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La

Propiedad

Por

Alí Jesús Reyes Hernández




A la memoria del escritor austríaco


de origen judío, Stefan Zweig (1881-1942)

─Señor Kanitz, las probabilidades están en contra, pero haremos todo lo


posible por la señora.
Y dirigiéndose a mí.
─Colega, la intervención puede durar varias horas. Permítanme por favor.
Hizo una reverencia, y se alejó hacia los quirófanos por un pasillo que
hacía eco de sus pisadas. Lo vimos, hasta que al final cerró una puerta. Si yo
no reaccionaba el señor Kanitz no lo haría; le toqué el brazo y lo dirigí a la
salida. Tenía que sacarlo de la atmósfera opresiva del Sanatorio. A su cochero
y a mí nos costó subirlo a la calesa.
El Sanatorio más moderno de Europa, se encuentra en las cercanías de un
pueblito al oeste de Viena, donde el trajín de las recuas y los pregones
campesinos, contrastaban con la mirada perdida del señor Kanitz.
Paramos en “La Fonda de Purkesdorf”. Busqué la mesa más aislada.
Prácticamente lo tuve que sentar.
El hecho de ser el médico de cabecera hizo que acudiera y trasladáramos a
la señora a Viena. Estábamos apuntalados con bebidas y café, sin haber
probado un bocado decente; por eso le dije.
─Señor Kanitz, la jornada promete ser larga, así que, más nos conviene
que tomemos una buena comida.
Asintió, y pedí el plato del día. Por fortuna vi que comía, aunque muy
lento. Al finalizar, pedí la cerveza de la casa. Tomó un sorbo casi sin respirar.
Él no hablaba y yo no estaba dispuesto a caer en los formalismos de las frases
hechas. Hasta que, desapareció su mutismo, y por fin habló.
─Doctor. Usted siempre me ha conocido como el señor Leopoldo Kanitz,
magnate de los cereales de Austria.
Asentí en silencio.
─Pues bien, eso no fue siempre así. En realidad, mi historia comienza en
un olvidado pueblo de la frontera húngaro-eslovaca. Yo era un niño judío de
apariencia enfermiza, llamado Caleb.
De esa doble identidad ya sabía algo, pues alguien cierta vez, me advirtió,
que los bienes de mi distinguido paciente eran fruto del engaño y la usura.
Trató de sonreír, aunque pareció más bien, una mueca.
─Pero, a decir verdad, mi apariencia bobalicona era una farsa. Mi padre
murió evitando que una turba anti-judía incendiara la casa de su familia. Para
levantar a sus niños, mi madre tuvo que trabajar como lavandera y partera (los
inviernos y las madrugadas también eran horas de trabajo). Yo solía llevar los
talegos, pero también me ofrecía a cuidar los caballos a las puertas de los
negocios o a llevar las cestas de las vendedoras al mercado a cambio de un
puñado de patatas, empacaba y hacía mandados a los comerciantes ¡En fin!
Ese mocoso judío, en realidad se había convertido en una astuta máquina
oportunista para el menudeo. Y, a una edad en que los otros niños jugaban
alegres con canicas, yo sabía exactamente lo que costaban todas las cosas,
dónde y cómo se compraban, se vendían y cómo hacerse indispensable. Y
todavía saqué tiempo para aprender. El rabino me enseñó las operaciones
matemáticas y algo de geometría, además de leer y escribir, de forma tal, que a
los trece años, ya podía reemplazar al secretario de un abogado y llenar los
formularios de impuesto de los comerciantes. Pero, a pesar de lo atareado de
mi día, no dejaba de leer, así que, para ahorrar combustible, me sentaba debajo
de la linterna de señales, próxima a un paso de nivel –el pueblo carecía de
estación- y ahí leía rimeros incompletos de libros, facsímiles y periódicos que
otros habían tirado.
Me constaba que esa obsesión lectora de Kanitz no había disminuido, y
recordé la vez que estando en su despacho, me llamó la atención un título y de
una vez me dio la sinopsis. Y al preguntarle, me indicó, que todos los libros
los había leído.
─Al poco tiempo me había convertido en el hombre que en todas partes,
tiende un puente entre la oferta y la demanda. Por otro lado, tenía un olfato
para las mudanzas, ofreciendo la carreta más económica (yo era el mago del
regateo) y estaba dispuesto a comprar cualquier cosa difícil de llevar -llegué a
tener un local destinado a estos menesteres- tasaba y permutaba lo que se me
pusiera delante.
─A los veinte años, me convertí en agente de una compañía de seguros
internacional, y salí del pueblo para instalarme en Viena.
─No fue fácil mi inserción en una sociedad tan elitista, como la vienesa de
finales del siglo diecinueve. A pesar de que Austria y Hungría están arropadas
por el mismo reino de los Habsburgo, a los húngaros se nos considera
extranjeros en Austria, y más, si se trata de uno de tan poca monta. Me vi
precisado, a hacer un gasto en tres gabardinas de etiqueta y en algunas camisas
de buena calidad a precio de mayoreo, que solo tenía que mandarles a voltear
los cuellos cuando estaban por deshilacharse, y unos lentes de montura
dorada, que me daban un aspecto de académico.
─Al principio me toleraban, pero eso me tenía sin cuidado. Mi lema eran
tres palabras: “Se lo tengo”. Además, manejaba mucha información, y si no la
tenía, sabía dónde buscarla. Había aprendido que la fuente más inusitada, eran
esos personajes que, suelen pasar inadvertidos, los mesoneros, porteros,
botones y los trabajadores de barra de un cafetín. De hecho, en una buena
conversación con un cochero, se pueden conseguir datos más valiosos que los
obtenidos en una reunión de accionistas. El caso es, que llegó el momento en
que, los mismos que antes me veían de reojo, pasaron a solicitarme, y a veces
con urgencia.
─La aurora del nuevo siglo nos traía de asombro en asombro, por la
cantidad de innovaciones. Estaba claro que en el siglo veinte, el desarrollo
sería tal, que las guerras, pasarían a ser solo recuerdo para no repetir, pues esa
energía humana del belicismo, se estaba desviando hacia la Ciencia, los
deportes y la producción de bienes y servicios. Gracias a eso, mis negocios
comenzaron a extenderse. mediando en la venta de cosechas enteras. Hasta
llegué a proveer para el mismo gobierno de Su Majestad.
─Mi estilo de vida, tesonero y ahorrativo, me estaba acercando al medio
millón de coronas. Podía considerarme como un hombre acaudalado, con todo,
no dejé de mostrarme siempre de bajo perfil; prefería el papel de “agente”,
pues es un calificativo modesto, que puede ocultar muchas cosas. Estudié el
Código de Comercio y el Industrial casi de memoria, de forma tal que yo fuese
mi propio abogado. En ese tiempo ya tenía contactos en todas partes y hasta
los abogados me debían favores por eso solía llegarles con documentos ya
redactados y les pagaba una minucia solo por su firma y sello.
Tomé un sorbo para degustar mejor lo que oía. Si algo admiraba de
Kanitz, era esa tenacidad para aprender. En vista de la enfermedad de su
esposa, me citaba los textos de medicina, que había revisado en la biblioteca
de la Facultad, y los discutía por autores. No obstante, nada de lo que había
dicho podía explicar su situación actual. Pero decidí guardar silencio, si él no
lo decía, yo no se lo iba a preguntar.
─Por supuesto Doctor, ya sé lo que se está preguntando ¿Cómo es que
Caleb, llegó a convertirse en el señor Leopoldo Kanitz? y procedió a tomar un
largo trago.
─Fue una noche, en un tren de pasajeros entre Budapest y Viena. Guardé
los lentes, saqué de mi valija de mano una manta escocesa, me cubrí la cara
con el sombrero y me senté arrebujado en un rincón. Si hay algo que había
aprendido desde niño era que, para dormir, lo único que se necesita es sueño.
Pero esa noche no pude dormir, pues a mi lado había tres personas que
hablaban de negocios y ese es un tema que suele desvelarme.
