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BAUTISMO DE FUEGO

DONDE Y COMO NACIÓ LA LEGIÓN DE MARÍA

Por Frank Duff, Fundador de la Legión de María.


La traducción española es de Manuel Gracia.
Director Espiritual del Senatus de Filipinas.
Ediciones, Desclée de Brouwer 1987.
Tercera Edición, Bilbao, España.

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PROLOGO A LA TERCERA EDICIÓN.

Quienquiera que seas amigo lector, lee este libro. Si no perteneces a la Legión de María, adéntrate en él, que
te va a cautivar como una apasionante novela. Es la historia de los inicios humildes de una asociación
apostólica que es hoy ubérrimamente mundial; pero es también la increíble aventura de la erradicación de un
célebre barrio de prostitución, en Dublín. Si eres de la Legión de María activo o auxiliar, debes conocer tus
orígenes. Y tus orígenes están aquí, y no sólo con el encanto de su cuna en la verde Irlanda, sino como el
nacimiento de una formidable fuerza del Espíritu, el cual demostró muy pronto su voluntad de realizar por la
Legión de María grandes cosas. La lectura de este libro que no se te caerá de las manos elevará en muchos
grados tu ardor legionario. Vas a saber de dónde vienes, quién eres como tal legionario de María, y para qué
te han traído a esta legión espiritual Dios y la Virgen. He aquí, sí, un libro rigurosamente histórico y
auténticamente novelesco, de tan apasionante y novedoso. Los nombres de los personajes "negros" sombras
horribles que espantó la luz están aquí cambiados, por no airear malas vidas de nadie, ni siquiera de quienes
superaron positivamente su innoble pasado; pero los personajes mismos son reales, tan históricos como los
acontecimientos que hilvanan esta narración. A este libro se le ha llamado, y sin mucha hipérbole, "los
Hechos de los Apóstoles del siglo XX". Sus páginas dan esa impresión: la emoción de lo nuevo penetrando lo
podrido y vivificándolo; y con valentía, y con el gozo del amor; y con esperanza y con estabilidad. Sorprende
que unos sucesos como éstos no hayan sido llevados ya al cine. Hazañas realizadas por gentes creyentes y
sencillas, normales y extraordinarias, valientes y capaces de amar. Hazañas que, de la mano de María, rozan
los lindes del prodigio, y en las que aletea el milagro como un Ala vigorosa del Espíritu Santo. Lo escribió
Frank Duff, fundador de la Legión de María y principal protagonista humano de estos hechos. Y lo escribió
como unas memorias vivas de aquellos inolvidables, puros y fantásticos días fundacionales. Y lo escribió
aparte su indeclinable veracidad con estas dos manos que dejan como su huella dactilar en todo lo suyo: una
sencilla humildad y una alegre ironía. La traducción española es del Padre Manuel A. Gracia, sabio y
dinámico paúl. Es una traducían directa, simple y veraz, que cede la figura literaria ante esos otros valores
objetivos de una buena traducción. Yo, al revisarla para esta nueva edición, he retocado levemente algunos
signos de puntuación y alguna que otra palabra o frase, para hacerla más fácil y grata al lector de hoy.
Desclée De Brouwer, la editorial fiel a su vocación difusora de libros pioneros, hace un buen servicio al
mantener en los escaparates este libro que nunca dejará de tener actualidad.

CAPÍTULO PRIMERO: EN LOS COMIENZOS.

La "Legión de María" tuvo su origen en Myra House, en la calle Francis, de Dublín; la casa era propiedad de
las Conferencias de San Vicente de Paúl. Era originariamente un centro de recreo de Lord Iveag; y quedó
vacante cuando el actual grandioso Centro de Recreo fue construido en Bull Road. Antes de ser usada como
centro de recreo, esta casa de la calle Francis, había sido una factoría de tocino. La Conferencia de la calle
Francis logró la propiedad como regalo de la dueña, la señora Donnelly, siendo presidente, e instrumento en
el caso, el señor Frank Sweeney. El logro de esta casa fue una preparación inconsciente para la Legión de
María. Hablando humanamente, sin el cuarto provisto para la junta, nunca hubiera nacido la "Legión". Algún
tiempo antes de tomar posesión de ella, Myra House había sido prácticamente abandonada. Se habilitó un
cuarto como "Club", local de hombres, y en las mañanas de los domingos se prestaba el salón grande a la
Conferencia, para que ésta diera desayuno gratuito a los niños. La llegada del hermano Frank Sweeney y de

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otros, cambió de pies a cabeza el local. La cosa empezó a moverse. Nuevos miembros vinieron en gran
número; la Conferencia original se desquició y vino a formarse una segunda, con el título de S. Patricio. Poco
después se formó una rama de la Asociación de la Templanza en este sector sur de la ciudad. El Padre Toher
vino a ser Director Espiritual de ambas, la Conferencia y la Asociación.

La Asociación de la Templanza representó un papel importante en el establecimiento de la "Legión", ya que


fue ella el medio principal para introducir mujeres en los trabajos de Myra House. Desde luego, algunas de
ellas estaban ligadas a los desayunos domingueros, ayudando en la preparación y distribución de la comida a
los niños. Hablando con los niños en los desayunos, uno de los hermanos vino a dudar con bastante
fundamento de que muchos de ellos no tuvieran necesidad, en realidad, del desayuno; con el tiempo se hizo
una lista de los nombres y direcciones de los niños que vinieron cierto día y se dedicó un lunes de Pascua a
visitar sus casas. Al cabo del día vino a descubrirse que solamente en un caso estaba justificado el desayuno
gratuito. Los padres de los niños eran todos empleados; pero se cuidaban de enviar los niños al desayuno
gratuito como a un acto religioso, porque esto significaba que los niños serían bien cuidados y llevados a
Misa. La consecuencia del descubrimiento fue resolver no dar más desayunos. Hubo, sin embargo, gran
desconsuelo entre las señoras cuando se les anunció que iba a terminar el motivo que tenían para
permanecer en Myra House. Pero, "nada muere sin que algo comience a ser...". Se inició la Asociación de la
Templanza. Uno de los hermanos recordó a cierta señora no muy joven, a quien solía ver cada día camino del
Convento de la Adoración en la Plaza Merrión. El verla frecuentemente con delantal le reveló que debía de
trabajar por aquellos contornos. Quedó muy impresionado de sus modales y devoción. Así, él se le hizo
encontradizo un día en el salón y le preguntó directamente si se ocupaba en algo de lo que hoy llamaríamos
Acción Católica. Ella dijo que era un miembro del "Centro", en John's Lañe, y respondiendo a la indicación
que se le hacía, consintió en unirse a la Asociación de la Templanza. Vino y probó ser nada menos que la
señora Isabel Kirwan, la primera presidenta de la "Legión de María", que aún hoy (1937), permanece
dichosamente entre nosotros.

El Centro se abría debidamente cada semana, para recibir nuevos miembros. Cuantos deseaban unirse
acudían a escuchar la explicación de las reglas y de los beneficios de los miembros. Se hacía especial
hincapié en el ideal de reparación al Sagrado Corazón como la base verdadera de la cualidad de socio. Se
formó después un Consejo que regulara la Asociación de la Templanza, en el cual había algunos socios de
San Vicente de Paúl y varias señoritas, la señorita Donnelly, algunos miembros de la Comisión del desayuno
gratuito, la señora Kirwan y otros varios. Estas señoras comenzaron a tomarse grande interés por la obra de
la Casa; fueron útiles para toda clase de cosas y, entre otras, cuidaban de los casos especiales que requerían
servicios femeninos. Sería una injusticia contra la Conferencia de San Vicente de Paúl, concluir de ahí que la
"Legión de María" es debida a dicha Asociación de la Templanza, lo cual está muy lejos de nuestro caso. Las
Conferencias de San Vicente de Paúl fueron, en realidad de verdad, las responsables del nacimiento de la
"Legión de María". Pero la Providencia introdujo a las señoras para comenzar por medio del Consejo de la
Asociación.

Ya en los comienzos el Consejo cayó en la cuenta de que sus juntas habrían de tener una forma determinada,
oraciones definidas y un sistema de información para mantener vivo el interés por la obra. Y se introdujeron
ambas cosas. Las preces iniciales se tomaron del formulario de San Vicente de Paúl, añadiendo cinco
decenas del Rosario; luego se hizo lectura espiritual. A continuación, se leía y firmaba el acta de la junta.
Había agenda formal; pero, como acababan pronto los puntos regulares de la Asociación, se introdujo la

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práctica de exigir a cada uno de los presentes que diera un informe de cualquier clase de trabajo apostólico
en que se hubiera ocupado. Todos los del Consejo estaban activamente ocupados en una u otra de las
actividades centradas hoy en Myra House. Los hombres se ocupaban en visitar las casas o los hospitales.
Las señoras se ocupaban de los casos especiales o en la enseñanza del catecismo u otras materias. Hoy es
sorprendente ver cómo la Providencia iba delimitando el terreno y poniendo los fundamentos de la "Legión de
María". Aquellas preces vislumbraban las de la "Legión". Considérese también cómo iba perfilando la idea de
la Legión sobre la limitación del tiempo de las juntas y de la Caténa. La junta del Consejo comenzaba a las
4,30 de la tarde. A las 6, sonaba el "Ángelus" en la iglesia, que estaba al otro lado de la calle, sin tener en
cuenta el estado en que se hallaban los asuntos, se levantaban todos inmediatamente, se rezaba el
"Ángelus", y con esto terminaba la junta. Luego volvían a sentarse los miembros, y las señoras servían el té,
durante el cual tenía lugar una incalculable discusión espontánea acerca de los métodos y proyectos. Y así
pasó el tiempo... 1918, 1919, 1920, y 1921. En estas juntas se discutía toda clase de asuntos. El Padre y la
señora Kirwan estaban siempre allí, además de la señorita Murray, que hoy es religiosa de la orden de la
Pasión y Cruz; Lily Keogh, hoy hermana de la Asunción; Rosa Donnelly, destinada a suceder más tarde a la
señora Kirwan en la presidencia del Praesidium, y otras once, cuyos nombres están escritos en el Libro de la
Vida Legionaria. Uno de los temas frecuentes de la discusión era entonces la "Verdadera Devoción a María",
de Griñón de Montfort. La idea era entonces algo insólito, de hecho, casi desconocida, y no entendida con
claridad, aun por aquellos del grupo que con más empeño proponían la devoción. Sin embargo, todos estaban
tan profundamente interesados en ello, que se tuvo una junta especial con el propósito de discutir y hacer que
todos captaran bien la idea. Dice uno de estos: "Con frecuencia he tratado de esclarecer este acontecimiento;
debió de ser muy poco antes del comienzo de la "Legión", cosa de un mes antes, poco más o menos. Fué
algo así como establecer un contacto eléctrico, que inmediatamente ocurre algo. Pasamos la tarde hablando
de la Devoción. No digo con esto que acabamos comprendiéndola completamente, pero, por lo menos,
quedamos muy encariñados con ella. Deseamos ponerla en práctica. Y entonces, al punto, nació la "Legión".

La "Legión de María" comenzó como pisando los talones de esta pequeña junta. Un domingo, en la
acostumbrada junta del Consejo, comenzaron los miembros a contar sus historietas del trabajo hosco; y
cuando le tocó el turno a Mateo Murray, actual custodio de Myra House, describió la visita que aquella misma
mañana él y otro hermano habían hecho al Unión de Dublín, por extraña coincidencia, un hospital de mujeres;
debió de estar lleno del Espíritu Santo, porque es difícil imaginarse una relación más inspiradora, algo
sencillamente completo y sumamente conmovedor que produjo un efecto extraordinario en cuantos la oyeron.
Siguió la junta hasta el toque del "Ángelus". El grupito se puso en pie, sin soñar jamás que cosas grandes, y
que habían de conmover al mundo, estaban a punto de ocurrir. Después del "Ángelus", se sentaron según
costumbre y se sirvió el té. Mientras daban la vuelta sirviendo, dos señoritas de las presentes se acercaron a
algunos de sus oficiales y dijeron: "¿No podría intentarse un medio para que nosotras hiciéramos algo así
como el trabajo que los socios de San Vicente de Paúl realizan en las mañanas de los domingos, visitando el
Unión?". La respuesta fue: "¿Tenéis ayuda? ¿Hay alguna más entre vosotras?". Siguieron adelante y al cabo
de un rato, entre el sonar de las tazas, volvieron y dijeron: "Hemos preguntando a unas cuantas y ya tenemos
seis". La respuesta fue: "Bien; seis ya es un número para ser tenido en cuenta; y no hay razón para no
comenzar". Se juntaron las seis y discutieron el asunto. Quedó fijada una junta para el miércoles siguiente a
las ocho de la noche, que era hora conveniente, y en la parte posterior de la casa. Se dijo a todos que
divulgaran el hecho entre sus amigos, en espera de ayuda. Llegó el miércoles por la noche y se reunió la
junta. Junto con el Padre Toher había quince señoras y señoritas. GRANDE SORPRESA LA SUYA, CUANDO
VIERON QUE ANTE ELLAS ESTABA AQUELLA CUYO NOMBRE HABÍAN DE LLEVAR . Vinieron a la junta
dispuestas a servir como soldados bajo su bandera y patrocinio; y, como acontece en todos los ejércitos, allí
estaba su comandante, para recibir su alistamiento. Cuando entraron en el cuarto, la mesa alrededor de la

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cual se habían de reunir y que ordinariamente estaba limpia y sin nada sobre ella, estaba dispuesta tal como
hoy se ve en cualquier junta de un Praesidium. En ella había un lienzo blanco y la imagen de la Inmaculada
Concepción, dos vasos con flores, dos candeleras con velas encendidas; el estandarte (Vexilium) no estaba
allí; pero, fuera de esto, tenían el ordinario Altar de la "Legión".

Ahora bien, nadie sabe quién arregló, así las cosas. A nadie se dieron instrucciones con este fin. No
queremos decir con esto que fuera cosa de milagro; pero alguien fue inspirado para ello. Comenzó la junta y
se usó el formulario de San Vicente de Paúl. Se rezó la invocación y oración al Espíritu Santo, siguieron cinco
decenas del Rosario y las jaculatorias: Inmaculado Corazón de María, ruega por nosotros; San José, ruega
por nosotros; San Vicente de Paúl, ruega por nosotros", y éstas fueron las oraciones dichas por los
"legionarios" durante mucho tiempo. La oración final fue la misma de las Conferencias de San Vicente, que se
dijo por algún tiempo hasta que se compuso nuestra propia oración. Acabadas las preces iniciales, hubo
lectura espiritual. Luego, los presentes se sentaron y, sin darse cuenta, realizaron uno de los grandes
acontecimientos históricos del mundo: diseñar la "Legión de María". La primera cuestión que se presentó eran
los auspicios bajo los cuales iban a trabajar. La respuesta firme fue que se habían juntado para servir a
Nuestra Señora, Decidido esto, lo demás estaba claro, a saber: que iban a celebrar junta semanal y hacer
trabajo semanal. ¿Cuál habría de ser el marco de tal junta? ¡Qué hermoso se presentaba ante ellas el
altarcito!... Tal habría de ser la disposición en cada junta. ¿Y en cuanto a oraciones?, ¿qué otras sino las que
acababan de decir? ¿Cuál habría de ser su trabajo? Visitar el Hospital Unión de Dublín. Esto es lo que las
había unido. Este había por tanto de ser el primer trabajo que habían de acometer, pero no el único. Se
acordó que la obligación del trabajo quedaría satisfecha con cualquier obra, activa y sólida, excepto el dar
ayuda material. Las conferencias de San Vicente de Paúl se ocupaban de esto, conforme a su espíritu, y lo
hacían bien; y así, no era menester que ellas se metieran en ese terreno. Todas las demás obras quedaban
excluidas por el momento. La obra que ellas habían de hacer, y de manera adecuada, era la visita de la Unión
de Dublín. En la primera junta se nombró una secretaria, y muy buena, por cierto; ella dio la pauta para todos
los secretarios futuros. Se acordó que las visitas se harían de dos en dos, señalando una sala a cada par; y,
cuando se vino a señalar la sala del cáncer, casi hubo una riña entre las señoritas, sobre quiénes habían de
ser designadas... ¡todas querían hacerlo! Hoy la "Legión" está encallecida en el trabajo duro y nada
extraordinario representaría en nuestros días tal clase de visitas. Pero en aquel tiempo estas cosas no eran
comunes y el solo nombre de "Sala del Cáncer" era sinónimo de horror. Todos los casos eran muy difíciles,
pues los pobres se abandonaban a sí mismos antes de ponerse en tratamiento. Sin embargo, por el honor de
hacerlo, era por lo que las nuevas "legionarias" se peleaban. De momento fueron dos las designadas y a las
restantes se les dio otra ocupación. Luego, trataron con gran detención del espíritu con que habían de hacer
el trabajo; esto es, habían de mirar en cada uno de los visitados a la persona del Señor. Se tomó, leyó y
explicó el capítulo 25 del Evangelio de San Mateo. Siguió la discusión sobre los métodos y disciplina que han
forjado a la "Legión", de entonces acá. Finalmente, se les urgió el uso de la Medalla Milagrosa en sus
trabajos. La próxima junta quedó convenida para el mismo día y hora de la semana siguiente.

Todas las visitas deberían terminar antes de ese tiempo y habría que dar informes de cada caso. Se convino
en que alguien diera cuenta de todo esto y comprometiera a las Hermanas de la Misericordia. Respondieron
las Hermanas que recibían a las visitantes de todo corazón y prometían que la Comunidad entera ofrecería el
domingo siguiente la Misa y Comunión por ellas. Por eso, la primera unidad de la "Legión de María se llamó
de «Nuestra Señora de la Misericordia», en honor de estas buenas Hermanas, a cuyo Hospital habrían de ir.
Sea dicho de paso, la fiesta de Nuestra Señora de la Misericordia en España, de la Merced se celebraría el
día 24 de ese mes. Tenemos aquí un hecho extraño; aquellas "legionarias" no se dieron cuenta de la fecha en

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que se juntaron por primera vez; hasta el punto de que, años más tarde, cuando estas cosas habían de
ponerse en el papel, ninguna de ellas podía recordar la fecha. Todo lo que recordaban, a lo sumo, era el día
de la semana. Hubieron de escudriñar el viejo Libro de Actas y consultarlo para dar con la fecha. Resultó ser
el día 7 de septiembre; lo cual fue causa de profundo disgusto... Sentían no haberlo pensado con calma y así
habrían fijado la junta para el día 8, que era la fecha de la Natividad de Nuestra Señora. ¡Qué día tan hermoso
hubiera sido éste! ¡Qué cosa tan admirable sería para la "Legión" haber nacido, como lo sería, con Ella, y con
Ella poner de manifiesto al Señor en las almas de la gente que habían de tratar! Y todo esta se había perdido
por no pensar y por un solo día. Sin embargo, muy pronto ocurrió que, de haber razonado, lo hubieran echado
todo a perder; pues de haberse juntado el día 8, lo hubieran hecho a las 8 de la noche, cuando expiraba la
fiesta, siendo así que se reunieron cuando la Iglesia celebraba las primeras vísperas de la Fiesta. Así, la
"Legión" vino a esta vida con la primera fragancia de la misma Fiesta; NACIMOS REALMENTE CON MARÍA.

Esta es una extraña circunstancia; y tales circunstancias extrañas han ocurrido siempre, durante la vida de la
"Legión". La "Legión" no se parece a otras grandes organizaciones de la Iglesia en muchas cosas; pero
particularmente en esto de que en su origen no ha sido distinguida con ninguna señal claramente milagrosa,
con visiones, apariciones, declaraciones del Cielo, etcétera como lo fueron muchas asociaciones. Habremos
de complacernos en el hecho de que en la "Legión de María" no ha habido ninguna de estas cosas y en que
lo milagroso se ha manifestado de modo más ordinario... Su crecimiento admirable, sus coincidencias
interesantes y sus éxitos impresionantes; pero todo ha ocurrido por cauces humanos. Como respuesta a
cuantos se han dejado impresionar por el sistema o por sus resultados notables y han sospechado si la
"Legión de María" sería tal vez la consecuencia de alguna aparición o intervención milagrosa de cualquier
clase, declaramos aquí que éste no es nuestro caso. La "Legión de María" nació de la sencilla y admirable
manera que acabamos de describir. Y no es la cosa menos admirable el que desde la primera junta la "Legión
de María" se haya manifestado tal como es hoy día. Hubo algunas cosas que por necesidad habían de estar
ausentes. No teníamos el nombre de Legión de María, ni el estandarte (Vexilium); no teníamos oraciones
legionarias propiamente tales. Todo esto había de venir más tarde. Pero, en lo que se refiere al sistema, al
orden, a la perspectiva devocional, al espíritu y a la atmósfera, la "Legión" en su primera junta estaba tan
desarrollada como hoy.

El grupo volvió a juntarse el miércoles siguiente y todo fue como una seda. Como hoy, se dijeron las preces y
a cada uno de los miembros se le pidió el informe. El Padre Toher vino a ser el Director Espiritual. La
Presidenta fue la señora Kirwan, antes mencionada. Entre otras cosas de valor, trajo ella a la Junta la nota de
pobreza; era ella, sin género de duda, la persona más pobre en aquel cuarto. La señora Kirwan fue la causa
de que, desde la primera junta, quedara como grabada la nota, la nota real de la "Legión", que es: la ausencia
de toda distinción social y humana entre sus miembros. Demostró la señora Kirwan ser una Presidenta
admirable. En aquel cuarto, era ella persona de más edad; pero se granjeó el afecto y confianza de las
jóvenes que la rodeaban. Gobernó la "Legión" con vara de hierro; algún tiempo después, introdujo en la junta
la lectura mensual de cuatro puntos, que eran esbozos de las Ordenanzas Fijas que hoy se leen en las juntas.
Entonces no se dieron cuenta de que este punto era también parte del sistema. Como la "Legión" comenzó a
crecer, las presidentas eran escogidas y enviadas a otras partes; y así como muchos lectores han pasado por
la experiencia de presentarse a los posteriores presidentes del Concilium, antes de ocupar sus nuevos
cargos, así, entonces, tales "legionarios" eran citados en la casa de la señora Kirwan. Ella les daba
instrucciones y varios avisos, uno de los cuales era mostrarles el Crucifijo y decirles: "¡Consérvalo limpio e
invoca al Espíritu Santo!". Y así creció la "Legión", una rama después de otra, y surgieron las dificultades. Se

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hizo necesario enseñar a los nuevos reclutas lo esencial de su trabajo y de la cualidad de socio, y procurar los
medios de tener constantemente ante los ojos del alma esas cosas esenciales.

De esta forma comenzaron las que hoy conocemos por "ORDENANZAS FIJAS", cuya lectura se prescribió cada
cuatro semanas. A primera vista, esto parecía una innovación; pero no era tal. No era más que volver a la
práctica original, conservada todavía en cada Praesidium nacido directamente de Nuestra Señora de la
Misericordia. Otra cosa, que algunos pensaron ser innovación, fue la Allocutio; pero ésta durante varios años
formó parte de cada junta de la "Legión". El Padre Creedon y el Padre Toher llevaron, entre los dos, todas las
juntas de la "Legión", y las exhortaciones fueron parte integral de cada junta. Sin embargo, conforme la
"Legión" se extendía, se celebraron juntas, a las cuales ninguno de ellos ni ningún Director Espiritual se
hallaban presentes y en estas juntas no había Allocutio. Su falta se notó en el curso del tiempo y entonces se
estableció la costumbre de que alguien hiciera la exhortación. Entonces era regla que la Allocutio se diera al
final de la junta y antes de las oraciones finales, porque así se hizo en los primeros tiempos. Pero la cosa se
cambió de la siguiente manera. Cuando yo fui a Roma con Mons. O'Brien, me di cuenta de que cuando
describía las juntas, Monseñor acostumbraba a decir que la Allocutio se daba inmediatamente después de la
Caténa. Pensé yo, de buenas a primeras, que aquello era un error, pues en el Manual se mencionaba de otro
modo. Sin embargo, al preguntarle, admitió Monseñor que en esto no seguía la regla, pero sostenía que su
método era preferible por dos razones: primera, que los miembros estaban más dispuestos a escuchar en el
momento que sigue a la Caténa; y segunda, que poner la Allocutio al final, significaba, de ordinario,
apresuramiento o faltar a la regla de terminar la junta. La cosa acabó por ser examinada con todo detalle por
el Concilium. Y el resultado fue, la opinión unánime de que Monseñor tenía la razón; y que el punto ideal era
darla inmediatamente después de la Caténa, y así quedó fijado.

CAPÍTULO SEGUNDO: EL SEGUNDO PRAESIDIUM.

Ya hemos visto que la "Legión" comenzó el 7 de septiembre de 1921, y que empezó con un acto de los más
sencillos; esto es, con las visitas a mujeres pobres en el Hospital Unión de Dublín, cuidado por religiosas
Recordaréis que desde el principio estos trabajos se consideraban como una posibilidad eventual. No había,
sin embargo, planes determinados para la segunda labor que habría de emprenderse. Aún más, tales planes
estaban casi fuera de propósito. El Unión, con sus miles de pacientes, daría muchísimo más trabajo del que
podría abarcar el número de miembros que entonces teníamos. De pronto, sin embargo, ocurre algo que nos
mete de cabeza en un nuevo trabajo. Y esta vez fuimos al extremo opuesto, desde la más sencilla a la más
difícil de todas las ocupaciones, la de trabajar por la chica de la calle. Se había discutido largo y tendido entre
algunos de nosotros, aun antes del nacimiento mismo de la "Legión", la idea de hacer algo por esta
desgraciada clase, pero, por lo que toca a los modos y medios de hacerlo... eso ya era otro cantar. Lo que
hoy es cosa demasiado conocida para cualquier "legionario", ya .que una de las hospederías de la "Legión"
está consagrada a ello, era entonces un problema. Aquello estaba entonces como envuelto en una atmósfera
de misterio. Nadie conocía en realidad cuánto abarcaba el problema. Nadie tenía ni la más remota idea de
extensión. Y, no obstante, había varias casas de huéspedes para esta clase de gente en la Parroquia de la
calle Francis, donde a la sazón teníamos nuestro campo de operaciones. Recuerdo con toda viveza mí
primera experiencia en una de estas casas (núm. 25)...

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Ello fue años antes de los acontecimientos que voy relatando. Visitaba yo la calle y una tarde entré en el núm.
25, por la sencilla razón de que buscaba el 24. Por un momento no me di cuenta de dónde estaba. Lo vi
después y quedé tan atemorizado que al punto salí de allí sin decir palabra. Mi retirada era típica de la actitud
que entonces se presentaba al problema. Constantemente se nos recordaba la existencia del problema y el
peligro que ofrecía. Dejando a un lado su efecto general en la ciudad, debió ser grande el daño que produjo el
mísero arrabal donde estas chicas residían. Porque, en tanto que unas trabajaban por un poco de dinero y, lo
que es peor, otras estaban desocupadas, a pesar de ello todas ellas lucían trajes elegantes. Pero no es
necesario resaltar este aspecto de las cosas. Esforzarse por remediarlo de algún modo era de imperiosa
necesidad. Pues fuera de los Asilos de la Magdalena, el problema quedaba sin solución en Dublín. Estos
asilos atendían perfectamente a su obra, pero era de vital necesidad un mecanismo adicional que buscara a
las chicas en sus guaridas, que las espiara y siguiera con asiduidad. Y es el caso que juzgábamos a las
chicas ser mucho más intratables y mucho más difíciles a toda buena influencia de lo que en realidad eran.
De ahí que, por el momento, nos abstuviéramos del método de las visitas. Una idea que entonces se discutió
seriamente fue interesante porque nos demostró cuan diferentes son las cosas en la actualidad. Se sugirió
que abriéramos una casa de huéspedes barata y que se podría con ello atraer a esta clase de gente. En tal
proyecto, el requisito más importante habría de ser un par de señoritas que quisieran vivir allí y actuar como
dirigentes, desde luego, como voluntarias, y que infundieran a la obra un profundo espíritu religioso. La obra
estaría basada en la idea de establecer relaciones amistosas con las chicas, en forma tal que, a medida que
pasaba el tiempo, muchas de ellas vinieran a probar que eran dóciles a la influencia de las señoritas. La
depresión que sigue al exceso de bebida o a un maltrato parecía ofrecería oportunidades provechosas de
influir sobre ellas. "Cae de su peso que tal trabajo vendría a ser intolerable, tratándose con gentes que
actualmente vivieran en pecado. Nada que no fuera espíritu de heroísmo y hambre verdadera de almas,
podría hacer que las señoritas se consagraran a tal ocupación. Estos fueron los primeros balbuceos de la
naciente organización; así, ya en los comienzos pensaba en un servicio "legionario" total, sin dudar en modo
alguno de que se realizaría muy pronto. Ahora y siempre desconoceríamos la dirección que hubiéramos
tomado de no haber intervenido la Providencia de la manera que voy a contar. La Providencia tuvo sus
propios planes y para ejecutarlos se sirvió de estas obreras voluntarias que estaban a mano. Ante todo, había
de hacerse una preparación fundamental, había que pensar en echar los fundamentos de la obra. Y esto
ocurrió del siguiente formidable modo. En el mes de mayo o junio de 1922, esto es, apenas ocho meses
después de comenzar la "Legión", recibí una carta de Sor Concepción de las Hermanas de la Caridad de
Baldoyle, dándome informes de dos señoritas que había en Holiday Home; eran la señorita Plunkett y la
señorita Scratton.

Ardían en deseos de trabajar en la "Legión". Yo quise verlas y escribí citándolas para el sábado siguiente en
el Hospital de San Vicente; y allí nos encontramos. Recordé entonces quiénes eran aquellas señoritas. Una
vez me encontré con ellas en la despedida a Lady Molony, la madre Patricia, Madre General de las Hermanas
de San Columbano, cuando marchaba a las Misiones de China. Las animé a que hablaran y me dispuse a
escucharlas. Eran apasionadas de las Misiones Extranjeras. Se habían ofrecido, pero fueron rechazadas en
razón de su edad. No pudiendo ir en persona, deseaban con ardor ayudarlas de cualquier modo que les fuera
posible. También habían soñado despiertas. Una de ellas abriría en el centro de la ciudad un salón de té...
que habría de ser llevado en beneficio de las Misiones. Esperaban que se les habrían de juntar otras que
pensaran como ellas. Harían por sí mismas todo el trabajo que se ofreciera; desde la cocina y servicio de
mesa hasta el fregado de los suelos. La parte de casa no requerida para salón, sería dedicada a obras
sociales, clases, y a cuanto- pudiera servir para las Misiones. Para deciros la verdad, mi primera impresión
fue de asombro y de risa. Sonaba aquello a pura fantasía. Pero hay que tener presente que aquello ocurría-
en los días previos a las grandes aventuras de la "Legión". En tiempos futuros, para causarnos alguna

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sorpresa, tendría que hablarnos la luna. Las señoritas mismas atrajeron mi atención. La señorita Plunkett era
extraordinariamente alta; tanto que su compañera, también alta, parecía de mediana talla. La señorita
Plunkett era de modales vivos, y cuando se entusiasmaba hablaba mucho. Por el contrario, la señorita
Scratton era fría. Apenas hablaba; pero, en su sobriedad al hablar, estaba enteramente de acuerdo con lo que
decía la señorita Plunkett. Yo, de hecho, la comparé con un bloque de hielo. Y ahora, dicho esto, debo
suspender mi relato y explicar lo que en realidad había en ella. Era puro y sencillo amaneramiento que
desapareció con su servicio en la "Legión", poniendo de manifiesto toda la gentileza y amabilidad de su
natural. Conforme las iba oyendo, aumentaba mi admiración y estima. Todo aquello era cosa muy real. Tenía
ante mí a dos personas que me hablaban de cosas raras, y ellas daban el verdadero significado a cada una
de sus palabras...

Eran dos almas ardientes. Muchas veces respiré profundamente. El salón de té nos dejó perfectamente fríos,
pero, ¡ah!, ¡qué rico tesoro serían para la "Legión" estas dos almas heroicas! Y entonces comencé yo también
a tomar parte en la conversación. Hablé acerca de la "Legión"; y es claro que al punto las hallé dispuestas a
unirse. Les indiqué que una nueva rama estaba a punto de formarse y que a ella podían unirse. Entonces,
precisamente, y no como táctica práctica sino más bien para desechar la idea del salón de té expuse ante
ellas la otra idea de la casa de huéspedes que antes mencioné. Convinieron en que era una hermosa idea. Si
queríamos emprenderla, podíamos contar con ellas, pues lo que ellas buscaban era un trabajo que las
ocupara todo el tiempo. Así acabó nuestra entrevista. Después había que dar los pasos para establecer la
segunda rama, que se convirtió en el Praesidium de Nuestra Señora del Sagrado Corazón (que ahora ha
cambiado el nombre por el de Santa María), siendo dos de sus oficiales la señorita Plunkett y la señorita
Scratton. El trabajo que se comenzó a hacer fue el mismo de la unidad Madre, esto es, las visitas al Unión.
Porque este Praesidium estuvo destinado poco después a desempeñar un papel tan importante con relación a
la primera hospedería de la "Legión", hay cierta tendencia a olvidarse de que, aun en el supuesto de que
jamás se hubiera ocupado de la hospedería, su creación fue ya un acontecimiento de primer orden en la
"Legión". Pues fue el segundo Praesidium de la "Legión de María".

