se colocaba la ropa se imaginó a Sandra y a su cuerpo desnudo ante él. La deseo aún
más. Estaba hablando consigo mismo y pensando en que Sandra lo recibiría de buen gusto y
que incluso lloraría al verle. También él lloraría para hacer para ella el momento más
romántico, no para él, sino para ella.

La habilidad con la que hacia las cosas esa mañana sorprendió a su familia, pues acostumbraba
a ser algo torpe. La madre le miraba con asombro y le pregunto que si estaba contento. Calisto
respondió que no, era un día común y corriente y que nada especial pasaba. Como siempre su
madre sabía desde antes de que él hablará lo que iba a decir, le conocía muy bien. La madre
constantemente afirmaba que Calisto era su forma masculina, lo pregonaba a todo aquel que
los conociera. “Vea mijo, yo me conozco muy bien. Sé que la mirada que sale a flote en sus
ojos es por algo. ¿Volvieron a subirle el sueldo a lo normal? ¿O incluso le aumentaron más?”.
Calisto la miro y movió su cabeza en forma negativa. “Umm, bueno. ¿Entonces volvió con
Sandra? Esa muchacha es muy buena persona y mujer. No comprendo, hasta ahora, porqué la
dejó si se veía tan bien juntos”. Calisto ignoró todo lo que le dijo su mamá, excepto cuando
mencionó a Sandra, de nuevo volvía las imágenes de su cuerpo a rondar por su mente.

Salió con prontitud de la casa, tomo la buseta con la ruta que lo llevaría al trabajo. En el
transcurso del recorrido hablaba consigo mismo: “Uno si es muy poco de razón, ¿Cómo voy a
dejar ir a Sandra? Bueno, ya no importa, la voy a recuperar. Incluso le pediré que sea mi novia
de nuevo. Quién quita que hasta de pronto nos casemos y vivamos juntos. Es algo que puede
pasar y yo no me voy a negar a ello. Pensándolo bien, creo que la amo. ¿Eso me quita algo de
absurdo? Supongo que sí, pero no creo que eso me haga menos. No se puede ser un hombre
absurdo todo el tiempo. Debió de pasar, supongo yo, que Camus no lo pensó. Se le debió
escapar. Las cosas, mis acciones que en antaño supuse que me haría mejor, no hay servido del
todo: el ascenso en el trabajo lo perdí por relajarme, mis amigos me abandonaron y mi novia
igual. Retomaré todas aquellas relaciones que se me escaparon. Hoy es el día. Esto no quiere
decir que dejaré de lado el pensamiento que tanto he tratado de llevar en práctica, al
contrario, lo mitigaré un poco. La relaciones humanas no soportan tal abrupto personaje.
Apenas lo comprendo. Quizás Meursault murió, no por el delito, sino por su actitud que a
todos les molestaba. Su forma de comportarse ante una sociedad que exige unas actitudes que
vienen casi que predeterminadas para la convivencia. Yo espero de los otros, ahora lo veo,
unas actitudes, unos movimientos y un pensamiento que no sea aberrante y que me molesta.
Lo mínimo es que no recurra a la violencia y que sea amable, bien puede que esté actuando,
pero de eso se traba la vida: de actuar conforme la escena que se tiene ante los ojos, la forma
en que se desenvuelva”.

Mientras estaba sumergido en el mar del pensamiento, la buseta se pasó de la parada. Le tocó
bajarse unas cuadras más abajo. No le importó en absoluto, porque lo que hace poco tenía en
su boca, el pensamiento, le había mostrado una nueva luz. La mañana pasó tan rápido que
creía que era muy temprano para salir. Se dirigió a la casa de Sandra para invitarla a almorzar
algo. Cuando se acercó a la puerta del apartamento, pues el vigilante lo conocía y parece que
Sandra no había informado a la vigilancia que él ya no era bienvenido a su casa y mucho menos
a su vida, iba a presionar el botón del timbre, pero no alcanzó hacerlo porque la puerta se
abrió. Salió de la casa de Sandra un hombre alto, fornido, su color de bien era blanca y sus ojos
color café claro. La miraba de aquel hombre era penetrante y sugería respeto. No obstante, se
sorprendió de ver a Calisto en la puerta, lo saludo amablemente y le pregunto en qué podría
ayudarlo. Calisto callo. Sandra se acercó rápidamente, al ver que era Calisto lo saludó con
naturalidad, como si fueran amigos de hace muchos años. El nuevo amante de Sandra salió con
prisa debido a que iba tarde. Cuando pasó por el lado de Calisto, él sintió el aroma a sexo:
tenía su piel impregnada de la loción que Sandra usaba para sus encuentros amatorios.