“─Figúrate que prefirió echar por la borda su prestigio de profesional por
embolsillarse sesenta mil coronas. Bueno, ahora, si quiere, podrá cerrar el
bufete por un año.
─Me despabilé en un santiamén, tal cual, un perro zorrero al oír la
trompeta de los jinetes que llaman a la cacería. Bajé aún más el ala del
sombrero y al mismo tiempo aproveché cada movimiento del vagón para
acercarme más. Pude dilucidar, que el joven que hablaba, era el escribiente de
un abogado y hablaba de su jefe.
“─Por asistir a una absurda reunión, llegó con un día de retraso a Budapest
y, entretanto, esa “buena para nada”, se dejó engañar de la forma más tonta.
¡Pero si el testamento era impecable y los diagnósticos de que la Orosvar
estaba en posesión de sus facultades eran irrefutables! Esa caterva de buitres
jamás hubiese heredado un solo héller, a pesar de los artículos escandalosos
que Wezner, el abogado de los deudos, hacía publicar todos los días.
Entretanto, el pícaro de Wezner, le hace una visita a la tonta, y que “de
cortesía” y la muy estúpida entra en pánico ─y el escribiente, imitando el
acento del norte de Alemania─ “Pero si yo no quiero tanto dinero; yo lo que
quiero es mi tranquilidad”. Bueno, ahora tiene su tranquilidad y esos buitres en
cambio, tienen las tres cuartas partes de su herencia, porque, la muy tonta,
firmó el arreglo más absurdo.
─Bien Doctor, con estos fragmentos comprendí de qué se trataba de un
escándalo que se estaba ventilando en la prensa húngara a todo vapor. Le
explico:
─La princesa Orosvar de Ucrania, era una anciana…Perdón, ese
calificativo no cuadra…Digamos que era una vieja bruja y malhablada, que
estaba resentida contra los demás Orosvar, porque a ella y solo a ella, que ya
era viuda, la difteria le había arrebatado a sus dos hijos en una sola noche.
Nunca más quiso volver a Ucrania. Era la dueña de la mansión Kekesfalva,
pero desde que quedó sola, si acaso pasaba dos o tres meses en ella. Lo normal
era que se dedicara a ahogar su amargura viajando por el mundo y residiendo
en las suites de los mejores hoteles de Niza y Montreux. Pero, a pesar de esa
vida de lujos, solía regatear como una verdulera, bebía como un cosaco e
insultaba como un estibador de muelle. La única persona que toleraba a su
lado, era su dama de compañía, quién, tenía que atenderla lo antes posible al
menor de sus caprichos, además de leerle y tocarle el piano cuando a la vieja
loca le provocaba, o estaba en medio de una de sus crisis -al igual que David
al rey Saúl- y lo que era peor, dejarse insultar por la sinrazón más nimia. Pero,
aunque se avergonzaba de la manera brusca, que la vieja obesa usaba en el
trato a los demás y a ella misma, en realidad, le temía como al mismo diablo.
─Cuando la vieja tenía más de setenta años, cayó con pulmonía (se me
olvidaba decir que fumaba como una locomotora). Sin ponerse de acuerdo, los
parientes viajaron a Niza. La vieja no tardó en enterarse de tanta preocupación
y, a fuerza de malicia, luchó por sobreponerse. Cuando los familiares se
enteraron de que se disponía a bajar al hall, se dispersaron en el acto. Pero ella
ya había sobornado a los mozos para que le repitieran todo. Habían peleado
como lobos para ver quién se quedaba con Kekesfalva, quién con los palacetes
de Budapest, quién con la mansión Orosvar de Kiev y quién, con las otras
posesiones ucranianas. Pero la gota que derramó el vaso, llegó un mes
después, cuando, en medio de su convalecencia, llegó la carta de un
prestamista de Budapest comunicándole que no podía prolongar más el crédito
a su sobrino-nieto, a menos que ella tuviese la amabilidad de asegurarle por
escrito, que él sería uno de sus herederos. De inmediato telegrafió a su
abogado, a su médico de cabecera y a un médico adicional, para que se
apersonaran en su suite. La finalidad, redactar su testamento.
─Años después; a su muerte (que para sus familiares tardó más de la
cuenta) la caldera explotó y trascendió a la prensa, convirtiéndose en un
melodrama por entregas. Resultó que la heredera universal fue su dama de
compañía, una tal señorita Annette Dietzenhof. Lo único que no heredó fueron
las posesiones ucranianas y el dinero en efectivo, porque fueron destinados a
la construcción de una iglesia ortodoxa en su ciudad natal (al parecer, la arpía
tenía un alma que salvar). Pero a los parientes…Ni el saludo de despedida.
─Como era de esperarse, la parentela alzó el grito al Cielo, y sus abogados
presentaron las objeciones de rigor, aduciendo que la testadora no estaba en
sus cabales, sino que era víctima de una relación de dependencia, por la
sugestionadora influencia de su dama de compañía. Por otra parte, le
agregaron el ingrediente patriotero de que las propiedades siempre habían sido
húngaras. Estaba claro que la Orosvar era una vende patria, al formar, con su
decisión, una tenaza a la mismísima soberanía húngara, porque, por un lado,
parte de la herencia pasarían a las arcas de la iglesia ortodoxa, la misma que
estaba dirigida desde Rusia ¿Y acaso, no eran las zarpas del oso ruso las que
siempre había tratado de apoderarse de la pequeña Hungría? Por otro lado, el
grueso de las propiedades pasaría a manos de…¡Una prusiana imperial! Eso
era el colmo. Pero, a pesar de la polvareda, el pleito ya lo habían perdido en
dos instancias, pues, los médicos firmantes insistían en el pleno uso de las
facultades intelectuales de la testadora. Todo indicaba que el próximo fallo
respaldaría las decisiones anteriores.
El señor Kanitz paladeó la cerveza lentamente, pero no por saborear la
bebida, sino para darme tiempo de asimilar lo que me había dicho.
─Bien Doctor, como comprenderá, de cada palabra que pronunciaba el
escribiente en ese vagón, yo sabía de la “A” a la “Z”. Y lo mejor era, que yo
conocía la propiedad de Kekesfalva desde mis tiempos de agente. Comprendí
que el abogado de los familiares había dado un golpe maestro al proponerle
por escrito a la señorita Dietzenhof, que renunciara a los palacetes y la
mansión Orosvar, para quedarse tan solo con las posesiones austríacas de
Kekesfalva, las caballerizas y la Central de molinos. Pero ¿Por qué el abogado
de la Señorita, no quiso anular un papel sin respaldo notarial y que ponía en
juego su prestigio como litigante de éxito? Por dos razones. Porque estaba
cargado de ira contra una clienta estúpida, que en vez de consultar con él, se
había dejado quitar un millón redondo de coronas. Y la otra fue, porque bajo
cuerda le ofrecieron sesenta mil coronas.
─A todas estas, retomé la conversación de los pasajeros.
“─¿Qué hará ahora con esa propiedad? Inquirió uno de ellos.
“─¡Qué más va a hacer! Anótalo que la va a perder más rápido de lo que la
obtuvo. De buena fuente te digo, que la Superintendencia imperial de Silos ya
tiene planteado quitarle los molinos. Esta misma semana la visitará el director
general…
─De allí en adelante no me interesaba. Ya tenía en qué pensar. Hacía
mucho tiempo que había estado en Kekesfalva para asegurar el mobiliario y
conocía a su administrador Petrovic, referencia que no era buena, ni para él ni
para mí, en tanto que, por la fachada de mis negocios, él desviaba dinero de la
administración. Pero lo más importante para mí, era una vitrina llena de
porcelana china y estatuillas de jade obtenidas por el abuelo de la Orosvar
cuando fue embajador en Pekín. Nadie mejor que yo sabía lo costosa de esa
colección pues hice un inventario para ofertarla a una casa de Subastas de
Chicago. Era un buen negocio para la Orosvar, pero la arpía, en vez de
agradecerme, lo que hizo fue mandarme al diablo gritando que las cosas de su
abuelo se quedaban donde estaban.
