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Armar la Hacienda: territorio, poder

y conflicto en Córdoba, 1958-20121

Andrés Felipe Aponte G.

Introducción
El paramilitarismo ha sido ampliamente referenciado y estudiado en Co-
lombia (Duncan, 2006; Gutiérrez y Barón, 2006; Romero, 2003, 2007;
2007a; Richani, 2007; Rangel, 2005; Medina, 1990; Reyes, 2007; Arjona,
2008; Medina y Téllez, 1994). Y aunque desde la década de los años no-
venta ya algunos trabajos habían alertado sobre la configuración de una
alianza conformada por distintos sectores en contra de la insurgencia y
la protesta social, solo desde principios del presente siglo se le prestó la
atención que requería dicho fenómeno, tras resonantes escándalos como
el Pacto de Ralito, que salpicaron al gobierno de Uribe Vélez y a la misma
clase política por haber sido colaboradores o indulgentes en la expansión
y consolidación del proyecto paramilitar. Así mismo, estos trabajos se-
ñalaban las alianzas que se conformaron en los años ochenta por cuatro
sectores de la sociedad: narcotraficantes, políticos regionales, ganaderos
y militares. Igualmente, se han interesado en ver cuáles fueron los distin-
tos procesos que permitieron que el proyecto paramilitar hubiese logrado
consolidarse en vastas zonas del territorio colombiano, hasta el punto de
que, en algunas ocasiones, esta organización llegó a ejercer funciones
estatales, como administrar justicia, proveer seguridad, prestar servicios
públicos y establecer un orden social de acuerdo con sus intereses.

1 El presente artículo toma como base mi trabajo de grado para obtener los títulos de
historiador y politólogo, y hoy en día hace parte de un trabajo más extenso que estoy
desarrollando en la maestría de Sociología General de la Escuela de Altos Estudios en
Ciencias Sociales (Ehess), de Francia.

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En este orden de ideas, la experiencia cordobesa no solo es un caso


emblemático sino también el mejor ejemplo para comprender cómo
el proyecto paramilitar permeó finalmente las distintas sociedades re-
gionales colombianas, lo mismo que las motivaciones que subyacieron
en su asentamiento. No sobra recordar que estos grupos se asentaron
de manera hegemónica en algunos sitios, hasta lograr regular las re-
laciones sociales de su área de influencia. En el presente artículo se
pretende evidenciar que, para el caso cordobés, la falta de una pers-
pectiva histórico-sociológica encaminada a comprender la estructura
de esta sociedad regional, ha tenido como resultado que las aproxima-
ciones al surgimiento y desarrollo del paramilitarismo hayan sido re-
ducidas a la aparición y agencia de los narcotraficantes en alianza con
otros sectores. La línea de argumentación predominante en Córdoba
se centra en considerar la organización del paramilitarismo como un
“acto de resistencia” de los ganaderos y narcotraficantes, que lograron,
con ayuda de la fuerza pública, hacerle frente a la acción y expansión
insurgentes, aprovechando la experiencia del Magdalena Medio en
Puerto Boyacá.
Lo anterior desemboca en el menosprecio de ciertos procesos que,
a mi modo de ver, son esenciales para comprender cómo se apunta-
ló este tipo de modelo que privatizó la justicia y la coerción, lo cual
tiene que ver con el proceso de configuración regional de la sociedad
cordobesa, o sea, con la forma como se estructuró esa sociedad para
afrontar las tensiones presentes en ella, como la cuestión agraria y la
lucha por la tierra. Esta nueva aproximación fue posible mediante la
revisión de la literatura que aborda la cuestión agraria y la moviliza-
ción campesina en la región. En esa literatura los expertos referen-
cian la presencia de escuadrones de matones y autodefensas (Archila,
2005; Bagley y Botero, 1978; Fals Borda, 1982; Gilhodés, 1990, 1990a;
Legrand, 1988; Machado, 1994; Negrete, 2007; Reyes, 1978 y Zamosc
1987). Esto me llevó a deducir que desde años atrás se venía adelan-
tando una experiencia de privatización de la Justicia, no solo para
consolidar la hacienda sino también con el fin de proteger un modelo
de desarrollo regional.
En este orden de ideas, son varios los interrogantes que dejan en
evidencia las limitaciones de la temporalidad con la que ha sido abor-
dado dicho fenómeno en Córdoba. Muchas interpretaciones relegaron
o pasaron por alto la forma como se configuró la región y las tensiones
estructurales implícitas en dicho proceso y que pusieron en cuestión el

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modelo de desarrollo regional: la cuestión agraria, la presencia diferen-


ciada del Estado en el espacio y el tiempo, las históricas desigualdades
sociales, el constante señalamiento y la contención de cualquier expre-
sión o reivindicación campesinas (sobre todo con el caso de la Anuc).
Todas estas aristas confluyeron para que se configurara, en los años que
siguieron al decenio de los ochenta, un tipo de ordenamiento regional
alineado con los intereses de los grandes propietarios y narcotrafican-
tes, que tuvo como mejor expresión no solo la expansión del proyecto
paramilitar a varias regiones de Colombia sino también la intención de
la toma del poder bajo la premisa de “refundar la patria”, en lo que se
conoce como el Pacto de Ralito.
En esta vía, es menester resaltar la relación que hay entre la presencia
diferenciada del Estado en el espacio y el tiempo (González, Bolívar y
Vázquez, 2003) y el poder político regional, la posesión de la tierra y las
movilizaciones campesinas, sobre todo estas últimas, que se constituye-
ron en una práctica contra-hegemónica y provocaron una fuerte resisten-
cia del grupo dominante.
El presente artículo parte del supuesto de que la organización del
paramilitarismo no tiene como punto de arranque la década de los años
ochenta sino que dentro de los terratenientes existía toda una experien-
cia previa que permitió la implantación y organización de las autode-
fensas. De hecho, el modelo de Puerto Boyacá constituyó una etapa más
que permitió la consolidación y hegemonización de un modelo de de-
sarrollo regional, a tal punto que consolidó un orden social y toda una
estructura política en sincronía con sus intereses. Eso significa que esta
experiencia echó raíces en las tensiones estructurales que emergieron
del orden hacendatario, ya que, con la modernización del campo y la
necesidad de acaparamiento de la tierra para erigir el modelo imperan-
te, surgió dentro del campesinado una creciente inconformidad, impul-
sada por su continua pauperización y expresada en distintas moviliza-
ciones en el reclamo del derecho al usufructo y tenencia de la tierra. En
respuesta, los grandes propietarios apelaron a las distintas fuentes de
poder social (Mann, 1992) que estaban a la mano para contener y hacer
prevalecer el orden regional.
Del anterior criterio se desprenden los siguientes interrogantes: ¿cómo
se hacía valer ese derecho a la tierra por parte de los terratenientes?, ¿de
qué manera eran contenidas la movilización y las invasiones campesi-
nas?, ¿cuáles fueron las estrategias terratenientes?, ¿cómo se organiza-
ron?, ¿cuál fue el resultado de este modelo de privatización de la justicia?,

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¿qué incidencia tuvo este fenómeno en el modelo de desarrollo regional y


cómo se relacionó con las redes políticas regionales?
El presente escrito se dividirá en seis secciones. En primera instancia
se hará un balance historiográfico que busca identificar las líneas y en-
foques de investigación sobre las autodefensas y el paramilitarismo, así
como se expondrá un marco teórico donde se ofrecen los pormenores de
las herramientas conceptuales y teóricas utilizadas para abordar el caso
estudiado. En la tercera instancia se expondrán algunos antecedentes que
permiten rastrear y visibilizar las manifestaciones de la tensión estruc-
tural entre el campesinado y los terratenientes cordobeses en el periodo
1920-1957, y en la cuarta sección se hará referencia a la configuración
de la experiencia previa de la privatización de la justicia y su impacto
sobre la organización y movilización del campesinado (1958-1982). En
un quinto capítulo se indaga por el apuntalamiento del orden regional y
el modelo de desarrollo rural reafirmado con el ingreso de los narcotra-
ficantes y la consiguiente resistencia a la acción insurgente (1983-1997).
Por último, se abordará la expansión del proyecto paramilitar cordobés
hacia distintos territorios del país y su relación con la política local y re-
gional (parapolítica) como un proyecto de “refundación de la patria”. Así
como el proceso de rearme y la consolidación de Córdoba como un clus-
ter cocalero (1998-2012).
El presente artículo se basó en una serie de fuentes primarias com-
puestas por entrevistas a ganaderos y dirigentes políticos de la región2,
los medios de prensa nacionales y regionales (que abarcó el periodo
1965-2012), los decretos gubernamentales emitidos por la Gobernación
de Córdoba entre 1965 y 1980, la base de datos sobre movilización social
(1975-2012) y las acciones bélicas e infracciones al DIH (1990-2012)
que figuran en el Sistema de Información Georreferenciada (SIG) del
Cinep. En lo tocante a fuentes secundarias, se hizo una revisión exhaus-
tiva de la literatura interesada en las autodefensas y el paramilitarismo
de Colombia, de algunos estudios sobre la cuestión agraria alrededor
de casos locales, nacionales y de otros países, y finalmente se consulta-
ron cuestiones teóricas relacionadas con redes políticas, clientelismo y
construcción y formación del Estado.

2 Por pedido de algunos entrevistados, sus nombres fueron cambiados en las citas.

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De las autodefensas: categorías analíticas, perspectivas y


balances
El fenómeno del paramilitarismo en Colombia ha sido abordado princi-
palmente por la ciencia política. Los trabajos interesados en este fenómeno
se han caracterizado por un análisis donde prevalece la mediana y la corta
duración. El interés en la primera ha estado centrado en indagar por su
organización y su expansión y en develar sus aliados –ganaderos, políticos,
miembros de la fuerza pública, etc. – (Cepeda y Rojas, 2009; Duncan, 2007;
Medina, 1990; Rangel, 2005; Reyes, 2007; Richani, 2007 y Romero, 2003
y 2007). Por otro lado, en la corta duración, se ha indagado por el tipo de
violencia que ejercieron y por las justificaciones dadas, a fin de describir
las consecuencias que ella tuvo en la institucionalidad local y regional, así
como en los distintos arreglos que se establecieron con jefaturas políticas
locales y nacionales (parapolítica) (Acemoglu, Robinson, y Santos Villa-
grán, 2009; Garay, Salcedo-Albarán, y De León, 2010; López, 2010; Medina
y Téllez, 1994; Romero, 2004, 2007; Barrera y Nieto, 2010). Otros estudios
se dedicaron a analizar los órdenes sociales que las autodefensas configu-
raron y el tipo de regulación que ejercieron en los espacios de sociabili-
dad de los pobladores cuyo territorio controlaban (Arjona, 2008; Duncan,
2008; Gutiérrez y Barón, 2006), a lo cual, siguiendo los planteamientos de
Kalyvas (2006), han denominado órdenes sociales de la guerra.
Frente a estas distintas corrientes, el presente artículo se interesa pri-
mordialmente en discutir dos aspectos del fenómeno: en primer lugar,
las categorías analíticas en que se basan los análisis; en segundo lugar, la
influencia en la vida política local y regional de lo que se ha denominado
como parapolítica. Para ello, el análisis recurre a la narrativa histórica,
que posibilita caracterizar estos fenómenos como procesos que tienen
una expresión en la larga duración, como producto de tensiones y pro-
blemáticas estructurales de algunas sociedades y regiones colombianas.
Ejemplo del descuido de la perspectiva de larga y mediana duración es
que la mayoría de estudios, con excepción de algunos trabajos (Duncan,
2006; Reyes, 2007; Romero, 2003), tiende a señalar la década del ochenta
como el punto de arranque del fenómeno paramilitar en Córdoba y pasa
por alto los conflictos que se presentaron en el departamento en el curso
de los años sesenta y setenta.
Ahora bien, en cuanto al primer punto, la discusión se centra en las
categorías analíticas utilizadas: para unos son autodefensas y para otros

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son paramilitares, empresarios de la coerción3 o señores de la guerra4. Si


bien algunos trabajos no se toman la molestia de conceptualizar cómo
entienden los conceptos implementados, otros, como Duncan y Rome-
ro, no solo señalan qué entienden por cada concepto sino que muestran
las distintas etapas y transiciones ligadas a las transformaciones que ex-
perimentó este proceso, de acuerdo con la nuevas características de los
grupos y las posibilidades atadas a la disposición de mayores recursos, de
regulación, etc.
Por otro lado, no todos los enfoques han sido los mismos, sino que,
como afirman González, Bolívar y Vásquez (2003), dentro de las diver-
sas orientaciones y perspectivas existentes frente al fenómeno se pueden
distinguir tres posturas: unos consideran que estos grupos son producto
de una política terrorista impulsada por el Estado, mientras que otros los
entienden como un “tercero en discordia”, víctima del fuego cruzado de
insurgentes de izquierda y vigilantes de “derecha”. Finalmente, no faltan
expertos que tienden a vincularlos a una especie de gamonalismo arma-
do, que se expresaría en cierta dislocación del Estado (González, Bolívar
y Vásquez, 2003).
En este orden de ideas, en el primer grupo se encuentra la obra de
Carlos Medina Gallego, para quien las autodefensas son la expresión de
la violencia parainstitucional, que responde a la incapacidad del Estado
para resolver viejas y nuevas tensiones y conflictos, así como para aceptar
la transformación social. Por eso se produjo la institucionalización de la
violencia, el llamado terrorismo de Estado, para impedir así el surgimien-
to y fortalecimiento de formas organizadas de la sociedad civil (Medina,
1990; Medina y Téllez, 1994). La mejor expresión de este enfoque sería el
uso de la guerra sucia para marginar cualquier voz disidente y enfrentar
las tácticas insurgentes.

3 Mauricio Romero considera que un empresario de la coerción es aquél individuo


especializado en la administración, despliegue y uso de la violencia organizada, y que dentro
de su esfera de influencia regula comportamientos y valoraciones que se materializan
en expresiones de autoridad. El resto de autores consultados habla de paramilitares o
autodefensas, pero olvida explicar qué entiende por estos conceptos.
4 Gustavo Duncan entiende por “señor de la guerra” al sujeto que detenta la coerción
o la protección en una sociedad por parte de facciones armadas al servicio de intereses
individuales y patrimonialistas y que supera la capacidad del Estado democrático de ejercer
un grado mínimo de monopolio de la violencia. Así, las facciones armadas del orden social
se convierten en la principal herramienta de coerción, extracción de recursos y protección
del orden social en una comunidad, y asumen en la práctica funciones del Estado.

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En el segundo grupo aparece Alfredo Rangel, para quien el fenómeno


de la privatización de la justicia o de las autodefensas expresa la posición
de un “tercero en discordia”, ya que el Estado quedó en medio del fuego
cruzado de la insurgencia armada de izquierda y de los grupos de ex-
trema derecha (Rangel, 1998 y 2005). Al asignar al Estado un papel de
“espectador” pasivo, el autor prescinde de cualquier forma de responsa-
bilidad del Estado colombiano y minimiza la de mantener el monopolio
legítimo de la coerción.
Las dos posturas –sostienen González, Bolívar y Vásquez (2003)– re-
presentan dos polos opuestos en cuanto a la relación que establecen en-
tre el Estado y los grupos paramilitares, la cual oscila entre la legalidad
parcial y la ilegalidad de estos grupos. En cambio, el tercer grupo, repre-
sentado por los llamados nuevos enfoques del tema, abandonó la idea de
otorgar un rol estelar al Estado para considerar al fenómeno paramilitar
como una forma de tramitar, por parte de las elites locales y regionales,
las distintas contradicciones y problemáticas, sin diferenciar su trayecto-
ria –los canales democráticos, las acciones colectivas o la vía armada, ins-
trumentos que fueron percibidos como una amenaza a la posición privi-
legiada que ellas tenían en el seno de su sociedad regional–. Por ejemplo,
Romero (2003) plantea que en el contexto de las negociaciones de paz del
gobierno de Barco, tanto la apertura política y la descentralización como
las redefiniciones a favor de la guerrilla, de sus aliados y de sus simpati-
zantes, fueron percibidas por algunos políticos regionales, ganaderos y
militares como una amenaza para los equilibrios de poder existentes.
En una postura similar se sitúan Reyes (2007), Richani (2007) y Dun-
can (2006), quienes consideran que la organización del paramilitarismo
se entiende como una resistencia armada local y regional frente al secues-
tro y la extorsión generalizada de la guerrilla, ante el dilema de abandonar
la propiedad o armarse y asociarse, así como la amenaza que representaba
la desarticulación de las redes políticas configuradas en sus zonas de in-
fluencia. Esta nueva interpretación fue posible no solo por la inclusión de
nuevos sectores sociales determinados sino también por el hecho de con-
cebir este fenómeno como un proyecto político, social y económico con
alcances y diversidades regionales, que estuvo al vaivén de las coyunturas
políticas y de la interacción de distintos grupos sociales con respecto a las
políticas públicas, lo cual tuvo como resultado la organización de estas
estructuras paraestatales para hacer prevalecer órdenes sociales hegemó-
nicos (Duncan, 2006; Romero, 2003; Gutiérrez y Barón, 2006; Richani,
2007; Reyes, 2007).

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La importancia de este último enfoque reside en que ayuda a dilucidar


el rol del Estado en relación con las redes políticas de las elites regionales.
En esa misma dirección, se debe señalar que esta relación cambiante en-
tre el Estado y las clases dirigentes regionales ha llevado a nuestros gru-
pos de Odecofi a insistir en que el Estado colombiano tiene una presencia
diferenciada en el espacio y el tiempo, según sea la evolución de estas
interacciones. El hecho de no ser un Estado plenamente consolidado
sino en plena construcción y constitución, obedece a que el proceso de
integración territorial del país ha sido necesariamente gradual y desigual,
según el tipo de relaciones de las instituciones estatales con las redes de
poder previamente existentes en las regiones, que a su vez resultan de los
grados de cohesión y jerarquización sociales que ellas han logrado desa-
rrollar, así como del grado y el momento de su inserción en la vida eco-
nómica y política del conjunto de la nación (González, 2009; González,
Bolívar y Vásquez, 2003; González y Otero, 2010). De ahí que sea posible
que las elites regionales y locales adopten una postura selectiva frente a
las directrices del Estado central, pues muchas veces el monopolio de la
intermediación e integración territorial reposa sobre ellas (Elías, 2010).
Esto configura lo que para muchos es una dominación indirecta del Es-
tado (Tilly, 1992) o su centralización incompleta (Gellner, 1997). Por eso,
cuando estas elites vieron afectados sus intereses tuvieron la capacidad
de oponerse a las políticas del gobierno central o tramitar por su cuenta
las demandas y problemáticas regionales, a pesar de su incesante reclamo
por más Estado; y, obviamente, se mostraban en sintonía con esas direc-
trices cuando ellas reforzaban su posición de dominio.
En este orden de ideas, dicha ambivalencia y selectividad posibilitó y
legitimó la acción de terratenientes, políticos y jefes militares a la hora de
conformar grupos de autodefensas, pues muchas veces los sectores invo-
lucrados, a excepción de los narcotraficantes, justificaron su postura por
la supuesta incapacidad del Estado para cumplir su función primordial:
defender a sus ciudadanos.
En suma, se puede considerar que el fenómeno paramilitar encierra
una vasta complejidad donde se conjugan distintos actores e intereses
en relación al Estado. Es decir, el fenómeno paramilitar no se puede en-
cuadrar y limitar a un análisis sintomático de ciertas crisis coyunturales
–centradas, por ejemplo, en las conversaciones de paz tenidas en Uribe
(Meta) entre el gobierno y los grupos insurgentes–, de la misma descen-
tralización política, ni simplemente como una reacción ante el avance
insurgente. Considero que el paramilitarismo debe ser entendido como

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una herramienta militar que parte de la confluencia de intereses de dis-


tintos sectores para conformar una alianza con el propósito de apuntalar
y reafirmar un orden social hegemónico regional y local, que es o ha sido
cuestionado por otros sectores: grupos armados, grupos de oposición o
movimientos cívicos, populares o campesinos (González, Bolívar y Vás-
quez, 2003). En este orden de ideas, en el caso cordobés, los narcotrafi-
cantes deben ser vistos como sujetos que se insertaron en viejas tensiones
y problemáticas previas y aprovecharon unos acumulados históricos de
privatización de la justicia para impulsar las autodefensas. Claro está que
su agencia fue determinante para darle un impulso decisivo a una expe-
riencia que echó mano del exitoso modelo de Puerto Boyacá y llegó a
transformar un conflicto armado de manera cualitativa y cuantitativa.
En cuanto a la llamada parapolítica, este fenómeno sale a relucir a la
luz pública con el llamado Pacto de Ralito, durante el segundo manda-
to de Álvaro Uribe, cuando el mismo comandante paramilitar, Salvatore
Mancuso, afirmó que ellos controlaban cerca del 35% del Congreso Na-
cional, mientras que algunos congresistas de Córdoba y otros políticos
regionales y locales hacían pública la existencia de un acuerdo con la idea
de “refundar la Patria”. La importancia de este episodio radicó no sola-
mente en que reveló los alcances de la influencia paramilitar en la arena
política sino que también destapó otra serie de acuerdos regionales a los
cuales se llegó en varios lugares del país, donde los paramilitares tuvieron
una presencia importante. Tal es el caso de del Pacto de Pivijay, acorda-
do entre Rodrigo Tovar y políticos de Magdalena y Cesar, y los acuerdos
establecidos en Meta, Valle del Cauca, Antioquia, etc. En cierta medida,
esta serie de arreglos fueron una reedición de lo que Gutiérrez y Barón
llamaron los consocionalismos antisubversivos regionales (Gutiérrez y
Barón, 2006), lo que dejaba en evidencia que la política colombiana esta-
ba muy lejos de desligarse del empleo irregular de las armas.
La interpretación dominante sobre dicho fenómeno estima que este
evento, a semejanza de lo que pasó en el caso yugoslavo, puede encua-
drarse como una “captura del Estado”, dejando de lado las diferencias
de los contextos regionales y de los agentes (Barrera y Nieto, 2010). En
contravía de estas interpretaciones, nuestro capítulo recurre a los plan-
teamientos de González, Bolívar y Vásquez (2003) para presentar algu-
nos interrogantes: ¿qué Estado se captura?, ¿los paramilitares llegan a
un espacio vacío e imponen allí un orden a su antojo? E intenta señalar
cómo los grupos paramilitares se vieron obligados a negociar con las
distintas redes políticas preexistentes, tal como sucede, por parte del

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Estado, con la integración de los diferentes sustratos poblacionales y del


mismo territorio.
Estas negociaciones explican la variación regional de los distintos
acuerdos entablados, los cuales muchas veces fueron desde la subordina-
ción hasta la oposición, como se percibe en el presente estudio de caso.
Por ejemplo, la casa Castaño, y sobre todo Mancuso, se topó con persona-
jes que dependían totalmente de su agencia, como Eleonora Pineda, pero
también con políticos tradicionales que ya poseían un caudal electoral
más consolidado, como Zulema Jattin, Julio Manzur o Miguel de la Es-
priella, quienes también tuvieron cierta proximidad con los paramilitares
–fuera ella por cercanía ideológica o porque les proporcionaba recursos
para sus campañas a cambio de ser intermediarios con el gobierno de
turno, como recientemente lo expresó ‘Don Berna’ en una entrevista (“Así
queríamos tomarnos el poder”, El Espectador, octubre 2, 2013). En con-
traste con los casos anteriores, que responden a una clara posición de
dependencia o a una zona más “gris” de interrelaciones, se encuentra otro
polo de poder: el de Juan Manuel López Cabrales, con quien se enfren-
taron los paramilitares, tanto por los distritos electorales como por los
cargos burocráticos del nivel regional. Además, estas heterogeneidades
señaladas en Córdoba no son algo excepcional sino que también existen
en otras regiones colombianas, como Antioquia y Valle del Cauca.
En esta dirección, este tipo de arreglos políticos de la llamada parapo-
lítica, así como los hechos posteriores, evidencian que lo que se produjo
en Córdoba no fue una captura del Estado por parte de los paramilitares
sino el establecimiento de una serie de arreglos institucionales. Siguiendo
a Kalyvas (2006), se podría afirmar que los acuerdos entre paramilitares
y políticos permitieron la instauración de un orden social de la guerra,
facilitado por contextos regionales y locales caracterizados por una dé-
bil consolidación estatal, donde formas híbridas de autoridad política
(tradicional-moderna) están interconectadas y usualmente articuladas
con la competencia violenta por el control del Estado. Estos arreglos del
proyecto paramilitar en Córdoba garantizaron tres funciones elementales
a los poderes locales: el control de la fuerza física (autoridad política), la
garantía de los medios materiales (estructura económica) y la producción
y preservación de los medios simbólicos que otorgan sentido y legitimi-
dad al grupo hegemónico (Bakonyi y Stuvoy, 2005 y Wood, 2008).
En esta ilación de ideas, se quiere resaltar que el orden constituido
está determinado por factores endógenos, que reflejan la organización y
distribución del poder de una localidad y que, a su vez, condicionan cada

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uno de los arreglos institucionales de constreñimiento o incentivo, según


los contextos locales (Barrera y Nieto, 2010).

Configuración regional y tensiones estructurales de la sociedad


cordobesa 1900-1957: el orden hacendatario y la reivindicación
campesina
El departamento de Córdoba se encuentra dentro de la depresión del va-
lle del Sinú, situada entre el golfo de Urabá y las sabanas de Sucre. Su
territorio es atravesado por el río Sinú, que nace en el Alto de Paramillo,
en la frontera entre Córdoba y Antioquia. Su clima es tropical, cálido,
seco-húmedo y estacional, cuyas variaciones obedecen a la distribución
de las lluvias: seco de diciembre a marzo, y húmedo de abril a noviembre,
cuando se concentra casi el 80% de las lluvias (Ocampo, 2007). Tales fac-
tores explican la baja disponibilidad de agua, pues en verano se presenta
un déficit que se extiende desde el Alto Sinú y se profundiza hasta el nor-
te. En la llanura, numerosas ciénagas, lagunas y brazos del río forman un
conjunto hidráulico, biológico y ecológico interrelacionado, que ha sido
la base para la organización de formas productivas específicas y comple-
mentarias, de acuerdo con los cambios estacionales (Ocampo, 2007).
Este tipo de organización productiva fue aprovechado y utilizado por
los primeros pobladores precolombinos, y lo mismo han hecho los ga-
naderos y los campesinos de la región. No obstante, el sistema empezó a
transformarse a mediados del siglo XIX, cuando se inició la implemen-
tación de un modelo de explotación de la naturaleza que viró hacia la
producción mercantil (extracción maderera, ganadería) y modificó com-
pletamente el paisaje y la disponibilidad de recursos naturales. Tal es el
caso del desecamiento, mediante terraplenes y camellones, de las ciénagas
y lagunas para dedicarlas a la ganadería extensiva.
En ese escenario geográfico se fue configurando la sociedad regional
a partir de las políticas de reasentamientos que llevó a cabo Antonio de la
Torre Miranda, a la luz de las reformas borbónicas que buscaban integrar
y dinamizar los intercambios comerciales de ciertos poblados sabaneros
con la zona minera de Antioquia (Bajo Cauca y Nechí), a fin de que los
primeros proveyeran de materias primas a los segundos. Este cambio
provocó toda una reconfiguración de los centros poblados, que en un
primer momento estaban claramente diferenciados por la separación y
la jerarquización los pueblos españoles e indígenas. Entre los primeros
figuraban Tolú, Lorica, Sincelejo, Corozal, y en los segundos San Andrés

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de Sotavento, Chinú, Pinchorroy, Toluviejo, Colosó, Morroa, Sampués y


Cereté. Ahora bien, la prevalencia del régimen hacendatario y el fin de la
encomienda llevaron a iniciar un proceso de concesión de mercedes que
permitió el establecimiento de trapiches, estancias ganaderas y haciendas.
El esfuerzo de las reformas borbónicas trataba de reorganizar el proceso
de poblamiento que, como resultado del creciente mestizaje, estaba esca-
pando del control de las autoridades virreinales (Ocampo, 2007).
Desde el siglo XVIII, y sobre todo desde mediados del XIX, la con-
fluencia de los anteriores procesos descritos desembocó en la implantación
de cultivos agrícolas en las tierras de la cuenca del río Sinú, que buscaban
abastecer, tanto a la capital departamental (Cartagena) como a las zonas
mineras de Antioquia. De esta forma las tierras de Ayapel, San Marcos, Cai-
mito, San Benito, Sucre, Corozal, Chinú y Sahagún se destinaron a la cría y
levante de ganado criollo. Para ese entonces la ganadería tenía un carácter
trashumante: el ganado pastaba en las tierras altas durante el invierno y en
el verano, al secarse los pastos, era llevado las riberas de las ciénagas. En
torno a esas actividades los grandes propietarios convivían con medianos y
pequeños (campesinos), instalados en las partes periféricas de las propieda-
des de aquéllos, sin que se presentaran mayores tensiones.
Sin embargo, esta dinámica empezó a cambiar en las dos últimas déca-
das del siglo XIX, a causa del ingreso de capitales extranjeros y de la ma-
yor demanda de carne, que hicieron necesario un mayor aprovechamiento
de amplias extensiones del suelo. Para tal propósito se emprendió una tala
sistemática del bosque y se introdujeron pastos artificiales y el alambre de
púas, hechos que permitieron sedentarizar la ganadería y asimismo empe-
zar a delimitar con mayor claridad las propiedades (Ocampo, 2007; Ojeda,
2004). Estos procesos eran liderados por familias blancas que se asentaron
y acrecentaron su poder bajo la explotación pecuaria, las cuales se distin-
guían por su origen español y su piel blanca. Apellidos como Anaya, Berro-
cal, Sánchez, Cabrales, Ramos, Pineda, Grandett, Martínez, Méndez, Vega,
García, Milanés, Espinosa, Burgos, Arteaga y de algunas familias sirio-liba-
nesas como los Salleg, Sofán, Jattin, Marún, Farah, Jaller y Hadad, empe-
zaban desde entonces a ser reconocidos por su identificación con grandes
extensiones de tierra y su ascendencia social en los niveles local y regional.
Ese proceso tejió y consolidó vínculos del Departamento con la vecina
Antioquia, interesada en consolidar sus propias rutas de la carne, ante
las ventajas comparativas que se le ofrecían para trasladar el ganado a
sus territorios a través del río Magdalena. La coyuntura hizo que ciertas
familias antioqueñas, e inclusive mandatarios, posaran sus ojos sobre la

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Armar la Hacienda: territorio, poder y conflicto en Córdoba, 1958-2012 111

región y empezaran a hacerse también a grandes extensiones de tierra.


Tal ocurrió con el general Pedro Nel Ospina (presidente de la República
en 1922-1926), cuya hacienda Berástegui llegó a contar con 12.000 hec-
táreas, además de las haciendas Corinto, Cuba y la todavía más célebre
Marta Magdalena (Ocampo, 2007). Otras fincas se sumaron a éstas: Man,
de la familia Lombilla; Betancí, de Marco Antonio Salazar; Mundo Nue-
vo, con 12.000 hectáreas, de Guillermo Echavarría Misas; Paraguay, de
4.800 hectáreas, propiedad de los Saldarriaga, entre otras distinguidas fa-
milias de la época (Berrocal, 1980; Cepeda y Rojas, 2009).
El arribo de estos nuevos “colonizadores” imprimó un mayor impulso
a la modernización y la tecnificación del campo cordobés: se introdujeron
maquinarias y semillas (como las de pasto Yaguará y Pangola) que opti-
mizaron la explotación agrícola (Berrocal, 1980; Benítez, 1987; Cepeda y
Rojas, 2009; Ojeda, 2004). Pero no toda la innovación fue producto de su
agencia. Igualmente, algunos segmentos de la sociedad cordobesa esta-
ban interesados en modernizar sus posesiones. Tal es el caso del general
Miguel Mariano Torralvo, quien inició este esfuerzo con la introducción
del alambre de púas, para luego proseguir con la calzada de ciénagas con
albarradas, la construcción de camellones con ayuda de tractores –du-
rante el verano–, con el fin de ampliar la tierra disponible para siembras
permanentes. En esta misma dirección, para los años treinta y cuarenta
del siglo pasado estas “mejoras” no solo estaban destinadas al pastoreo
del ganado sino también al algodón y el arroz, pues para entonces ta-
les cultivos ya habían sido introducidos (Reyes, 1978; Negrete, 2007; Fals
Borda, 2002).
El resultado de las innovaciones fue una apropiación del espacio por
parte de los terratenientes en la cual no solo se concentraba la tierra sino
también el acceso a las fuentes hídricas. Este proceso de expansión y con-
solidación de la hacienda ganadera ocurrió por varias vías. Las llamadas
“familias blancas” y los antioqueños emplearon diversas modalidades,
y más que todo la compra de mejoras y la adjudicación de baldíos, así
como la tan referenciada “Ley de tres pasos”5. La otra cara de la moneda

5 La ley de tres pasos consta de un primer momento, cuando el colono tumbaba el monte
y adecuaba la tierra para su explotación, y permanecía en ella un periodo muy corto o
hasta que el terreno se cansara y se viera obligado a dirigirse a otros lugares; un segundo
momento, cuando vende a precios bajos sus mejoras o las cede a un finquero, contratista
o intermediario que semi-explotaba el feudo. Este finquero intentaba realizar alguna
consolidación o unificación de las explotaciones. Por último, este finquero contratista cedía
a su vez ante las presiones de un latifundista empeñado en ampliar sus propiedades o en
crear una nueva hacienda.

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112 Andrés Felipe Aponte G.

mostraba que ese proceso expansivo se producía a costa de la incesante


expulsión del campesinado de las regiones de frontera agrícola, a tal pun-
to que, cuando ella se cerró, esa población se vio obligada a abandonar
el Departamento, especialmente con destino a la vecina región de Urabá.
Algunos trabajos señalan que reconocidas haciendas de la época,
como “Marta Magdalena”, “Santa Helena”, “Caña Flecha”, “los Navarros”,
“los Naús”, “Canalete”, “La Villa”, “La Vorágine”, “los Posadas”, “La Antio-
queña” y otras tomaron la tierra a la fuerza, mediante toda clase de trucos
y artimañas. Así, los Kerguelén se apoderaron de “Lomagrande” y “Tor-
peza” en 1921, los García Sánchez y los Padilla se asentaron en Cereté, los
Buelvas tomaron “Los Cedros” y los Garcés a “San Pelayo”, Los Berrocal a
“Mayaguas” en “Jeraquiel” (Benitez, 1987).
En los años veinte del siglo pasado se produjeron los primeros intentos
organizativos de diversos sectores de la sociedad colombiana que reivindi-
caban principalmente derechos laborales y el acceso a la tierra. Este con-
texto nacional tuvo su correlato en la región cordobesa, en donde se había
ampliado y consolidado un modelo agropecuario a costa del campesinado,
a resultas del cual había una incesante expulsión de fuerza de trabajo a las
regiones de frontera. En el territorio del actual departamento de Córdoba
se emprendieron algunos procesos organizativos, encabezados por Vicente
Ádamo, inmigrante italiano y dirigente campesino, fundador de la Socie-
dad de Obreros y Artesanos (SOA), y Juana Julia Guzmán, líder campesina
y también cofundadora de la SOA. Estas dos figuras encabezaron las pri-
meras asociaciones gremiales, que reivindicaban no solo la tenencia y dis-
tribución de la tierra sino asimismo mejores condiciones laborales. Cifra-
ban su agitación en la fórmula de “los tres ochos”: 8 horas de trabajo, 8 de
educación y 8 de descanso, la independencia de la organización frente a la
hegemonía política de los partidos tradicionales y la agitación de un intento
social reformista inspirado en los lemas de libertad, igualdad y fraternidad
(Escobedo y Pottía, 1979; Machado, 1994; Fals Borda, 2002; Negrete, 2007;
Legrand,1988; Pécaut,1987; Sánchez, 2008).
Todo parece indicar que el contexto se encontraba bastante polariza-
do, no solo por la negativa de los grandes propietarios a ceder en sus in-
tenciones sino también por la radicalización de la protesta y la reivindica-
ción campesinas. No en vano Héctor Lorduy recuerda a Vicente Ádamo
porque instruía a los campesinos de la siguiente forma:
“En 1915, cuando apareció Ádamo, Vicente Ádamo, que apareció e
hizo unos sindicatos y unas reuniones de campesinos que reclamaban

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Armar la Hacienda: territorio, poder y conflicto en Córdoba, 1958-2012 113

el derecho a la tierra con unos slogans provenientes de la Revolución


Rusa: ‘La tierra es para quien la trabaja’. Él puso una escuela de líderes
en un pueblecito desparecido que se llamaba Lomagrande, allá en el
club ese Jaraguai, y hacía exámenes que ponía preguntas como éstas:
Esto es una rula, ¿para qué me sirve la rula? Para desmontar el campo,
para limpiarlo ¿Qué más? De pronto por si aparece una culebra, le
puedo cortar la cabeza a la culebra ¿Para qué más? Para componer
cualquier cosa en mí casa. No, pero hay una función fundamental:
¿Sabe para qué sirve? Para cortarle la cabeza al patrón que no pague
el salario justo”. (Entrevista de Héctor Lorduy, julio 24, 2009).

Con el inicio de la república liberal, los reclamos obreros y campesi-


nos encontraron una respuesta. En materia agraria se promovió la Ley
200 de 1936, conocida como Ley de Tierras. Sin embargo, la oposición de
diversos sectores políticos y de la sociedad no se hizo esperar. Se adelantó
un sistemático cabildeo mediante la Sociedad de Agricultores de Colom-
bia (SAC) y se organizaron gremios, como el Sindicato Central de Propie-
tarios y Empresarios Agrícolas (Scpea) y la Acción Patriótica Económica
Nacional (Apen), para contrarrestar la política del gobierno central.
Como en otras regiones de Colombia, también en Córdoba se apeló al
desalojo masivo de campesinos frente a las invasiones o a la prevención
de ellas, junto con actos supersticiosos, como la brujería o los conjuros
para alejar al campesinado de la tierra. Incluso se llegó al empleo de las
vías de hecho, al contratar a matones para amedrentarlos (Cepeda, 2009;
Fals Borda, 2002; Negrete, 2007; Gilhodés, 1990; Pécaut, 1987). Para ello,
los propietarios se amparaban muchas veces en su influencia en la institu-
cionalidad local y la fuerza pública, pues por medio de escrituras de falsa
tradición o de dudosa procedencia legitimaban su posesión en las nota-
rías; así mismo, los distintos juicios de pertenencia perjudicaban al cam-
pesino, en lo que Legrand llamó la lucha entre el hacha y el papel sellado,
que terminó beneficiando a los grandes propietarios (Legrand, 1987).
Una vez iniciada la llamada “pausa” reformista con la llegada de
Eduardo Santos a la Presidencia, fueron muchas las tensiones y proble-
máticas que quedaron sin tramitación ni resolución; pero, en contravía
de lo que se puede pensar, lo que ocurrió enseguida fue la consolidación
del latifundio bajo la figura del trabajo asalariado (Reyes, 1978; Legrand,
1988). Y, para opacar más el panorama del ámbito rural, el gobierno de
Mariano Ospina Pérez impulsó la Ley 100 de 1944, que es considerada

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114 Andrés Felipe Aponte G.

por algunos “como una verdadera contrarreforma agrícola”, en respuesta


al cabildeo de la SAC y otras agremiaciones, que respondía a una mentali-
dad de desconfianza e inseguridad que asociaba el proceso reivindicativo
con ideas comunistas y socialistas. Con esta iniciativa se legalizó nueva-
mente el contrato de aparcería en el país y se establecieron normas que
garantizaran los derechos de los propietarios (Machado, 1994).