Creo que el nuevo Praesidium no había celebrado más que dos juntas cuando ocurrieron los hechos
extraordinarios que habían de cambiar el curso de su carrera y, también, influir en el de la Legión entera, y,
por añadidura, llevar a cabo muy grandes cambios en las condiciones sociales de la ciudad y de otras muchas
ciudades. En el mes de julio, un pasionista muy conocido, el Padre Ignacio, daba una semana de Ejercicios a
las mujeres de la Parroquia de la calle Francis. Al principio de la semana, el Padre Creedon le llevó al núm.
25, que el Padre Creedon ya había visitado por segunda vez no hacía mucho. Era ésta la casa antes
mencionada, como el lugar de donde me retiré una vez precipitadamente. Cuando la visitaron los dos
sacerdotes, vivían en ella treinta y una lucidas jóvenes. Los sacerdotes reunieron a las chicas en el cuarto
más grande de la casa (la cocina), y una a una, hablaron con todas. Las conversaciones fueron corteses, y no
se trató sino únicamente de cuestiones religiosas. El resultado fue algo sensacional. Muchas de las chicas
comenzaron a llorar; todas expresaron su pesar por su actual modo de .vivir. Querían ser buenas; pero, ¿qué
podían hacer? Nadie les daría empleo; y así, ¿cómo podrían vivir? Se les sugirió fueran al Asilo de la
Magdalena, pero esto ya no les hizo gracia. La situación era descorazonadora. Había aquí un grupo de chicas
encenagadas en el pecado, pero que manifestaban deseo de enmienda. Y la única solución aparente para
esto era precisamente la que no querían aceptar. ¿Qué habría que hacer? Algo debía hacerse. Había que
buscar una solución. El problema inmediato era proveer a la manutención de las chicas; y entonces, el Padre
Creedon hizo algo heroico. Se entrevistó con la propietaria y dueña de la casa y se comprometió a pagarle
cuatro libras por día, en lugar de lo que las chicas hubieran de pagar. Se hizo el trato de que las chicas no

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habrían de volver a su vida anterior, ante la necesidad de casa y comida. Pero esto no podía durar siempre.
Cuatro libras diarias resultaban veintiocho por semana; y además, entre otras razones, estaba claro que esto
sólo era salir del paso. Debía buscarse una solución permanente. Razonando así, el Padre Creedon convocó
una junta de todos aquellos que antes habían discutido la teoría de este problema, que se había convertido en
realidad. La junta se tuvo en Myra House, en el cuarto de enfrente, a las 9,30 de la noche del 11 de julio de
1922. Comenzó al terminar la junta del Praesidium de Nuestra Señora del Sagrado Corazón, que tuvo lugar
en el cuarto inmediato. La señorita Plunkett y la señorita Scratton fueron unas de las que pasaron de aquella
junta a esta obra eventual. Les acompañaban la señorita Davis; allí estaban presentes además el Padre
Toher, el Padre Devane y, desde luego, el Padre Creedon, y creo que el Padre Robinson. Se sentaron todos
alrededor de la inmensa mesa de roble muy adornada, que es orgullo de las Conferencias de San Vicente de
Paúl, y discutieron con ansiedad punzante el problema de IPS treinta y un chicas. Ni pensar en permitir que
fueran de nuevo arrastradas a cosas tan lamentables. Pero, ¿qué habría que hacer? Por ningún lado se veía
solución. Sin embargo, una sugestión estaba al caer. No mucho antes el Padre Devane había inaugurado la
gran Casa de Ejercicios en el Castillo de Rathfarnham. Además, era hombre que acreditaba su mercancía.
Miraba él los Ejercicios como remedio de todo mal. Y así propuso que esto se aplicara a nuestro caso. Como
los náufragos se agarran aunque sea a una pajuela, así este asustado grupo acogió la idea. Desde luego, no
era ella solución permanente, como no lo era aquello de las cuatro libras esterlinas diarias.

Pero, algo es algo; había que ganar tiempo, y actuar; y, tal vez, el resultado lo proporcionarían los Ejercicios.
Tal vez algunas o muchas de las chicas aceptarían la proposición de retirarse a algún Convento del Buen
Pastor, rosa que antes habían rechazado. Por consiguiente, por unanimidad, se acordó que lo apropiado en
este caso apurado serían unos Ejercicios. Pero, en primer lugar, ¿aceptarían las chicas? Y luego, ¿dónde se
darían tales Ejercicios? Se pensó sería mejor determinar primero el número dos; y luego tratar del número
uno. El Padre Devane y la señorita Plunkett fueron encargados para el día siguiente, miércoles, de recorrer la
ciudad y ver si daban con un refugio disponible. Todos habrían de juntarse otra vez el miércoles por la noche
para oír el informe de los dos enviados. El grupo se reunió según se había convenido. Los enviados (bien
molidos) dieron cuenta de sus aventuras. Mal comenzaron éstas; y fueron de mal en peor durante el día. La
mayoría de los lugares no reunían condiciones para unos Ejercicios como los propuestos; y en cada caso la
propuesta fue recibida con incredulidad mezclada de horror. ¡Qué idea aquélla, la de que un grupo de treinta
chicas metidas de pies a cabeza en el arroyo hicieran unos Ejercicios! Llegaba a su término un día
desesperante. De pronto, la señorita Plunkett tuvo una inspiración que bien podía habérsele ocurrido antes.
Pensó en Baldoyle donde conocía íntimamente a dos monjas de talento excepcional. Era una de ellas aquella
Sor Concepción Vavasour que encaminó hacia la "Legión" a la señorita Plunkett y a la señorita Scratton, la
otra, la Rectora del Convento, la Madre Ángela Walsh. Y a Baldoyle se encaminaron ambos, cansadísimos.
Vieron allí a la Madre Ángela y le contaron toda la historia. Casi sin respiración escuchó la Madre Ángela.
Jamás en su vida había oído cosa semejante. "Oh, ¡cómo quisiera yo poder ayudarles!, pero...". Compartía en
toda la extensión de la palabra los temores de los demás; y ella pudo aún añadir unos más por su propia
cuenta. "Lo temo como algo propio; pero no puedo permitir que se marchen así".

Todo el mundo debe admitir lo razonables que son sus dudas. Había tres o cuatro razones especiales y tan
de peso por las cuales ella no podía acceder. Algún tiempo antes había inaugurado su casa de retiro de fin de
semana, y desde luego, sería una cosa terrible que se corriera la voz de que en el convento hacían los
Ejercicios chicas del arroyo. Inmediatamente supondría la gente que usaban éstas la casa de retiro. Lo cual
no podría menos de producir resultados desastrosos. En segundo lugar, las hermanas tenían allí su casa de
descanso. Y la misma consideración podía aplicarse a ésta que a la casa de retiro. "Yo debo de estar loca;

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pero no puedo decirles que no. Acaso lo diga con toda probabilidad la Madre General. Pero si ella no lo dice,
he aquí lo que les propongo: Tenemos nuestra escuela nacional. Pueden convertirla en dormitorios. El jardín
de las monjas será su campo de recreo; los recibidores de las monjas, los refectorios. Pueden hacerse la
comida en la cocina de las monjas. El oratorio de las monjas será la capilla. Para nada necesitamos tocar ni la
casa de descanso ni la casa de retiro. ¿No podríamos buenamente llegar a un arreglo?". Así habló una de las
más heroicas mujeres que haya habido. Hoy a nadie es posible medir la real grandeza de su acto, pues
muchos de los gravísimos temores y falsas ideas que impedían poner en práctica tan especial obra, ya han
desaparecido. Pero esto sucedía en julio de 1922; y la Madre Ángela Walsh (aunque como decía ella se le
partía el corazón) dio el consentimiento y nos proporcionó la alegría que nos trajeron nuestros enviados.

CAPÍTULO TERCERO: EJERCICIOS SIN PRECEDENTES.

Según habíamos convenido, todos nos juntamos aquella tarde en Myra House: y esta vez en el cuarto interior
donde la "Legión" había nacido. Allí escuchamos sin respirar la narración de los acontecimientos del día con
su clima espléndido. Acabado el relato, siguió un buen intervalo en el cual quedamos sentados y mirándonos
unos a otros sin decir palabra. Esta pausa, a pesar de ser tan corta, llevaba en sí una gran transición. Nos
permitió saborear el gozo por solo uno o dos segundos. Absorbió luego nuestra atención el futuro con su
incertidumbre. Ya teníamos casa para nuestros Ejercicios; pero ¿querrían las chicas tomar este agradable
remedio que les preparábamos? La fría razón nos decía que difícilmente querrían. Sin embargo, se notaba en
la atmósfera algo sobrenatural que nos daba esperanza. Era obvio que el paso inmediato sería entrevistarse
con las chicas y exponerles la idea de los ejercicios; y a cinco de nosotros se requirió para ir a la calle Blank
Street a las once de la mañana siguiente. Era cuanto podíamos hacer, para arreglarlo definitivamente, pero
allí permanecimos sentados largo tiempo, hablando sobre las diferentes alternativas que el asunto podía
tomar en caso de que nuestra misión fallara al día siguiente. Amaneció el jueves 13 de julio, mostrando lo
mejor de la naturaleza. Se juntaron los cinco emisarios de la "Legión", y dirigieron sus pasos hacia el número
25. En los días precedentes, la vecindad se había excitado bastante. Como estaba muy lejos de pensar con
calma, nuestra llegada picó la curiosidad de todos y atrajo una gran muchedumbre: ¿quiénes éramos
nosotros? ¿Qué buscábamos? Entramos en la casa, y después de los saludos preliminares a los propietarios
y dirigentes, nos pusimos manos a la obra, como se nos había indicado. Comenzamos por el primer
dormitorio y en él entramos. Reunidas todas sus ocupantes, les propusimos con todo detalle la idea de los
Ejercicios. Aquello parecía algo fantástico, aun a nosotros, teniendo en cuenta la atmósfera matinal y los
sórdidos alrededores. De buenas a primeras, pareció algo fantástico a las seis primeras chicas a quienes
invitábamos. No querían oír tal cosa. Y así hablamos y hablamos. En primer lugar, hubimos de explicarles qué
eran unos Ejercicios cerrados. Les asegurábamos que todo era tal como se lo explicábamos; no se verían
forzadas a permanecer contra su voluntad, o a hacer cosa alguna que no quisieran hacer; los Ejercicios eran
en realidad tal y como se los habíamos descrito; unos días que dedicarían a Dios y a pensar en el porvenir.
Poco a poco, se iban rindiendo y al cabo de media hora lo logramos. Las seis dieron un consentimiento firme,
al parecer. Respiramos aliviados. No había aún terminado nuestro trabajo; pero, al menos, habíamos
colocado otra piedra miliaria. Seguimos al cuarto inmediato; y allí nos dirigimos a sus ocupantes, que eran
cuatro. Se produjo la misma desagradable discusión; surgieron las mismas dudas y temores, y les volvimos a
dar las mismas explicaciones, seguridades e invitaciones. Y luego, por fin, ¡el éxito! Dejamos la habitación
para ir al tercer cuarto. Pero aquí nos acechaba el desastre. Encontramos que las seis primeras habían
fallado. No es que fueran maliciosas o insinceras. Sino que, en el mismo momento que dejamos su cuarto, los
agentes del mal se metieron por medio para deshacer nuestra labor contradiciendo todas y cada una de las
palabras que les habíamos dicho.

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El argumento más efectivo contra nosotros era el rumor, que como un incendio se propagó por el lugar, de
que todo aquello no era más que una intriga del gobierno para sacarlas de allí y encarcelarlas de por vida. Y
volvimos otra vez al cuarto número 1, y tomamos de nuevo el trabajo de persuadirlas. Gracias a Dios fue más
breve. Logramos aquietar los temores, pero luego tuvimos que volver al cuarto número 2, donde entre tanto
habían brotado las sospechas como la cizaña. Y así, en aquella gran casa vinimos a hacer un verdadero Vía
Crucis, siendo cada cuarto una agonizante estación. Duró cinco horas largas, pero al fin logramos el
consentimiento de casi todas ellas. Les anunciamos que a las once treinta del día siguiente, tendríamos
dispuesto en Myra House un gran vehículo para llevarlas a Baldoyle. Luego, exhaustos casi por completo,
salimos de la casa, nos abrimos paso entre la simpática multitud que oraba afuera, y nos separamos, dejando
también convenido que las señoritas Plunkett y Scratton y la señora Davis harían los Ejercicios con las chicas
y las cuidarían de manera especial. Desde el número 25, el Padre Creedon y yo nos fuimos derechos al gran
bazar de Gorevan en la calle Camdan, y comenzamos a hacer compras. Habíamos acordado con las monjas
que ellas nos cederían la casa; pero que nosotros la amueblaríamos. Así, con verdadero afán, compramos
camas, etc.; y ni por un momento nos permitimos pensar de dónde había de venir el dinero, por temor de que
tal pensamiento, como el Manual dice hoy, pudiera estorbar la acción. "El arreglo de la casa por el hombre es
un oprobio'', se oye generalmente de labios femeninos; pero, si no me engaña mi memoria, creo que no nos
olvidamos de nada importante en la compra de aquella tarde. Una vez concluida nos cuidamos de que todo
fuera llevado a Baldoyle a la mañana siguiente. ¡Ahora, por fin, podíamos sentarnos! Y era también, más que
de sobra, hora de musitar algunas palabras de oración (cosa imposible durante los febriles acontecimientos
del día). Pero, no. No habíamos de vernos libres del torbellino, ni aun en lo poco que del día quedaba. Aún no
nos habíamos puesto en contacto con lo que podríamos llamar mundo cuando ya empezaron a hacérsenos
cargos de apresuramiento, estupidez y locura; unos se oponen a los detalles del plan; otros lo atacan de raíz,
de pies a cabeza... Las metáforas se embarullan unas con otras; pero algo de esto se necesitaba para indicar
el carácter enfático de las críticas con que tropezamos. Nadie podía echar en saco roto la tormenta que se
nos vino encima; que en gran parte procedía de los prudentes, llenos de bondad y de buena voluntad con
nosotros personalmente. Así, pues, se convocó una junta de emergencia, y aquella tarde, a las ocho de la
noche, en las habitaciones del Padre Toher, en la calle Francis, tuvimos otra reunión de la familia con el fin de
considerar estas críticas. Esta vez las señoras quedaron excluidas. No se podía esperar que simpatizaran con
los puntos de vista que habían de ser discutidos; y tal vez se escandalizaran de los forcejeos sobre los
innumerables peligros a que se ha de exponer uno para salvar un alma.

Pues hablando con claridad, esa era la cuestión que estaba en juego. Era evidente que nos hallábamos frente
a una situación seria. Cada paso que dábamos lo ponía más en claro. Éramos como gente que va por un
arenal; cada paso adelante hacía la vuelta más difícil. ¡Oh, si todo el negocio acabara en desastre, como
parecía cosa cierta, qué habladurías y qué ridículo nos esperaba! ¡Supongamos que nuestras "palomas
silvestres" llevaran consigo bebidas y acabaran por escaparse! ¡Suponed otras cosas que pensamos
nosotros! Cada uno de los que intervinieron en esto sería señalado con la nota que manifestara la imborrable
y pecaminosa locura del fracaso. Cualquier cosa que tocaran sus manos pecadoras sería condenada de
antemano. La "Legión" misma, tan rica en promesas, la niña de nuestros ojos, habría de perecer
ignominiosamente, y, por otra parte, era cosa fácil retroceder en aquel punto. Aún podíamos calmarnos con la
reflexión de que era positivamente un error poner en la balanza, así como así, todo el futuro de la "Legión".
Hoy, después de haber pasado tantos años, más que misterios hay en el rosario, no es fácil reproducir
aquella nuestra posición y atmósfera. Las mismas almas que entonces hubieran dudado con toda cerrazón,
hoy mira-; rían al pasado desde el proverbial butacón y censurarían galantemente nuestras terribles horas de

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discusiones y salir con un "Oh, vosotros, los de poca fe". Aun nosotros mismos encontramos hoy difícil de
comprender cómo dudamos, ni siquiera por un momento, a la vista del hecho abrumador de que treinta chicas
encenagadas en el pecado, empecatadas toda su vida y que arrastraban a innumerables a cometerlo y a
habituarse a él nos habían dicho: "Queremos ser buenas". Pero dudamos... aunque sólo fuera por poco
tiempo. Y cuando al fin terminaron nuestras dudas, fue con aire de verdaderos mártires, que no con espíritu
de fe confiada, como tomamos la decisión unánime de lanzarnos a ciegas en ese mañana irrevocable.
Terminamos la discusión sin disponer de un sacerdote que diera los Ejercicios; pero hubo quien pensó en un
joven franciscano como en el hombre ideal para negocio tan difícil. Era éste el Padre Felipe, que poco antes
había sido designado para la iglesia de Adán y Eva, en el muelle de los Mercaderes. Parecía prometedor lo
que de él se había dicho. A uno de nuestro grupo se le encomendó que, como primera providencia, se viera
con él a la mañana siguiente. Eso sí que era apurar las cosas, pues estaba decidido que comenzarían los
Ejercicios a primera hora de la tarde del mismo día. El día siguiente era viernes, 14 de julio. Y también era un
hermoso día. A las nueve, nuestro representante se vio con el Padre Felipe. ¡Oh, era San Antonio en persona!
Se le detallaron los extraños acontecimientos que habían ocurrido, y se le anticipó la sorprendente
proposición de que el Padre Felipe, a quien ninguno de nosotros había conocido ni en pintura, debía hacerse
cargo de aquellos Ejercicios sin precedentes. Él no se sorprendió y sólo pronunció unas palabras a guisa de
comentario. Concluimos la narración con esta pregunta: «Padre, ¿querrá usted ayudarnos?". La respuesta fue
firme: Cómo no, con sumo gusto dijo, Me habéis ganado el corazón. Pero debo comunicarlo a mis superiores.
Vuelva dentro de dos horas y le diré el resultado". Bueno, con aquello iban a ser las once y media; precisa-,
mente a la hora en que las chicas saldrían de Myra House en su vehículo. ¿Y qué ocurriría si la sentencia era
negativa? Pero por otra parte, ¿qué se podía hacer sino esperar? ¡Oh, María! Susténtanos en esta
insoportable espera y haz que esos señores importantes accedan a nuestros ruegos.

CAPÍTULO CUATRO: POR FIN BALDOYLE.

Como nuestra inquietud no había detenido las manillas del reloj, tampoco pudo impedir que corrieran. Eran
las once cuando nuestras asociadas iban llegando a Myra House. Algunas tenían que pasar cerca de Blank
Street. Y así pasaron por allí para ver qué cariz presentaban las cosas. Ya dije que ni nosotros mismos
estábamos seguros de las promesas que las chicas nos hicieron el día anterior. Aún más, con dificultad nos
aventuramos a prometérnoslas felices, con tal de que hubiera alguna siquiera que rompiera la marcha. Por
eso, con una mortal aprensión dimos vuelta a la esquina, desde la que se ofrecía una vista lateral de la calle
Blank Street, pues esta calle presentaba la extraña forma de ángulo recto. Estaba llena de gente, y esto
impedía a uno juzgar cuál sería su posición. Por entre la multitud hubimos de seguir nuestro camino hasta
cierta distancia antes de ver lo que deseábamos; y esto hasta muy cerca del número 25. ¡Cuál no sería
nuestro gozo! Allí estaban las chicas dispuestas para la marcha; unas, en las escaleras de la casa, y otras,
entre la multitud de curiosos. Todas ellas bien vestidas; y las maletas, que contenían todas sus riquezas en
este mundo, desparramadas acá y allá, cerca de ellas; provisiones para un viaje que había de llevar a sus
dueñas muy lejos, por cierto. Aquellas maletas simbolizaban no un desplazamiento cualquiera, sino, en
nuestro caso, ¡un movimiento, un gran movimiento! No podía uno pensar cuántas se habían dispuesto a
seguirnos. Pero era cosa evidente que venían muchas; de la atenta observación de lo que veíamos,
dedujimos que no menos de la mitad de las treinta y una se habían decidido a favor nuestro. Fuimos de una a
otra diciéndoles alguna palabrilla de aliento y enhorabuena; luego, algunas advertencias: "Será mejor irnos
ya; ya se acerca la hora; no vayáis en grupo, que llamaréis la atención. Id de dos en dos o de tres en tres.
Dios os bendiga". Y a la verdad que por todas partes se oía esta invocación. La conducta de la multitud fue
algo admirable. Ni una palabra se dijo que pudiera molestar. La actitud de la gente fue de simpatía, de

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moderación, mejor, de oración. Los primeros en marcharnos fuimos nosotros. No queríamos dar la impresión
de que las llevábamos nosotros. Detrás de nosotros dejábamos todas las caras vueltas hacia la calle Francis.
Un par de chicas al momento cogieron sus maletas y nos siguieron; las otras hicieron lo mismo, pero
probablemente sería más exacto decir que el equipaje se lo llevaban algunos de entre la numerosa y buena
gente que les siguió. Les fue imposible cumplir nuestras advertencias de que fueran a Myra House sin llamar
la atención. La multitud que había en Blank Street, como una gran serpiente, comenzó a moverse y ondular
hacia Myra House; y fue creciendo conforme se movía hasta venir a juntarse en la calle Francis con aquellos
que pensaban que este sitio les ofrecería más garantía y que allí esperaban con ansiedad. Cuando nosotros,
que abríamos aquel tan extraño cortejo, llegamos y entramos en Myra House, encontramos allí a las restantes
de nuestras camaradas. Pudimos alegrar sus corazones con la buena nueva de que una gran mayoría de las
chicas había sido fiel a su palabra y de que estaban en camino. Fuimos al vestíbulo y allí esperamos para dar
la bienvenida a las que pronto habían de llegar. También estaba con nosotros un hombre muy simpático lleno
de asombro, uno cuyo nombre recuerda hechos importantes de la historia. Era el doctor Frank O'Reilly,
Director de la Catholic Truth Society, que se distinguió más tarde por su actuación como organizador del
Congreso Eucarístico de Dublín de 1932. Las posesiones de esa Sociedad y cuanto tenía en la calle
O'Connell hacía poco habían perecido en el cataclismo de tiroteos e incendios que destruyeron gran parte del
centro de la ciudad. Por eso las Conferencias de San Vicente de Paúl le habían ofrecido hospitalidad en la
parte posterior de Myra House, incluido el cuarto en que la "Legión" vio la luz.

Mientras esperamos, las filas de gente se dividen pronto; un gran vehículo se abre camino y se dirige a la
acera del número 100, esto es, de Myra House. Y allí queda, con sus motores en marcha, como si estuviese
él impaciente, como uno de nosotros, por recibir la carga y seguir adelante. Las chicas van llegando; una a
una traspasa el umbral. El primer objeto con que habrían de tropezar sus ojos sería una gran imagen del
Sagrado Corazón, que estaba en el vestíbulo para dar la bienvenida, y ante la cual siempre fue costumbre
que cada miembro de la casa se arrodillara al entrar y salir para orar unos momentos. En otros tiempos solía
yo gloriarme de haber sido quien escogió la estatua. "Su mirada antes fue hermosa", como reza el Viacrucis
de San Alfonso María de Ligorio; pero desde que la retocaron, quedó algo desfigurada. Sin embargo, es la
misma de antes, con ese rostro tan singularmente atractivo, que acoge a las pródigas que van entrando:
"Venid a Mí".

Son las once y media, hora fijada para la salida, pero aún siguen llegando las chicas, que se abren paso por
entre la multitud, cada vez mayor y más apiñada. Terminan de llegar; más aún esperamos y nos vemos
recompensados con la llegada de una o dos rezagadas, que se suman a las demás. Luego era ya cosa fija
que la última había llegado. Y tuvimos que salir. La gente nos espera al otro lado. Sin embargo, no estamos
seguros de si no quedaría sin soldar algún importante eslabón de esta cadena. ¡Recordad que aún no
habíamos conseguido el sacerdote que había de dar los Ejercicios! "Arriba, señoritas, que estamos un poco
retrasados...". "Hay que moverse...". "Las santas monjitas echarán la culpa de esto a alguien...". "En la tercera
fila hay sitio para dos más...". "Ya estamos todos menos la señorita Plunkett...". "Señorita Plunkett, nos está
usted retrasando. Ya hablará a Mateo Murray cuando vuelva...". "Suba usted junto a María Nelson...". Y
cuando todos estuvieron en el coche, contamos por cabezas. Veintitrés chicas junto con la señorita Plunkett,
la señorita Scratton y la señorita Davis. Algo grande; de treinta y una había veintitrés; nuestra red se había
llenado de peces gordos. ¡Quién lo hubiera pensado! ¡Qué admirable redada! Luego a mí se me hizo un sitio
en el pescante, junto al chófer. Ya listos para tomar la carretera, quisimos antes mirar a nuestro alrededor y
darnos cuenta de la escena. No habíamos tenido tiempo para permitirnos ese lujo. ¡Santo Dios! ¡Qué multitud!
¿La pebre y vieja calle Francis habría visto cosa semejante en su antigua y variada historia? ¡Estoy seguro de

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que nunca vio tal! Se hizo la señal al conductor y el Carro de la Aventura comienza a moverse despacio. El
Padre Creedon, desde la acera, traza en el aire una bendición de despedida; por fin, en marcha. Conforme
avanza nuestro carruaje, el camino se ensancha lo justo para que pasemos sin aplastar a nadie.

Por todos lados nos dicen adiós, se oyen exclamaciones de buena voluntad, palabras de bendición. Por fin
tocamos los raíles del tranvía, lo cual quiere decir que estamos fuera de la calle Francis. Cruzamos la calle
Ancha y nos precipitamos por la cuesta de la calle de San Agustín y la calle del Puente hasta la ribera. Luego,
a la derecha, hacia las plazas. Nos dirigimos a la iglesia de los franciscanos, que el pueblo persiste en llamar
de Adán y Eva, nombre que no le corresponde. Hemos de parar allí para saber la respuesta que dos horas
antes (¡cielos, sí parece un siglo!) nos prometió el Padre Felipe; la decisión de sus Superiores de si era o no
era él quien había de dar los Ejercicios. Mientras avanzamos, la historia camina con nosotros. Seguimos un
poco más, y paramos al otro lado de la calle, junto al convento. Salto de mi asiento y atravieso la calle hasta
la puerta. En mi cabeza sólo hay una idea fija:' ¿Habremos logrado al Padre Felipe? Si se me hubiera
ocurrido mirar hacia Liffey como lo hicieron cuantos había dejado tras de mí hubiera presenciado algo
lamentable. Los magníficos muros de las Four Courts, el Palacio de Justicia de Irlanda, eran derrumbados con
cuerdas por grandes cuadrillas de hombres. Acababa de terminar la guerra civil y estos peligros eran parte de
su triste herencia. Y en el corto tiempo de mi ausencia estuvo en peligro nuestra grande aventura, como
resultado de aquella conmovedora escena, que podía actuar sobre nervios más que excitados y revivir aquel
antiguo prejuicio antes mencionado, de que lo que traíamos entre manos no era sino una añagaza del
Gobierno contra ellas. ¿Qué eran si no aquellos soldados, de paso majestuoso y con rifles, que miraban
muchos de ellos hacia el coche de colores vivos? ¿No parecía como si fueran a disparar contra él? Y mi
marcha confirma esos temores. ¿No fue ése el verdadero motivo porque me marché tan aprisa dejándolas
abandonadas a su suerte? Ahora pensar así parece muy ridículo. Además, ¿qué ocurriría a las tres
"legionarias" dejadas en el vehículo? ¿Habrían de ser inmoladas? Con todo, por poco razonable que fuera, el
pánico cundió y fue una amenaza seria. Un momento más y las consecuencias podían haber sido fatales;
pero entonces volví y se tranquilizaron las aterradas. Si hubieran abandonado el vehículo, ¿quién hubiera
podido volverías otra vez a él? Esto nos hizo caer en la cuenta de que a las veintitrés no las teníamos sujetas
sino con un hilillo. El incidente fue un triste presagio de mayores pruebas que nos esperaban en los días de
Ejercicios. Pero volvamos por un momento al convento. Pues bien; llamé y en seguida me recibieron, y con la
misma rapidez tuvimos cumplidas nuestras esperanzas el Padre Felipe. ¡Qué Padre! ¡Todo listo!, fue la
respuesta lacónica. Estoy seguro de que debí pronunciar alguna palabra de agradecimiento al cielo por tan
gran favor como nos concedió; sin embargo, no osaría afirmarlo. Sí manifesté nuestra gratitud al Padre Felipe.
Le acerqué a la puerta y le señalé el vehículo donde estaban sus futuras ejercitantes; sin saber yo nada del
gran pánico que reinaba entre ellas. El las miró atentamente. Su observación inmediata era típica de aquel
hombre: "Con cuanto gusto me iría con ustedes en ese hermoso autobús; pero creo que no debemos llamar
mucho la atención del público. Así que, inmediatamente les seguiré en tren".

Y salí a reunirme con el grupo y darles un gran gozo. Quedó él en los escalones, despidiéndonos ¡hasta
pronto! El conductor, una vez más, arrancó el coche. Detrás de nosotros dejamos la escena de la desolación
y a toda marcha nos dirigimos hacia las Plazas, atravesando el puente de O'Connell, pasamos la Aduana,
otra muestra de la destrucción de la guerra, y salimos por la carretera de la costa hacia Baldoyle. ¡Oh! Creo
que todos gozamos con aquel viaje. Por cierto que era el primero del cual disfrutaba hacía tiempo. ¡No
parecía que fuera tan grato trabajar por el Señor! Ahora por unos momentos la ansiedad se despojaba de su
frío manto. Nos recostamos en el asiento y respiramos a todo pulmón el fresco y fragante aire. Y dicho sea de
paso, advierto haberme descuidado en daros el parte meteorológico; permitidme, pues, que interrumpa la

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narración para decir que, de la sucesión de los hermosos días que tuvimos durante estos extraños
acontecimientos, ese día, 14 de julio de 1922, fue el mejor de todos... Al menos, así lo decían nuestros
corazones, en los que, aunque efímera, reinaba una gran felicidad. Nos produjo placer cuanto había encima y
alrededor nuestro: el mar y la tierra, las personas y las cosas. Estoy seguro de que escandalizamos a más de
una, conforme pasábamos volando, hablando y cantando a más no poder. Aquel cortísimo viaje llegaba a su
fin. El signo "Baldoyle Road'' nos indicaba, como a través de los años lo viene haciendo 1 con los que acuden
a las carreras de caballos, el punto por donde debíamos desviarnos en ángulo recto de la carretera de la
costa para subir a Baldoyle y su famoso hipódromo. Media milla más y nos hallamos al fin de nuestro viaje.
Nuestro vehículo se encaminó hacia la entrada del Convento de las Hermanas de la Caridad. Algunos
descendimos y entramos en el Convento, quedando el resto en el coche. La Madre Ángela vino pronto hacia
nosotros, que estábamos en el recibidor. Manifestó la doble impresión a que había estado sujeta. Tenía la
cara pálida y alargada. Sus primeras palabras fueron para indicar lo difícil que veía ella la empresa, en la cual,
sin embargo, con tanta fortaleza había colaborado. ¿Seremos todos asesinados en la cama?... Sin duda, que
reflexionando sobre sus posibilidades, había ido más lejos que nosotros; pero nadie sabía qué obstáculos nos
habríamos de encontrar. Recuérdese, sin embargo, que la medida de la Madre Ángela era el grado de peligro
que pensaba ella estaba arrostrando. Madre, mírelas usted; y creo que no tomará la cosa tan por lo trágico. .
Abrió la puerta y miró; y comprobó sinceramente que el aspecto de las veintitrés era muy diferente de lo que
ella se había imaginado.
¡Oh! fue su único comentario. Luego una pausa. Dígales que entren. Y saltaron ágilmente de los estribos del
vehículo. Hasta cierto punto, creo que no debo aplicar a las tres "legionarias" esta necesaria exhibición de
acrobacia; pero había que hacerlo y ellas se las arreglaron. Pasaron todas por la puerta, presentándose
limpias, acicaladas y jóvenes. No daban señales de bebidas alcohólicas, ni por asomo se parecían a unas
desesperadas. Parecía que habría que descartar el asesinato en todas sus formas. ¿Quedaría la Madre
Ángela desilusionada porque se le iba, al parecer, de entre las manos, la corona del martirio? ¿Quién sabe?
Su rostro permaneció impasible, mientras observaba cómo entraban las veintitrés; se veía que otras mil
cosillas atraían su atención. Por ejemplo, la colocación y acomodo tenía que hacerse de nuevo. Había que
cambiar las cosas por entero. A cada uno de nosotros había que señalarle, su ocupación.