─Levanté el ala del sombrero. Simulé que me desperezaba, bostecé y
consulté el reloj. Precisamente faltaba media hora para que el tren pasara por
la estación del pueblo donde estaba Kekesfalva (yo había pagado hasta Viena,
pero por esa porcelana valía la pena perder ese pasaje). Me quedé en la única
hostería del lugar y a las siete ya estaba listo, porque quería ser el primero en
hablar con Petrovic.
─Al llegar, constaté que la casa -ese amplio chalet de estilo campestre
tradicional, a la sombra de abedules y pinos- estaba muy bien conservada y
recordé que, por cada reparación quedaban jugosas comisiones para Petrovic.
Por cierto; tocaba y tocaba y nadie salía ¿Y si Petrovic se hubiese marchado a
Budapest a negociar con la Dietzenhof? El patio principal permanecía vacío.
Caminé por la cerca perimetral y vi la casita anexa que funcionaba como
administración…Nadie respondía. Me estaba poniendo más nervioso de lo que
ya estaba. Seguí buscando, hasta que pude ver a través de los cristales del
invernadero, la imagen borrosa de la jardinera que regaba las flores. No me
oía, me vi precisado a tomar una piedrecita y lanzarla hasta el vidrio, solo así,
fue que salió secándose las manos en el delantal.
─El mal rato de las llamadas sin respuestas, hizo que olvidara mis
principios en cuanto a la cordialidad en el trato con la servidumbre, y la
increpé a través de la reja.
“─¡Cómo se hace esperar usted! ¿Dónde está Petrovic?
“─¿Quién dice usted?
“─¿Cómo que quién? ¿Cuántos Petrovic hay aquí? ¡Petrovic… El
administrador!
“─Ah, perdón…El señor Administrador…Sí, sí…Pero no está por aquí.
Dicen que está en Viena y que llega esta noche.
─Para mis adentros…”Esperar, esperar y gastar y gastar”…Tener que
pagar otra noche en la hostería, sin saber si ese zorro redomado no había
liquidado ya esos trastos chinos a precio de gallina flaca.
“─¡Qué contratiempo! Pero… Entre tanto ¿Pudiese contactar a la persona
que tiene las llaves de la casa?
“─Pero…señor…¿No va a esperar al señor Administrador?
Estaba claro que tenía que cambiar la estrategia, hasta era posible que
tuviese que dejarle una propina a la señora. Decidí mostrarme menos ansioso y
más conciliador.
“─Para eso no es necesario que Petrovic esté aquí. Es que necesito hacer
una revisión breve. Soy el agente de seguros del mobiliario (mentí) y así
podemos adelantar mucho el papeleo…Por favor.
─Asintió, bajando la vista cuando la miré a los ojos. Me abrió la reja y la
seguí hacia una puerta de servicio. Faltó poco porque me impacientara de
nuevo, pues la jardinera estaba tan cohibida buscando las llaves en una cartera,
que pensé que Petrovic estaba contratando el personal más inútil de la
comarca. Y para desviar la atención de la embarazosa situación, pregunté sin
mucho interés.
“─¿Cuánto tiempo tiene trabajando la jardinería aquí?
“─Me gusta cuidar las flores…Pero, a decir verdad, no sé jardinería.
(Lo que faltaba, Petrovic contratando aficionados)
“─Y entonces ¿Qué papel desempeña usted?
“─Yo soy…Bueno, yo fui…la dama de compañía de la señora Princesa.
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─Créame Doctor que la respiración se me cortó. Y déjeme asegurarle, que
era difícil que alguien me hiciera perder la compostura.
“─¡¿Es usted la señorita Dietzenhof?!
“─Si…Yo soy. Contestó bajando la vista, como si eso fuese motivo de
vergüenza. Mientras que yo estaba perplejo por haber tratado de forma tan
áspera a la célebre heredera. De inmediato me quité el sombrero y dije, de
manera atropellada.
“─Le ruego que me disculpe, pero nadie me había informado que usted
había llegado. Mi visita solo se debe a lo del seguro…Desde hace años he
trabajado para la Princesa y necesitaba saber si el inventario estaba
completo…Estamos obligados a eso…Usted comprenderá.
─Y sin abandonar su timidez, me respondió.
“─Claro, claro. La verdad es que yo no comprendo de esas cosas. Por eso
es preferible que hable con el señor Administrador…Y, en cuanto al
mobiliario…Usted mismo puede comprobar que nada ha cambiado.
─Ya en la sala, lo primero que ubiqué, fue la vitrina con la porcelana china
y las obras de jade ¡Qué alivio! Luego, el antiguo piano vertical. Pero más que
eso, estaban los cuadros que usted ya conoce, el Munkácsy, el paisaje de un
vivaque gitano, una acuarela a gran formato, de Alfonso Mucha y, lo que es
mejor, dominando la sala, el retrato al óleo del abuelo Orosvar, ataviado con
todas sus condecoraciones. Al parecer, ese cuadro no significaba mucho para
sus propios descendientes. Mejor así, porque lo que ellos ignoraban, era que
estaba hecho, nada más y nada menos, que por Phillip László.
─¡Todo estaba allí! Petrovic no se había llevado nada. Él era ducho en
asegurarse su parte en las toneladas de avena, cebada, forraje, azúcar y
reparaciones, pero de arte no sabía ni un tiesto. Entretanto, la señorita
Dietzenhof trató de colaborar con la revisión abriendo las persianas del amplio
ventanal, bañando de luz el salón y exponiendo el paisaje de la dehesa, al sur,
el granero, las caballerizas y al fondo, las extensiones cultivadas que culminan
en el ingenio de molinos. Entre tanto, la señorita estaba detrás de mí, al lado
de la ventana, con sus manos agarradas al frente del delantal y ligeramente
inclinada, como viendo el piso. Entendí que era necesario involucrarla en la
revisión para hacer que se sintiera importante. Debía decir algo para hacerla
hablar.
“─Una vista muy bella…Debe ser magnífico vivir aquí.
“─Sí…Debe ser.
─Su respuesta fue más, por no llevarme la contraria que por convicción. Y
al darse cuenta de su propia contradicción, trató de rectificar.
“─La verdad es que la señora Princesa nunca se sintió a gusto aquí. La
planicie le causaba melancolía, prefería la costa del mar.
Vino una pausa embarazosa. Tenía que seguir el diálogo.
“─Bueno, Señorita, ahora lo importante es que usted no piense como ella
¿Tendremos el privilegio de que se quede con nosotros?
“─¿Yo?...¡No!...¡Oh no! ¿Qué he de hacer yo sola, en esta casa tan
grande?...No, no, no, yo me marcharé tan pronto todo quede arreglado.
Fue la única expresión donde aplicó un poco de energía. No obstante sus
ojos azules se desviaban de continuo hacia el suelo. Me percaté, de que estaba
en presencia de un ser al que le habían anulado la voluntad, que jamás tendría
valor para tomar decisiones por sí misma. Y dejando de lado el sicoanálisis,
pensé en lo que en realidad me interesaba ¿Quién sabe si yo pudiese servir
como intermediario para arrendar todo esto y dividir la comisión con Petrovic?
¡Al diablo con la porcelana china!
“─Señorita…tiene usted mucha razón. Una propiedad es, a la vez, una
gran preocupación. Discusiones a diario con el administrador, el personal de la
casa y, ni hablar, de los abogados y los cobradores de impuestos. En cuanto se
dan cuenta, de que hay dinero de por medio, enseguida pretenden extorsionar
hasta lo último. Incluso llegan a tratarnos como a un enemigo…En efecto…
Una propiedad como esta, requiere de una mano firme y aun así es difícil.
“─¡Sí!... Sí, yo no sabía que la gente fuera tan feroz, cuando se trata de
dinero.
─Mientras que yo asentía muy serio, mi mente volaba ¿Cómo se pudiese
arrendar? ¿A través de un Consorcio? ¿O de varios? Uno que se haga cargo de
Kekesfalva, otro del ingenio molinero. Pero Petrovic reclamará ser el
subarrendatario…Hasta que me di cuenta, que mi silencio se prolongaba.
Tenía que mantener la conversación.
“─Lo peor son los pleitos. Y eso es a cada rato. La verdad es, que esto es
una carga. Más vale vivir con algo modesto, pero en paz.