Los embates de la Violencia bipartidista: desorganización


campesina, concentración de la tierra y primeras expresiones
reivindicativas
El periodo de la Violencia fue precedido por una inusitada polarización
de la vida y las identidades políticas. Como producto del asesinato de
Jorge Eliécer Gaitán se desató una ola de violencia que afectó vastos te-
rritorios del país y que inicialmente tuvo como epicentro las principales
concentraciones urbanas, aunque después se expandió a los espacios ru-
rales, donde sus efectos se hicieron más prolongados y profundos. Entre
ellos sobresalieron algunas zonas de Tolima, Antioquia, Quindío, Valle
del Cauca, Santander y Boyacá. Aunque en el seno de la academia hay
cierto consenso que señala que la Costa Caribe estuvo exenta de los co-
letazos de la violencia bipartidista debido a la capacidad de consenso de
sus elites, en algunas zonas del Departamento de Córdoba, sobre todo
en el Alto Sinú y en San Jorge, se presentaron algunas expresiones de la
violencia bipartidista (bandolerismo social, guerrillas liberales, traspaso
y concentración de la tierra, etc.).
Se considera que en las zonas del Sinú, así como en otras regiones de
Colombia, ese proceso tuvo como resultado la desorganización de la es-
tructura agraria, ya que habría promovido una serie de traspasos y ajustes
de las propiedades, muchos de ellos a la fuerza, que ayudaron a movilizar
y concentrar aún más la propiedad (Fals Borda, 1985; Guzmán, Luna y
Fals Borda, 2005; Molano, 1985; Oquist, 1978; Sánchez, 1985; Sánchez y
Meertens, 2006; Zamosc, 1987). Esta zozobra se tradujo en un proceso
sistemático de traspasos de la tierra a partir del ejercicio de la violencia o
de actos de intimidación destinados a consolidar y promover la ganadería
como modelo de desarrollo regional (Negrete, 2007; Escobedo y Pottía,
1979; Fals Borda, 2002; Legrand, 1988). De acuerdo con Negrete (2007),
fueron numerosos los casos de casas quemadas, campesinos y familias
asesinados, mujeres violadas y pueblos arrasados. Al terminar este perio-
do de violencia, la mayoría de las haciendas tradicionales habían corrido

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Armar la Hacienda: territorio, poder y conflicto en Córdoba, 1958-2012 115

sus cercas y aparecían otras nuevas, juntamente con el natural incremento


de los pastizales para la ganadería, la reducción de los cultivos temporales
y la disminución ostensible del arrendamiento de tierras, la aparcería y el
colonato. En otras palabras, se aceleró la concentración de la tierra, creció
la ganadería extensiva, se redujo el comercio de arroz y maíz y hubo una
gran migración a la cabecera municipal de Montelíbano.
El hecho de que la zona más afectada y problemática fuera el Alto Sinú
no quiere decir que la violencia bipartidista no se haya hecho presente a
lo largo y ancho del territorio cordobés, aunque con aristas muy distintas,
tanto en el norte como en el sur. Como lo expusieron Escobedo y Pottía
(1979), la singularidad radica en que los grupos y cuadrillas organizados
respondían a distintas lógicas, de acuerdo con el poder político y la ascen-
dencia que tenían los ganaderos en cada uno de los territorios. Por ejemplo,
las cuadrillas del sur (Alto Sinú y Alto San Jorge) expresaban en mayor me-
dida los intereses socio-económicos de los campesinos mediante brotes de
violencia y formulaciones propias de un bandolerismo social, mientras que
las cuadrillas conformadas en la parte norte, a pesar de su conformación
netamente campesina, representaban los intereses de los grandes propieta-
rios y estaban más ligadas a un tipo de bandolerismo político.
Esta diferenciación habla mucho del proceso de configuración regional,
ya que la existencia de dos tipos de cuadrillas y de sus lógicas de actuación
representa dos aristas de un mismo proceso. Por un lado, consideremos el
norte, donde el dominio terrateniente ya estaba consolidado, la frontera
agraria se había cerrado hacía largo tiempo y el control político de los ha-
cendados sobre la población estaba garantizado. En cambio, el sur expre-
saba una situación distinta: una frontera que apenas estaba en proceso de
cerrarse y era muy reciente todavía el proceso de diferenciación y sedimen-
tación social, que se producía a costa del acaparamiento de las tierras de los
medianos y los pequeños propietarios. Esto explica que en este tipo de so-
ciedad el bandolerismo social fuese sintomático, que no solo reivindicaba
su identidad política sino también factores asociados al campo económico
y social. Hecho que no dista mucho de otros casos expuestos por Sánchez y
Meertens (2006) en el Valle del Cauca y la zona cafetera.
No en vano para ese entonces se hicieron célebres las figuras de Ma-
rio Sandón, José del Carmen Páez, conocido como ‘Capitán Páez’, Julio
Guerra, Evaristo Calonge y Edmundo Blanco, quienes encabezaron las
cuadrillas bandoleras que hicieron presencia en esos años. Esta transfor-
mación es evidenciada en una entrevista que Fals Borda con un campesi-
no, quien acerca del periodo violento afirmaba:

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“Los labradores no son ya los hombres resignados e ignorantes que se


quitaban el sombrero al encontrar al amo y lo saludaban con temor
y reverencia. Ahora son hombres en el sentido total y positivo de la
palabra, hombres que saben cómo actuar con dignidad y cómo recla-
mar y mandar. Porque han llegado a convencerse de que son capaces
de modelar su propio destino, de que son aptos para ‘hacer cosas’,
de que ya no tiene que depender de gamonales, amos o funcionarios
frecuentemente arbitrarios. Es ya posible que uno de los dirigentes
de la escuela diga: ‘No necesitamos alcaldes que solo se interesen por
nosotros en el momento de cobrar los impuestos’. El campesino ha
dejado, pues, de ser el individuo que se dejaba llevar al matadero por
antagónicos jefes. Ahora puede pensar por sí mismo, teniendo una
idea más clara de su propia responsabilidad como ciudadano” (Fals
Borda, 1985).

Precisamente José Benítez Ceballos recalca que el campesinado de fi-


liación liberal de las zonas de los altos San Jorge y Sinú quedó sin tierras
“y en la hecatombe menos deseada de la vida […] pues los ricos de la re-
gión aprovecharon la Violencia para expropiar al campesino de su tierra
fundamentalmente”. Incluso llega a afirmar que la denominada Violencia
fue buena ventana de oportunidad para que muchos terratenientes del
Sinú robaran las tierras a los pobres campesinos (Benítez, 1987).
Por otro lado, como resultado contingente del anterior proceso, se
debe señalar que el surgimiento del bandolerismo en el espacio rural co-
lombiano, así como en el Alto San Jorge y Sinú, obedecía a que se habían
puesto en entredicho los vínculos que ataban al campesinado con el or-
den terrateniente. Durante este periodo los campesinos lograron una re-
lativa autonomía que los constituyó en una amenaza, ya que sus “acciones
estaban dirigidas contra los terratenientes, cualquiera fuese su filiación
política, [y estos] comenzaron a amenazar el sistema social en su conjun-
to, a tal punto de adquirir características revolucionarias” (Sánchez, 1985,
2008; Sánchez y Meerteens, 2006). Evidencia de lo anterior fue la apari-
ción de los “bandoleros”, que fueron la mejor expresión de una tendencia
hacia un reordenamiento clasista que rompía las viejas lealtades verticales
(Fajardo, 1985).
Sin embargo, debe señalarse que este fenómeno es propio solamente
de lo que se llama la segunda fase de la Violencia, en la cual no desa-
parecieron las directrices partidistas de los campesinos pero irrumpie-

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Armar la Hacienda: territorio, poder y conflicto en Córdoba, 1958-2012 117

ron en clave bajo la dirección comunista y la escisión llanera (Sánchez y


Meertens, 2006). Esto empezó a legitimar su represión, ya que estas masas
desorganizadas y desarticuladas de las tradicionales redes políticas empe-
zaron a ser tildadas de bandidos y guerrilleros para justificar su represión
(Sánchez, 1985; Guillén, 2008).
Por último, se debe aclarar que estas transformaciones no se producen
de forma abrupta; así como la violencia tuvo un impacto diferenciado, es-
tas expresiones reivindicativas y de autonomía también lo tuvieron. Pues
precisamente éstas solo se presentaron en la parte sur del departamento
de Córdoba, donde el orden social hacendatario no estaba tan consolida-
do como en el norte.
Los resultados de la Violencia son complejos y ambivalentes, ya que
ella fue un proceso que aseguró, por un lado, a los “organismos priva-
dos de las clases dominantes el mantenimiento de su posición central, les
confirmó a los partidos políticos tradicionales su función de encuadra-
miento; pero, a la vez, desorganizó por mucho tiempo a las masas popula-
res” (Pécaut, 1988). Siguiendo este orden de ideas, Paul Oquist afirma que
hubo un cambio masivo de la tenencia efectiva de la tierra y que el resul-
tado de la Violencia “es la convergencia de procesos socio-económicos y
socio-políticos, donde a su vez aparecen nuevos movimientos y conflictos
sociales protagonizados por grupos heterogéneos (indígenas, aparceros,
colonos, etc.)” (Oquist, 1978), que no encontraron representación en los
partidos tradicionales.

La restauración del orden: el pacto bipartidista, intentos


reformistas y la reacción de los grupos afectados; los inicios de la
privatización de la justicia, 1958-1981
El Frente Nacional buscó apaciguar en Colombia la tormenta que se
había desatado, tanto en el ámbito urbano como en el rural. Para cum-
plir dicho objetivo, los dos partidos tradicionales acordaron el reparto
pacífico del poder, pero a la vez la exclusión de terceras fuerzas políticas
no matriculadas en esos partidos (Sánchez, 1989; Dávila, 2001; Leal,
1989). Y si bien se logró pacificar a la sociedad colombiana, el debate
político empezó a tener un rol secundario frente al campo económico,
pues los debates giraron alrededor de las políticas de desarrollo e indus-
trialización inspiradas en el modelo de sustitución de importaciones
(Gutiérrez, 2006; Pécaut, 1987).

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118 Andrés Felipe Aponte G.

El primer gobierno frentenacionalista (Alberto Lleras Camargo, 1958-


1962) consideró que la Violencia no solo era efecto del sectarismo polí-
tico sino que también respondía a aspectos sociales y económicos: por
eso, vio en la reforma agraria una válvula de escape para las tensiones
presentes en el campo colombiano. Dicha reforma tenía como objetivo
impulsar el desarrollo económico, ampliar el mercado interno, optimizar
la productividad, mejorar el nivel de vida de los campesinos, superar la
pobreza y lograr un mayor desarrollo de la democracia. Por lo mismo,
una de sus metas centrales era amortiguar los riesgos políticos vigentes,
tanto internos como del ámbito internacional, para encaminarse, por la
vía del impulso a la mediana propiedad, a la superación de las limitacio-
nes del desarrollo capitalista puesto en marcha (Arango, 1988; Bagley y
Botero, 1978; Bejarano, 1998; Gilhodés, 1989a; Machado, 2000).
Para tal objetivo se impulsó la Ley 135, que buscó reducir la concen-
tración de las propiedades rurales y fomentar una adecuada explotación
de tierras incultas o deficientemente explotadas, al igual que la creación
de mejores condiciones sociales para los asalariados agrícolas, bajo la tu-
tela del Incora. A pesar de lo anterior, su reglamentación tenía muchos
vacíos normativos y dejó ventanas abiertas para que los grandes terrate-
nientes pudieran hacer uso de su influencia en el sistema con el propósito
de evitar la expropiación de sus fundos (Ley 35 de 1961). Igualmente, su
oposición a esta iniciativa se manifestó en el estallido de los primeros
brotes violentos en las regiones.
Por último, este esfuerzo debe ser encuadrado en una serie de “pro-
gramas sociales y económicos diseñados para rehabilitar las zonas del país
golpeadas por la Violencia, y acelerar el ritmo de crecimiento” (Bushnell,
1994) bajo un contexto hemisférico influenciado por la Alianza para el Pro-
greso (APP) frente a la amenaza que representaba la revolución cubana.

La organización de la Defensa Civil: respuesta al clamor terrateniente


frente a la “grave” situación de orden público
Con el telón de fondo de las escaramuzas de la etapa tardía de la Violen-
cia, la organización de las guerrillas comunistas y una incipiente ola de
invasiones de tierras, algunos segmentos de la sociedad exigieron al go-
bierno que permitiera que la población pudiera adoptar algunas tareas de
la fuerza pública, pues la actividad agropecuaria estaba siendo afectada.
Para ese entonces el espacio rural cordobés se caracterizaba por una

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Armar la Hacienda: territorio, poder y conflicto en Córdoba, 1958-2012 119

incesante concentración de la tierra destinada a la ganadería, situación


que traía consigo una creciente tirantez por la tenencia y provecho de
la tierra entre campesinos y terratenientes. De acuerdo con el diagnósti-
co de un agrónomo de la región, la situación que había en 1965 era que
muchos de los problemas presentes en Córdoba se derivaban de los sis-
temas inadecuados de explotación ganadera, los cuales fueron creando
una mentalidad de conjunto según la cual solo se puede tener ganadería
cuando se dispone de grandes extensiones de tierra (El Tiempo y El Especta-
dor, “Hay que racionalizar la explotación del ganado”, diciembre 19, 1965).
No hay que olvidar –como se dijo páginas atrás– que las características
fisiográficas del territorio hacían que la actividad ganadera cordobesa exi-
giera extensiones de tierra considerables, pues tanto el verano como el in-
vierno obligaban al traslado de las reses de un lugar a otro, de acuerdo con
las necesidades (agua, disposición de pastos). Por estar ubicado en un delta,
en tiempos de invierno el bajo Sinú era anegado por los ríos Sinú y San
Jorge, mientras en el verano las aguas retrocedían. En estas circunstancias,
la mayoría de los ganaderos debía poseer fincas tanto en los valles como en
las partes altas, porque en el invierno tenían que migrar hacia arriba y en el
verano retornaban al valle. Esta situación los obligaba a disponer de abun-
dante tierra para alojar poco ganado (Entrevista a Álvaro, junio 26, 2008).
Para ese entonces, cuando todavía existían terrenos baldíos, tanto los
agricultores como los ganaderos soltaban a sus animales y cultivaban
sobre los terrenos donde las aguas retrocedían, y así aprovechaban los
minerales y sedimentos que dejaba el retroceso del Sinú en época de ve-
rano. Sin embargo, esta dinámica se trastocó cuando algunos ganaderos
decidieron anexar esas tierras a sus propiedades para expandir su fundo,
bajo los mismos métodos implementados desde el siglo XIX. Según Or-
dóñez, la dinámica y los reclamos de ambos bandos se caracterizaban de
la siguiente forma:
“Algunos terratenientes no tenían escrituras completas de sus tierras
legalizadas, sino que mantenían una falsa tradición de las tierras, por-
que muchas de esas tierras las tenían bajo una especie de colonización,
pero en la época del 65, hasta hace poquito, la última década, hasta el
95, la mayoría de las movilizaciones campesinas se focalizaron sobre
los terrenos que eran propiedad del Estado, en especial, los terrenos que
les llaman humedales. (Muchas veces) todos los dueños de tierras alre-
dedor de los humedales no tenían escrituras legalizadas, sino con falsa
tradición, es decir, que había parte de las tierras que se anexaban a las
tierras que ellos mantenían con falsa tradición, que eran las tierras don-

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120 Andrés Felipe Aponte G.

de se retiraban las aguas, y ellos metían el ganado a pastorear, y llegaba


eso a ser de una manera pública, donde muchas personas traían ganado
de otras partes a pastorear ahí. Posteriormente, muchos campesinos se
fueron quedando en el pastoreo y fueron abriendo un espacio para sus
cultivos de patilla, fríjol, etc. Entonces fueron adueñándose de parcelas
para evitar que le metieran ganado.
“Los dueños de tierras vecinas o colindantes con las ciénagas no veían
con buenos ojos que esas tierras fueran ocupadas estacionariamente,
o sea, no de manera provisional, sino que la persona se estacionara en
la tierra cuando un campesino decidía cultivar. Ya cuando se cultiva
se sabe que la persona está adquiriendo una propiedad por mucho
tiempo, mientras dura el cultivo y su desarrollo. Eso creó unos celos
entre los ganaderos porque veían con malos ojos a unos vecinos que
aparecían usufructuando y apropiándose de unos terrenos, que era
más lógico tenerlos, de la tierra que colindaba con la ciénaga que se
iba secando. Entonces, ahí viene una puja por el control de esos te-
rrenos provisionales de retiro de agua. El ganadero, o el cultivador, o
el hacendado, que está en posesión legítima de unas tierras vecinas
a esos cultivos, a esos retiros de agua, pelea para que el terreno se
extienda hasta donde terminan las aguas de retiro. Cuando viene la
creciente igualmente se retira otra vez y llega a usufructuar lo que tra-
dicionalmente en épocas de invierno se puede utilizar de las tierras
no inundables. Cuando los hacendados construyen canales y grandes
taponamientos de las aguas a través de unos terraplenes que impiden
que las aguas regresen otra vez a sus tierras, han copado así el do-
ble de extensión de la hacienda que tenían. Si una persona tenía cien
hectáreas normales, cuando se retiraban las aguas resulta que tenía
doscientas. Entonces el ganadero o hacendado, para no perder esas
cien hectáreas, le mandaba a poner un terraplén en la zona última
del retiro de las aguas y se adueñaba de esa gran porción de tierra. Al
adueñarse de esa gran porción de tierra, el campesino se las invadía
porque eso no era de ellos sino del Estado. Ahí comienzan las grandes
luchas” (Entrevista a José García Ordóñez, julio 4, 2009).

Esta misma lógica se replicó en varios lugares del Departamento. Por


ejemplo, cuando el río Sinú cambió su desembocadura se creó una acce-
sión. Sin embargo, la falta de definición legal hizo florecer un conflicto, ya
que los terratenientes se apoderaron de la tierra adyacente a sus propie-
dades y legitimaron su posición de la misma forma que en el caso de los

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Armar la Hacienda: territorio, poder y conflicto en Córdoba, 1958-2012 121

“veranillos”. En la boca del Sinú, con el lento e imperceptible retiro de las


aguas, como dice el Código Civil, se produjo lo que se llama la accesión,
que consiste en que las tierras que deja el retiro de las aguas del río son del
dueño de la tierra. Esto originó un problema, porque tanto los campesi-
nos como el propietario de la tierra alegaban que eran suyas (Entrevista a
Joaquín Berrocal Hoyos, julio 31, 2009).
No obstante, en el imaginario de los ganaderos la situación era muy
distinta, no solo para quienes figuraban en el proceso de la configuración
regional sino también por causa de las dinámicas que la rodearon. Según
Álvaro, la hacienda era producto del esfuerzo y la capacidad de un cúmulo
de personas, que tuvieron que sortear todo tipo de dificultades. Imprimien-
do a sus palabras un aire bucólico, añadió, en referencia a los ganaderos:
“La experiencia de ellos era pacífica. Convivían en territorio muy
fértil, muy bonito. Esto lo hicieron ellos, los antepasados de aquí, lo
hicieron ellos, todo lo que está aquí está hecho por ellos solos. El es-
cudo de Córdoba dice Ipso Facta Sum (hecho por sí mismo, solo),
porque fue la realidad; esa frase es la historia de esta región. Ellos hi-
cieron todo, talaron los bosques, plantaron los pastos y los mejoraron,
trajeron ganado y lo mejoraron; hicieron su ganadería solos. Aquí el
Estado no estaba para nada, nunca ha estado como es debido, nunca.”
(Entrevista a Álvaro, junio 26, 2008).

Tanto la problemática de los “veranillos” como de la accesión ilustran


de qué manera los terratenientes utilizaron sus propiedades para apro-
piarse de las tierras de las cuales se retiraba el agua, al tiempo que iban de-
limitando y expandiendo su propiedad mediante el empleo de terraplenes
y canales que impedían la anegación y apropiación de la tierra disputada.
Lo único que hizo esa práctica fue agravar la situación del campesinado,
que a su escasa disponibilidad de tierra sumaba las malas condiciones
laborales y los bajos salarios.
Es de conocimiento general que la remuneración en el campo no es la
mejor y muchas veces ella está por fuera de los marcos estatuidos por el
gobierno central. De esta generalización no escapa Córdoba, pues siem-
pre “les pagamos mal a los trabajadores, muy poquito. Los campesinos
vivían en condiciones inhumanas. Yo afirmo que el sinuano no es una
persona generosa ni dadivosa: es mezquino. Yo eso no lo pongo en duda.
Esos tipos no les daban nada, les pagaban muy mal. Subsistían de un pe-
queño salario, era una pobreza extrema. El sinuano supo aprovecharse

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122 Andrés Felipe Aponte G.

de las condiciones de la gente humilde” (Entrevista a Joaquín Berrocal


Hoyos, julio 29, 2009).
Esto también era visible en las fiestas de las Corralejas, un espacio
de esparcimiento social donde solían reafirmarse las jerarquías sociales
y económicas de la población, ya que en ellas los terratenientes donaban
los toros para que el pueblo bajara al ruedo y recibiera dádivas a cambio
de su destreza. “Para algunos eso daba pena: pobres negros, que los traían
para que los matara un toro, y los ricos allá en un palco, tiraban manta, ti-
raban ron, tiraba dinero, y la gente allá abajo: ‘¡Ay, blanquito!, tírame una
manta, mándame una ahí’. Y le mandaba la plata y decía el ganadero: ‘Ve,
cógele el cacho a ese toro, ve, cógele el cacho’. Iba, se lo cogía y aplaudían.
Eso sí era vergonzoso. Antes eso era los ricos dueños de ganado tirando
plata, mantas, ron, pues a uno lo adoraban” (ib.).
Frente a este escenario, no se hicieron esperar las primeras reclama-
ciones y reivindicaciones campesinas, que encontraron en la nueva legis-
lación una estructura de oportunidad para llevarlas a cabo. Esa situación
se plasmó en una primera ola de movilizaciones e invasiones de tierras,
ocurrida entre los años 1959 y 1962 en varias zonas de la costa Caribe,
donde se reclamaba la posesión de los playones considerados baldíos (Ar-
chila, 2005). Esta situación puede observarse en una relación de luchas
campesinas ocurridas en los niveles regional y nacional y que para esos
años alcanzaron cifras nada despreciables.
Frente a estos hechos, la reacción de los afectados no se hizo esperar. Los
ganaderos lesionados reclamaron acciones encaminadas a proteger las in-
versiones en el campo colombiano, que, según ellos, eran necesarias en ese
caso porque la inseguridad estaba afectando notablemente la producción
agrícola, por lo cual se hacía imperiosa una campaña de autodefensa (El
Tiempo, “Acción decidida pide la SAC”, diciembre 22, 1964); como forma
de protesta de los agricultores por la inseguridad que se ha desatado en
el campo colombiano”(El Espectador, “Contener la inseguridad en el país,
plantean los gremios agrarios al gobierno”, diciembre 22, 1964).
En el proceso de plena expansión de la ganadería, la seguridad era
considerada como factor primordial de su rentabilidad. No en vano se
expresó que “La ganadería es un gremio en expansión que requiere más
crédito, más asistencia técnica y sobre todo que se garantice la seguridad
de las inversiones rurales, no solo desde el punto de vista de la seguridad
rural, en cuya búsqueda hemos dado pasos decisivos, como el contrato
con el [Departamento Administrativo de Seguridad] DAS” (El Especta-

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Tabla 1
Luchas sociales, por actores
Años Cívicos Campesinos Asalariados Estudiantes Indígenas
1958 9 4 11 14
1959 39 20 57 19
1960 19 7 47 20
1961 33 14 46 16
1962 20 4 48 22
1963 26 7 77 29
1964 25 3 89 32
1965 29 1 94 28
1966 25 6 113 34
1967 23 8 74 16
1968 14 6 49 39
1969 45 13 64 61 1
1970 22 24 67 49 1
1971 44 365 56 65 3
1972 28 32 75 52 1
1973 31 20 63 32 4
1974 70 52 107 40 3
1975 177 75 246 208 11
1976 114 32 139 194 3
1977 95 29 158 114 3
1978 130 23 86 86 1
1979 96 67 62 75
1980 92 70 72 87
1981 71 73 131 77
1982 107 82 141 57
1983 119 110 121 52 2
Fuente: Mauricio Archila (2005). Elaboración propia.

dor, “El crédito”, diciembre 21, 1964). Estas posturas de resistencia, pre-
vias a la creación gubernamental de la Defensa Civil (Decreto 3398 de
1965), se justificaban no solo porque se estaba cuestionando un orden
social sino también porque estaba en juego la libertad de defensa de un
modo de producción de desarrollo rural. Por esa razón la SAC reclamaba
como acto legítimo el acto de organizarse en aras de hacer valer “el de-
recho a la vida, el derecho a los bienes legítimos y el derecho a la libertad
de trabajar consagrados en la Constitución Nacional” (El Tiempo, “Acción
decidida pide la SAC”, diciembre 22, 1964).

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Sin embargo, a pesar de la imagen postrada y de poca maniobrabili-


dad que proyectaban los terratenientes, en las regiones y localidades la
situación real era todo lo contrario, ya que ellos, con gran influencia en las
instituciones locales –como ocurría en Córdoba y Sucre–, “empezaron a
hacer uso de las vías de hecho al desarticular las colonias de campesinos
con muertes, persecuciones, amenazas y reubicaciones, e igualmente para
evitar cualquier acción del Estado camuflaron sus posesiones dividiéndo-
las entre parientes” (Negrete, 2007; Bagley y Botero,1978; Reyes, 1978).
Con el paso del tiempo, las tensiones y las vías para tramitarlas se fueron
polarizando. Se recuerda un hecho que tuvo lugar en 1963, cuando los te-
rratenientes, frente a cierto aval que el Incora otorgaba a las reclamaciones
campesinas, acudieron a abrir las compuertas de los canales para inundar
los terrenos de los colonos, e incluso empezaron a armar a matones priva-
dos (citado por Archila, 2005). Asimismo, hicieron uso de sus relaciones
con las instituciones del nivel local para paralizar el curso de la reforma, a
tal punto que en 1964 el gobernador de Córdoba, Germán Bula, advirtió
que el Proyecto Córdoba No. 2 se encontraba entorpecido porque algunas
de las propiedades del senador Miguel García Sánchez eran afectadas (El
Tiempo,”El senado debate sobre el Incora”, diciembre 10, 1964).
Esta incidencia en el nivel estructural se debe, como señalamos al
inicio del presente artículo, a la presencia diferenciada del Estado co-
lombiano y la consiguiente posibilidad de una postura selectiva de los
representantes frente a las directrices del gobierno central, pues muchos
de los ganaderos cordobeses también ejercían como intermediarios entre
el nivel central y la región. Por esta razón, muchas de las instituciones
locales y regionales estaban bajo su influencia política o de la clientela de
su gamonal, quien, generalmente, era también un terrateniente. En estas
circunstancias, no debe extrañar que se hayan emitido decretos guberna-
mentales enderezados a salvaguardar de las invasiones a ciertas propie-
dades, bajo el barniz de evitar la alteración del orden público. Por lo cual
se prohibían, hasta nueva orden, las manifestaciones, reuniones o desfiles
públicos en el territorio del departamento (Decreto No. 00039, Archivo
Departamental de Córdoba, Decretos de gobierno, enero-agosto, 1964).
Igualmente, estas acciones encontraron respaldo en el nivel central.
Personas como el entonces ministro de Guerra informaban a la ciudada-
nía que la acción cívico-militar sería extendida a todo el país y auguraban
un mejor año para 1965 (El Espectador, “A todo el país será extendida la
acción cívico-militar: Minguerra”, diciembre 20, 1964). Con esta inicia-
tiva se autorizaba y legitimaba la conformación de grupos privados para

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Armar la Hacienda: territorio, poder y conflicto en Córdoba, 1958-2012 125

defenderse de las amenazas a la propiedad rural. Y es que este tipo de


repertorios de protesta representaba, para el terrateniente, un atentado
contra el ejercicio de un derecho inalienable como es la garantía de la
propiedad privada, el derecho a trabajar y usufructuar el fundo. Por eso
se hacía necesaria una acción expedita, ya que
“Una invasión requiere una acción inmediata, porque se está violen-
tando un derecho de propiedad. Ahí no hay nada que alegar. Lo que
haya que alegar se alega desde afuera, y ya es un derecho que pueda
tener una persona sobre determinada propiedad, y resulta que aquí se
pasaba deliberadamente a la etapa policiva para entrar a una etapa de
juzgado que era interminable y nunca se acabó” (Entrevista a Arturo
Vega Sánchez, julio 4, 2009).

No obstante las anteriores medidas, algunas personas del Estableci-


miento, así como políticos, consideraron que eran necesarias más accio-
nes represivas. Por eso se procedió a expedir el Decreto 3398 de 19656, a
fin de que los terratenientes pudieran conformar y organizar grupos de
autodefensa encaminados a realizar tareas exclusivas de la Fuerza Públi-
ca, en aras de la preservación del orden público: de esa manera se delega-
ba una de las funciones primordiales del Estado y, de paso, se posibilitaba
el empleo de cualquier medio para derrotar al adversario (Pécaut, 1987;
Romero, 2003).
Para ese entonces, el presidente Guillermo León Valencia (1962-1966)
abogaba por la imperiosa necesidad de pacificar el territorio colombiano
frente a las escaramuzas remanentes de la Violencia. Afirmaba que uno
de sus deberes era dejar “el país pacificado […] Nos ha tocado una eta-
pa muy difícil. A mí se me pidió al iniciar mi periodo de gobierno que
pacificara la Nación” (El Tiempo, “Dejaré al país pacificado” diciembre
13, 1965), por lo cual consideraba que “la movilización y la defensa civil,
por su importancia y trascendencia, deben ser ampliamente conocidas
por la población colombiana, ya que tales aspectos competen a la Nación
entera y no son de incumbencia exclusiva de las Fuerzas Armadas”. El

6 A esta altura de las cosas, cabe anotar que en el órgano legislativo colombiano ya había
adelantado un largo debate y ciertas proposiciones para organizar una Defensa Civil, por
lo cual el Decreto 3398 no debe ser considerado como una iniciativa propia del Ejecutivo
colombiano sino como una respuesta a una serie de peticiones provenientes de varias
regiones. En Bandoleros, gamonales y campesinos, Sánchez y Meertens (2006) ilustran estos
debates de forma clara y subrayan que ciertos gremios y haciendas promovían planes para
la dotación de armas y la conformación de grupos de autodefensa.

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126 Andrés Felipe Aponte G.

mandatario recordaba entonces que la participación en la Defensa Civil


era permanente y obligatoria para todos los habitantes del país (Archivo
Departamental de Córdoba. Decreto Legislativo No. 3398 de 1965).
En opinión de los ganaderos y la administración de Valencia, el De-
creto Legislativo No. 3398 de 1965 fue estimado como una herramienta
necesaria y eficaz enderezada a restablecer las alteraciones del orden
público que azotaron a las zonas rurales del país (el abigeato, el secues-
tro y, claro está, las invasiones de predios). Esta medida exteriorizó, a
mediano plazo, un imaginario donde cualquier vía era legítima para
preservar un orden regional. En otras palabras, se auspició la creación
de grupos de autodefensa favorables a aquellos grupos con poderío
económico, influencia política y capacidad organizativa. Así las cosas,
esto pudo fomentar la creación de grupos privados auspiciados por
los ganaderos, dado que ellos constituían el grupo hegemónico en la
región cordobesa. Y si bien la influencia de la doctrina de la Seguridad
Nacional se presentaba más en el nivel ideológico, su efecto simbólico
proyectó una visión según la cual las guerrillas revolucionarias eran
parte de la estrategia del comunismo internacional, mientras la idea
del enemigo interno como amenaza principal se materializaba en los
grupos guerrilleros y las reivindicaciones sociales (Leal, 2002; Romero,
2003; Richani, 2007).

Contradicciones del reformismo y reacción terrateniente frente a la


organización campesina
En la administración de Lleras Restrepo (1966-1970) se imprimió un
nuevo impulso a la reforma y la organización campesinas. En cuanto al
primer asunto, se impulsó la Ley 1ª de 1968, que buscaba acelerar la re-
forma agraria y la adjudicación de tierras. Respecto del segundo, se le dio
reconocimiento a la organización campesina, la Asociación Nacional de
Usuarios Campesinos (Anuc), con el objeto de aglutinar a este sector a fin
de canalizar sus reivindicaciones frente al poder central y la misma socie-
dad (Reyes, 1978; Bagley y Botero, 1978; Gilhodés, 1990a; Kalmanovitz,
1998). No en vano para esos años empieza a incrementarse la protesta
campesina, así como a implementarse la invasión de tierras en el sentido
de repertorio reivindicativo (ver Tabla 1).
De inmediato las críticas y cuestionamientos de los posibles afectados
saltaron a la palestra. Bien fuese mediante editoriales de prensa, discur-
sos políticos y otros conductos, los dardos se hicieron sentir. El escritor

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Armar la Hacienda: territorio, poder y conflicto en Córdoba, 1958-2012 127

costeño Rafael Yancés Pinedo estimaba que no era “posible entregar a


campesinos pobres tierras explotadas adecuadamente […] Era absurdo
despojar a los actuales y laboriosos ganaderos para entregar los fundos
a millares de campesinos desnutridos, analfabetos, viciosos, alcohólicos,
perezosos, parasitados” (citado por Cepeda y Rojas, 2009).
Igualmente, el dirigente Álvaro, quien desconfiaba de la intervención
del poder central, consideraba que si el campesino tenía derecho a la tie-
rra, el propietario lo tenía a defenderla (citado por Romero, 2003). Otro
dirigente reconocido, el senador conservador Miguel Escobar Méndez, de-
claró que la hostilidad campesina destruyó el antiguo orden y que el temor
se hacía presente al visitar las haciendas, por el envalentonamiento de los
campesinos alrededor de las tierras prometidas por Lleras Restrepo (ib.).
¿Cómo se preservó y protegió la posesión por parte de los grandes
propietarios? ¿De qué manera eran contenidas las prácticas que atenta-
ban contra la gran propiedad? ¿Cuáles fueron las estrategias? ¿Cómo se
organizaron?
Con la organización del campesino y el consiguiente incremento de
las invasiones a las fincas “empezó un poco el origen de esta vaina: el pa-
ramilitarismo, en la forma de proceder. Y la autoridad también ayudó, los
estamentos militares y policivos, hubo mucha sangre” (Entrevista a Héc-
tor Lorduy, julio 24, 2009). Y si bien en ningún momento se puede hacer
una analogía con el tipo de organización y estructuras que irrumpen en
los años ochenta y noventa, sí estaban presentes pequeños grupos que se
caracterizaban por ser
“pequeñas escuadras de no más de cinco personas que le cuidaban
y velaban por la tierra del terrateniente, unos celadores con machete
que daban la vuelta para que no se les metieran, cuando se les me-
tían llamaba al patrón y el patrón hablaba con el alcalde y el alcalde
mandaba un contingente de policía y ahí era donde se formaba el lío,
porque se mandaba a hacer el ‘mandado’, se maltrataba a la gente. Y
eso mismo se veía en el espacio urbano” (ib.).

En esta misma línea aparece el relato de García Ordóñez, quien sostu-


vo que los terratenientes defendieron la hacienda a punta de “amedren-
tamiento directo con la Fuerzas Armadas o con fuerzas ilegales. Algunos
campesinos sufrieron la crueldad de asesinatos y eso, y otros campesinos,
sencillamente despavoridos, se fueron” (Entrevista a José García Ordo-
ñez, julio 4, 2009). García agregó que esas fuerzas ilegales estaban confor-

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128 Andrés Felipe Aponte G.

mada por matones a sueldo, pues la defensa de la hacienda estaba com-


puesta por una multiplicidad de actores y elementos mediante los cuales
se logró sortear dicha amenaza.
Según su descripción, esos distintos elementos reflejan una capacidad
organizativa y de coordinación entre los agentes estatales y las autodefen-
sas, gracias a su influencia en las instituciones locales, como se ha expues-
to anteriormente:
“Las fuerzas ilegales básicamente eran matones a sueldo, y las fuerzas
legales eran a las que los hacendados recurrían al Estado para que
defendieran sus tierras en peligro de invasión; entonces, utilizaban
al Ejército o a la Policía. Al Ejército en caso extremo, porque eso era
cuestión meramente policial, pero en casos extremos de orden pú-
blico utilizaban la fuerza del Ejército Nacional. Pero básicamente eso
era una cuestión policial y sobre todo también con las distintas or-
ganizaciones del Estado. Como bien tenían acceso los terratenientes,
ellos solicitaban al alcalde protección, solicitaban a las autoridades del
Estado también protección. Entonces ellos allí, la reacción era de tipo
legal o de tipo ilegal” (ib.).

La lógica organizativa y la acción correspondiente estaban determi-


nadas por el objeto de mantener y garantizar la posesión de la tierra, así
como la preservación del orden social vigente. Es decir, había una estrate-
gia clara de control territorial en la cual estas estructuras debían ser inter-
pretadas como una expresión de demanda de privatización de la justicia
encaminada a tramitar y resolver problemáticas y rigideces sociales. En
este caso, la zozobra se expresaba en la reivindicación campesina por la
tenencia de la tierra y en una incipiente presencia insurgente, materiali-
zada con el Ejército de Liberación Popular (EPL). En ese contexto conflic-
tivo, las pequeñas estructuras creadas para enfrentar esas discrepancias
no tenían ni el objetivo ni la capacidad de expandirse e, inicialmente, se
mantenían subordinadas a los miembros de la Fuerza Pública, los terrate-
nientes y la clase política tradicional.
Por otra parte, hay que señalar que no todas las acciones de resis-
tencia contemplaron las vías de hecho sino que muchos de los políticos
y terratenientes se apoyaban en sus redes de poder locales y regionales
para obstruir los procesos de expropiación y de adjudicación. Como
muchos de esos terratenientes tenían familiares en gobernaciones o al-
caldías –cuando ellas no estaban directamente en sus manos–, era fácil

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lograr que en esas instancias decisorias se emitieran decretos y normas


para su beneficio. Así aparecieron resoluciones enderezadas a “resta-
blecer” el orden público y evitar cualquier clase de asociación por parte
de los campesinos, a fin de contrarrestar las invasiones. No en vano,
en 1967, en Montería se emitió un decreto que establecía que ninguna
persona podía intervenir en la difusión de noticias, informaciones y
propagandas radiales o escritas susceptibles de crear alarmas, afectar
la tranquilidad pública o dificultar el pleno restablecimiento del orden
(Archivo Departamental de Córdoba, Decreto de gobierno número
000197, mayo-octubre, 1967).
Pero el hecho más diciente, y que evidencia la relevante postura se-
lectiva de los poderes regionales y locales, fue la adopción en 1967 del
Decreto 3398 de 1965. En esa oportunidad el entonces gobernador en-
cargado ordenó que se designaran juntas de Defensa Civil enderezadas a
evitar cualquier alteración del orden público:
“Que para organizar en el departamento de Córdoba los planes de la
defensa se hace necesario designar varios ciudadanos que en coordi-
nación con las autoridades civiles y militares desarrollen actividades
y trabajos que aseguran un clima de confianza dentro del cual se pro-
penda por el bienestar y la protección de los asociados, y que, a la vez,
sean garantía del mantenimiento del orden jurídico y la tranquilidad
ciudadana. Nombrados: Jairo García, Enrique Martínez Lara, Rafael
Díaz, Raúl Haddad, Alberto Jaramillo, Álvaro Espinosa, José Taboada
y Alfonso Sotomayor” (Archivo Departamental de Córdoba, Decreto
de gobierno número 00312, 1967).