Pronto nos hallamos trabajando intensamente, porque sin parecerse en nada a una normal Casa de Retiro,
había que acondicionar totalmente nuestra casa de Ejercicios. La escuela de dos pisos estaba destinada a
dormitorios y salón. Había que cambiar gran cantidad de pupitres y bancos. En esto nos hallábamos, cuando
se nos anunció la llegada del carretón de Gorevan, que traía las camas. Había que descargarlas. Había que
unir los hierros y armarlas. Como esto era oficio de hombres, lo hicimos el criado de Gorevan y yo. Luego, se
nos despachó a otras ocupaciones, porque el arreglo de las camas y ropas se juzgó que "excedía nuestras
fuerzas"; y así las señoritas se encargaron de esta tarea. Entre tanto, todos los recibidores de las monjas
quedaron señalados y dispuestos para otros varios menesteres. Dos de ellos, para comedores; y el tercero
vino a ser el Cuartel General de las "legionarias" que habían venido en el coche y de otras que cada día
habrían de venir a ayudarnos en los Ejercicios. Este cuarto estaba destinado a ser un punto importante, el
centro nervioso de los Ejercicios, su cámara legislativa y el núcleo o célula de la futura "Santa' María" y de
todas las Santas Marías. ¡Y éstas son ya una viva y pequeña bandada!

La Casa de Ejercicios de emergencia nació en un sorprendente y cortísimo espacio de tiempo; y ya nació


también ordenada y completa. Hubo, sin embargo, en el plan una falta seria. He de decir que casi desfallecen
nuestros corazones, cuando reparamos en el "campo" donde por tres largos días nuestras palomas torcazas

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habrían de vagar en sus tiempos libres. Este "campo" no sería sino el patio de la escuela. Pequeño, con suelo
de grava, sin un árbol ni hierba, donde todas habrían de verse con todas. Allí no había cosa que sugiriera la
intimidad de pensamientos que es tan necesaria en tiempo de Ejercicios. Este temor nuestro asaltó al mismo
tiempo a la Madre Ángela:

Este patio pronto deshace los nervios de cualquiera observé». Será mejor que ocupen el jardín de las monjas.
Y así fue. Se abrió su puerta y ¡qué magnífico campo para Ejercicios demostró ser el jardín de las monjas! El
recuerdo de las horas empleadas en pasear en aquel cercado, lleno de árboles y flores, aún perdura hoy día.
Se daban los últimos toques a la Casa de Ejercicios, cuando entró la imagen de San Antonio. Su viaje de tren
más un poco de andar antes y después, le habían llevado mucho más tiempo que nuestro vuelo de un
extremo a otro; pero aún estaba a tiempo para la hora fijada para el comienzo de Ejercicios. Su sola mirada
era una tónica alegría. Fue de chica en chica y pronto se hizo amigo de todas. También, desde luego, tenía
que darse a conocer a la Madre Ángela y a las monjas y a nuestras "legionarias". Ninguna de ellas, excepto
yo, jamás había visto al joven franciscano. Pero, cada minuto nos revelaba que nuestra bendita Madre nos
había dado la persona apropiada para la formidable empresa que nos esperaba. Lo ocurrido en días
sucesivos lo confirmó plenamente. Iban ya a comenzar los Ejercicios. Como preludio, el Padre Felipe las
agrupó a su alrededor en el antedicho patio de la escuela, y les dijo qué era lo que de ellas se esperaba en
los Ejercicios. Acabado esto, tocó un punto importante: Tengo entendido que dos de vosotras no sois
católicas. Creo que preferirán pasear durante las pláticas. Hubo un corto silencio. Luego, una de las dos
mencionadas, alta, muy despierta, guapa, habló desde las filas, detrás del Padre: Yo quiero hacer los
Ejercicios lo mismo, lo mismo que mis compañeras.

CAPÍTULO QUINTO: BAUTISMO DE FUEGO.

Inmediatamente, la otra chica, morena, también agradable y alta, se expresó en el mismo sentido. ¡Cuán
bueno fue esto! No vino el temido colapso. Al contrario, vimos que habíamos ganado terreno. Tranquilamente
entraron todas en el Convento y comenzaron los Ejercicios que harían época.

Los Ejercicios, de los cuales me atreví a decir que harían época, habían comenzado. Eran los primeros
Ejercicios de mujeres al que yo asistía. Durante las pláticas, yo me sentaba en la parte trasera de la capilla.
La suerte nos favorecía, porque, vivía en aquellos días, como huésped en Holiday Home, una cieguita de
Merrion, fundación de las Reverendas de la Misericordia, la cual tenía voz de ángel. Cada conferencia era
precedida y seguida de un himno, cantado por ella y acompañado de armónium; y aún resuenan en los oídos
de quienes las oyeron las notas argentinas de aquellos cantos. Observo también las filas de las chicas,
conforme estaban sentadas mirando la morena figura del que les hablaba. Allí no se daban señales de la
inquietud que debía bullir en el interior de sí mismas. Prestaban mucha atención, mejor dicho, estaban
absortas. Las dificultades se presentaron en otras ocasiones durante los Ejercicios; pero ni una durante las
conferencias. Más guárdeme yo de cometer un error. Cuando hablo de problemas y dificultades, no quiero
con ello significar que se manifestaran al exterior o que se aproximara a mal comportamiento. Las dificultades
eran por completo interiores. Se veía a las claras que las disposiciones de las chicas eran excelentes. No
cabía pedir mejor buena voluntad. Impresionó hasta a las monjas, que estaban acostumbradas a ver tandas
de ejercitantes semanales de Ejercicios. Debo decir de paso, que sólo unas pocas monjas sabían la clase de
gente que hospedaban. Se hacía pasar aquella tanda como si fueran miembros de la asociación del Sagrado
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Corazón de la ciudad. Acabada la primera conferencia, con el complemento de canto por la voz argentina, se
sirvió la comida a las chicas; entre tanto, habían llegado los Padre Creedon y Toher y aprovechamos la
oportunidad para celebrar un consejo de guerra. Hasta entonces todo salía a pedir de boca y aún mejor de lo
que esperábamos. No había la menor duda de que el ambiente estaba cargado de espiritualidad y daba la
sensación de que todo seguiría con el mismo éxito. Y ¿quién sabe? Aquella impresión de estar sentados
sobre un volcán no nos dejó ni un instante. Y ¿qué sería del mañana, o mejor, de la mañana del lunes,
cuando los Ejercicios terminaran y todas volvieran al mundo, que entonces parecía tan lejano? ¿A dónde
íbamos a llevarlas el lunes por la mañana? Hasta entonces no habíamos tenido tiempo de pensar en eso. No
nos habíamos atrevido a pensar en otra cosa que no fuera meterlas en Ejercicios. Siendo esto ya una
realidad, la preocupación tan importante de tener que buscarles albergue para el lunes, se nos vino encima
con toda su fuerza. Era algo tremendo. Pues todos nosotros sabíamos muy bien que encontrar un hospedaje
cualquiera en Dublín costaba un ojo de la cara... y eso si se encontraba. Desde luego que encontrar casa
holgada para veinticinco personas, ni pensarlo. Y aún podíamos estar más ciertos de no encontrarla en dos
días... siendo uno sábado, media fiesta; y otro, domingo. Y lo peor de todo era que no teníamos dinero. ¡Si
estábamos entrampados en una respetable cantidad que debíamos por el mobiliario de nuestra casa de
Ejercicios! Por algún tiempo no hallamos solución al caso. Pero había que buscar una salida. Y era también,
más que de sobra, hora de musitar algunas palabras de oración (cosa imposible durante los febriles
acontecimientos del día). Pero, no. No habíamos de vernos libres del torbellino, ni aun en lo poco que del día
quedaba. Aún no nos habíamos puesto en contacto con lo que podríamos llamar mundo cuando ya
empezaron a hacérsenos cargos de apresuramiento, estupidez y locura; unos se oponen a los detalles del
plan; otros lo atacan de raíz, de pies a cabeza... Las metáforas se embarullan unas con otras; pero algo de
esto se necesitaba para indicar el carácter enfático de las críticas con que tropezamos. Nadie podía echar en
saco roto la tormenta que se nos vino encima; que en gran parte procedía de los prudentes, llenos de bondad
y de buena voluntad con nosotros personalmente. Así, pues, se convocó una junta de emergencia, y aquella
tarde, a las ocho de la noche, en las habitaciones del Padre Toher, en la calle Francis, tuvimos otra reunión
de la familia con el fin de considerar estas críticas. Esta vez las señoras quedaron excluidas. No se podía
esperar que simpatizaran con los puntos de vista que habían de ser discutidos; y tal vez se escandalizaran de
los forcejeos sobre los innumerables peligros a que se ha de exponer uno para salvar un alma.

Pues hablando con claridad, esa era la cuestión que estaba en juego. Era evidente que nos hallábamos frente
a una situación seria. Cada paso que dábamos lo ponía más en claro. Éramos como gente que va por un
arenal; cada paso adelante hacía la vuelta más difícil. ¡Oh, si todo el negocio acabara en desastre, como
parecía cosa cierta, qué habladurías y qué ridículo nos esperaba! ¡Supongamos que nuestras "palomas
silvestres" llevaran consigo bebidas y acabaran por escaparse! ¡Suponed otras cosas que pensamos
nosotros! Cada uno de los que intervinieron en esto sería señalado con la nota que manifestara la imborrable
y pecaminosa locura del fracaso. Cualquier cosa que tocaran sus manos pecadoras sería condenada de
antemano. La "Legión" misma, tan rica en promesas, la niña de nuestros ojos, habría de perecer
ignominiosamente, y, por otra parte, era cosa fácil retroceder en aquel punto. Aún podíamos calmarnos con la
reflexión de que era positivamente un error poner en la balanza, así como así, todo el futuro de la "Legión".
Hoy, después de haber pasado tantos años, más que misterios hay en el rosario, no es fácil reproducir
aquella nuestra posición y atmósfera. Las mismas almas que entonces hubieran dudado con toda cerrazón,
hoy mira-, rían al pasado desde el proverbial butacón y censurarían galantemente nuestras terribles horas de
discusiones y salir con un "Oh, vosotros, los de poca fe". Aun nosotros mismos encontramos hoy difícil de
comprender cómo dudamos, ni siquiera por un momento, a la vista del hecho abrumador de que treinta chicas
encenagadas en el pecado, empecatadas toda su vida y que arrastraban a innumerables a cometerlo y a
habituarse a él nos habían dicho: "Queremos ser buenas". Pero dudamos... aunque sólo fuera por poco

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tiempo. Y cuando al fin terminaron nuestras dudas, fue con aire de verdaderos mártires, que no con espíritu
de fe confiada, como tomamos la decisión unánime de lanzarnos a ciegas en ese mañana irrevocable.
Terminamos la discusión sin disponer de un sacerdote que diera los Ejercicios; pero hubo quien pensó en un
joven franciscano como en el hombre ideal para negocio tan difícil. Era éste el Padre Felipe, que poco antes
había sido designado para la iglesia de Adán y Eva, en el muelle de los Mercaderes. Parecía prometedor lo
de Arte, que estaba un poco más abajo, al otro lado de la calle. Y allí se fueron y esperaron. Las señoritas
casi enfermaron de angustia. No podían creer sino que el préstamo de la casa había sido un fracaso. Y aquí
tenemos otra circunstancia maravillosa, y fue que encontrándose el número 25 de Blank Street, que por tanto
tiempo había sido su casa, a poco más de una milla desde aquel punto, las chicas soportaron pacientemente
aquella larga espera de dos horas. Ni una de ellas abandonó el rebaño. Ni una de ellas refunfuñó. ¡Y esto
suena tanto como a milagro! Pero al fin acabó aquel período de tirantez y de peligro real. Dos personas
pasaban por la otra acera y abrieron la puerta en la que sus ojos estaban clavados con tanta ansiedad.
Volando cruzaron la calle y entraron las veinticinco. Y tuvo lugar en ese momento algo admirable, un
acontecimiento histórico. Una casa vino a convertirse repentinamente en la primera "Santa María".

Cuando me explicaron lo sucedido me pareció como si mi corazón quisiera paralizarse al saber el peligro en
que habíamos estado. Luego nos desparramamos por la casa en un recorrido misterioso. Teníamos que
darnos cuenta de lo que era, de cuántas habitaciones tenía y habíamos de determinar el uso que a cada una
daríamos. Ya dijimos algo sobre la suciedad. Aquello era una insignificancia de que pronto darían buena
cuenta cincuenta brazos. Descorazonador fue por unos momentos el descubrir que los bajos estaban
completamente inundados con varios centímetros de agua, por haberse reventado una tubería. Una de las
chicas descubrió dónde estaba el siniestro y le facilitó un remedio urgente y radical. Lo más importante era
que en toda la casa no había más que un objeto que pudiera ser considerado como mueble. Era un viejo
mostrador que no mereció el honor de ser trasladado a Merrion Street. Y se le dio destino tan pronto como fue
hallado. Sirvió de cama improvisada donde acostamos a una chica hasta que pudimos procurarle asistencia
médica. Se le había reventado una vena o algo así en una pierna y no podía tenerse en pie. No temamos, es
claro, ni carbón ni comida. Esta, por lo menos, podía comprarse pronto y sin mucho gasto. Pero, ¿cómo
arreglarnos para el mueblaje? En aquellos momentos las camas y ropas habían salido ya de Baldoyle, según
lo convenido. Pero las camas y ropas solas, por importantes que sean, no amueblan una casa. No teníamos
dinero para permitirnos un recorrido por las tiendas ni siquiera de segunda categoría. ¡Y algo había que
hacer... y sin pérdida de tiempo! Unas cuantas palabras entre el señor Gabbett y yo determinaron qué habría
de ser ese algo. Pensamos dónde lograríamos un préstamo para los muebles en forma de asalto. Y dejando a
las señoritas con instrucciones de que compraran provisiones, etc., nos fuimos a Great Longford Street, que
no estaba lejos, donde tenía su negocio de alquiler un viajante llamado Connolly. Alquilamos una "galera" y la
encaminamos a Myra House. El viaje lo hicimos por Golden Lañe, al final de Blank Street... que era el mismo
camino que tres días antes tomaron las chicas y la multitud apiñada que las acompañó. A todo lo largo del
Parque de San Patricio y atravesando Hannover Lañe que era de ancha lo justo para que el carretón pasara
continuamos hasta Francis Street.

¡Y otra vez Myra House! Abrimos la puerta. Una vez más el Sagrado Corazón nos mira serenamente y, qué
bien lo sabíamos, con aprobación, puesto que habíamos vivido días bien duros por El y aún nos aguardaban
más, una serie interminable de días semejantes si la obra seguía prosperando. Y el descanso a costa del
fracaso de la obra es un pensamiento aún más horrible. Claro que este pensamiento sólo fue al entrar. Y al
penetrar no pude contener la risa. El Sagrado Corazón parecía sonreír de la problemática hazaña que a
nosotros tanto nos habían costado pescar y conservar, volvieran a Blank Street con todo lo que de atmósfera

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viciada y de peligro este paso llevaba consigo. Bien, pero, ¿qué alternativa nos quedaba? Nuestra
desesperación se reflejaba en las proposiciones que aventurábamos: unas, imposibles; otras, fantásticas.
Cuando ya habíamos llegado al punto de ni siquiera poder discurrir, hubo uno que dijo: Puesto que se trata de
un problema de hospedaje, ¿por qué no ir al Ministerio del Gobierno y pedirle que nos ayude a solucionar
esto?". ¿Y por qué no? Al menos esto era una sugerencia que nos hacía dar un paso adelante. Desde luego,
era casi seguro que nada harían en nuestro favor; especialmente teniendo en cuenta el factor tiempo. Pero,
¿quién podía asegurarlo? De todos modos había que hacer algo, y no hallamos otra escapatoria. Se convino
que al día siguiente el Padre Creedon, el Padre Devane y yo, procuraría más tener una entrevista con Mr.
Cosgrave, que era entonces el Ministro, y le haríamos ver nuestros apuros. Así terminó nuestro Consejo de
Guerra. Y menos mal que llegamos a una decisión, pues ya no disponíamos de más tiempo para hablar.
Había terminado la comida de las chicas, y seguía un rato de recreo. Estos tiempos libres eran los más
difíciles de los Ejercicios. Eran los puntos débiles por donde podía sobrevenir alguna catástrofe. Era preciso
no dejar a las chicas mucho tiempo consigo mismas en estos ratos, sin tener nada que hacer, excepto pensar
o hablar una con otra. Y así acabaríamos la rutina habitual en Ejercicios cerrados. No insistimos en la
observancia del silencio en los tiempos libres. Los "legionarios" aprovechaban estos ratos para ir de una a
otra de las chicas y trabar conversación. Además, todos los días durante algún tiempo, el Padre Felipa
organizaba juegos en los que casi todas tomaban parte. En verdad que el Padre Felipe era el enviado del
cielo. No faltaba su presencia en ninguno de los mil aspectos que tuvieron estos Ejercicios heterodoxos.
Acabo de referirme a los juegos. La confianza inspirada a las chicas fue tan grande que, a pesar de que la
Madre Ángela les dejaba de par en par la puerta que daba al hipódromo, ninguna se escapó y eso que no
tenían más que andar un corto trecho para coger el tren que las llevara a Dublín. De tal forma pasaban las
horas; y los actos, uno tras otro, se ejecutaban con perfección. Exactos resultaban los Ejercicios y...
agotadores, pero llenos de consuelo. No sabíamos cómo acabarían, pero su desenvolvimiento era algo
admirable. No me cabe en la cabeza haya habido Ejercicios más excitantes ni tan ordenados y completos.
"Por oscuro que sea el día y el camino largo, siempre llega la alegría del canto de la tarde", y aun aquella
cadena de tantos anillos, como fue el 14 de julio de 1922, vino a su fin... Dichoso fin. Después de una última
conferencia, las chicas se retiraron a descansar; y la paz más completa vino a coronar aquel día de supremas
ansiedades. Algunos de entre nosotros quedamos en Baldoylé hasta hora muy avanzada, para ver que todo
quedaba en calma. Al día siguiente, 15 de julio, a la una de la tarde, los tres que habíamos sido designados
para esta misión, llegamos al edificio del Gobierno en Upper Merrion Street y pedimos una entrevista con el
Ministro. El primero a quien vimos fue al Secretario del Departamento, el señor E. Padre Mac Carrón. Le
explicamos el objeto de nuestra visita, y nos presentó al Ministro. Terminados los saludos, al punto
comenzamos nuestra historia. Le contamos lo ocurrido con más detalles de los consignados en estas
páginas. Si alguno olvidaba acentuar suficientemente algún punto, otro le suplía. Era evidente que nuestros
oyentes encontraron atrayente la narración hecha a retazos. Al principio estábamos todos sentados alrededor
de una mesa. Pero, como se iba desarrollando nuestra historia, el señor Cosgrave abandonó la silla y se puso
a medir el cuarto con sus pasos, escuchando con creciente interés. Y, de pasada, aquel cuarto con su
decoración, frescor y de buen gusto, sus muebles elegantes y oscuros, eran marco apropiado para el acto
trascendental del drama nuestro allí representado. Acabado nuestro relato, hicimos nuestra petición con aire
de súplica. El Ministro cesó en su intranquilo paseo, se acercó a nosotros y nos miró. Fue un silencio breve.
Silencio que el señor Cosgrave rompió así: "Jamás en mi vida he oído cosa más extraña, ni más
conmovedora que la historia que acabáis de contarme. De momento no veo solución para vuestra dificultad;
pero esto está claro, que no puedo dejarlos así. Hay que buscar una salida". Luego puso papel ante nosotros
y nos pidió que le hiciéramos un resumen de los sucesos admirables que le habíamos contado. El Gobierno
celebraría junta aquella noche y él presentaría a los Ministros nuestra demanda. Y ya se vería qué podía
hacerse. Quedamos sentados por un momento frente a aquellas hojas de papel. En los límites de unas
cuantas cuartillas habíamos de encerrar el alud de acontecimientos de una semana. Y la pluma comenzó a

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moverse... La pluma que se nos dio era, cosa rara, de ave. Nuestros críticos y sabihondos dirán que fue para
hacer el ganso; pero yo prefiero pensar que simbolizaba las alas de nuestros ángeles custodios que estaban
ansiosos.

Tengo delante de mí la carta que escribimos y la copio aquí para que la leáis. Para vosotros será tal vez un
mero documento histórico y como un trozo de película en vuestras manos y donde veríais unos cuadritos
impresos. Pero para nosotros es como proyección de esa película, cuando puesta en su máquina rememora
sucesos que tiempo ha pasaron. Yo quisiera que vuestros ojos así la leyeran: "Se ha presentado en esta
parroquia una situación extraordinaria y creemos es nuestro deber ponerle a usted al corriente. "Tenemos en
esta localidad y alrededores cierto número de casas de huéspedes dedicadas únicamente a acoger mujeres
de mala reputación. El resultado de una especial intervención del clero en una de estas casas produjo gran
impresión en las chicas en número de treinta y una, y casi todas muy jóvenes, hasta el punto de que, en
realidad, todas manifestaron deseo de abandonar su mala vida. "Desde luego, consideramos que es
totalmente inútil apartar a estas chicas de su actual ocupación si no la sustituimos por otra. Y así, en parte
para ganar tiempo, mientras les procurábamos algo, propusimos a las chicas la oportunidad de unos
Ejercicios de tres días. Accedieron tan pronto como se les aseguró que no se intentaba retenerlas de una
manera permanente. "Encontramos una Comunidad Religiosa que quiso hacerse cargo del trabajo; y en estos
momentos se hallan las chicas en el segundo día de Ejercicios. "La necesidad inmediata que nos mueve a
acudir a usted es esta: "El próximo lunes las chicas han de dejar el Convento donde hacen los Ejercicios, y
creemos que habría de ser fatal en extremo que tuvieran que volver a sus antiguas madrigueras, aunque no
fuera más que por una sola noche. Pero tal como están las cosas en Dublín, no hay para ellas lugar decente a
dónde ir. Por eso, si en los próximos días no encontramos a esto solución, es inevitable que vuelvan a sus
anteriores hospederías. "Disponemos de la más incondicional ayuda de señoritas, que están dispuestas a
hacer cualquier sacrificio de tiempo y trabajo por esta obra. Actualmente tenemos tres de ellas que las cuidan
y duermen con ellas en el Convento. Estas y otras están dispuestas a encargarse de cualquier cosa que se
les encomiende: cocina, arreglo de la casa, atenderlas de cualquier modo que sea. La necesidad principal es
hallar un refugio provisional de capacidad y, a ser posible, en distrito tranquilo. Haremos todo esfuerzo para
procurar a las chicas, algo permanente y adecuado. "Para muchos de sus casos ya se han presentado
arreglos; y creemos que si podemos vencer la próxima semana, día más, día menos, todo irá bien. "Su
conducta en los Ejercicios nos asegura que sus actuales disposiciones son excelentes. Pero si nos vemos
forzados a permitirles que vuelvan a su anterior ambiente, estamos igualmente seguros de que la necesidad
las obligará a volver a su anterior vida. En vista de lo que ya se ha logrado, esta posibilidad nos llena de pena.
"En circunstancias como éstas, verdaderamente únicas, acudimos a usted plenamente confiados". Escrita la
carta y firmada por el Padre Creedon, nos despedimos. Habríamos de volver a la mañana siguiente para
saber el resultado. Teníamos gran confianza en que todo saldría bien; y contentos nos volvimos a Baldoyle,
donde comprobamos que los Ejercicios seguían conforme a nuestro plan. Sin embargo, no hay que hacerse la
ilusión de que todo fuera como la seda. Tenían buena intención y cumplían exactamente los detalles de los
Ejercicios. Pero allí había también una corriente subterránea de nerviosismo, que de vez en cuando afluía a la
superficie y despertaba nuestros temores y nos tenía siempre en brasas. Cada momento nos traía un
problema, y parecía como si todo el resultado de los Ejercicios dependiera de la solución de aquel problema.
Aun la atmósfera de depresión o de mal humor de alguna de las chicas podía ser cosa seria, por contagiarse
rápidamente. Podía ocurrir que alguna tuviese una escapada violenta. Temíamos siempre que, así como las
chicas acudieron a nosotros como una sola, así también, en cualquier momento y como una sola, podían
írsenos de repente. A cada momento, dificultades internas de una u otra clase, atacaban a algunas de las
chicas. Ocurría que llamaban con los nudillos a la puerta de aquel recibidor, que designamos como nuestro
pequeño Cuartel General; o nos enviaban algún aviso al jardín o a dondequiera que estábamos para decirnos

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que Molly o Janette de tal y tal estaba intranquila por algo. Nuestro grande apoyo en tan frecuentes
dificultades era el Padre Creedon. Tan sorprendentemente feliz se mostró en tratar los pocos casos que al
principio se dieron, que todos nosotros, de común acuerdo y eso que estábamos acostumbrados a manejar
esta clase de gente, resolvimos encargarle a él el deber particular de discutir con las chicas y disipar sus
dudas conforme se levantaban. Advertimos claramente que tuvo una gracia especial para estos casos; y esta
comprobación nuestra quedó confirmada con lo que aconteció después. De las muchas crisis que se
presentaron en estos tres días, no hubo ni una sola que él no resolviera con acierto. Así, vino a ser él, como
ya lo era, un apoyo seguro entre nosotros. Y así concluyó el segundo día de los Ejercicios. Aún caminábamos
sobre inseguras olas; pero nuestro Amado Señor hacía que fueran solidificándose bajo nuestros pies a cada
paso que dábamos. Ni una de las chicas nos abandonó; y había muchas y gratas señales.

A la mañana siguiente, que era el domingo 16 de julio, nos juntamos el Padre Creedon y yo a las once treinta
y fuimos con grande ansiedad al edificio del Gobierno. Allí nos dieron una carta, cuyo sobre estaba escrito por
el señor Cosgrave. Lo abrimos con una sensación de verdadero temor; porque nos dábamos cuenta de que
encerraba la sentencia para nuestro grupo de ejercitantes. La carta nos hacía saber que la finca, hoy
conocida por Santa María, estaba a nuestra disposición, libre de rentas y contribución durante un período de
tres meses, a partir de la fecha. Llenos de gozo fuimos a Baldoyle. Allí encontramos reunidos a la mayoría de
los nuestros. El anuncio que ya teníamos un lugar a donde ir el lunes por la mañana fue recibido de pronto
con verdadero placer. Pero poco a poco otra cuestión absorbió nuestra atención. ¿Cómo asentarían nuestras
ariscas palomas en la amenidad de una calle que venía a ser como la calle de los hoteles y de los hombres
profesionales? Esto no era Blank Street; pero, a pesar de las inmejorables impresiones, podrían acontecer
muchas cosas poco conformes con el barrio. Podríamos llamar la atención de los vecinos, en nada favorable;
vendrían quejas, y nuestro gran experimento podría tener un fin prematuro. Así argüían algunos de los
nuestros; y hay que admitir que todos sentíamos la fuerza de su razonamiento. Bueno, pero ¿qué podíamos
hacer? Parecía que no nos quedaba otra salida sino aquella que se nos ofrecía. Además, todos nosotros nos
habíamos sentido, paso a paso, como guiados por una casi visible Providencia; y todos pensábamos que
había que mantenerse en este último trance. En esta forma se argumentó en pro y en contra durante el día en
las comidas y en cuantas ocasiones tuvimos de hablar con libertad. Entre tanto, los Ejercicios seguían su
ritmo de modo admirable aun incluyendo las no pocas alarmas de poca monta a que antes nos referimos.

Durante todo el día las confesiones fueron en aumentó. ¡A buen seguro que jamás hubo confesores tan
ocupados con un grupo tan extraordinario! El acontecimiento más feliz del día fue la reconciliación con la
Santa Madre Iglesia de una chica muy guapa, de veinte años de edad, que a última hora de la tarde confesó
haber renegado formalmente de la Iglesia. ¡Qué lío se armó! La misma chica y todos nosotros quedamos
terriblemente angustiados, temiendo que al día siguiente no pudiese recibir con las demás la Sagrada
Comunión. Para ello, previamente había de ser recibida de nuevo en el seno de la Iglesia aquella misma
noche. Y se planteó la cuestión de que se necesitaban las licencias. Y no había teléfono, pues éste había sido
destruido por la guerra civil. Se dijo allí ¡qué poco caritativos! que yo era en casa el que no tenía ocupación
precisa, y así convinieron en mandarme a Dublín a verme con el Vicario General, Mons. Fitzpatrick, y pedirle
las licencias. Fui a toda prisa corriendo la media milla que distaba el tranvía y en la misma forma los trechos
intermedios. Este exceso de apresuramiento que podía parecer innecesario, demostró que era providencial.
Porque cuando llegué a Harrington Street, allí estaba Monseñor esperando al tranvía. ¡Unos segundos más y
se me escapa! Le hablé y expuse mi viaje y todas las circunstancias de los Ejercicios. No me conocía; pero
fue muy condescendiente, si bien quedó perplejo, y me dijo: Esto sí que es algo extraordinario; verme
detenido en la calle por un seglar que me pide licencias. ¿Quién es el sacerdote ese? Debe ser muy joven e

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inexperto. ¿No le ha dado nada por escrito? Bien, bien, dígale que jamás vuelva a hacer eso. Nunca en mi
vida he dado licencias a un seglar, y creo que no será tarde para corregir el error. Vuelva usted a ese joven
sacerdote y dígale de mi parte que siga adelante. Y felicite también a cuantos se ocupan en esa gran obra
que tienen entre manos". Provisto de manera tan singular, con las licencias, me volví a Baldoyle con el mismo
ritmo de velocidad que llevaba a la ida. La chica fue conducida a la capilla, y allí tuvimos una ceremonia
impresionante en extremo. Y así terminó el tercer día de los Ejercicios, llenando los corazones de todos
nosotros de una paz que sobrepuja toda ponderación. Uno tras otro, nuestros ayudantes apenados, parecía
como si no quisieran separarse de nosotros para volver a la ciudad y a casa; me quedé solo. A primeras
horas de la tarde se acordó que yo había de pasar aquí la noche. En el cuarto donde dormía el Padre Felipe
se puso otra cama. Yo la ocuparía. Sin embargo, cuando llegó la hora de retirarse a disfrutar de un bien
merecido descanso, ¿quién podía pensar en las camas? La excitación de los días anteriores, con ese
aumento gradual hasta crear una atmósfera de alegría, bastaba y sobraba para quitar hasta la idea de sueño.
El Padre Felipe y yo paseamos por el jardín hora' tras hora discutiendo la situación y el futuro que aguardaba
a la obra. Por fin, ya muy avanzada la noche, decidimos terminar nuestra conversación. Entramos en la capilla
por la puerta de arriba, hicimos nuestro rezo terminando con el Vía Crucis. Y nos fuimos a dormir. Luego, la
mañana con su rápido amanecer. Y a la capilla, donde aquellas almas regeneradas ya esperaban. Siguió la
Misa, que dijo el Padre Felipe. Durante la misma ocupé mi sitio acostumbrado al fondo. Puedo decir con toda
sinceridad que aquella fue la Misa más admirable a que yo asistí jamás. Vino luego el momento de la Sagrada
Comunión, momento del gozo más intenso que pueda imaginarse. Me encontré en el comulgatorio con que
estaba yo entre dos de las chicas. Todas, en pocos minutos, habían recibido la Sagrada Comunión, si
exceptuamos las dos protestantes. Era este el primer acto de los Ejercicios que se perdían ellas; y esto, por
fuerza mayor. Siguió el desayuno, y poco después salí para la ciudad a hacer los arreglos necesarios y tomar
posesión de nuestra nueva casa.

CAPÍTULO SEXTO: SANTA MARÍA ABRE SUS PUERTAS.