─De repente ella, levantó su rostro y en un profundo suspiro, me dijo.
“─Una carga terrible…Ojalá pudiera venderla.
Diciendo esto, el señor Kanitz fijó sus ojos en mí, pero no era a mí al que
veía, sino a través de mí. De forma inconsciente, miré a los lados. Los
comensales más cercanos estaban a dos mesas; no existía el temor de que
alguien dijera que mi interlocutor había perdido la cordura. Aunque, teniendo
en cuenta que ese entusiasmo inusitado se producía a pocas cuadras del sitio
donde su señora se debatía entre la vida y la muerte, quedaba en claro que, en
medio de su tragedia, sentía la necesidad de desnudarse ante Dios mediante la
confesión a un hombre. Dudoso privilegio que me había tocado. Aunque
también, podía recurrir al recuerdo, para anestesiarse del dolor que lo
traspasaba. Entretanto, vi como se tomaba otro trago sin respirar y prosiguió.
─Comprenderá que la oportunidad de mi vida la veía venir como un globo
que se desvanece y desciende directo hacia uno. ¡Comprar Kekesfalva! Hacía
un instante era imposible pensarlo. Traté de no delatar mi estremecimiento y,
luego de respirar profundo, comencé a hablar lo más circunspecto que me fue
posible.
“─Vender…Claro Señorita…Vender es fácil…Pero vender bien. Encontrar
un gestor inmobiliario honesto, que consiga el precio justo…Eso es lo difícil,
pues lo que abunda por ahí son leguleyos que solo quieren enredarlo todo en
una madeja de trámites para terminar esquilmándolo a uno. Lo mejor, es no
meter a los abogados en esto (pensé en Wezner y en su colega) porque les
encanta oscurecer lo que está claro, ellos estudian Derecho, pero solo para ver
cómo lo tuercen. Por otra parte, eso me obliga a prevenirla de antemano. Si va
a vender, debe hacerlo de contado. No acepte letras o pagarés, si no quiere
ganarse un dolor de cabeza por años (y mientras yo hablaba mi mente hacía
sus propios cálculos) ¿Le habrán hecho una oferta antes? Porque yo estaría
dispuesto a desembolsar cuatrocientas cincuenta mil coronas, al fin y al cabo,
están incluidos los cuadros, que solos, ya son una fortuna. Pero si se redondea
a las quinientas mil, que todavía sigue siendo una ganga, tendría que vender el
apartamento y el local que tengo alquilado, además de meterme en una deuda
que al fin y al cabo valdría la pena, porque estaría por debajo de las setecientas
mil coronas que creo, debe costar el grupo de la casa, el predio y las
instalaciones industriales.
“─Por cierto Señorita ¿Tiene usted una idea aproximada del precio?
“─No. Contestó perpleja y fijó en mí sus ojos muy abiertos.
─Esto complicaba las cosas, porque el que no tiene un precio recurre a los
informes y viene la puja con valores cada vez más alto, además de que pasa el
tiempo y se cae el negocio. En consecuencia, no debía soltarla hasta que no me
estableciera un precio.
“─Pero Señorita…Se requiere un precio. También, saber si la propiedad
está afectada por una hipoteca.
“─¿Hipo…Hipoteca?
“─Quiero decir, si la propiedad está al día con sus deudas…En alguna
parte debe existir una transacción aproximada que nos aclare las dos cosas…
un documento…¿Su abogado no le mencionó una cifra?
“─¿El abogado?...Sí, sí…Espere…Algo me escribió acerca de unos
impuestos pero estaba escrito en húngaro. Ahora que recuerdo, él me dijo que
lo hiciera traducir, pero con todo este barullo, me he olvidado de eso. Está en
la casita de la administración. Pero…si usted tiene la bondad y me
acompaña…Es decir… Si no le molesto demasiado con mis asuntos.
“─No faltaba más señorita, para mí es un placer servirle.
─Bueno Doctor, de más está decirle que yo estaba estremecido de
emoción. Y ya en la oficina, mis dedos se crispaban cuando la veía afanosa
buscando en una carpeta.
“─Ajá…Creo que ésta es la carta y las hojas que le dije.
─Las hojas tenían una nota en alemán, escrita por el abogado “Esta lista
me la proporcionó un colega húngaro y gracias a él conseguimos una buena
tasación para efecto de impuestos”. Busqué de inmediato la carta en húngaro:
“Estimado colega…etc…Nos costó un poco, pero pude obtener tasaciones
correspondientes a la tercera y en algunos casos, a la cuarta parte del valor
real” A continuación, venía la lista también en húngaro. No hallaba cómo
disimular el temblor de la hoja en mis manos, buscaba en los renglones, lo
único que me interesaba…Kekesfalva y sus instalaciones anexas. El avalúo
era de ¡Ciento noventa mil coronas! La tercera parte de las setecientas mil que
yo había calculado. Mi corazón estaba a punto de reventar, sabía que estaba
pálido pues sentía el hormigueo de la sangre que huía de mi rostro ¿Cuánto le
ofrecería ahora?
─Si hay algo en lo que soy rápido es en manejar operaciones matemáticas
sin necesidad de apuntarlas ¡En el aire! Pero en ese momento estaba como
dislocado. Los números hacían volteretas delante de mis ojos, tal y como lo
hacen en las máquinas de los casinos. Hasta que su voz me trajo de nuevo a la
Tierra.
“─¿Es ese el papel que estamos buscando? ¿Usted lo entiende?
“─En efecto señorita…El abogado le informa que se ha tasado el valor de
Kekesfalva en ciento noventa mil coronas. Pero, desde luego, este es un valor
nominal.
“─¿Nominal?
“─Si…Nominal porque no es un valor real…Digamos que se trata de un
valor incierto. Una tasación oficial no tiene por qué ser un valor de venta…Es,
más bien…Cómo le dijera… ─Yo estaba temblando pero tenía que ser ahora o
nunca─ …Es decir, no se puede contar con la seguridad de obtener todo ese
valor. Pongamos por caso; si el objeto es tasado por ciento noventa mil,
entonces, lo más seguro, es que obtengamos un precio de ciento cincuenta mil.
Suma, con la que podemos contar.
“─¿Cómo es la cosa? ¿Puede repetir la cifra por favor?
─Su voz había sido casi incrédula. Me pareció como la que se emplea
para dominar la cólera retenida. La sangre se agolpaba en mis sienes y
zumbaba en mis oídos ¿Acaso mi avaricia estaba a punto de romper el saco?
¿No sería mejor doblar la cantidad, llevarla a trescientas mil coronas, que
todavía seguía siendo una ganga?
─Pues bien Doctor, hasta aquí me había acompañado la suerte y
precisamente, ella es el producto de tres factores. La preparación, la
oportunidad, y la determinación. Esta última era la que tenía ahora que poner
en juego. En juego, y a una sola carta. Si ya había hablado, no debía
retroceder. Entonces, mientras las venas de mis sienes retumbaban como
bombos, desvié mis ojos de los suyos y dije en el tono más humilde que pude.
“─Esto es lo que pediría yo. Ciento cincuenta mil coronas.
─Lo siguiente que oí detuvo el tropel de mi corazón ¡Lo paralizó!
“─¡¿Tanto?!...¿Usted cree que alguien estaría dispuesto a pagar tanto?
─Necesité un tiempo para responder ¡Estaba sin aliento! Esa fue una de las
pocas veces que le hablé con la más llana honradez y casi en un suspiro.
“─Si Señorita. No tengo la menor duda, de que usted podrá obtener esa
suma.
El señor Kanitz temblaba. Tomó otro sorbo y se recostó del asiento.
Respiró profundo antes de proseguir.
─Doctor. Es bueno que entienda, que cuando fui a esa casa, lo menos que
pasaba por mi mente era transarme en un negocio tan ambicioso… Si lograba
concretar esa compra, en cuestión de días iba a estar en capacidad de ganar
más, de lo que había ganado en casi treinta años de pequeñas transacciones.