Calisto entró y cerraron la puerta. Ella le preguntó el porqué de su visita. Luego se dio cuenta
que algunas cosas de él se habían quedado en la casa de ella y fue a traerlas. Mientras tanto,
Calisto sentía una leve presión en su pecho, su voz no lograba salir de su garganta, sus manos
temblaban frenéticamente. Su rostro trataba, por todos los medios posibles, de dibujar una
sonrisa. Lo consiguió, pero era una sonrisa de dolor. Nada salía concorde a lo que él se dijo en
la mañana cuando se estaba colocando la ropa. Sandra esperaba que tomará sus cosas, que
estaban dentro de una bolsa, para que saliera de su apartamento. Ella también sentía la
nostalgia del encuentro, el amor brotó de nuevo de su corazón, aunque, ya no era el amor
infantil, al contrario, era el amor que se le tiene a un amigo después de mucho tiempo de no
versen.

Sandra le dijo: “Calisto, aquí están tus cosas. Por favor tómalas y sal de aquí. Me alegro mucho
verte. Te ves muy bien y con buen estado de salud. No siendo más y, ante tu silencio, supongo
que venía por esto. Ah, te ha tomado por sorpresa Fernando. Si lo preguntas, es mi novio.
Llevamos un mes”.

La frialdad de las palabras de Sandra consternaba aún más a Calisto, Le era incomprensible que
lo olvidará tan pronto, con tanta facilidad. ¿El amor que le juraba se había esfumado de su ser
como una estrella que declina y, después de un tiempo, se enfría y muere? ¿El amor es una
llama tan débil y sucumbe ante la menor ventisca? ¿O su amor no era verdadero? Nada le
parecía lógico. Todo era una comedia extraña, ficticia y no le parecía que tal cosa estuviera
pasando.

Ante todo, Calisto guardo la calma: “Ya veo, Sandra, he importunado tu tranquilidad. No era mi
intención. No, no, no, veo que no soy bienvenido. Ah, me olvidaste tan pronto. Sí, lo sé, fui
muy cruel, pero supuse que el amor es como lo pintan los poetas: durará mucho tiempo y
tendrá la fuerza para incinerar todo un bosque. Lo sé, siempre he sido un idealista en cosas del
amor. No, tranquila, sé que no quisiste decirlo de esa manera. No vine por mis cosas. Solo
quería verte y hablar. Pensaba en volver. Concuerdo, es una idea estúpida y más si tienes
aroma a sexo. Ah, ¿Que cómo lo sé? Es la loción con la que bañabas tu cuerpo antes del sexo”.

Sandra: “Calisto, no es momento de que te hagas la víctima. Tú me arrojaste a esto, sufrí


mucho. No me vengas a decir que falte a lo nuestro por conseguirme un amante al mes.
Además, aquí ya no hay lo nuestro, eso termino cuando te deje. ¿Vas a llorar? lo puedes hacer,
¿Te enojaste? Que mal por ti”

Calisto: “Esta bien, Sandra, ya me marcho, fue un gusto verte. Ten, esta foto es tuya. ¿De
dónde la saque? Recuerdas que me pediste que te la tomará aquella noche. Sí, luego dijiste
que te la enviara para imprimirla. Luego me pasaste aquella foto y la guarde”