El último capítulo relató nuestra aventura hasta el final de los admirables Ejercicios. Siguió el desayuno
después de la Misa y Sagrada Comunión. Entonces, mientras las chicas daban buena cuenta de lo que
probablemente fue para ellas el más sabroso y feliz desayuno de su vida, algunos de nosotros hubimos de
salir disparados para la ciudad. La futura casa de la Obra hasta entonces no era para nosotros más que una
calle y un número. Teníamos que enterarnos con exactitud dónde estaba situada, tomar posesión de ella y
hacer algunos arreglos para la numerosa familia que en el término de una hora había de salir de aquel
Convento de tan gratos recuerdos. Y permítaseme anotar la fecha y el parte meteorológico. Es el lunes 17 de
julio. Día hermoso, que parecía aventajar a los anteriores. Volvemos por la carretera que bordea el mar por
donde nuestro grupo se había ido. Y de esto sólo hacía tres días. ¡Y parecía como oler a vieja historia aquella
carrera del vehículo! Al llegar a la ciudad me fui derecho a mi oficina. Y hallé que mi familia había estado allí
preocupada preguntando por mí. Por un lamentable descuido me olvidé de avisarles que pasaría la noche
fuera de casa. Poco después llegaron también, cada uno por su lado, pero con un impulso de duda común,
los Padres, Creedon, Toher y Devane, y el señor Tom Fallón. Era el último una figura notable en el Dublín de
entonces. Era un empleado del Servicio Civil y miembro intachable de las Conferencias de San Vicente de
Paúl, que estaba dispuesto a romper muy pronto los mil lazos que le ataban al mundo y hacerse sacerdote en
Méjico, donde ha trabajado desde entonces con mucho fruto. Aunque Tom Fallón no se halló presente en
ninguno de los acontecimientos, estaba muy en contacto con todo en razón de su especial intimidad conmigo.
El recelo que a todos nos juntó era el ya viejo de si el local sería a propósito, teniendo en cuenta la vecindad
del distrito en que se hallaba. Aquella duda se había discutido con dificultad el día anterior en Baldoyle, y de

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momento quedó descartada. Pero durante la noche se apoderó de nuevo de nosotros y allí nos veríais
sumidos en una tromba de indecisión. Dos de los nuestros estaban firmemente convencidos de que tomar
aquella casa sería un error fatal. Y la discusión no llevaba trazas de terminar en rápido acuerdo. Así, pues, y a
toda prisa, llamamos a una de nuestras "legionarias" y la enviamos a Baldoyle con instrucciones de que
retuvieran a las chicas hasta después de la comida, en lugar de lo convenido antes, que fuera más pronto.
Hecho esto, respiramos un poco. Ya teníamos unas horas para trabajar en firme. Podríamos revisar el asunto
con calma y lógica. ¡Ay, si hubiéramos sabido que en aquel preciso momento salían las chicas del convento
de Baldoyle, y que nuestra mensajera había llegado con la lengua fuera, para encontrarse con que se le
habían ido!... En nuestra ciega ignorancia discutimos todos los puntos de la cuestión. Ninguno de nosotros
estaba ciego para no ver el posible daño que nos causaría el emplazamiento. No sería preciso se diese un
caso real de mala conducta para crearnos dificultades. Una mayor libertad de movimientos y conducta que en
Blank Street nada significarían y sí mucho en otra parte, un pequeño hervor de sentimientos, una payasada,
todo esto podía causarnos mucho daño, si los que vivían en los alrededores sólo tenían miras humanas y sólo
creían que podían remediarse los males dentro de los estrechos límites de su propia conveniencia. Veíamos
todo esto con la claridad del sol. Asustados cogimos el teléfono y llamamos a sir José Glynn. Era muy buen
amigo de la "Legión" y nuestro personal. Dirigía una hospedería para criados sin trabajo. Estaba en un barrio
algo peor. Le preguntamos si nos podía dejar por un mes, poco más o menos, aquella hospedería. Durante
ese tiempo pagaríamos la manutención de sus actuales acogidos en cualquiera otra hospedería o fonda. De
buenas a primeras pensó si José que aquello era una broma. Pero cuando se dio cuenta de que íbamos en
serio le faltó tiempo para decirnos que no. Aquello cayó como una bomba. Y el dilema se nos presentó en
toda su terrible crudeza; la propiedad que nos habían ofrecido o la anterior casa de las chicas, número 25 de
Blank Street. Aun el más indeciso de los nuestros veía que había que descartar el número 25. ¡Así que...
aceptamos la finca que nos habían dado! Llegados a este punto, todos los temores se desvanecieron hasta el
punto de que casi nos avergonzamos de haberlos tenido. Y no teníamos por qué avergonzarnos. Ellos indican
que la necesidad nos había dejado ciegos, pero que además de esto no debíamos cerrar los ojos.

Tom Fallón fue luego al Departamento del Gobierno Local en busca de las llaves de "Santa María". A los
cinco minutos estaba de vuelta, con las llaves en una mano y en la otra un cheque de veinticinco libras que le
dio E. Padre Me. Carrón para ayudarnos en la obra. Nos separamos después de acordar juntarnos al
atardecer en nuestra nueva residencia. Los Padres, Creedon y Toher se fueron en seguida a Baldoyle en la
creencia de hallar aún allí a la gente. Tomando yo las llaves me fui de muy buen humor en busca de la casa.
Ya me olía que allí habría mucho trabajo por adelantado y no pocas dificultades; y que en tales circunstancias
no era conveniente estarse solo. Conocía al hombre que necesitaba. Así que, al pasar, me personé en el
número 40 de Lower Kevin Street. Residía allí el señor José Gabbett, amigo y compañero mío en muchos y
difíciles asuntos. Era el señor Gabbett un zapatero que se había especializado en trabajos ortopédicos y de
alta calidad. Cuando entré, estaba trabajando con todo afán. En veinte frases le puse al tanto de los
acontecimientos. Trabajaba mientras yo le hablaba; siempre lo hizo así. De igual modo, cuando él hablaba, lo
hacía trabajando; y al tiempo de hablar acostumbraba a pegar fuerte. Siempre hablaba muy despacio; como
pensando las palabras. Pero esta vez no me dijo ni palabra. Ni un comentario siquiera cuando acabé. Sino
que al punto dejó el trabajo a un lado, se levantó del asiento, se quitó el mandil, se puso la chaqueta y el
sombrero y se vino conmigo. Mientras caminaba junto a aquel hombre erguido y fuerte le describí con más
detalles los sucesos. Él lo escuchó todo como la cosa más natural. Más en cualquiera clase de aventura
ocasional él hubiera tomado parte y en especial tratándose de una aventura como la presente. El señor
Gabbett era de un alma fervorosa, aunque sus negros y penetrantes ojos, pelo negro como azabache y el
enorme mostacho que le caía le dieran un aire de fiereza. Era una especie de hombre apropiado para
cualquiera eventualidad; siempre se le auguró segura y buena "caza". Pronto nos encontramos en las

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escaleras de piedra de "nuestra casa". Metí la llave en la cerradura y quedó la puerta de par en par. Entramos
en el vestíbulo, desierto y vacío.

Allí no había más que telarañas y suciedad detrás de los muebles que los mozos de cuerda tienen la manía
de dejar al descubierto cuando los mueven. Y, a modo de paréntesis, es, por no decir otra cosa, una
magnífica coincidencia el que la casa hubiese estado desocupada unos días antes, y para ser exactos, el
jueves anterior. La propiedad había sido oficina del Departamento del Gobierno local, fundido con la central
del mismo Departamento. A la mismísima hora en que nosotros estábamos en el número 25 de Blank Street
catequizando a las chicas, los mozos de cuerda andaban ocupados en vaciar la casa y en trasladar su
contenido al edificio del Gobierno en Upper Merrion Street. Así, dos sucesos al parecer tan
independientemente ajenos el uno del otro se relacionaban providencialmente. Y he aquí otro hecho
portentoso: ¡la carta recibida por nosotros el día anterior, y que ponía la casa a nuestra disposición, llevaba en
el encabezamiento la misma dirección de la oficina trasladada! Pero no deben entorpecer nuestra narración ni
siquiera coincidencias que evocan lo sobrenatural. Tan pronto como el señor Gabbett y yo entramos en el
vestíbulo oímos afuera un taconeo. Miré alrededor con cierta aprensión, pues aún no se habían calmado los
nervios después de aquellos días de intenso ajetreo, y vimos que se colocaban de rondón en el zaguán
aquellas mismas personas chicas y "legionarias" a quienes cariñosamente creíamos estarían en aquel
momento en Baldoyle, tal vez sentadas a la mesa. Ya he indicado que la "legionaria" enviada para detenerlas
no había Llegado a tiempo. El grupo había salido en el momento señalado y vino derecho a la casa, cuya
puerta vieron con susto que estaba cerrada de una forma nada acogedora. Veinticinco personas no podían
esperar en la acera. Era preciso hallar un sitio donde entretenerlas. El lugar conveniente más cercano era el
Museo de Arte, que estaba un poco más abajo, al otro lado de la calle. Y allí se fueron y esperaron. Las
señoritas casi enfermaron de angustia. No podían creer sino que el préstamo de la casa había sido un
fracaso. Y aquí tenemos otra circunstancia maravillosa, y fue que encontrándose el número 25 de Blank
Street, que por tanto tiempo había sido su casa, a poco más de una milla desde aquel punto, las chicas
soportaron pacientemente aquella larga espera de dos horas. Ni una de ellas abandonó el rebaño. Ni una de
ellas refunfuñó. ¡Y esto suena tanto como a milagro! Pero al fin acabó aquel período de tirantez y de peligro
real. Dos personas pasaban por la otra acera y abrieron la puerta en la que sus ojos estaban clavados con
tanta ansiedad. Volando cruzaron la calle y entraron las veinticinco. Y tuvo lugar en ese momento algo
admirable, un acontecimiento histórico. Una casa vino a convertirse repentinamente en la primera "Santa
María". Cuando me explicaron lo sucedido me pareció como si mi corazón quisiera paralizarse al saber el
peligro en que habíamos estado. Luego nos desparramamos por la casa en un recorrido misterioso.
Teníamos que darnos cuenta de lo que era, de cuántas habitaciones tenía y habíamos de determinar el uso
que a cada una daríamos. Ya dijimos algo sobre la suciedad. Aquello era una insignificancia de que pronto
darían buena cuenta cincuenta brazos. Descorazonador fue por unos momentos el descubrir que los bajos
estaban completamente inundados con varios centímetros de agua, por haberse reventado una tubería. Una
de las chicas descubrió dónde estaba el siniestro y le facilitó un remedio urgente y radical. Lo más importante
era que en toda la casa no había más que un objeto que pudiera ser considerado como mueble. Era un viejo
mostrador que no mereció el honor de ser trasladado a Merrion Street. Y se le dio destino tan pronto como fue
hallado. Sirvió de cama improvisada donde acostamos a una chica hasta que pudimos procurarle asistencia
médica. Se le había reventado una vena o algo así en una pierna y no podía tenerse en pie. No teníamos, es
claro, ni carbón ni comida. Esta, por lo menos, podía comprarse pronto y sin mucho gasto. Pero, ¿cómo
arreglarnos para el mueblaje? En aquellos momentos las camas y ropas habían salido ya de Baldoyle, según
lo convenido. Pero las camas y ropas solas, por importantes que sean, no amueblan una casa. No teníamos
dinero para permitirnos un recorrido por las tiendas ni siquiera de segunda categoría. ¡Y algo había que
hacer... y sin pérdida de tiempo! Unas cuantas palabras entre el señor Gabbett y yo determinaron qué habría

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de ser ese algo. Pensamos dónde lograríamos un préstamo para los muebles en forma de asalto. Y dejando a
las señoritas con instrucciones de que compraran provisiones, etc., nos fuimos a Great Longíord Street, que
no estaba lejos, donde tenía su negocio de alquiler un viajante llamado Connolly. Alquilamos una "galera" y la
encaminamos a Myra House. El viaje lo hicimos por Golden Lañe, al final de Blank Street... que era el mismo
camino que tres días antes tomaron las chicas y la multitud apiñada que las acompañó. A todo lo largo del
Parque de San Patricio y atravesando Hannover Lañe que era de ancha lo justo para que el carretón pasara
continuamos hasta Francis Street.

¡Y otra vez Myra House! Abrimos la puerta. Una vez más el Sagrado Corazón nos mira serenamente y, qué
bien lo sabíamos, con aprobación, puesto que habíamos vivido días bien duros por El y aún nos aguardaban
más, una serie interminable de días semejantes si la obra seguía prosperando. Y el descanso a costa del
fracaso de la obra es un pensamiento aún más horrible. Claro que este pensamiento sólo fue al entrar. Y al
penetrar no pude contener la risa. El Sagrado Corazón parecía sonreír de la problemática hazaña que nos
traíamos entre manos. El encargado de la Casa tenía un carácter muy especial, un ex oficial de la Marina, un
veterano de los días de la guerra, cuyos músculos del cuello paralizados y un hablar a trompicones eran
señales de que se distinguió en campaña. Era un hombre alto, como un gigante, y mandón de primera. Su
idea del deber consistía en pedir a todo el mundo permisos por escrito, aun para cosillas insignificantes y
rutinarias. Siendo, como éramos, miembros, no necesitábamos permiso para entrar en la Casa. Pero en
verdad que lo necesitábamos para el nuevo paso, que íbamos a dar. Y no le pedimos una autorización que no
conseguiríamos de él. No pensamos sino en las chicas que teníamos en la otra casa, desprovista de todo,
excepto de un viejo mostrador. Cuando nos pusimos a alzar y sacar fuera los muebles encomendados a su
custodia, el horror del señor Healy subió de punto... Un horror que nadie, salvo los que le conocíamos, podría
valorar. Al acercarnos los dos a la puerta llevando un largo y pesado sillón, nos cerró el paso, amenazador, y
nos pidió explicación de aquellas maniobras. Le respondí que no estábamos para discutir sobre el caso, ni
tampoco queríamos que nos estorbara: "Señor Healy, si usted piensa que algo no está bien, ya sabe usted
cuál es el remedio. Coja usted un cuaderno y anote cada objeto que nos llevamos e informe a la Junta de la
Casa; ella se encargará de ajustamos las cuentas. De momento, quítese usted de delante y no estorbe.
Tenemos que llevarnos estos cachivaches". Era evidente que hablábamos en serio. No creo que mi aspecto
produjera un efecto atemorizador; pero... el de Gabbett, con sus seis pies de altura y su fiero talante sí que lo
hizo. El camino quedó despejado y los dos "salteadores" nos pusimos a trabajar aprisa y en silencio. Ya antes
hablé del mobiliario de primera clase que había en la sala de juntas de la Casa. Respetamos éste, pero
pusimos nuestras manos en todo lo que vimos de clase inferior y... todo ello al "carretón" de Connolly.
Bancos, sillas, mesas, loza y cubiertos, estatutos y cuadernos; todo fue pronto a formar parte de aquel alto y
revuelto rimero que se hizo en el carretón. Su capacidad no admitía más. Cerramos cuidadosamente la puerta
de Myra House por no estar a la vista el encargado de hacerlo. Este se había evaporado y no sabíamos a
dónde se fue. Sentimos el cosquilleo del miedo al pensar si habría ido en busca de la Policía, lo cual nos
habría puesto en situación embarazosa. Sin embargo, al arrancar, quedó claro el misterio. Le vimos sacando
medio cuerpo fuera de la ventana en el segundo piso de su habitación y escribiendo en un largo papel el
inventario de las cosas, según iban saliendo. Alegres a lo largo de la adoquinada calle nos dirigimos a la
nueva hospedería; la solución del problema del inmediato futuro ahuyentó de nuestras almas todo recuerdo
de ex oficialillos y el inevitable día de rendir cuentas. Más aquí debo hacer una digresión para dar a conocer el
resultado del rendimiento de cuentas.

En la reunión inmediata de la Junta de la Casa, el señor Healy presentó personalmente serias quejas contra
dos de sus miembros. Les pareció muy justa la actitud amenazadora de ambos; y es cierto que nada se omitió

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en la realmente formidable lista de cosas que se decía habían llevado. Ya se entiende que dicha Junta vio
mucho de comedia donde Healy no vio más que tragedia. Cuando éste salió de la sala^ los miembros de las
Junta se miraron unos a los otros y se rieron un rato. Luego se pusieron serios al considerar otros aspectos
de aquel negocio. Parecía como si nada les importaran las pérdidas de la Casa... Antes, al contrario, lo
miraban como si- la Casa saliera ganando. Compusieron una carta para nosotros, que aún dura para eterna
honra suya. La carta no tenía ni una palabra de protesta. Nos regalaban las cosas que habíamos cogido.
Tenía dentro un cheque de cinco libras para ayudarnos en otras cosas que necesitáramos. Decía finalmente
que sus corazones estaban con nosotros en nuestra formidable empresa, y decía también que rogarían por
nuestro éxito. Interesa recordar que el Presidente de aquella Junta era el difunto Jaime José Nagle, tío del
actual Secretario del "Concilium Legionis". Tomemos de nuevo el hilo de los acontecimientos. Distaba Santa
María de Myra House como una media milla. Al llegar allí, nos encontramos con que el fruto de Goveran ya
había llegado. Ya algunas de las chicas estaban ayudando a trasladar la carga. Otras vinieron a ayudarnos a
Gabbett y a mí en lo que traíamos. En poco tiempo quedaron vacíos los dos carros. Conforme iban entrando
los artículos, eran llevados con toda ligereza arriba y abajo. Todas atendían las indicaciones de las señoritas
Plunkett y Scratton, que estaban en su dominio y a pie firme, dirigiendo cada cosa a su propio lugar. Antes de
marcharse el carretón de Connolly, las dos señoritas, que tenían guardado algún mobiliario suyo propio, le
encargaron fuera a recogerlo. Así, en un par de horas, se obró un no pequeño milagro. La lámpara mágica de
Aladino no habría podido hacer más. De repente se convirtió en una hospedería, equipada con todo lo
necesario. La familia ya estaba aposentada en casa. Sin tener más contacto con la "Legión" que unas cuantas
semanas, allí habían de vivir y dirigir la casa las señoritas Plunkett y Scratton. La hospedería tenía su capellán
y su Praesidium providencialmente fundado no hacía más de quince días para dirigirla. Sólo faltaba una cosa
allí: la primera comida. Entre las chicas apareció una experta cocinera. Pero fue Gabbett quien preparó la
comida. En un apuro era él un perfecto hostelero. Se quitó la chaqueta, hizo fuego en el suelo y se dio a la
faena de cocinar.

Luego, todas sentadas, hicieron la primera comida en su nueva casa. Mientras se preparaba la comida, se
compraron escobas y quedó toda la casa limpia como un espejo. ¡Cómo! ¡Pero si ya es de noche! Nos hizo
caer en la cuenta de esto el hecho de ver los grupitos que se juntaban para hacer la Entronización del
Sagrado Corazón. Este acto era como para sellar nuestra ocupación de la casa. Acababa de llegar el Padre
Felipe. Manifiesta gran sorpresa, a pesar de su natural imperturbable. Haría una o dos horas que las chicas
comenzaron a dejar el Convento para tomar posesión de una casa vacía. ¡Cielos! Pero, ¿ésta es la casa
vacía? ¿Y estas chicas mansas son las palomas esquivas cuyo revuelo nos tuvo en ascuas durante varios
días? Y aquí están los Padres Creedon y Toher, de vuelta de su inútil caminata a Baldoyle y muy aliviados, al
hallar que todo está bien, no obstante la marcha prematura de las chicas. Viene el Padre Robinson. No podía
dar crédito a sus ojos, pues él se halló presente a las diversas conferencias que hubo en Myra House. Allí
todo había sido neblina, indecisión, sueños. Pero, ¡el sueño se hizo realidad! Todos teníamos que lavarnos.
Nuestro duro bregar nos había puesto mugrientos de pies a cabeza. Y así nos fuimos en busca de agua y
jabón. Y nos dimos cuenta de que necesitábamos abundante jabón y agua bien caliente. Por fin, todos limpios
y lustrosos, nos reunimos en el salón grande. Un gran semicírculo humano se formó delante del cuadro del
Sagrado Corazón, colocado ahora encima de la repisa. Este cuadro ya tenía entonces su historia. Formaba
parte del botín traído de Myra House; pero años antes había presidido un importante taller, dirigido por
Gabbett. Cuando el taller se cerró, regaló el cuadro a Myra House; y ahora volvió a cogerlo para que ocupara
su puesto en otro lugar.

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Comienza luego el Padre Creedon: "En el nombre del Padre...etc.", y siguen la invocación al Espíritu Santo y
el rosario. Después, la ceremonia de la Entronización. Ponemos el corazón en las palabras de la
consagración. No es cosa difícil estar fervorosos en estos momentos. Advertimos plenamente que la obra
requiere sobreabundantes gracias. Hablando humanamente no tenemos ni la menor probabilidad de éxito.
Pero, a medida que recitábamos las preces, una especie de confianza crecía en nosotros. Con toda
seguridad, aquella gracia especial se nos daría. No era posible que toda aquella lucha fuera pura bambolla y
nuestra obra algo pasajero destinado a perecer ruidosamente al día siguiente. Acabadas las preces, hay un
silencio de espera. Piden que se digan algunas palabras que señalen el momento. Y se pronuncian una
media docena de sinceros, sencillos y brevísimos discursitos. Cada uno desarrolla un punto distinto; y el
resultado es que todo queda fijado: desde la piedad hasta las reglas de conducta. Aquello nos emociona
hasta el extremo. Charlamos un rato más y nos vamos, dejando a las señoritas Plunkett y Scratton con sus
chicas. El día de mañana... ¿qué les reservará? Nosotros vamos rumiando calle abajo aquel pensamiento
torturante.

CAPÍTULO SEPTIMO: DESPUÉS DE LA TEMPESTAD, VIENE LA CALMA.

Comienzo por avisar a los lectores que, en este capítulo, las cosas llevarán un paso muy moderado. Lo
contado hasta aquí lleva el sello de la tremolina que causa un bombardeo con sus consecuencias de
acometidas fieras. Después de un ataque victorioso, vienen las importantes gestiones de la consolidación
para edificar sobre las ruinas de lo que allí había sido destruido. Es éste un período que no destroza
demasiado los nervios de los que toman parte. Ni tampoco da ocasión a grandes quebraderos de cabeza, ni
al penoso batir del corazón, ni a la bulliciosa excitación que causa el momento del ataque. Y así, como dije al
principio, puede ahora el lector descansar... siquiera por algún tiempo. Pues aquel período de agitados
sucesos que duraron quince días, se cerró con la noche del 17 de julio. En el capítulo anterior, os habéis
enterado de cómo aquella noche, ya bien avanzada, íbamos calle abajo, dejando detrás de nosotros la
primera Santa María, amueblada, rebosante y feliz. Pero lo que no pudimos dejar a nuestra espalda era el
fantasma de una duda angustiosa. Nos acechaba muy de cerca susurrándonos cosas inquietantes para el día
siguiente y con aire ceñudo para borrar el recuerdo de la admirable escena en que habíamos tomado parte.
Pero, al menos, teníamos por delante una noche de descanso, sin necesidad de madrugar, ni hora fija (tan
temida) ni compromiso preciso. ¡Descansad, soldados, que vuestro bregar ha terminado! Y hemos aquí en la
mañana siguiente, 18 de julio. Aún no había teléfono en Santa María. Así que hubimos de pasar por allí, para
ver cómo iban las cosas. La expresión militar que dice: "¡Sin novedad!", traduce el grato informe que se nos
dio; aunque las señoritas Plunkett y Scratton no nos lo dieron así precisamente, ni con tan pocas palabras.
Bueno, bueno; allí no hubo ni huidas, ni camorras, ni tan siquiera el mal humor del despertar. ¡Qué gozo
aquel! Tal vez se quedarían con nosotros nuestras señoritas alojadas, o por lo menos, la mayoría de ellas.
Parecía que nuestra Santa María era cosa hecha y duradera. Recorrimos la casa, notando en especial el
aspecto de estabilidad que allí era evidente. Cada paso significaba un nuevo pensamiento. Saltaba a la vista,
como extrañamente providencial, un rasgo. De ordinario espera uno encontrar el piso bajo dividido
convenientemente por los cuartos del frente y de atrás. Pero aquí no era así, para dicha nuestra. La mayor
parte del espacio lo ocupaba la sala posterior, que por cierto era buena; mientras que la sala anterior era una
pequeña habitación. Uno se pregunta qué se propondría el constructor, pues la mayoría de las familias se
verían incómodas con tal disposición. Pero satisfacía nuestras necesidades con misteriosa exactitud.
Necesitábamos y la habíamos logrado una sala general, lo más grande que fuera posible, y además un
cuartito que sirviera como de oficina, salita de descanso y comedorcito, y para las juntas o reuniones de los
"legionarios". Por añadidura encontraron allí las señoritas, al poner en la salita su Cuartel General, un lavabo

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con agua caliente y fría y una gran alacena. Sumemos estas dos coincidencias, tan oportunas, a las muchas
que ya llevamos contadas y hay más que de sobra para meditar... y agradecer.

En el centro de una de las paredes del salón grande había una alcoba espaciosa, que excitó nuestra
curiosidad. Las borrosas palabras de la consagración, que rodeaban el óvalo y serpenteaban en lo alto,
indicaban que en tiempos pasados allí hubo un altar. Pero no conocíamos la historia. Y subimos a lo más alto,
al quinto piso, para inspeccionar los dormitorios altos. Diré de paso, que el elevadísimo tragaluz de arriba, que
ilumina todo lo hondo de la escalera, era el mismo por donde, un año o dos antes, Miguel Collins hizo una
increíble escapada al tejado, cuando se descubrió su presencia en la casa y quedó cercado, de improviso.
Todos parecían contentos; y más que nadie, las señoritas Plunkett y Scratton que estaban radiantes de
satisfacción. Habían logrado lo que por mucho tiempo buscaban. Aquí tenían lo que hambreaban sus
corazones: ocupar todos los minutos con almas necesitadas. Hablaron de los nuevos pasos que habrían de
dar, y mi pensamiento voló a aquella primera conversación que tuve con ellas hacía unas semanas en la que
decían puras fantasías y yo las escuchaba con lástima... y he aquí que su locura y mi confianza quedaron
justificadas al mismo tiempo. El agua se había solidificado bajo sus pies. AI salir de la casa, mis pensamientos
se convirtieron en profunda meditación. Creo que, si estuvieran los otros miembros de nuestra tropa,
reaccionarían del mismo modo que yo. Aquí tengo que retrasar un poco el relato pues aún hay materia
importante. Recordarán mis lectores que fue incorrecta mi petición de licencias al Vicario General, Mons.
Fitzpatrick, para la reconciliación con la Iglesia de una de las ejercitantes de Baldoyle. Cuando el día anterior
los Padres Creedon y Toher volvieron de Baldoyle y hallaron que no sólo había llegado a casa todo el grupo,
sino que parecía que aquello era duradero, fueron inmediatamente a entrevistarse con Monseñor, y volvieron
a contarle la historia que yo le había esbozado en la noche del domingo. Era él un anciano de mucho aplomo.
Escuchó toda aquella serie de acontecimientos singulares, que para .otros hubieran sido objeto de
admiración, poco más o menos como si hubiera que darlos por descontados. Y esto lo digo, porque Monseñor
que había sido muchos años de su vida Capellán de la Prisión de Mountjoy, tenía mucha experiencia de esa
clase de chicas de que tratábamos. ¿Cuántas esperan ustedes conservar?, fue una de sus primeras
preguntas. Monseñor, a todas, replicamos con aire de seguridad. Es usted un joven lleno de esperanzas, fue
su respuesta. Y continuó: Espero que usted estará en lo cierto. Conozco muy bien la debilidad de esas gentes
con quienes ustedes tratan; y lo que puedo decirles es que, si logran conservar aunque no sea más que un
pequeño porcentaje, habrán conseguido mucho. Dios bendiga los esfuerzos que hacen.

Y con esto dio al Padre Creedon todas las facultades para confesar y para cuantos problemas de orden
espiritual surgieran en relación con la Hospedería. Así animados, los dos sacerdotes se despidieron de él y
volvieron a la hospedería para la ceremonia de la Entronización que ya he descrito. Provista de todos los
medios esenciales, espirituales y temporales, entró la obra en el período de construcción del sistema del
hospedaje que, en el pleno sentido de la palabra, sería un día mundial. En aquellos días tuvimos muchas más
juntas que la ordinaria semanal del Praesidium. De hecho resultó que tuvimos, por algún tiempo, juntas
formales todas las tardes. Leer hoy las actas de aquellas juntas es algo sumamente interesante. Cuántas
cosas fueron entonces causa de temores infundados; y por otra parte, cuántos y qué grandes esfuerzos no
han dejado huella y nos cogieron en una falsa seguridad. Cuando repasamos las páginas en que trabajaron
uno tras otro los secretarios, se nos ocurre la idea de que debieran estar escritas con nuestra sangre; ¡tanto
nos costaron las cosas allí escritas! Aquellas páginas son hoy tan viejas que su tinta está descolorida,
desvaída, como nosotros, cuyos actos y palabras reflejan hoy muchos nombres de los valientes trabajadores
que han recibido ya merecida recompensa. Pero, conforme vamos leyendo, vemos que en todo aquello nada
hubo superficial o baladí al tratar los problemas que nos acosaban. A primera vista, ya vimos con claridad cuál

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era la misión de la Hospedería. Ni imaginamos siquiera que pudiera sustituir al inapreciable e indispensable
Convento del Buen Pastor. Vimos que habría de ser como anillo adicional del sistema y esto quiero subrayarlo
bien ¡el eslabón perdido de la cadena! De tal manera que su falta fuese una lamentable deficiencia en la
ciudad donde no hubiera una Santa María. Esto habría de ser la Hospedería. El proyecto no era únicamente
acoger en ella a las chicas. Lo que intentábamos era volver al número 25 de Blank Street y conquistar a
aquellas otras chicas que no pudimos cuando los primeros Ejercicios; y además intentábamos, si fuera
necesario, seguir siempre en este empeño. Y que es más, queríamos ir a todos los otros números 25 de
Blank Street que hubiera en la ciudad y seguir visitándolos de igual modo. Y para colmo, en las primeras
juntas se combinaron las cosas para visitar todas las semanas el Lock Hospital y ciertos hospitales que caen
naturalmente en el ámbito de la obra de la Hospedería. Por descontado que tendríamos pérdidas. El grado de
fe que poseíamos no nos quitaba esta certeza. ¿Pérdidas? ¿De qué clase? La negativa en admitir que fueran
cosa cierta, era total. En cuanto dependía de nosotros las seguiríamos continuamente hasta lograr juntarlas
de nuevo y con seguridad en el aprisco. Ninguna de las chicas, que hubiera sido una de las liberadas
milagrosamente del profundo mar del pecado en aquella primera redada, jamás podría ser olvidada de
nosotros o abandonada a su propia rebeldía. De igual modo, aquellas que nos dejasen con éxito estarían ya
en contacto con nosotros, no únicamente para asegurar su perseverancia, sino para hacerlas progresar en
bondad. Cada chica habría de ser tratada como un problema separado y distinto, que habría de ser atendido
como si no hubiera ninguna más que cuidar en la Hospedería. Desde luego, lo primero que había que hacer,
era lograr que su fatigado sistema nervioso se repusiese hasta restablecer la normalidad. Cosa fácil es decir,
¡más no de lograr! La dificultad principal estaba en suprimir las bebidas alcohólicas a que estaban habituadas
en diversos grados de cantidad y calidad. Algunas habían ingerido a todo pasto alcoholes metílicos con
resultados pésimos. La bebida, más que cosa alguna, había sido la maroma que las tuvo amarradas al mar de
la desgracia. ¿Podrían alguna vez verse libres de ella? Venía luego la cuestión del tabaco. Para ellas la vida
había sido encender un cigarrillo tras otro. En los comienzos decidimos no prohibirles el fumar. En su vida
anterior, las chicas se habían dado tanto a fumar, que pensamos sería una crueldad y una imprudencia
forzarlas a abandonar de repente una costumbre que después de todo no era pecado. Además, el temor de
perder los cigarrillos podía en muchos casos decidir en las vacilantes que la balanza se inclinara contra la
idea de ingresar en la Hospedería. En realidad, se hizo algo más que permitir que las chicas fumaran. A cada
fumadora empedernida se le daba una ración diaria de cinco cigarrillos de una marca conocida y económica.

Y como de ordinario suele ocurrir, la realidad de estos problemas nos probó que no es tan fiero el león como
le pintan. La mayoría de las chicas se vieron libres de la tiranía de la bebida desde el primer momento; y lo
que aún es más extraño, la raciónenla de cigarrillos resultó ser suficiente para sus ansias. Si a esto añadimos
la regularidad de sus comidas, el trabajo ligero y la moderada disciplina de la Hospedería, y, por encima de
todo, la marcha de la oración y la frecuencia de los sacramentos obraban maravillas visibles de renovación en
nuestra gran familia. Tal vez confirme más que nada todo lo dicho, lo siguiente que tomamos de una carta,
dirigida a nosotros por aquel entonces. Lleva como encabezamiento: «Hermanas de la Misericordia Baldoyle
Fiesta de San Ignacio, 1922», y lleva la honorabilísima firma de la Madre Ángela Walsh: "Ayer precisamente
llegó su carta; ofrece hoy tan poca seguridad el correo. Sus noticias fueron muy bien recibidas y del mayor
interés para todas las Hermanas de la Casa, pues todas ofrecen sus oraciones, penitencias y trabajos por la
continuación y perseverancia de las chicas. Hemos visitado por dos veces "Santa María" y quedamos
pasmados del aire de felicidad que se nota en las caras de las chicas. Lo que allí vimos es clara prueba de la
gracia de Dios". "Si encuentran ustedes todas las puertas cerradas para otros Ejercicios, háganmelo saber,
vengan y hablaremos". ¡Ejercicios! Ya veis que la palabra se nos viene como si fuera idea fija. Apenas
habíamos entrado en la Hospedería, cuando ya se volvía a hablar de Ejercicios por segunda vez; casi al
mismo tiempo acudimos a la Madre Ángela, para que otra vez nos prestara su casa. En aquellos primeros

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días y durante algún tiempo después dábamos una importancia capital, y tal vez desproporcionada, a la idea
de comenzar Ejercicios. El primer grupo comenzó una tanda; y fue un éxito extraordinario; tanto, que no
podíamos por menos de mirarlo como inspirado por Dios y como la norma de lo que en lo futuro habíamos de
hacer. De ahí que, al segundo día de vivir en la Hospedería, se presentó un problema atormentador, cuando
Maggie Perrin, llamó a la puerta, diciendo que quería dejar su mala vida y pedía ser admitida. Problema difícil
para las señoritas encargadas de la casa. Era bien claro que no debían dejarla marchar, ni podían admitirla;
porque era cosa determinada que los Ejercicios fueran la puerta de entrada y no había entonces a la vista
Ejercicios. He aquí una nueva crisis que exigía otro consejo de guerra. Sin más, las señoritas Plunkett y
Scratton se arreglaron y con Maggie se fueron a Myra House.