De allí en adelante comenzaron las horas de mayor desasosiego de mi vida. No
debía soltar a la Heredera por nada del mundo. Tenía que sacarla de
Kekesfalva antes de que viniera Petrovic, y en el proceso, no debía revelar que
yo era el comprador.
Kanitz, hizo una pausa que parecía estudiada. Desvió la mirada de mí y
luego, como regresando de sus cavilaciones.
─¿Sabe Doctor? Antes de que alguien me juzgue de estafador de siete
suelas y cosas por el estilo (y puede que tenga razón) es necesario que se
analice la otra cara de la moneda. Lo que le voy a decir lo supe después, y lo
pude obtener, apelando a un sinfín de delicadezas para sacar fragmentos de
frases, que luego completarían el rompecabezas de lo que pasaba por el alma
de esa Dama y que en ese momento, yo ni siquiera sospechaba.
─El caso es, que la pobre Heredera al llegar a su propia casa, había
experimentado lo amargo que puede ser el resentimiento más cruel pero a la
vez predecible, si tomamos en cuenta que ninguna envidia es tan insidiosa
como la que emana de esos seres subalternos cuando el compañero es sacado
del yugo donde ambos permanecieron uncidos por años, y elevado, como en
alas de ángeles, a los dinteles celestiales. Las almas mezquinas perdonan más
fácil a un príncipe la riqueza más extravagante, que la libertad más modesta al
que ha sido igual a ellas en su destino. La servidumbre de Kekesfalva
recordaba cuántas veces, en sus accesos de soberbia, la Princesa había tirado el
peine a la rubia cabeza, alegando que la había maltratado al peinarla, y como
esa, mil humillaciones más, que en el resto del personal no solo provocaban
miedo a ser víctimas de sus arrebatos, sino también lástima, por esa pobre
alemana. Pero ahora, esa lástima se había trocado en rencor; al verla
convertida, sin más, en la flamante dueña de Kekesfalva. Pero, si de algo
estaban seguros, era que, el artificioso rol de propietaria, sería algo netamente
transicional. Por ejemplo, Petrovic tomó el tren a Viena, para no tener que
saludarla, y la esposa de éste, que tenía el cargo eventual de ayudante de
cocina en la casa ─y que por ser la esposa del administrador tenía un juego de
llaves, ni siquiera se dignó en recibirla─. El sirviente que lo hizo, puso su
valija en la puerta de su habitación dio media vuelta y se fue. Pasó esa tarde
virtualmente sola, se sentía cansada, pero no era un cansancio físico, era algo
en su ánimo. Quiso recurrir a la música, pero ya se imaginaba lo que podían
decir en la casa al escuchar las notas del piano, trató de leer, pero no se podía
concentrar. Llamaron a su puerta y una voz le anunció que la cena estaba
servida. En efecto, pero lo hizo íngrima, en un comedor silencioso. Ella
misma llevó los platos a la cocina y los lavó, y aún, antes de dormir, tuvo que
oír, a través de su ventana, conversaciones en voz alta que giraban alrededor
de frases como “cazadora de herencias” y “carita de yo no fui”. Esas primeras
horas enseñaron a esa dama, de sensibilidad tan delicada, que en aquella casa
no tendría ni una sola hora de tranquilidad. Por eso, cuando conoce a un
hombre tan enterado y comedido, que le propone buscar a un comprador
seguro, le da recomendaciones objetivas de cómo invertir el monto de la venta
y de paso, se presta para asesorarla ¡En fin! Fue como ver a un mensajero del
Cielo. Por eso, no indagó más, puso a mis órdenes todos los documentos y de
inmediato aceptó la proposición de viajar, esa misma mañana, a buscar al
comprador (antes de que apareciera Petrovic) Todo fue muy rápido y, cuando
quisimos ver, estábamos en el expreso a Viena. Viajábamos en primera clase.
En este caso el sorprendido era yo, porque era la primera vez que me sentaba
en los asientos tapizados de listas beige y grosella de un vagón premium.
─Ya en Viena, la instalé en un hotel céntrico y yo ocupé una habitación
cercana. Necesitaba tener armado el contrato esa misma noche. Eso lo tenía
que hacer con Gollinger, un abogado de mi confianza, para así, al día
siguiente, dar el golpe de la forma más intachable. Pero por otra parte, yo
estaba en ascuas porque no me atrevía a dejar sola a la dama ni un minuto. Lo
que se me ocurrió fue, proponerle concurrir a la ópera, en tanto que yo trataría
de contactar al señor que estaba interesado. Idea que ella aceptó gustosa. Eso
me aseguraba dos horas y media para mi diligencia. Alquilé un coche (yo
estaba acostumbrado a usar los carretones públicos, donde me codeaba con
obreros, campesinos, cabras, jaulas y gallinas) me dirigí a la casa de mi
abogado mercenario, pero no estaba. Me dediqué a buscarlo hasta que pude
ubicarlo jugando cartas en un bar y le ofrecí un buen fajo de coronas para
montar el contrato y para que al otro día en la noche, citase al notario público,
quien también recibiría una comisión por su trabajo fuera de horario. Primera
vez que yo hacía esperar a un coche en la puerta mientras que le dejaba los
datos, al finalizar, me hice llevar a toda prisa al teatro. Se me había hecho
tarde.
─El público estaba saliendo. Entré corriendo al vestíbulo. Busqué entre la
gente, pero la Dietzenhof no estaba. Subí a saltos hacia el palco. Tampoco
estaba allí ¿Se había extraviado? ¿O era que al fin, había descubierto mi
coartada? Bajé a zancadas al vestíbulo y la pude reconocer por su cabellera
amarilla, de espaldas, contrastando su vestido sin pretensiones y
confeccionado por ella misma, con las elegantes galas de las damas que la
rodeaban. Al verme, me recibió con entusiasmo. Se había inquietado por no
saber de mí, aunque debo admitir que el mayor alivio fue mío.
─Esa noche, ya en mi habitación, y a pesar del trasnocho anterior, estaba
tan nervioso que no podía dormir. Quedaban tan solo horas, para llegar a la
meta. Pero me asaltaba el temor de que todo se cayera en el último minuto.
Para evitar que se tropezara con su abogado o una persona que la alertara, no
me quedó otra alternativa que alquilar un coche.
─A la mañana siguiente, entré cansado al restaurante del hotel y ella ya
me esperaba, tranquila. Luego del desayuno comenzó la gira. Primero, nos
dirigimos al Banco para indagar lo referente al cheque de gerencia y las
condiciones del plazo fijo, pero no le dije lo más importante, que necesitaba
retirar dinero, pues desde el día anterior yo había asumido unos gastos que
representaban todo lo que yo gastaba en tres meses. Al llegar, desplegué todo
mi arsenal de relaciones públicas, saludando con entusiasmo, desde el portero
hasta el gerente, para darle la impresión de que yo era una persona de
confianza en la entidad. Al salir de las oficinas internas, la vi sentada
pacientemente con sus manos cruzadas sobre la cartera, en su regazo. No era
conveniente que tuviese en las salas de espera, piensa que piensa, pues la
mente comienza a procesar detalles que al principio no damos importancia,
pero, cuando menos se espera, pueden aflorar, encajando como piezas de un
rompecabezas ¿Y si del fruto de esa relajada meditación, surgiera el rayo de
luz que enfocara la virtual estafa? Tenía que impedir eso a como diera lugar.
Así que, al salir del Banco, hice detener el coche frente a una librería. Entré
azorado y lo que se me ocurrió pedir, fue una antología de los mejores poetas
parnasianos de la lengua alemana, recopilados por Heinrich Heine, una edición
en cuero con canto dorado, de 1898. Al subir a la calesa y entregarle el libro,
su entusiasmo fue mayúsculo. Pero lo que ella no sabía era que, aunque me lo
pidiera yo iba a hacer cualquier cosa para evitar autografiar el libro, en la
seguridad de que, en un futuro inmediato, cualquier objeto que le recordara mi
persona iba a ser motivo de congoja, incluso, pudiese falsificar la firma y
usarla contra mí. Otra cosa que hice fue, buscarle conversación en los
trayectos, para evitar que reflexionara acerca del paso que estaba a punto de
dar, así que, me dediqué a hurgar en sus aficiones, descubriendo que se
interesaba por la pintura, lo que resultó excelente, debido a que mi trasiego
como tasador de arte, me había obligado a conocer lo atinente a la vida de los
artistas. Cuando ella se refería a los pintores, parecía una adolescente
deslumbrada por sus ídolos, hasta que volvíamos al tema de los trámites;
entonces, su mirada se trocaba en atención muda, pero con cierta impaciencia
por “pasar la página”.