Y precisamente estos ilustres ciudadanos, nombrados para presidir di-


chas juntas, han hecho parte de la elite local y hoy día lo siguen haciendo,
así como también tienen intereses sobre la tierra de Córdoba. Apellidos
como García, Garcés, Vega, Burgos, Martínez, Cabrales, Lara, etc., son
reconocidos por ser parte de las familias “blancas” que por décadas han
mantenido el monopolio de la tierra en la región cordobesa.
Paralelamente, esos esfuerzos fueron fortalecidos en el nivel nacional
por sectores conservadores ligados a intereses agrícolas, los cuales bus-
caban opacar la imagen del esfuerzo reformista, al tildarla o calificarla
de comunista, demagógica o como la causa primaria de las malas condi-
ciones sociales del país. En referencia a este punto, Pécaut señala en sus
crónicas que en el año de 1969

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130 Andrés Felipe Aponte G.

“Doña Bertha Hernández de Ospina Pérez, esposa del expresidente


y personaje político muy importante, no vaciló en declarar que ‘la
reforma agraria es comunista’. Los sentimientos de los partidarios
de Álvaro Gómez Hurtado no son, por lo general, más favorables al
Incora. En un debate en julio de 1970, Raimundo Emiliani Román,
senador del departamento de Bolívar y uno de los principales diri-
gentes del conservatismo independiente, presentó la reforma agraria
como responsable del desempleo existente” (Pécaut, 1987).

En este orden de ideas, a las vías de hecho se sumó una fuerte crítica
a la acción reformista, al buscar ligarla a ideas comunistas o a intereses
oscuros o demagógicos. Por último, los ataques también se dirigieron
contra las instituciones de la Reforma. Para esos años la SAC sostenía
que el Incora había creado inseguridad. En su comunicado consideraba
que la aplicación de la reforma agraria, en lo que concernía a aparceros y
arrendatarios, había traído al campo colombiano inseguridad económi-
ca y social, por lo que pedía una revisión de la política (El Tiempo, “ El
Incora ha creado inseguridad”, julio 18, 1968).

El freno al reformismo y la radicalización campesina.


Polarización entre el campesinado y los terratenientes
El siguiente periodo se inaugura con una inusitada ola de movilizaciones e
invasiones adelantadas por el movimiento campesino ante el poco avance
de la reforma y las ilusiones malogradas (Tabla 2), en las cuales intervinie-
ron sobre todo las organizaciones de la costa Caribe, con gran acento en
los departamentos de Córdoba y Sucre. De forma inmediata se prendieron
las alarmas de los líderes regionales, quienes pensaron que estaban ad por-
tas de un proceso revolucionario en el campo. Frente a tales inquietudes,
el nuevo gobierno conservador (Misael Pastrana Borrero, 1970-1974) res-
pondió con una legislación que buscaba frenar las presiones y poner en cin-
tura a la organización campesina. Para ello se estableció el Acuerdo de Chi-
coral y se emitieron las leyes 4 y 5 de 1973, que desafectaban de la reforma
a las explotaciones ganaderas, al tiempo que optaban por una producción
agroindustrial que desviaba los recursos, la asistencia y las políticas agro-
pecuarias hacia este tipo de producción. En palabras de Mauricio Uribe, así
se constituyó el sesgo anticampesino del modelo de desarrollo rural (Uribe,
2011), con la excusa del rotundo fracaso de la Reforma, que habría llevado
a una baja productividad del campo colombiano.

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Armar la Hacienda: territorio, poder y conflicto en Córdoba, 1958-2012 131

Esto provocó la división de la Anuc en dos alas: la opositora (Sin-


celejo) y la cercana al gobierno (Armenia), al tiempo que legitimaba la
represión (desalojos, encarcelamiento y asesinatos) de los terratenientes y
la fuerza pública en contra de la línea disidente. No en vano, en el periodo
1971-1980 las detenciones arbitrarias de personas no bajaron de 3.900
por año (Romero, 2003). Sobre todo en la Costa Caribe y particularmente
en Córdoba y Sucre, donde el ala radical de la Anuc contaba con mayor
capacidad de organización y repertorios.
Indudablemente, el resultado de esta represión produjo un fuerte de-
bilitamiento del movimiento campesino, tanto en el nivel nacional como
en el regional, pues no solo se desconocieron reivindicaciones históricas
sino que se criminalizó la protesta y sus repertorios, y, de paso, constituyó
“una gran victoria de los propietarios, que lograron arrancar nuevas ven-
tajas más allá del proyecto original del gobierno” (Pécaut, 1987; Reyes,
1978; Negrete, 2007; Zamosc, 1987).
No obstante, las medidas represivas no lograron tranquilizar del todo
a los empresarios agrícolas afectados, quienes prosiguieron sus esfuerzos
en procura de la privatización de la justicia, a fin de enfrentar con mayor
efectividad las tensiones y problemáticas. Ahora no solo estaban ampa-
rados en un discurso que relacionaba al movimiento campesino con el
comunismo, el socialismo o la demagogia, sino que también lo ligaba a la
insurgencia armada, a la cual estimaba como su prolongación.

Radicalización campesina: represión estatal y resistencia


terratenientes
En contraste con los avances de la organización campesina, que había
cerrado el decenio anterior con cierta “victoria”, las posturas del nuevo
gobierno hacia el movimiento se combinaron con errores estratégicos en
los cálculos de los líderes del movimiento, interesados en radicalizarlo.
Esto se evidenció en la ola de invasiones de tierras desplegada en 1971,
durante el cual alcanzaron su tope más alto, con un registro de casi 645 en
amplias zonas del territorio nacional (Archila, 2005) y cuyo epicentro se
localizó en Sucre y Córdoba, departamentos que en 1971, considerado el
año el más crítico, registraron cerca del 21% del total de las invasiones de
escala nacional (Tabla 2).
Por ese motivo, ese mismo año el gobierno departamental creó dos
comisiones de verificación para las haciendas de Petaca, San José y Nueva

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Tabla 2
Invasiones campesinas a tierras por departamento
Departamento 1970 1971 1972 1973 1974 1975 1976 1977 1978 Total
Sucre 4 60 11 24 63 27 10 199
Huila 6 69 17 4 7 8 1 112
Córdoba 1 80 5 7 8 4 2 107
Magdalena 1 90 9 1 1 1 103
Antioquia 1 31 6 24 5 67
Bolívar 54 1 3 3 3 2 66
Tolima 12 43 1 5 2 63
Cauca 1 32 1 4 11 49
Meta 10 24 1 1 2 1 4 2 45
César 30 4 1 4 2 3 44
Cundinamarca 3 26 2 1 1 33
Atlántico 2 17 1 5 25
Casanare 23 23
Santander 15 2 1 3 2 23
Caldas 13 1 14
Valle 3 11 14
N. Santander 3 9 1 13
Quindío 4 2 6
Boyacá 6 1 1 8
La Guajira 2 1 3 6
Nariño 2 2 4
Caquetá 1 2 3
Risaralda 1 1 2
Chocó 2 2
Total 47 645 54 51 123 70 15 20 6 1.031
Tomado de León Zamosc (1987). Elaboración propia.

España (San Antero), Centenario (Montelíbano) y La Catas (Ayapel), que


habían sido invadidas por campesinos de las respectivas regiones (Archi-
vo Departamental de Córdoba, Decretos de Gobierno, mayo-julio, Nos.
396 y 466, y Decreto de Gobierno, septiembre-diciembre, No. 758). Un
comunicado de las directivas del movimiento campesino expresaba su
inconformidad a causa de la poca voluntad política mostrada por la ad-
ministración de entonces ante el problema, lo que llevaba a considerar la

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expropiación de la tierra por las vías de hecho como la única alternativa


para hacerse a la tierra.
En ese entonces algunos sectores de la opinión pública respaldaban
dicha postura, pues estimaban que los campesinos estaban ahora en un
nuevo estadio histórico, ya que habían adquirido la capacidad de exami-
nar su condición y adquirido una cierta conciencia de clase (Thompson,
1979), dada su condición histórica de explotados:
“[…] han dejado de ser la criatura que se conformaba con una manta
y un pellejo de res para descansar en la noche bajo un techo de pajas,
después de una jornada agotadora al servicio de los grandes propie-
tarios de la tierra. Esta criatura ha cambiado de motivación y propó-
sitos […] Esta imagen de campesino que solo debe ser labriego, ha
desaparecido. Puede ocurrir que el terrateniente tenga la impresión
de que la peonada se le ha escapado de las manos [...] Estamos ante un
cambio, un resquebrajamiento de viejos hábitos y sistemas. Ante un
campesino rebelde que demanda la justicia social que le corresponde”
(El Tiempo, 13 de septiembre, 1970).

Frente a este desarrollo del campesinado colombiano, las alarmas y


clamores de propietarios rurales, políticos regionales y algunas agremia-
ciones no se hicieron esperar, todos ellos motivados por la agudización de
las tensiones luego de la ola de invasiones que se adelantaron no solo en
Córdoba sino también en otros territorios del país. De hecho, las quejas se
elevaron al unísono, pues la situación que padecía el país hacía prever que
se estaba a las puertas de la pauperización del sector rural como resulta-
do de las políticas y decisiones tomadas alrededor de la cuestión agraria.
Estas ideas quedaron retratadas en la intervención del entonces senador
conservador, Raimundo Emiliani Román, quien hizo “fuertes ataques al
Incora, por promover una política ruinosa en el sector rural. De paso,
atacó a la prensa por no visibilizar este proceso” (El Tiempo, julio 23 y 24,
1970). Resaltó que había una “perturbación al orden público, que cada día
se alarga más por los resultados de una política exclusivista” (ib.). En refe-
rencia al Incora, lo acusó de “estar creando graves problemas sociales en
vez de solucionarlos y que sus actuaciones se han desarrollado de manera
ficticia por medio de la demagogia. Anteriormente se había formado una
casta importante, capacitada para las labores agrícolas y que ahora estaba
siendo perseguida. En el campo solo están aquellas personas que pueden
defenderse del peligro que hoy domina esas zonas” (ib.).

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Esta situación era interpretada por varios congresistas –entre ellos el


senador Hugo Escobar Sierra– como una expresión complotista. Escobar
sostenía que esta serie de movilizaciones estaba impulsada por intereses
oscuros asociados a ideas subversivas que requerían una acción directa
del Estado. Se llegó al punto de que un parlamentario del Departamento
del Atlántico invitara a todos los propietarios rurales de esa región co-
lombiana a defender su posesión con las armas (El Tiempo, octubre 14 de
1971; Pécaut, 1987). El gremio ganadero sumó su voz de protesta para se-
ñalar que el campo colombiano estaba siendo abandonado por las gentes
de bien, que se sentían sumergidas en la zozobra reinante, y para vaticinar
que, en caso de continuar así las cosas, los resultados podrían ser inespe-
rados e imprevisibles. De ahí su llamado a que los miembros del gremio
cerraran filas y asumieran la situación ellos mismos,
“para defender principios como el de la propiedad privada, que al pa-
recer de ellos, está gravemente amenazada. Ganaderos reconocidos,
como Argemiro Martínez, sostuvieron que la reforma tenía como ob-
jetivo principal arrancar al hombre de la tierra que trabaja y llevarlo
a la ruina. A la clausura expusieron un acta donde se invita a los gre-
mios de la producción a presentar un frente unido para defender los
principios que consagra el derecho natural como el de la propiedad
privada, la cual debe ser mantenida invulnerable, ya que su quebra-
miento o destrucción llevaría al país a situaciones lamentables e im-
previsibles consecuencias” (El Tiempo, septiembre 25 y 26 ,1970).

Las anteriores formulaciones fueron una predicción, pues nuevamen-


te empezó a ejercerse la violencia contra el movimiento campesino, el
cual, como corolario, estaba empezando a ser asociado a la insurgencia
armada. Alfonso Jaramillo le advertía al presidente Pastrana Borrero que
la violencia no iba a hacerse esperar si no cambiaba la situación de la
escasa seguridad con que contaban las inversiones en el campo, especial-
mente aquellas representadas en tierras adecuadamente explotadas. En el
parecer de los propietarios, todo eso era una campaña sistemática orques-
tada por la subversión para buscar el enfrentamiento en los campos, que
desembocaría en una nueva violencia (El Tiempo, septiembre 27,1970).
El gobierno central tomó atenta nota de los reclamos y recomendacio-
nes de los jefes políticos y los grandes ganaderos, lo mismo que de sus re-
presentantes en el poder legislativo nacional, quienes expusieron también
la “grave situación” por cual estaba atravesando el campo colombiano, cu-

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Armar la Hacienda: territorio, poder y conflicto en Córdoba, 1958-2012 135

yas condiciones iban en detrimento de la producción agropecuaria a gran


escala. Por lo demás, hay que tener en cuenta que el movimiento campe-
sino nunca había sido visto con buenos ojos por el mandatario conserva-
dor, quien lo estimaba como una amenaza al predominio histórico del con-
servatismo en el espacio rural colombiano. Para el presidente Pastrana, la
Anuc era la punta de lanza del Partido Liberal en un espacio de dominación
tradicionalmente conservador, y ella debía ser contenida (Zamosc, 1987).
El Ejecutivo terminó por asumir entonces una estrategia coercitiva
frente al ala radical del movimiento (Línea Sincelejo), la cual se tradujo
en el despliegue de una represión desmedida que incluyó encarcelamien-
tos masivos y muertes de líderes campesinos. La situación fue aprove-
chada por los grandes terratenientes, quienes, a su vez, desplegaron sus
ejércitos privados y la fuerza de los proyectiles para proteger sus fundos.

La entrada en escena de grupos de autodefensa y escuadras de


matones
Al amparo de semejante contexto nacional y regional, los grandes
propietarios encontraron el terreno allanado para emplear las vías de
hecho en contra del movimiento campesino, lo cual ocasionó, tanto la
pérdida de importantes líderes regionales y nacionales como la desar-
ticulación de la organización campesina. La situación era propicia para
que toda persona o grupo que invadiera una propiedad se enfrentara,
tanto a la persecución de las bandas organizadas por el propietario le-
sionado afectado como a la misma fuerza pública, ya que la creciente
polarización y la exaltación de los antagonismos facilitaron que el uso
de la violencia para defender la posesión de la tierra fuera cada vez más
aceptado. Por eso, tanto en el nivel nacional como en el regional, dis-
tintos medios de prensa registraban entonces heridos y muertos en las
tomas de tierras. En 1971 hubo dieciséis heridos en una invasión (El
Tiempo, noviembre 15, 1971) y en el departamento de Magdalena un
invasor fue muerto de un disparo por un ganadero, por haber tomado
posesión de una porción de tierra:
“Un invasor fue muerto de un disparo de carabina en la región abdomi-
nal, en la hacienda ‘Oro Blanco’, de propiedad del ganadero Arcesio Villa
Jaramillo, en el corregimiento de Menechiqueo, municipio de El Banco
[...] La víctima fue identificada como Emilio José Ospino, de profesión
agricultor, de 45 años [...] había tomado posesión de las citadas tierras
en compañía de treinta invasores más y procedió a instalar ranchos de

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136 Andrés Felipe Aponte G.

guadua [...] La situación siguió en tirantez y ayer Villa Jaramillo se armó


y pidió que le desocuparan sus tierras, pero fue interpelado por Ospino,
motivo por el cual éste disparó su arma en contra del invasor, que le causó
la muerte en forma inmediata” (El Tiempo, noviembre 17, 1971).

En los Llanos Orientales se llegó a denunciar al gobernador de Boyacá


por parte de algunos usuarios campesinos, quienes señalaron que se es-
taba adoptando un plan de seguridad llanera frente a la perturbación del
orden público por las invasiones y el abigeato. El objetivo era dar seguri-
dad a los ganaderos, controlar invasiones de tierras que estaban debida-
mente explotadas y lograr una pronta y debida aplicación de la justicia, a
fin de ofrecer seguridad a todos los que quisieran trabajar respetando la
ley (El Tiempo, enero 26, 1973).
Hechos similares se registraron también en Córdoba y en su capital,
Montería. En una conversación que sostuve con un reconocido comer-
ciante y ganadero de la región, éste relató la manera como se defendía
de las invasiones de los campesinos, así como el tipo de ayuda que había
recibido del gobierno local. En referencia a los sucesos y a los métodos
empleados señaló:
“¿Qué iban a hacer? El único que se rebeló varias veces con la metra
en la mano fui yo, defendiendo la de Salvador ahí, y la Policía dijo que
daba los policías que yo necesitara. Y el que más me ayudo, hombre
[...] que yo fui donde el alcalde –el señor X era el alcalde– y le dije:
‘Hombre, señor X, mire, no joda, le están invadiendo la finca a mi
hermano. Y me dijo: ‘¿Cómo?’. Llamó al coronel y le dijo que inmedia-
tamente tenían que ayudar a desocupar. Pero él fue verraco, verraco.
Cuando después me vienen a hablar mal del señor X a mí, ¡no joda!”
(Entrevista a ‘Facundo’, julio 26, 2009).

Aunque este caso se podría considerar excepcional, pues quien en-


frentaba la situación era el mismo propietario, también tuvieron lugar
casos en los cuales los campesinos llegaban a una hacienda que iba ser
objeto de la ocupación y de inmediato esta acción se veía frenada porque
el terrateniente tenía apostada su guardia personal. Tal es el caso de la
frustrada toma de la hacienda “Mundo Nuevo”, la cual contaba con una
guardia de treinta hombres armados con carabinas para impedir su paso.
Incluso días después el propietario en persona advirtió a los invasores
sobre las posibles represalias (citado por Fals Borda, 2002).

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Armar la Hacienda: territorio, poder y conflicto en Córdoba, 1958-2012 137

Simultáneamente se procedió a asesinar a reconocidos líderes de la


organización. Tal es el caso de Ismael Bertel, quien fue ultimado en su
casa por orden de unos terratenientes, los cuales estaban amenazados por
las invasiones y el trabajo que se venía adelantando en el departamento
(El Tiempo, noviembre 25, 1973; Fals Borda, 2002).
En algunas notas periodísticas y editoriales de prensa se puede apre-
ciar que esta campaña –muchas veces en comunión con la fuerza públi-
ca– no tenía solamente lugar en Córdoba; su correlato apareció asimis-
mo en otras regiones del país, y a pesar de haber sido denunciada por la
Anuc, no recibió la atención necesaria. Para entonces, Enrique Santos
Calderón denunciaba la persecución y mostraba cuál era el objeto del
movimiento y de sus líderes. No obstante, sus reiteradas denuncias, tan-
to por medio de cartas como en comunicados, no recibieron atención
alguna:
“En forma concreta se denuncia el asesinato de los campesinos de An-
selmo Mendoza (el 8 de diciembre en un predio del Prado, Sucre), Sa-
lomón Tuberquia (el 11 de febrero, en Apartadó), Rubén Darío Grajales
(el 20 de febrero, en Guática, Risaralda) y Ernesto Correa (el 6 de mar-
zo, en Guamal, Risaralda). Las cartas también informan ampliamente
sobre torturas, atentados y encarcelamiento masivo de dirigentes cam-
pesinos de Sucre, Antioquia, Córdoba, César, Magdalena, Huila, Bolí-
var y la intendencia de Arauca. Se trata de denuncias graves y precisas,
que poco han trascendido a la luz pública y que no están siendo investi-
gadas, pese a que varios de los responsables son señalados con nombre
propio por la Anuc” (El Tiempo, 20 de mayo, 1973).

Tales denuncias ilustran el grado de polarización que reinaba y los


métodos implementados para hacer frente a las prácticas que cuestiona-
ban el orden hacendatario, que por ese entonces caracterizaba no solo a
las zonas rurales de Córdoba sino también a otros territorios del país. De
hecho, la coyuntura, sobre todo en algunos departamentos, se mostraba
dramática, pues las reivindicaciones no solo estaban presentes en las es-
tructuras económicas o políticas, sino que también habían trascendido
a los planos culturales y sociales. No sobra volver al papel que tenía la
corraleja como un espacio en donde se reafirmaban los lazos y jerarquías
sociales en la sociedad sabanera. En ella, los grandes propietarios presta-
ban sus toros más bravos para que el pueblo bajara al ruedo a divertirlos
a cambio de un par de billetes, ropa o comida.

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No obstante, en los años setenta, como producto del ánimo revan-


chista de los campesinos, se convirtió en un propósito deliberado el sa-
boteo de “las tradicionales corralejas del 20 de enero, máxima exhibición
pública del poder de las elites ganaderas. Los ánimos de venganza de los
grupos excluidos por la nueva política agraria y educativa obtuvieron su
revancha en el terreno simbólico y material cuando las corralejas fueron
suspendidas en Montería en 1971, luego de que el público descuartizó y
se comió tres toros donados por los ganaderos y después apedreó el palco
de la Junta e incendió otros. La historia se repitió en Sahagún, Cereté y
Ciénaga de Oro unos años después, cuando gentes de los barrios peri-
féricos de Montería se trasladaron a estas ciudades y apedrearon buses,
lanzaron tierra a los palcos y sacrificaron los animales” (El Espectador,
enero 9, 1974; citado por Romero, 2003).
En estas acciones la fuerza pública no se mostraba como un garante del
orden sino que tomaba partido contra la movilización y la reivindicación
de los campesinos. Por tal razón no era extraño que se registraran heridos
en sus filas, y asimismo campesinos asesinados: “Dos personas murieron
y dos agentes de la policía resultaron heridos a garrote y machete en dos
incidentes registrados en Sucre […] Los campesinos se habían presentado
a la finca Buenavista, propiedad de Miguel Espitia, con el objeto de correr
la cerca, pues alegan que esas tierras les pertenecen [...] El comandante de la
policía, coronel Jorge Pineda, precisó que treinta campesinos fueron captu-
rados [y] se halló numerosa propaganda subversiva” (El Tiempo, mayo 23,
1973). Orlando Fals Borda (2003) también relata los choques: “Ocurre un
serie de incidentes entre campesinos y carabineros de Chucurbí, donde se
lucha por los playones de la ciénaga Wilches. Uno de los policías es mache-
teado y varios trabajadores caen heridos a bala: ‘Te doy un baño e plomo’, le
contestó el campesino; ‘Y yo te daré un baño e rula’”.
En respuesta al freno reformista, a la violencia y a la represión ofi-
cial, el campesinado emprendió una nueva ola de invasiones de tierras
(ver Tabla 2), así como la emisión de comunicados que denunciaban los
distintos brotes de violencia (El Tiempo, octubre 14, 1971; noviembre 3,
1971; enero 17, 1972; enero 26, 1972). Por otro lado, para ese entonces el
campesinado empezó a contar con el apoyo de un nuevo actor en la arena
nacional: los grupos insurgentes, que buscaban representar las reivindi-
caciones de algunos sectores populares. En el presente estudio de caso,
el grupo con mayor presencia en Córdoba era el EPL, que apoyó algunas
movilizaciones y tomas de tierras en las partes altas del departamento. Su
influencia se debía a que logró incrustarse en las viejas problemáticas so-

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Armar la Hacienda: territorio, poder y conflicto en Córdoba, 1958-2012 139

ciales de la región, que ahora resurgieron con el recuerdo de los procesos


de la Violencia de los años cincuenta y los fracasados planes de rehabilita-
ción de los distintos gobiernos. Sin embargo, este apoyo condujo también
a que el movimiento campesino empezara a ser asociado y ligado a la
imagen del “peligro comunista”.
La situación tuvo importantes consecuencias, no solo en esos años
sino también en los siguientes, porque la autodefensa terrateniente se vin-
culó con la lucha contrainsurgente una vez empezó a asumirse que el mo-
vimiento campesino formaba parte o era una mera prolongación de los
grupos guerrilleros. Esa asociación hacía que la respuesta armada fuera
considerada una vía legítima y razonable, como se evidenciaba en una de
las tantas cartas que informaban sobre la violencia de los terratenientes
contra los campesinos y que señalaban que los gremios agropecuarios es-
taban incentivando una nueva etapa de violencia en el país, por sus ines-
crupulosas acciones de armar a personas para enfrentar a los campesinos
(El Tiempo, octubre 2, 1970).
Las denuncias por los excesos y acciones arbitrarias salpicaban hasta
al mismo alcalde de Montería, Oscar Haddad. En una acción de desalo-
jo la fuerza pública maltrató a más de cien campesinos “sin que existiera
mandato judicial, violándose en esta forma la ley y configurándose así
el delito de abuso de autoridad por parte del alcalde. Además, la po-
licía causó atropellos a los campesinos y decomisó los alimentos que
tenían, lo mismo que los utensilios de cocina y de trabajo. Finalmente
les destruyeron algunas viviendas que habían establecido y cultivos” (El
Tiempo, julio 23, 1972).
Expuestas estas modalidades de acción violenta, conviene anotar la
existencia de algunos puntos grises en la acción de los terratenientes cor-
dobeses, porque debe señalarse que la privatización de la justicia no fue
una empresa emprendida de común acuerdo entre toda la elite rural cor-
dobesa. Lo que queremos sacar a la luz pública es que la agencia de ciertos
sujetos fue materia suficiente para que se creara una experiencia a la hora
de contener unas prácticas que cuestionaban un orden preexistente, y la
demanda de privatización de la justicia para resistir a su transformación.
En esta vía se ha querido visibilizar que la acción de estos sujetos de “ar-
mas tomar”, lograron una vocería y una capacidad de acción conjunta,
por cuenta del disgusto de no sentirse protegidos por el Estado, y enton-
ces empezaron realmente a tomar medidas y a hablar y decir las cosas
(Entrevista con Víctor Negrete, julio 15, 2008).

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La (in)conveniente alianza “estratégica” con la insurgencia armada


Reconocer la inexistencia de lazos o contactos entre la organización cam-
pesina y los grupos armados de izquierda sería desconocer elementos que
hicieron parte del proceso indagado. Históricamente, en el departamento
de Córdoba, el grupo guerrillero de mayor presencia fue el EPL, segui-
do de las Farc, aunque este último solo aparece allí en los años ochenta,
cuando inicia un proceso de expansión a escala nacional, desde sus zonas
de retaguardia hasta regiones más integradas a la vida nacional pero con
grandes diferencias económicas y sociales, como en el caso cordobés.
La presencia del EPL, en cambio, se remonta a la década de 1960, y
con mayor precisión al año 1967, cuando un grupo de intelectuales y es-
tudiantes de Antioquia y Córdoba decidió, no solo apoyar las moviliza-
ciones campesinas mediante la organización de las masas sino también
por la vía de las armas (Villarraga y Plazas, 1994). Producto de la escisión
chino-soviética, el Partido Comunista Marxista Leninista (PC-ML) or-
ganizó su brazo armado y, de acuerdo con sus consideraciones estratégi-
cas, conformó sus principales focos revolucionarios en el Valle del Cauca,
la región del Magdalena Medio antioqueño y las zonas del Alto Sinú y
San Jorge, siendo este último lugar el que alcanzó mayor éxito, debido al
apoyo recibido por parte de viejos guerrilleros liberales, entre los cuales
sobresalía Julio Guerra.
Posteriormente ellos lograrían insertarse con gran éxito en la zona del
Urabá antioqueño, donde apoyarían las reivindicaciones de los trabajado-
res bananeros y los procesos organizativos de las poblaciones campesinas
migrantes, en su mayoría expulsadas de las sabanas de Bolívar como re-
sultado de la consolidación de la hacienda ganadera. Si bien este territo-
rio era inicialmente dominado por el EPL, las Farc entraron a disputarle
el terreno en materia militar y política, a tal punto que las dos fuerzas se
enfrascaron en un enfrentamiento armado caracterizado por la comisión
sistemática de matanzas y asesinatos mutuos (Suárez, 2007).
En la década de 1990, la importancia alcanzada por la inserción regional
de las dos guerrillas determinó la trayectoria y las posibilidades que tuvo la
expansión del proyecto paramilitar en el nivel nacional, porque consolidó
un propósito que contaba con parámetros claros acerca de la manera como
debía estar constituido el orden social regional bajo lo que finalmente se
denominó como Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (Accu).
Al igual que otros grupos guerrilleros, el EPL buscó insertarse en las
problemáticas y tensiones sociales que bullían en el contexto regional

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Armar la Hacienda: territorio, poder y conflicto en Córdoba, 1958-2012 141

con el propósito de ganar el apoyo de los pobladores locales y la legiti-


midad de su orden y su proyecto. Y qué mejor ventana de oportunidad
que incorporar en sus banderas el contexto de finales de los años sesen-
ta e inicios de los setenta, cuando estaba en marcha la organización del
movimiento campesino alrededor de una serie de reivindicaciones que la
guerrilla estaba enarbolando. Dicho escenario era visible sobre todo en
las zonas del Alto Sinú y San Jorge, donde acababa de cerrarse la frontera
agrícola sin que hubiera un pleno control social y político por parte de las
redes políticas regionales y del mismo Estado central, tal como ocurría en
el norte del departamento. Esto permitió al EPL ejercer una importante
influencia allí donde estaban adelantándose las reclamaciones por la po-
sesión de la tierra. Era evidente que, si bien el departamento de Córdoba
no se caracterizaba por la ausencia del Estado, ella era marcadamente
diferenciada (González, Bolívar y Vásquez, 2003), coyuntura que impli-
caba la existencia de una debilidad infraestructural frente a la solución de
los conflictos y las tensiones sociales. Eso llevaba a que la tramitación de
las diferencias se delegara en los poderes regionales y locales, los cuales
utilizaron las vías de hecho y su influencia en la institucionalidad para
contener las invasiones y así sortear el ímpetu reformista.
El punto de arranque de este objetivo y los propósitos del grupo que-
dan ilustrados con el relato de Fabiola Calvo en torno a la situación que
se vivía en esos años:
“era el [momento] de iniciar en serio acciones militares con la parti-
cipación de las masas, canalizar el odio que sentían hacia los terrate-
nientes del área, quienes por décadas venían fustigándolas como pre-
sas perseguidas por matones […] Esta vez el objetivo era un conocido
terrateniente y comerciante de San Jorge, propietario de la Hacienda
‘El Perro’ […] A diferencia de la primera vez, aquí se presentó comba-
te; los guardaespaldas del terrateniente se enfrentaron para defender-
lo pero la firmeza y decisión de los campesinos fue grande y permitió
que salieran victoriosos” (Calvo,1987).

Estas interacciones se vieron favorecidas porque muchos de los com-


batientes hacían parte de familias campesinas que en el pasado y el pre-
sente habían sido objeto del despojo y la violencia de los terratenientes.
En esos años el escenario se caracterizaba por el recurso sistemático del
campesinado a las invasiones, a las cuales los propietarios respondían con
la violencia. Fals Borda (2002) anotaba que “los ‘muchachos’ de la gue-

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142 Andrés Felipe Aponte G.

rrilla del EPL bajan a Mundo Nuevo para visitar a sus parientes y ofre-
cerles apoyo, especialmente para la vigilancia nocturna y frente a cual-
quier hecho violento”. No obstante, frente a esta relación simbiótica entre
campesinos y guerrilleros expuesta por Fals Borda hay que tener ciertas
precauciones. Tanto de las entrevistas hechas como de otro tipo de fuen-
tes consultadas se saca la evidencia de que los lazos de relación entre in-
surgencia y organización campesina no eran directos sino que obedecían
a la decisión o al voluntarismo de ciertos sectores o de miembros radica-
lizados, quienes, frente a la represión del gobierno y de los propietarios,
se volcaron a la insurgencia, sin que esto implicara en ningún momento
que toda la Anuc contemplara dicha posibilidad. De hecho, estos ires y
venires reflejaban una postura dubitativa dentro de esa organización, tal
como ocurría con otras más igualmente influidas por la izquierda en esos
años, cuando no había una clara distancia frente a la lucha armada sino
cierta ambigüedad un tanto difusa. Ese hecho allanó el camino para el
ensamblaje de la Anuc y la insurgencia política en una misma amenaza:
la organización comunista y la lucha armada.
Asimismo, la relación entre insurgencia y campesinado no estuvo
exenta de tensiones y debates, pues, en el criterio de algunos dirigentes,
las dimensiones que implicaba esta alianza “estratégica” estaban claras.
Dicha postura quedó plasmada en la revista Combate, que advertía sobre
las falencias del grupo guerrillero en materia de dirección del campesi-
nado, pues una cosa eran los lineamientos revolucionarios escritos en el
papel y otra cosa era la práctica:
“PC. ML. no ha podido dirigir al campesinado. La liga tiene for-
malmente un programa que habla de la importancia estratégica del
movimiento campesino y la revolución agraria, pero en su actividad
práctica lo deja totalmente de lado, nunca se preocupa de sustentarlo
ante las masas o los cuadros campesinos. Después de haber hecho
llamamientos para realizar levantamientos armados allí donde mayor
desarrollo hubiera alcanzado Anuc (esto hace dos años), pasó a una
posición de derecha considerando que la organización campesina se
había ido demasiado lejos” (revista Combate, citada por Bagley y Bo-
tero, 1978).

Por lo tanto, esta alianza (in)conveniente terminó yendo en detrimen-


to de los intereses y reivindicaciones del campesinado, debido a que tanto
la insurgencia como la movilización campesina fueron enmarcadas en

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Armar la Hacienda: territorio, poder y conflicto en Córdoba, 1958-2012 143

un imaginario único: el de la amenaza comunista. La percepción de los


ganaderos cuando ellos invadieron sus fincas fue la de estar durmiendo
con el enemigo, un enemigo impulsado y envalentonado por los intereses
de la izquierda revolucionaria:
“El Moir, después los grupos comunistas y socialistas del país, insti-
garon al campesino a la toma de esas tierras; y los ganaderos, como ya
han hecho unos trabajos sobre esos humedales a través de terraplenes
y de canalizaciones, de obras de bulldozer para arreglar las tierras,
comienzan a hacer una lucha contra esos campesinos apoyándose en
la fuerza del Estado, en la fuerza policial, porque ellos dicen que ya no
solamente se están invadiendo las tierras del Estado sino a sus propias
tierras a través de la intromisión de guerrilleros para asustar al gana-
dero. ¿Qué más hacía el ganadero cuando sabía que estaba pasando
eso? Entonces decía: Estos tipos que se están metiendo a las tierras
me están trayendo subversión para poder secuestrar al ganadero, para
robarle el ganado, hacerle abigeo, entonces la situación de la tenencia
de la tierra se trasladaba a hechos delictivos. Entonces era una con-
frontación que se daba con diferentes versiones. La versión campesi-
na era de la lucha de unas personas sin tierras que deseaban tierras
donde trabajar, que supuestamente eran campesinos sin tierras, que
eran campesinos humildes, pero los hacendados no los veían así, los
venían como una forma de traer los huevitos para empollar los que
eran de la guerrilla; además, estos vecinos incómodos les robaban
ganado, dañaban los cultivos y las cercas” (Entrevista a José García
Ordóñez, julio 4, 2009).

Represión e ilegalización del movimiento campesino desde el poder


central, y su consiguiente radicalización
Como se ha venido sugiriendo, la postura del Estado central dio un giro
con la llegada al poder de Pastrana Borrero, que se tradujo no solo en
una mayor expulsión del campesinado de sus fundos sino también en
la criminalización de su principal repertorio y la ilegalización del ala
radical (Línea Sincelejo). A tal punto, que se denunciaba que con la pos-
tura del gobierno de turno –que no veía con buenos ojos las exigencias
de Línea Sincelejo– se estaba ad portas de que en el escenario nacional
hubiera dos tipos de campesinos: los legales y los “ilegales”. Unos conta-
ban con la bendición institucional y otros con la represión (El Tiempo,
mayo 20, 1973).

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144 Andrés Felipe Aponte G.

En esta dirección empezaron los encarcelamientos masivos e inclusive


las muertes de algunos miembros de la organización a manos de la fuer-
za pública, a consecuencia de la intervención desmedida para impedir
las tomas de tierra o expulsar a los invasores. Ejemplo de lo anterior fue
la detención hecha por la policía de trescientos ochenta campesinos del
Bajo Sinú, quienes fueron acusados de “ocupar fincas situadas en la juris-
dicción de Lorica y San Bernardo del Viento, específicamente las fincas
‘La Ganga’ y ‘El Tomate’, de propiedad de David Manzur y Lawamdios
Barguil” (El Tiempo, 21 de octubre de 1971)7.
Otro relato deja entrever el mismo tratamiento de los miembros de la
fuerza pública frente a las invasiones de esos años:
“Ese mismo día entró la represión, volvimos a entrar y nos echaron ga-
ses lacrimógenos. Mientras tanto nos golpearon a una compañera [...]
Entramos otra vez el jueves y [...] llegó la policía echando gases lacri-
mógenos […] En medio del humo comenzaron a disparar, asesinando
al compañero Tomás Suárez Carpio e hiriendo gravemente al compa-
ñero Víctor Murillo, a quien atravesaron el estómago con un tiro de
carabina […] El día de la toma éramos 74 campesinos y cinco policías.
Si no nos hubiéramos regado por el monte nos hubieran matado más”
(Entrevista a un campesino del Comité, citada por Reyes, 1978).

Esta postura del gobierno central estuvo acompañada de una nueva


legislación, pues tanto el presidente Pastrana como los propietarios ru-
rales consideraban que el Decreto 3398 de 1965 se había quedado corto
frente al contexto. En este orden de ideas, sujetos como Donaldo Cabra-
les, alcalde de Montería, y Oscar Haddad, al ver obstaculizado el ingreso
a sus propiedades, crearon un comité antiextorsión y secuestro integrado,
entre otros, por el gobernador del Departamento, un comandante y ofi-
cial de inteligencia del batallón Voltígeros, el representante de la Defensa
Civil y otros funcionarios (Archivo Departamental de Córdoba. Decreto
de gobierno número 555, mayo-julio, 1971). Además, los poderes públi-
cos nacionales ordenaron la organización de un servicio de Inteligencia
Rural (El Espectador, “Se pide colaboración contra el abigeato”, febrero 7,
1973) mediante el Decreto 2257 de 1973, que permitía a los propietarios
armarse y proteger su tierra mediante la organización de comités de vigi-

7 El subrayado del autor quiere visibilizar que los afectados son personas con apellidos de
familias notables de la región.