Y allí llamaron a algunos de nosotros que estábamos en junta, y se nos expuso el caso. Todos los cuartos de
la casa estaban ocupados. De pie en el teatro, hablamos y tratamos. Para Maggie la cosa era sencillísima,
ella no pedía ni quería más que ser buena. Eso era todo. No le cabía en la cabeza que por eso sólo nos
alborotáramos nosotros. Intrigada, escuchaba nuestras preguntas y respuestas. Y comenzó a hablar: ¿Por
qué no se la admitía? ¿No habría acomodo para ella? En aquella casa grande, de seguro que una más no
crearía ningún problema. Le preguntamos si querría ir a alguno de los conventos del Buen Pastor. No; no
quería. Lo que quería era entrar en la Hospedería y ser buena...

¿Ejercicios? Los haría... y con gusto... porque... vaya... ¡los necesito...! Pero aquí estaba lo difícil del caso. No
había por entonces Ejercicios; y nosotros nos agarrábamos, más que con tesón, a lo que mirábamos como
nuestro sistema. Estábamos persuadidos de que a nadie debíamos recibir, si no era por la puerta de los
Ejercicios. Nosotros atribuimos a esto, en gran parte, el espíritu de buena intención y de constancia que allí
podía notarse. Nos parecía, por consiguiente, que la llegada de esta chica de buena presencia y cara ovalada
no era más que una amenaza al sistema de la Hospedería; porque todo dependía de la solidez de tal sistema.
No, no podíamos admitirla, si no era pasando por los Ejercicios. Esperábamos, sí, tener otros Ejercicios
pronto, tan pronto como camináramos con pie firme y nos arregláramos con algunas de las que teníamos en
la Hospedería. Pero, ¿cuánto tiempo tardaríamos? No lo sabíamos. Y entre tanto, ¿qué hacíamos con
Maggie? Angustiados nos miramos unos a otros y a la chica. Peligraba el principio fundamental que mira al
futuro de la Obra y, por consiguiente, de muchas almas. De igual modo, teníamos delante de nosotros un
alma que peligraba. El problema nos parecía tan grande como los enrevesados de las semanas anteriores.
Por fin, fue la misma chica quien dio la solución: "Si me prometen admitirme para los próximos Ejercicios, me
voy derecha al Asilo de la Magdalena y esperaré allí hasta que ustedes estén dispuestos". Era una solución
ideal; y respiramos de nuevo con toda libertad. Solucionaba todos los puntos en cuestión y dejaba intacto
nuestro sistema. Así, pues, nos fuimos la señorita Plunkett y yo con Maggie, para asegurarnos de que ningún
estorbo en el camino al convento hiciera naufragar el piadoso propósito de la chica. Y así pusimos en salvo en
el asilo a Maggie Perrin que ya era el número 1 del grupo segundo, que esperó a que fuera tiempo para los
Ejercicios. Pero era natural que esta solución no pudiera en sí misma agradar a las monjas, que no admiten a
sus penitentes en un plazo de duración limitada. Ya tengo dicho que en la Hospedería cada chica era objeto
de atención individual e intensa. La primera junta de que se conserva acta, manifiesta ya este sistema
esmerado puesto en práctica:

Procurar a una, tratamiento en el hospital.


Otra, enviada a casa con los suyos.

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Arreglar el matrimonio de otra.
Buscar el paradero del marido de otra.
A dos más, trabajos apropiados.
Otra, puesta bajo instrucción.
Mientras que otra con gran pena nuestra había' vuelto a su anterior modo de vivir. Siendo al punto designados
dos "legionarios'' para seguirle los pasos.

Y así una semana después de otra seguimos incansables, hasta que aquellas semanas se sucedieron todos
los años. En estos años aquella primera "Santa María" se ha convertido en cuatro (Belfast, Glasgow y
Londres); en tanto que otras muchas han salido poco a poco de la noche ideal del ensueño a la luz de la
discusión y preparación. Bueno, pero esto es avanzar demasiado... y no hay que olvidar que aún estamos en
1922. Y todavía muy lejos de la seguridad de tener una existencia continuada. Un documento escrito de aquel
tiempo declara:

"Hasta el presente hay que conceder que el experimento es un éxito. Sin embargo, es sabido, se edifica sobre
arena movediza y que lo edificado larga y pacíficamente, puede desaparecer en un solo día".

Concedido; pero la última cláusula, aunque parece sutil y juiciosa, iba demasiado lejos. Porque mucho de lo
que se había logrado no se perdería, aun cuando hubiera habido que cerrar entonces la Hospedería. Las
cifras siguientes representan la estadística del grupo a fines de 1922. Las estadísticas podrán ser algo frías, y
que no ofrece interés cuestión de signos fatídicos, como dijo un célebre estadista nada amigo de cifras. Pero,
lector, si estuvieras inclinado a pensar así, recuerda que no son los números, sino los hechos, aquí
conservados como reliquias, los que enfervorizaron nuestros esfuerzos y en los que gravita el interés de esta
historia:

Casadas con hombres mucho antes conocidos. 3


Matrimonios arreglados: 1
Hospitalizadas convenientemente 2
Devueltas a sus casas 2
Empleadas 5
Malogradas 2
En la Hospedería 8

Y aún podrá preguntarse: ¿Y con toda seguridad esos números revelan algo estable? Y según pasaba el
tiempo, ¿cuál fue su desgaste? Pues tengo delante de mí el registro, llevado al día hasta hoy, con un

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verdadero fichero sobre cada una. Este registro dice que no hemos retrocedido y que siempre avanzamos.
Las que entonces ganamos, siguen; y hemos recuperado las que entonces fallaron. De todas las que
tenemos en lista no se encuentra más que un solo caso penoso. Es un caso muy triste. En resumen, fue así:

"Volvió a su vida anterior. Fue admitida en la Hospedería varias veces; pero hizo poco o ningún esfuerzo. En
enero de 1933 perdió la vida en circunstancias trágicas, en un período en que estaba fuera de la Hospedería".

De las restantes del grupo, una sola ha de catalogarse entre las malas del registro; y ésta apenas puede ser
catalogada en la categoría de chica del arroyo. ¡Qué demostración tan gozosa del hecho de que, amparados
con la palabra de Dios, no hay cosa imposible! Pues ¿podrá negarse que lo que se juzgaba imposible se ha
logrado, o que los resultados de 1938 son digna secuela de los providenciales sucesos de 1922? La historia
de la regeneración de esta clase de gente ¿ofrece paralelo semejante? Lo dudo. Me he hecho violencia a mí
mismo para adentrarme, contra mi inclinación, en tales números y pretensiones. Pero tal como han sido
consignados, conviene también declarar que el honor de la "Legión" responde de su exactitud. Tal vez, en
retorno, esos hechos y números son garantía de la "Legión", del mismo modo que le ocurre a un pájaro: él
sostiene a sus alas y éstas le sostienen a él. Y habiendo hecho brevemente esta salvedad (para que en
especial la recojan las ciudades que aún no tienen "Santa María", o, tal vez ni siquiera la "Legión"), paso
adelante dejando ahí esos signos. O mejor aún, pretendo tomar algunos de esos números, que vienen a ser
algo así como esbozos de vidas humanas, y volverlos de nuevo a su ser de carne y sangre. El primer
matrimonio fue a modo de un luto. Pero tal vez este acontecimiento interesante quedará mejor enmarcado en
otro capítulo.

CAPÍTULO OCTAVO: LOS SEGUNDOS EJERCICIOS.

Algo que merece especial mención fue el primer matrimonio. Su arreglo comenzó en los mismos días de
Ejercicios y en el jardín de las monjas. Habló Winnie de uno con quien había tratado mucho; pero que con
frecuencia le había dicho que no se casaría con ella si no llegaba a convencerse de su enmienda. Apenas
terminados los Ejercicios, nos buscó él para preguntarnos si creíamos nosotros que la enmienda de la chica
sería duradera. Se le informó que Winnie era la chica que parecía tener más firmes propósitos. Más tarde vino
a decirnos que estaba resuelto a casarse. Aquel matrimonio se celebró en la calle Francis el 3 de agosto. Una
de las chicas fue la madrina y yo el padrino; papel que después he desempeñado en multitud de ocasiones. El
almuerzo de bodas se tuvo en la casa de uno de los miembros de la "Legión"; y la luna de miel se pasó en...
¡Dublín! Ahora que han transcurrido dieciséis años (1938), creo que es tiempo de juzgar de éste y de
cualquier otro matrimonio. Y el juicio es que difícilmente podremos dar testimonio de otro matrimonio más
feliz. Ni en un solo día de este tiempo Winnie dejó de edificar; y eso que los tuvo muy duros... la mayoría,
señalados por una extrema pobreza. La primera abjuración fue otro hecho notable. Recordará el lector las dos
chicas protestantes que insistieron en acudir a las pláticas, cuando el Padre Felipe les indicó que, durante las
mismas, ellas podían quedarse fuera. Luego pidieron que se les instruyera, y así se hizo. El 27 de agosto fue
recibida en la Iglesia la primera de ellas (que había sido la primera en hablar). El período de su instrucción fue
intenso y piadoso; nadie mejor preparada que ella. Tuvo lugar la ceremonia en la capillita cercana a la
sacristía en la calle Francis. Ofició el Padre Creedon y estuvimos presente seis o siete de nosotros. Aquel
acontecimiento está en la memoria de los que fuimos privilegiados como algo único a causa de la felicidad y
de la evidencia de la gracia. Al terminar la ceremonia hubo una ligera pausa. La recién nacida para la Santa
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Madre Iglesia, estaba arrodillada aún, y nosotros esperábamos de pie, cuando el Padre Creedon puso de
manifiesto nuestros unánimes sentimientos:

Eva, nos has hecho muy felices. Te damos la bienvenida en nuestra Iglesia".

A veces leemos que la gente suele llorar de gozo. No es cosa que se vea todos los días. Hay que pasar por
ello para comprenderlo bien. Nosotros vimos entonces... el prolongado e incontenido llanto del gozo más
puro. No era cosa fácil el contenerse y no llorar, aunque uno lo quisiera. Creo que cada uno dijo lo mismo.
Algunos lloraron sin tratar de ocultarlo. He asistido después a otras muchas abjuraciones, dos veces más en
el mismo oratorio, con las mismas circunstancias... y también ¡cosa rara!, con chicas de "Santa María", y
siempre he visto que el gozo perfecto se derrama en torrentes de lágrimas. Fue algo admirable, en verdad,
cada una de estas tres ocasiones; pero el caso de Eva fue, tal vez por ser el primero, el mayor de todos.
Lloraban ellas como debió de haber llorado María Magdalena cuando su Amado la miró arrepentida y le dijo:
"Amaste mucho... tus pecados te son perdonados".

De entonces a ahora Eva ha vivido en una comunidad de la Magdalena, donde se ha distinguido por su
santidad. No hace mucho que recibió la Extremaunción. Su compañera protestante en los mismos Ejercicios
fue recibida en la Iglesia en la tarde del 4 de septiembre de 1922. Se casó dos años más tarde. Después de
años de vida matrimonial muy feliz, ha quedado ahora viuda con tres preciosos niños.' Y este relato de
sucesos notables va a terminar por ahora. Porque el recuerdo del 4 de septiembre es un toque de rebato a la
memoria, que la obliga con toda urgencia a dar de lado a tan agradables pensamientos. Otra vez estamos en
pie de guerra... y de repente, pues comenzó en la misma tarde de la mencionada recepción. Conforme iba
disminuyendo el número de chicas en la casa, con persistencia nuestra preocupación se volvía hacia los
próximos Ejercicios. Teníamos una Hospedería completamente amueblada y con espacio suficiente. A esto
añadíamos que en Baldoyle se nos daban las mismas facilidades. Y, no obstante, tardamos un poco. ¿Por
qué? Pues parte por el hecho de que no sabíamos dónde dar primero el golpe. O mejor, supongo que era un
mied.0 al fracaso. No podíamos desechar la idea de que los primeros Ejercicios habían sido en un 99 por
ciento cosa de milagro; de que tales cosas no se hacen con una palmadita dada a tiempo, y de que no
podríamos dar un golpe acertado por segunda vez. Y en parte también creíamos poder contar con lo ocurrido
antes; y casi esperábamos una señal. De todos modos, lo que allí pasaba es que dudábamos. Pero no debió
de ser una duda por completo indigna de nosotros, pues la señal vino... y vino ex abrupto. Al punto todos nos
pusimos en movimiento, como se ponen los corredores cuando suena el tiro de pistola. Y entonces
comenzaron a ocurrir las cosas con la exactitud y en el ambiente que caracterizaron los sucesos de julio.

Era la tarde del 4 de septiembre. El Padre Creedon, el Padre Toher y yo nos hallábamos sentados en uno de
los cuartos del primer piso en la calle Francis. Había pasado un ratito desde la recepción antedicha. Desde
luego, el tema de nuestra conversación era... la "Legión". No estoy muy seguro ahora de si discutimos o no la
cuestión de los Ejercicios. Pero creo que sí; porque los Ejercicios eran para nosotros el estribillo del día;
apenas teníamos otra idea que no fuera ésta. Entró el ama de llaves y dijo que abajo había una mujer que
deseaba ver al Padre Creedon para hablarle de una hija que tenía en el número 48 de la calle Cliffton. Esta
noticia tan sencilla vino como a electrizarnos... Era esta la señal que esperábamos. Parecía ser así en
realidad. Puesto que el número 48 de la calle Cliffton era una casa semejante a la del número 25 de Blank
Street; una casa de hospedaje para chicas del arroyo. Hasta entonces aún no había sido visitada, y
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desconocíamos por completo el número y los nombres de las chicas allí residentes. Bajamos los tres para
hablar con aquella mujer. Comprobamos que era una buena mujer de la calle Glurester. Nos contó su historia
de una manera vaga y patética. Su hija Queenie, decía ella, había nacido para destrozar el corazón de su
madre: y obra tan triste estaba cumpliendo en aquellos días. No faltaron detalles. Pero todo quedaba
resumido en esto: que una tal Peg Talkie (el nombre que nos dio era tan estrambótico como este) se había
llevado de casa a su Queenie para arrastrarla por los caminos de la desgracia; y ahora vivían las dos en el
número 48 y... ¿no podríamos hacer algo para devolverle a su Queenie? No es que su hijita fuera una viciosa,
sino que todo era obra de Peg (Dios la juzgaría). Le habían dicho que para arreglar una cosa como ésta, lo
mejor era dirigirse a la nueva Hospedería. Y allí fue ella; pero los de la Hospedería la mandaban a nosotros. Y
la pobre mujer allí estaba llorosa, mirándonos a los tres, uno después de otro, suplicándonos por la vuelta de
su descarriada hija; muy satisfecha de haber logrado saber que si nosotros nos tomábamos esa molestia,
podíamos volver a los brazos de su madre aquella hija pródiga. Le pedimos la dirección y le prometimos hacer
cuanto pudiéramos. Cuando se hubo ido la mujer, discutimos brevemente la situación. Convinimos en que lo
acaecido era una señal providencial para que comenzáramos por aquella casa en particular, y, al mismo
tiempo, una excusa excelente para visitarla. Estábamos conformes en que sería mejor no acercarnos en
grupo a la casa, pues queríamos evitar la curiosidad pública, excitada por nuestras visitas a Blank Street.

Por la misma razón se juzgó preferible el que fuera yo y no ninguno de los sacerdotes. Así que me puse el
sombrero y me fui derecho. La casa se levantaba en una plaza espaciosa. Unas escaleras de piedra
conducían al vestíbulo, que aquel día estaba abierto y acogedor. Y en la escalera superior estaban de pie
unas chicas, al parecer residentes. Les hablé y pregunté si estaban en casa las chicas cuyos nombres he
mencionado. Me aseguraron que no; indiqué que pudieran estar con nombres falsos y que entraría en la casa
para buscarlas yo mismo. No di a entender que yo no tenía ni la más ligera idea de la cara de las chicas que
buscaba. Entré en la sala. Una de las oficiales de la casa salió del recibidor exterior y me cerró el paso. "¿Qué
quería yo?". Y repetí mi cuento de Queenie y Peg. Otra vez me dijeron que no estaban allí, y de nuevo
indiqué que acaso usaran nombres falsos, y que yo quería buscarlas por mí mismo y ver a todas las chicas.
Me dijeron que yo no podía husmear así por la casa. No hice caso, y dije a la mujer con quien hablaba que mi
investigación no sería muy intensa; pasé adelante a las salas y a los pisos. Me pareció mejor subir primero a
los cuartos superiores. Y pensé que el armarme una camorra les sería más fácil abajo que no arriba, en el
tercer piso, pues la ley de la inercia haría que no se movieran y me dejaran en paz. Pero me equivoqué.
Estaba ya para llegar a lo alto, cuando oí que unos pesados zapatones golpeaban de modo salvaje las
escaleras. Un hombre subía a toda prisa. Aquello no iba bien para mí. Significaba o una pelea o ser lanzado
con ignominia. Sin embargo, me di más prisa y ya estaba hablando con las chicas que ocupaban el cuarto alto
de frente, cuando mi perseguidor entró furioso. Era el hijo de la propietaria. Yo le conocía tan sólo de nombre.
Pero, en su esfera, era un individuo muy conocido. No era hombre para meterse con él. Acalorado, me
preguntó qué quería yo con meterme dentro de la casa. ¿No se me había dicho abajo que no debía yo
recorrer así la casa? Le traté con suavidad y una vez más volví a contar mi historieta. Dije que no pretendía
yo estorbar; qué pensé que la mujer de abajo no quería complacerme; y que sabía que los propietarios nunca
querrían estorbármelo, de conocer ellos la naturaleza de mi gestión. Escuchó él malhumorado; pero mi
mansedumbre ganó la batalla. Pensó un poco y me miró con los ojos medio cerrados. De mala gana dijo que
podía seguir adelante, pero que él me acompañaría. Sólo se me ocurrió más tarde que aquella actitud de
cerrarle a uno el paso era ni más ni menos que guardarse ellos las espaldas. La presencia de un hombre en
una casa como aquélla podía, en ciertas circunstancias, crear al propietario una situación difícil con la Policía.
Y recorrimos toda la casa, juntos... aquel hombre y yo. No pretendió ni siquiera acelerar nuestra visita, y eso
que yo andaba a paso de tortuga. Aún más; colaboró conmigo de modo positivo, introduciéndome y
explicando el porqué de mi presencia. Es claro que en cada cuarto ya tenía que hablar de Peg y de Queenie y

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de la apenada madre de ésta. Luego vendría la invariable seguridad de mis oyentes de que la pareja no
estaba en casa. Pero alguien había oído algo de ellas e iban surgiendo indicaciones de gran ayuda acerca de
cuándo y dónde habían sido vistas la última vez y de quién podía al presente localizarlas. Luego la
conversación venía a girar invariablemente sobre la "Santa María" y el 25 de Blank Street. Desde luego que
todas habían oído hablar de lo ocurrido, aunque del caso tenían algunas ideas muy extrañas y equivocadas. Y
vino una verdadera lluvia de preguntas. ¿No se había escapado de la Hospedería Josie, de tal y cuál? ¿Y no
era la casa un poco mejor que Mountjoy? (Cárcel nacional).

A esto último, la réplica era cosa fácil, pues, si la "Santa María" era una prisión... ¿cómo pudo escaparse con
tanta facilidad Josie? Además de que si el que una o dos se fueron de la Hospedería fuese una razón en
contra, el que se quedaran otras veinte chicas eran tantas razones a favor. Al llegar a este punto pedí ayuda
efectiva a mi acompañante, que era asiduo asistente a las carreras de caballos, para que confirmara él que
esos casos aislados daban una proporción de diez por uno en favor de la Hospedería. Su asentimiento, un
poco dudoso, causó risa entre las chicas, que yo aproveché para recalcar que el caso daba una proporción de
veinte por uno, pues se había dicho que Josie estaba casi resuelta a volver. El razonamiento y las críticas
crecían con buen humor. Apenas resuelta una dificultad venía otra: "¿No estaban las chicas en "Santa María"
medio locas por falta de tabaco y de bebidas?". "No; no lo estaban. Tenían cigarrillos como para enterrarlas
con ellos. Y no parecía se acordaran mucho de la bebida". Más esto último no parecía convencerlas, y en
cada cuarto se repetía la canción de mi incredulidad. ¡Caramba! ¡Si la sola mención de la bebida ponía ya
sedientas de una copita a la mitad de las chicas que me rodeaban! Y argüían según su propio sentir. Estaban
acostumbradas a muchas copas por día... y algunas, por hora. Las copas eran una necesidad para ellas.
¿Cómo podrían vivir todo el día de Dios sin una sola copa? Esta era la objeción más dura. Se podía leer en
las caras de los oyentes. Y lo único que yo podía argüirles era: "Lo que han hecho vuestras compañeras...
¿no podéis hacerlo vosotras? ¡Probadlo!". Ya se echa de ver que la labor de persuasión era muy distinta de la
de Blank Street el 13 de julio. Aquí ya no eran las chicas que luchaban violentamente entre el pánico y la
confianza, dispuestas a dar crédito al más infundado rumor de una conjura para encarcelarlas. Este era un
caso de la lucha natural entre, las buenas intenciones y los bajos instintos o una mortal inercia. Por fin se
acabó la visita. Cada uno de los cuartos fue registrado y a cada una de las chicas se le había hecho una
invitación. Eran entre todas unas quince, incluidas tres de dieciocho años de edad. Todas quedaron muy
interesadas. A pesar de la presencia de la directiva, que ejercía cierta presión, algunas de las chicas me
dijeron allí mismo que vendrían. Ya se ve que era mucho lo logrado. Pero tal vez se precisara otra visita u
otras, para asegurar los SI y cambiar los NO y fijar la resolución de aquellas que aún no se habían decidido ni
por lo uno ni por lo otro. ¡Y qué doloroso presentimiento el mío! ¿Se nos permitiría volver a hacerlo? Aun en
posesión de una excusa plausible, estuve yo entonces inclinado a creer que no. Pues con toda seguridad la
propietaria se resistiría a que así como así se le vaciara la casa. Me dirigí a mi acompañante: "¿Puedo volver
mañana a continuar mi charla con las chicas?". Y tal es la virtud innata de la pobre naturaleza, que la
respuesta no se hizo esperar: "¿Cómo no?". Agradeciéndoselo de corazón salí y me apresuré a volver a la
casa parroquial, donde pude alegrar a oyentes muy interesados con el relato de lo ocurrido. Al día siguiente
me acompañó el Padre Creedon y volvimos al número 48. Empleamos varias horas en recorrer la casa. Casi
todas las chicas se mostraron ávidas de aprovechar la ocasión y enderezar sus vidas. Dos se quedaron en
duda. Sólo una se negó rotundamente. Y dio dos razones: primera, que era protestante, y segunda, que no
podría vivir sin una constante provisión de bebida. Se emborrachaba esta chica muy de madrugada; y así
permanecía hasta dormirse. En el curso de nuestras visitas se puso especial atención en esta tan inteligente y
hermosa muchacha. Era una pena pensar que no atraparíamos un pez tan gordo. Su vida era algo
sorprendente. Nacida de matrimonio mixto en otra ciudad, había sido educada en católico, aunque por
negligencia su afirmación contraria era falsa. Muy joven rodó por las calles, siendo luego su vida una carrera

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de escándalo desenfrenado. Su historia podía ser la historia de las tres ciudades. Porque tres ciudades
sufrieron su presencia. Una acción radical de la Policía en las dos primeras la obligó por fin a emigrar a
Dublín, donde por algunos años había sido una figura muy notable. De su carácter turbulento y extraordinaria
fuerza puede darse una idea por su graciosa jactancia de que para arrestarla nunca se necesitaron menos de
tres policías. Pero, no obstante, habían logrado arrestarla muchas veces, ¡alrededor de unas ciento! Tal era
Daisy Warner.

Una de las chicas, de dieciocho años, era protestante. Otra era apóstata. Cada caso tenía mil circunstancias
interesantes; pero es obvio que el interés nacía de sus locas vidas. Cuando aquel día salimos del número 48,
inmediatamente nos pusimos a hacer los preparativos para los segundos Ejercicios. De nuevo Baldoyle sería
el sitio. Y ¿quién daría los Ejercicios? ¿Qué otro mejor que el Padre Felipe, que dirigió aquellos memorables
anteriores? Y, a Dios gracias, el Padre Felipe podía darlos. Quedó todo fijado para el siguiente lunes, 11 de
septiembre de 1922. Los Ejercicios se harían según el plan de los primeros. En los días anteriores al 11, los
legionarios visitaron todos los días el número 48. Y para sofocar de una vez todas las dudas que aún tenían
sobre "Santa María", se juzgó conveniente llevar en una ocasión un par de chicas de la Hospedería. Su
evidente satisfacción, su presencia notablemente mejorada y su testimonio fueron de gran fuerza. Y pensando
reunir un nuevo grupo de unas veinticinco se visitaron también otras fonduchas del lado sur de la ciudad.
También fue visitado el número 25 de Blank Street, donde había quedado viviendo un pequeño grupo desde
la primera limpieza. En relación con las chicas que habían manifestado su intención de dejarlo para los
segundos Ejercicios, se tuvo buena cuenta de tomar esto como nuevo motivo. Cada una se había
comprometido a no andar callejeando y se -había hecho el pago de su hospedaje con esta intención. Era
indudable que, al revés de los días de julio, éstos no tenían aquella calidad de tempestuosos. Pero no nos
engañaron con una falsa impresión. No fueron tiempo de placer. Fueron días de ansiedad agotadora, con
momentos que significaron para nosotros algo así como ataques de corazón. Comparados unos y otros nos
sentimos más seguros de ellas y de todo. ¡Por fin, el lunes, día 11! El día se presenta adornado con todo el
primor tradicional para nuestros días de Ejercicios. El vehículo el mismo de la vez anterior está listo enfrente
de Myra House. Las chicas van presentándose, y se juntan los curiosos, aunque no tantos ni tan excitados
como la primera vez. Las cosas se van tomando con la tranquilidad que da lo conocido; así es más saludable.
Al llegar el momento de la partida, las chicas han llegado a ser tantas como para indicarnos que no fallan los
Ejercicios por falta de número. Sentimos gran placer viendo entre ellas a la dudosa Daisy. También estaba allí
Queenie, la de la Compañía Peg & Queenie. Había sido descubierta en otra fonducha. No nos damos prisa
porque suban al vehículo. Había corrido el rumor de que algunas personitas, que dábamos por perdidas,
estaban en camino. No queríamos perder ni una sola chica por una servil sujeción a la puntualidad. Por fin
contamos veintiséis, que eran el resultado de otras veinte nuevas y de seis que aún quedaban en "Santa
María"; ésta quedó cerrada durante el tiempo que duraron los Ejercicios. A ellas nos añadimos nosotros.
Todos encajonados en el vehículo se dijeron y gritaron adioses y... ¡en marcha! Nuestro camino es el mismo
de la vez anterior. Estamos seguros del sacerdote, y así no tenemos que parar en el convento de
Franciscanos, ni tenemos que mirar al Parlamento, donde al pasar la primera vez todo era animación,
multitudes, soldados armados y largas filas de hombres agarrados a cuerdas haciendo un pobre simulacro de
guerra con movedizas paredes y pilastras. En dos meses la destrucción de aquel edificio del Estado pasó a la
historia. Más adelante, bordeando el río, corríamos hacia otras ruinas de la guerra, la destrozada Aduana.
Luego, veinte minutos más tarde, otra vez Baldoyle y el cordial recibimiento de la Madre Ángela y de sus
monjas. Han comenzado los segundos Ejercicios. Parecen muy distintos de los de la otra vez los actuales
presagios, algo así como la diferencia que hay entre ir por una carretera asfaltada o abriéndose camino por
inexplorada selva. Esta vez tenemos cierto sentimiento de seguridad. Por mucho habíamos pasado ya y
mucho habíamos aprendido. Estos Ejercicios son ya para nosotros algo rutinario, sentíamos que podíamos

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mirar adelante con confianza y dar realidad al fantasma del futuro. Pero, cuando así pensábamos, vino a
amenazarnos un rudo golpe. Poco después del té, una de las mujeres un carácter dominante (¡Señor, y... por
qué esta clase de caracteres han de inclinarse al peor lado!) se vino a nosotros para manifestarnos su
intención de marcharse en aquel mismo momento. No tenía ninguna queja; pero quería marcharse. Le
suplicamos sin ningún resultado y fue a arreglarse para la marcha. Cuando volvió traía consigo, y vestidas
para marcharse, a dos o tres de las que más quehacer nos habían dado para atraerlas: las chicas de
dieciocho años. Aquello era aterrador. Las rodeamos, les rogamos, suplicamos, les razonamos. Pero no
hicieron caso de cuanto les dijimos. Y las tres se perdieron en la oscuridad de una tarde de otoño para
meterse en la trágica lobreguez de la gracia rechazada. Y nos dejaron, como dice el poeta, en la inmensidad
de la desgracia. Por unos momentos sentimos el terror de una escapatoria general. Más ninguna otra hizo
nada por irse. Y los Ejercicios siguieron con las diecisiete nuevas y los seis viejos tesoros, galantes, hermosas
y bien dispuestas. Sin embargo, ya no nos dejó en toda la tarde la atmósfera de tristeza. Y así acabó para
nosotros aquel día de triunfo.

CAPÍTULO NOVENO: LA FAMILIA VA AUMENTANDO.

El capítulo anterior nos ha dejado empezando los segundos Ejercicios en Baldoyle. He hablado del susto que
nos llevamos en los mismos comienzos, cuando tres de las chicas cambiaron de parecer y se volvieron a la
ciudad, creando por un momento un ambiente de intranquilidad, que nos hizo temer si también las otras
seguirían de la manera que hacen los carneros. Sin embargo no llegó la cosa a tanto. Las restantes quedaron
no sólo aquella noche, sino todo el tiempo de los Ejercicios. Se deslizaron éstos con toda suavidad. No quiero
con ello decir que no hubiera sus zonas peligrosas, que las tuvimos, y muchas. Y en cierto modo no tuvieron
aquella calidad amenazadora que caracterizó los primeros. Tal vez fuera que ya nosotros no éramos tan
asustadizos, por habernos hecho más valientes la costumbre. El Padre Felipe se superó a sí mismo. Como
predicador, se ajustó perfectamente a la mentalidad y modo de ser de las chicas e hizo de ellas lo que quiso.
En los intervalos, entre plática y plática, fue alma y vida de aquel grupo, moviéndose constantemente entre
ellas y hablándoles una por una. El Padre Creedon estuvo en su elemento como maestro de ceremonias
como general solucionador de todas las dudas, como apoyo firme en los momentos turbulentos.

También el Padre Toher ayudó de valiosa manera y asistió a un buen número de "legionarios". Desde luego,
los Ejercicios no llevaban aquel formulismo ortodoxo, tal como estas cosas nuestras se desarrollan. Así, por
ejemplo, el silencio no se guardaba en la plenitud que pide la ley. Mejor dicho, no existía tal ley por la razón
de que la charla puede ser un completo descanso para nervios rebeldes y discordes; y sólo Dios sabe qué
clase de nervios eran aquellos con que nosotros tratábamos. De igual modo, teníamos todas las tardes
nuestras sesioncillas de juegos. Y por las noches había también una breve reunión social, en la que todos nos
juntábamos y se cantaba también, ¿por qué no? Y que nadie nos venga moviendo la cabeza. Escandalizado
de estos ejemplos de relajación del código de los Ejercicios. Para nosotros estas cosas obraban maravillan.
No cabe la menor duda de que los Ejercicios fueron un éxito excepcional en todos los órdenes: espiritual,
mental y físico. Además que esto hacía de los "legionarios" y de sus clientes una gran familia (cosa que era
muy importante en aquellas circunstancias). Nos ayudaría esto mucho en tiempos difíciles, por donde tendrían
que pasar después cuando los Ejercicios hubieran acabado.