La foto que se encontraba en las manos de Sandra era aquella con la que la noche anterior él la
había deseado. Y no guardo la foto porque para él ya no tenía ningún valor. El cuerpo de ella le
pertenecía a alguien más. No tenía ningún sentido que él la guardará para sí cuando su cuerpo
sudaba, bailaba, al ritmo de otro cuerpo. Bajó de aquel apartamento con el corazón repleto de
bilis, le ardía el estómago y sentía que su hígado le dolía. Se marchó de nuevo hacia su trabajo.
Era un sábado y él hizo horas extras para tratar de distraerse. Al fin y al cabo su trabajo no lo
dejaba pensar en otras cosas que no fuera trabajar. Al terminar de la jornada, un conocido del
trabajo lo invito a jugar cartas, Calisto acepto de muy mala gana. Perdió casi todas las partidas
y culpo a una pequeña voz en su dentro de su cabeza que, según él, no lo dejaba concentrar.
Sus compañeros se preocuparon al oír y le recomendaron ir al médico. Al salir del trabajo, sus
compañeros se dispusieron hablar sobre la actitud de Calisto, no era del todo normal, pero
seguro le adjudicaron la culpa a la falta de sueño. Se le veía muy cansado ya hace unos días
para atrás.

Calisto salió del trabajo y se dispuso a tomar la buseta que lo llevaría a su casa. Deseaba llegar
pronto para dormir y mitigar un poco el dolor de su corazón, esa pesadez que le embargaba.
Desamor, se dice que es desamor. Al arribar a la parada y tomar rumbo a su casa, se acercó a
la tienda de Don Javier que estaba tomando unas cerveza solo. Le dijo que se tomará unas
cervezas con él: “Venga, Calisto, siéntese. Sé que esta triste, se le ve en los ojos. Vea, aunque
usted no lo crea, yo soy un conocedor de los hombres, fui un hombre de experiencias grandes.
Serví de consejero muchas veces para mis amigos. Tengo, si se puede llamar así, olfato para
ver cuando alguien necesita tomar por causa del amor. El licor alivia todas las penas. Créame,
yo tuve muchas en mi etapa de buen mozo”.

Calisto acepto quedarse. La tienda estaba sola. Sacaron dos sillas y una mesa. Después
tuvieron que sacar más porque llegaron otros conocidos. El ambiente era encantador, la
música agradable y estaba dispuesta para la ocasión. Pasado un tiempo de estar tomando un
buen rato, compraron ron, la botella más grande que estaba disponible. Calisto miro a su
alrededor y vio que la cantina se asemejaba a una obra de arte de un pintor que ebrio por la
existencia, por el licor y las mujeres que se encontraba en el bar, decidió retratar la escena.
Sonrió y les contó a los demás que pensaba. Los que con él se encontraban rieron. Calisto
calló.

Ya empezaba a salir la leve brisa de la noche. Los perros, las ratas y las cucarachas, salían de
paseo como si esta ciudad no fuera del hombre sino de ellos. La suciedad se presentó a los ojos
de Calisto como nunca antes. Sintió deseos de vomitar y lo hizo. Las risas no faltaron, como los
comentarios para aquel primero que caían ante los males de la bebida. Calisto se levantó de la
mesa no se percató en que momento ingirieron tanto licor, las botellas de ron y cerveza se
amontonaban a su alrededor. Cayó ante la acera donde se encontró con un charco de agua
negro y maloliente. Una rata le miró fijamente por un momento haciendo, con su hocico, como
si le hablara en un lenguaje que solo él entendía.

Lo poco que logro escuchar, se refería que la vida, para Calisto, ya no tenía sentido, ¿Podría
moverse por el mundo sin amigos, sin amor, más bien, sin Sandra? Ella, según dijo la rata, era
el amor de su vida y por su estupidez tenía que perecer. Nada lograría animarle de nuevo. La
rata parecía tener razón y su discurso, en ciertas partes, concordaba con el pensamiento de
Calisto. No se sabe si era causa del licor, el alto nivel de alcohol que recorría su sangre, pero
decidió salir a caminar un rato, con rumbo al olvido. No quería dejar ninguna carta de
despedida. Su adiós, es decir, su muerte era lo suficiente como para despedirse.