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Armar la Hacienda: territorio, poder y conflicto en Córdoba, 1958-2012 145

lancia, encargados de controlar los movimientos de la población, la canti-


dad de hatos y de ganado, etc., con la ayuda de campañas de divulgación
entre la ciudadanía y bajo los siguientes presupuestos: que los ganaderos
crearan asociaciones de defensa con mantuvieran reuniones periódicas
para el intercambio de información sobre hatos, marcas de ganados, hur-
tos, etc. (El Tiempo, noviembre 8, 1973).
Dicha posición se vio reforzada por un discurso que buscó cada vez
más asociar al movimiento campesino con la “manipulación” comunista
o socialista del mismo, sustentada no solo en una supuesta Internacio-
nal Comunista sino también en la influencia de los grupos armados de
izquierda. El resultado fue el apalanqueamiento del gobierno central y
los propietarios al recurso sistemático de la represión, pues las opiniones
afirmaban que los campesinos eran objeto de campañas de proselitismo
comunista. En referencia a las invasiones, el senador conservador Hugo
Escobar Sierra, dirigente político regional y férreo opositor a la reforma
del orden agrario, afirmaba que había cerebros del comunismo dirigiendo
las invasiones en compañía de peligrosos sujetos infiltrados en el Incora
para orientarlos. En tales circunstancias, opinaba el senador, se justificaba
que el debate no se presentara en el campo político, ya que dichas accio-
nes eran criminales, y advertía al gobierno que, en el caso de no adoptar
una postura fuerte para reprimir las invasiones, “este fenómeno llevará al
país a un cataclismo” (El Tiempo, diciembre 3, 1971). En otra interven-
ción Escobar sostuvo que “no se podía ignorar y desconocer que desde un
tiempo atrás en Colombia se siente un aluvión de ideas subversivas, por
lo tanto se hacía necesario pedirle a la autoridad una mayor intervención”
(El Tiempo, octubre 14,1971).
En este periodo, al igual que en el mandato de Guillermo León Valen-
cia (1962-1966), se puede percibir una sincronía entre las directrices del
Estado y la posición de los poderes regionales frente al movimiento cam-
pesino, debido a que el gobernador no solo aplaudió las medidas adopta-
das por la administración Pastrana para contener el ímpetu reivindicati-
vo, sino que añadió resoluciones suyas destinadas a enderezar el rumbo
del campo colombiano, ya que las agudas invasiones de las que habían
sido víctimas los propietarios podían llevarlos a la permanente zozobra.
Y sugiriendo como solución, “una mayor colaboración de los hacendados
para hacer contratos de comodato para que el campesino pudiera hacer
sus cosechas, lo que ayudaría a descomprimir gran parte de la presión que
trae como consecuencia el desgaste del principio de autoridad” (El Tiempo,
mayo 22, 1972).

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146 Andrés Felipe Aponte G.

Decapitación de la reivindicación campesina y más de lo mismo


(represión asesinatos, encarcelamientos, vinculación con la
izquierda, etc.)
De la administración de López Michelsen (1974-1982) se esperaban nue-
vos vientos para el campesinado; sin embargo, sucedió todo lo contrario.
De hecho, durante su gobierno se expidió la llamada Ley de Aparcería
(Ley 6ª de 1975) y se impulsó el plan Desarrollo Rural Integral (DRI), que
basaba el progreso del campo en la gran propiedad y la producción agro-
industrial, criterio que consolidaba todavía más el sesgo anticampesino
del campo colombiano (Uribe, 2011).
Frente a estas medidas, la inconformidad y el malestar se hicieron evi-
dentes en las filas del campesinado, que acudió nuevamente a las invasio-
nes de tierras para intentar dar reversa a tales directrices (Tablas 2 y 3).
En Córdoba se invadió la finca “Las Catas”, mientras en corregimientos y
caseríos de Chinú, como Carboneros, Pisabonito, Garbado y Villavieja, se
presentaron casos relevantes de invasiones, tanto de terrenos del Estado
como de grandes propietarios de la región. Y, nuevamente, para repeler la
acción campesina se procedió al empleo desmedido de la violencia y a los
encarcelamientos por parte de la fuerza pública (Archivo Departamental
de Córdoba. Decretos de gobierno números 000188, enero-febrero, 1974,
y 000352, marzo-abril, 1974).

Tabla 3
Motivos de las luchas sociales en Córdoba, 1975-1982

Motivos-Lucha 1975 1976 1977 1978 1979 1980 1981 1982


Predios rurales 10 3 7 3 2 3 13 1
Retención Salarial 2   1 1 1   1 7
Derecho a la vida,
2 2   1        
integridad y libertad
Energía 1 3   1   3    
Agua 2     2   1   2
Vías 1   1 1   1    
Educación   1   1 2 4   3
Total General 39 21 15 20 14 27 20 20

Fuente: SIG, Cinep.Elaboración propia.

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Por supuesto, las vías de hecho adoptadas por el campesinado no lo-


graron que se diera trámite a las insatisfacciones campesinas sino que
el resultado fue una mayor polarización y radicalización de la gente del
campo, expresada en el ataque directo contra las instituciones del Esta-
do y el orden hacendatario. En ese sentido puede entenderse la asonada
que tuvo lugar en Sahagún en 1974, cuando manifestantes destrozaron
la sede de la Empresa de Telecomunicaciones y de la Federación Nacio-
nal de Ganaderos y atacaron a piedra la residencia del médico Rodrigo
Bula, hermano del senador y exministro de Agricultura, Germán Bula, y
lo mismo hicieron con las oficinas de la Caja de Crédito Agrario y de la
Electrificadora de Córdoba. Los ataques parecieron calculadas acciones
contra oficinas gubernamentales o familias ligadas al poder (El Tiempo,
agosto 22, 1974, citado por Romero, 2003)8.
La respuesta del gobierno regional se limitó a la adopción de medidas
“especiales” enderezadas a restablecer el orden público, para lo cual se
expidió una serie de decretos que suprimían no solo los derechos civiles
sino también los espacios para la organización y la asociación, en vista de
que el movimiento había perturbado el orden público en varias ciudades
del departamento (Montería, Cereté y Sahagún). Se prohibió toda ma-
nifestación que no tuviera el permiso de la Gobernación y toda reunión
de más de tres personas, y la autoridad pública, en particular las Fuerzas
Armadas, quedó a cargo del cumplimiento de las anteriores disposiciones
(Archivo Departamental de Córdoba, Decreto de Gobierno No. 000773,
marzo-abril, 1974).
Con la nueva legislación expedida por el nivel central no solo terminó
de asestarse un golpe a las reivindicaciones campesinas sino que también
el trato, tanto del gobierno como de los propietarios, se hizo más severo
y contundente. En el curso de estos años las invasiones de tierras y la
movilización social pasaron a ser vistas como acciones que perturbaban
el orden público. Las herramientas para contenerlas cambiaron del diá-
logo a la represión directa, que no solo terminó por desconocer una serie
de inconformidades e insatisfacciones sino que buscó además aplacarlas,
pues ellas no encajaban en el modelo de desarrollo propuesto por las eli-
tes políticas colombianas (para apreciar tales efectos basta con volver a
las Tablas 2 y 3 de este trabajo, que muestra la disminución de la toma de
tierras a partir del año de1974. Siendo así, quedaba el terreno allanado,
no solo para el ejercicio de la fuerza estatal dirigida a frenar la radicali-

8 El subrayado es del autor.

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148 Andrés Felipe Aponte G.

zación campesina, sino además para encarar las distintas demandas de


privatización de la justicia cuando la institucionalidad local, regional o
central careciera de la capacidad para dirimir las distintas problemáticas
y tensiones presentes en una colectividad cualquiera.
Como si las anteriores medidas se hubieran quedado cortas, el Estado
y los propietarios empezaron a endurecer todavía más sus actitudes frente
a las invasiones de tierras. En 1976, por ejemplo, en Arboletes resultaron
tres campesinos muertos, un herido y un detenido cuando fueron recha-
zados por los empleados de una finca (El Tiempo, enero 28, 1976). Este
tipo de resistencia buscaba dejar en claro de una vez por todas que las
vías de hecho no eran un mecanismo para que el campesinado reclamara
la tierra. Zamosc señala que “las bandas armadas de los terratenientes,
como las fuerzas de seguridad del Estado, desplegaron una dureza extre-
ma, con la clara intención de imponer escarmientos ejemplares que, de
una vez por todas, convencieran a los campesinos de que la alternativa
de la acción directa estaba definitivamente clausurada” (Zamosc, 1987).
El periodo se cierra con el gobierno de Turbay Ayala (1978-1982), que
estuvo precedido por el Paro Cívico Nacional de septiembre de 1977. En
los años inmediatamente siguientes este hecho tuvo fuertes implicaciones
para el conflicto armado y la protesta social; la importancia de ellas radi-
ca, fuera de las concesiones que lograron algunos sectores de la sociedad,
en las lecturas que se hicieron de ese suceso. Por un lado, el Estableci-
miento asumió que había sido un ensayo general de derrumbamiento del
sistema. Es decir, que las multitudes urbanas podían ser convocadas a una
revolución y que, por lo tanto, había que adoptar una política preventiva
de represión. Por otro lado, tanto la izquierda como los grupos insur-
gentes creyeron que estaban a las puertas de un proceso revolucionario
(Medina, 1984; León, 2013).
En este orden de ideas, el gobierno de Turbay emprendió una ofensi-
va sistemática contra de los grupos armados de izquierda, cuya mayor
expresión fue lo que se denominó como la “guerra del Caquetá” contra
las Farc y el M-19, cuyos actos publicitarios habían dejado mal parado
al gobierno. Esta iniciativa se sintetizo en el Estatuto de Seguridad, con
el cual el aparato represivo estatal enfiló contra los grupos de izquierda y
sus colaboradores para preservar el orden público, con el corolario de una
mayor estigmatización de la movilización social en el país. No en vano,
para esos años se hace evidente un descenso de la movilización social,
tanto a escala nacional como regional (Tabla 4). El entonces ministro de
Defensa, Luis Carlos Camacho Leyva, recordaba a la ciudadanía que la

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Armar la Hacienda: territorio, poder y conflicto en Córdoba, 1958-2012 149

defensa nacional interna no era una obligación del gobierno y específica-


mente de los militares, sino que ella requería el concurso y la disposición
de todos los ciudadanos (El Espectador, septiembre 3, 1978. Citado por
Gutiérrez y Barón, 2006).
En esa dirección, ya podemos tener idea de la línea de desarrollo que
tuvo el campo colombiano, sumergido en la producción agroindustrial
basada en la ocupación de enormes extensiones rurales. El tráfico de nar-
cóticos en auge contribuyó a modificar asimismo el escenario al hacerse al
dominio de nuevas tierras como medio, no solo de depurar sus ganancias
y adquirir mayor reconocimiento económico y social, sino también de
adelantar sus actividades ilícitas en laboratorios, rutas terrestres y pistas
de aterrizaje. Así se puso en marcha un nuevo proceso de concentración
de la tierra, pues los narcotraficantes no solo expulsaron a la población
campesina sino que asimismo aprovecharon la coyuntura de expansión
guerrillera para hacerse a las viejas haciendas abandonadas por la cre-
ciente arremetida insurgente.
Esta inserción de los narcotraficantes en los negocios del campo
coincidía con la decisión de los grupos guerrilleros, entre ellos el ELN
y las Farc, de emprender un proceso de expansión a nuevos territorios,
más integrados a la economía y la vida política de la nación, y a escena-
rios de organizaciones sociales más jerarquizadas y a la vez con grandes
desigualdades económicas y sociales. Estas circunstancias contrastaban
con la situación habitual de las zonas de colonización periférica en la
frontera abierta, que los grupos guerrilleros estaban acostumbrados a
manejar para extraer recursos materiales y humanos en desarrollo de
los planes trazados por sus aparatos de dirección. Las nuevas regiones
se ubicaban en el Urabá antioqueño, Magdalena Medio, Norte de San-
tander, Valle del Cauca y Córdoba, entre otros lugares; para nuestro
caso, hay que destacar que las Farc reforzaron su presencia en el Urabá
antioqueño y el Alto Sinú y San Jorge, con el empeño, tanto de disputar
la hegemonía militar del EPL como de ganar el control político de los
trabajadores bananeros.
Por su parte, el EPL aumentó la presión sobre sus áreas de influencia y
buscó emular con los dos grupos guerrilleros más importantes, así fuera
perceptible el cambio del escenario. La reacción de los nuevos propieta-
rios frente a la extorsión guerrillera consistió en recurrir al empleo exi-
toso del modelo de autodefensa implementado en Puerto Boyacá y que
se centraba en el grupo Muerte a Secuestradores (MAS), supuestamente
creado para combatir el secuestro. El resultado de esta reacción provocó

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150 Andrés Felipe Aponte G.

la transformación, tanto cualitativa como cuantitativa, de las tensiones y


conflictos en el seno de la sociedad cordobesa.
Desde entonces, todo tipo de expresión reivindicativa fue truncado y
cualquier demostración colectiva fue tildada de subversiva y asociada con
la izquierda alzada en armas. En los años ochenta, muchas de las gran-
des fincas que podrían ser afectadas por la reforma agraria empezaron a
tener protección armada y los campesinos sin tierra temían las represa-
lias si solicitaban la tierra al Estado (Entrevista con Carlos Ossa, citada
por Reyes, 2007). Frente a este panorama no es aventurado afirmar que
se puso fin a una lucha de más de sesenta años, porque tanto Pastrana
como López Michelsen se encargaron de promover una serie de medidas
que truncaron y contuvieron la movilización campesina. Como sostiene
Reyes (2007), el movimiento campesino fue derrotado por el gobierno
conservador de Pastrana Borrero mientras que la reforma agraria fue se-
pultada por el gobierno liberal de López Michelsen.

La implantación del modelo Puerto Boyacá: de las autodefensas al


paramilitarismo (1983-1997)
Los sucesos poco favorables para el campesinado cordobés ocurridos du-
rante los decenios de 1960 y 1970 empeoraron todavía más en los años
ochenta y noventa con el arribo de los “nuevos propietarios”, entre esos
la familia Castaño, en cabeza del hermano mayor, Fidel, quienes intro-
dujeron una serie de transformaciones en la problemática social de aquel
momento. Estos personajes, así como otros reconocidos narcotraficantes,
llegaron motivados por el bajo precio y la gran fertilidad de las tierras
cordobesas, muchas de ellas abandonadas como resultado del ejercicio
sistemático de extorsiones y secuestros por parte de los grupos guerrille-
ros. La familia Castaño hacía parte de aquellas personas que viajaron a
Córdoba para aprovechar la oportunidad de que “los ganaderos estaban
vendiendo sus fincas en una de las mejores tierras del país, han aterrori-
zado al departamento y ocupado zonas enteras, antes propiedad de gana-
deros tradicionales” (Semana. El drama cordobés. 27 de febrero, 1989).
Además de una oportunidad para depurar sus ganancias, detrás de su
posesión aparecían también otros factores. Históricamente, en Colombia
el hecho de ser un hacendado o un latifundista no es solo sinónimo de
poder económico sino también de ascendencia política, social y cultural
(Guillén, 2008). El nuevo control territorial de los grandes propietarios
les facilitaba la prosecución de sus actividades ilegales, pues la ubicación

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Armar la Hacienda: territorio, poder y conflicto en Córdoba, 1958-2012 151

geográfica del departamento y el bajo control estatal permitían el esta-


blecimiento de rutas y pistas de aterrizaje para la salida de la droga y el
ingreso de armas. No sobra recordar que desde tiempos coloniales las
costas de los golfos de Urabá y Morrosquillo se han caracterizado por la
falta de regulación estatal. Estos dos componentes hacían de ese territorio
un lugar idóneo para asentarse.
Sin embargo, los nuevos propietarios, al igual que innumerables ga-
naderos de la región, tuvieron que hacer frente a una acción subversiva
ahora reforzada. Mientras el EPL, hacia el año de 1981, había recobrado
su fuerza y tenía por objetivo su consolidación en el territorio nacional
basada en utilizar a Córdoba como plataforma de lanzamiento, las Farc
arribaron a la región bajo las nuevas directrices trazadas por su séptima
Conferencia nacional. De hecho, la tendencia a la extracción de recur-
sos puede apreciarse cuando se consultan los incipientes datos existentes
sobre secuestro, los cuales, en esa década, fueron atribuidos en su gran
mayoría a las guerrillas (Tabla 4).
Como respuesta a esa situación, los narcotraficantes importaron e im-
plementaron el exitoso modelo de autodefensas de Puerto Boyacá, que no
solo había permitido declarar a dicho municipio como el primero libre de
comunismo en Colombia sino también había logrado establecer un con-
socialismo regional antisubversivo, que partía de la alianza entre narco-
traficantes, jefes políticos regionales y locales, comerciantes, ganaderos y
militares (Gutiérrez, 2007; Gutiérrez y Barón, 2006; Medina, 1990). De esta
forma, y gracias a sus contactos con el Cartel de Medellín, los hermanos
Castaño consiguieron implantar un proyecto no solo militar sino también
político, económico y social. Es decir, la estrategia no se redujo solo a conte-
ner la amenaza insurgente sino que poco a poco fue configurando una idea
de región y de desarrollo rural anclado en la gran propiedad y basado en la
hacienda ganadera y en algunos cultivos agroindustriales (algodón, sorgo y
arroz). Asimismo, se buscó frenar cualquier avance de la izquierda legal en
las contiendas electorales y mantener a raya a una población disciplinada,
que no solo dejara de cuestionar el modelo de desarrollo sino que también
abdicara de su reivindicación por la tenencia de la tierra y cortara sus lazos
con los grupos armados insurgentes.
Años más tarde, uno de sus promotores, en referencia a los primeros
años de lucha y organización de las autodefensas, describió de forma clara
y concisa la lógica de la violencia que los paramilitares desplegaron en sus
primeros años de lucha: a la guerrilla había que hacerle frente y combatir-
la con sus mismos métodos irregulares (Aranguren, 2001).

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152 Andrés Felipe Aponte G.

Tabla 4.
Secuestros y asesinatos de ganaderos, 1980-1990

Año Municipio Víctima Sector Modalidad Responsable


José Iván Velásquez Secuestro y
1981 Córdoba Ganadero FARC
González extorsión
1985 Plante Rica Manuel Otero Sánchez Ganadero Homicidio FARC
Puerto Luis Alberto Bedoya
1986 Ganadero Homicidio EPL
Libertador Londoño
Ezequiel Enrique Llanos Secuestro y
1987 Ayapel Ganadero ELN
Arrieta extorsión
Carlos Mario Vélez
1987 Montelíbano Ganadero Secuestro EPL
Betancourt
Julio Cesar Barreto Secuestro y
1988 Ayapel Ganadero EPL
Pinzón extorsión
Andrés Manuel Montes
1988 Pueblo Nuevo Ganadero Homicidio EPL
Tamara
Rafael Francisco
1989 Buenavista Ganadero Homicidio EPL
Méndez Riquelme
1989 Montería Gustavo Flórez Sánchez Ganadero Homicidio FARC
Miguel Mariano Vergara
1989 Sahagún Ganadero Secuestro EPL
Betín
Secuestro y
1990 Ayapel Nemesio Nader Nader Ganadero FARC
extorsión
1990 Montelíbano Arturo Eusse Fernández Ganadero Homicidio Sin Información
1990 Plante Rica Francisco Ruiz Vergara Ganadero Homicidio Paramilitares
Manuel Esteban Montes Delincuencia
1990 Sahagún Ganadero Homicidio
Vidal Com.

Fuente: Fedegan. Elaboración propia.

El éxito de este modelo de privatización de la justicia se debió a que


en esta coyuntura confluyeron los intereses y los cálculos estratégicos de
tres grupos regionales. El primero, integrado por los propietarios tradi-
cionales, quienes ya habían encarado las movilizaciones campesinas por
medio de las armas y ahora eran objeto de una sistemática extracción de
recursos por parte de los grupos armados de izquierda; un segundo gru-
po, compuesto por los nuevos propietarios, buscaba asegurar el territorio,
no solo para evitar ser objeto de secuestros y extorsiones sino también
para garantizar sus actividades económicas; y una tercera formación, in-
tegrada por miembros de la fuerza pública, quienes vieron en este modelo
una estrategia útil para derrotar a la insurgencia con sus mismos métodos
y por fuera de los marcos legales. Estos últimos hacían parte de grupos
radicalizados constituidos por miembros retirados y activos de las fuerzas
de seguridad del Estado, que habían sido entrenados en el recurso a las

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Armar la Hacienda: territorio, poder y conflicto en Córdoba, 1958-2012 153

formas de violencia e ideologizados a la luz del enfrentamiento interna-


cional de la Guerra Fría, y encontraron en esas estructuras la oportunidad
de aplicar la guerra sucia como forma de combatir con éxito a la insur-
gencia (Romero, 2003).
Es decir, en Córdoba las autodefensas fueron resultado de la articula-
ción y convergencia de distintos intereses económicos, sociales y milita-
res encaminados a enfrentar una amenaza que no solo estaba enmarcada
en la movilización campesina sino también en la insurgencia armada.
Como hemos visto atrás, desde la década anterior se fue configurando
toda una retórica emitida por los círculos de poder, tanto del nivel central
como del local, en la cual los campesinos, la protesta social y los grupos
de izquierda alzados en armas quedaron encuadrados en una misma ima-
gen: la amenaza comunista.
Para esos años, el gobierno central (Belisario Betancur, 1982-1986)
emprendió los diálogos de paz con las Farc en la población de Uribe, que
terminaron por pactar un cese al fuego y la amnistía de cerca de 500 gue-
rrilleros. Dicha decisión no fue vista con buenos ojos en varias regiones
del territorio nacional, y tal fue el caso del Magdalena Medio, donde la
Asociación Campesina de Ganaderos y Agricultores del Magdalena Me-
dio (Acdegam) sentó su oposición a los diálogos de paz. Igual malestar
despertaron en Córdoba, donde el parecer de los notables regionales se
expresó en el sentido de que tales acuerdos no consideraban los costos
que la población había tenido que afrontar durante los últimos años por
cuenta de la acción insurgente. Incluso dentro del mismo gobierno se hi-
cieron sentir las voces disidentes frente a la propuesta, pues fue percibida
como una verdadera derrota política del establecimiento, que, además, le
había asestado un golpe moral a la fuerza pública (Romero, 2003).
Dichas inconformidades revelaban no solamente una falta de coor-
dinación y subordinación de la rama militar al poder ejecutivo, ya que el
desacuerdo frente a la política de paz fue expresado públicamente por el
ministro de Defensa de ese entonces, el general Miguel Vega Uribe, sino
también la capacidad de veto y oposición de las elites regionales y locales,
y de los mismos gremios económicos, a una política de paz del Estado,
como fue el caso de los ganaderos, quienes exteriorizaron su rechazo a los
acercamientos entre el gobierno y la subversión.
Entre los argumentos esgrimidos contra el proceso de paz estaba el
criterio de que la ausencia del Estado, así como las políticas de paz, ha-
bían permitido el avance de la guerrilla. En palabras de un reconocido

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154 Andrés Felipe Aponte G.

ganadero de la región, lo que había existido siempre en Córdoba era la


ausencia del Estado, que podía comprobarse en el hecho de que el creci-
miento de la guerrilla había ocurrido bajo “el gobierno de Belisario, que
se hace un poco, yo diría, el Shakira: sorda, ciega, muda. Tuvo unas di-
rectrices confusas, que no daban las posibilidades de acción, que eran
tolerantes para ir actuando en torno al crecimiento de la guerrilla” (En-
trevista a Arturo Vega, 2009). La impresión que una amplia mayoría de
la opinión pública tuvo de los diálogos de Betancur en la Uribe, era la de
que los grupos armados de izquierda se habían burlado de él cuando los
invitó a dejar las armas para hacer política, porque “Betancur era un ro-
mántico, un tonto, y fue un gobierno terriblemente funesto por su debili-
dad total. Las antiguas administraciones, las de López y compañía, fueron
administraciones sumamente tolerantes, tolerantes con todo” (Entrevista
a Álvaro, julio 26, 2008).
De esa manera, para los grupos opositores un cese de hostilidades no
era suficiente mientras no cesaran los secuestros y las extorsiones, por lo
cual estimaban que estas medidas de paz eran una oportunidad para que
los grupos alzados en armas expandieran su presencia e influencia, no
solo en Córdoba sino también a lo largo y ancho del territorio nacional.
Esta percepción quedó plasmada en la opinión de un cronista cordobés,
quien afirmó que con el gobierno de Betancur muchos guerrilleros apro-
vecharon la ocasión para obtener salvoconductos y transitar por todo el
territorio nacional para exponer, aparentemente, sus ideas de paz; pero
la realidad habría otra: esos tales encuentros solo sirvieron para que las
guerrillas “censaran a sus futuras víctimas y oficializaran la extorsión, el
boleteo y el secuestro” (Sánchez, 2004).
Ese era el panorama en la segunda mitad de los años ochenta. El
territorio cordobés ya contaba con las primeras estructuras paramili-
tares, precedidas por los hermanos Castaño y respaldadas por algunos
propietarios rurales. En un inicio, este grupo fue conocido como ‘Los
Tangueros’, ‘Los magníficos’ o ‘Los Mochacabezas’, y estaba integrado
por personas entrenadas en campamentos instalados en el Magdalena
Medio (Semana. El dossier paramilitar. Junio 12, 1989). Inicialmente,
estos grupos tenían por misión solamente la vigilancia de la finca de los
Castaño, pero, en vista de los buenos resultados, los ganaderos no solo
empezaron a llevar consigo un escolta con su escopeta al hombro cuan-
do visitaban su finca sino que también se acercaron más a ellos para
conocer de más cerca cómo operaba todo (Entrevista a ‘Carlos’, agosto
29, 2013).

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Armar la Hacienda: territorio, poder y conflicto en Córdoba, 1958-2012 155

Esta convergencia es bien expuesta por Sánchez (2004), quien sostiene


que para esos años los ganaderos, comerciantes, bananeros y campesinos
empezaron a confiar su seguridad a grupos armados particulares. ‘Los Ru-
rales’, por ejemplo, era un grupo de personas de la región que realizaba
rondas nocturnas, patrullaba a caballo las fincas y enfrentaba a guerrilleros,
cuatreros y maleantes. “Fue la época en la que se entremezcló la autode-
fensa tradicional con la nueva organización de hombres armados que se
hacían llamar ‘Los Tangueros’, los cuales salían por las noches a realizar
incursiones a los campamentos de la subversión […] ‘Los Tangueros’ esta-
ban al mando del enemigo más temido de la guerrilla: Fidel Castaño” (ib.).
Para ese entonces el umbral de tolerancia frente a la extorsión guerri-
llera era cada vez menor entre los grandes propietarios (Tabla 4), porque
ya no solo les exigían una cuota de dinero cada vez que se extraía ganado
sino que también se les pedía ropa, víveres, botas, etc., y, si el propietario
se negaba, los guerrilleros atentaban contra sus bienes o lo secuestraban.
Un entrevistado comentó que en esos años lo que había “era mucha sin-
vergüencería: esos hijueputas entraban hasta la casa de uno y se sentaban
en la sala a venirle a cobrar plata. También recuerdo las largas filas que
tocaba hacer en la Universidad de Córdoba para pagar la vacuna, porque,
si no, le mataban el ganado a uno, le volaban la fincas y dañaban todas las
cercas” (Entrevista a ‘Facundo’, julio 26, 2009).
La anterior versión fue ampliada por otro ganadero de la región, quien
afirmó que
“La extorsión era terrible, andaba la guerrilla por todas partes extor-
sionando a los ganaderos y aún aquí adentro de Montería y no había
autoridad que la detuviera, no había con quién quejarse, no había au-
toridades. Y los alcaldes y gobernadores eran absolutamente indife-
rentes frente a la suerte de la gente, cuando yo recurrí a los Castaño,
aclaro que no había nada más que hacer en Córdoba, no había absolu-
tamente nada que hacer. Hubo que recurrir a ellos y ellos se apersona-
ron de la región, de hecho usted tuvo que haber oído, se apersonaron
ellos e hicieron lo que no estaba haciendo la justicia, ni la Policía y el
Ejército” (Entrevista a Álvaro, julio 26, 2008).

Estaban dadas, pues, todas las condiciones para que se adoptara el mo-
delo de autodefensa de los hermanos Castaño. Sin embargo, queda en evi-
dencia, como se ha expuesto en el texto, que esto no habría sido posible sin
la trayectoria que ha recorrido el Departamento en relación con su proceso

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156 Andrés Felipe Aponte G.

de configuración regional y a las problemáticas que se han derivado de él.


Como sucede en el trance de formación del Estado, cuyas instituciones no
se asientan en un espacio vacío sino en un ámbito condicionado por la
redes de poder preexistentes, el modelo de las autodefensas fue percibido
como viable y aceptable por los poderes regionales gracias a la experiencia
previa de este segmento de la sociedad, el cual, años atrás, había tenido que
contener la movilización campesina contra el régimen hacendatario.
Sin embargo, a diferencia de años atrás, el nuevo enemigo no solo sin-
tetizaba las anteriores amenazas sino que expresaba también nuevas, a
causa de sus lógicas de actuación, con el agravante de que, si prescindía
de ellas, el terrateniente no podría salvaguardar su propiedad. Además,
en todo este proceso la presencia diferenciada del Estado desempeñó un
rol importante: por un lado, continuó el clamor por una mayor autori-
dad coercitiva del Estado, pero, simultáneamente, se prescindía de ese
recurso, pues la oferta de una seguridad privada le permitía extinguir el
problema de raíz, sin ceñirse a los marcos constitucionales.
Con esto se pretende evidenciar que el paramilitarismo de Córdoba es
resultado de procesos históricos concretos, que no son parte de un plan
premeditado de unos sujetos o de un grupo de personas, sino que obe-
dece a una trayectoria singular que, en desarrollo de distintos procesos y
coyunturas, desembocó en ese fenómeno. En ese sentido, los hermanos
Castaño difícilmente habrían podido implantar este modelo en otras re-
giones del territorio colombiano, donde no estaban dadas las condiciones
requeridas que encontraron en Córdoba.
Ahora bien, en el curso de la segunda mitad de los años ochenta, bajo
el gobierno de Virgilio Barco (1986-1990), la actividad de las autodefen-
sas comenzó a ser más visible, no solo en el nivel regional sino también en
el nacional, como resultado de la confluencia de varios factores que pola-
rizaron todavía más la vida política nacional: la organización de grupos
contrainsurgentes en varias zonas del país (Córdoba, Magdalena Medio,
Sur del Cesar, etc.), la violencia sistemática contra miembros y simpati-
zantes de la Unión Patriótica (UP), el hostigamiento guerrillero, que al-
canzó puntos críticos, y, finalmente, las divisiones internas que operaban
en el gobierno central. En un lado aparecían el ministro de Justicia, José
Manuel Arias Cabrales, sectores políticos y otros miembros del gabinete,
quienes defendían el derecho a la defensa armada (El Tiempo, julio 29,
1987. Citado por Romero, 2003), y en el otro, los sectores más interesados
en la guerra contra el narcoterrorismo y que buscaban dar continuidad a
las políticas de paz con los grupos del M-19, el EPL, el Quintín Lame, etc.

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Armar la Hacienda: territorio, poder y conflicto en Córdoba, 1958-2012 157

Tabla 5.
Miembros muertos y desaparecidos de la UP en Córdoba.

Año Municipio Nombre Modalidad Responsable


1985 Puerto Libertador Roberto Miller Desaparición Ejército Nacional
Feliz Natanael Sáenz
1987 Ciénaga de Oro Asesinato Paramilitares
Bedoya
Felipe Rafael Sáenz
1987 Ciénaga de Oro Asesinato Paramilitares
Bedoya
1987 Tierralta Ebulio Díaz Gómez Asesinato Paramilitares
1987 Tierralta Oscar Moreno Díaz Asesinato Paramilitares
1988 Montería Rosa Lesmos Desaparición Paramilitares
1988 Montería Luis Lesmos Desaparición Paramilitares
1988 Montería Zoraida Montoya Desaparición Paramilitares
1988 Pueblo Nuevo Gerardo Castaño Asesinato Paramilitares
1988 Montería Alfonso Cujavante Asesinato Paramilitares
1988 Sahagún Arturo Jaramillo Asesinato Paramilitares
1988 San Carlos Marlene Caraballo Asesinato Paramilitares
1988 Valencia Lacides Tafur Bohórquez Asesinato Paramilitares
1988 Montería Rafael Duque Pérez Asesinato Paramilitares
1988 Montería Orlando Manuel Colon Asesinato Paramilitares
1988 Planeta Rica Oswaldo Regino Pérez Asesinato Paramilitares
1988 Montería Lino Andrés González Asesinato Paramilitares
1989 Montería Francisco Dumar Maestra Asesinato Paramilitares
1989 Cerete Edison Pacheco Asesinato Paramilitares
1989 Montería Gustavo Guerra Coria Asesinato Paramilitares
1989 Puerto Libertador Rafael Díaz Tirado Asesinato Paramilitares
1989 Montería Boris Zapata Meza Asesinato Paramilitares
1990 Momil Eugenio Rodríguez Asesinato Paramilitares
1990 Momil Luis Lyons Asesinato Paramilitares
1990 Apartado Antonio Farías Prado Desaparición Paramilitares
Alejandra Camargo
1996 Montería Asesinato Paramilitares
Cabrales

Fuente: Romero (2001), Elaboración propia.

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158 Andrés Felipe Aponte G.

En este contexto, y aprovechando las divisiones en el nivel central del


gobierno, la lucha contrainsurgente siguió implementando cada vez más
nuevas herramientas en procura de “quitarle el agua al pez” y proceder
con las “mismas estrategias de la insurgencia”, en una práctica que se ha
denominado como guerra sucia. De esta forma se llevó a cabo en el de-
partamento una campaña violenta contra las organizaciones sociales que
eran consideradas como una extensión del proyecto revolucionario, bajo
el pretexto de restar apoyo y erosionar la base social y política de la gue-
rrilla. Al amparo de tales estimaciones fueron asesinados miembros de
la Organización Indígena de Colombia (OIC), la Asociación de Maestros
de Córdoba (Ademacor) y la Federación Sindical de Trabajadores de Cór-
doba (Festracor), y asimismo de militantes de organizaciones políticas
como la Unión Patriótica (UP), el Frente Popular y el movimiento políti-
co A Luchar. Se calcula que en los dos últimos años de la década (1989-
1990) se perpetraron en Córdoba cerca de doscientos asesinatos políticos
y un poco menos de cuatrocientos presumiblemente políticos (Romero,
2003). En la tabla que muestra los asesinatos de personas pertenecientes a
la UP se puede observar el evidente descenso de la movilización social en
la región, sobre todo la relacionada con motivos de tenencia de la tierra,
la cual, si bien tuvo un resurgimiento a mediados de los años ochenta, se
concentró en el área metropolitana y estuvo más ligada a problemáticas
urbanas que eran producto de la creciente expulsión del campesinado
hacia otras áreas (Tablas 6 y 7).
Igual o peor suerte corrió el espacio rural cordobés, donde empezó la
ejecución sistemática de masacres, desplazamientos y asesinatos selecti-
vos, dirigidos no solo a cortar los lazos de la población con la insurgen-
cia armada sino también a implantar una estrategia de control territorial.
Dentro de esa ofensiva paramilitar pueden resaltarse las masacres de La
Mejor Esquina y El Tomate (Córdoba), La Negra y Honduras (Urabá an-
tioqueño) y Segovia (Antioquia), las cuales parecen estar interrelaciona-
das bajo la misma lógica ( “Pura sangre”, Semana, mayo 16, 1988).
En los hechos de La Mejor Esquina (Córdoba), en jurisdicción del mu-
nicipio de Buenavista, asentado sobre el Alto San Jorge, los indicios e hipó-
tesis señalan que este suceso, en la cual murieron alrededor de 36 campesi-
nos, fue una retaliación de los paramilitares contra la población de la zona,
ya que ese lugar era considerado la “oficina del EPL”. Sin embargo, el suceso
presenta aristas que tornan más complejo el contexto en el que ocurrió.
Se puede considerar entonces que estos acontecimientos fueron resul-
tado de procesos más amplios, ligados al conflicto entre terratenientes y

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Armar la Hacienda: territorio, poder y conflicto en Córdoba, 1958-2012 159

Tabla 6
Total de luchas Sociales en Córdoba 1983-1997.

Año Total
1983 28
1984 17
1985 52
1986 25
1987 26
1988 18
1989 26
1990 24
1991 7
1992 6
1993 4
1994 10
1995 1
1996 7
1997 20

Fuente SIG, CINEP. Elaboración Propia.

Tabla 7
Principales motivos de lucha social en Córdoba, 1983-1997.

Motivos-Lucha 1983 1984 1985 1986 1987 1988 1989 1990 1991 1992 1993 1994 1995 1996 1997

Predios
10 32 14 8 7 9 20 9 2 2          
rurales
Retención
5 4 6 3   4 6 13 6 3 2 3 2 3 5
Salarial
Derecho
a la vida,
3     5 2 6 3 3 2   2 1 1   3
integridad y
libertad
Energía       3 5 1       1 1 1      

Agua 2 1 1 5 3 6 1 1   1   1      

Vías 1   1 3 5 1   1 1         1 2
Total
40 52 52 45 52 40 41 40 23 17 14 18 8 18 26
General

Fuente SIG, CINEP. Elaboración Propia.