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Estos Ejercicios, como los que llevan el número 1, devolvieron al redil una oveja descarriada. Se descubrió
que una de las chicas había renegado formalmente de la fe. Al principio no quería arrodillarse ni tomar agua
bendita. Pero muy pronto comenzó a amansarse. Manifestó su pena y fue formalmente reconciliada con la
Iglesia durante los Ejercicios. En esta ocasión fue correcta nuestra presentación al Vicario General en busca
de las facultades necesarias. Mons. Fitzpatrick no se vio en la precisión de concederlas estando un laico por
medio. Y aquel tiempo de recolección extraordinaria llega a su cumbre en la Misa y Comunión de la última
mañana. No nos arrebata a las alturas de felicidad a que llegamos al final de los de julio. Nunca suelen
repetirse los primeros gozos de nuestro corazón. Pero, ¿y por qué comparamos? ¡Si esto es también gozo
real y verdadero gozo! Terminado aquel dichoso desayuno, las chicas vuelven a la ciudad. Con la diferencia
de que ahora no hay por qué dudar de su destino. "Santa María" las aguarda con el abrigo del hogar, modesto
sí, pero bien acondicionado. Tan pronto como entraron en él se repitieron en los menores detalles los días
que precedieron a los Ejercicios. No se nos ocurrió ni siquiera señalar aquella tarde con nada que supiera a
ceremonia. La junta del 19 de septiembre, la primera después de los Ejercicios, manifiesta que el proceso
normal de acondicionamiento y acomodo seguía en firme. Quiero, sin embargo, traer aquí algunas notas
tomadas de aquella tan repleta acta, con el fin de Ilustrar la realidad viva de esa pálida mención de
acondicionamiento y acomodo: a) Se leyó una carta muy satisfactoria de Filly Mac Daid. Era aquella que fue
devuelta a la Santa Madre Iglesia en los primeros Ejercicios. Se casó el día 3 de septiembre. Su marido fue
recibido en la Iglesia el día anterior. El hizo su primera Comunión momentos antes de la ceremonia del
matrimonio. b) Se tomó nota del matrimonio de María Elena Harner. c) Otros dos casos hallados por nuestros
operarios. Demasiado tarde para los Ejercicios; pero fueron puestas en seguro en Asilos de la Magdalena.
Una de ellas, de treinta y seis años, es una delincuente que tiene una ficha de haber sido convicta ciento seis
veces. La otra, créase o no, era un caso peor. d) Recordar las tres que se nos fueron en la primera tarde de
los Ejercicios. Ellie Wilson, que era una de ellas, protestante jovenzuela de dieciocho años, se fue a la
Hospedería el domingo 17 de septiembre, diciendo que quería cambiar de vida y hacerse católica. Se dispuso
darle un cursillo de instrucción, a lo que entonces no asintió. Siendo esto, no un cambio de parecer en ella,
sino una dilación. El acta del 19 de diciembre siguiente contiene la noticia de que fue recibida en la Iglesia el
viernes día 15, y que recibió la Confirmación e hizo la Primera Comunión el día 17. El miércoles siguiente, día
20, se casó con Sidney Dyer, también recibido en la Iglesia. El día de la boda lo pasamos en... el Convento de
Baldoyle. En verdad, ¿acaso no es esto una lluvia de gracias que recuerdan las palabras del Evangelista,
como un colmarse la medida y apretarse y moverse y sobreabundarse? Por este tiempo tuvimos una
experiencia única en su clase. Las señoritas Plunkett y Scratton estaban enfermas con un violento ataque de
gripe que las postró en caima. No podíamos reemplazarlas. Otra cosa hubiera sido hoy cuando la "Legión" ha
crecido: más hay que recordar que aquellos eran días de balbuceo y de cuna. En aquel período de
enfermedad "Santa María" fue literal y absolutamente, gobernada por alguna de las chicas más antiguas.
Desde luego, las instrucciones se las daban nuestras enfermas. Pero ellas tenían las llaves, hacían las
compras y llevaban todo el tejemaneje de la casa. En aquella temporada teníamos el alma en vilo. Y, sin
embargo, aquello fue la perfección misma. Era cosa admirable dejar la casa por la noche y oír cómo detrás de
nosotros cerraban la puerta las chicas encargadas de las llaves.

Nos parecía imposible que no ocurriera algo desagradable. Y allí no hubo ni la más pequeña y leve cosa de
esta clase. No puede uno decir si aquello era porque las chicas encargadas se sentían en su puesto, en vista
de la gran responsabilidad a ellas confiada, o si era una especial iluminación de la gracia; pero el hecho es
así. Entre nosotros vino a considerarse como algo épico la historia de cómo las chicas dirigieron la casa en la
semana que duró la enfermedad de aquellas hermanas nuestras. La heroína principal de aquella epopeya fue
Marta Connell. Cocinera de oficio, se encargó de esta ocupación desde el primer día que ocupamos "Santa
María" y desde entonces ha sido jefe de cocina y de las cocineras. Siempre fue digna de confianza. Nunca

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salió de allí, por temor a la tentación y recaída. Por esto, en aquel apuro, ella era la llamada a hacerse cargo
de las cosas; y justificó plenamente la confianza puesta en ella. Después de varios años de vida irreprochable
entre nosotros salió Marta; pero fue para volver a su familia, de la cual vivía alejada gran parte de su vida por
sus andanzas disolutas. Probó ser el apoyo principal de su familia y jamás volvió a reincidir. El mencionar
aquí a la señorita Scratton, me ofrece la oportunidad de una digresión para consignar que acaba de morir
(1939). Fue por once años religiosa en el Convento del Buen Pastor, en High Park, Drumcondra. Nunca
decayó en este tiempo su ardiente interés por la "Santa María". Su mayor placer era ver a sus operarios y
tratar con ellos en cuanto concernía a la Hospedería. La señorita Plunkett murió en 1925. Al encontrarse en el
cielo, ¡qué dicha la de estas dos amigas inseparables que fueron colaboradoras en buscar almas toda su vida
y las primeras "legionarias" internas! Cuando murió la señorita Scratton se dijo con humor reverente que, al
entrar en el cielo, con toda seguridad sería su primera petición: "Quiero ver a Josefina Plunkett". Y a esto
hubo quien añadió: "No, porque Josefina ya la estaría esperando a la puerta". ¡Descansen en paz estas dos
nobles "legionarias"! ¡Protejan ellas para siempre la obra, cuyos pilares gemelos fueron en otro tiempo! Hablé
en el capítulo anterior de Daisy Warner. Y hablé también de "cosas notables" de nuestra historia. Pues bien;
Daisy nos ha proporcionado una de estas cosas notables... ¡La primera marimorena! Recordaréis que de
propósito acostumbraba emborracharse todos los días como preparación próxima para su vida callejera. El no
poder pasarse un solo día sin emborracharse fue la primera excusa que nos dio para no acudir a los
Ejercicios propuestos. Grande sorpresa fue para nosotros el que, al fin, viniera. Y una segunda y gozosa
sorpresa fue también el que declarara ser católica y no protestante, como antes nos había dicho. Hizo los
Ejercicios admirablemente. Ya no manifestó señal alguna de inclinación a la bebida ni durante los -Ejercicios
ni algún tiempo después de volver a "Santa María". Y la cosa resultaba una maravilla, porque no podíamos
esperar que durase-mucho. Pues Daisy no era de esa clase de personas en quienes después de curados, ya
nunca se da volver atrás. Sospechamos que en su temperamento era ordinario caer ahora para levantarse
luego con la gracia de Dios. Pasaron seis semanas antes de que viniera la crisis; y cuando llegó, fue sin dar
señales de su llegada. Declarando que se marchaba para siempre, una tarde se fue con viento fresco. Pero a
las siete de la tarde volvió con buena cantidad de alcohol en el cuerpo, y fue admitida. Paseó y habló sin
inmutarse; la prolongada costumbre le había dado facilidad para ello. Nada ocurrió durante un rato. Cuando
una de las chibas le dijo alguna broma o reproche, al punto estalló la tempestad. Como una verdadera
pantera se lanzó sobre la agresora y la abrumó a bofetadas y puñetazos. Luego se volvió vengativa contra un
par de chicas que trataron de apartarla de su presa, y en un momento las aporreó como a la primera. En la
casa, además de las señoritas Plunkett y Scratton, había otras "legionarias" de servicio. Por verdadera suerte
se libraron de las peores consecuencias del zipizape. Daisy volvió a calmarse al acabar su pronta y victoriosa
pelea; pero era evidente que aquello no era más que un apaciguamiento pasajero. La primera palabra o
mirada que la irritara bastaría para enloquecerla de nuevo. Todas se daban cuenta de esto y la temían; pero
les costaba trabajo pedir ayuda a la Policía... Por lo menos resistirían hasta no poder más. La Hospedería era
entonces muy reciente, sus métodos no tenían la seriedad de hoy, ni mucho menos, para sacar a relucir al
público nuestros trapos sucios. Hay que recordar que una de las principales dudas que tuvimos para ir a
aquella mansión era precisamente el que pudieran ocurrir cosas como ésta que podrían llamar la atención con
descrédito de la casa. Pero algo había que hacer, porque donde Daisy daba, despachurraba. Y no había que
permitirle hiciera picadillo a nuestra gente. Así, pues, se buscó un término medio entre llamar a la Policía y
esperar pacientemente una matanza. Las señoritas enviaron un S.O.S. a Myra House, pidiendo la ayuda de
un hombre. Un hermano vino con toda rapidez en su bicicleta. Las anteriores marcas de velocidad entre las
dos casas quedaron muy atrás. Cuando el hermano llegó, aún imperaba la calma amenazadora. La figura
central estaba de pie y dueña de la situación en la ancha sala. No hablaba a nadie. Su porte era el de uno'
que espera la ocasión de lanzarse. No cabía duda de que el huracán había de desencadenarse; lo que sí
quedaba incierto era dónde soplaría. Y no se hizo esperar. No recuerdo bien cuál fue la causa precisa; pero
alguien la provocó, y Daisy golpeó de nuevo. Con toda rapidez el hermano entró en acción y corrió en socorro

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de la víctima. Y al instante Daisy le hizo frente. Siguió una muy cruda y fiera pelea, que acabó con que Daisy
fuera vencida y se viera en el suelo firmemente sujeta. Y esto fue un verdadero fenómeno, atendida su
indudable y prodigiosa fuerza. Por unos momentos golpeó, abofeteó y mordió rabiosa. Luego su furia pasó
con portentosa rapidez y le sucedió una sincera pena por sus acciones. Ya no se repitió el caso en aquella
tarde ni por muchos días. Fue nuestra primera experiencia de real violencia en la Hospedería, y fue como
para destrozar los nervios. Temblaba uno con sólo pensar que pudiera repetirse. Pero, caso de que se
repitiera, ya se ve que había que obrar con firmeza. Una plácida consideración hecha en una mecedora nunca
salvará almas que estén en tensión. Sin embargo, no hay que pensar que tales sensaciones eran para
nosotros el pan de cada día. ¡Nada de eso! Eran casos raros y que aún se fueron haciendo más rudos en la
medida que el sistema de la Hospedería avanzada en edad e influencia e imponía su ligero yugo, siempre
creciendo en robustez entre nuestras fogosas clientes, gobernándolas de veras. Después de tantos y tan
venturosos años, se considera como el veredicto de la persona más competente para juzgar, el de nuestra
vecina: "Las chicas han sido extraordinariamente buenas.

El incidente presentó una nueva faceta y, por cierto, muy placentera. Es un hotel de la casa vecina a nuestra
Hospedería. Sabemos que la propietaria tuvo esperanzas de adquirir nuestra casa cuando el Departamento
del gobierno la desalojara. Y, en cambio, vinimos a caer en ella como el proverbial bólido. Supongo que en el
mejor de los casos, podría ella contar con mejores vecinos que nosotros. Y que apenas podría encontrarlos
peores, en el peor de los casos. Ahora bien, vino a ocurrirle a la pobre lo peor de lo peor. Pues para ver lo que
había ocurrido en nuestra casa era preciso encontrarse allí; que, para oírlo, bastaba y sobraba con hallarse en
el hotel, La falta de un conocimiento definido de lo que ocurría debió de hacer pensar que la cosa era mucho
peor de lo que en realidad era. No cabe duda de que debió de sonarle como si estuviera cometiendo una
serie de crímenes, y así tan pronto como acabó la zaragata, nuestro primer pensamiento fue a la dueña del
hotel, siempre tan bondadosa y bien dispuesta para con nosotros. El Padre Creedon y yo fuimos a verla al día
siguiente y manifestarle nuestra gran pena por lo ocurrido y por los inconvenientes que a ella pudieran
originársele. Por providencia de Dios, la señora Dumme no era de la clase de gente, despreocupada de la
inmundicia social, hasta que una salpicadura no venga a mancharla. Considérese también con qué facilidad
los mejores suelen poner pared de cal y canto entre sus negocios y su caridad cristiana. Pero no fue así en
nuestro caso, pues nos dijo así la señora: "No se apuren ustedes por mí. Mi modo de pensar es muy
diferente. Mi penar fue por sus admirables "legionarias" y por lo que debieron de sufrir anoche. Por lo que a
mí toca, me siento muy honrada con tener cerca de mí tal obra. Por fuerza ha de atraer la bendición de Dios
sobre mi casa. A veces es inevitable sufrir ciertas molestias. Debemos esperarlas y mostrarnos cristianos
cuando se nos presentan. Así miro yo la cosa, y creo que todos mis huéspedes piensan lo mismo". Queda de
manifiesto su castiza respuesta y que llegaba la señora al más alto honor. Desde entonces ya van
desprendidos de la cadena del tiempo diecisiete años bien corridos; ¡y nunca ha bajado de nivel tal honor... ni
un punto siquiera! ¡A tal señor, tal honor! Mientras iban ocurriendo estas cosas, otra piedra blanca marcaba la
vida de la "Legión". Nacía el tercer Praesidium. Un acontecimiento como éste no debe pasarse en silencio; y
así lo anoto, aunque no estaba relacionado precisamente con las cosas que voy contando. Este nuevo
Praesidium se llamó "Inmaculada Concepción". Era dividirse el Praesidium madre; Nuestra Señora de la
Merced. Comenzó poco más o menos con la mitad del trabajo señalado a este Praesidium, y se dedicó a
desempeñarlo. La señora Kirwan se encargó de su presidencia, a la vez que de la del Nuestra Señora de la
Merced, y la ejerció por mucho tiempo, hasta que le sucedió la señorita Águeda Cox. Vino luego el cuarto
Praesidium. Fue desdoblarse de nuevo el de Nuestra Señora de la Merced. Con las incursiones que los
miembros de éste hacían por las fonduchas en tiempo y sazón de Ejercicios, quedó más que probada la
necesidad imperiosa de una visita regular e intensa a tales lugares, muchos de los cuales no eran más que
madrigueras. Se convino que el Nuestra Señora de la Merced se ocupara de esto. Se preguntó a dos

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"legionarias" que habían mostrado gran capacidad, si querrían tomar sobre sí esta empresa. Desde luego, la
respuesta fue afirmativa. Con la excusa de recordar la obligación de la Misa los domingos, hicieron su
excursión de prueba. Basados en el principio de mirar a la vez por la perfección del trabajo y la seguridad del
operario, se pidió la ayuda de los dos miembros de las Conferencias de San Vicente de Paúl que, poco antes,
habían inaugurado las visitas a las fonduchas, que para sólo hombres había en la ciudad, y se les rogó que
iniciaran a las "legionarias". Estos señores fueron Pedro Corbally y Tomás K. Greene (muerto en 1939, poco
después de la señorita Scratton), los dos muy buenos amigos. De ambos ha de decirse con verdad que su
vida tuvo por objeto procurar la gloria de Dios y el bien de las almas. Fue privilegio suyo ayudar en los
comienzos de una obra que habría de ser parte vital de la actividad "legionaria". Más tarde, los dos vinieron a
ser "legionarios" activos. Estos hermanos se ocupaban entonces de visitar algunas fondas que había en los
contornos de Myra House. Cerca de ellas había otras de la misma propietaria para mujeres, del tipo de las
que la "Legión" tenía a la mira. Y allí los hermanos guiaban a las "legionarias". Se entrevistaron con la
propietaria y la invitaron a que cooperara, prometiéndole las "legionarias" respetar todas las reglas y
disposiciones de la casa. Esta propietaria se portó muy bien con ellas y les dijo que serían bien recibidas en
las casas de su propiedad. E inmediatamente se hizo la primera visita. Cuando se proyectaba, parecía ser
obra muy aventurada para las "legionarias" que la comenzaban. Más la realidad probó no ser cosa tan
temible. Los tipos que encontraron eran en verdad difíciles de tratar; muchos, apropiados para "Santa María";
pero todos recibieron a las visitantes bastante bien. El tiempo empleado allí aquel domingo no era para
fastidiar a nadie, y a las claras se veía que allí Había campo ilimitado para el celo. En la junta del Praesidium
del miércoles siguiente, todos los miembros estaban ansiosos de escuchar la historia de lo sucedido. Aquel
interés aún fue más estimulado con los informes dados. Y brotaron dos cosas: primero, que la necesidad de la
obra era patente en vista de tanta miseria; segundo, que otras muchas "legionarias" ambicionaban ocuparse-
de lo mismo. Los ojos de la señora Kirwan revisaron su rebañito en busca de más. Señaló otras dos
"legionarias". A cada una de las dos que habían hecho la primera visita, le dio por compañera a una novicia.
La visita sería también en domingo. Esta raíz tan sencilla tuvo un crecimiento vigoroso. Crecía el número de
miembros, y en casi toda las juntas podía añadirse alguno más a la obra. Pronto se hizo evidente que ésta
exigía un Praesidium especial, que se ocupase de ella sola. Y así vino el separarse los miembros que
trabajaban en las fonduchas, formándose el Praesidium Nuestra Señora del Refugio. Fue su primera
presidenta la señorita Coleta Gilí. Su sucesora fue Edelvina Quinn.

Las siguientes frases tomadas del "Manual" manifiestan la relación íntima que esta obra tiene con el ideal de
la "Legión":

"Mientras la "Legión" no pueda decir con verdad en cada uno de sus centros que sus miembros conocen
personalmente, y que de un modo u otro están en contacto con todas y cada una de las personas de las
clases degradadas, ha de mirar su obra como si aún estuviera en pañales. El primer obstáculo serán temores
falsos. Pero sean falsos o fundados, alguien tiene que hacer esta obra".

Tales fundamentos originaron cuatro praesidia. Llegar a este número nos llevó un año. Hoy, en un solo día
nacen otros tantos. Y ahora volvamos a "Santa María"; pero será mejor hacer capítulo aparte.

CAPÍTULO DECIMO: LA CENICIENTA ENTRE LAS CASAS DE EJERCICIOS.

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La solución de casos iba de prisa. Disminuía en la Casa el número de chicas. Esto traía, como cosa natural, el
pensar en nuevos Ejercicios. Pero esta vez nos hallamos frente a una dificultad. Poco después de los
segundos Ejercicios se nos dio a entender que no podrían prestarnos ya la escuela de Baldoyle, en razón del
peligro que había de que las dos obras vinieran a embrollarse. Esto no nos desanimó, como podría haber
ocurrido. Porque, a decir verdad, ya nos teníamos tragado que así habría de ser cuando el caso lo requiriese.
Y pronto vino a ser necesario. Entonces renovamos la petición... pero sin éxito. Y fue un golpe. La cosa llegó
a un punto crítico hacia noviembre. En Casa no teníamos más que un puñado de chicas. Estábamos más que
a punto para dar otro paso adelante. Y no podíamos darlo, pues entonces aún estábamos agarrados al
principio de: "No admisiones sin Ejercicios previos". Nótese, sin embargo, que nosotros ya íbamos cediendo
algo por nuestra parte, por el hecho de que en dos ocasiones justificamos la excepción a nuestra regla
obrando de manera distinta. Seguían sin parar por todo este tiempo nuestras visitas a las fonduchas. La
Hospedería iba siendo conocida. Las chicas llamaban a sus puertas. Recordaréis nuestro método de tratar a
las futuras internas, enviándolas a alguna institución, donde esperaran hasta el tiempo de Ejercicios. Y ahora
teníamos ya muchas chicas que esperaban en calidad de "tales asiladas". La prolongada espera produjo
desasosiego entre ellas, y algunas perdieron la paciencia y lo dejaron todo. La señorita Whyte, que era la
matrona del Hospital Lock (que por algún tiempo había estado sujeto a nuestras visitas) estaba ansiosa de
encomendarnos algunas de ellas. Y dicho sea de paso, la señorita Whyte nos sirvió de gran ayuda. En ella se
unían la capacidad profesional con miras de apostolado. Nunca perdió de vista los intereses espirituales de
las que estaban a su cargo. Una de las asiladas merece "mención honorífica''. Era ella Ellie Cusack. Se la
encontró en circunstancias doblemente interesantes, teniendo en cuenta el hecho que las relaciona con un
segundo y muy importante campo de operaciones "legionarias". No lejos de la Hospedería (y para ser más
preciso, detrás de la iglesia de los Carmelitas) había una institución conocida por el Seis y Medio de la calle
de los Frailes Blancos. Era un anillo de un indigno y raro sistema, conocido por el pueblo con el nombre de
"Proselitismo". Poseyendo grandes recursos financieros, recaudados por contribución entre personas que con
toda calma miran el casi total descreimiento patente dentro de su secta y que arden en celo monomaniaco por
la conversión de los romanistas, sea como sea, el Seis y Medio llevaba adelante su obra desde 1878, tiempo
en que hubo un hombre no muy notable. Esta obra no servía más que para explotar las necesidades de los
más pobres y de los más ignorantes. Les daban los domingos un desayuno gratuito, pero entreverado éste
con un servicio religioso y un sermón, basado siempre en la idea de destruir la Fe católica.

Era la obra aquella, un crimen contra el Cielo y contra la sociedad. Era también la única esperanza, para
renovar aquellos elementos decaídos, volverlos al nervio religioso que el Seis y Medio se empeñaba en
destruir, fuera cuales fueran sus intenciones. Admitió la persona que atendía a los destinos de aquel lugar el
hecho de que ningún católico salía de allí ganancioso, y esto lo amplío con esta sencilla comparación: El
católico, que sentía el influjo de esta obra, quedaba agostado como por el aliento de una bruja. Quedaban
envenenadas su fe y su hombría de bien. Acabaron locos muchos de ellos. Todos los domingos, por la
mañana, y por espacio de tres horas, nuestros "legionarios" se estacionaban a la salida de aquel lugar,
haciendo llamamientos a los mejores instintos de los que entraban y encaminándolos a una institución
católica, donde también se daba comida gratuita. Cierta mañana se acercó allá una mujer, cuyo porte
sobresalía aun en medio de aquella fantástica corriente de humanidad abyecta. Borracha y hecha una
lástima, parecía como si enteramente vestida se hubiera revolcado en el barro. El barro se había solidificado y
resecado sobre ella. Sus pasos inseguros le acercaron a un "legionario". Llegó a un paso de distancia, y
cuando se le habló, luego volvió aquella carucha, que revelaba su vida sucia. Lo que parecía haber sido un
sombrero se le cayó de adelante atrás, y quedó como colgando de una sola trenza de pelo. Escuchó ella

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primero con ira; luego, más dócil. Sí, sabía ella que no debía entrar en un tan vil lugar. Se alejaría de allí. ¡Ah,
sí, hacía mucho tiempo que no.se acercaba a los sacramentos! Sí, mucho tiempo hacía que llevaba esa vida
tan arrastrada. No quería vivir así. ¡Pero es tan difícil salir!... Sí, había oído hablar de la Hospedería; tal vez
probaría algún día... Después de un rato logró mantenerla de pie y guiarla hacia la calle Francis, siendo la
pareja objeto de interés y regocijo para las multitudes endomingadas. Cuando hubieron llegado se entrevistó
con el Padre Creedon, que ya estaba revestido para decir Misa. Y, habiéndole ganado por completo la
voluntad, fue llevada en un taxi a uno de los Asilos de la Magdalena. La idea era que allí esperara hasta los
próximos Ejercicios de la Hospedería. Pero para mayor contento nuestro, quiso quedarse en el Convento de
por vida, ganándose este juicio de las monjas: "Es la mejor penitente que jamás hemos tenido". Algunos años
más tarde, una pasión arrebatadora la sacó fuera. Y arrastrándose así por una pendiente fatal, vino al fin a
caer en las redes de la Hospedería. Para desde- allí, después de algún tiempo, volver al Convento, donde aún
está (1940), y es un modelo de santidad y hermoso ejemplo para todos. Hallándome precisamente
escribiendo estas líneas, me llega una carta suya. Dice así:

"Unas líneas nada más, para desearle santas y felices Pascuas de Resurrección. Espero se encuentre usted
bien y que no se olvidará de rogar por mí. Yo nunca me olvido de usted. Que Dios le bendiga, es la oración de
su fiel servidora... Ellie Cusack". Fui yo quien la ayudó aquella mañana por la calle Francis arriba, y su
corazón agradecido conserva el recuerdo. No pasa ni una sola de las grandes fiestas sin que yo reciba una de
estas esquelas. Esta mención honorífica es ejemplo de casos innumerables en que se manifiesta una grata y
esencial colaboración de los Asilos de la Magdalena y nuestra "Santa María" en bien de las almas. ¡Y aún son
tan contadas las ciudades en que existe una "Santa Mana"! A principios de noviembre el Padre Creedon y yo
visitamos al Padre Flanagan, un sacerdote distinguido de Dublín, administrador entonces de la Pro-Catedral; y
en varias ocasiones discutimos con él nuestros planes para el futuro (que en parte concernían a su parroquia)
y también nuestras dificultades, de las cuales era la principal el cese de operaciones.

El Padre Flanagan no era más que un mero simpatizante nuestro. Hizo un especial esfuerzo por conseguirnos
de nuevo a Baldoyle, pero fue en vano. Había que descartar de nuestra baraja esta carta de triunfo. Siguió
una temporadilla de descorazonamiento, en que no sólo no hubo Ejercicios, pero ni tan siquiera apariencia de
poderlos tener. En este período acudimos suplicantes a muchos sitios; en todas partes encontrábamos
impedimentos para el nuevo tipo de Ejercicios nuestros, por ejemplo, temores por las obras ya existentes, otra
suerte de miedos, estaban las nuestros fuera de lugar, etc., etc. Y el caso es que teníamos que tragarnos lo
razonable de tales negativas. Y en esto nos encontrábamos sin casa de Ejercicios y, por consiguiente, sin
Ejercicios y... parados en seco. El declinar de cada esperanza era como el declinar del sol. "Con él se fue la
luz de nuestra vida", que diría el poeta. Pero... resulta que el sol vuelve a salir cada día. Una de estas
desilusiones fue muy penetrante. Vagando errantes, fuimos a parar al Convento de San Juan, en la calle
North Brunswick. Allí era Sor Agustina el espíritu animador. Logró meter en el alma de la Superiora el interés
por la idea; y todas las monjas sin excepción estaban del todo a nuestro favor. No podíamos dudar de que el
Convento de San Juan contribuiría mucho al éxito de nuestros Ejercicios. Los patios eran pequeños; pero esta
era la única desventaja. Recorrimos el Convento y ya fuimos dando destino a cada departamento. El gozo
inundaba nuestro campamento cuando dábamos cuenta del resultado feliz de nuestra búsqueda en la junta
del 6 de diciembre. Pero, ¡ay!, que las cosas se mostraban lisonjeras para darnos una mayor desilusión. Aún
no había llegado la hora del éxito, aún no se había dicho la palabra final. Y esta habría de decirla la autoridad
mayor de la Orden; y la decisión lamentable fue un NO. Y la razón dada: "Que la cosa no tenía razón de ser".

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Aquello fue un doloroso golpe. Apagó el último resplandor de toda esperanza, cuyo sol entró en un eclipse
permanente de fuera, inundando nuestra obra de una desastrosa y fría penumbra. Bueno, pero... ¿y por qué
no ahuyentar aquella oscuridad, encendiendo aunque no fuera más que la luz eléctrica... que es decir, tener
los Ejercicios- en la Hospedería misma? Mucho antes se había hecho esta proposición, pero había parecido
sencillamente absurda, y cuanto más se la consideraba, menos tentadora parecía la idea. Nuestro jardincito,
con todo tan a la vista, no podía ser utilizado; y esto significaría que los Ejercicios habían de ser
completamente cerrados. Y aun dentro de casa brillaban por su ausencia las facilidades más elementales
para el caso. Acostumbradas nuestras almas a las perfectas disposiciones de los Ejercicios tenidos antes,
ahora teníamos ante nosotros la-perspectiva de unos para los cuales un mismo salón habría de servir de
comedor, de sala de reunión y... de campo, ¿Por cuánto tiempo se conformarían con esto aquellos nervios
que estuvieron inquietos, aun en aquellos espaciosos y variados campos de Baldoyle? Esto no servía para
estar a solas con el pensamiento y para meditar. Una explosión violenta, en una crisis dentro de casa, podría
dar al traste con todo. Y al punto revivieron en nosotros los terrores de los primeros Ejercicios. Unánime fue,
sin embargo, la decisión. Resolvimos ir adelante y... no descorazonarnos por estas cositas. Y discurrimos así:
"No habíamos escatimado nuestros esfuerzos por la obra, no habíamos desconfiado vergonzosamente de
Dios y de nuestra Reina celestial... ¿por qué habríamos de dudar de que el cierre de todas las puertas
significase que era su Voluntad y nuevo proceder de Dios el que tuviéramos los Ejercicios en la Hospedería?
Y si ésta era su Voluntad, ¿por qué emperrarnos en la nuestra?". Y procedimos a aprovisionarnos de cuanto
necesitáramos.

Lo primero de todo fue llegarnos a Mons. Fitzpatrick, pidiéndole permiso para estos nuevos Ejercicios. Nos
recibió, y al despedirnos nos dirigió palabras de aliento como lo hizo siempre con nosotros. Hasta entonces no
habíamos tenido oratorio ni lugar especial para las oraciones en la Hospedería. Las oraciones diarias se
rezaban en el salón delante del Sagrado Corazón. Y ahora teníamos que procurar un lugar donde se dijera
Misa. Quedó convertido en un precioso oratorio el cuarto que está encima de nuestra oficina y que es más
amplio que la anchura del salón. Necesitábamos una imagen grande de la Inmaculada Concepción, y nos
fuimos al almacén de Bull en busca de una. Y allí, de cara al entrar, estaba el modelo más hermoso que en mi
vida vi. Y lo más curioso es que tenía la más curiosa historia. Ya había sido vendida y llevada a un convento
de provincia; pero fue devuelta por no estar conforme con el encargo. Y no hacía más que cuestión de unos
minutos que había sido colocada en la vitrina, cuando entramos nosotros. Con verla nos bastó; y en seguida
pasó a ser propiedad de "Santa María". Por extraña coincidencia la imagen que había sido rechazada vino
con nosotros a quienes de tantas puertas se había despedido. Poco después Myra House (fiel siempre a sus
tradiciones de asistencia al prójimo) nos compró una muy valiosa y exquisita imagen del Sagrado Corazón.
Acontece de ordinario que la imaginación va más allá de la realidad. No así en este caso nuestro. Nunca
pudimos imaginar la de cosas que lleva consigo la rutina de unos Ejercicios, hasta que nos metimos en ello.
¡Señor, y qué orgía de préstamos fueron sucediéndose uno tras otro! ¡Cuántos sitios se hicieron acreedores a
nuestra gratitud en aquellos días de ponernos al corriente! ¡Y qué variedad de plumaje prestado vino a
nuestra casa, para que ésta pudiera representar su papel de Casa de Ejercicios! Claro que no todo ello era
magnífico; pero, al menos, cada cosa cubría una necesidad urgente. Desde luego que para salir a escena allí
estaban las personas de nuestra confianza. El Padre Felipe, el invariable Padre Felipe, estaba de nuevo allí
para dirigir los Ejercicios. Era entonces presidenta de "Santa María" la señorita May Massey, que aún sigue
fiel a su labor "legionaria" (1940). Son obra de la señorita May Woodhead las actas de aquellas juntas que voy
escudriñando y que llegan al 21 de noviembre de 1922. Entonces le sucedió como secretaria la señorita
Estela Condell, que hoy tiene a su cargo la dirección de la Hospedería. Los registros estuvieron desde el
principio a cargo de la señorita María Stallard, una muy galante y espiritual, menudita operaría, destinada a
ocupar, no obstante su innata delicadeza, una serie de presidencias y a formar muchos Praesidia. Los

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peregrinos de la segunda peregrinación de la "Legión" a Lourdes la recordarán siempre como un estuche.
Poco después pasó a mejor vida a recibir su galardón. La apertura de los Ejercicios fue en la tarde del
domingo 4 de febrero de 1923. Fue precedida del acostumbrado huracán de alistamiento de ejercitantes.
Además de las que quedaban en la Hospedería logramos reunir otras catorce chicas, traídas de las casas de
huéspedes del distrito Sur de la ciudad, y de las que en varias instituciones esperaban, con más o menos
paciencia, la llegada al acontecimiento. Los Ejercicios durarían hasta el miércoles por la mañana. Cinco
"legionarias" vinieron a vivir en la Hospedería, para dejar libres a las chicas el cuidado de la casa, y para
ayudar en lo que se presentara durante aquel período crítico. Nuestro sentido de tensión estaba muy en
relación con el de los primeros Ejercicios. Otra vez nos hallábamos metidos en lo desconocido.

Ha llegado la primera nueva. No recuerdo quién era; si lo recordaba le dedicaría un párrafo, pues bien se lo
merece el primer ingreso en nuestra propia casa de Ejercicios. Aumenta nuestra satisfacción a cada nueva
chica que se presenta. Al menos, nuestra pobrecita Cenicienta en las Casas de Ejercicios se ha hecho querer
no menos que sus hermanas mayores. Ya están reunidas todas las chicas. Nuestra nueva capilla se ve llena
por primera vez; y con la conferencia de apertura comienza nuestro atrevido experimento.

CAPÍTULO ONCE: HACIA LO DESCONOCIDO.