─Comenzamos a trajinar por toda Viena…Digamos que en parte era para
comparar y ubicar la mejor oferta de inversión del importe de la venta, lo que
resultó en negociar con la Trasnacional de Ferrocarriles Europeos, la empresa
con más competitividad y expansión. Pero también, debo reconocer, que mi
intención era aturdirla de tal modo, que se diera cuenta de las dificultades que
entrañaba la venta sin el asesoramiento adecuado. Pero, por lo visto, ella nada
que se aturdía. Se sentaba en las salas de espera y leía hasta que yo le llamaba
y la hacía pasar. Mucho después comprendí que ─con o sin libro─ igual iba a
esperar de la forma más paciente, porque en todos los años de andar junto a la
Princesa, las esperas habían llegado a ser parte de su naturaleza ¡En eso se le
habían ido los mejores años de su juventud!
─En cuanto a los trámites, cualquier cosa que yo le propusiera ella accedía
y procedía a firmar. Tanto, que en algún momento, comencé a sentir la tortura
perversa, de que, si le hubiese ofrecido tan solo ciento treinta mil coronas,
igual las habría aceptado; porque se evidenciaba que, más que obtener un
precio, lo que anhelaba era terminar lo antes posible con el levantamiento de
formularios y firmas, pues, hasta la mera visión del dinero (que ni contaba) le
producía una marcada inquietud. Sin duda, solo quería escapar a su mundo,
sus lecturas, sus tejidos, patrones de costura y el piano.
─La diligencia había durado desde las nueve de la mañana hasta las cinco
de la tarde. Ambos estábamos exhaustos. Entramos en un cafetín, y luego de
una breve cena. Le dije.
“─Bueno señorita. La venta ya puede darse por realizada. Falta solo la
firma ante el Notario y recibir el importe de su transacción. Con esto, quedan
tan solo dos firmas mañana; la del plazo fijo y la de las acciones.
─Su rostro se iluminó.
“─Entonces ¿Podré irme esta misma semana?
“─Por supuesto. Mañana a esta misma hora, usted no tendrá que ocuparse
más por dinero o propiedades. Tendrá, una holgada renta mensual asegurada
de por vida. En adelante usted podrá vivir en cualquier parte que tenga un
Banco cerca ─Y, por cortesía, le pregunté─ “¿Piensa ir con su familia?”
─En ese momento vi como un pensamiento fugitivo atravesaba su rostro
tal cual la sombra de una nube.
“─Puedo ir a casa de mi sobrina en Wesfalia.
─De inmediato pedí al mozo una guía de ferrocarriles, para plantear todas
las combinaciones. Le aconsejé que pernoctara en Fráncfort, y al día siguiente,
seguir descansada a Colonia (en la publicidad estaba el aviso de un albergue
que se veía bien y era económico). Estaba en esto de los pasajes hasta que
consulté el reloj. Detuve todo y nos dirigimos a la Notaría.
─En menos de una hora quedó todo arreglado…Digamos que ese fue el
tiempo suficiente, para arrebatarle a la Dama las tres cuartas partes de lo que
quedaba de su herencia. El Notario, de manera disimulada, vio
tangencialmente a la Dietzenhof sobre el borde superior de sus lentes. Él,
como todo el mundo, sabía los pormenores del caso. Yo adivinaba lo que
estaba pensado “Pobre mujer ¡En manos de quien cayó!”. Pero, tuvo la
discreción de limitarse a bajar la cabeza para desplegar el documento, con toda
parsimonia, e invitar, cortésmente, a la Dietzenhof a firmar. La tímida dama no
tuvo otra reacción que dirigirse a mí, que con un gesto la animé a firmar; se
acercó a la mesa y escribió lentamente, con su letra redonda, clara y con todas
las “eles” en el mismo grado leve de inclinación a la izquierda “Annette
María Dietzenhof Beate”. Luego firmé yo. El Notario secó con cuidado las
firmas y, a una señal suya, los tres nos levantamos y nos dimos las manos,
después lo hicimos con el propio Escribano.
─Al bajar las escaleras iba yo detrás de la Señorita y detrás de mí,
Gollinger me molestaba, dándome golpecitos con su bastón, y con la voz
aguardentosa, me decía por lo bajo Truhanus maximus. A pesar de eso, cuando
Gollinger se fue y quedé solo con la Dama, me sentí en una situación…
Digamos que embarazosa. Ahora, esa mujer silenciosa que caminaba a mi
lado, había dejado de ser el objetivo a destronar, en otras palabras “el
enemigo”. ¿Qué podía decir yo? ¿Felicitarla por la venta, es decir, el desfalco?
¿Y más, cuando la pregunta que debía flotar frente a ella era, el por qué yo
había firmado como propietario? Su paso ahora era distinto, casi a conciencia.
Caminaba con la cabeza baja, pero por la forma indecisa que daba cada paso
(no me atrevía a mirarla a la cara) comprendí que reflexionaba ¿Había
descubierto que yo era el comprador? ¿Por qué no hice la venta a través de un
Banco Hipotecario? En silencio caminamos media cuadra. Cuando sentí que
carraspeó, como dándose ánimo; comenzó a hablar un poco atropellada, cosa
que no era su estilo.
“─Usted perdonará…Pero pienso irme lo más pronto posible y necesito
dejar todo arreglado…Debo reconocer el gran trabajo de recurso y tiempo que
ha tomado…y…Le ruego que me diga…Cuánto le debo por tantas molestias.
─¡Esto era demasiado! En medio de mi aturdimiento, no pude sino
replicar.
“─¡Dios mío, por favor! Usted no me debe nada.
─Yo estaba transpirando ¿Cómo era posible que esta situación me tomara
sin estar preparado? Yo estaba cebado en el trasiego de la oferta y la demanda
y sobre todo en la especulación y eso me había dado la perspicacia para prever
toda la gama de reacciones humanas. Yo sabía lo que era, que me tirasen una
puerta en las narices, un intento de ataque físico, responder judicialmente ante
una demanda, la amarga maldición de alguien que había quedado despojado,
gente que no contestaba mi saludo o que se apeaba del carretón escupiendo,
incluso, había calles enteras donde prefería hacer un rodeo para no tener que
transitarlas. Pero ¿Qué alguien me diera las gracias sinceras por una infamia?
“─Por amor de Dios, Señorita. Solo espero haberla ayudado a conseguir lo
que usted quería. Vender lo antes posible. Y lo hice, porque estoy convencido
de que era lo mejor…Las personas como usted, que no entienden de negocios,
lo mejor que pueden hacer, es no mezclarse en ellos (antes de proseguir tragué
saliva)…Señorita…Le advierto que más de uno vendrá a decirle que ha hecho
el peor negocio de su vida, que la estafaron ¡Qué sé yo! Pero por más que le
digan eso, recuerde que hay cosas que esa gente no sabe…Si bien es cierto,
que usted hubiese obtenido un precio más alto por la propiedad, no obstante,
no lo hubiesen cancelado en un solo pago sino interponiendo letras y, para
serle sincero, eso no funciona con usted…Usted, por lo visto, paga a tiempo
todos sus compromisos, lo que quiere decir que no es una persona que esté
dispuesta a cobrar. Le apuesto que más de una vez ha dejado que se pierda una
mercancía, la confección de un vestido –por ejemplo- para no insistir con el
comprador ¿Acaso usted puede ser capaz de entablar una querella si el
pagador de la letra se atrasara o simplemente dejara de cumplir?... No lo creo
Señorita. Para cobrar…¡Para los negocios en general! Hay que ser…pues…
Hay que ser duro como el propio dinero. Pero no solo eso, sino también
mañoso y créame, usted no está para eso. Así que, lo mejor fue lo que hizo.