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160 Andrés Felipe Aponte G.

campesinos que se estaba viviendo en esta zona desde los años setenta,
y expresado en invasiones campesinas de grandes propiedades y en la
reacción violenta de sus dueños para defender sus posesiones mediante
desalojos violentos, muchas veces con la colaboración de la fuerza públi-
ca. Este contexto se fue complicando todavía más, a medida que operó
una mayor presión guerrillera y el arribo a las fincas de los nuevos pro-
pietarios, ahora vinculados al narcotráfico. El panorama resultante era el
siguiente: por un lado, estaban los ganaderos, algunos de cuyos vecinos
eran ahora narcotraficantes afiliados al Cartel de Medellín, además del
hondureño Matta Ballesteros; por otro lado, los campesinos tenían como
visitantes asiduos a la guerrilla, que había logrado reclutar a algunos de
ellos, quienes le proporcionaban información y bienes a cambio de su
apoyo en los procesos organizativos.
Antes de de producirse el ingreso de los capos, cuando la presencia
guerrillera era poco cuestionada, la extracción de recursos (boleteo, ‘va-
cunas’, extorsión o secuestro) se negociaba de forma individual y los con-
venios solo afectaban al respectivo propietario, pero la aparición de estos
nuevos propietarios modificó las reglas del juego: de pagar vacunas se
pasó a resolver el problema a punta de bala. Ahora los narcos comenza-
ron a impulsar la creación de grupos de autodefensas muy diferenciados:
uno de ellos estaba anclado en el modelo de Puerto Boyacá, financiado no
solo por narcos sino también por los ganaderos “de bien” de la región, y
otro era agrarista, partidario de las invasiones y apoyado por la insurgen-
cia, sobre todo la del EPL (“Masacre”. Semana, mayo 9, 1988).
Este escenario permite entender de mejor forma los detonantes de
las matanzas. Por ejemplo, en los casos de las de El Tomate y La Mejor
Esquina, todo parece indicar que sus motivaciones estuvieron relaciona-
das no solo con una retaliación de los poderes locales y los paramilitares
en contra de la población, sino también por otros motivos subyacentes,
como la posesión de la tierra y el control territorial. El caso de El Tomate
fue interpretado como una respuesta al asalto de Saiza, donde el EPL y
las Farc habían asesinado a once militares y secuestrado a veintiuno más,
actos que provocaron que el poblado fuera prácticamente borrado del
mapa y que el ataque dejara más de 16 campesinos muertos (“El Tomate:
pueblo borrado del mapa”. Semana, octubre 3, 1988). Entre los autores in-
telectuales del hecho se ha señalado al dirigente liberal Jesús María López,
reconocido por representar a una familia política tradicional de la región.
Por otra parte, estas acciones revelaban dos elementos importantes.
Los hechos fueron ejecutados por hombres sometidos a un adiestramien-

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Armar la Hacienda: territorio, poder y conflicto en Córdoba, 1958-2012 161

to en tácticas contrainsurgentes (a cargo del aventurero internacional Yair


Klein y otros mercenarios ingleses), pues en ese año venía cundiendo el
rumor de que en la finca Las Tangas, de propiedad de la casa Castaño,
tenía lugar no solo el entrenamiento de personas que “iban a hacer el
mandado” sino que el lugar también era escenario de torturas e interro-
gatorios a los colaboradores de la guerrilla.
En segundo lugar, el ostensible ascenso de la familia Castaño, así como
la creciente cooperación que recibía de los ganaderos de Córdoba, eran
una realidad. Fidel Castaño le hizo frente a una amenaza común y sus
métodos de lucha estaban mostrando resultados a medida que los gru-
pos guerrilleros comenzaban a replegarse. Eso hizo que lograra ganarse
el reconocimiento del gremio ganadero, a tal punto que, en muchas oca-
siones, llamó a los familiares de los secuestrados para brindarles ayuda
moral, económica e incluso militar. No en vano, para esos años era deno-
minado como el ‘Bolívar del Sinú’; proyectaba una imagen de justiciero
y aguerrido combatiente y de ahí surgió su alias de ‘Rambo’. Lo rodearon
de una aureola mística que llevó a los hacendados de la región a estimarlo
como el mejor candidato para encabezar y coordinar las actividades de
autodefensa (Semana, “Masacre”, mayo 9, 1988).
No obstante, esta colaboración también se hizo por medios coercitivos,
pues a las personas que se negaban a colaborar se les reconvenía de manera
directa o mediante rumores. Era claro que nadie podía negarse a seguir el
modelo contrainsurgente: “Cuando hacían las reuniones en el Batallón, el
Junín, recuerdo yo, Castaño hablaba de que se necesitaba la colaboración
de todos. Que no se podía dar el brazo a torcer. Y que donde supieran que
alguno le diera algo a la guerrilla, plata, uniformes, comida, lo que fuera, lo
mataban. Que se llevaban por delante al que fuera, que en esto no valía ni
apellidos ni nombre” (Entrevista a ‘Carlos’, agosto 29, 2013).
El retroceso de la guerrilla en esos años no solo quedó evidenciado
en una presencia y un control territorial disminuidos sino también en la
erosión de sus bases sociales y logísticas. Las tácticas contrainsurgentes
empleadas se mostraban a tal punto efectivas, que algunos guerrilleros
empezaron a ejercer violencia en contra de la población civil. Frente a este
panorama, un ganadero afirmó que el campo comenzaba a recuperarse,
que ya podían volver a sus fincas y que tenían seguridad a cambio de
cotizar semestralmente dos mil pesos por hectárea (Entrevista a ‘Carlos’,
agosto 29, 2013). No pocas veces las Autodefensas recibían mucho más
por conducto de las contribuciones voluntarias del gremio. Asimismo,
la campaña violenta empezó a cambiar las posturas de los campesinos

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162 Andrés Felipe Aponte G.

frente a la insurgencia, pues las directrices de cero colaboración con ella


dadas a los ganaderos se extendieron a los habitantes rurales. Nada de co-
mida, nada de ayuda en materia de transporte, información, etc. Es decir,
estaban logrando quitarle el agua al pez.
De esa manera, la violencia de los grupos guerrilleros empezó a diri-
girse ahora contra los campesinos –sus supuestas bases de apoyo–, cuan-
do empezaron a negarse a colaborar con ella, según relataba un propieta-
rio habitante de la zona:
“A finales de los noventa los guerrillos no tenían apoyo de nada. Por el
camino nadie les daba agua, ni les ofrecía comida, ni un caballo para
moverse. Me contaron que una vez llegó un comandante a una finquita
y que pidió una mula para moverse, pero el campesino le dijo que no
podía dársela porque se la cobraban a él. En respuesta el guerrillero le
dijo: ‘¿Ah, sí? Y en su desesperación, el guerrillero le dijo: ‘Pues si no nos
ayuda lo matamos a usted también’, y así fue. Ahí ellos perdieron todo”
(Entrevista a ‘Carlos’, agosto de 2013).

No obstante, pese a los avances de la lucha contrainsurgente, los gana-


deros de la región seguían reclamando una mayor presencia del Estado
colombiano, que por ese entonces estaba afrontando uno de sus mayores
retos: el narcoterrorismo, en cabeza de Pablo Escobar. Los poderes cor-
dobeses, al igual que en ocasiones anteriores, exponían la difícil situación
por la que estaban pasando, pero así mismo reconocían su apoyo a las
actuales estructuras de autodefensas frente al asedio guerrillero. En carta
enviada por un ganadero se afirmaba que ellos estaban
“dispuestos, señor Presidente, incluso a renunciar a esa legítima de-
fensa colectiva usada en otras regiones con reconocido éxito […] A
mí comenzaron a boletearme desde 1969. Pero en esta época incluso
se podía negociar con la guerrilla y explicarle a esa gente que uno no
tenía la cantidad que exigían. Pero ahora tiene que ser la suma que
ellos pidan o si no matan al administrador, lo matan a uno, o, como
les ha dado por hacer los últimos tiempos, matan las reses y queman
las fincas […] Si el Ejército no puede, le toca a uno” (“El drama cor-
dobés”, Semana, 1989; Carta de ganaderos al Presidente Barco, citada
por Aranguren, 2001).

Este tipo de terratenientes fue el que inspiró el título del presente capí-
tulo: la hacienda armada, que tuvo como su mejor exponente en Córdoba

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Armar la Hacienda: territorio, poder y conflicto en Córdoba, 1958-2012 163

a Salvatore Mancuso9, nombre que infundió terror y admiración en el


Departamento, pues fue una de esas personas que se encargaron de enva-
lentonar a los ganaderos de la región y a demostrar que la privatización de
la justicia y la organización de autodefensas era la herramienta adecuada
para proteger la propiedad de cualquier amenaza. Sobre todo cuando en
sus inicios tuvo que defender las de sus familiares y especialmente la de
su esposa, integrante de la familia Milanés, reconocida por sus extensas
posesiones.
Por otro lado, resulta paradójica la instalación del Batallón No. 11, que
contradice las afirmaciones de los ganaderos, pues en su sede se efectua-
ron reuniones de narcotraficantes y miembros de la fuerza pública para
coordinar operaciones e intercambiar información de inteligencia. “Para
esto se reunían muchísimo. Habían reuniones con mucha frecuencia y
consejos para coordinar la seguridad, recomendaciones de la Brigada. En
fin, fue una actitud que trajo mucho optimismo a los ganaderos de Cór-
doba y nos mantuvo con el ánimo dispuesto a contribuir a combatir su
subversión” (Entrevista a Jose Felix, junio 18, 2008). A ese tipo de formas
de coordinación contrainsurgente se le ha atribuido igualmente asesina-
tos de líderes campesinos; bombardeos de zonas campesinas de Las Pai-
las, La Fría, El Prado, El Diamante; instalación de retenes, hostigamientos
y detenciones de campesinos, maltratos y torturas a la población deteni-
da; destrucción de mejoras y sacrificios de animales, saqueos de tiendas
y casas, persecución y asesinatos de educadores (Medina y Téllez, 1994).
De hecho, la importancia que la fuerza pública tiene para los propieta-
rios de Córdoba parece ser muy grande:
“A pesar de que hubo crímenes y robo de ganado, muchos ganaderos
estamos agradecidos con la presencia de nuestro Ejército […] la dota-
ción del Ejército era muy deficiente, todavía era muy mala para com-
batir el accionar de la insurgencia. Pero lo que más les dio ánimo a los
ganaderos fue el apoyo que les dio el Batallón Junín [...] A las fincas
se iba pero con mucha protección y con mucho cuidado. La presencia
de Junín fue en principios de la década del setenta hasta que se cons-

9 Su vida ya ha sido objeto de estudios que muchas veces se asemejan más a una apología
que a una biografía. No sobra referenciar el trabajo de Glenda Martínez (2004), que
narra cómo se inició en las autodefensas, las reuniones que organizó con líderes locales,
ganaderos y miembros de la fuerza pública, además de sus operaciones al mando de grupos
de autodefensas y las épicas batallas que libró para defender no solo sus haciendas sino
también las de sus conocidos, al igual que los grupos guerrilleros que azotaron la región en
los años ochenta y noventa.

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164 Andrés Felipe Aponte G.

tituyó la Brigada 11; si mi memoria no me falla, fue en el año de 1988


y en ese momento el Ejército prestó una gran seguridad a la región y a
los ganaderos […] habían reuniones con mucha frecuencia y consejos
para coordinar la seguridad, recomendaciones de la Brigada. En fin,
fue una actitud que trajo mucho optimismo a los ganaderos de Cór-
doba y nos mantuvo con el ánimo dispuesto a contribuir, a combatir
su subversión.” (Entrevista a Jose Felix, junio 18, 2008).

En resumidas cuentas, todo lo anterior no solo evidencia sino que


también visibiliza que la alianza entre narcotráfico, ganaderos y militares
ya estaba establecida para finales de la década de los ochenta. En palabras
de un coronel retirado, la forma de operar era la siguiente: “Los combates
contra el EPL se dieron con ayuda de ciertos ganaderos, y las acciones
de la guerrilla, como la muerte del capitán García, tuvieron su respuesta:
masacres, ya que este tipo era primo de Homero Rodríguez, (carcelero
de Escobar) y papá del famoso ‘Zeus’. Las masacres fueron organizadas
por los mandos bajos, es decir, los tenientes, subtenientes y mayores. A
la persona que no estaba de acuerdo la trasladaban, consolidándose una
forma de afrontar la subversión” (Entrevista a Eduardo Murillo, septiem-
bre 2009).
Son varios los elementos y las expresiones del proceso en cuestión que
diferencian a estos años de la etapa anterior, pero también se presentan
ciertas continuidades. Los nuevos grupos de autodefensas siguen operan-
do con la misma lógica –control territorial y defensa de un orden social
regional figurado en la gran posesión–, bajo las directrices de ganaderos
y militares. La puesta en escena de un nuevo actor trajo consigo nuevas
formas de operar y ejercer la violencia, valiéndose de nuevos repertorios
y ampliando el blanco. Empezaron a ejecutarse masacres, desapariciones
y asesinatos selectivos, pero no solo contra los combatientes sino también
contra lo que los políticos llaman las “bases” sociales. El blanco ya no
es individual, sino en masa. Se trata de matar a los supuestos amigos de
la guerrilla (asalariados del campo, invasores de tierras, campesinos sin-
dicalizados, etc.) que suelen andar desarmados y no ofrecen resistencia
(“Pura sangre”, Semana, mayo 16, 1988). Es decir, se asumía el empleo
sistemático de la guerra sucia para que no quedara duda de la imposibili-
dad de recomponer el escenario.
Y si bien los narcotraficantes eran los primeros auspiciadores, los re-
cursos humanos y materiales decisivos provenían de los ganaderos y de

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Armar la Hacienda: territorio, poder y conflicto en Córdoba, 1958-2012 165

miembros de la fuerza pública. Pero, a diferencia de los años venideros,


estas estructuras no pretendían una expansión territorial sino controlar
el territorio amenazado. Además, en contraste con la violencia anterior,
centrada contra la organización campesina, en estos años la violencia se
extendió a otros sectores, que constituían, según la opinión de los terrate-
nientes, los jefes militares y los “antioqueños recién llegados”, una ame-
naza al orden vigente. Por eso, la guerra sucia de esta época se materializó
en masacres, asesinatos selectivos y el destierro de líderes de izquierda sin
tregua alguna.
Asimismo, se terminó por apuntalar un ordenamiento regional ca-
racterizado por la prevalencia de las grandes posesiones y un modelo de
desarrollo rural inclinado hacia la ganadería extensiva y la producción
agroindustrial, borrando, ahora sí, cualquier posibilidad de subsistencia
de la economía campesina, al dedicar las tierras más fértiles del Depar-
tamento al levante y ceba de ganado para abastecer el centro del país. De
este proceso se desprendió un nuevo intento de contrarreforma agraria y
de acumulación de tierras, que no solo afectó al Departamento de Cór-
doba sino también a otras amplias porciones del territorio nacional. Para
el año de 1990 se calculaba que los narcotraficantes habían comprado
tierras en cerca de 300 municipios, de los 1.020 que tenía el país (Reyes,
2007). Situación que fue señalada por Semana, que calificó este proceso
como el narco-agro. Ese medio de prensa estimaba que en el año 1988
cerca de un millón de hectáreas habían pasado a manos de narcotrafican-
tes, especialmente en los departamentos de Córdoba, Sucre y Valle del
Cauca y en las regiones de Urabá y Magdalena Medio (“El narco-agro”,
Semana, diciembre 26, 1988).
Por último, otro cambio producido por la aparición de los narcotra-
ficantes fue el relativo al material de guerra: los anillos de seguridad de
los ganaderos no estaban armados ya con machetes, escopetas y otros
tipos de armas rudimentarias sino con armas modernas. Igualmente,
los cambios se presentaron también en la composición de las autode-
fensas, compuestas anteriormente por el capataz o el “cuidandero” y
algunos integrantes de su familia o personas vinculadas a la hacienda,
pues ahora la afluencia de grandes capitales permitió que toda persona
que se alistara en esta organización devengaría un sueldo. Aspecto muy
atractivo para el grueso de la población cordobesa y urabeña, que se
ha caracterizado por vivir un proceso de pauperización causado por la
consolidación de la hacienda y el modelo de producción agropecuaria
extensiva.

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166 Andrés Felipe Aponte G.

El ambiente constituyente de 1991: “desarme” sin desmonte del


modelo cordobés de las autodefensas
La realización de la Asamblea Nacional Constituyente de 1991, que se-
lló la reincorporación de algunos grupos armados (M-19, EPL, Quintín
Lame, PRT), trajo un nuevo ambiente a la vida política colombiana. No
obstante, los dos grupos guerrilleros más importantes se habían hecho
a un lado de las negociaciones y proseguían con sus aspiraciones revo-
lucionarias. Por un lado, el ELN puso en marcha una estrategia para la
toma del poder a través de la “Campaña Vuelo de Águila”, que nunca
logró los resultados esperados sino que marcó un punto de inflexión en
el desarrollo de ese grupo armado, que a partir de esos años inició una
evolución decreciente que dura hasta nuestros días (Aguilera, 2006).
Situación distinta fue la de las Farc, que logró continuar su expansión
gracias a su mayor involucramiento en ciertos eslabones de la economía
de la coca, lo cual le permitió consolidar sus distintos frentes, tanto en
los lugares donde había iniciado su presencia en los años ochenta como
en nuevos territorios.
En el caso de Córdoba, este grupo fue aumentando sus efectivos en
áreas adyacentes al Departamento, como la zona del Urabá antioqueño,
donde, mediante el Quinto Frente, empezó a hacer una presencia mucho
más activa desde los años ochenta. De ahí extendería su influencia terri-
torial hacia Córdoba, mediante el Frente 18, porque la posición estratégi-
ca del departamento le permitió aprovechar la conexión fácil de Córdoba
con Urabá, el occidente, el norte y el bajo Cauca antioqueños, y en general
el corredor que hay entre Antioquia y la Costa Caribe (Vicepresidencia,
2009). De hecho, la expansión fariana marcó la trayectoria que tuvo el
conflicto armado y la violencia política en la región a partir de los años
ochenta y hasta mediados de los noventa.
Desde luego, tal expansión trajo como resultado el enfrentamiento de
las Farc con el EPL, el grupo hegemónico en la región (EPL), cuyo do-
minio territorial y político se veía amenazado. La disputa condujo a la
generalización del empleo sistemático de la violencia por parte de ambos
bandos en contra de las bases sociales de unos y otros, sobre todo después
de la desmovilización del EPL y su conversión en un movimiento político
(Esperanza, Paz y Libertad). El suceso fue interpretado por las Farc, no
solo como una traición a los ideales revolucionarios sino también como
la aparición de nuevos adversarios en la lucha, porque algunos desmovi-
lizados se integraron a los cuerpos de inteligencia del Estado, con la con-

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Armar la Hacienda: territorio, poder y conflicto en Córdoba, 1958-2012 167

siguiente polarización de las identidades políticas, que para mediados del


decenio condujo a un exterminio recíproco (Suárez, 2007).
Ahora bien, en estos años los grupos de autodefensas habían dis-
minuido su actividad en el departamento, por dos razones. La primera
obedeció a que en la región era evidente el debilitamiento del principal
grupo guerrillero (EPL): hacia finales de los años ochenta Fidel Castaño
había disminuido su acción y la extracción de recursos, pues había logra-
do, según se aseguraba, acabar de una vez por todas con la ‘vacuna’; el
jefe guerrillero a quien se le ocurriera pasar por la zona de influencia de
‘Rambo’ para cobrarla “era devuelto en pedazos” (‘Rambo’, Semana, mayo
21, 1990). Esto llevó a que el EPL viera en la desmovilización la mejor
salida frente a la situación, hasta el punto de pactar con la organización de
Castaño un acuerdo de paz mediante el cual el líder paramilitar se com-
prometió a entregar tierra a militantes del EPL y campesinos desplazados,
bajo la figura de la Fundación para la Paz de Córdoba (Funpazcor) (“La
pipa de la paz”, Semana, abril 8, 1991). Se estima que con la “desmovili-
zación” de Castaño se repartieron 10.000 hectáreas de varias de las fincas
más valiosas de Córdoba, de las cuales se había apropiado a sangre y fue-
go. Su fundación las parceló y las repartió entre 2.500 familias de barrios
pobres de Montería y del campo (“Sor Teresa, la última del clan Siniestro”,
Semana, octubre 13, 2013). La segunda razón del descenso de las auto-
defensas fue el involucramiento del mismo Fidel Castaño en la guerra
contra el Cartel de Medellín y la consiguiente concentración de sus es-
fuerzos en la persecución del Pablo Escobar, el capo de esa organización,
por medio del grupo de los ‘Pepes’ (Perseguidos por Pablo Escobar), que
se añadía a la serie de ajustes de cuentas y pugnas internas de los parami-
litares entre partidarios y opositores a la articulación con el narcotráfico.
En este orden de ideas, esta “pausa” fue posible, no solo por la desmo-
vilización del EPL sino porque también en algunos lugares del departa-
mento se había logrado apuntalar un nuevo orden social y político, como
ocurrió en las dos vertientes del norte de la serranía de Abibe, desde las
cuales se proyectaría la expansión paramilitar hacia todo la región de
Urabá en los años venideros10. Por ese motivo, el descenso de la activi-
dad militar de los Castaño no fue obstáculo para que este grupo siguiera
ejerciendo violencia contra los campesinos y evitara que el EPL, ya des-

10 No en vano González, Bolívar y Vásquez muestran que las acciones bélicas presentan una
tendencia oscilante, en la cual se destaca el crecimiento de un 275% en 1992, y de 57,5% en
1993.

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168 Andrés Felipe Aponte G.

movilizado, ganara influencia institucional en las elecciones de alcaldes y


concejales11. Y, al lado de estas disputas por el control territorial y políti-
co, prosiguió la consolidación del poder de los nuevos propietarios, que
compraban masivamente tierras en los municipios de Arboletes, Valen-
cia, Tierralta, San Juan de Urabá, Canalete y Villanueva, (Romero, 2003).
No en vano, en 1990 se estimaba que solo en la persona de Fidel Castaño
estaban concentradas casi cien mil hectáreas de tierra y miles de cabezas
de ganado, que tenían su origen en el negocio de la cocaína (“Rambo”,
Semana, mayo 21, 1990).
Esta evolución permite comprender las razones de la intensificación
del conflicto en 1993 en Urabá, el Alto Sinú y el nordeste antioqueño, así
como en otras regiones de Colombia (el Magdalena Medio, el sur de Ce-
sar, el sur de Bolívar y la subregión del Catatumbo), porque ya se estaban
perfilando las pretensiones de configurar un corredor que atravesara el
país de occidente a oriente, compuesto por estas regiones contiguas que
ofrecían condiciones propicias para la inserción de los actores armados
ilegales y compartían dos rasgos estructurales: el hecho físico de ser una
zona limítrofe entre el Caribe y la región Andina, y el hecho social y eco-
nómico de ser zonas de colonización en vía de cerrarse (González, Vás-
quez, Quiroga, Barrera y Aponte, 2011). No obstante también es evidente
un descenso en la confrontación regional y en las infracciones al DIH,
pues las disputas territoriales estaban más concentradas en ciertas áreas
del departamento por cuenta de los factores mencionados anteriormente
(Gráfica 1 y 5).
Sin embargo, apenas para estos años estaba tomando forma el pro-
yecto unificador de los grupos paramilitares, que solo se concretó con el
ascenso de Carlos Castaño, lo cual significó el cambio de nombre de las
estructuras armadas de Fidel, que, de llamarse ‘Los Magníficos’ o ‘Los
Tangueros’, pasaron a constituir las Autodefensas Campesinas de Córdo-
ba y Urabá (Accu). Esto no solo buscaba dar una impresión de unidad
y mando unificado sino también expresar la pretensión de su máximo
líder de pasar, del reconocimiento regional que ya había adquirido, a su
legitimidad como actor político relevante y con un liderazgo en el ámbi-
to nacional. Con vistas a ese objetivo, la organización no solo construyó
unos lineamientos políticos y militares sino que también se encaminó

11 No sobra recordar las masacres de La Mejor Esquina y El Tomate (Córdoba), al igual que la
desaparición de 42 campesinos en Pueblo Bello, corregimiento de Turbo, en 1990.

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Gráfica 1

70

60

50

40

30

20

10

0
1990 1991 1992 1993 1994 1995 1996 1997 1998 1999 2000 2001 2002 2003 2004 2005 2006 2007 2008 2009 2010 2011 2012

Infracciones DIH
Armar la Hacienda: territorio, poder y conflicto en Córdoba, 1958-2012 169

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170 Andrés Felipe Aponte G.

hacia la emisión de discursos políticos que partían de la vía militar para


proyectarse en el escenario nacional de la guerra.

La antesala del proyecto paramilitar: de las Convivir a la


reestructuración del modelo de las autodefensas
El final de este periodo se caracteriza por una reestructuración del mo-
delo de las autodefensas en Colombia, que tendría como resultado su ex-
pansión a varias regiones del territorio nacional y que partía del departa-
mento de Córdoba como plataforma y punta de lanza. No sobra recordar
que en esos años, durante el gobierno de Ernesto Samper (1994-1998),
tuvo lugar una nueva escalada del conflicto armado en el nivel nacional,
que se vio agravada por el escaso margen de maniobra política de esa
administración como consecuencia del llamado “Proceso 8.000”. Por un
lado, era cada vez más evidente el mayor número de combatientes y la
capacidad de fuego de las Farc, como resultado de la nueva fuente de
recursos económicos originada en su control sobre ciertos eslabones de
la economía de la coca. Por otro, el proyecto paramilitar, pasada la guerra
contra el cartel de Medellín, puso en marcha nuevas apuestas estratégicas
que lo convirtieron en un actor de primer orden en el país. La experiencia
cordobesa constituyó un paradigma a seguir en otras zonas de Colombia
donde estaba teniendo lugar la avanzada guerrillera.
Este aliento expansivo se facilitó con la creación de las Cooperativas
de Vigilancia Privada (Convivir) y con las purgas en el seno del narco-
tráfico, que terminaron por fortalecer a la casa Castaño. En cuanto al
primer asunto, las Convivir fueron una reedición de las apuestas del Es-
tado central por delegar el monopolio de la violencia en los ciudadanos
rurales “de bien”, ante su incapacidad de protegerlos. En entrevista de
prensa, el exministro de Defensa, Fernando Botero, estimaba que ellas,
inicialmente, se habían inspirado en las Rondas Campesinas del Perú
y tenían por finalidad incrementar la ofensiva contra las guerrillas y
evitar la privatización de la justicia en manos del paramilitarismo, pero
en verdad terminaron contribuyendo a su expansión. En esa misma
ocasión Botero manifestó que una de las bases para una eventual nego-
ciación y solución del conflicto armado colombiano era, como una vez
afirmara el expresidente Alfonso López Michelsen, la “victoria militar
para la paz”. Ejemplo de ello habría sido la desmovilización del M-19
y el EPL, que fueron derrotados militarmente (Entrevista a Fernando
Botero, 2 de febrero de 2012).

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Armar la Hacienda: territorio, poder y conflicto en Córdoba, 1958-2012 171

En el departamento de Córdoba esa iniciativa fue acogida plenamen-


te, como ocurrió con el Gobernador de ese entonces, los mandos del Ejér-
cito y algunos ganaderos, quienes acordaron la organización de una red
de las Convivir en el departamento (“Buscan conformar red de Convivir”,
El Heraldo, mayo 2 1996), pues la iniciativa, así como las mismas autode-
fensas, estarían buscando asegurar la producción agropecuaria y reforzar
la seguridad en el campo cordobés. La propia Federación Ganadera de
Córdoba (Ganacor) no solo la respaldaba sino que además defendía la
labor que habían llevado a cabo las autodefensas de Carlos Castaño y se
mostraba en franca oposición a la persecución que adelantaba el gobier-
no nacional contra su líder. Consideraba que, sin él, la suerte del campo
corría peligro e incluso se afirmó que con dicha persecución el gobierno
le estaba tendiendo una mano a la guerrilla y dejando desamparado al
sector agropecuario, por lo cual se veían obligados a asumir ellos mismos
una posición de defensa (“Autodefensas, freno a la guerrilla: Ganacor”, El
Heraldo, diciembre 17, 1996).
En cuanto al segundo punto, la casa Castaño, ahora en cabeza de Car-
los, pretendió convertir a las Accu en un actor político a través de un
discurso que “buscaba” denunciar la debilidad estructural del Estado, el
desprestigio de la lucha revolucionaria y la necesidad de la inclusión de su
movimiento en la mesa de diálogos de paz. Llegó a sostener que existían
puntos de convergencia entre su organización armada y la insurgencia,
pues su trayectoria en el conflicto bélico respondía a factores estructura-
les similares: “la necesidad de una reforma agraria, el re-direccionamien-
to de la política petrolera y el otorgamiento de garantías a los partidos
minoritarios”. No obstante, en su opinión, la insurgencia no practicaba lo
que decía. Frente a la coyuntura política del momento, afirmó que la crisis
creada por el Proceso 8.000 había llevado al gobierno a “cometer errores,
por la ausencia de políticas de paz y de defensa adecuadas para contra-
rrestar a la guerrilla. Y si no fuese por las autodefensas, en estos cuatro
años la guerrilla estaría tan fortalecida que no estaría pensando en una
salida negociada” (Revista Cambio 16, diciembre 15, 1997).
Estas pretensiones venían siendo respaldadas en Córdoba desde años
atrás, cuando los ganaderos del Departamento pidieron un trato político
para los paramilitares. En su opinión, no tenía asidero alguno el hecho de
que, a la hora de negociar la paz, a unos se les tratara como a delincuentes
comunes y a otros como a próceres con derechos y amnistía e indultos
(“Ganaderos de Córdoba piden trato político a paramilitares”, El Tiempo,
julio 13, 1995). Por último, la búsqueda de este nuevo estatus político

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172 Andrés Felipe Aponte G.

estuvo acompañada del “cumplimiento” de los acuerdos sobre restitución


de tierras a campesinos afectados por el conflicto armado. Según ellos, la
creación de la Fundación para la Paz de Córdoba (Funpazcor) condujo,
en 1995, a la donación de 5.000 hectáreas, a las que se habrían añadido
créditos bancarios, seguro de vida, educación y salud (“Castaño donó tie-
rras a campesinos de Córdoba”, Vanguardia Liberal, julio 25, 1995).
En este contexto, las pretensiones de Carlos Castaño encontraban un
escenario favorable, pues no solo contaban con el respaldo del poder re-
gional sino que, en la realización de lo que se denominó como Tercera
Cumbre del movimiento nacional de las autodefensas, se acordó expandir
su influencia a los departamentos de la zona cafetera, La Guajira, el norte
del Valle, el noroccidente antioqueño, el norte del Cesar, el bajo Putuma-
yo, el norte del Tolima, Casanare y los Llanos orientales (Semanario Voz,
noviembre 11, 1996).
Los dos factores anteriores implicaban que estaban dadas las condi-
ciones para el inicio de la expansión del proyecto paramilitar a distintas
regiones de Colombia, con una mayor integración a la vida nacional pero
acompañado de grandes diferencias sociales y económicas en su seno.
De esta forma empezaron a aunarse fuerzas con los distintos poderes
regionales afectados por la actividad insurgente, alrededor de una orga-
nización federada que se denominó Autodefensas Unidas de Colombia
(AUC), que recogía la experiencia anterior de las Autodefensas de Cór-
doba y Urabá, las del Magdalena Medio y las del sur de Cesar y Santander,
con la idea de buscar su proyección política, económica y social mediante
el despliegue de una violencia sistemática contra de la población civil,
enderezada a asegurarles el control territorial.
Por eso, conforme lo establecen González, Bolívar y Vásquez (2003),
se puede considerar que el final de este periodo se caracteriza por la con-
traposición de dos situaciones: de un lado, la expansión de las Farc hacia
regiones más integradas a la vida económica y política del conjunto de la
nación y sus enfrentamientos con la evolución del EPL, y, del otro lado, la
mayor coordinación de los grupos paramilitares y su consolidación en las
zonas donde la guerrilla había intentado expandirse. Esta doble expan-
sión ocurrió en zonas de rápido y desigual crecimiento, cuyas tensiones
sobrepasaban las escasas capacidades de mediación estatal, que intenta-
ban ser suplidas por grupos armados de diversa orientación. Y trajo como
consecuencia la intensificación y degradación del conflicto armado, que
alcanzó entonces niveles de victimización nunca antes vistos en el país. El
cambio es perceptible en los planos regional y macrorregional, donde el

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Armar la Hacienda: territorio, poder y conflicto en Córdoba, 1958-2012 173

número de masacres presentaba cifras elevadas y evidenciaba dichos ob-


jetivos (Tabla 8). Córdoba ejemplifica de forma muy acertada el nivel de
intensidad que registraron allí las acciones de las autodefensas a partir de
los años ochenta, en procura de sus objetivos: el 20% de la totalidad de las
masacres perpetradas en la macroregión en el curso de 17 años tuvo lugar
en su territorio. El mayor acento sobre la parte sur del departamento, la
cual, en los estimativos de Castaño y Mancuso, en esos años era conside-
rada todavía como zona roja y en manos de la insurgencia. De esa forma
se puede entender que cerca del 47% de las masacres del departamento
hayan tenido escenario en esa parte (Tabla 8).

Tabla 8
Principales motivos de lucha social en Córdoba, 1983-1997.
Motivos-Lucha 1980 1981 1982 1983 1984 1985 1986 1987 1988 1989 1990 1991 1992 1993 1994 1995 1996 1997 Total

Atlántico 1 1 2 1  1  1       7
Bolivar   1 1 3 1 8 9 23
Cesar     3  2 1  1 3 10
Córdoba 1  1  2  1 4 3  6   3  1 1      4 27
La Guajira  3 2  1    1  3 10
Magdalena   1  1 3 5  2  2  2  6 11 4 37
Sucre    1 1 1  2    1  6 3 2 17
Total
0 1 0 1 2 1 1 5 3 9 6 20 9 6 6 12 24 25 131
General

Fuente SIG, CINEP. Elaboración Propia.

Tabla 9
Masacres por Municipio 1980-1997
Municipio 1980 1981 1982 1983 1984 1985 1986 1987 1988 1989 1990 1991 1992 1993 1994 1995 1996 1997 Total
Puerto Libertador 1 1 2
Tierralta 1 1 1 3
Montería 1 1 2 1 1 6
Chinú 1 1 2
Canalete 1 1 2
Valencia 1 1
Ayapel 1 1
Buenavista 1 1
La Apartada 0
Montelíbano 1 1
Puerto Escondido 1 1
Purísima 0
Sahagún 1 1
San Andres Sotavento 1 1
San Carlos 1 1
Total 0 0 1 0 1 2 1 0 4 3 6 0 3 0 1 1 0 0 23

Fuente: SIG, CINEP. Elaboración propia.

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Gráfica 2. Masacres Macroregión Caribe 1980 -1997

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Atlántico
Sucre
5%
13%
Bolívar
174 Andrés Felipe Aponte G.

17%

Magdalena Cesar
28% 8%

Córdoba
21%
La Guajira
8%

Fuente: SIG, CINEP. Elaboración propia.

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Armar la Hacienda: territorio, poder y conflicto en Córdoba, 1958-2012 175

En su defecto el uso sistemático de las masacres por parte de las ACCU


fue el método predilecto de esta organización para hacerse espacio en el
nivel regional, no en vano este período registro el 61% del total de las
infracciones al derecho internacional humanitario en el departamento.
De esta estrategia violenta acabó de una vez por todas con cualquier tipo
de lucha social o movilización asociada por la tenencia de la tierra. De
hecho, la tendencia a la baja de las movilizaciones campesina quedó con-
firmada durante estos años. No por nada desde los años noventa hasta el
presente no se registró ningún tipo de movilización que reivindicara la
creciente concentración de la tierra y el proceso de despojo que se estaba
acentuando para estos años. Pues el uso de la violencia sistemática le ga-
rantizó tanto a los propietarios como a los paramilitares la no existencia
de incentivo alguno para la movilización y el uso de la invasión como
repertorio (Tabla 10).

Tabla 10
Principales Motivos de Lucha en Córdoba, 1998-2012.

Motivos-Lucha 1998 1999 2000 2001 2002 2003 2004 2005 2006 2007 2008 2009 2010 2011 2012
Predios rurales 1 1
Retención Salarial 3 6 3 2 2 4 8 3 4 8 11
Derecho a la vida, integridad y libertad 1 2 1 6 2 1 3 1 1 1 3 2
Energía 2 4 3 2 1 2 1 5 3 1 6
Agua 2 1 2 2 4 4
Vías 1 1 1 1 10 10
Educación 1 2 2 1 5 5
Total General 4 9 6 10 4 7 5 6 11 13 12 8 31 38

Por su lado, este control territorial por parte de las Accu revelaba que
su actividad no solo estaba dirigida a salvaguardar y mantener la protec-
ción de la gran empresa agrícola. A la par de la pacificación del ámbito
rural, se retomaron las antiguas rutas del boom marimbero, y se fueron
consolidando ciertas rutas y eslabones de la economía de la coca que
aprovechaban las ventajas comparativas que, como era de conocimiento
público, ofrece el departamento para la existencia de rutas del contraban-
do y pistas aéreas. La llegada de los paramilitares y de algunos narcotrafi-
cantes significó no solo el reciclaje de esta infraestructura sino asimismo
toda una integración espacial del departamento en torno a esa actividad.
En esta dirección, para los años noventa, Córdoba no solo era noticia
en los medios de prensa por motivo de la violencia sino también por el

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Gráfica 3. Infracciones al DIH 1990 - 1997

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Sin Información
Fuerza Pública 0%
10%
176 Andrés Felipe Aponte G.

Guerrillas
26%
Guerrillas
26%
Paramilitares Paramilitares
64% 64%

Fuente:SIG, CINEP. Elaboración propia.

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Armar la Hacienda: territorio, poder y conflicto en Córdoba, 1958-2012 177

descubrimiento de nuevos cargamentos de cocaína (“Incautan cocaína


armas y municiones” El Heraldo, agosto 27, 1996), así como de laborato-
rios para el procesamiento de la hoja de coca, que alcanzaban a tener una
capacidad de 900 kilos por día (“Destruyen cultivos de coca”, El Heraldo,
febrero 14, 1996). En otras palabras, el dominio paramilitar, que implantó
en el territorio un anillo de seguridad combinado con la ubicación geo-
gráfica del Departamento, tuvo como resultado la configuración de un
cluster en torno a la economía del narcotráfico. Situación que también
queda en evidencia con la figuración del departamento como una de las
zonas del territorio nacional que más alojaba cultivos ilícitos (Tabla 10).

Tabla 11
Cultivos de coca en Córdoba, 1999-2012 (has.)

Año Número de Hectáreas


1999 1920
2000 117
2001 652
2002 385
2003 838
2004 1536
2005 3136
2006 1216
2007 1858
2008 1710
2009 3113
2010 3889
2011 1088
2012 1046

Fuente: Simci. Elaboración propia.