Fue desarrollándose una completa distribución de tiempo sin ningún tropiezo y sin ningún momento de
desánimo. La impresión espiritual que con todas sus improvisaciones dieron aquellos Ejercicios no fue menor
que la de los anteriores. Casi en todas se manifestó en todo y por todo aquel mismo esfuerzo por buscar la
bondad, lo cual significaba en la mayoría de ellas una lucha" fiera con malas inclinaciones inveteradas. Las
Misas de cada día en el oratorio calaban tan a lo hondo de nuestro ser, como creo no lograrían
impresionarnos aun las ceremonias más imponentes fuera de este lugar. Todo allí personas y cosas había
sido penosamente reunido por nosotros, y ello hacía que fuera muy íntima la presencia de Jesús entre
nosotros, EL BUEN PASTOR. Tuve yo el honor de ayudar a las tres Misas. El resumen de aquellos Ejercicios
está contenido en la presente cita que tomo del acta de la junta siguiente: "Los Ejercicios han sido un gran
éxito. Nos han animado a seguir adelante; y se sugirió que deberíamos probar el tener unos Ejercicios cada
mes." ¡Una vez cada mes!... Aquello sería dar una marcha forzada al péndulo. De un estado de cosas en que
no podríamos tener Ejercicios, pasábamos a tenerlos... ¡a tanda por mes!...

Pero no hay que mirar esto como una exageración histérica de una idea buena. Porque ello significaba la
confianza más segura de recoger un puñado de chicas para cada nueva tanda; luego, dirigirlas y colocarlas,
para conservar después el contacto con todas las que hubieran pasado por nuestras manos. Y ahora,
queridos lectores, ¿me permitís filosofar un poco sobre todo esto? Hasta ahora me lo habéis permitido. Y así
espero que no os molestará sentaros por unos momentos y escucharme pacientemente. ¿Habéis llegado a
considerar como la cosa más natural, según habéis leído, que aquellas chicas pudieran ser reunidas así en
gran número, sacándolas de su mala vida? Recordáis también que todas bebían profusamente. Precisamente
a estos últimos Ejercicios vinieron dos completamente borrachas. Y al oír esto no pongáis en absoluto cara
avinagrada. Se necesita valor para obligar al propio yo a rechazar su personal modo de vivir y aceptar una
real abnegación. Así que mirad con ojos compasivos a aquellas que, aun irresolutas, han de sacar del fondo
de una botella tales ánimos. Los nervios de todas ellas están en cruel tensión. Sin embargo se lanzan de
corazón a unos Ejercicios de tres días, sujetándose a condiciones tan poco ventajosas como os he dicho. Tan
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extrañas ejercitantes pasan aquellos días entre el pequeño oratorio tan lleno que se ahogan en él, sus
dormitorios y una ancha sala que les sirve de comedor, de lugar de reunión y de campo. ¿No sería esto una
verdadera prueba aun para personas piadosas y resueltas? Y a pesar de eso, no se experimenta dificultad
mayor en llevarlas y los resultados espirituales son de primer orden. La mayoría de cuantos me vais leyendo
conocéis cuánta es la miseria de la naturaleza humana. Y conociéndola, apreciaréis que aquellas cosas, que
comenzaron en julio de 1922 y van siguiendo por febrero de 1923, no son naturales, sino sobrenaturales y
manifiestamente milagrosas. Milagro tan prolongado ha pasado a ser cosa rutinaria, normal, por un
catolicismo sencillamente creído y practicado. "Santa María" fue un sistema que trataba de volver la gracia a
aquellas almas, y que, en primero y segundo lugar y siempre, contaba únicamente con la ayuda de la gracia.
Los resultados fueron un triunfo del sistema del catolicismo. No fueron producto de una organización
demasiado refinada, ni de ningún proceso de elevación psicológica. Y aun a riesgo de parecer pesado en
notar la cosa, vuelvo a repetir que, al aspecto religioso de la obra, hay que darle todo el crédito por ser la base
de sus éxitos. En estos nuestros ultra científicos días, cuando todo tiene que ser explicado, pudiera haber
entre nosotros alguna tendencia a blasonar de nuestro proceso de reforma. Pero a mí no me cabe en la
cabeza que el éxito de "Santa María" venga por ahí. Nadie podrá negar que una institución, que trabaje a
base de tales procesos psicológicos, pueda obtener algún resultado. Pero me atrevo a negar, y esto de la
manera más absoluta, que tal institución pueda recoger tal número de chicas que llevan una vida tan
aterradora, alcoholizada y casi sin voluntad para salir de su miseria, y hacer con ellas cuanto se logró en
estos siete meses, y lo que es más, que estos resultados sean firmes, y lo que aún es mucho más, que
perseveren y vayan mejorando en los largos años que siguieron. No sé cómo un método puramente
psicológico puede reformar, a no ser en casos raros. Porque el alma humana buscará siempre lo que le
parece que es mejor. Si allí no está la religión para indicarle el verdadero camino, entonces cosas tales como
la holganza, la excitación, el placer, el dinero y las comodidades que consigo lleva el dinero, vendrán a serle
necesariamente la atracción suprema. Se buscarán, aun a pesar de ciertas dificultades, y de hecho no les
impedirá hacerlo ni el peligro del castigo, ni la enfermedad, ni tan siquiera la muerte.

Es, pues, consecuencia lógica que la reforma no se puede esperar sino de la religión, como medio universal,
es decir, en la mayoría de los casos, pues no cuento los excepcionales. De hecho, esto es lo que a nosotros
nos ocurría. No teníamos ni experiencia ni títulos para tal obra. No pensábamos nosotros con ideas propias
de psicología o psiquiatría. Lo metíamos todo dentro de la atracción religiosa y de la dinámica de la gracia.
Las casas de huéspedes, mejor, fonduchas, que visitábamos, no eran escogidas, sino como nos salían al
paso; y las ocupantes de las mismas venían con nosotros. Obsérvese bien que el material para nuestra obra
era corriente y de ningún modo selecto. No puede decirse que las pocas que nos fallaron fueran más duras de
pelar que las logradas, no. Y esto era importante. Era señal de un éxito real y verdadero. Parecía demostrar
que podía reducirse a la práctica, como la solución sistemática de un mal que ordinariamente se cree sin
solución posible. Y ya que he sacado la moraleja, que me parecía necesaria, digamos adiós al camino florido
de la teoría, y volvamos al espinoso de la acción. En la Hospedería la obra sigue bien y constante. Ya he
contado la primera abjuración, el primer matrimonio y nuestra Primera Comunión general. En este capítulo va
incluido otro suceso de este género. Fue el primer bautismo de párvulos. El pequeño en cuestión era el recién
nacido de una de las chicas de la primera abjuración. La unión de este miembro adicional del Cuerpo místico
tuvo lugar en San Nicolás de Myra, calle Francis. El chiquillo recibió casi una letanía de nombres; casi tantos
como si fuera un mozuelo de sangre real. La mención del suceso anterior, por relación con una de nuestras
dos conversas, nos recuerda otra cosita de la segunda. El registro consigna curiosamente que Eva tuvo que
extraerse algunos dientes, y que mientras se hallaba anestesiada ¡decía oraciones preciosísimas! En aquellas
páginas amarillentas hay una nota de lo más interesante, aunque cuando se hizo ni lo sospechamos siquiera.
Una sola frase dice que Lizzie Manley y Catalina Deegan salieron de la Hospedería y se fueron a vivir a

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Bentley Place. Tal como se dice la cosa, no exige más que un suspiro. Señala que perdimos dos a quienes
habíamos rescatado y dedicado un paciente trabajo. Bien, pero ¿no podremos aquí con el poeta mezclar una
sonrisa con un suspiro? Porque ir con el pensamiento a Bentley Place es un detalle por demás importante, la
señal que nos dirige a una mayor obra; algo así como el puerto de salida para un viaje como el de Colón por
un intrincado y desconocido océano de aventuras espirituales. Al menos, Colón veía el elemento que mediaba
entre el punto de partida y el fin de la jornada de sus ensueños, aquella, lejanía a donde puso proa aquella su
fuerte y pequeña "Santa María". Pero aquella nota tan sencilla sobre las dos chicas estaba destinada a poner
el timón de nuestra barca pesquera de almas en dirección de lo absolutamente desconocido, de la alta mar de
grandes terrores y peligros, de las espesas nieblas y cerrazones de las mentiras y malas inteligencias, en
dirección de las demoníacas tormentas. Pero, ¿qué era Bentley Place para figurar así como una región de
misterio y de imaginación? Y ¿qué ocurrió cuando según nuestro método ordinario de actuar, inmediatamente
seguimos la pista de Lizzie Manley y de Catalina Deegan hacia Bentley Place? ¡Pero aquí estribaba nuestra
pena! De momento no fuimos tras ellas. Quedamos desconcertados y perplejos. No podíamos seguirlas. Se
nos decía que... sencillamente no podíamos ni intentarlo. La fuga de las dos chicas a Bentley Place valía tanto
como si hubieran cruzado los mares. Aún más era aquello; pues si se hubieran ido a otro país, no podíamos
dudar de que, al fin, hallaríamos allí quien por nosotros cuidara de ellas. Pero el hecho de hallarse en Bentley
Place aunque era corta la distancia que nos separaba, significaba que se habían alejado de nosotros y de
toda probabilidad de influencia. Visitar Bentley Place por personas como nosotros no habría que pensarlo ni
en sueños. Es claro que no era ésta la primera vez que oíamos hablar de aquel sitio. Todo el mundo había
oído algo de aquel lugar, y aun había muchos que decían saberlo y conocerlo bien. Cuando la realidad era
que, fuera de la vaga idea de su emplazamiento, nada o casi nada se conocía del mismo. Fuera de aquella
vaga generalidad, todo lo demás era una espesa y revuelta cortina de humo de fábulas e historietas, chismes,
anécdotas malsonantes y alusiones a cosas las más terroríficas que imaginarse pueden. Cuando nuestra
atención trató de concentrarse en aquel lugar y cuando comenzamos a merodear por los alrededores a la
caza de los hechos, poco recogimos que valiera la pena. Los poquísimos, en comparación, que frecuentaban
el lugar y que podían ponernos al corriente con claridad se callaban, como es natural. También la gente que
vivía cerca del lugar y otros que estaban deseosos de ayudarnos, no nos facilitaban más información que
vaguedades supinas, algo así como las que arrancamos a nuestras chicas. Estas, aunque sumamente
dispuestas a orientarnos en lo posible, nos sirvieron de poca ayuda por lo que se refiere a estadísticas y
pormenores concretos, que es lo que buscábamos. El misterio de Bentley Place resistía a toda clase de
pruebas. Lo que sigue es una muestra de lo que, en nuestra búsqueda de detalles, encontramos,
preguntando a chicas que habían vivido allí: Molly, ¿cuántas muchachas hay en aquel lugar? Pues mire
usted, no sé decirle. ¿Serán cincuenta? Oh, creo que siempre hubo muchas más. ¿Vendrán a ser como cien?
No sé. Creo que son muchas más. ¿Serán quinientas? No tengo idea. Nunca traté de contarlas. ¿Oíste
alguna vez que alguien dijera un número? No. ¡Y eso era todo! Salvo que existía aquel sitio y que estaba
dedicado al vicio, muy poco más era lo que lográbamos conocer. El barrio era compacto, claramente
diferenciado y separado del excesivamente poblado territorio que le rodeaba; y que era de gente pobre. Se
parecía mucho a lo que leemos en los cuentos de hadas... Corría por allí una línea divisoria o lindero; al otro
lado existía aquel coto, todo él saturado de aquella fantástica y maligna cualidad de misterio. Así lo entendía
todo el mundo. Merece la pena aducir aquí el resumen que hacía un admirable y buen obrero (mencionado ya
antes en esta historia). Era éste Tom Fallón, quien durante muchos y largos años había trabajado por los
alrededores sin entrar jamás en aquel lugar. "El diablo decía él ha envuelto todo el terreno con una espesa
niebla que desfigura todo lo que no puede ocultar". Era imposible separar lo real de lo imaginario. La
corrupción que campeaba dentro del perímetro era, al parecer, tan extensa, tan irrespirable, las historias que
corrían por allí eran tan aterradoras, que aún los más santos y valientes estaban convencidos de que nada
que no fuera daño se sacaría con intentar poner remedio a tanto mal.

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¡Desagradable historia... mejor sería no contarla!, dirá alguno. Pero, ¿por qué no? ¿Acaso no puede hacerse
verdadera historia? Y Bentley Place, visto de cualquier forma, es historia. Y además esta historia tomada en
su conjunto no es una historia ruin. ¿Fue acaso ruin la Redención porque le precedió la vileza del pecado?
Cuando consideramos todos los hechos en su justa medida, y ahondamos hasta el sorprendente fin, nos
encontramos con el extrañamente feliz remate de que todos y cada uno, así como suena, salen airosos del
largo y penoso drama. Por eso diremos con el rabí Ezra: "¡Mirad todos..., no temáis!". A mí me parece que los
anales de la Iglesia tendrán páginas brillantes como estos últimos episodios de Bentley Place. Nos revelan
ese asalto irresistible de la Gracia a las más escondidas y, al parecer, invulnerables trincheras del propio
demonio. Manifiestan un cristianismo milagroso... tan poderoso como lo fue en cualquier época, para derretir
en masa corazones de piedra... para hacer conversiones de multitudes... para ganarse no solamente a ,una
endurecida Magdalena, sino también gran número de ellas, y ver que ya no pecan más; y no serán ya las
"chicas" solas, sino sus "cabecillas" y rufianes. Estos acontecimientos muestran a la Fe en todo su espléndido
poder, al ritmo de nuestros días, de nuestras calles, de nuestra "Legión". ¡Vaya si es una historia la que
habremos de contar! Aunque Bentley Place sólo era el nombre de una calle, siempre se lo dimos a toda la
zona infectada. Pues el nombre significaba algo más que una zona. Representaba un sistema y una
anomalía. El sistema no era otro sino el tremendo del vicio organizado y tolerado. Era la anomalía, el tener en
una ciudad, muy buena en general, zona densa y entregada al vicio. No había ningún otro distrito como éste
en la ciudad, ni en ninguna otra ciudad de Irlanda o de Inglaterra o de Escocia. Desde luego, todo aquel
negocio era ilegal. Representaba una violación consentida de la ley común, que prohibía con penas severas
no sólo una zona como aquélla, sino más aún, una sola casa dedicada al tráfico, que constituía la base que
sostenía a aquel territorio.

El negocio era la trata de blancas. Bueno, ¿pero de qué otra cosa va usted tratando en toda su narración?, se
me preguntará. No, lo que llevo tratado es la triste convivencia que las chicas tienen en las casas de
huéspedes. Muchas de estas fondillas no eran lugares amenos; sólo eran fondas. En ellas no se consentía
que el pecado se cometiera bajo el mismo techo. Para eso la chica se iba afuera. Pero en Bentley Place las
casas desempeñaban su papel; y no sólo para las chicas que allí vivían, sino para cualquier chica que allí
fuera con su compañero y tratara de- acomodarse. Un artículo, en la Enciclopedia Británica, edición décima,
vol. XXXII, habla como sigue de esta zona: "Dublín ofrece una excepción a la costumbre corriente del Reino
Unido. En aquella ciudad la Policía permite casas públicas, libres, aunque confinadas a una calle; pero
toleradas aún con más descaro que en Argel o en el Sur de Europa". Tal era la triste reputación que había
alcanzado nuestra ciudad, tan buena como es. Y a decir verdad, por lo que conocemos, no había en el mundo
un punto que se asemejara a Bentley Place, un lugar que fuera más traído y llevado de boca en boca, una
incitación más deslumbrante para cualquier hombre, donde el vicio fascinaba de manera insólita, libre de toda
publicidad, y fácil siempre que se obrara conforme a las normas locales, y donde, por añadidura a la tentación
fundamental, y como suplemento de la misma, se servían a todas horas bebidas, sin restringido permiso. Esto
último complicada la cosa aún más, porque atraía a Bentley Place a muchísimos que de otro modo no
hubieran ido. Después de las horas acostumbradas para el cierre de casas públicas y tabernas y teatros, los
hombres se dejaban caer por allí, con el único fin de seguir bebiendo. Seguían luego otros malos pasos y ya
los teníamos en la categoría de asiduos clientes. Allí era bien recibido quienquiera que estuviera dispuesto a
gastar dinero y se conformara con las normas establecidas. Así también habría de resultarle caro. Tocio iría
suavemente mientras uno se conformara con la rutina del lugar, pagando cada cosa y portándose en general
conforme al punto de vista local. Tal hombre no sólo saldría de allí sano y salvo, sino que llegaría a ser una
figura popular. Sin embargo, debería estar dispuesto a pasar por ciertas cosas. Se le habría de importunar
para que bebiera, y pagaría las bebidas a un precio de 500 por cien sobre el precio ordinario en tabernas y
otros lugares. Las instrucciones que tenían las chicas eran emborrachar primero a un hombre en lo posible,

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para despojarle luego hasta del último céntimo. Este robo organizado y metódico era parte integrante del
sistema; y por confesión de los jefes de la zona, era la fuente más lucrativa del negocio local. El visitante que
fuera tan imprudente como para llevar consigo una- grande suma (hubo muchísimos imprudentes; corrían
rumores de haberse dado golpes de mando maestro de 100, 500 y hasta de 1.000 libras esterlinas) debía
darla por perdida y sin resollar. Mientras se contentara con patalear de rabia, se lo tolerarían después de todo,
¿no era un parroquiano ofendido? Qué cosa más natural que pataleara. Pero si lo tomaba tan a pecho como
para armar camorra, ya sé podía preparar, pues el peligro le esperaba a la puerta... Se veía rodeado de unos
cuantos matones; y podría ocurrirle cualquier cosa desagradable. El sistema de casas fichadas por la Policía
que se usa en el Continente nada tenía que ver con Bentley Place. Aquí se manejaban como querían; sin
otras normas ni reglas que las que ellos mismos se imponían y siempre en beneficio de su propio interés.
Cualquiera Podía mantener una casa; eso, si podía lograrla... y levantarse era el único obstáculo. Cualquiera
podía vender bebidas a todas las horas del día y de la noche. Allí todo el mundo podía prestar a interés fijo
que oscilara entre el 1.300 al 2.000 por cien al año. Tenían el lugar sus propios cabecillas, ley propia y propio
sistema financiero. No era éste un código escrito; pero la cosa marchaba a pedir de boca. Su fuerza motriz
era la pura violencia, que obraba con toda rapidez. Allí no se discutía. Se mandaba y al punto venía el golpe
(que en español decimos "garrotazo y tente tieso").

Los agentes de aquella fuerza eran los matones, para usar su expresión. Los matones protegían a las chicas
y a las casas; por lo general guardaban el orden, y, también en general, hacían guardar el reglamento tanto a
visitantes como a vecinos del lugar. Un visitante pendenciero, un frenético en su borrachera, uno demasiado
furioso porque le habían robado, o una chica a quien se la hubiera encontrado tratando de guardarse más del
dividendo del botín, todos éstos tendrían que vérselas con el matón o, si fuera preciso, con un grupo de
matones. Y el arreglo de la cuestión era una cosa terrible, que difícilmente la olvidarían de por vida. Hay
insistentes rumores de que el lugar tiene su secuela de asesinatos ocultos, y según es el ambiente del lugar,
no hay dificultad en creerlo, ya que no es fácil pararse a tiempo cuando se trata de crueles castigos. Todo el
que haya estado ahí puede describir la escena; ya son los gritos que parten de una lucha desaforada; ya un
bulto que yace en el suelo y no se levanta; cuchicheos medrosos y poco después el cuerpo que es llevado a
enterrar en un hoyo abierto en el corral; luego, un silencio sepulcral de mutuo acuerdo. Era cosa corriente ver
llegar a coches llenos de marineros, directamente desde sus barcos, que procedían de todos los climas. Las
causas profundas de esta situación hay que buscarlas muy hondo en el pasado. Con toda probabilidad existía
ya esta zona hace más de un siglo. En el curso de su historia variaron algún tanto sus límites y los nombres
de sus calles cambiaron varias veces. En nuestros días, las calles, que en un principio eran el núcleo de la
zona, se habían convertido de lodazales en barrios bajos. Algún tiempo anterior a "Santa María" la corrompida
zona abarcaba Bentley Place y dos calles más. Dispuestas las tres como formando una gran F invertida,
ocupando Bentley Place como el trazo medio de la letra. Era asunto de la Policía, tomado a ciencia y
conciencia, la tolerancia de aquel tráfico. Nadie puede hoy explicarse cómo pudo tan siquiera germinar. Acaso
naciera del sistema de acuartelamiento militar. Pero en nuestros tiempos modernos difícilmente lograría ser
invulnerable; como subterfugio sutil a un dilema y que el solo pensamiento de arrancarlo de raíz infundía
pavor y hacía imposible su admisión. Aquellos que estaban constituidos en dignidad lo deploraban y lo
miraban con horror. Pero temían, en gran manera, las consecuencias de tomar una decisión drástica. Cerrar
aquella zona ¿no significaría provocar el contagio? Aquella frase: provocar el contagio, estaba destinada a ser
el toco, el horrendo y monstruoso presagio de un desastre, aún más lúgubre que el chillido de la lechuza. ¡No
había línea Maginot o Sigfrid, con todas sus profundas fortificaciones e ingeniosas defensas en favor de las
naciones que protegían como esta frase que amparaba a Bentley Place! Nada podía hacerse, nada debía
hacerse, PORQUE si se tocaba el mal SE PROPAGARÍA. ¡Mejor sería mantenerlo donde siempre había
estado y donde era conocido en toda su intensidad! A la vista de todos se ofrecía la horrible visión de una

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avenida de corrupción que lo inundaría todo desde aquella zona, donde por tanto tiempo había sido
represada, científicamente, cuidadosamente, que invadiera las zonas respetables de la ciudad, sumiéndolas
en su inmundicia. Aquella visión siempre había sido eficaz para detener al agente de Policía que pudiera
sentirse inquieto respecto a la teoría de la tolerancia por todos aceptada. •Según la historia, una tentativa de
remediar la situación fracasó. Un hombre excelente, don Juan Ross de Bladensburg, fue Jefe de Policía, el
primer católico que ocupó aquel puesto. Disgustado por aquella situación, y después de pesar los pros y
contras, la emprendió contra aquella zona. Escogió una de sus calles y cerró los prostíbulos que allí había.
Cuenta la tradición que fue un fracaso el paso dado por dicho señor... un fracaso no pequeño como se
complacen en afirmar muchos que, de entonces acá, cuentan esta historia, narrándola a todos con las
mismas palabras, como si fuera una fórmula, y acabando siempre con el estribillo de que, el mal se había
propagado. Cuando nos tocó entrar en escena, haciendo preguntas a todo el mundo, hallamos que aquella
tradición suya con su secuela de desesperación, era aceptada por todos, como verdadera. Tal vez se
propagase algo, no lo negamos, pues no se hizo ningún esfuerzo por ganar a las chicas y traerlas a buen
camino. Pero, si hubiéramos de creer a cuantos hablaban, en cada calle respetable de la ciudad, surgió, como
por encanto, una casa de prostitución; y por regla general, se nos pondría carne de gallina al oír los
convincentes detalles de consecuencias pésimas. Por lo que yo de propia experiencia conozco, he de tener
todo eso por cuentos de miedo. Primero, porque en tiempos posteriores he comprobado de modo positivo,
que cuentos tales cuidadosamente revestidos de detalles y circunstancias y casi afirmados con juramento y
que se me querían hacer pasar sin adulteración alguna, eran lisa y llanamente puras fantasías. En segundo
lugar, porque lo que normalmente seguiría a una parcial limpieza, hubiera sido que las chicas se hubieran
refugiado en casas aún inmunes; no que se hubieran tomado el trabajo de establecer nuevos prostíbulos en
otros lugares donde no tenían esa seguridad y, donde la acción vigilante de la policía, hubiera dado al traste
con todo aquello muy pronto y fatalmente. Sin embargo, Juan Ross, tuvo bastante con lo suyo. Quedó
atemorizado con los clamores que levantó su medida. No siguió adelante en su empeño y las cosas volvieron
seguramente a su primitivo estado. Esto hizo que la tradición considerara la cosa como impenetrable a
cualquier tentativa.

CAPÍTULO DOCE: LA EXCURSIÓN HACIA EL MISTERIO.

Ya hemos visto cómo Juan Ross comenzó valerosamente y fracasó. Mejor será decir que se paró en sus
comienzos. Así procedió toda acción en el caso, a compás del péndulo, de un extremo a otro, de la represión
radical sin las contemplaciones de la persuasión moral, al abandono más completo y a la vuelta a la vieja
teoría de que aquello no tenía remedio... ¿No era acaso prueba suficiente el hecho de haber permanecido así
durante más de cien años? Los hombres eran eso precisamente, hombres, y había que prevenirlos. Es una
locura exponerse a que el contagio se propague. Y no había más que ver en qué había parado la experiencia
de Juan Ross. Esta última frase era el muro infranqueable en que se amparaba la filosofía de la
desesperación... La única perspectiva era que aquella zona permanecería invulnerable a toda táctica de
asalto. De ahí que el sistema siguiera su curso invariable, constituyendo para los hombres una tentación
permanente y de muchas posibilidades, tal y como lo vamos describiendo. Tenía el lugar su propio modo de
vivir y cierta especie de encanto. Acababa uno conociendo y simpatizando con aquella gente; y esto
significaba mayor fuerza de atracción. Lo que allí convenía saber era la manera de acercarse y apartarse; y
nunca faltaban una docena de entradas.

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Una vez dentro, a condición, desde luego, de guardar las antedichas reglas de conducta, se encontraba uno
convenientemente seguro y era difícil ser descubierto. Después de todo, cuando un visitante se juntaba con
otro, se juntaba el hambre con las ganas de comer; ninguno tenía nada que decir del otro. Ahora bien, este
era el escenario general tal y como se nos presentaba a principios de 1923. Otros detalles del sistema irán
apareciendo a medida que se desarrolle nuestra aventura, que vale tanto como decir a medida de como
fuimos conociéndolo nosotros. ¿Y qué frutos podría uno esperar de una situación como aquella histórica,
firmemente arraigada, aceptada por todos, preñada de peligros? Nuestra capacidad de reflexión nada nos
sugería y nuestros corazones se encogían al solo pensamiento de intentarlo. Pero, en este asunto, no éramos
completamente libres para hacer o no hacer. Circunstancias muy diversas nos hacían pensar, conmovían
nuestros corazones y aun movían nuestros pasos. El habernos interesado por Bentley Place, el conocer que
las cosas iban mal, fue consecuencia de nuestras conversaciones sobre aquello y de preguntarnos qué
podríamos hacer. Vino luego el momento de llenarnos de esperanzas, cuando tratamos de medir nuestros
miedos, y de poner en la balanza las dificultades que suponíamos insuperables, con los créditos que ya
teníamos a nuestro favor. El primero de estos créditos era el hecho de que ya habíamos penetrado en todas
las guaridas de esas chicas del arroyo, a excepción de Bentley Place... Y resultaba irritante vernos ahora
parados, aunque sólo fuera porque lo creíamos imposible. Habíamos vencido de manera sorprendente. De
buenas a primeras, nosotros mismos habíamos comenzado con la íntima persuasión de que una chica del
arroyo, casi por necesidad, tenía que ser un caso desesperado; y para dicha nuestra, hubimos de desechar
esta ilusión. Habíamos comprobado que incluso casas enteras de tales muchachas podían ser conquistadas.
Nuestras experiencias parecían indicar que, muy lejos de ser aquella pobre clase de gente la más difícil e
incurable, la realidad era muy distinta. Entonces, ¿por qué?... ¿por qué habríamos de dejarnos hipnotizar por
el estribillo de que Bentley Place era un hueso duro de roer, aun cuando el estribillo anduviera de boca en
boca? Las chicas de Bentley Place eran, ni más ni menos, como aquellas que habían sido nuestra preciada
caza. No cabía duda de que de la misma manera ejerceríamos nuestra influencia con tal que se nos
permitiera acercarnos a ellas, y aplicarles el método ordinario de nuestro apostolado. Pero, ¿nos lo
permitirían? No había boca que no dijera: NO. La opinión común era que tal aproximación nos sería negada; y
que, si persistíamos en nuestra terquedad, nos arrojarían con una violencia proporcionada a nuestra
obstinación. Y no faltaban detalles como para dejarnos sin sangre... en las venas. Nos darían patadas, nos
golpearían bárbaramente, las dos opuestas técnicas de asalto se agrandaban como cristales de aumento: la
del saco y la de la porra nudosa; y se insistía en hacernos notar que no era plato de gusto el que una botella
rota viniera a estrellársenos en la cara por su parte mellada. Y lo que, sobre todo, habíamos de marcar a
fuego en nosotros por terminar ello en una horrible interrogante era una vivísima película imaginaria: dos
"legionarias" que son llamadas a un zaguán; detrás de ellas, una puerta que se cierra furtiva pero
seguramente; luego, ¡nunca más vuelve a oírse cosa alguna acerca de aquella pareja temeraria! ¿Cómo?,
bien les está por haber sido tan locas.

Sí; todo esto será para reírse hoy; pero entonces sonaba a algo muy cierto y espantoso. Si nosotros
hubiéramos sido sólo un grupo de individuos sin organización alguna, no me cabe duda de que toda aquella
insinuante letanía de argumentos, que iba de la A, a la Z, que pasaba del orden público al riesgo personal, y
desde la inutilidad de meternos en camisa de once varas hasta el colmo de la locura... hubiera echado por
tierra nuestro afán de ayudar a aquellas chicas y nos hubiera paralizado en aquella enorme confusión de no
acertar con el camino verdadero. Más nosotros no éramos sólo individuos y aislados. Éramos la ¡Legión de
María! , y aquello ya era cosa muy distinta y que proporciona a la psicología un estudio muy interesante. De
paso nos enseña también cómo la clase humilde del pueblo es capaz de hacer cualquier cosa, si sus
decisiones se suceden una tras otra, como los eslabones de una cadena, y si los brotes de un espiritual
idealismo algún tanto espasmódicos, encuentran el suplemento y firmeza de la disciplina. ¿Cómo obró todo

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esto en relación con el enigma de Bentley Place? En primer lugar, el problema fue extendiéndose
metódicamente y todas las • deliberaciones eran precedidas y seguidas de la oración. Todo aquello se hacía
alrededor de nuestro altarcito de María Inmaculada, que suscitó en nuestras almas santos y elevados
pensamientos, como nos decía Pío XI de grata memoria. Considerábamos a María como a nuestra Capitana,
y a nosotros, como a su Ejército; el sistema exigía ejemplos de valor y sacrificio no menos viriles que los que
requieren los ejércitos del mundo, los cuales pueden decir confiados a sus hombres: "Es tu deber y quizá tu
muerte" ¿Significaba esto la "Legión"? ¿De verdad? De ser así, no estará de más considerar estas preguntas
comparándolas con lo que el mando de un ejército haría a la vista de una posición que juzgase importante
tomar. Con toda calma pondera el valor de lo que ha de capturar y el número de vidas que ha de costarle. Si
las ventajas superan a las pérdidas, entonces se da la orden de asalto y la acción comienza inmediatamente.
¿A qué viene esta analogía aplicada a Bentley Place?

Como hemos visto, el análisis final de nuestro • caso, se reducía a lo siguiente. Estábamos convencidos de
que, si lográbamos entrar en la zona, conquistaríamos a las chicas. En contra de esto, cuantos creían que lo
conocían mejor, nos advertían que no nos dejarían entrar y que sólo el intentarlo significaba un desastre.
Habiendo ponderado a estilo militar estas dos alternativas, había que ponerlas en práctica. Porque, si el
pecado es el mayor mal, y si las almas son eternas, hay que exponerse por ellas; y parecía que éramos
nosotros los que debíamos hacerlo; parecía que habíamos sido designados providencialmente para resolver
el problema. Pero, si ahora nos acoquinábamos frente a Bentley Pace, sería un sueño y una ilusión y
desdeciría de nosotros describirnos como un ejército, aquel nuestro usar términos guerreros, puesto que
dudábamos en ponernos en acción, sólo porque había peligro. Esta idea de ejército fue dinámica. Nos hizo
caer en la cuenta de aquella verdad sumamente importante, y que de otro modo no hubiéramos apreciado
debidamente: que la religión, si no va respaldada en la realidad, es como una marmita o puchero
agujereado... que, por mucho que hierva y se agite, jamás desarrollará fuerza alguna. Si alguna vez habéis
asistido a una junta de la "Legión", observado sus métodos, respirado siquiera un poquito de su atmósfera y
espíritu, habréis adivinado cuál fue el resultado de nuestras deliberaciones. La decisión fue: que teníamos que
Visitar Bentley Place. Pero, ¿cuántas veces ocurre que las resoluciones más firmes, nada significan? Lo que
por la noche se resolvió, se descarta como una locura a la fresca luz de la mañana siguiente. Y así... cuando
inmediatamente después se nos echó encima la inevitable persona bien informada, que aportaba nuevos
hechos y unos cuantos informes de muy buena fuente, a cuenta de nuestra locura... ¿no nos volvimos al
camino trillado, al plan prudentísimo de no hacer nada sencillamente? No. Porque teníamos nuestro sistema
firme, con su tiempo para decidir, y con su tiempo para actuar; y ya el segundo tiempo era para nosotros mera
historia. La decisión de entrar en Bentley Place ya había superado el período de preparación. ¿Quiénes
habrían de ser los visitadores? Una revisión general acabó señalando a dos. Y dicho sea de paso, nada hubo
allí que oliera a alistamiento previo. Los dos escogidos tenían ansias locas de que se les permitiera salir. Uno
de ellos fue Josefina Plunkett. La señorita Plunkett murió antes de que llegaran los días de mayor expansión
de la "Legión"; v pocos de los actuales "legionarios" llegaron a conocerla.