Cuando alguien decide morir, alberga dos posibilidades: dejar una carta doliente, diciendo que
lo llevó a decidir morir, informando a su familia las razones por las que ha caído en el olvido. La
otra opción es mucho más sencilla y es la que toman las almas sanas cuando el presentimiento
del olvido cae sobre ellas. No deciden escribir nada, prefieren que su acto sea su adiós y que lo
recuerden como a los vivos se les venga en gana. No hay aquí a quien acusar, no hay una razón
profunda, simplemente es un acto repentino que las personas pueden tomar como locura. La
segunda opción, hace mucho lo pensó Calisto, era la que le convenía. La verdad es que morir
por amor es una razón muy fuerte, no por nada en la literatura se encuentran tantos
escenarios, historias y diálogos sobre el morir por amor: se muera por amor a la patria, por
amor a la madre, por amor a una mujer, a una idea, en fin, el amor parece albergar en su seno
cualquier justificación si se alza una empresa, sea la horrorosa, sangrienta o desdicha, en su
nombre.

Calisto lo meditaba de camino al vagón de partida. No es del todo insensato dejar la carta,
pero este no es su modo de ser. El prefería mantener sus razones fuera de los ojos de los
demás. Que piensen lo que quieran. Además, que le parecía un poco triste dejar saber a su
mamá que se arrancaba de su seno la vida por una mujer a la que dijo que no quería. También,
le disgustaba que pensaran que fue el licor quien lo indujo a la fatal decisión. Que él podría
seguir viviendo si no fuera por el licor que lo llevo a morir, era restarle importancia a su acto
de amor desinteresado. Recuerda cuando leyó, en una novela de mil setecientos setenta
cuatro, que un hombre moría porque su amada se casaba con otro hombre y, que a raíz de
esto, su amor no lograría llegar a puerto. Él decide suicidarse con un arma que le presta el
esposo de su amada. Se dispara en la cabeza, con tan mala suerte que el proyectil no le quita la
vida inmediatamente. Muere lenta y dolosamente viendo salir poco a poco su sangre.

En otra ocasión, leyó acerca de dos amantes que morían envenenados uno tras otro, porque
los padres de la muchacha la obligan a casarse con otro hombre. Él corre hacia la tumba de ella
y bebe del veneno. También, recuerda una escena de otro libro, este era de un escritor
colombiano muy reconocido, si mal no recuerda, del nobel de literatura… Ah, se le escapa el
nombre. La escena es de una cita en un café, el padre de la muchacha, al enterarse de que
ellos piensan contraer matrimonio, quiere impedirlo. Dialoga con el joven, este al final de
escuchar todo lo que el padre de su amada tiene por decir, desiste de apartarse de ella y de
olvidar la promesa de casamiento que ambos se hicieron. Ante la repentina respuesta de aquel
intrépido jovenzuelo, decide sacar su revólver y apuntar a la humanidad del que tiene en
frente. Él, sin miedo le dice, poniendo fuerza y retando al padre de la mujer, “dispare, que no
hay mejor manera que morir por amor”. Algo así, más o menos, recordó que le dijo.

Como vemos, las razones se encuentran bien justificadas cuando morir por amor se trata. Por
las otras formas, mencionadas anteriormente, de morir con plena justificación del amor, no
hay que buscarlas muy lejos de nosotros. ¿No es verdad que casi todos los conocemos tienen
una historia referente a morir por amor, no solo por el amor a una mujer? Las historias que se
encuentras en la cultura son, en parte, diría uno, verdaderas. En un libro, donde relataban una
historia de un joven que se quedó a pelear por un país que no era el suyo, al menos no el de
sus progenitores, y que murió por amor a esa patria que amo.