Sin embargo, esta presencia hegemónica no impedía que siguiera exis-


tiendo en el departamento una zona que parecía bastante problemática
para los intereses de la casa Castaño. Como ya lo hemos dicho, el Alto
Sinú ha sido tradicionalmente la porción del territorio departamental
menos integrada a las redes políticas regionales del Departamento y al
mismo Estado central. El hecho de ser la zona de colonización más re-
ciente hizo que la guerrilla lograra insertarse en ella exitosamente. Si a lo
anterior se añade la mayor ligazón de sus dinámicas sociales con el Urabá
antioqueño, podemos entender la ola de violencia que tenía lugar en esos
años, que marcaron el final de la conquista del Urabá antioqueño por
parte de los paramilitares, como culminación de una sangrienta disputa
por el control territorial de esa región. No en vano, la zona del Alto Sinú

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178 Andrés Felipe Aponte G.

y San Jorge alojó el 47% del total de masacres que se presentaron en el


Departamento entre los años ochenta y 1997 (Tabla 9).
De ahí la frecuencia de los enfrentamientos que tuvieron lugar por
esos años en ese territorio y las sistemáticas acciones de las autodefen-
sas contra de la población civil encaminadas a cerrar el paso a las Farc,
que estaban buscando replegarse hacia las zonas del Alto Sinú con la in-
tención de recuperar sus fuerzas después de su expulsión de Urabá. Esto
hizo que la presencia de los frentes 18 y quinto centrara la disputa por el
control territorial en torno a Tierralta y Valencia (“Ola de violencia azota
Tierralta”, El Tiempo, marzo 27, 1996) terminara acarreando nuevos des-
plazamientos de pobladores locales a los principales cascos urbanos y a
la misma capital departamental. De hecho, en 1996, se estimaba que los
últimos once años de confrontación armada habían provocado el despla-
zamiento de cerca de 100.000 campesinos, en su gran mayoría provenien-
tes de los municipios de Planeta Rica, Tierralta, Valencia, Canalete y San
Carlos (“En Córdoba la violencia desplaza más de cien mil campesinos”,
El Tiempo, abril 8, 1995). Situación que pone de relieve la problemática
y poca fiabilidad de los datos oficiales, los cuales contrastan de manera
ostensible con las cifras publicadas por los medios de prensa nacionales.
No por nada, para esos años se estimaba que solo cerca de 26.000 perso-
nas habían sido desplazadas (Tabla 12). Este proceso de desplazamiento
trajo como resultado que, para mediados de los noventa, la capital cor-
dobesa (Montería) contara con el barrio de invasión más grande del país,
integrado en su mayoría por desplazados de las zonas rurales, quienes,
frente a la violencia, no tuvieron más remedio que huir (“Cantaclaro: el
refugio más grande de Colombia”, El Colombiano, mayo 28,1995). Por su-
puesto, este tipo de asentamientos le representaron al paramilitarismo,
en los siguientes quince años, no solo recursos humanos sino también
materiales y logísticos, pues el carácter subnormal del poblamiento (falta
de servicios públicos, ausencia de programas sociales, condiciones de po-
breza y exclusión, economías informales) sería aprovechado para incidir
en amplios espacios de la vida social de los pobladores, extraer recur-
sos, reclutar y organizar distintos sistemas de seguridad y redes de apoyo
para salvaguardar y garantizar el orden social establecido. De esa forma,
el proyecto de Castaño iniciaría otra fase en su desenvolvimiento: su in-
serción en medianos y grandes centros urbanos.
Para entonces, la insurgencia armada no pasaba por sus mejores mo-
mentos en el Departamento. Por un lado, la disidencia del EPL –el fren-
te Manuel Elkin Castaño– optó por desmovilizarse frente a la creciente

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Armar la Hacienda: territorio, poder y conflicto en Córdoba, 1958-2012 179

Tabla 12
Desplazamiento acumulado en Córdoba 1997-2012
Año Número de personas desplazadas
Antes de 1997 26366
1997 30509
1998 39100
1999 55561
2000 72202
2001 95737
2002 114819
2003 120835
2004 127638
2005 137492
2006 148109
2007 159541
2008 175962
2009 186434
2010 197740
2011 212739
2012 215760
Total 2116544

Fuente: Ocha. Elaboración propia.

presión de las Fuerzas Militares y las autodefensas. Igual suerte corrió el


Frente 58 de las Farc, cuyo comandante advirtió que esperaba que no se
repitiera lo sucedido con los antiguos desmovilizados del EPL, quienes
fueron asesinados después de su desmovilización (“Declina frente de las
Farc”, El Espectador, octubre 6, 1996). Sin embargo, el comandante olvidó
aclarar que no todos fueron asesinados sino que muchos de ellos engro-
saron las filas de las Accu. Por añadidura, y sumado al desplazamiento de
los pobladores locales, allí donde el control territorial no estaba garanti-
zado y en las zonas donde los grupos armados de izquierda habían teni-
do cierta ascendencia social, se prosiguió con el exterminio de los movi-
mientos políticos alternativos, así como de los pocos líderes de algunas
organizaciones sociales que habían logrado sobrevivir a la década de los
ochenta. Por ejemplo, en 1997 fue ultimado el único candidato de la Co-
rriente de Renovación Socialista al concejo de Montería, Fredy Fuentes,
suceso que condujo al retiro de la CRS de toda actividad proselitista en
esa zona del país (“Elecciones: entre el terror y las dudas”, El País, agosto
17, 1997). Lo mismo sucedió con la concejal Evangelista Vega, del M-19,
asesinada en Sahagún (El Heraldo, mayo 6, 1997). Igualmente, dirigentes
cívicos y sindicales no solo fueron señalados por medio de panfletos sino
que sus reclamos fueron aplacados con diferentes hechos violentos que
en la mayoría de las ocasiones los obligaron a exiliarse (Semanario Voz,
junio 19, 1996).

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180 Andrés Felipe Aponte G.

La consolidación nacional de las Accu y la génesis de la llamada


parapolítica: expresión de un orden regional 1998-2005
La administración de Andrés Pastrana (1998-2002) no es solo recordada
por las negociaciones de San Vicente del Caguán sino también por los
niveles inusitados que registró el conflicto armado colombiano bajo su
mandato, tanto en el grado de victimización que padeció la población
civil (masacres, asesinatos selectivos, desplazamientos, amenazas, etc.)
como en la escalada de las acciones bélicas de los actores armados, a tal
punto que, en esos años, Colombia fue catalogada como un Estado fa-
llido. El proyecto paramilitar empezó así a ocupar un lugar central en la
vida política nacional. Para entonces, las AUC no solo enviaban comuni-
cados al gobierno de turno para exigir reconocimiento político y expresar
su oposición al proceso del Caguán sino que también estaban sumergidas
en un proceso de expansión nacional que tenía como base el Departa-
mento de Córdoba y proyectaba un tipo de ordenamiento regional apa-
lancado en la violencia. Su dominio de las partes planas y más integradas
del Departamento de Córdoba le había otorgado un importante estatus,
factor que allanaba el terreno para que los paramilitares pudiesen incidir
de forma más activa en la vida política local y regional. Esta situación se
vio facilitada no solo por su labor pacificadora sino también por el respal-
do y reconocimiento que recibió de la sociedad cordobesa.
Una vez pacificadas las zonas más integradas del Departamento y
ganada la guerra en Urabá, Carlos Castaño se propuso dos metas de
corto plazo: el reconocimiento político de la organización y la expan-
sión del modelo cordobés a otras regiones del territorio colombiano.
Para el primer objetivo, buscó aglomerar bajo la bandera de las AUC a
las distintas expresiones de resistencia armada regionales. Con ese obje-
tivo se integraron las estructuras armadas existentes en el Cesar, Antio-
quia y el Magdalena Medio, entre otras extensiones, bajo una directriz
unificada al mando de Carlos Castaño y con unos planteamientos claros
sobre la naturaleza político-militar del movimiento, basados en los esta-
tutos de las Accu (AUC. “Naturaleza político-militar del movimiento”,
junio 26, 1997).
La faena paramilitar nacional tuvo como principal objetivo frenar el
avance guerrillero en ciertas zonas consideradas de interés estratégico.
Se emprendió una avanzada en los departamentos vecinos de Bolívar y
Sucre, al tiempo que se fortalecieron las estructuras del sur del Cesar, para
luego internarse en el Magdalena Medio, Santander y Norte de Santander

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Armar la Hacienda: territorio, poder y conflicto en Córdoba, 1958-2012 181

(Aponte, 2013 y 2012). Así se consolidó un corredor estratégico de mo-


vilidad de oriente a occidente, que no solo les permitió cortar el avance
guerrillero sobre el norte del país e incomunicar los frentes del norte con
los del interior, sino también establecer un circuito económico y de mo-
vilidad que les facilitó sostener su avanzada por varios años.
Este nuevo protagonismo nacional de la guerra fue un factor importante
para alcanzar un mayor reconocimiento político, porque empezaron a ser
actores relevantes en la trayectoria nacional del conflicto armado. Como
había pasado en años pasados, el movimiento expansivo del paramilitaris-
mo se legitimaba bajo el supuesto de que las autodefensas eran la respuesta
al clamor de conseguir la paz a través de la legítima defensa de la sociedad
frente a la agresión de la guerrilla y la indiferencia del Estado (“Entrevista
a los comandantes de las Accu, Santander Lozada y Cesar Marín, El Me-
ridiano de Córdoba, septiembre 9 y 10, 1998). Los comandantes lograron
“vender”, tanto a los poderes políticos y económicos como a los grupos de
autodefensas regionales, la idea de que el nuevo modelo de las AUC era una
forma de solucionar la guerra y construir la paz basada en el antecedente de
Córdoba, donde habían logrado replegar el avance guerrillero y asegurarse
el dominio de las zonas de mayor interés económico.
Ese avance fue de la mano con una mayor exposición pública de Cas-
taño y sus lugartenientes, quienes dieron a conocer las justificaciones de
esta expresión armada y sus planteamientos ideológicos enderezados a
reivindicar a las AUC como una fuerza civil antisubversiva que combatía
a la guerrilla de forma irregular y había logrado que los alzados en ar-
mas contra el Estado se replegaran hasta sus áreas de refugio. Con una
importante diferencia en comparación con años anteriores: de hacer un
ejercicio de control territorial habían pasado a un proceso de expansión a
nuevos territorios y logrado la hegemonía de su orden en regiones ente-
ras. “Con nosotros la guerrilla va perdiendo la guerra en todo el norte del
país, en el resto la estamos disputando”. Esta justificación iba acompañada
por un discurso político en el cual se declaraban enemigos de la corrup-
ción administrativa, del clientelismo, del despilfarro, etc. Solo cuando el
Estado hiciera respetar la ley, y solo entonces, ellos perderían su razón de
ser (“Entrevista a los comandantes de las Accu: Santander Lozada y César
Marín”, El Meridiano de Córdoba, septiembre 9 y10, 1998).
La expresión más acabada de dicho reconocimiento y ascendencia en
el plano nacional fue lo que se conoció como el Acuerdo de Córdoba, o
Acuerdo de Paramillo, en el cual no solo se pactó una buena voluntad
de la organización sino también su “respeto” por el DIH (“Paramilitares,

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182 Andrés Felipe Aponte G.

debate y política”, El Espectador, agosto 11, 1998), y hasta cierta forma


el estatus político de la organización y su reconocimiento como fuerza
beligerante (“De Maguncia a Paramillo”, El Espectador, agosto 2, 1998).
Ahora bien, el ascenso de los paramilitares era más que perceptible en
las áreas locales y la región. En las partes planas del Departamento habían
logrado imponer un dominio claro, que incluía la expulsión de la guerri-
lla del norte y el centro. En ese sentido, puede entenderse la ausencia de
masacres o de otro tipo de infracciones del DIH, así como de acciones
bélicas en los municipios costeros o centrales, con excepción de Montería
(Tabla 9 y Gráfica 4).De acuerdo con esta lógica de control territorial,
se estructuraron tres grupos, relacionados con las zonas y el grado de
influencia paramilitar. En primera instancia aparecían los llamados gru-
pos de base, integrados “por la población civil, el resto del campesinado.
Gente con una instrucción sobre comunicaciones, sobre la situación de
la región, prestan servicios de inteligencia, avisan todo lo que viene […]
Saben distinguir entre Ejército y guerrilla, saben cuándo somos nosotros
y tienen una red de comunicaciones permanente” (Entrevista a ‘Raúl’, in-
tegrante de las Accu en esos años, citado por Vicepresidencia, 2009).
En segunda instancia estaban los grupos de apoyo, que se encontraban
“distribuidos en las veredas, también con armamento de guerra, material
de comunicaciones, entrenamiento de combate, cuya misión era defender
las veredas de las incursiones de la guerrilla, pero no están tan entrena-
dos, solo en técnicas de defensa. Son campesinos natos que, debido a la
situación que se vive en el campo colombiano, hallaron la alternativa de
buscar seguridad y paz. Si usted le pregunta a cualquiera de ellos cómo se
toma un campamento del enemigo, no sabe. Pero si la guerrilla viene, sí
sabe cómo la burla, cómo le dispara, hace cinco o seis tiros, si puede dar
de baja a un guerrillero lo da de baja o si no se retira en otra posición”
(ib.). Y, por último, los miembros del grupo de choque “están entrenados,
capacitados y dotados de armamento […] La misión de esos grupos de
choque es combatir al enemigo en sus propias áreas. Son grupos de ofen-
siva, cuya tarea es localizar a la guerrilla donde se encuentre, en sus áreas
de descanso, en sus áreas de apoyo, en sus campamentos, y atacarla, pues
se sabe, por estrategia, que la mejor forma de defenderse es pasando a la
ofensiva. Normalmente, cada grupo está compuesto por unos cuarenta
hombres y es equivalente a un pelotón del Ejército” (ib.).
Toda esta estructuración revela no solo el grado de control territorial
que tenía el paramilitarismo por esos años sino también las zonas en don-
de los actores armados estaban trenzados en una puja por su dominio.

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Armar la Hacienda: territorio, poder y conflicto en Córdoba, 1958-2012 183

Ejemplo de esto era que, en esos años, las zonas del centro y el norte
del Departamento ya no requerían disponer de aparatos de inteligencia,
porque eran lo que llamaban “zonas de frontera”. Era una zona “recupe-
rada, y es difícil que caiga una vez más [...] cualquier embrión que vaya
resultando por allá, inmediatamente vienen e informan. En nuestra re-
taguardia, por donde hemos liberado [Sic.] fenómenos de delincuencia
común, fenómenos de guerrilla que vayan apareciendo, eso se sabe aquí
y va con ellos la patrulla hasta allá” (ib.). No obstante, esta situación no
era la misma en las partes altas del Departamento (el sur), donde la pre-
sencia y el control paramilitares se tornaban más difusos, lo cual permite
entender no solo esta especialización y diferenciación de las estructuras
armadas sino también que la confrontación se concentrara en el camino
a las partes montañosas, particularmente hacia el Parque Nacional del
Nudo de Paramillo. Hacia esa zona se habían replegado las Farc, forzadas
por la avanzada paramilitar en Urabá, y logrado copar exitosamente los
espacios dejados por la disidencia del EPL, así como por las estructuras
desmovilizadas en cumplimiento de las determinaciones de la Asamblea
Nacional Constituyente. De esa forma, el conflicto y la disputa territorial
se concentraron en los municipios de Tierralta, Valencia y Puerto Liber-
tador, en lo que se tiende a denominar como los altos Sinú y San Jorge.
Precisamente allí donde, en esos años, se concentraron las masacres y
otro tipo de acciones violentas, así como la confrontación directa entre
los actores armados, con mayor precisión las autodefensas y la fuerza pú-
blica enfrentadas a las Farc (Tabla 13).
Esta evolución territorial permite entender la ola violenta que soportó
esta zona desde finales del gobierno de Samper y que se extendió hasta
fines del siglo, ya que constituía claramente el último reducto de resis-
tencia con el cual contaban las Farc asentadas en la zona. Por ese motivo
las AUC enfilaron baterías en dirección a ganar el control del territorio,
teniendo como objetivo el Nudo de Paramillo. Esta posición es un admi-
rable corredor de movilidad: conecta al Chocó y el Urabá antioqueño;
hacia el norte, lleva a las sabanas de Córdoba y Sucre, y al occidente tie-
ne salidas al bajo y el medio Cauca antioqueños, y finalmente también
cuenta con la presencia de cultivos ilícitos (Tabla 10) y rutas, tanto en
dirección al océano Pacífico como al mar Caribe, por los golfos de Urabá
y Morrosquillo.
Sin embargo, la respuesta de las Farc frente a la presión paramilitar
no se hizo esperar: en 1998 lanzaron una contraofensiva en Tierralta y
en 1999 en Puerto Libertador y Montelíbano, así como en Dabeiba (An-

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184 Andrés Felipe Aponte G.

tioquia) (“El terror invade a Tierralta, Córdoba”, El Espectador, diciem-


bre 30, 1998; “Córdoba: temor por amenazas guerrilleras”, El País, enero 5,
1999). Esta decisión estratégica se puede apreciar en la gráfica sobre accio-
nes bélicas en donde se registra un nuevo ascenso de la actividad armada
luego de un descenso por largo años en la región (Gráfica 3). De hecho,
el Secretariado de las Farc decidió reforzar su presencia en el ámbito re-
gional mediante la creación de una columna móvil, no solo para asegurar
las zonas donde habían hecho presencia antes sino también para controlar,
tanto el corredor que facilitaba el tráfico de armas desde Centroamérica,
como los corredores de la droga, es decir, las zonas del Urabá antioqueño
y chocoano. Para tal objetivo se concentraron cerca de 450 hombres –los
mejores combatientes de sus 61 frentes–, bajo el mando de ‘Jacobo Arango’,
‘El Manteco’, ‘Isaías Trujillo’ y ‘El Negro Tomás’ (Urabá, la tierra perdida de
las Farc, El Tiempo, junio 27, 1999. Citado por Medina, 2011).
En esta dirección, como señala Medina (2001), la estrategia utilizada
por las Farc-EP para combatir a los grupos paramilitares “se basó en una
ofensiva de confrontación directa en el área rural (como un ejército regu-
lar) y de ataques focalizados (al estilo de ‘guerra de guerrillas’) en los cascos
urbanos”. Y si bien los buenos resultados se explican en parte, como apunta
Medina, por el apoyo que recibió de la población que recordaba la inicial
arremetida paramilitar, se olvida de que en esos años los paramilitares es-
taban conduciendo otros procesos expansivos (en el sur del Departamento
de Bolívar y en Norte de Santander) que demandaban un pie de fuerza
importante, así como recursos. Siendo así, es menester recordar la fuerte
desconfianza que tenía Castaño y sus hombres frente a las poblaciones de
estas zonas, a causa de su pasado “alineado al proyecto subversivo”, por lo
cual se vieron obligados a llevar contingentes de Córdoba y Urabá a fin de
limpiar el terreno como alternativa frente a las pocas posibilidades de re-
clutamiento (Aponte, 2012 y 2013). Es decir, el avance se debió, tanto a un
voluntarismo guerrillero como a un descuido de los hombres de Castaño.
No en vano, un medio de prensa de la época señalaba la relativa debilidad
de las Accu, las cuales, confiadas, enviaron a 600 de sus hombres a otras re-
giones (sur de Bolívar y Norte de Santander) (“Las Farc lanzan una ofensiva
para recuperar Urabá”, El País, agosto 8, 1999).
En esta dirección, podemos entender las incursiones de las Farc con-
tra los considerado bastiones paramilitares como un plan de recupera-
ción que provocó la caída de La Secreta y la incursión a la base de Tolová,
cuartel principal de Carlos Castaño, sucesos que significaron un impor-
tante revés para éste y sus hombres, ya que las Farc lograron el control de

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Gráfica 4. Acciones Bélicas 1990 - 2008

Acciones Bélicas 1990-2008


35

30

25

20

15

10

0
1990 1991 1992 1993 1994 1995 1996 1997 1998 1999 2000 2001 2002 2003 2004 2005 2006 2007 2008 2009 2010 2011 2012

Acciones Bélicas
Armar la Hacienda: territorio, poder y conflicto en Córdoba, 1958-2012 185

Fuente:SIG, CINEP. Elaboración propia.

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186 Andrés Felipe Aponte G.

los corredores de acceso al piedemonte cordobés en Juan José, La Rica


y Puerto López, en los municipios de Puerto Libertador y Montelíbano.
Pero esto promovió una nueva contraofensiva por parte de Castaño y
sus hombres, con cerca de mil combatientes y que buscaba recuperar el
espacio perdido (“Soplan vientos de guerra en Córdoba”, El Espectador,
enero 10, 1999). Se asentaron en los municipios de Toledo, Cañasgordas,
Giraldo, Ituango y Buriticá (Antioquia), apoyados por grupos provenien-
tes de Córdoba, con el objetivo de recuperar su dominio en la extensa
zona rural del Parque Nacional del Nudo de Paramillo y las zonas ad-
yacentes. Lo anterior tuvo como resultado que la población quedara en
medio del fuego cruzado y que se produjeran mayores casos de victimi-
zación en su contra, pues los paramilitares prosiguieron con su táctica
tradicional de debilitar a los supuestos apoyos de las guerrillas. En 1999
tuvieron lugar las matanzas de Tierralta y Puerto Libertador, lo mismo
que los innumerables desplazamientos, asesinatos y desplazamientos for-
zados de los indígenas de la etnia Emberá Katío (“La guerra azota al Alto
Sinú”, El Tiempo, mayo 8, 1999; “Sur de Córdoba entre dos fuegos”, El
Colombiano, junio 25, 1999). No por nada la zona sur del departamento
fue escenario de más de la mitad de las masacres registradas en Córdoba
en diez años, que posicionaron a ese departamento como uno de los más
violentos del Caribe, al registrar el 12,5% del total macrorregional de ma-
tanzas (Tablas 13 y 14).
Ahora bien, se debe agregar que estas transformaciones y dinámicas
territoriales de la confrontación armada revelan que la disputa entre las
Farc y los paramilitares por el control territorial trascendía el mismo
Departamento de Córdoba y se expandía a zonas del Departamento del
Chocó –bajo y medio Atrato–, Antioquia, bajo y medio Cauca, Urabá,
Alto Sinú y San Jorge, en Córdoba, donde el Nudo de Paramillo cumplía
Tabla 13
Masacres en la macrorregión Caribe, 1998-2008
Departamento 1998 1999 2000 2001 2002 2003 2004 2005 2006 2007 2008 2009 Total
Atlántico 1 1 3 1 1 7
Bolívar 11 18 12 6 1 2 1 51
Cesar 4 3 2 4 3 2 1 19
Córdoba 4 3 6 1 1 1 1 4 21
La Guajira 4 3 2 4 3 2 1 19
Magdalena 4 11 10 6 2 1 34
Sucre 2 7 3 1 1 3 17
Total 29 46 36 25 12 11 2 1 1 5 0 0 168
Fuente: SIG, Cinep. Elaboración propia.

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Armar la Hacienda: territorio, poder y conflicto en Córdoba, 1958-2012 187

la función de eje nodal (Gráfica 1 y 4). Cuando las Farc son expulsadas
del Urabá antioqueño, se ven en la necesidad de replegarse a zonas pe-
riféricas y deciden una vez más –durante los años de negociación con
Pastrana– emprender una nueva ola expansiva, que tuvo como respuesta
la incursión de los paramilitares en municipios del Chocó, Antioquia y
Córdoba (Vicepresidencia, 2002 y 2009; Suárez, 2007). Por último, todo
este proceso, con el paso de los años, convirtió a este territorio en un esce-
nario en permanente disputa entre los actores armados, tanto por las con-
diciones estratégicas señaladas anteriormente como por la incapacidad
del Estado para proveer de justicia y servicios públicos a una población
marginal que solo ha encontrado en la economía de la coca un medio
para subsistir, situación que tiene como corolario el intento de regulación
de los espacios de sociabilidad por parte de los distintos actores armados.
Por otro lado, el dominio territorial de los paramilitares no solo se
expresaba en el campo militar y social sino también en el político. Cabe
señalar que de años atrás, reconocidas figuras políticas, agremiaciones
del campo (Ganacor) y el mismo Carlos Castaño estaban demandando
el reconocimiento político de la organización, ya que, a su entender, el
fenómeno paramilitar respondía a una forma de resistencia civil en armas
frente a la incapacidad del Estado para proveer de seguridad a los ciuda-
danos de bien, así como para garantizar el orden social y el patrimonio
económico, y sobre todo para responder a la expansión de los grupos
armados de izquierda, que no solo amenazaban la paz en general sino
también la idea de Estado. En esta vía, tanto Carlos Castaño como sus
consejeros eran conscientes de la necesidad de que el movimiento no se
limitara a hacer planteamientos claros sobre su naturaleza político-mili-
tar. Basta con consultar los distintos documentos en los cuales se enun-
ciaban sus percepciones sobre el conflicto armado colombiano, la posi-
bilidad de la solución negociada y la naturaleza política del movimiento
(AUC, “Planteamientos sobre la solución política negociada al conflicto
interno”, abril 13, 1998; Naturaleza político-militar del movimiento”, ju-
nio 26, 1997). El movimiento expresaba su deseo de convertirse en un
actor de primera línea en la escalada nacional de la guerra.
Para conseguir tal objetivo su expansión se concentraba, no en zo-
nas marginales de la vida nacional sino en las que contaban con ciertas
particularidades, tales como una integración relativa al Estado central y
cierta presencia de unos segmentos más diferenciados socialmente (po-
deres locales) pero con grandes desigualdades económicas y sociales, que
estaban experimentando el asedio insurgente y la extracción de recur-

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Gráfica 5. Masacres Macroregión Caribe 1998 - 2009

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Atlántico
Sucre 4%
10%
188 Andrés Felipe Aponte G.

Magdalena Bolívar
20% 31%

La Guajira
11% Cesar
Córdoba 11%
13%

Fuente:SIG, CINEP. Elaboración propia.

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Gráfica 5. Infracciones al DIH 1998 - 2012

Sin Información
7% Guerrillas
Fuerza Pública 13%
7%

Paramilitares
73%
Armar la Hacienda: territorio, poder y conflicto en Córdoba, 1958-2012 189

Fuente:SIG, CINEP. Elaboración propia.

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190 Andrés Felipe Aponte G.

Tabla 14
Masacres por municipios, 1998-2008.
Municipio 1998 1999 2000 2001 2002 2003 2004 2005 2006 2007 2008 Total
Puerto Libertador 2 2 3 1 1 2 11
Tierralta 2 2 2 3 1 10
Montería 0
Chinú 1 1
Canalete 0
Valencia 1 1
Ayapel 0
Buenavista 0
La Apartada 1 1
Montelíbano 0
Puerto Escondido 0
Purísima 1 1
Sahagún 0
San Andres Sotavento 0
San Carlos 0
Total 4 4 3 6 1 1 1 0 0 1 4 25

Fuente: SIG, Cinep. Elaboración propia.

sos, como lo han mostrado González, Bolívar y Vásquez (2003). En esta


vía, el paramilitarismo encarnó una confederación de consocionalismos
antisubversivos regionales (Gutiérrez, 2007) bajo una misma sigla, que
buscaba unidad y reconocimiento en el ámbito nacional.
Pero este objetivo no podía limitarse solo al campo militar sino que
también necesitaba insertarse en los debates políticos coyunturales del
país. No en vano, desde 1994, Castaño opinaba sobre las limitaciones
del gobierno Samper en materia de paz, a tal punto que éste se mostra-
ba dispuesto a entablar diálogos con esta organización (“El madrugón
del gobierno”, Semana, febrero 5, 1996). Esta demanda se repitió en el
curso de las negociaciones del Caguán y se encaminó a buscar en pri-
mera instancia un reconocimiento de su estatus político y un eventual
llamado a la mesa de negociaciones en igualdad de condiciones con
los grupos guerrilleros (“Ojo por ojo”, Semana, febrero 15, 1999). La
negativa a ser reconocidos terminó por convertirlos en uno de los más
férreos opositores del proceso de paz. Sus cuestionamientos también se
dirigían a la misma clase política y al Estado colombiano. En opinión
de Salvatore Mancuso y ‘César Marín’, su autonomía militar y política
les permitía declararse enemigos de la corrupción administrativa, del
clientelismo, del despilfarro, del centralismo político y de la ausencia
de política del sector agrario. Para ellos era imperioso contar con un
Estado que no solo llevara a cabo transformaciones sociopolíticas y eco-

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Armar la Hacienda: territorio, poder y conflicto en Córdoba, 1958-2012 191

nómicas sino que también hiciera respetar la ley, mantuviera el orden


social y garantizara los bienes de las personas (“Entrevista a los coman-
dantes de las Accu, ‘Santander Lozada’ y ‘César Marín’”, El Meridiano de
Córdoba, septiembre 9 y 10, 1998).
La ascendencia del proyecto paramilitar era innegable en los ámbitos
regional y local, donde su control territorial no solo había llevado tran-
quilidad y prosperidad al agro cordobés sino también creado un ambien-
te de gobernabilidad que no se tenía desde hacía años. Dicha situación,
sumada al respaldo recibido de los poderes regionales, les permitió empe-
zar a tener injerencia en la vida política del Departamento, inicialmente
en las zonas del centro y en algunos cascos urbanos del sur, como Monte-
líbano, donde se dice que, hacia finales de la década, el alcalde tenía que
rendir cuentas a los comandantes sobre la destinación de los recursos,
proyectos infraestructurales y demás acciones estatales. “Se comentaba
que su intervención era tan bien recibida, que la gente se burlaba de la
situación del mandatario porque ya que no podía ni construirse la casa
pa él, ni pavimentar la calle por donde tenía el lote porque los paramili-
tares lo fregaban” (Conversación con ex funcionaria de la gobernación de
Córdoba, marzo, 2008).
Esta ex funcionaria pública añadía: “cuando regresé a Montelíbano
todo estaba cambiado [...] ese pueblo era feo… feo es poquito. Las calles
sucias, sin pavimentar, a uno le daba ganas de salir corriendo. Tuvo una
transformación bien grande. La gente ya no botaba basura a la calle, el
alcalde estaba atesado por los que usted sabe... nadie se robaba un peso,
ya verá usted” (ib.). En suma, era “pasar” a la práctica las consideracio-
nes que ellos tenían del buen gobierno en el plano local, como afirmó
Salvatore Mancuso en la entrevista citada atrás. En materia regional, los
paramilitares estaban empezando a filtrar la vida política, cosa que fue
posible, no solo por el respaldo que habían tenido de parte del gremio ga-
nadero y de algunos dirigentes políticos sino también porque su control
territorial se sobreponía a los distritos electorales de la región. De esta
manera, no solo buscaron incidir en la vida política local sino también en
la administración de la capital (Montería) y en las propias elecciones al
órgano legislativo del país.
En esta dirección, para arreglar las candidaturas establecieron un pac-
to con distintos jefes políticos que estaban de acuerdo con su idea de país
y región. Claro está que no todos estaban incluidos en estos acuerdos y
que de ellos solo hacían parte los más cercanos y confiables. Una aspi-
rante a la Cámara en esos años relataba que, para las elecciones de 2002,

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ya todo estaba arreglado. En un primer momento se les había acercado


Miguel de la Espriella con la idea de que trabajaran unidos, para lo cual
se dividieron las zonas y cada uno se comprometió a trabajar por su gente
y con su plata; sin embargo, él les dio la espalda porque ya tenía arreglos
anteriores con Julio Manzur y Negrete, avalados por los que controlaban
militarmente la zona:
“Porque Miguel había acordado las zonas con los paramilitares, es
decir, ya todo estaba distribuido y yo estaba fuera de los arreglos. El
objetivo era que Miguel trabajara para ellos para los fines políticos
que habían establecido a nivel nacional y ellos cada vez más veían la
necesidad de tener poder en lo administrativo. También pasaba que si
algún político no estaba de acuerdo con eso y seguía en campaña, lo
amenazaban” (Entrevista con un jefe político regional, septiembre 7,
2013).

Desde luego, la injerencia del paramilitarismo en la vida política re-


gional contó también con opositores, como en el caso del ex senador li-
beral Juan Manuel López Cabrales, quien veía que sus intereses empeza-
ban a afectarse a causa de la mayor intervención de los paramilitares, ya
que era bien sabido que ellos exigían, a cambio de su apoyo, cuotas en
la burocracia local y regional. De ahí proviene la pelea de ellos con los
López Cabrales, quienes manejaban todo lo concerniente a la salud y la
educación cordobesas. “Fueron bastantes las peleas por la UniCórdoba y
por los contratos. Yo oí que él (Juan Manuel López Cabrales) y ‘El Mono’
(Salvatore Mancuso) no se podían ni ver, pero se hacían pasito. Y es que
eso es una pelea heredada, porque ‘El Mono’ no quería ni cinco a los Ló-
pez, a consecuencia de que, en los años ochenta, cuando empezaron a
organizarse las invasiones de tierras por parte de los políticos, el viejo
Libardo ordenó a sus cercanos que llevaran a un pocotón de campesinos
desplazados para que le invadieran la finca a Salvador papá, y eso nunca
se le olvidó al ‘Mono’, eso fue una espinita que le quedó clavada” (conver-
sación con ex funcionaria de la Gobernación, marzo, 2008).
Tales alianzas se concretaron en lo que se denominó como el de “Pacto
de Ralito”, que inició el destape de los acuerdos entre los distintos jefes
políticos regionales y locales y los paramilitares en varias regiones del
territorio nacional. En esa dirección, algunos medios empezaron a cata-
logar este capítulo de la vida nacional como la “parapolítica” y empezaron
a destaparse las dimensiones del acuerdo. En ese entonces el mapa polí-

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Armar la Hacienda: territorio, poder y conflicto en Córdoba, 1958-2012 193

tico de Córdoba era el siguiente: el liberalismo estaba divido en cuatro


tendencias, que desde los años ochenta e incluso desde antes se habían
disputado los cargos de elección popular en el nivel local-regional. De
hecho, esta dispersión partidista era reflejo de la hiperfragmentación que
habían sufrido los partidos políticos colombianos desde tiempo atrás. Por
un lado, estaba el grupo de Mayorías Liberales, dirigido por Juan Manuel
López Cabrales, que había heredado las banderas de Libardo y Edmundo
López Gómez; por otro, el Movimiento Insurgencia Liberal, que a media-
dos de los años noventa perdió a sus dos principales figuras, Francisco
Jattin y Jorge Elías Jattin, por cuenta del Proceso 8.000. De esta forma se
operó una recomposición dentro del partido y entraron en la escena Zu-
lema Jattin y Flora Sierra de Lara, pero el golpe sufrido por esta facción
fue evidente, pues para las siguientes elecciones locales el jatinismo dis-
minuyó su representación. En 2000 no ganó ninguna alcaldía y solo logró
dos diputados a la Asamblea Departamental y 38 concejales en todo el
Departamento, concentrados en Chimá, Lorica y Puerto Libertador (Mi-
sión de Observación Electoral, sf).
Una tercera ala, representada por Miguel Alfonso de la Espriella,
quien heredó las banderas políticas de su padre Abelardo de la Esprie-
lla, hizo parte de la estructura electoral de los López hasta el año 2002,
cuando rompió su compromiso político y consiguió apoyo de Salvatore
Mancuso, por lo cual Miguel pudo hacer fórmula con Eleonora Pineda.
De hecho, esas elecciones se convirtieron en las revelaciones políticas de
Córdoba, ahora con el aval del Movimiento Popular Unido (MPU), di-
rigido por Carlos Abadía, el exsenador del Valle que fuera condenado
en el Proceso 8.000 (Misión de Observación Electoral, sf). Por último, la
tendencia del Movimiento de Integración Popular (Mipol), fundado por
Salomón Náder Náder, quien entregó las banderas de su movimiento po-
lítico a su hijo, Mario Salomón, personaje que, a su vez, se unió en 2006 a
Juan Manuel López Cabrales. No obstante, en los años 90 Mipol fue una
ventana de oportunidad para que políticos emergentes lograran hacerse a
un espacio en la arena política, tal como sucedió con Reginaldo Montes,
De la Espriella y Eleonora Pineda, entre otros (Misión de Observación
Electoral, sf).
Por su parte, el partido Conservador no soportó este faccionalismo,
pues Julio Manzur se había visto beneficiado por la muerte del dirigente
tradicional Amaury García Burgos, quien le permitió asumir las riendas
del conservatismo, primero, a través de la Nueva Fuerza Democrática, y
luego, en las filas del partido oficialista, donde se convirtió en senador a

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partir de 1994 y hasta hace pocos años, cuando se involucró en la parapo-


lítica (Misión de Observación Electoral, sf).
Cuando se desató el escándalo parapolítico, el propio Salvatore Man-
cuso afirmó que el proyecto paramilitar controlaba el 35% del Congreso
Nacional, gracias a la división de los distritos electorales entre los can-
didatos amigos y a la exclusión de los adversarios o no incluidos. Por
supuesto, cinco años después se tuvo conocimiento de un documento
suscrito en 2001 por las AUC y 32 políticos de la Costa Caribe (entre ellos
once senadores y representantes), en el cual había quedado consignado no
solo este arreglo sino también el supuesto acuerdo de “refundar la Patria”
para enderezar el maltrecho rumbo de la nación (Corte anexa “Acuerdo
de Ralito” a expediente por “parapolítica”, Semana, enero 24, 2007). En su
defecto, este fenómeno, que en un inicio mostraba un alcance regional,
se fue ampliando a numerosas regiones del territorio nacional, hacia las
cuales se habían expandido las AUC. Tal era el caso de los Santanderes,
Valle del Cauca, Caldas, Meta y Casanare. Pero sin duda alguna el caso
cordobés es el más emblemático, no solo por haber evidenciado el mayor
grado de colaboración que habían logrado las AUC sino también por las
mismas heterogeneidades existentes en su seno.
Puede asegurarse que el alcance de la penetración paramilitar en las
instituciones locales, así como en los cargos de elección popular del ni-
vel regional, fue muy alto en Córdoba, si se le compara con el encontra-
do en otras regiones del país. El mismo Mancuso llegó a afirmar que,
de los 28 alcaldes que había en 2007, 25 estaban bajo sus órdenes (“De
28 alcaldes de Córdoba, 25 están bajo mis órdenes”, El Heraldo, mayo
17, 2007). Por esa razón los procesos contra la parapolítica afectaron a
los senadores y representantes del departamento: de los seis que tenía
Córdoba en 2007, solo salía indemne la mitad. Habían sido capturados
Juan Manuel López, Reginaldo Montes y Miguel Alfonso de la Espriella
(“Política cordobesa reducida a la mitad”, El Heraldo, mayo 15, 2007).
Ese número aumentó con los arrestos de Julio Manzur, Mario Salomón
Nader y Zulema Jattin. Este tipo de sucesos revelaba el grado de acepta-
ción del control paramilitar en el departamento, así como su amplitud
en el ámbito regional, por cuenta de la configuración de un mapa po-
lítico que trascendía las divisiones político-administrativas. Eso dejaba
entrever el alcance de la influencia militar, que pretendía consolidar un
tipo de orden social en un ámbito regional que fuera afín a sus intereses
y visión de sociedad (“40 políticos más de Urabá y Córdoba en líos por
AUC”, El Heraldo, junio 13, 2012).