─Entretanto, ya habíamos llegado al hotel y ella, extendiéndome la mano,
me dijo de una forma, extrañamente desenvuelta.
“─Gracias por sus consejos. Pero le reitero mi petición. Tiene dos días
dedicado a mis asuntos y sé que nadie lo hubiese hecho con el
desprendimiento que usted ha demostrado. Nunca ─se ruborizó un poco─ un
caballero había sido tan atento conmigo. Nunca…Hubiese creído que quedara
tan pronto libre de este asunto…Así que, mañana me puede dar razón de lo
que le dije. Por los momentos le repito. Le estoy muy agradecida, de verdad.
─Diciendo esto extendió su mano, mientras que un brillo infantil
iluminaba su mirada azul. Traté de responderle, pero no tenía nada adecuado
para decir, así que, besé su mano y se retiró. Me quedé viéndola, como a punto
de decirle algo que no sabía qué era. Hasta que vi que el recepcionista le
entregaba la llave. Salí a la calle como un autómata. No sabía a dónde iba y al
pasar por una cristalería iluminada, vi mi rostro en el espejo de la vitrina y
comencé a analizarlo como quien mira la imagen de un asesino en un diario.
¿En realidad yo era tan egoísta o eran mis circunstancias? Entonces volvió el
eco de esa voz “Le estoy muy agradecida, de verdad”. Eran las palabras de la
única persona que había creído que yo era un hombre probo. En un acto de
masoquismo deliberado, volví a verme en el reflejo; esta vez me quité los
lentes. Qué diferentes eran los mensajes que transmitían mis ojos comparados
a lo que emanaba de los de ella. Los míos eran ansiosos, los de ella apacibles,
iluminados por la fe interior, del que encuentra lo mejor en cada uno de sus
semejantes. Esa mirada la había visto antes ¡Sí! Así miraba mi madre. Una
mujer curtida en las pruebas más duras pero que, más allá de las
circunstancias, creía que del mundo también se podían sacar cosas buenas, por
ejemplo de mí. Pero, para ser digno de aquel fervor había que ser un hombre
cabal; factible de ser engañado, pero que nunca engañaría a nadie. Al fin de
cuentas, sobre el hombre justo es que reposa la bendición del Señor.
─Entré en un local y pedí un café, a ver si se me quitaba lo amargo que
sentía en la boca. Fue inútil. Todo este desasosiego era por el negocio. Si ese
era el problema, bueno, no esperaré que ella me reclame sino que de manera
espontánea, le dejaré abierta la opción del rescate, quedándome tan solo con
un porcentaje. Esta idea fue la que me dio una efímera sensación de alivio y
pude dormir, aunque no lo suficiente.
─El compromiso de acompañarla a las últimas firmas, me hizo despertar
temprano, lo que me dio tiempo de comprar una caja de bombones, pero me
pareció que no era suficiente, así que también busqué un enorme ramo de
rosas rojas. Volví al hotel con las manos ocupadas y pedí al recepcionista que
le enviara los obsequios a la habitación. Pero él, dándome trato de nobleza,
según el hábito vienés, me contestó.
“─Señor von Kanitz, la señorita ya bajó a desayunar, está en el restaurant.
─Por un momento dudé. Hubiese preferido dejarle los regalos y no tener
que verla a solas…Pero…Al fin y al cabo, igual iba a verla cuando la
acompañara al finiquito de las firmas. Hasta que el botones interrumpió mis
cavilaciones.
“─Si quiere puedo llevarle las cosas de su parte o acompañarlo hasta el
comedor.
“─Es usted muy amable, pero no, gracias.
─Cuando entré, ella estaba en una mesa solitaria al lado de una ventana,
leyendo su libro de poemas. Al contacto con la luz natural sus bucles dorados
brillaban aún más. Me acerqué sigiloso y puse la bombonera y las flores en la
mesa, dedicándole la más amplia de mis sonrisas. Se sonrojó, pues -esto lo
llegué a saber después-. Nunca le habían regalado flores, exceptuando la vez,
que uno de los codiciosos parientes de la Orosvar, le había enviado un ramo
para congraciarse con la persona más cercana a la Princesa. Ante esto, la
Orosvar montó en cólera y le ordenó que las devolviera de inmediato. Pero
ahora, alguien le regalaba unas rosas y nadie le iba a ordenar que las regresara.
“─¡Pero cómo!...Por favor ¡¿A qué debo esto?!...Esto…Esto es demasiado
hermoso para mí.
─¿Sería la luz que se reflejaba desde las flores o la sangre que se agolpaba
en sus mejillas? Lo cierto es, que un brillo rosado estaba regado en su rostro.
“─Siéntese, por favor. Me senté enseguida.
“─Señorita…Es un pequeño presente de despedida. Ahora vamos a las
firmas del Banco y de las acciones…Pero…¿De verdad se quiere marchar hoy
mismo?
“─Sí. Respondió bajando la cabeza, mientras acercaba hacia sí el ramo.
No hubo ni alegría ni pena en ese “sí”. Era más bien de serena resignación.
“─¿Ha anunciado por telegrama a sus familiares, que usted va a ir allá?
“─No, en realidad creo que se asustarían si les mando eso…Además…
Ellos casi nunca han sabido de mí.
─Esta respuesta no me gustó. Dudé por un instante, si era prudente
someterla a mis indagaciones. Pero decidí abordarla.
“─Usted me va a perdonar que le pregunte estás cosas, pero ¿Se trata de
parientes cercanos?
“─Sí y no…En realidad no; se trata de una sobrina, hija de mi difunta
hermana que vi muy pocas veces cuando ella todavía era una niñita. Tampoco
conozco a su marido; solo sé que tienen una parcela con una pequeña granja
de gallinas ponedoras. Ambos me escribieron y muy gentilmente, se pusieron
a mis órdenes y me dijeron que tienen dispuesta una habitación, para que esté
con ellos todo el tiempo que desee.
“─¿Pero?… ¿Qué va usted a hacer allá?
“─No sé…Bueno…Puedo recolectar los huevos todos los días.
─Esta respuesta hizo que me sintiese pésimo. Era algo indefinible, sentía
algo similar a un dolor que uno sabe que ha sufrido, pero que no consigue
recordar, solo descubre que todavía se oculta entre las entrañas. Estaba en
presencia de una mujer abandonada, no al destino, sino a la veleta de los
vientos. Pero creo que lo que más me afectó, fue que, en la desorientación que
ella experimentaba, estaba reflejado yo; en mi vida sin hogar, sin más objetivo
que el hacer dinero y a ello sacrificando todo ¡Hasta mi propia felicidad! Yo
estaba alterado, y no pude disimularlo cuando le dije.
“─¡Por favor! Eso no tiene sentido ¿Pretende internarse en un campo para
el resto de su vida?¿Al lado de unos parientes que usted nunca conoció? Usted
no tiene necesidad de enterrarse así.
─ No sé si fue una ilusión óptica, pero sus ojos antes azul celeste se habían
trocado en un gris acero. Hasta que me respondió casi con un suspiro (tuve
que hacer un esfuerzo para oírla)
“─Para serle sincera. Yo misma me siento intimidada por esa decisión.
Pero…¿Qué otra cosa puedo hacer? Y diciendo esto, levantó su mirada de las
rosas hacia mí.
“─Entonces lo mejor sería que usted se quedara aquí.
─Y luego de una pausa, me oí diciendo en voz más baja aun.
“─Quédese aquí…conmigo.
─Me miró fijamente, y dio una leve inclinación de cabeza, como de
incredulidad. Solo entonces comprendí el alcance de lo que había salido de
mis labios. Era una frase que, a diferencia del resto, había escapado sin que la
sopesara y aprobara. Sencillamente, mi inconsciente había brotado a través de
una vibración de la voz. De inmediato comprendí lo que había dicho, y
además, el lógico error de interpretación a que se prestaba la frase. Así que,
aclaré de manera precipitada.
“─Quiero decir…Cásese conmigo.