No se podría poner el apelativo de estúpido a un doliente del amor, porque el amor parece ser
la fuerza de unión y de muerta que influye de sobremanera en las almas de los hombres. Todo
esto pasaba por la cabeza de Calisto que veía acercarse el amanecer y el puente donde se
arrojaría. Una pequeña paloma se posó en un charco para beber de él. Calisto se acercó a ella y
parecía que la paloma lo esperaba. La pequeña ave lo miro a los ojos y le dijo: “¿A dónde vas,
Calisto? Ya entiendo, decidiste morir. Nosotros también hacemos lo mismo, aunque no lo
creas. ¿Has visto a las palomas estrellarse con los parabrisas de los automóviles? ¿O, alguna
vez, contra los vidrios de las ventanas? No es que no veamos aquellas cosas, nosotras sabemos
que están ahí, es solo que, ante la pérdida del amor, de la felicidad encarnada, por la nostalgia
del amor que se aleja y que nunca vuelve, nosotras quedamos como un paria, anhelando la
tierra pérdida. Sucede que ante el desprecio del amante, por su abandono o por su muerte,
nosotras decidimos morir. Nos sacrificamos, si se puede usar esta palabra, ante esos vidrios o,
puede suceder que volamos alto y, cuando estemos llegando al punto donde no podemos
ascender más, dejamos de aletear para caer con fuerza hacia el pavimento. Estas haciendo lo
correcto Calisto. Ve y sube al vagón del olvido”.

Calisto logro entender todo aquello que decía la paloma. Ella lo miro de nuevo y se alejó. El
alba empezó a surgir entre las nubes y un pequeño rayo de luz cayó sobre el rostro de Calisto y
se sintió a gusto. Era la última vez que lograría ver un amanecer. Los disfrutó. Miraba, como un
niño pequeño todo lo que a su vista se le manifestaba. Estaba aún más ebrio y las cosas, por
este motivo, se veía con un fulgor que antes no logró percibir. Las hojas del pasto mojado
brillaban con tanta intensidad que fácilmente enceguecía al que lo viera. Las rosas del parque,
con un rojo vivo, las baquillas a medio destruir lucían como nuevas. El aire de la ciudad se
tornaba liviano, como puro. Todo había cambiado y solo Calisto lo percibía.

Las personas que pasaban creían que Calisto estaba loco o muy borracho para estar parado en
plena mañana, con su ropa sucia, en medio del parque. Si se enteraran de que minutos
después se arrojaría del puente, sin ningún ruido o sin hacer un espectáculo, como algunos
suicidas suelen hacerlo, pensaría que en verdad estaba loco. Las cosas giraban a su alrededor.
El puente estaba escasos metros. El final se acercaba. Paso un carro. Calisto creyó percibir que
adentro se encontraba Sandra. Corrió tras de él gritando Sandra, hasta casi desgarrar sus
cuerda vocales. Se resbaló y cayó. Su cara recibió todo el impacto de la caída. Fue tan fuerte
que sangraba. Medito por un momento y se dijo que no había tiempo que perder.

El tiempo es un recurso importante y él ya perdió demasiado. Caminaba en dirección al


puente. Los recuerdos de su vida pasaban por su cabeza y le pareció confuso, porque él
escuchó historias de que solo llegaban los recuerdos un minuto antes de morir. Menuda
parafrasearía de la gente, se dijo. Antes de saltar desearía un café y un cigarrillo, “no es por
nada, pero eso sería lo último que quiera probar. Además, el café y el cigarrillo me calman,
estoy un poco intranquilo y, para morir, se necesita calma. Un suicida necesita de eso, para no
entorpecer su acto. Si se hace a la ligera, puede que se cometan errores y lo detengan a uno,
yo no quiero pasar por eso. Las personas son felices compartiendo le infelicidad con otro. Mi
infelicidad es solo mía y nadie tiene porqué saberlo. Y si le agregamos a lo anterior, que me
mandaría junto con un psicólogo o a un psiquiatra… Menuda tontería. ¡Dejad a los suicidas en
paz! ¡No queremos tus razones por las que vivir, nosotros ya tenemos la nuestra para morir!
No quiero detenerme con nadie, porque me parece y siempre lo creído así, que forman un
circo donde el suicida es el bicho raro, el fenómeno que los divierte, con el que se ríen, no del
chiste, sino de él. Ese tipo de situaciones son para mí bastante tontas”.

