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En el lenguaje político no especializado, anarquismo y terrorismo son términos intercambiables, del

mismo modo en que anarquía y caos lo son. El siglo XX es el momento histórico en que la conquista
absoluta de la libertad cedió paso al pragmatismo. La política pragmática, la administración objetiva de
los asuntos humanos, aplicó un rasero a las formas existentes de pensar la política. Los horrores
experimentados por la humanidad ahuyentaron la esperanza de crear un orden sin autoridad, porque el
miedo al exterminio masivo va de la mano de una revalorización de la violencia del Leviatán hobbesiano.
La humanidad prefiere la opresión estatal antes que el caos del estado de naturaleza.

En la cultura popular, todas las formas sociales reciben una representación caricaturizada que resalta sus
rasgos más distintivos. Lo propio sucede con las expresiones políticas que forman parte de la escena
social en cada época. Para el hombre común, hablarle de anarquismo es hablarle de un impulso hacia el
desorden, una subcultura que venera el terrorismo y la destrucción en nombre del ocio, la indigencia y la
voluptuosidad. El ideario anarquista no forma parte de la discusión pública contemporánea porque la
opinión pública no puede darse el lujo de dar espacio a voces que no están estrictamente orientadas a
resolver los grandes problemas de la humanidad (pobreza, desigualdad, crecimiento económico, paz
internacional).

La novela The Secret Agent de Joseph Conrad (1894) es tomada por muchos como el origen de esa
representación estereotipada del anarquismo como un movimiento inherentemente violento. Conrad es
acusado de presentar al anarquista revolucionario como un sujeto nihilista, flojo, idiota y poco ético, un
propagandista poco iluminado que no comprende en profundidad el programa y las ideas que defiende,
pero que está dispuesto a actuar con violencia aun cuando no es necesario. En los años 70 del siglo XX, la
asociación del movimiento punk con la anarquía no hizo más que reforzar la creencia de que el objetivo
de los anarquistas no es otro que el hedonismo de la pulsión de muerte, la búsqueda de goce a costa de la
destrucción.

Los estereotipos que desde hace décadas los anarquistas han construido entorno a sí mismos han
despojado al movimiento de la densidad ideológica que en algún momento tuvo. Que el anarquismo sea
tomado con poca seriedad por la opinión pública contemporánea, que el común de la gente no crea que
sea posible una vida sin Estado y gobierno, se debe en buena medida a que al militante anarquista se le ha
hecho un hábito poner la acción, el acontecimiento, por encima de la proyecto, con lo cual ha convertido
a su movimiento en uno que representa una política espontaneísta, una política de tipo performativo en la
cual cada acto destructivo tiene como único fin servir de medio de exteriorización de los sentimientos de
ira social que el sujeto experimenta frente al sistema y sus injusticias.

La renuncia a la filosofía y el desprecio por la ciencia obligó al anarquismo quedar estancado en un nivel
que está incluso por debajo de aquel que corresponde al marxismo. Mientras personajes como Bakunin y
Kropotkin eran entusiastas estudiosos de la filosofía humanista, en un tiempo en que el socialismo
estatista se dejaba llevar por cierto impulso positivista hacia la construcción de una doctrina ‘científica’,
los representantes contemporáneos del movimiento ven en el academicismo una amenaza a sus creencias
y por eso prefieren no tener contacto con él. El comunitarismo hippie, la doctrina del hazlo tú mismo y el
consumismo alejaron todavía más al anarquismo de la actitud racionalista hacia la política. En general, el
rechazo nihilista del positivismo, la filosofía moderna y la religión, impuso serios impedimentos a la
producción de nuevas ideas.

El antihumanismo que caracteriza a la crítica actual de la modernidad se ensambla de forma bastante


adecuada con esa orfandad epistemológica que impidió al anarquismo evolucionar y diversificarse de la
manera en que otros movimientos lo hicieron. El pensamiento de la antimodernidad inspirado en
Heiddeger y Freud le tiende la mano para revincular la crítica posmoderna a algún referente político del
pasado. La posmodernidad se disfraza de anarquismo para legitimarse. La mitificación del siglo XIX, el
siglo de la creatividad ideológica en Europa, permite al programa anarquista gozar de una fama que lo
muestra como un discurso de transformación social tan legítimo como aquellos otros que, pese a su
robustez, fracasaron en el pasado.
El espíritu del anarquismo está presente en todos esos movimientos que, sin tener un horizonte político
claro ni un liderazgo definido, se lanzan a la protesta social para incordiar al poder. Siempre que una
masa se lanza a la acción sin haber planificado de algún modo sus acciones, esa conducta es atribuida a
los impulsos espontaneístas característicos del viejo anarquismo.

La alianza con el antihumanismo convierte al anarquismo en un instrumento más al servicio de la


demolición de la civilización moderna, un pretexto más para canalizar energías hacia el ocaso de todos
los ídolos. Siendo que el Estado es una más de las piezas clave para la organización del mundo moderno,
era lógico que la dimensión política del discurso antihumanista se preocupe en elucubrar sobre su
exterminio, y que se preste algunas ideas y símbolos extraídos del viejo movimiento anarquista.

¿Se dirige la sociedad hacia un mundo no autoritario? Las tendencias actuales muestran que la
dominación del Estado ha resultado afectada por la reducción de la brecha tecnológica entre individuo y
gobierno. La revolución tecnológica empodera al sujeto de muchas formas, empero, al mismo tiempo, lo
hace más vulnerable ante la mirada del Otro, lo pone en una vitrina y lo somete a fuerzas que él abraza
con entusiasmo. El mundo digital hace realizable la fantasía del Gran Hermano orwelliano, y la cultura
digital induce al individuo a renunciar a su libertad en nombre de una sociedad más tecnificada. Tales
actitudes definitivamente no son compatibles con un anarquismo que reclama a una concepción orgánica
del mundo, un retorno a la naturaleza y la comunidad. La tecnología oprime más de lo que libera.

Las evocaciones actuales del anarquismo son falsas porque niegan la esencia de éste. La actitud
anarquista no puede ser repetida en el mundo posmoderno sin corromperla terriblemente y someterla a
proyectos que chocan con el espíritu humanista del anarquismo clásico. La sociedad actual tiende más a
un fascismo hiperconsumista que a una reivindicación de la comunidad agraria y la moral sindicalista.

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