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Armar la Hacienda: territorio, poder y conflicto en Córdoba, 1958-2012 195

Sin embargo, este el tipo de arreglos y el grado de compromiso fren-


te al proyecto paramilitar variaban de acuerdo con el poder político
previamente acumulado en las regiones. Por eso no es posible meter en
el mismo saco a Eleonora Pineda, Juan Manuel López Cabrales y Julio
Manzur: cada caso es singular, debido a los capitales, tanto políticos
como económicos, que poseía cada jefe político. Para Eleonora Pineda
y Miguel de la Espriella, el Pacto de Ralito significó ganar un espacio o
un reposicionamiento dentro del mapa político regional: Pineda pasó,
de ser concejal de un municipio del sur de Córdoba (Tierralta) a tener
la votación más alta para la Cámara en 2002, tanto en el departamento
como en el país, porque se vio beneficiada por votaciones superiores al
80%, sin ningún voto nulo, en corregimientos con alto analfabetismo.
Según algunos reportajes, estas altas tasas se alcanzaron gracias a que
en varios lugares la gente votó bajo la supervisión de los paramilita-
res (“Los nuevos caciques”, Semana, abril 24, 2005). Algo distinta era
la situación de Miguel de la Espriella, pues el arreglo establecido con
Mancuso le representaba la posibilidad de independizarse del liderazgo
político de Juan Manuel López Cabrales para dar el salto de la Cáma-
ra al Senado. Ese arreglo explica la ostensible variación de los lugares
donde recibió mayor votación, si se comparan con los resultados de
1998: en las elecciones de 2002 obtuvo votación en municipios donde
él nunca había tenido una ascendencia política importante, los cuales
coincidían precisamente con zonas donde había un dominio paramili-
tar pronunciado, como Montería, Tierralta, Cereté y Valencia, lugares
donde alcanzó proporciones similares a las de Eleonora Pineda (Misión
de Observación Electoral, sf).
Esta situación explica la mayor subordinación frente a Mancuso ma-
nifestada por Eleonora Pineda y Miguel de la Espriella, quienes siem-
pre defendieron su simpatía e incluso su respaldo al orden paramilitar
instaurado en Córdoba, pues sin su respaldo ellos no hubiesen podido
trascender en el plano político nacional. Por eso, no es de extrañar que
las dos figuras fueran catalogadas por algunos medios de comunica-
ción como las voces del paramilitarismo en el Congreso. El mismo De
la Espriella reconoció ese rol: “Por mi condición de representante a la
Cámara, Salvatore Mancuso me propuso llevar la vocería política de su
grupo en el Congreso. Fue cuando conformamos una lista con Eleonora
Pineda; yo al Senado, ella a la Cámara. Una vez elegidos, nos propusi-
mos cumplir ese objetivo” (“Fuimos voceros de Mancuso”, El Especta-
dor, octubre 6, 2012).

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196 Andrés Felipe Aponte G.

Muy distinto es el caso de Juan Manuel López Cabrales, quien, frente


al proyecto de las AUC, mantuvo una postura de confrontación que lo
llevó incluso a vetar la Ley de Justicia y Paz impulsada por el gobierno del
presidente Uribe para favorecer el desmonte paramilitar. En contraste con
la subordinación de Pineda y De la Espriella frente a Mancuso, el caso de
López ilustra muy bien la capacidad de maniobra de los políticos frente a
los paramilitares, pero también los malentendidos y desacuerdos propios
de la negociación política en el nivel regional. Para López, el paramilita-
rismo no representaba ningún incentivo, porque poseía una maquinaria
electoral consolidada desde hacía años y basada en su control sobre las
instituciones más apetecidas del Departamento (Educación y Salud), que
le garantizaba el apoyo electoral de sus clientelas. La creciente influencia
paramilitar en la vida política departamental representaba más bien una
amenaza a su capital político, porque lo obligaría a compartir las cuotas
burocráticas que cimentaban su poder en la región y a aceptar la división
de distritos electorales, con sus adversarios y con las nuevas figuras emer-
gentes. A diferencia de Pineda y de la Espriella, Juan Manuel López nunca
necesitó el apoyo de los paramilitares para ganar su curul en el Senado,
hecho que queda comprobado con los votos obtenidos en las elecciones
de 1998 y 2002, pues presentaron la misma tendencia en cuanto a canti-
dad y concentración espacial (Montería y San Andrés de Sotavento) (Mi-
sión de Observación Electoral, sf).
Por último, podemos citar el caso de Julio Manzur, cuyo interés en
el Pacto de Ralito obedecía a una forma de acrecentar su poder en la
región y minar así la hegemonía de su mayor rival, Juan Manuel López
Cabrales. Como muestra la MOE, su votación en el departamento no
registró ascensos vertiginosos, ya que en 2002, al tradicional dominio
conservador en los municipios de Cereté, San Pelayo, Puerto Escon-
dido, Purísima y Ciénaga de Oro, se sumaron San Carlos y Canalete,
donde el líder conservador nunca había obtenido una votación nota-
ble. Por eso, su implicación en la parapolítica fue reconocida por el
propio Mancuso, quien lo mencionó como miembro del denominado
“sindicato”, constituido por un grupo de políticos que buscaron al co-
mandante para que apoyara a un candidato de ellos a la gobernación
de Córdoba y acabara así con el dominio tradicional de la familia Ló-
pez Cabrales, cuyo candidato era Libardo López. Mancuso afirmó que
los seis congresistas que integraban el “sindicato” eran Zulema Jat-
tin, Julio Manzur, Miguel de la Espriella, Eleonora Pineda, Reginaldo
Montes y Musa Besaile (“Supuesto pacto entre Mancuso y políticos

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Armar la Hacienda: territorio, poder y conflicto en Córdoba, 1958-2012 197

para ganar gobernación de Córdoba enreda a Zulema Jattin”, El Tiem-


po, mayo 11, 2009).
Estas diferentes posiciones frente al orden paramilitar evidencian
aún más las pujas por el poder regional y las distintas alianzas que se
forjaron para reposicionarse y tumbar la hegemonía lopista. Todo esto
revela, como afirman Barrera y Nieto, que no es acertado partir de pre-
misas como la existencia de una adhesión programática natural de los
dirigentes políticos a las agendas de los paramilitares, o viceversa, como
lo plantea el concepto de “captura del Estado”, ya que esta aproximación
implicaría “desconocer que, aun cuando los objetivos de ambos podían
coexistir, su interacción estuvo caracterizada por relaciones de conflicto y
cooperación. Por un lado, los paramilitares pretendían acceder a recursos
estatales, incidir en ciertas políticas locales y regionales y construir en-
laces entre su región y el centro. Para ello, la clase política era el actor al
que debían acudir. Los políticos, a su turno, pretendían ser elegidos en los
cargos de elección popular, configurar el mapa político y acceder a una
parte de los recursos estatales” (Barrera y Nieto, 2011).
En cambio, la observación interrelacional de estos arreglos institucio-
nales reconoce una mayor capacidad de agencia de los políticos regiona-
les y de sus recursos, los cuales, en la concepción de “captura del Estado”,
se suponían totalmente subordinados frente a la preponderancia del pro-
yecto político de los paramilitares sobre los políticos regionales y locales.
En el enfoque de la captura el acento de la agencia se pone sobre estos ac-
tores emergentes: son ellos los que capturan, reconfiguran, condicionan y
marcan las pautas del andar político e institucional. Con ello se olvida que
los políticos regionales y locales también cuentan con recursos e intereses
particulares que en algunas ocasiones les permiten adaptarse u oponerse
a la injerencia de otros en la vida política.
Todos estos procesos y dinámicas revelan que el paramilitarismo ha-
bía experimentado una serie de transformaciones que lo diferenciaban
de años atrás y mostraban las limitaciones de la categoría analítica de
autodefensas, que no permitía hacer justicia a los cambios del fenóme-
no, tanto en su interior como en su relación con otros actores. En los
años iniciales, las autodefensas estaban mucho más ligadas a los poderes
regionales y a las fuerzas militares de su región de influencia, a fin de
obtener recursos humanos y materiales, al tiempo que representaban una
herramienta de control territorial destinada a contener el avance guerri-
llero y asegurar una zona productiva. En cambio, en los años siguientes ya
mostraban mucha más independencia frente a jefes políticos y militares,

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no solo porque su ejercicio había dejado de ser un recurso destinado a


asegurar una zona, sino también porque ellas mismas habían constituido
ya un proyecto político, económico y militar con pretensiones de expan-
sión hacia otras zonas. Incluso, podían prescindir de sus relaciones con
los poderes regionales y los militares, ya que los recursos del narcotráfico
les permitían una mayor capacidad de agencia.

Desmovilización sin desmonte y configuración de una geografía


ligada a los circuitos económicos de la coca
Iniciada la primera de las dos administraciones de Álvaro Uribe (2002-
2010), los paramilitares estaban experimentando una serie de reveses
militares de escala nacional que evidenciaban, no solo sus limitaciones
estructurales en el terreno militar sino también el agotamiento de su pro-
ceso expansivo, que, de confrontar al ELN pasaba a enfrentarse con las
Farc. Una cosa era atacar los bastiones históricos del ELN –mucho más
próximos geográficamente, que tenían una potencia de fuego menor, por
la falta de recursos, y empezaban a experimentar un creciente rechazo
en algunas zonas de la retaguardia, como el Magdalena Medio (Aponte,
2013)– y otra cosa era arremeter contra las zonas de retaguardia de las
Farc, donde ellas disponían de una fuerte presencia militar y eran evi-
dentes las disparidades entre los combatientes de ambos lados en cuanto
a la disciplina y capacidad de combate de sus filas. Asimismo, el lenguaje
de cero tolerancia de la administración Uribe frente a la insurgencia, así
como su consiguiente decisión de lucha frontal, que, mediante el Plan
Patriota y la doctrina de la Seguridad Democrática, se extendía hasta sus
retaguardias históricas, contribuyeron a que el proyecto paramilitar em-
pezara a reconsiderar su papel dentro de la sociedad colombiana.
A este cambio del contexto, caracterizado por reveses militares y la
reconsideración de su papel dentro de la sociedad colombiana, se su-
maban las divisiones dentro de las AUC, no solo a causa de diferencias
de orden organizativo entre los grupos regionales sino también porque
la posición frente al narcotráfico se había constituido en la manzana
de la discordia. En esos años era más que evidente la prevalencia del
grupo de los “narcos puros” en la adopción de decisiones dentro de la
organización: las tensiones llegaron a su cenit con la muerte del propio
comandante de las AUC a manos de sus compañeros y de su hermano
(Vicente Castaño), drama que dejaba entrever que los sectores más nar-
cotizados habían ganado la batalla.

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De esa manera, en el segundo año del gobierno de Uribe se emprendió


una ronda de diálogos en Santafé Ralito que desembocó en la desmovi-
lización de varias estructuras paramilitares del país, entre ellas las que
hacían presencia en la región de Córdoba. El gobierno nacional conta-
bilizó 31.671 personas desmovilizadas de los distintos bloques y frentes
afectados, aunque esta cifra fue muy controvertida tras el no desmonte
de las estructuras de las organizaciones y el descubrimiento de falsas des-
movilizaciones, treta que no solo buscaba engrosar en el papel el número
de combatientes para aparentar una mayor percepción de fortaleza, sino
también invisibilizar a los actores de primer orden (“Crece escándalo por
las falsas desmovilizaciones”, El Universal, marzo 7, 2011).
Ahora bien, al margen de estas vicisitudes del proyecto paramilitar a
escala nacional, las estructuras presentes en Córdoba antes de su desmo-
vilización evidenciaban una gran complejidad organizativa y, a la vez, una
presencia activa en amplios espacios del Departamento. Esto replicaba
lo que tenía lugar también en otros casos, como los del Bloque Central
Bolívar y el Bloque Norte, entre otros, divididos en distintos frentes pero
que compartían territorios con otros bloques, como ocurría en el Cesar,
Norte de Santander y otros lugares. En ese sentido, conviene señalar las
diferentes estructuras que operaban en Córdoba en ese entonces. En pri-
mera instancia aparece el Bloque Córdoba, bajo el mando de Salvatore
Mancuso y que tenía una mayor envergadura y complejidad, por estar
dividido en varias subestructuras regionales: en Tierralta y Valencia ope-
raba el frente Abibe, bajo el mando de alias ‘Sebastián’; en Valencia, el
frente Héroes de Tolová, al mando de Manuel Arturo Salom Rueda, alias
‘J. L.’, y en Tierralta y Valencia la llamada Escuela Móvil y dedicada a la
formación de cuadros paramilitares.
En el Departamento también hacía presencia el Bloque Elmer Cár-
denas, con influencia en Antioquia, Chocó y una franja del norocciden-
te del Departamento, en los municipios de Las Córdobas, Canalete y
Puerto Escondido. A él se añadían el frente Alto San Jorge, de Montelí-
bano y Puerto Libertador, que estaba al mando de Juan María Lezcano,
alias ‘Pollo Lezcano’, y actuaba en Ayapel, La Apartada, Planeta Rica y
Buenavista. Adicionalmente funcionaba un frente urbano, al mando de
Víctor Alfonso Rojas y con radio de acción en Montería, Cereté, Ciéna-
ga de Oro, San Carlos y Sahagún. Hacia el occidente del Departamento
estaba el frente Rito Antonio Ochoa, comandado por Rodrigo Mercado
Peluffo, alias ‘Rodrigo Cadena’, con influencia en Sucre y algunas zonas de
Córdoba, entre ellas los municipios de San Andrés de Sotavento, Chimá,

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Momil, Purísima y Lorica. Finalmente, no sobra nombrar el Bloque Mi-


neros, bajo el mando de Ramiro, alias ‘Cuco Vanoy’, presente en el Bajo
Cauca antioqueño y con alcance hasta Puerto Libertador, Montelíbano,
La Apartada y Ayapel (Vicepresidencia, 2009).
Para la desmovilización del aparato que la opinión pública conocía
como las AUC, el gobierno de Uribe diseñó una hoja de ruta que, en pri-
mer lugar, garantizaba que el Estado iba a impedir que la guerrilla apro-
vechara el cese al fuego para volver a tomar las zonas controladas por las
AUC. En cumplimiento de tal objetivo, la Brigada No. 11 puso a funcio-
nar, en junio de 2003, la operación Motilón, dirigida a atacar a los frentes
17 y 34 de las Farc. En segundo lugar, se dispuso que la fuerza pública hi-
ciera presencia real en las zonas controladas por las AUC después del cese
de hostilidades; todo debía concluir, finalmente, con la desmovilización y
el desarme de las AUC (Verdad Abierta, sf).
El esquema del plan se basaba en el cálculo político del entonces máxi-
mo comandante paramilitar, Carlos Castaño, para quien el contexto de la
lucha contra el terrorismo y la consiguiente inclusión de las AUC en la
lista norteamericana de grupos terroristas le habían cambiado el panora-
ma y lo habían convencido de la necesidad de una salida política, junto
con la posibilidad de obtener el reconocimiento del carácter político de
su organización (“Queremos ser partido político”, El Colombiano, junio
22, 2004). No obstante, él mismo aceptaba la existencia de discrepancias
y dificultades que podrían afrontarse a causa de la acentuación y pre-
eminencia del ala narcotraficante, guiada por gente como ‘Don Berna’,
‘Ramiro Vanoy’, Carlos Mario Jiménez, ‘Los Mellizos’ Múnera y Francisco
Javier Lindo, entre otros que componían la cúpula de la organización, a la
cual se habían integrado mediante la compra de bloques o franquicias de
las AUC (Verdad Abierta, sf).
El proceso se inició hacia fines del año 2002, cuando Santa Fe Rali-
to (Córdoba) fue escogido como zona de encuentro del gobierno y los
máximos comandantes de los distintos bloques paramilitares. No obs-
tante, el proceso estuvo plagado de dudas a causa del poco conocimiento
de lo pactado entre el gobierno y las autodefensas, así como debido a las
condiciones de reclusión de los comandantes y a los derroches excesivos
de trago y mujeres, además de la continuación de sus actividades ilega-
les relacionadas, tanto con el tráfico de drogas como con los asesinatos
selectivos (“Santa Fe de Ralito”, Semana, mayo 5, 2007; “Incautan cinco
toneladas de cocaína”, El Nuevo Siglo, agosto 14, 2004).

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Para complicar más la ya compleja situación, el proceso se vio convul-


sionado por el asesinato de Carlos Castaño, entonces máximo líder de las
autodefensas, a manos de su propio hermano y de antiguos comandantes,
como consecuencia de los roces provocados alrededor del problema de
las drogas ilícitas y la negociación que Carlos había emprendido en ese
momento con el gobierno norteamericano (“La maldición de Caín”, Se-
mana, agosto 26, 2006). De hecho, el suceso puso de relieve dos elementos
que debían considerarse: la hegemonización del ala narcotraficante en el
proyecto paramilitar y el carácter federado de las autodefensas, que se ha-
bían reflejado antes en disputas internas por el control de rutas y cultivos,
como las entabladas entre el Bloque Norte y el Bloque Central Bolívar en
el sur del Cesar, o entre las Autodefensas Campesinas del Casanare y el
Bloque Centauros. Este suceso emblemático significó un evidente golpe
de los frentes narcotraficantes contra los sectores tradicionales o menos
afines a la economía de la coca.
A pesar de todos estos inconvenientes, el proceso de desmovilización
y reincorporación prosiguió hasta llegar, en los inicios del año 2005, a la
desmovilización del Bloque Córdoba (925 combatientes), bajo el mando
de su líder Salvatore Mancuso, así como del Frente Héroes de Tolová (464
desmovilizados) y posteriormente del Bloque Mineros (2.790 personas),
que tenía un radio de acción no solamente en municipios de Córdoba
sino asimismo de Antioquia. A ellas se sumaron la desmovilización del
Bloque Elmer Cárdenas, dividido en el frente costanero, que desmovilizó
a 309 hombres, con influencia en las costas del golfo de Urabá (Córdoba
y Antioquia), la de los frentes de Pavarandó y Dabeiba (484 hombres) y,
finalmente, la del norte y el medio Salaquí, con 743 desmovilizados (Pre-
sidencia de la República, 2006).
Estos desmontes y los de otros bloques, en el contexto de la aplicación
de la Ley 975 de 2005 (Justicia y Paz), fueron publicitadas por el gobier-
no nacional como la mejor prueba del éxito de su política de paz, que
habría logrado la “desmovilización” de cerca de 31.000 paramilitares, lo
que significaba el fin del paramilitarismo. De esa manera, como señaló un
informe (Comisión Colombiana de Juristas, 2010), se partió del supues-
to de que los grupos paramilitares estaban conformados solamente por
estructuras armadas, a fin de mimetizar o esconder las alianzas y pactos
regionales que los sostenían. Se ocultó, pues, el agenciamiento y la parti-
cipación que los actores políticos y económicos habían tenido en su con-
formación, porque no había interés en revelar las estructuras militares,
políticas y económicas que sirvieron de soporte para la consolidación del

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202 Andrés Felipe Aponte G.

paramilitarismo en el orden regional y para su expansión a escala nacio-


nal durante los años noventa. De esa forma se relegó y mimetizó el hecho
de que esas fuerzas ocultas, que nunca fueron develadas, deberían ha-
berse considerado para su desmonte y su reincorporación a la vida legal.
Por su lado, las Farc continuaron en su intento de seguir copando los
territorios ganados en años recientes frente a los paramilitares, y aprove-
charon cualquier ventana de oportunidad para seguir consolidando su pre-
sencia territorial en el sur del Sinú. Su objetivo era no solo recuperar el
territorio perdido en los años noventa sino también restablecer el corredor
que unía esta zona con el Urabá antioqueño y chocoano (“Reaparecen co-
lumnas de las Farc en Córdoba”, El Tiempo, mayo 13, 2002). Este impulso
fue facilitado por el contexto del momento, así como por el evidente des-
gaste que tenían algunas estructuras paramilitares de la región por cuenta
de sus purgas internas y el descenso de su capacidad de fuego (Gráfica 4).
Así, en el año 2005 el quinto Frente de las Farc incursionó en la vereda El
Guadual (Valencia), situada a solo 50 kilómetros de Santa Fe Ralito (“Farc
llegan a solo 50 kilómetros de Ralito”, El Colombiano, agosto 27, 2005).
Frente a esta relegación de los paramilitares a un plano secundario, la
acción del Estado empezó a intensificar sus confrontaciones con las Farc
en el periodo comprendido entre 2002 y 2005, de acuerdo a lo pactado
con las AUC para su desmonte. El objetivo transcendía la escala regional
y buscaba garantizar una estabilidad regional que comprendiera zonas de
los departamentos de Antioquia y Chocó donde las Farc seguían resis-
tiendo, e incluso recuperar territorios anteriormente perdidos a manos
de los paramilitares. En este orden de ideas, los ataques del Ejército se
tornaron más intensos, no solo en Córdoba sino también en Antioquia y
Chocó, mediante el despliegue de una estrategia destinada a erosionar la
capacidad de fuego del bloque noroccidental de las Farc. Eso se reflejó en
la importancia que tuvieron las operaciones Orión y Mariscal en la esca-
lada regional de la guerra, según Medina (2011), porque obligaron a un
cambio drástico del rumbo del Bloque Noroccidental, que dejó de recibir
el apoyo logístico que le había permitido el establecimiento de grandes
corredores estratégicos. Esto modificó la correlación de fuerzas en las re-
giones colindantes con el área metropolitana de Medellín, ya que forzó a
este grupo a replegarse hacia zonas del Nudo del Paramillo y el sur de la
Serranía del Darién, en territorios de Chocó y Antioquia, de más difícil
acceso para la fuerza pública.
Tales desarrollos marcaron un punto de inflexión de este Frente faria-
no, cuya presencia en Córdoba empieza a ser cada vez más gris y limitada

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Armar la Hacienda: territorio, poder y conflicto en Córdoba, 1958-2012 203

a los zonas de cultivos ilícitos, para adoptar, de acuerdo con el contexto,


una postura mucho más cercana al repliegue y la conservación de fuer-
zas. En el declive de este Frente también influyó la “desmovilización” de
‘Karina’ y la muerte de ‘Iván Ríos’, así como la de importantes cabecillas
locales y mandos medios.

Rearme y reconfiguraciones territoriales de los actores armados.


¿Más de lo mismo? (2006-2012)
En contraposición al discurso del gobierno de Uribe Vélez, que enarbola-
ba como triunfo propio el exitoso proceso de desmovilización y reincor-
poración a la vida civil de los paramilitares, aparecieron nuevas estructu-
ras armadas al mando de antiguos cuadros medios del paramilitarismo,
así como ‘narcos’ tras el halo de paramilitares renegados. Esas estructu-
ras se enzarzaron en una nueva ola de asesinatos y matanzas en pos del
control territorial de las zonas cultivadas de coca y de las rutas para la
comercialización de la cocaína. El nuevo contexto no solo evidenciaba un
panorama mucho más sombrío, en comparación a la otrora hegemonía
paramilitar, sino que también revelaba el grado de infiltración que había
alcanzado el narcotráfico a lo largo y ancho de la sociedad cordobesa, así
como en las instituciones locales y regionales.
A pesar de que diversas organizaciones sociales colombianas y del ex-
terior, así como algunos medios de prensa, prendieron las alarmas ante el
rearme o reciclaje de las antiguas estructuras paramilitares, no solo en el
Departamento de Córdoba sino asimismo en regiones como Magdalena
Medio, Catatumbo y Valle del Cauca (Aponte, 2013; Rodríguez, 2013), el
gobierno nacional negaba en primera instancia la existencia de cualquier
rebrote violento. Posteriormente se limitó a calificar a esos grupos como
expresiones criminales que surgían en torno a la disputa por el control del
tráfico de drogas, pero desmintiendo que estuvieran fuera de control. Esta
percepción no solo no hacía plena justicia a la complejidad, variedad, plu-
ralidad y riesgo del fenómeno, sino que también ocultaba aspectos de fon-
do, entre ellos la no desmovilización de todos los que estaban armados.
En efecto, las llamadas Bandas Criminales (Bacrim) reflejaban un
proceso de recomposición y reposición, con continuidades y disconti-
nuidades respecto de las antiguas estructuras de los ahora desmoviliza-
dos jefes paramilitares y sus segundones, en relación con la economía de
la coca y las pretensiones de control territorial. En su mayor parte, las
llamadas Bacrim estaban dirigidas por antiguos jefes  de segundo rango

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204 Diego Quiroga y Tamara Ospina-Posse

de las organizaciones paramilitares, los cuales no se desmovilizaron, no


solo por decisión de sus comandantes sino también por su propia volun-
tad. En esta dirección, empezaron a operar de manera similar a la de los
frentes paramilitares, buscando el control de algunos territorios y eslabo-
nes del narcotráfico mediante amenazas, extorsiones y otras actividades
delictivas, junto con el recurso sistemático a la violencia, expresado en
masacres, asesinatos selectivos y desplazamientos forzados de población
civil. Pero también introdujeron cambios en las expresiones del conflicto,
pues empezó a presentarse una disputa territorial, ya no entre dos opo-
nentes claros (como las Farc y las AUC), sino que involucraba a distintas
estructuras en puja por el dominio de zonas de cultivo, procesamiento y
rutas de embarque al exterior de las drogas adictivas (“Autoridades, pre-
ocupadas por masacres”, El Colombiano, junio 6, 2006). La nueva situa-
ción llevó a un discurso antisubversivo menos pronunciado de las nuevas
formaciones delictivas, unos grupos menos numerosos y unas relaciones
con sectores políticos que no trascendían el nivel regional o local.
En el caso específico de Córdoba, el proceso de rearme y de disputas
puede dividirse en dos momentos. El primero tuvo como génesis la lucha
que libraron Mancuso y ‘Don Berna’, no solo por el control de las áreas de
cultivos sino también de las rutas del mar Caribe una vez que se vencie-
ron los pactos establecidos cuando ellos eran comandantes de las AUC.
En el segundo entraron a la escena ‘Don Mario’ y otras formaciones de las
Bacrim, procedentes de los antiguos mandos medios del paramilitarismo,
que buscaban copar el espacio dejado por los extraditados comandantes
paramilitares en cumplimiento de los pactos de desmovilización firma-
dos con el gobierno.
En comparación con su momento inicial de 2006, puede señalarse que
crecían los rumores sobre la división entre las facciones de ‘Don Berna’
y Mancuso en torno al ordenamiento de la vida regional y al proble-
ma de los cultivos ilícitos. Con el tiempo, estas tensiones terminaron por
desatar una interacción violenta por el control del territorio. Se estimaba
entonces que Mancuso se apoyaba en los mandos medios no desmovili-
zados del Bloque Córdoba para seguir controlando las áreas de cultivo de
Valencia, Tierralta y Montelíbano, lo mismo que las rutas hacia el golfo
de Morrosquillo (“OEA denuncia rebrote para en Córdoba”, El Tiempo,
marzo 3, 2006). Sin embargo, el creciente poder de ‘Don Berna’ empezó
obstaculizar ese objetivo, por lo cual ambos bandos iniciaron una dis-
puta violenta que no solo involucró a la población civil sino también a
las distintas personas que hacían parte del grupo opositor y sus redes de

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Armar la Hacienda: territorio, poder y conflicto en Córdoba, 1958-2012 205

apoyo (“Aumenta ola criminal en Córdoba”, El Tiempo, junio 26, 2006).


La situación se tornó especialmente crítica en los municipios de Valencia
y Tierralta, donde Mancuso denunciaba la aparición de unos grupos lla-
mados “Los Traquetos”, que atentaban contra la paz, el orden de la región
y la vida de los desmovilizados de su grupo (“Mancuso advierte sobre los
traquetos”, El Tiempo, julio 4, 2006).
Estas zonas se tornaban estratégicas debido a la disponibilidad de re-
cursos que alojaban. La política antidrogas norteamericana y la campaña
de fumigación de la administración de Uribe, lejos de remediar la proble-
mática de los cultivos ilícitos, hicieron que los grupos armados continua-
ran trabándose en disputas violentas por el control de los cultivos ilícitos.
No en vano, tales siembras no desaparecieron de la región sino que se
acentuaron con el tiempo, como observamos en la Tabla 15.

Tabla 15
Cultivos ilícitos por municipios (hectáreas), 2001-2011

Municipio 2001 2002 2003 2004 2005 2006 2007 2008 2009 2010 2011
La Apartada 6 0 0 0 0 0 0 0 0 0 0
Montelíbano 37 66 233 428 1021 376 360 621 681 835 240
Puerto
278 141 193 339 978 447 1084 464 728 579 243
Libertador
Tierralta 331 178 399 669 1124 389 414 624 1360 2474 604
Valencia 0 0 13 99 13 4 0 1 12 1 1
Total 652 385 838 1535 3136 1216 1858 1710 2781 3889 1088

Fuente: Simci. Elaboración propia.

Aunque inicialmente esta disputa se circunscribía al área de los al-


tos Sinú y San Jorge, poco a poco se fue ampliando hacia la capital del
Departamento y en dirección a los municipios costeros, aprovechando
el espacio vacío que había dejado el proceso de desmovilización. Ante-
riormente la dirección de las AUC garantizaba el reparto de los eslabo-
nes y territorios de la economía de la coca, pero la desmovilización hizo
desaparecer el ente coordinador que permitía pactar acuerdos y regular
su cumplimiento. Ello condujo a que cada bando buscara copar todos
los eslabones de la economía ilegal mediante sus propias estructuras ar-
madas, con el propósito de dominarlos (“Los cultivos ilícitos de las AUC
generan una guerra”, El País, julio 10, 2006). Así se inició una disputa que

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206 Andrés Felipe Aponte G.

no solo involucraba a los miembros de cada organización sino que busca-


ba además el control de la población y sus medios de producción, como
ocurre en toda lucha territorial. Se hizo entonces evidente el recurso sis-
temático a la violencia para garantizar el control territorial mediante ma-
tanzas, desplazamientos y asesinatos selectivos (“Se disparan muertes en
Córdoba”, El Heraldo, agosto 19, 2008; “Masacre en Córdoba”, El Mundo,
julio 22, 2008). No en vano en esos años se presentaron picos históricos
en el número de desplazados y de acciones violentas contra la población
civil (Tabla 16 y Gráfica 6).

Tabla 16
Desplazados, por municipios, 1997-2011
Municipio Antes 1997 1997 1998 1999 2000 2001 2002 2003 2004 2005 2006 2007 2008 2009 2010 2011 2012
Ayapel 143 201 276 340 405 509 708 838 969 1111 1245 1397 1575 1788 2226 3473 3623
Buenavista 363 389 441 448 467 555 595 638 689 721 776 836 888 996 1560 1843 1884
Canalete 1631 1716 1823 1859 1955 2154 2262 2321 2445 2534 2684 2809 2964 3030 3090 3198 3246
Cereté 73 78 105 122 148 209 300 356 389 483 555 635 697 775 825 877 901
Chimá 51 51 67 97 124 139 159 167 181 208 230 259 286 286 289 293 294
Chinú 178 203 232 258 321 400 455 496 537 595 643 670 745 756 777 785 796
Ciénaga de Oro 27 35 61 73 102 138 196 226 271 371 462 524 580 639 657 678 688
Cotorra 7 7 11 17 25 38 60 76 104 104 104 108 118 137 143 149 152
La Apartada 20 21 33 33 33 50 50 58 68 68 73 113 152 265 798 1246 1266
Lorica 180 224 249 316 370 480 638 715 836 978 1087 1191 1379 1738 2115 2345 2384
Las Córdobas 702 736 770 828 888 986 1063 1116 1175 1217 1292 1397 1459 1510 1555 1647 1664
Momil 42 45 49 51 51 111 194 226 303 338 363 373 407 410 413 430 434
Moñitos 72 96 125 151 172 224 342 376 427 523 573 646 811 1069 1328 1463 1495
Montelíbano 1180 1365 3125 3733 4846 7155 10936 11799 12849 14344 17450 19031 21205 22829 25337 29742 30140
Montería 7021 7553 8164 8635 9376 10318 11211 11603 12124 12669 13254 13933 14681 15323 15960 16769 17004
Planeta Rica 477 562 696 838 1036 1362 1579 1708 1826 1980 2209 2386 2682 3077 3935 4437 4560
Pueblo Nuevo 1268 1318 1377 1450 1579 1750 1861 1901 1967 2072 2143 2207 2277 2347 2743 2868 2882
Puerto Escondido 90 103 130 171 232 289 356 383 463 508 544 607 774 934 1026 1086 1106
Puerto Libertador 1091 1369 2074 2914 4476 7611 10200 10716 12152 14426 16412 18596 24142 25980 27783 29773 30187
Purísima 29 36 45 65 81 130 137 146 153 178 189 207 222 230 248 252 261
Sahagún 100 143 172 230 312 510 651 707 763 821 887 977 1066 1132 1176 1256 1271
San Andrés de Sotavento 479 982 1040 1105 1239 1491 1825 1958 2237 2369 2453 2529 2588 2641 2657 2677 2694
San Antero 50 54 56 71 92 158 170 201 226 255 313 349 397 517 559 587 620
San Bernardo del Viento 35 56 78 103 149 232 353 455 524 648 759 909 1026 1315 1587 1874 1929
San Carlos 117 134 135 144 181 233 265 317 349 425 467 475 512 538 546 549 552
San José de Uré 0 0 16 37 58 67 119 125 216 267 288 355 440 830 999 1194 1241
San Pelayo 65 80 94 102 137 182 250 296 331 352 406 461 496 862 1003 1135 1158
Tierralta 7869 9549 13739 26738 38050 44690 51236 53652 55146 56909 59454 63102 67492 69928 71622 75112 76251
Valencia 3006 3403 3917 4632 5297 13566 16648 17259 17918 20018 20794 22459 23901 24552 24783 25001 25078
Total 26366 30509 39100 55561 72202 95737 114819 120835 127638 137492 148109 159541 175962 186434 197740 212739 215761

Fuente: Ocha. Elaboración propia.

Inicialmente, y durante dos años, no se perfiló un claro ganador, pero


después la balanza se fue inclinando en favor de ‘Don Berna’, cuyo control
sobre distintos aparatos armados, como la ‘Oficina de Envigado’, le permi-
tió constituir la banda ‘Los Paisas’, que logró doblegar a la organización
de Mancuso. Así fueron asesinados el ex piloto de Mancuso (“Acribillado
a tiros ex piloto de Mancuso”, El Heraldo, junio 26, 2008) y su mano dere-
cha en el medio San Jorge, Juan María Lezcano Rodríguez, alias ‘El Pollo
Lezcano’, conocido en la zona como patrocinador de los integrantes de
las autodefensas que operaban en Ayapel y Puerto Libertador. Lezcano,
considerado como el “heredero” de Salvatore Mancuso, aterrorizaba al
Departamento con su guerra en busca del control de los cultivos ilíci-

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Armar la Hacienda: territorio, poder y conflicto en Córdoba, 1958-2012 207

tos ubicados en la zona (“Asesinado Jesús M. Lezcano”, El Mundo, marzo


1º, 2008). Este crimen evidenció la pérdida manifiesta de la influencia
del otrora jefe paramilitar en la región y el ingreso de nuevos actores. Y
además confirmó los temores de varios cordobeses entrevistados en el
sentido de que veían en Mancuso el obstáculo que había impedido la total
colonización antioqueña de Córdoba.
Este escenario de confrontaciones abrió una ventana de oportunidad
para que Daniel Rendón Herrera, ‘Don Mario’, se insertara en la zona y
comenzara a ejercer un papel protagónico en la disputa (2007-2008). El
suceso inauguró una segunda etapa del proceso de rearme en el Departa-
mento. ‘Don Mario’ emerge en la escena regional después de la misteriosa
muerte de su jefe, Vicente Castaño, y se apoya en las estructuras de aquél
para hacer presencia en los municipios de Ayapel, La Apartada, Buena-
vista, Planeta Rica y Pueblo Nuevo, anteriormente bajo la influencia de
‘Los Paisas’ de ‘Don Berna’. Su grupo empezó operaciones bajo el mote
de Bloque Héroes de Castaño, luego llamado Águilas Negras (AG) y más
recientemente ‘Autodefensas Gaitanistas de Colombia’ (AGC), y estuvo
enfilado a disputar el dominio territorial de ‘Los Paisas’, ahora conocidos
como ‘Los Urabeños’ (Vicepresidencia, 2009).
El nuevo escenario muestra una transformación importante de la in-
teracción violenta, que ya no se concentra en las disputas en las áreas
de cosecha y procesamiento de la coca instaladas en el sur del departa-
mento; ahora tales espacios se van ampliando, porque la reconfiguración
del orden paramilitar condujo a la articulación de nuevos territorios a la
disputa violenta. Ella se extendió a municipios o lugares que permitían
una rápida comunicación con el mar o eran espacios de embarque pro-
picios para la comercialización en el mercado internacional, como San
Bernardo del Viento, Moñitos y Puerto Escondido, entre otros (“La orden
de las Bandas es eliminarse entre ellas”, El Meridiano de Córdoba, junio
20, 2010). Esos municipios se volvieron también zonas de disputa entre
las bandas, particularmente allí donde había sido mayor la influencia de
‘Los Paisas’; en San Antero, por ejemplo, a finales de noviembre de 2008
se produjo una masacre en el balneario de Punta Bolívar (“Masacre en
Santa Antero atribuida a Bacrim”, El Heraldo, agosto 27, 2010).
Lo de San Antero no fue un suceso aislado: hacía parte de una escalada
regional violenta que buscaba el control por la fuerza de los distintos es-
labones de la economía de la droga. Precisamente en los años de disputas
más intensas, como 2008, se calculaba que la cifra de muertos, solamente
por homicidios registrados, llegaba a 520 personas (“Córdoba: preocupa-

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208 Andrés Felipe Aponte G.

ción por 16 meses de alta criminalidad”, El Heraldo, abril 19, 2009). Por
su parte, los desplazados ese mismo año ascendían a 175.962 (Tabla 16).
Por lo demás, la capital departamental fue escenario de crecientes dis-
putas, en primer lugar por su ubicación estratégica, atravesada por los
principales ejes viales: las carreteras que vienen del Alto Sinú desembo-
can en la troncal que viene de Caucasia, Antioquia, mientras la ciudad
está cruzada por las vías que desembocan en la costa Caribe, con destino
a San Antero y Las Córdobas, municipios que se intercomunican con el
resto de zonas costaneras. Además de su ubicación estratégica, el hecho
de ser el principal centro económico de la región convertía a Montería
en el mejor escenario posible para limpiar las ganancias de la actividad
narcotraficante en distintas actividades legales (“Montería sería campo de
guerra de bandas emergentes”, El Heraldo, abril 4, 2008).
Desde mediados del nuevo siglo los medios nacionales advirtieron la
peculiar vida de los monterianos, quienes, al lado de inmensos cordones
de miseria, erigían pequeños y relucientes palacetes y se beneficiaban de
un boyante comercio de ropa y muebles de marca, que exhibía decenas de
camionetas 4x4, en tanto que se inauguraban flamantes restaurantes con
cavas y depósitos repletos de vinos finos y licores importados. En otras
palabras, Montería, la antigua capital ganadera del país, que siempre ha-
bía sido un lugar de caza y de penetrante olor a estiércol de ganado, pasó
a ser el opulento Miami de los colombianos (“El Miami costeño”, Semana,
septiembre 24, 2004).
Estas disputas evidenciaban, en primer lugar, el fracaso rotundo de
las campañas de erradicación y de las políticas antidroga, así como de
cualquier otra política estatal expedida al respecto: en vez de disminuir
la extensión de los cultivos ilícitos, se había producido su aumento, de la
mano de la consolidación de todo un cluster erigido alrededor de la eco-
nomía ilegal. En un mismo Departamento no solo estaban dados los me-
dios geográficos propicios para ella sino también un entorno social para
su desarrollo: en contraste con los datos censados por el Simci, los medios
de prensa nacionales y las propias autoridades estimaban que ahora la ex-
tensión de los cultivos ilícitos ocupaba más del doble de la existente antes
de los acuerdos de desmovilización (ver Tabla 15).
El mismo Mancuso señaló el ineficiente sistema de monitoreo del
gobierno para calcular en 160.000 hectáreas las extensiones sembradas
de coca, que producían mil toneladas de cocaína al año, de las cuales se
generaban siete mil millones de dólares, que, en su mayoría, termina-

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Armar la Hacienda: territorio, poder y conflicto en Córdoba, 1958-2012 209

rían inyectados en la economía nacional (“¿Qué significan las cuentas de


Mancuso?”, Semana, septiembre 2, 2008). Este hecho ha ido en aumento
en el departamento, debido al traslado de cultivos de regiones vecinas,
como estrategia de evasión de las políticas antinarcóticos (“Cultivos de
coca se desplazan a Chocó, Córdoba y Amazonia”, Semana, junio 23,
2011). Tanto las capacidades de adaptación de los actores armados como
la ineficiencia del gobierno nacional quedaban constatadas por los gran-
des volúmenes de los cargamentos que han venido siendo incautados
por las autoridades, los cuales no solo revelan la capacidad productiva
que tiene el sur de Córdoba sino también toda la adecuación infraes-
tructural exigida por esa actividad, así como el volumen de los agentes
involucrados en el negocio (“Incautan 5 toneladas de cocaína”, El Nuevo
Siglo, agosto 14, 2004).
Asimismo, tampoco se afectaron los vínculos que habían configurado
y consolidado los paramilitares con algunos miembros de la fuerza pú-
blica para asegurarse el libre desarrollo de su actividad: tanto la Policía
como los militares continuaron recibiendo una serie de cuotas para no
interferir el transporte de los cargamentos que transitaban por el departa-
mento (“Contrainteligencia persigue a policías cómplices de criminales”,
El Heraldo, noviembre 11, 2009). Igualmente siguió existiendo una ac-
ción coordinada entre las nuevas estructuras criminales, o Bacrim, y al-
gunos miembros del estamento militar. Estas bandas han utilizado a veces
a miembros de la fuerza pública –en su mayoría soldados profesionales o
suboficiales–, no solo para intervenir en sus disputas sino también para
dirimirlas mediante la violencia oficial en contra de determinado grupo.
La relación entre las Bacrim y la fuerza pública, al igual que ocurría en
años pasados, ha presentado una línea de continuidad que ha garantizado
que las fuerzas de seguridad estatales no solo colaboren en la generación
de recursos financieros para estas estructuras sino que desempeñen tam-
bién un rol protagónico en el asunto, en el cual se involucran transac-
ciones de armas e intercambio de inteligencia (“Alianzas siniestras”, El
Espectador, enero 19, 2001).
Tales lazos siguen extendiéndose en el campo de la política, aunque
en un nivel más local, no solo a causa de las limitaciones organizativas de
las Bacrim sino también como evidencia de la capacidad de adaptación
y aprendizaje que mostraron frente al escándalo de la parapolítica. Los
acuerdos convenidos en tales pactos nacionales eran mucho más visibles
y fáciles de rastrear que los establecidos en los nuevos pactos, que tienen
lugar en espacios menos integrados a la vida nacional pero que les son

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210 Andrés Felipe Aponte G.