Mientras estaba sumergido en sus pensamientos, se acercó a un vendedor de tintos, una


señora ya muy pasada de edad, con un traje blanco como el de los médicos, muy sucio, el
carrito donde colocaba los termos estaba viejo, parecía que mucho más que la anciana que lo
llevaba, y en pésimas condiciones. No importaba, era el último café que se tomaría y que se lo
trajera cualquier persona, sin fijarse en quién, lo recibiría. Pagó por el café y le pregunto si
vendía cigarrillos. La anciana replico que no, pero que le podía vender unos al escondido,
porque si la ve la policía, la pueden multar. Se fueron hacia al parque que estaba cerca. Ella
saco uno y, cuando Calisto se lo iba a pagar, le dijo: “No, tranquilo joven. No tiene la necesidad
de pagarme el cigarrillo, yo sé qué es tener una necesidad y que otro le cobre por algo que
usted desea. Entre nosotros, los fumadores, debemos ayudarnos para que cada uno consiga su
dosis de nicotina.” Calisto se sintió muy a gusto con aquella viejecita que le daba su pequeña
dosis de cáncer, como su mamá le mencionaba, de mala gana, cuando lo veía fumando.

Cuando Calisto se terminó su cigarrillo, agradecido de nuevo a la anciana por su regalo. Sin
embargo, la viejecita lo detuvo con el pretexto de que se fumaran otro. “Joven, no me deje
sola. Vea, le invito otro tinto y a otro cigarrillo para que me escuche. Hace días estaba
pensando que a uno lo traen a la vida sin preguntarle si uno quiere vivir: simplemente se le
arroja aquí. Le dicen a uno que no se quite la vida, que es el bien más preciado y que le espera
sufrimiento si lo hace. Lo retienen a punto de patrañas, de cosas que no se sabe si existen o
no. No sabe usted, pero yo me he intentado quitar la vida en varias ocasiones porque sufro de
alzhéimer y mis hijos me abandonaron. Menudos bastardos. Yo no quisiera olvidarme quién
soy y de dónde vengo, antes de eso, se lo digo, quiero quitarme la vida. No he encontrado el
momento. Pero le juro que lo haré. La cosa, en sí, es muy sencilla. La vida se le presenta a uno
como una flor, la más hermosa del jardín y procuran que uno, como buen jardinero, la cuide y
mantenga su bienestar. No obstante, la rosa tiene espinas y antes de poder tocarla, la espinas
infringe rasguños y cortadas tan profundas que sangran con una furia imparable. Si uno corre
con suerte, no le toca tan duro en la vida: nace en un hogar acomodado y con una familia que
lo quiere. Yo fui de malas, de las muchas personas iguales a mí. Nací en un hogar disfuncional y
con muchas carencias económicas, mi madre me rifaba al mejor postor para que, el que
ganara, me tocara he hiciera conmigo lo que sus deseos, su bestialidad, le apeteciera. Por estas
razones decidir morir la primera vez. Me detuvieron antes de poder lanzarme al vacío. Después
estuve en un psiquiátrico pagado por el gobierno. Los enfermeros, de nuevo, abusaron de mí.
Por esas violaciones quedé embarazada de mi primer hijo, me toco salir a vender mi cuerpo
para poderlo alimentar. Me golpeaban, abusaban, maltrataban, toda la vida ha sido dolor. Mi
segundo hijo llego con un señor que creí amar. Menuda tontería, por cierto. Me abandono.
Tuve, para no hacer larga la historia, seis hijos. Todos me han dejado a mi suerte después de
que hice todo por ellos. Ahora que me encuentro al declive de mi vida, con la salud
empezando a caducar y las añoranzas de mejor existencia rotas, pues creo que Dios no es más
que la mentira de unos pocos para que conservemos nuestra vida y produzcamos dinero para
la maquinaria gubernamental, he decidido que mañana moriré. A mi edad, lazarme de un
puente sería poco útil, porque me exigiría mucha fuerza y yo carezco de ella. Por eso traje este
veneno. Mañana lo haré. No sé cómo se lo tome usted, joven, pero estoy cansada de ser la
jardinera de esa desagradecida rosa. No siendo más, me voy. Que tenga un buen día, joven y,
por cierto, hay que planear la muerte para que ella no lo coja desapercibido”.