─Por un instante, el silencio se hizo escandaloso. Hasta que se levantó
bruscamente, dio media vuelta y cruzó el comedor casi a la carrera,
esquivando y tropezando las mesas. Fue en ese momento que analicé el
alcance de mi propuesta ¿Qué me había creído? ¿Que podía seducir a una
dama tan sensible y culta? Estaba claro que ella me había dado su confianza,
pero yo había sobrepasado los límites de una forma abusiva. Yo, un feo, y de
paso un viejo tacaño y sin escrúpulos ¿Qué podía ofrecerle a una mujer tan
ajena a mis mezquinas ruindades?...Esa reacción incluso, me hizo sentir
conforme al fin. Las cartas habían quedado todas sobre la mesa y vueltas hacia
arriba. Ya ella había descubierto lo miserable que yo podía ser. Al fin y al
cabo; si yo mismo me despreciaba ¿Por qué iba a impedir que ella pensara de
otra forma? Bien merecido me lo tenía.
─Todo esto pasaba por mi mente, hasta que ella apareció con los ojos
enrojecidos ¡Había llorado! Tenía la cara húmeda, se había lavado de manera
apresurada. Para sentarse, tuvo que asirse con ambas manos al respaldar y yo
estaba aún, en un estado de conmoción tal, que no tuve voluntad para
levantarme y apartarle el asiento.
“─Perdone usted…Perdone mi brusquedad…Es que no puedo entender…
¡Usted ni siquiera sabe quién soy yo!
─No pude responderle. No obstante, quedé conmovido al percatarme de
que su reacción no era de enojo sino de consternación. Sin duda, fui
demasiado directo, y ambos quedamos aturdidos. Ninguno quiso volver a tocar
el tema y menos, mirarnos a los ojos. No obstante, aunque hablamos solo lo
indispensable, esa mañana la acompañé a las últimas transacciones. Pero en la
tarde, cuando tenía que comprar el boleto, no lo hizo. El día siguiente
tampoco, y al tercer día, le volví a proponer matrimonio. Tres meses después,
nos casamos.
El relato me dejó sin habla. Aunque pude comprobar, que había servido de
catarsis para el señor Kanitz. Ahora su respiración era más relajada. Tomó lo
que quedaba de su jarra, se sacó el reloj del chaleco y, sin dejar de ver la
esfera, dijo:
─Bueno Doctor, ya es hora de volver al Sanatorio.
Subimos a la calesa en silencio, pero ya en marcha, retomó la
conversación.
─Todavía hay gente que afirma que yo me casé con Annette para
despojarla de su herencia. Que piensen lo que les plazca; no me rebajaré a
discutir eso con nadie. Ella, y el Notario público, saben la verdad y eso es
suficiente. Por otra parte, cuando de mis labios salió la proposición ─y
perdone si repito lo que dice por ahí cierto médico vienés─ en realidad lo que
me pasó fue que “tomé conciencia de mi inconsciencia”.
─¿Cómo me enamoré de Annette?...Digamos que el encanto no es algo
súbito, nada parecido a una explosión de dulzura ni mucho menos…Es más
bien discreto, como una hebra de plata tejida de forma sutil entre los hilos de
la personalidad. Resplandece sin que uno se percate de ello.
─Parecía un compromiso absurdo, pero los opuestos suelen armonizar…
Por ella fue que comprendí en todo su sentido, la sentencia bíblica de “El que
haya esposa haya el bien y alcanza la benevolencia del Señor”. Pero, por esa
bendición tuve que pagar un costo, siendo que toda elección es una renuncia.
El caso es, que propuse convertirme en ese hombre a quien ella admiraba; por
eso me desligué de raíz de todo mi pasado fraudulento, cancelando todo tipo
de asociación dudosa con cuantiosas pérdidas de mi parte. Incluso, traté de
reponer algo de los desfalcos más notorios de mi antigua carrera de usurero. Y
no contento con esto, y para ser un verdadero “hombre nuevo” busqué un
padrino influyente y me bauticé.
─En cuanto a la Central de molienda. Si bien, yo no era agricultor ni
industrial, sí tenía un camino andado en los seguros agrícolas y sabía quiénes
eran los técnicos más destacados en cada proceso. Hice inversiones en la
actualización de la maquinaria, luego me asocié con unos industriales
vieneses, para formar el trust del alcohol (que ha llegado a competir con los
productos importados desde América del Sur) y otro de alimentos, formando
el complejo cerealero que ya usted conoce.
Hizo silencio, porque acabábamos de ingresar a los jardines de la fachada
del Sanatorio. Nos apeamos despacio, nos dirigimos a la sala de espera de los
quirófanos y nos sentamos en unos muebles que nos permitían ver la puerta.
─Pero Doctor…De nada vale el éxito más rotundo, si no puede verse
reflejado en los ojos de la mujer amada. Por eso siempre tengo que volver a
Annette. Ella es como el remanso luego de la corriente. Las cosas que hace,
producen en mí una tímida admiración y, ¿Por qué no? Un orgullo egoísta y,
aunque yo no puedo hacer las cosas que ella hace, siento que si lo hizo ella, es
como si lo hubiese hecho yo. Al fin y al cabo (y eso aplica para ambos) da más
fuerza saberse amado que saberse fuerte. Gracias a eso, ella recobró su lozanía
y belleza, pero lo hizo tal y como ella es, sin espavientos, sin presumir de
nada, más bien, siempre ha sido el alma callada de la casa. Pero, por lo demás,
la vorágine de compromisos sociales en los que tenía que intervenir por el
hecho de ser el líder de una Corporación; hizo que replanteara mis actividades,
nombrando un personal de confianza para dar la cara en el ámbito público y
mover los hilos de la empresa fuera de escenario. En la casa, pocas veces
tenemos invitados. Es como si nos hubiésemos puesto de acuerdo, para tratar
de que la gente se olvidara de nosotros. A decir verdad, la felicidad no tiene
por qué hacer bulla. La prueba está, en que nuestro hogar fue así por algunos
años. Hasta que Annette me dio, lo que fue la alegría de mi vida. El
nacimiento de Edith Annette.
Se refería a esa encantadora niña de cabello negro y ojos azules, que
heredó la suavidad tímida y cortesía natural de la madre, más la inteligencia
penetrante del padre.
─Pero ahora, la madre de la niña de mis ojos, está en estas condiciones…
Comenzó a adelgazar y a sentirse cansada, esa tos, la sangre ¡En fin! Usted
conoce mejor que yo el historial médico. Pero, lo que sí le puedo asegurar, es
que su mayor deterioro, se debió a la reticencia de que yo me enterara de su
estado. Tal vez pensaba que era algo pasajero y no quería por nada del mundo,
que yo, teniendo cosas más importantes para atender, me preocupara por ella.
Entonces apretaba los labios para no quejarse. Hasta que no pudo ocultarlo
más y la crisis estalló.
─Doctor, usted sabe que he movido Cielo y Tierra para curarla. De hecho,
esta operación es mi última carta. Y, a propósito de todos mis esfuerzos. La
realidad es que “el dinero”, ese dios a quien he servido desde mi infancia, lo
he visto desmoronarse tal y como aquella estatua de Nabucodonosor ¡Se ha
hecho añicos! Pero aparte, la enfermedad de Annette ha representado un
naufragio existencial...Es como si tratara de sobornar a Dios…Pero…¿Cuál
Dios? ¿El nuevo Dios, ese que está en la iglesia? ¿O el Dios de la sinagoga?
No me importa. Así que, tanto al Párroco como al Rabino, he llevado
contribuciones para que ellos intercedan al Ser Supremo por la salud de
Annette. Y solo me pregunto ¿Si yo he pecado? ¿Por qué se va a ensañar con
la vida de Annette? Ella es incapaz de hacerle daño a nadie. Si alguien en
realidad fue malo, ese fui yo.
En ese momento, la puerta del fondo se abrió. Una enfermera salió
apresurada hacia el pasillo contiguo. De manera instintiva y, como provistos
de resortes, nos pusimos de pie. Solo tuvimos que esperar un momento,
cuando la puerta se volvió a abrir y vimos al cirujano que se quitaba el
tapaboca y se dirigía hacia nosotros.

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