útiles para sus fines. De esa forma se ha abierto un nuevo capítulo en


la relación entre la política y los actores armados, en el cual el objetivo
es solo extender los nexos hasta el poder local y en algunas ocasiones el
regional, para verse favorecidos por la toma de decisiones de las institu-
ciones o, en su defecto, para pasar inadvertidos.
En este orden de ideas, no resulta extraño que medios de prensa nacio-
nales hayan alertado acerca del caso de Córdoba y La Guajira, y sobre todo
del primero, donde el proyecto paramilitar conquistó mayor hegemonía
y donde ha tenido lugar uno de los procesos de mayor fortalecimiento
de las bandas criminales. De acuerdo con las autoridades de policía, las
Bacrim pueden estar operando hoy por lo menos en veinte departamentos
del país, dotadas de una compleja composición basada en alianzas de todo
tipo: mafias con delincuencia común, exparamilitares con guerrilleros ac-
tivos, redes de microtráfico con miembros del Ejército y la Policía, promo-
tores de la minería ilegal con “oficinas de cobro”, entre otras modalidades.
Sus vasos comunicantes con los actores políticos son la mejor estrategia
para afianzar su poder en las regiones, como lo evidenció ‘Don Mario’,
quien se habría echado al bolsillo a miembros de la Policía, del Ejército y
hasta de la Fiscalía General (“Así cogieron a ‘Don Mario’, Semana, abril 15,
2009). Sobre todo en la actual coyuntura del país, cuando los procesados
por la Ley de Justicia y Paz empezarán a quedar libres y no es de extrañar
que algunos exparamilitares rasos, así como fueron otros no desmoviliza-
dos, puedan empezar ser cooptados por las bandas criminales (“Se abre
capítulo bacrimpolítica”, El Espectador, junio 2, 2013).
En su defecto, esta capacidad de incidir en la vida cotidiana de los
pobladores de las regiones donde hacen presencia ya se hizo manifiesta
en el 2012, cuando en varias regiones colombianas, sobre todo de la Costa
Caribe y en particular de Córdoba y Urabá, las Bacrim, en cabeza de las
autodenominadas Autodefensas Gaitanistas de Colombia, decretaron un
paro armado que logró interrumpir el normal desarrollo de la vida de los
habitantes de trece municipios del Departamento de Córdoba, especial-
mente los establecidos en la zona costanera (San Bernardo del Viento,
Moñitos, Puerto Escondido, Los Córdobas y Canalete); allí el sector co-
mercial cerró las puertas y hubo parálisis del transporte intermunicipal.
Lo mismo ocurrió en las regiones de San Jorge y alto y bajo Sinú, con
fuerte acento en los municipios de Montelíbano y Buenavista. En el pri-
mero, las actividades comerciales, laborales y de transporte estuvieron
paralizadas (“Catorce municipios afectados por paro armado de Bacrim”,
El Universal, enero 6, 2012).

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Armar la Hacienda: territorio, poder y conflicto en Córdoba, 1958-2012 211

De hecho, esta acción constituye una retaliación de estos grupos frente


a la creciente oposición del Estado, el cual, después de reconocer las limi-
taciones del proceso de Justicia y Paz, emprendió la desarticulación de di-
chas bandas y sus redes de apoyo logístico. En esta dirección se entiende
el Plan Troya, desplegado por el Ejército en diez municipios de Córdoba,
Antioquia y Sucre para debilitar las estructuras armadas y las finanzas de
Los Urabeños, Los Paisas y Los Rastrojos (“La ofensiva en el fortín de las
Bandas”, El Colombiano, febrero 13, 2011). También la captura de ‘Don
Mario’ y otra serie de golpes a la organización, como a otras Bacrim,
han ido debilitando su acción en el curso de los últimos dos años. Por
ejemplo, en 2012 se conoció la captura de 235 integrantes de bandas cri-
minales y el abatimiento de otros siete en operaciones con ocasión de las
cuales también se incautaron 121 armas y se decomisaron 16.464 piezas
de munición de todos los calibres (“235 bacrim capturados y 7 abatidos”,
El Meridiano de Córdoba, diciembre 29, 2013). No obstante, su presencia
está lejos de ser borrada y todavía cuenta con un importante número de
hombres y recursos disponibles para proseguir sus operaciones.
Por su parte, las Farc aprovecharon las pujas internas de los antiguos
mandos paramilitares para proseguir su impulso expansivo en los inicios
de este periodo: los frentes 5 y 18 extendieron su influencia sobre toda
la zona del Nudo de Paramillo, lo cual les permitió desencadenar nue-
vas olas de violencia, como el ataque a Tierradentro, donde resultaron
muertas veinte personas (“La guerrilla ya manda sobre la coca del Nudo
de Paramillo”, El Tiempo, noviembre 27, 2006). Esta expansión llevó al
grupo a verse enzarzado en las disputas de las Bandas Criminales, ante
las cuales ha asumido una postura selectiva, de acuerdo con sus capaci-
dades y recursos: en algunas ocasiones se enfrentó a ellas pero en otras
se alió con ellas para combatir a un enemigo común (“Los Paisas y las
Farc estarían aliados”, El Meridiano de Córdoba, enero 29, 2009). Igual
opinión merecen las alianzas o pactos de la guerrilla con las Bacrim en
relación con la economía de la coca (“Erradican 5.400 hectáreas de Coca”,
El Heraldo, enero 9, 2009), porque su incapacidad de controlar las rutas
de salida limitó a las Farc al control de los cultivos y de algunas etapas
del procesamiento, por lo cual abandonaron las labores de transporte y
distribución en las costas en manos de las Bacrim, que cuentan con la
capacidad logística e infraestructural para exportar la droga a los países
centroamericanos y al mismo México. De hecho, esto no es un caso par-
ticular, pues esta misma división de algunos eslabones de la faena puede
observarse entre los distintos actores armados, de acuerdo con las posibi-

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212 Andrés Felipe Aponte G.

lidades que tienen en el territorio, como sucede en el Magdalena Medio y,


con mayor precisión, en Santa Rosa del Sur (Aponte, 2013).
No obstante, este momento expansivo se ha visto frenado por una ma-
yor capacidad militar del Ejército en la zona, que refleja el avance tecno-
lógico del armamento y de la inteligencia militares, así como la mayor de-
cisión estatal para arrebatar el control del territorio a los actores armados
ilegales. De hecho, la tarea asignada a la Brigada 11 de proteger a la región
se cumplió a cabalidad porque se procedió a atacar a las Farc en sus lu-
gares de retaguardia (“Ejército golpea a las Farc en el sur” y “Dos nuevas
bajas a la subversión”, El Meridiano de Córdoba, junio 6, 2010; diciembre
24, 2009), hasta el punto de lograr dar de baja a alias ‘Muelas’, cabecilla de
la compañía ‘Manuel Cepeda’. Pero los éxitos militares no se detuvieron
en ese punto, pues posteriormente se pudo eliminar a alias ‘Diego’, subco-
mandante de la compañía financiera de Riosucio, del Frente 18 (“Bajaron
a dos esos de las Farc”, El Meridiano de Córdoba, mayo 25, 2012), así como
provocar la desmovilización voluntaria de algunos guerrilleros del Frente
58 (“Guerrilleros del Frente 58 se entregaron al Ejército”, El Colombiano,
octubre 29, 2011), lo cual llevó a estimar que su influencia en la región
no solo se encuentra disminuida sino también cada vez más delimitada
geográficamente.
No obstante, tales logros en el campo militar fueron opacados o salpi-
cados por lo que se conoce como los “falsos positivos”. Al igual de lo su-
cedido en la población cundinamarquesa de Soacha, en Córdoba algunos
militares hicieron pasar a ciertos campesinos por falsos guerrilleros para
recibir beneficios e incentivos económicos (“28 años a dos militares por
falsos positivos”, El Tiempo, junio 9, 2010).

Consideraciones finales
En primera instancia, se comprueba de qué manera un recuento históri-
co se torna fundamental para comprender un fenómeno social, político
y económico como el del paramilitarismo, ya que el recurso al relato no
se reduce a una mera recolección de eventos sino que, en sí mismo, ese
ejercicio hace parte de la explicación. En efecto, el presente intento tuvo
como objetivo superar los estudios concentrados en el mediano y el corto
plazos a fin de intentar una explicación mucho más amplia y profunda,
que subyace en la comprensión, no solo de la configuración regional sino
también de las aristas que han compuesto las estructuras societales de la
región, para evitar caer en diagnósticos sintomáticos y coyunturales. Las

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Armar la Hacienda: territorio, poder y conflicto en Córdoba, 1958-2012 213

principales excepciones a este tipo de estudios de corto plazo son los tra-
bajos de Duncan (2006) y Romero (2003), quienes vinculan el fenómeno
paramilitar con procesos que preceden a los años ochenta, tal vez porque
sus estudios no se interesaban solo en este caso sino en todo el fenómeno,
ocurrido en el nivel nacional.
Por eso, este capítulo quiso subrayar la invisibilización y marginación
de ciertos factores y procesos que son fundamentales para comprender
el fenómeno del surgimiento, organización y consolidación de las auto-
defensas en Córdoba así como en otros lugares del territorio nacional
(Sucre, por ejemplo). Esto hace imperioso asumir el análisis de este fenó-
meno con una temporalidad más amplia, que permita visibilizar las ten-
siones que se manifiestan en una sociedad dada, a partir de una mirada
que tenga en cuenta tanto las estructuras sociales como los procesos de
configuración regional.
Por esa razón este estudio parte del supuesto de que una mejor com-
prensión del caso cordobés debe prestar atención a los intentos pre-
vios de privatización de la justicia hechos desde los inicios del siglo XX,
mediante el empleo de matones a sueldo y escuadrones armados para
defender el tipo de ordenamiento regional prevaleciente y la consoli-
dación de la hacienda ganadera. De ahí que el concepto de presencia
diferenciada del Estado en el espacio y el tiempo (González, Bolívar y
Vásquez, 2003) termine ayudando a comprender algunos mecanismos,
así como las posturas selectivas de las elites y su capacidad de veto para
resolver o afrontar ciertas tensiones y problemáticas locales. En las oca-
siones en las cuales las directrices del Estado central estaban en sincro-
nía con los intereses de los poderes regionales (decreto de Seguridad
Civil, Pacto de Chicoral, cooperativas Convivir, entre otros), las elites
regionales no dudaron en aplicar en la región las medidas adoptadas en
el centro; en cambio, cuando vieron que las directrices del Estado afec-
taban sus intereses de propietarios (movilización campesina y reforma
agraria), se mostraron reticentes frente a ellas; y, cuando la expansión
guerrillera azotaba la región, no dudaron en alegar la ausencia del Es-
tado y reclamar su mayor presencia. Esta postura la reseña uno de los
entrevistados para este trabajo al sugerirle que los propietarios de la
tierra rechazaban precisamente la intervención estatal:
“Jamás. Al contrario, lo que hubo fue ausencia del Estado. Es más: hay
otra etapa en que usted encuentra que el crecimiento de la guerrilla
fue con Belisario, que se hace un poco –yo diría– el Shakira: sorda,
ciega, muda. Tuvo unas directrices confusas, que no daban las posi-

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214 Andrés Felipe Aponte G.

bilidades de acción, que eran tolerantes para ir actuando en torno al


crecimiento de la guerrilla” (Entrevista a Álvaro, junio 26, 2008).

La capacidad de maniobra de esas elites se explica, tanto por su in-


fluencia en la institucionalidad local y regional, como por sus lazos con
sectores de la fuerza pública, que muchas veces intervinieron en su fa-
vor, no solo protegiendo con tropas las propiedades de los ganaderos
sino también colaborando en la misma organización de los grupos de
autodefensa. Para los militares, “los finqueros son muy dados, muy in-
clinados a tratar de arrastrarlo a uno a cometer ese tipo de delitos; los
finqueros, eso sí, lo tratan a uno de jalar, lo tratan a uno de jalar, pues
llega uno a la finca, el finquero te atiende, te da comida, te atienden muy
bien y te ofrece el carro y no sé qué…” (Entrevista a Eduardo Murillo,
septiembre 10, 2009). Ha sido tal el amalgamamiento de la fuerza pú-
blica con sectores ilegales de la zona, que no resulta raro ver que ciertos
miembros fueran salpicados, no solo por el recurso sistemático a la vio-
lencia sino también por ciertos casos de “falsos positivos” o actividades
ligadas al narcotráfico.
La experiencia cordobesa, tanto de las movilizaciones de los años
veinte y treinta del siglo como de las encabezadas por la Anuc entre 1060
y 1978, expresa no solo una lucha por la tenencia y usufructo de la tierra
sino asimismo una tensión entre tradición y modernidad. Esta proble-
mática se expresaba en la imposición de un modelo de desarrollo rural
con un claro sesgo anticampesino (Uribe, 2012), centrado en torno a la
producción agroindustrial basada en grandes extensiones y mano de obra
proletarizada, y quedó confirmada en los años setenta con el Pacto de
Chicoral y las lecturas que del mismo hacía la gran prensa:
“En efecto, el país ya no es estrictamente rural. En números absolutos,
mucho menos de la mitad de la población ha quedado en el campo.
Además, por lo menos el 40% de la población económicamente activa
en el campo ya es jornalera, sin contar a los semiproletarios, que son
muchos. Y las formas antiguas de organización del trabajo (como las
señoriales) no llegan al 10% de las explotaciones existentes […] La
pautas señalan hoy que Colombia ha dejado de ser un país campesino
de estirpe tradicional, y que en los próximos 25 años su textura social
será predominantemente urbana e industrial, con una agricultura in-
tensiva a gran escala, comercial, mecanizada y de alta producción por
unidad de tierra” (El Tiempo, enero 31, 1975, p. 44).

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Obviamente, la consolidación de este modelo de desarrollo rural


trajo consigo la consiguiente expulsión de importantes contingentes de
población campesina. Si bien no se cuenta con los datos estadísticos
necesarios para cuantificar este proceso en sus primeros sesenta años,
el panorama se ensombrece mucho más desde la década de los ochenta
con la llegada de los narcotraficantes, la implantación del modelo de
Puerto Boyacá y la compra masiva de tierras. Si bien este último punto
se inició con la adquisición de predios previamente consolidados por
parte de ganaderos de la región, al poco tiempo empezó a extenderse
sobre terrenos cultivados por el campesinado local. Así se dio conti-
nuidad al proceso de la expansión de la hacienda ganadera a costa de
la propiedad campesina, como modo de producción predominante en
el nivel regional. Entonces, ¿hacia dónde se dirigió la población expul-
sada?
En un primer momento, la región del Urabá antioqueño se cons-
tituyó en una válvula de escape, así como ocurrió con algunas zonas
del Magdalena Medio y del mismo territorio venezolano. Pero el consi-
guiente agotamiento de la frontera agrícola de estos bolsones interiores
no ha dejado a las personas expulsadas otra vía que la de migrar a los
centros urbanos más próximos e instalarse en cinturones periféricos de
ciudades como Montería, Cartagena y Barranquilla, entre otras. No en
vano, la capital cordobesa ostenta el decoroso puesto de receptora del
barrio de invasión más grande de Latinoamérica, el cual empezó a con-
formarse desde finales de los años ochenta (1988), como consecuencia
del desplazamiento masivo de innumerables campesinos asediados por
la violencia paramilitar. De hecho, este proceso se fue acentuando y ex-
tendiendo en el tiempo y el espacio, pues en los dos decenios siguientes,
a las personas desplazadas por el conflicto armado del Departamento
se sumaron los otrora campesinos cordobeses que se habían asentado
antes en Urabá y que ahora volvían a ser despojados de su tierras por el
avance paramilitar en esa región.
Por ese motivo, el desplazamiento registró picos históricos en los úl-
timos años, luego de las luchas intestinas desatadas entre las facciones
de antiguos mandos medios paramilitares, así como del ingreso de una
nueva camada de narcos, que buscaban aprovechar los espacios vacíos
dejados por la desmovilización de las AUC. De esta forma se entiende la
configuración y consolidación de los llamados barrios “subnormales” o
cordones de miseria (El Dorado, La Candelaria, Rancho Grande), carac-
terizados por la ausencia de alguna norma urbanística, altos índices de

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216 Andrés Felipe Aponte G.

pobreza, desempleo, inseguridad, violencia, deterioro físico, abandono


y exclusión social. No por nada, en el año 2002 se estimaba que Monte-
ría contaba con cerca de 102.000 habitantes desplazados, en su mayo-
ría procedentes de los municipios de Tierralta, Montelíbano, Valencia,
Planeta Rica, Canalete, San Carlos y Valencia, así como del Urabá an-
tioqueño, Montes de María, Sucre y sur de Bolívar (Bustamante, 2006).
No obstante, resta una pregunta: ¿adónde se dirigió el remanente de
2.014.544 personas desplazadas solo en los últimos quince años (1997-
2012)?
Ahora bien, dicha situación revela dos aspectos: por un lado, la cre-
ciente posibilidad que tuvieron los paramilitares –y hoy en día las llama-
das Bacrim– de extraer, tanto recursos humanos como materiales para
conformar sus estructuras armadas. En su defecto, y tal como ocurrió en
otras ciudades del país (Cúcuta, Medellín, etc.) (Aponte 2012), dicha si-
tuación se vio facilitada por el ejercicio del monopolio de la coerción y la
regulación de ciertas actividades económicas de poblaciones vulnerables,
que se encuentran en los marcos de la legalidad o en sus márgenes. Es el
caso del contrabando de gasolina, arroz, electrodomésticos y vehículos,
del transporte público informal (vehículos de servicio colectivo y mo-
totaxis), los juegos de azar (el “chance” y los casinos), las confecciones,
la construcción y la prostitución, entre otras actividades. Es el caso de
Montería, donde se ha llegado a afirmar que
“muchos mototaxistas están relacionados con los ‘paras’ a través de
trabajos de inteligencia que realizan en sus recorridos por la ciudad y
por las veredas. Son los ojos y los oídos que dan el reporte de quiénes
salen y quiénes entran en las zonas controladas por las autodefensas.
Además, se comenta que algunos jefes ‘paras’ son dueños de muchos
de esos vehículos que, hoy por hoy, pueden llegar a los 750.000 en
todo el país” (“Paramilitares se infiltraron en las economías regiona-
les”, El Tiempo, julio 2, 2005).

Por esa razón algunos analistas caracterizan este periodo como una
nueva etapa del paramilitarismo, que, a partir de zonas semiurbanas y
rurales donde se movía tradicionalmente, se está expandiendo hacia las
ciudades más grandes del país, donde asume la protección de actividades
como mercados de abastos, “sanandresitos”, extorsión a tenderos, sica-
riato, narcotráfico, el contrabando y la concertación de arreglos institu-
cionales con el poder político. Esto fue posible porque su injerencia en

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Armar la Hacienda: territorio, poder y conflicto en Córdoba, 1958-2012 217

las ciudades tuvo lugar en espacios susceptibles de control, como barrios


marginados o negocios legales vinculados a transacciones ilícitas (Dun-
can, 2006).
En segundo lugar, y con visos mucho más preocupantes, este proceso
de desplazamiento ofrece pistas en torno a la dimensión del despojo al
que fueron sometidos los campesinos. Si bien en el artículo no se pro-
fundizó en este aspecto, por carencia de espacio, el actual proyecto del
gobierno está lejos de ser una restitución efectiva, no solo por el plazo del
que dispuso para reclamar sino también por la falta de garantías para el
retorno de la población expulsada (“Impunidad en homicidios de recla-
mantes de tierra”, El Espectador, marzo 27, 2013). De hecho, la cifra oficial
dada para Córdoba por la Unidad de Restitución revela la poca efecti-
vidad y confianza sobre la política del gobierno, debido a que solo han
sido radicadas 1.691 solicitudes, que abarcan la módica suma de 66.484
hectáreas del Departamento (Unidad de Restitución de Tierras, 2013).
El problema reside en que este proceso de despojo fue apoyado por
toda una serie de figuras jurídicas y agremiaciones que facilitaron los
traspasos forzados, lo mismo que su legalización (bien fuese por compra
a menosprecio, despojo directo o compraventa forzada, entre otras for-
mas). Incluso aprovecharon las relaciones con ciertos poderes regionales
y su influencia en la institucionalidad local para apropiarse de las tierras
baldías adjudicadas a los campesinos, con la finalidad de engrosar las po-
sesiones de los comandantes paramilitares, sus amigos y sus aliados. Al
respecto, en los últimos días Benito Osorio, director del Fondo Ganadero
de Córdoba, reveló que el Incora adjudicaba esos predios a campesinos
“para que luego fueran escriturados a nombre del Fondo Ganadero de
Córdoba […] Sin la participación activa del Incora hubiera sido imposi-
ble legalizar tan alto número de baldíos en tan poco tiempo”. Fueron más
de 130 predios, que medían casi 4.000 hectáreas. “Entre esas fincas está
Tulapas, que es uno de los íconos en asuntos de despojo y restitución”
(“El ventilador de la ‘paraeconomía’ se enciende en Córdoba”, El Tiempo,
febrero 10, 2014).
Esta lógica de despojo pretendía asegurar el proyecto productivo de
los ganaderos para “dar visos de legalidad a unas tierras de control total
de las Autodefensas”. Tulapas, por ejemplo, era paso obligado para llegar
a “La 24”, campamento de Carlos Castaño en esa región limítrofe entre
Córdoba y Urabá” (ib.). Igual función cumplió la antigua Funpazcor, lide-
rada por la prima de Carlos Castaño, Sor Teresa Gómez.

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218 Andrés Felipe Aponte G.

Por su parte, la derrota de la organización campesina tiene dos aristas:


por un lado, su dependencia frente al poder central en lo tocante a su
organización y su actividad; por el otro, su ambigüedad frente la lucha
armada, que posibilitó que la organización fuera asociada con la insur-
gencia. Esto explica que las elites pudieran deslegitimar fácilmente sus
reivindicaciones y justificar así la represión, al poder presentarse fácil-
mente como enfrentadas a un enemigo común, pues tanto la insurgencia
armada como la Anuc encarnaban la “amenaza comunista”.
Dentro de esa contienda, definitivamente el uso sistemático de la fuer-
za por parte del sector terrateniente se constituyó en una herramienta efi-
caz y contundente para contener las prácticas que cuestionaban el orden
regional. Por lo mismo, las primeras experiencias de privatización de
la justicia (organización y conformación de ejércitos armados privados
o escuadrones de matones) deben interpretarse como una herramienta
destinada a contener no solo la reivindicación sobre la tenencia de la tie-
rra sino también las primeras extracciones de recursos de la insurgen-
cia. Y si bien en ningún momento se pueden equiparar a las estructuras
que surgieron en los años ochenta, coincidieron en su misma finalidad:
preservar la propiedad y hacer valer un orden regional favorable a los
intereses de los grandes propietarios. De ahí la importancia que tuvo el
arribo a la región de nuevos poderes económicos, los cuales, mediante
la disposición de recursos provenientes del narcotráfico, lograron hacer
frente a una nueva embestida guerrillera en la región, en alianza con sec-
tores políticos, económicos y militares del Departamento.
De esta forma, una práctica tradicional de resistencia armada se fue
transformando, tanto cuantitativa como cualitativamente: de una organi-
zación con un precario equipamiento (no había un arsenal homogéneo,
sino que él estaba compuesto por toda clase de armas: machetes, cara-
binas, escopetas) y un reclutamiento limitado, se pasó a constituir una
organización con mayor radio de acción, entrenamiento militar, unifor-
mes, etc. De ahí que, cuando empezaron a verse los resultados de la lucha
insurgente, los sectores más recalcitrantes de la sociedad cordobesa no
dudaron en que éste era el modelo a seguir para defender una idea de re-
gión y desarrollo. Así podemos entender la hegemonización del proyecto
paramilitar en Córdoba, el cual, para mediados de los años noventa, ha-
bía adoptado la sigla Accu para visibilizarse dentro de la opinión pública
y reivindicar su carácter político.
De hecho, como ya fue subrayado, la consecución de un reconoci-
miento político fue lograda por Carlos Castaño gracias a su papel anti-

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subversivo, que le valió el respaldo de los poderes regionales al proyecto


político, económico y regional que había implantado en Córdoba. Pero
necesitaba lograr esta legitimación y visibilidad en los niveles suprarre-
gionales. Para alcanzar dicha meta, decidió unir las distintas experien-
cias de otras regiones (Cesar, Magdalena Medio, entre otras) que para
entonces afrontaban o habían afrontado años atrás un avance insurgente,
bajo lo que se conoció como Autodefensas Unidas de Colombia (AUC).
La nueva organización no solo se insertó en los debates nacionales para
sentar una posición sobre el rumbo del país, sino que también empezó a
constituirse como un actor armado de primera línea en la escalada nacio-
nal de la guerra, al establecerse en antiguas zonas de dominio guerrillero,
bien sea por consideraciones estratégicas de la dirección nacional de la
guerra, o bien porque detrás del control territorial sobre ciertas zonas
dueñas de grandes recursos (Magdalena Medio, Catatumbo, Urabá, etc.)
era factible financiar su proyecto expansionista.
De hecho, el departamento de Córdoba desempeñó un papel de gran
importancia dentro de este movimiento expansivo, pues no solo sirvió de
plataforma para el desdoble y surgimiento de frentes paramilitares sino
también de modelo a imitar en las regiones que estaban afrontando el
asedio insurgente. En esta dirección, el proyecto de Castaño consolidó
una serie de territorialidades bélicas que se complementaban entre sí por
factores tanto militares como políticos y económicos. Esto permite tener
idea del corredor estratégico que se conformó en el norte del país, entre la
región del Catatumbo y la del Urabá antioqueño. El dominio de estos es-
pacios no solo cortó el avance guerrillero hacia el norte del país sino que
representó también la conexión de distintos circuitos económicos, sobre
todo de la coca, y la prolongación de un modelo de desarrollo rural (pal-
ma de aceite y ganadería). Igualmente, este control territorial permitía su
injerencia sobre los distritos electorales de ciertas zonas donde el Estado,
a causa de su presencia diferenciada, no podía garantizar los derechos
políticos, a consecuencia de lo cual el ejercicio político quedaba bajo el
dictamen de las armas.
En esta vía, ciertos políticos regionales encontraron una ventana de
oportunidad para ascender en la pirámide del poder regional por fuera
de los marcos tradicionales de la política, sin tener que respetar jerarquías
ni aguardar turnos. Esto les permitía ahorrar recursos propios pero tam-
bién tiempo, porque el dominio paramilitar dentro de ciertos territorios
ofrecía a algunas nuevas figuras saltar del ámbito local o regional directa-
mente a la esfera nacional, sin necesidad de insertarse en las tradicionales

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220 Andrés Felipe Aponte G.

maquinarias políticas, que tornan mucho más larga e incluso difícil esta
reposición y “enclasamiento”. De esta forma podemos entender las deci-
siones de Eleonora Pineda o Miguel de la Espriella: para la primera, la
parapolítica representó dar un salto desde el concejo de Tierralta hasta
la Cámara de Representantes; a de la Espriella le ofreció la posibilidad de
formar toldo aparte del grupo lopista, que de tiempo atrás dominaba el
panorama político regional.
Pero eso no es todo. La llamada parapolítica también permitió a cier-
tos barones electorales acrecentar su poder regional, reacomodarlo lue-
go de un retroceso o incluso buscar erosionar el de su rival. Es el caso
de Julio Manzur, quien buscaba ampliar su poder en la región y en la
misma institucionalidad, o el de Zulema Jattin, cuyo movimiento estaba
languideciendo desde cuando su padre fuera apresado por sus nexos con
el Proceso 8.000; sin embargo, los pactos establecidos con Mancuso le
permitieron recomponerse para las elecciones de los años 2002 y 2006.
Por último, podemos entender el referenciado “Sindicato”, que agrupaba
a distintos políticos, entre ellos casi todos los mencionados atrás, intere-
sados en unir fuerzas y empezar a resquebrajar el dominio político de la
casa López, a escala tanto regional como local.
De hecho, este último caso muestra que la llamada parapolítica no
fue un fenómeno homogéneo y mucho menos ajeno a las disputas y las
tensiones. Para Juan Manuel López Cabrales, la ascendencia paramilitar
representaba un retroceso y una amenaza frente a la maquinaria que su
familia había constituido y fortalecido desde años atrás. En este orden
de ideas, ¿qué incentivo representaba compartir con Mancuso, Castaño y
sus aliados políticos cuotas burocráticas, cargos, presupuestos, planes de
desarrollo, etc., si López ya tenía el monopolio de ellos?
Esto deja en evidencia que el concepto de “captura del Estado” ho-
mogeniza un fenómeno que tuvo enormes diferencias, de acuerdo con la
situación específica de cada política en la correlación regional de fuerzas,
que promovía posturas diferentes frente al proyecto de las AUC. Y no
solo eso: también los considera como “agentes sin agencia”, que marcha-
ban pasivamente al vaivén de los dictámenes paramilitares sin tener en
cuenta que ellos mismos contaban con cálculos estratégicos y capitales
políticos que les permitían adoptar posturas selectivas de acuerdo con
sus intereses. No en vano, esto quedó plasmado en el reconocimiento ex-
plícito de Pineda y Arias como directos beneficiados de la parapolítica;
pero dicha situación no se repite con Manzur, Jattin o personajes de otras
regiones (Araujo, Uribe, Ramírez), quienes aducen que fueron obligados

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Armar la Hacienda: territorio, poder y conflicto en Córdoba, 1958-2012 221

o engañados por los mismos paramilitares. Es decir, que niegan cualquier


vínculo programático o político con las AUC.
Por otro lado, el anclaje paramilitar se ha hecho inocultable en la es-
fera económica. En los últimos veinte años, Córdoba no solamente pasó
de ser una ruta de tránsito para la salida de la coca y la entrada de armas
destinadas a los grupos armados, sino que su ubicación geográfica, unida
a la poca capacidad de regulación estatal, ha llevado a la configuración y
consolidación de un cluster cocalero en su entorno. Esto no solo incen-
tivó una cruenta disputa de los actores armados por su control, sino que
condujo también a permear a la sociedad cordobesa, sus distintas institu-
ciones y sus autoridades. Esa situación queda plasmada en el aumento de
las extensiones de cultivos ilícitos, la instalación de laboratorios y nuevas
rutas de droga, la creciente incriminación de algunas autoridades públi-
cas en el tráfico de droga y armas y el mismo boom económico que ha
vivido Montería en la última década.
Obviamente, el carácter ilegal de esta economía trajo consigo una ola
de violencia en la cual se han enzarzado tanto la guerrilla como los para-
militares. En el caso de estos últimos, la ambigua desmovilización de sus
jefes originales y la extradición de muchos de ellos desencadenaron una
sangrienta disputa entre sus mandos medios por el control de la regula-
ción de los distintos eslabones del circuito económico cocalero (cultivos,
procesamiento y comercialización), debida al vencimiento o ruptura de
los pactos entre los grupos que regulaban la competencia. Este fenómeno
muestra la reedición o la continuidad de ciertos elementos del fenómeno
paramilitar: persisten en las mismas pretensiones de control territorial,
pero el aprendizaje de su experiencia pasada los ha llevado a restringirse
al nivel local, tanto en sus actividades como en sus conexiones con sec-
tores políticos, económicos y sociales, a fin de tornarse menos visibles.
Asimismo es evidente que utilizan un discurso antisubversivo menos
pronunciado.
En cuanto a los grupos insurgentes, es notorio su marcado retroceso
durante toda esta etapa, a pesar de ciertos momentos expansivos. El EPL
no solo fue debilitado y fuertemente golpeado por el avance paramili-
tar en sus zonas de retaguardia históricas (Urabá antioqueño, el Alto San
Jorge y el Alto Sinú), sino que, como producto de las luchas intestinas
entre las facciones de izquierda, también terminó siendo el amigo de su
enemigo tradicional. Por su parte, las Farc expresaban la misma debilidad
que encontraban en las zonas adonde se expandieron en los años ochenta,
a partir de su séptima Conferencia: el predominio de su ala militar solo

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222 Andrés Felipe Aponte G.

permitía relacionarse con la población civil por medio de la economía de


la coca, lo que hizo que sus lazos con las comunidades locales no pasaron
de ser pragmáticos y coyunturales. Esta situación permite entender que
hoy en día esa guerrilla se encuentre confinada a las zonas más inaccesi-
bles del Nudo de Paramillo, donde encuentra grupos poblacionales cuya
marginalidad frente a la vida económica nacional los ha llevado a buscar
en el cultivo de la coca una manera de acceder a ciertos bienes y servicios
de los cuales no podrían disponer por fuera de esa actividad económica.
En esa zona las Farc cumplen la función de garantes de las reglas de la
vida comunitaria (definición de linderos, riñas, delincuencia común) y
de unas una reglas claras y “justas” para sus transacciones económicas.
Ahora bien, el recuento hecho permite afirmar que todos los actores in-
volucrados en las expresiones y trayectorias del conflicto armado en terri-
torio cordobés son agentes conscientes, que no solo justifican sus acciones
sino que reflexionan sobre ellas. Las elites cordobesas, así como otros acto-
res (narcotraficantes, insurgencia, campesinos, etc.), siguen contando con
cierto margen de maniobra, menor o mayor, de acuerdo con los recursos
de que disponen para adoptar ciertas posturas y tomar ciertas decisiones
que han marcado una trayectoria no premeditada del desarrollo regional.
En otras palabras, los distintos actores puestos en escena asumieron las
estructuras regionales como oportunidades y aprovecharon las distintas
tensiones y problemáticas para tratar de transformar, contener o resistir
el rumbo que tomó el ordenamiento regional. En esta vía, por ejemplo, los
clamores por una mayor presencia del Estado terminaban justificando las
demandas de privatización de la justicia, mientras que la concentración de
la tierra justificaba las invasiones y las reivindicaciones campesinas; por
otra parte, la amenaza del avance insurgente hizo posible la unión de varios
sectores bajo el objetivo común de la lucha antisubversiva. De esta forma
queda en evidencia que las estructuras sociales no solo tienen una función
de constreñimiento sino también una oferta de oportunidad o una faceta
habilitante que ha servido para que los distintos actores hayan hecho uso
de ella para impulsar sus objetivos y apuestas estratégicas (Giddens, 2011).
Siendo así, el conflicto armado debe ser visto como un ensamble en el cual
no dominan, ni las causas objetivas de la guerra (control territorial, mode-
lo de desarrollo), ni tampoco las subjetividades (codicia, historias de vida
personales). Debería, pues, haber una amalgama de estas dos dimensiones,
que han sido falsamente dicotomizadas.
Al final del largo recorrido de este estudio de caso surgen nuevos in-
terrogantes, que no alcanzan a ser esclarecidos aquí, debido a delimita-

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Armar la Hacienda: territorio, poder y conflicto en Córdoba, 1958-2012 223

ciones temporales y espaciales. Sin embargo, como resultado de la revi-


sión de medios de prensa nacionales, como El Tiempo y El Espectador, así
como de literatura sobre el tema agrario, saltó a la palestra una cuestión.
Al parecer, esta experiencia de privatización de la justicia no fue exclusiva
del Departamento de Córdoba sino que estuvo presente en muchas otras
regiones del país. Esto conduce a una serie de interrogantes: ¿cómo fue
su desarrollo?, ¿cómo fue justificado por sus perpetradores?, ¿contra qué
grupo social se dirigió?, ¿qué intención había por medio?, ¿qué sectores
de la sociedad constituyeron este esfuerzo de privatización de la justicia?
Y, finalmente, en el caso de que ese fenómeno se haya implantado en el
territorio, ¿tuvo alguna conexión con el posterior desarrollo y consolida-
ción de estructuras de autodefensas?

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