La señora se alejó con una sonrisa en su rostro, a pasos lentos y pareciese que dolorosos.
Calisto pensó en lo que le dijo cuando caminaba hacia el puente, eran las siete y media de la
mañana. La embriaguez estaba cediendo terrero, al contrario, la idea de morir se hacía cada
vez más fuerte y ya la sentía como una necesidad. Si la viejecita tenía razón, la vida es una
imposición de unos pocos egoístas que necesitan que la especie humana se prolongue a pesar
de los sufrimientos de los que traen al mundo. Es del todo injusto. Sin embargo, pensó, “si le
propusieran a uno vivir y le mostraran los pro y los contras, ¿Quién desearía vivir? ¿Qué loco,
viendo el sufrimiento al que se arriesga, el constante azar, el movimiento de la vida, de los
sentimientos y el trabajo casi forzado para poder existir, quisiera vivir? Supongo que nadie. No
sería extraño que la especie humana se enfrentará a la extinción porque las personas se
nieguen a vivir. Solo unos poco, realmente estúpidos, quisieran hacerlo. En este panorama, los
que se suicidan están del todo cuerdos, porque desean desarraigar el dolor de su cuerpo y
alivianar la carga de sus almas con el simple acto de arrebatarse la vida”.

El camino se hacía muy corto, los metros disminuían y Calisto ya veía el barandal, próximo el
vacío y su libertad. Se acercó al barandal, su corazón latía con fuerza, su cara dibujaba una
sonrisa. Sus manos temblaban, no era miedo lo que lo embargaba, al contrario, era curiosidad
por conocer lo que le esperaba. De pronto era el infierno con los demás suicidad y herejes,
prostitutas, sádicos, violadores, asesinos, en fin, lo que la sociedad y la religión desechan.
También estaba la posibilidad de que reencarnara o que, al final de cuentas, no existiera nada.
Pensó en su alma, ¿Será que se marchara a divagar por el espacio? ¿Se unirá con cuerpo y
perecerá con él? Al fin de cuentas siempre han estado acostumbrados a estar juntos. O quizás
cuerpo y alma son uno y, por ende, si muere uno debe, por regla lógica, morir el otro. Lo
sacudió una pena por su alma que jamás volvería a salir a la superficie de su cuerpo. No
podrían conversar de nuevo.
Recordó que Sandra lo miraba a los ojos y le decía que su alma la veía y la saludaba. Siempre
que terminaba el juego amatorio, Sandra pasaba horas encima de él para poder encontrar su
alma. Calisto le decía que el alma es, para él, su conciencia, que si bien puede que ella flote
hasta la superficie de su piel, su alma es en extremo acomplejaba, solo se deja ver de él.
Incluso, añadía, que en ocasiones se refugiaba para no dejarse ver en los lugares apartados de
su cuerpo. Ella reía tiernamente y replicaba que su alma le pertenecía por los lazos del amor
que los une y, por ende, su alma siempre salía a su encuentro por las puestas de sus ojos.
Calisto nunca logró ver el alma de Sandra por más que la busco en sus besos, en sus ojos y en
su cuerpo. Ante el espejo, Sandra se asemejaba a un autómata que existe porque en él solo
hay engranajes que lo hacen mover.

Los recuerdos de los momentos vividos con Sandra vagaban por su mente como un pescador
que navega por el río y que no tiene un lugar específico. Casi todos los recuerdos eran de su
agrado. No encontró, en los que pasaron a saludar, ningún disgusto con ella. Comprendió que
su decisión fue del todo insensata, que se había comportado como un niño. Su último recuerdo
era del día anterior; el hombre saliendo del apartamento de ella, él y ella con aroma a sexo,
con sus cuerpos sudados por la excitación, la energía y el calor despedido cuando se
encontraron sus cuerpo. Quizá lo que más le dolía era la cara de Sandra, en particular, sus ojos
que no eran de odio, sino de compasión, de cierta empatía por verlo ahí acabado, con sus
esperanzas fulminadas y la pena de no poder tener su cuerpo desnudo de nuevo. Los ojos de
Sandra le decían todo a esto a la vez. No es que en ese momento Calisto no hubiera podido
hablar por el dolor que sentía, la razón era que por fin había visto surgir el alma de Sandra a la
superficie de su piel. El alma de Sandra le informaba todo esto a Calisto que sintió como la
suya se escondía en sí misma para no volver a salir.

Si recordamos la frase inicial de esta historia: “Para que todo sea consumado, para que me
sienta menos solo, me quedaba esperar que el día de mi ejecución hayan muchos espectadores
y que me reciban con gritos de odio”, la frase de Meursault al final del libro refleja que su
soledad, su extrañeza, solo estaría acorde con la situación si todos los miran con odio, pues
esto lo alejaría de ellos, lo pondría en subplano de la vida humana en la que él se siente a
gusto. No es que la vida humana le sea totalmente reprochable, es solo que ha elegido vivir así
y alguna muestra de empatía provocaría una respuesta igual en sus ojos y su rostro. Cuando
Sandra miro con empatía a Calisto, este no pudo si no sentir pena consigo mismo y empatía
por Sandra. Lo que deseaba era poder llegar a odiarla. Si esto hubiera pasado, digamos, que
Calisto hubiera encontrado odio en vez de empatía, probablemente no estaría al borde del
olvido con su corazón lleno de dolor y amargura. Debido a lo sucedido, esperaba que su
muerte no fuera vista con empatía, al contrario, deseaba lo mismo que Meursault al salir a su
ejecución.

No era del todo cierto que el desamor de Sandra lo llevará al suicidio, ni la perdida de sus
amigos y el constante alejarse de su familia, la razón primordial era su alma que se despedía de
él para morir en solitario. Si no tiene a su alma, su querida compañera, ni el amor de Sandra, ni
el de su familia y amigos, el trabajo agobiante y mal pago que le sumaba peso a su desdicha, la
vida se le tornaba impensable y se alejaba de él a pasos agigantados. Todas estas razones
dieron un golpe fulminante a Calisto que decidió morir. Como sabemos, no quería dejar ni una
carta ni una razón, se marchaba hacia el vagón del olvido como vino al mundo: sin nada y sin
un propósito. Si se le obligaba vivir, a soportar las penurias de una existencia destroza, él elegía
marcharse para siempre. No toleraría un tiempo más en la tierra. Tomo la barandilla y empezó
a escalar por encima de ella. La calle estaba ya llena de automóviles y transeúntes que pasaban
hacia sus trabajos. La amargura de un día nuevo pintaba sus rostros y la suciedad de la calle
aumentaba esta pintura que de título tendría: la desdicha de vivir un día más. Ya no le
preocupaba esta sensación debido a que estaba en la cima pronto a arrojarse. Muchos le
pidieron que se bajara, llamaron a la policía que estaba cerca. Ellos llegaron con prontitud,
pero no lograron hacer nada.

Calisto por fin salto hacia el vacío, con la fe en que se acercaba a la nulidad del ser. Mientras
caía sonreía y dejo escapar un grito de dicha. Fueron pocos segundos hasta el escuchar el ruido
que hace un cuerpo humano al estrellarse a gran velocidad contra el suelo. El ruido se
prolongó un momento y los gritos de la mujeres junto con “Ah, marica, se mató. Pobre alma en
pena, que Dios la tenga en su santa gloria”. Después de decir eso, el transito se reanudó como
de costumbre, las personas fueron a sus trabajos con la historia de que un loco se había
arrojado del viaducto que conecta Dosquebradas con Pereira. Como ya era muy tarde para
sacar la noticia en el diario de la ciudad, al día siguiente, en el encabezado se podían leer estas
palabras: “Hombre con problemas de esquizofrenia y en estado de embriagues, salta del
viaducto debido a que perdió un juego de cartas en el trabajo”.

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