Es una lástima; porque conocerla era educarse en "Legión". Poseía una fe al rojo vivo. Su mansedumbre y
amabilidad eran absolutas. No había cosa que pudiera asustarla; y para mejor decir, no había miedo que la
hiciera echar pie atrás. Era persona que iba derecha al objetivo. Si un alma estaba en peligro, allí acudía ella
sin más consideraciones. Sólo eso le importaba. Casi debiera decir que se cegaba y no veía más. A Dios
gracias, hoy tenemos muchísimos como ella. Se fijó después un día para la salida. Habría de ser el jueves, 22
de marzo, y a la hora del mediodía. Las dos víctimas tomaron la cosa muy en serio. Recitaron más oraciones
de las acostumbradas, y se prepararon con más cuidadosa limpieza espiritual. Supongo que con esto se

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quiere decir que se prepararon por lo que podía tronar. Obrar de otro modo no hubiera sido razonable, habida
cuenta de las horrendas cosas que se habían profetizado. No es que por ello estuvieran abrumados de pesar,
ni que sus camaradas les hubieran hecho objeto de lástima y conmiseración, no; porque todos hubieran
querido para sí el mismo empleo. Pero intranquilizaba pensar que nuestros camaradas tuvieran que meterse
en esa zona sin garantía alguna y siendo absolutamente desconocidos allí. Las dos chicas, cuya escapada a
aquel lugar, atrajo allí nuestra atención al mismo, ya habían salido de allí en busca de nuevos pastos.
Entonces, sólo conocíamos el nombre de una sola que residía en aquel lugar; esto solo podía servirnos de
algo positivo. Si de buenas a primeras, al entrar nosotros en aquel lugar, algún bruto nos saliese al paso y nos
preguntase violentamente de dientes afuera, como es costumbre en esta clase de gente, qué se nos había
perdido por allí, siempre sería poco menos que nada poder siquiera mencionar un nombre. Pero daría
apariencias de verdad. El nombre de la chica era María Weber. Poco antes nos habían hablado de ella.
Guardamos su nombre y dirección en nuestra memoria, incrustándolo en ella, como el estribillo de una copla:

"María Weber, la del nueve,


María Weber, la del nueve".

Pero es el caso, que ni conocíamos a la Weber, ni ésta nos conocía. Ni podría, ni querría garantizarnos; ni en
el lugar podría hacerlo nadie más, de no ser ella. Ello significaba precisamente que en los momentos iniciales
y decisivos, nos hallaríamos expuestos a una hostilidad declarada. ¿Quiénes éramos? ¿Qué buscábamos
allí? ¿No éramos clientes? ¿Éramos espías policíacos o qué? Tendríamos que pensar en la multitud de
explicaciones que habríamos de dar, para probar nuestra personalidad; y en un ambiente de terribles
sospechas, no nos darían tiempo para explicar todas y cada una de las cosas. Y a la más ligera suposición de
quiénes éramos, podría hacer que cerrasen el puño... y en aquel corto espacio de tiempo, ¿lograríamos que
se nos tolerara, aunque fuera a regañadientes? Debo mencionar que la señorita Plunkett tenía una admirable
y encantadora presencia. Por lo que se refiere a la oportunidad de ejercer influencia sobre las chicas,
juzgamos de capital importancia que ni por asomo se viniera a sospechar de nuestro bono fide. A fuego nos lo
marcaron las experiencias que hicimos en las casas de huéspedes del distrito sur. Se recordará que,
conociéndonos allí todas las chicas, era sumamente difícil penetrar. Comprendíamos también que, si ninguna
de ellas nos hubiera conocido, nada hubiéramos logrado. Por consiguiente, en cualquier circunstancia, era
esencial el que dispusiéramos de algunos medios de conocer e introducirnos para nuestro cometido en
Bentley Place.

Así pues, nos dirigimos al señor Russell, un caballero eminente y respetable que residía en la parroquia, fuera
de la zona infecta, pero no muy lejos de ella. Le comunicamos nuestra intención de visitar aquella zona. Él
pensaba desde luego que debía hacerse algo; aunque creía que aquella situación era desesperada; y nos
puso en guardia contra cualquier armadijo que nos hicieran. Le dijimos también qué pensábamos con relación
a nuestra identidad personal y aun le invitamos a pasear con nosotros por aquellas calles que comprenden la
zona, ya que esto sería en plena luz del día y sin entrar en ninguna casa, ni tan siquiera desaprovecharíamos
el tiempo en la excursión. A nosotros nos hubiera gustado se nos viera acompañados de esta guisa por un
hombre tan conocido y que hubiera bastado para identificarnos y aun para inclinar algo a nuestro favor a
aquellos habitantes.

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Su respuesta fue un rudo golpe:
De ningún modo puedo acceder a su petición. Si yo intentara tan sólo entrar en aquellos lugares, creo que mis
rodillas vendrían como a quebrarse. Sin embargo, veo que ustedes hacen la cosa más apropiada. Mucho
quisiera yo ir con ustedes y ayudarles como un hombre; pero mi posición me impide enfrentarme con las
consecuencias que de ello pudieran seguirse". Estas palabras no eran de un pobre encanijado sino de un
hombre que en muchas ocasiones había dado pruebas positivas de valor y de grandeza de ánimo. No
muestran ellas otra cosa sino cuan bien atrincherado se hallaba Bentley Place.

CAPÍTULO TRECE: PENETRAMOS EN LA ZONA PELIGROSA.

No le preguntamos cuáles eran las zonas que pudiera tener, ni él nos las dijo. Pero acaso nos dé la clave
aquella alusión suya a una posible trampa. Pues, si te metes en una zona donde se tirotean a botellazos y
ladrillazos, será ir de cabeza a un lugar donde se traman toda clase de calumnias y vejaciones. El peligro de
estas cosas nos lo advertían a son de trompeta y con frecuencia en el período de nuestras deliberaciones. No
es necesario que yo me pare aquí a recalcar toda su fuerza amenazadora. Tom Fallón las consideró como el
mayor peligro que hallamos en todo este negocio. El señor Russell, aunque no nos ayudó en la forma que
nosotros queríamos, se ofreció a ayudarnos de otro modo. Nos llevaría él a una persona que podría
informarnos y, aun tal vez, ayudarnos de modo más práctico. Era ésta la señora Brewer, que ahora llevaba
una vida decente, pero que en sus años turbulentos fue una de las bellezas del bajo mundo y que, al igual de
Pink Leroy, fue conocida de polo a polo. El señor Russell nos contó la historia de esta mujer. Fue primero una
de las chicas en una de aquellas grandes casas, y luego subiendo, subiendo, vino a ser propietaria de buen
número de ellas, y con una clientela de buen tono. Por fin se desprendió de esas propiedades y, cuando
ocurrían los hechos que narramos^ vivía en las cercanías de aquella zona. El señor Rusell nos llevó a dar una
vuelta por los alrededores de la casa de aquella mujer en la noche del 21 de marzo; esto es, en la víspera de
nuestra horrenda excursión a las regiones del misterio. La señora Brewer era una persona que causaba
honda impresión. Tenía de estatura unos seis pies. Aunque algo entrada en años, aún conservaba rasgos de
su primera hermosura. Vestía con modestia; mejor dicho, con distinción. El señor Rusell nos presentó a ella, y
se fue, dejándonos en conversación con la misma. Charlamos por largo tiempo, pero sin lograr de ella mucha
más información de la que teníamos. De lo que más nos hablaba era de sí misma, de la consideración que allí
le habían tenido, de la gran influencia que tuvo con las chicas, etc., etc. Llegamos finalmente al objeto de
nuestra visita. Dijimos que al día siguiente pensábamos ir al área de nuestra historia, para persuadir a las
chicas a que se vinieran con nosotros. ¿Vendría ella con nosotros para abrirnos paso? Aquella proposición
fue algo sensacional. Una bomba que le hubiéramos lanzado, no habría espantado tanto a la pobre .mujer.
Aún recuerdo, como si fuera hoy, la escena que se siguió. Estábamos sentados en unas sillas bajas, y ella,
como para darnos sombra, en una más salta. Quedó algunos momentos después de nuestra proposición
mirándonos como alelada. Luego, aquella mujerona se levantó repentinamente, descollando por encima de
nosotros y con aire de profunda consternación dijo: Eso sería una verdadera locura, y hablaba a trompicones,
como si le faltara la respiración: "Les suplico que no hagan tal cosa. Cuarenta y cinco años he vivido en
Bentley Place y en sus alrededores; conozco cuanto hay que conocer acerca del lugar. Y si con tal intento se
meten ustedes allí, no respondo de sus vidas ni por un minuto. Además perderán miserablemente el tiempo
tratando de sacar de allí aunque sólo sea una chica. Se reirán de ustedes hasta el escarnio". ¡Caramba!
Aquello parecía una rabiosa dentellada o una coz. ¿Y quién podría decir que no lo fuera? El hecho es que nos
produjo amarga impresión. De haber venido antes, ¿quién sabe si la balanza no se hubiera inclinado en favor
de lo que la mujerona nos decía? Pero había pasado ya el tiempo de pesar y medir. Así se lo explicamos a la

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señora Brewer, diciéndole que nosotros íbamos allí porque nos lo habían ordenado. Y una orden es una
orden; por consiguiente, lo que a nosotros nos importaba era tratar de que la aventura tuviera éxito y que
esperábamos nos prestaría su inapreciable ayuda. Fue su respuesta que aquel negocio era cosa muy seria;
¡no podíamos comprender lo serio que era! Imposible de todo punto para ella ayudarnos en absoluto en
empresa tan descabellada como la nuestra. Debíamos prometerle que, si alguna vez la viésemos en aquella
zona, no debíamos dar muestras de haberla conocido antes. Quedamos aturdidos con su actitud. Temiendo
no convirtiéramos un impedimento neutral en enemigo declarado, ni le dimos la promesa en que ella tanto
insistía. Nos alejamos de allí dando vueltas dentro de nosotros a toda clase de sospechas.

En nuestra marcha tuvimos que atravesar un pasillo que formaba ángulo recto con la sala. Pasamos cerca de
una puerta abierta; y lo que vimos a través de ella nos produjo una sacudida. Las paredes de aquel cuarto
estaban adornadas de objetos para uso de señoritas. Aun nuestra furtiva mirada nos reveló que allí había
objetos de una calidad tal, que no podían tener competencia en el pobre barrio que rodeaba a Bentley Place,
como el ancho mar rodea a una isleta. Y enfrente de la puerta, había precisamente un hermoso espejo de
cuerpo entero. Preguntaréis, acaso, ¿por qué podían espantarnos unas cuantas pieles y algunos tejidos de
seda? Pues bien: todo aquello nos revelaba una sola cosa: que la señora Brewer era la modista de Bentley
Place. En aquella triste vecindad, la modista era una gran lapa. Una mujer cualquiera se hacía con unas libras
esterlinas, y ya podía negociar con estas chicas desgraciadas. Aquel negocio era como un papel
atrapamoscas, y además con usura. Cada compra se hacía fiada, y no fiada como lo entendemos
corrientemente, sino un préstamo con interés..., y ¡qué interés!... Pasamos adelante y con nuestra salida
también se fue nuestra perplejidad. Ahora nos explicábamos por qué la señora Brewer no quería nada con
nosotros. Tal como suena, sus intereses personales estaban ligados a la continuación del sistema que
nosotros, Quijotes de hoy, estábamos dispuestos a acuchillar. Así terminó nuestra entrevista con la Pink Leroy
de otros tiempos. Esto prueba la firmeza del sistema de la Legión, tan joven entonces y tan firme ya, que ni
aun la alarma tan bien informada de aquella mujer fue capaz de espantarnos ni de obligarnos a convocar una
junta extraordinaria. Después de citarnos para la mañana siguiente, nos fuimos tranquilitos a casa. Es el
jueves, 22 de marzo. Os he ido dando el parte meteorológico sobre el tiempo de cada uno de los días que
señalaron nuestro avance; así que, en éste tan notable, debo indicar que el día era hermoso y agradable. Los
dos aventureros debían juntarse a las doce en punto, y con exacta puntualidad lo hicieron..., y eso que uno de
ellos, al salir de casa, a poco estuvo de ser atropellado por un coche de una panadería que iba como una
exhalación. El lugar de la cita distaba unos diez minutos de Bentley Place. La acera silenciosa no es muy baja
por aquellas calles. Una vuelta a la derecha, y helos aquí en lo en que otro tiempo fue la arteria principal del
tráfico maldito y que, desde mucho antes, sólo era la estampa de la pobretería y miseria. Se acercan al mismo
Bentley Place; la próxima vuelta a la derecha será el lugar que buscan. Se les acelera el pulso. Late a un
ritmo acelerado a medida que el temor crecía; también ellos apretaban sus crucifijos. Estaban a punto de
zambullirse en lo desconocido, tan buscado y tan temido. ¡Están ya en la esquina misma de su destino
incierto! Por primera vez vieron ante sí cómo se extendía Bentley Place. Una fotografía daría una idea de la
posición de la calle, pero nunca podría reproducir su ambiente, que era peculiar y vitando. Aquel lugar
siempre dio la impresión de lobreguez y de misterio. Aunque el sol brillaba en todo su esplendor aquel día,
aún se dejaban sentir aquella lobreguez y aquel misterio. Pasar a Bentley Place desde la calle próxima, era
algo así como meterse en un zaguán oscuro desde una calle bien soleada. No me cabe la menor duda de que
ya os lo habréis explicado con un razonamiento como éste. ¡Es natural! tantos cuentos de miedo,
almacenados por tanto tiempo en la imaginación, cómo habrán puesto a los pobrecitos. No, aquello no era un
mero engendro de la imaginación. De haberlo sido, hubiera desaparecido enhorabuena aquel día... como
podéis comprender. Antes, por el contrario, duró años... contradiciendo al propio Santo Tomás de Aquino, que
dice que la costumbre o familiaridad engendra desprecio. Y en aquellos años cada casa y cuarto, palo y

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piedra, hombre y chiquillo, fueron amigos muy íntimos. Pero, ¡por fin, y de repente, cesó aquel fenómeno!
Bueno, pero estoy estropeando el cuento. Los dos legionarios (en adelante abreviaré con el pronombre
nosotros) pararon un momento para orientarse. La primera casa de la izquierda lleva el número 1, y la primera
de la derecha el 21. Siendo el orden algo celestial, debiéramos haber comenzado por una de las dos casas.
Además, ¡en cualquiera de las dos estaríamos más cerca para escapar en caso de apuro! Pero este día
llevamos en la cabeza otro número. Desde que nos juntamos allí estaba dando vueltas, y, según andábamos,
golpeaba machacón en nuestro caminar. "¡María Weber, la del nueve!"... "¡María Weber, la del nueve!"...
"¡María Weber... nueve!...".

¡Buscábamos a María Weber, la del 9! Este número debe de estar a lo último de la calle, y en realidad era la
antepenúltima casa del lado izquierdo... Y calle abajo de Bentley Place seguimos, esperando a cada paso que
alguien nos parara los pies. En la calle había poca gente... y ésta, haraganeando; nadie allí parecía tener
ocupación. La palabra siniestra podía muy bien aplicarse a su exterior apariencia. Miraron con curiosidad a los
invasores; pero nadie hizo gesto de estorbarnos el paso. Aún no nos habíamos adentrado mucho en el lugar,
cuando sucedió la primera... Ta vez no serán más que coincidencias innumerables, esa multitud de cosas en
que los legionarios quieren ver el toque suave de la mano de su Madre. O tal vez no sean ni eso siquiera;
porque la coincidencia, como la goma elástica, tiene su límite de distensión. Pero sea de esto lo que quiera,
nosotros vimos detrás de lo meramente superficial de aquel primer incidente ocurrido en Bentley Place un
significado profundamente simbólico. El poeta dice que la alegoría vive en un palacio de cristal. Y nuestra
alegoría residía en una transparente ruina..., la ruina de un hombre, el cual era a propósito, pues venía a ser
el tipo de vida arrastrada que nosotros ambicionábamos reconstruir. Débilmente apoyado contra la pared
estaba uno de esos sucios, borrachos, perdidos y degenerados ejemplares de la humanidad, que a veces le
parece a uno que sólo se encuentran en lugares furtivos. De pronto revivió; nos había espiado. Al acercarnos
a él, dejó la pared que le servía de apoyo, y bamboleándose vino rápido hacia nosotros. Parecía como si
comenzasen ya nuestros disgustos. En cambio, para sorpresa mía, me llamó por mi nombre. Recordé
entonces haberle visto una o dos veces antes, cuando recorríamos las madrigueras o fonduchas, haciendo
prosélitos entre las chicas. Le di la mano, y lo que él hizo fue cogerla y cubrirla de besos. Así fue cómo la
recepción que se nos hizo en aquel temido lugar fue puro amor y homenaje y no un acto de salvajismo como
habíamos temido. ¡He aquí nuestra hermosa alegoría! Conmovidos profundamente, seguimos adelante con
mayor ánimo. Aquellos rostros de miradas tan suspicaces nos parecieron ya más suaves, más humanos.
Nadie más se nos acercó. Estamos en el número 9. La puerta de entrada está abierta de par en par.
Entramos y llamamos en la puerta del primer cuarto que se nos ofreció. Alguien nos grita que entremos.
Entramos. En aquel cuarto había cinco mujeres, cuatro de pie y una en cama; ésta había avanzado mucho en
su enfermedad; parecía a punto de morir. Para dar razón de nuestra presencia allí, preguntamos si vivía allí
María Weber. Es la que está en la cama, fue la respuesta. Siguieron algunas preguntas más: ¡Parece que
está muy mal! Sí, está muriéndose. ¿Ha venido por aquí algún sacerdote? No. Y el doctor, ¿ha venido? No
quiere que vayamos a buscarlo. ¿Os parece bien que muera como un perro?
¡Bah! ¿Qué vamos a hacer?
Al llegar a este punto se desvaneció todo el cúmulo de nuestros temores. Aquí pisamos ya en terreno firme.
Ya estábamos metidos de lleno en nuestro ordinario trabajo Legionario de reconvenir y conquistar a la gente;
y encontramos que aquellas mujeres, de cara dura, estaban dispuestas a escucharnos. Hablamos a la chica
enferma. Supimos incidentalmente que tenía veintisiete años de edad y que había llevado durante nueve
aquel género de vida. Con gran sorpresa nuestra, no nos costó mucho convencerla de que fuera al hospital.
Salí a la calle. Y en la acera de enfrente había un joven ceñudo, recostado en la jamba de una puerta. Fui a
él, le expliqué nuestro apuro y le supliqué me buscara un coche. Y contento se fue a buscarlo. Y aquí otra

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circunstancia que ni es para imaginada. ¡Nuestras órdenes eran obedecidas en Bentley Place! Al cabo de
cinco minutos llegó el coche con mi mensajero dentro; le di las gracias con el redoblado fervor de mi sorpresa.
Luego, la pobre chica fue envuelta en mantas, sacada fuera cuidadosamente y colocada en el coche. Dos de
aquellas mujeres la acompañaron. Su destino era Lock Hospital. Tan pronto como llegó fue llevada a la cama.
Se llamó con urgencia' un sacerdote y María Weber se puso en paz y gracia con el Buen Pastor, el cual se
había servido de nosotros como de dos perros perdigueros para buscarla en Bentley Place, sacarla de allí y
volverla a su eterno abrazo, después de tantos años de desenfreno. En el viejo libro de actas de aquel tiempo
se lee que la enfermera dijo que la chica no hubiera vivido más de dos horas sin la asistencia médica. Pero lo
que en realidad dijo fue "una hora". Lograda esa asistencia, la chica revivió y aún duró dos meses. En todo
ese tiempo hizo una muy fervorosa preparación para la muerte. En varias ocasiones dijo a las Legionarias
visitantes que no deseaba curarse, porque nunca como entonces estaría tan bien preparada. Poco antes de
morir pidió ella misma que en la sala se rezara el Rosario; lo rezó con todos, y al terminarse éste, murió
tranquilamente. Fue su funeral el más concurrido que yo jamás vi. El Padre Creedon dijo por ella una Misa de
•Réquiem en Lock Hospital y le ayudé yo. Casi todas las chicas de "Santa María" acudieron al funeral; y
también muchos Legionarios, y un amable grupo de amigos y simpatizantes de María Weber, procedentes de
Bentley Place; arrancados éstos del marco ordinario de su vida, presentaban un aspecto aún más agresivo.
En circunstancias ordinarias no hubiera habido fuerza capaz de reunirlos. Pero las circunstancias de la muerte
de la chica y nuestras visitas (ya para entonces habían transcurrido dos meses desde la primera visita) habían
excitado la imaginación de aquellos ciudadanos en alto grado y algo así como una oleada de
sobrenaturalismo invadía aquel territorio. Después de la Misa, siguió el entierro; todos fueron en coches. En el
cementerio Glasnevin nos encontramos con el Padre Flanagan, ocupado en otro funeral. Casi se desmaya el
Padre cuando vio llegar aquella colección de seres humanos, tan increíblemente variada y casi fantástica. En
varias ocasiones he visto yo, en rostros humanos, miradas que infundían espanto; pues bien, aquella fue una.
¡Palabra!

CAPÍTULO CATORCE: LA LEGIÓN DE MARÍA AVANZA.

El episodio de María Weber fue de un tremendo valor para nosotros. Lo miramos como lo que era, una
manifestación palpable de lo sobrenatural. Supongo que, en aquel momento, no había en toda Irlanda un
alma más necesitada espiritualmente que aquella pobre chica y, justa y cabalmente, como si nos hubieran ido
tirando de un cordelillo, fuimos derechos a ella, y mucho antes de que aquella tarde saliéramos de aquel
lugar, ya le habían administrado los últimos sacramentos. Hay que notar también que de no haber sido por
nuestro estribillo de cuna, hubiéramos comenzado por el número 1 o por el 21. Ni aquel día, ni durante
muchos otros, hubiéramos escogido el número 9 y ¡para entonces, María Weber hubiera muerto! Después de
haber salido María para el hospital, tuvimos una especie de avance triunfal. Empleamos aquel día cuatro
horas y media yendo de cuarto en cuarto y de casa en casa. Hablamos a gran número de chicas. Muchas
entre ellas habían oído ya hablar de "Santa María", otras, no. De una en una, por pares, de tres en tres, o en
grupos de a cuatro, dondequiera que las encontramos, fuimos explicándoles nuestra misión una y otra vez,
hasta el punto de que ya hasta hablar se nos hacía cosa poco menos que imposible por lo trabajoso. Todas
se mostraron sumamente delicadas con nosotros; y sólo hubimos de arreglar las cuentas a unas pocas que
mostraron obstinación. La mayoría dijeron que querían abandonar aquella vida algún día. Otras dijeron que la
dejarían entonces mismo, pero a sabiendas de que no habrían de perseverar. Un gran obstáculo era la
cuestión de las deudas. Por lo que a ellas tocaba, aquella vida no era una ganga en cuanto a negocio.
Ganaban mucho dinero, pero se les iba como el humo. El vestido era algo muy serio, y esto ya lo tengo
explicado antes. Podían, sí, irse pagando una semana tras otra; pero nunca se saldaba la deuda. Acaso

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diréis: ¿pero no podían escaparse de aquel lugar y echarse las deudas a la espalda? ¡Claro que sí! Pero Dios
las cogiera confesadas si algún día volvían por aquellos lugares o caían en manos de aquellos a quienes
hubieran "defraudado". Los castigos que encontraban eran rápidos y duros. Todas habían presenciado
ejemplos horribles y esto les infundía miedo. ¿Cómo diantres iban a marcharse debiendo dinero, cuando
podía suceder que volvieran por necesidad? Ya he relatado dos sorprendentes casos. Ocurrió el tercero,
según recuerdo, en el primer cuarto de la segunda casa en que entramos. Había en él tres chicas que
escuchaban cortésmente nuestra explicación. Cuando ya llevábamos un ratito hablando con ellas, entró en el
cuarto un hombre. Era un muchacho joven, atrevido, de buena presencia, con algo de parecido a aquel astro
del cine, Rodolfo Valentino. No habló. Se quedó de pie, recostado en la chimenea y con un codo sobre ella;
escuchó muy atento, mirándonos con el rabillo del ojo. Dije entonces para mi capote: "Ha llegado el momento
crítico. Este muchacho ha sido enviado para librarse de nosotros". Yo ya me hice a la idea de que, luchando,
rodaríamos por el suelo, porque de retirarnos nosotros mansamente, nuestra causa se perdería para siempre.
Y así, dejé de hablar y apreté los puños en los bolsillos. Siguió con la conversación la señorita Plunkett, en
tanto que yo esperaba un salto felino del muchacho. Pero, según iba observando, no pude percibir en él ni
una señal de mala voluntad. Así que al cabo de unos momentos me acerqué a él y rompimos a hablar.
Descubrí lo que era tristemente propio de aquel lugar. Un desgraciado y pobre diablo bajo la garra de un
sistema, que podía más que su propia naturaleza. Hacía cosas sucias, pero como un negocio, como la cosa
más natural... algo así como un soldado que, en tiempo de guerra, hace cosas terribles, aun siendo por
naturaleza el hombre más pacífico. Le sonsaqué su historia. Por el día era ratero y de noche matón; era
hermano de una de aquellas bellezas estilizadas que había en el cuarto. Ahora bien, el matón ya queda
descrito antes. Venía a ser en la barriada una especie de policía. Algunos de los matones vivían con mujeres
particulares y a costa de ellas; otros, no. Era su deber guardar el orden. En cualquier tremolina que ocurriese,
ellos cuidarían de arreglar el asunto. Si un visitante armaba alboroto porque le hubieran robado, ellos se
encargaban de darle una paliza. Teman también su parte en los robos, y hacían otros menesteres
ocasionales. ¡Profesión aquella no muy grata! Aquí teníamos uno de carne y hueso, y convendréis conmigo
en admitir en él algo decente. Discutí con él y logré me diera una respuesta inesperada. Me dijo que también
él querría despedirse de aquel género de vida. Hizo también la exclamación habitual en estas gentes: "Pero,
¿qué voy a hacer? Tengo que vivir". Le pregunté si querría hacer unos Ejercicios, y cuando le expliqué cómo
eran me dijo que quería hacerlos. Y allí en aquel entonces mismo garrapateé una nota de presentación del
muchacho para el Padre Devane, que estaba muy interesado por aquella zona y sus problemas. Mi
"Valentino" presentó, como Dios manda, aquella carta, hizo unos Ejercicios de fin de semana, e
inmediatamente después fue enviado a Liverpool; allí se portó como bueno y luego se casó.

Cuando acabamos con aquel cuarto, cogimos por nuestra cuenta el inmediato. Y ahora, ¡con qué clase de
gente nos topamos! Tal vez no podáis imaginaros mayor diversidad de tipos de mujeres que allí encontramos.
Aquí corrían en escala descendente, desde las chicas guapas, acicaladas, bien vestidas, hasta los ejemplares
más horrendos de la especie humana. Esta última categoría bien se merece una mención honorífica.
Entramos en un cuarto donde había un nido de cinco. Estaban en una cama... ¡las cinco! Aparecían algunas
cabezas, pues las otras estaban cubiertas con las sábanas. En cada rincón de la cama se apelotonaban
piernas, cabezas, etc..., era una cosa fantástica; no podíamos adivinar cuánta gente había allí. Estaban en el
primer sueño de una borrachera. Nunca en nuestra vida vimos cosa parecida. Desconcertados, las miramos
por algún tiempo. ¿Qué íbamos a sacar de hablar con gentes en tales condiciones? Por un momento
estuvimos tentados de dejarlas y seguir adelante. No; tenemos que conocerlas. Cogimos una de aquellas
cabezas y le dimos uno o dos golpes allí donde estaba sujeta aquella maraña de pelos que debiera ser el
orgullo femenino. ¡Oh!, ¿cuándo habría pasado por allí el peine? Unos gruñidos y balbuceos, y la dueña
despertó mirándonos con ojos enrojecidos, notó que nuestro aspecto no era el ordinario de su vida. Se movió

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en ademán de levantarse. Estaba completamente vestida. Parecía cosa perdida, pero en cuatro frases le
dimos a conocer nuestra intención. Era de esperar que cualquiera, en tal estado y despertada de aquella
forma, mostrara su disgusto con palabrotas. Pues, no fue así; la pobre criatura escuchó mansamente, y
cuando habló, sólo lo hizo para dar excusas de su estado. Le pedimos que despertara a las demás, y lo hizo.
Entonces logramos saber el número total y conocer cuánto puede la humanidad llegar a rebajarse. Apenas
parecían seres humanos. Sería la gracia; y en tales circunstancias, ¿qué podría ser lo que a unas siendo
despertadas de una merluza, agarrada con alcohol metílico las hizo recibirnos de buen humor y escuchar con
simpatía cuanto teníamos que decirles? Era incomprensible; pero así era, y todavía más increíble el que
acabaran por darnos la garantía de que vendrían a nuestros Ejercicios... ¡el nido entero! En esa tarde fue
aquel el último lugar a donde arribamos en Bentley Place. Al marcharnos de allí, nos llevamos con nosotros la
íntima persuasión de que teníamos la misma fuerza irresistible que había influido en nuestro trabajo desde el
mes de julio anterior. Estábamos molidos de cansancio y confortados con los sucesos del día. Todas aquellas
profecías espeluznantes se habían disipado, como humo que lleva el viento. HABÍAMOS ENTRADO. ¡Y lo
que es más, habíamos sido bien recibidos! Y aún mucho más, habíamos, en la persona de María Weber,
asegurado una pesca estupenda. Teníamos una maravillosa lista de otros peces gordos (no menos de
cuarenta promesas) que, de llegar a ser realidad, creo que difícilmente podríamos arrastrar la red. A todas
ellas les habíamos anunciado que los Ejercicios comenzarían en "Santa María" el domingo siguiente. He aquí
la otra interesante coincidencia, sería el día de la Anunciación. Dirigimos nuestros molidos pies hacia donde
nuestras angustiadas camaradas esperaban noticias.

No necesito decir que cuando contamos nuestras aventuras hubo en nuestro campo sorpresa y júbilo; pero la
nota dominante allí fue la de la sorpresa, porque habíamos probado que nuestra invasión era cosa fácil... casi
totalmente al revés de cómo se nos había augurado. Habían llegado a convencerse todos de que no podría
esperarse nada que no fueran cosas terribles; y aun pareció a algunos un desencanto, porque allí no vimos
algo que, si quiera de lejos, se pareciera a unos fuegos artificiales. La sorpresa general quedó estampada en
el párrafo siguiente, que saco del acta de la junta inmediata, 23 de marzo, esto es, el día siguiente:

"Nuestros visitantes fueran recibidos cortésmente en todas las casas y lograron que quince chicas de los tipos
más extraños prometieran acudir a los Ejercicios del domingo. Dijo el señor Duff que no se explicaba él tanto
miedo y habladuría cuando ellos no habían encontrado otra cosa que bondad y cortesía". "¡Con qué maestría
había vendado el diablo los ojos de todos!", exclamó Tom Fallón, cuando oyó la facilidad con que habíamos
entrado. Ya anteriormente dije cuan lúgubre era la opinión de Tom con relación a esta empresa. Y ahora
vamos a los mismos Ejercicios. Acudimos a la autoridad eclesiástica en busca de permiso para tenerlos. Nos
la concedió de muy buena gana, declarando estar muy satisfecha con nuestra obra. Luego había que
apresurarnos en arreglarlo todo. Teníamos que llenar algunos vacíos en el acondicionamiento de nuestra
capillita. Dos de los nuestros fueron el viernes por la mañana al taller de Bull, a escoger una imagen del
Sagrado Corazón, regalo que las Conferencias de San Vicente de Paúl de Myra House hacían a la
Hospedería. Encontramos una preciosa, que inmediatamente ordenamos nos la llevaran. Mientras estuvimos
allí, el amable gerente de la casa, señor Dowling, nos preguntó sobre nuestras cosas. Creció su interés por
ellas y acabó por hacernos la donación de un hermoso Vía Crucis... Aquel día, que era viernes, fuimos otra
vez a Bentley Place; y allí tuvimos otra larga sesión. ¡Esta vez aún fueron las cosas más suaves que la
anterior! Buen número de los que encontramos nos saludaban como a viejos amigos. Recorrimos el mismo
campo, confirmando la resolución de las que nos habían dado su palabra. Roturamos un nuevo terreno y
logramos algunas promesas más. Volvimos a encontrar algunas o a todas las de nuestro famoso quinteto. No
sabré decirlo si fue mayor conocimiento o serena apreciación por nuestra parte, pero es el caso que tal como

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encontramos aquellas cinco chicas, convinimos que no podían salir de allí en aquella situación... de no ser en
coche cerrado. Estaban en un estado inverosímil... era evidente que teníamos que hacer algo para
procurarles vestidos. ¡Vaya por Dios! Ya me parece oír una preguntita como ésta hecha con retintín: ¿Y qué
se ha hecho de la regla de no prestar ayuda material? Pues bien, podría responder que hay que tener en
cuenta las circunstancias; pero creo que la más sencilla escapatoria es decir que el Manual aún no existía ni
por asomo. Por consiguiente, reunimos cierta cantidad de ropa usada, y en la tarde del sábado, May Massey,
María Stallard, Rosa Donnelly y yo allá nos fuimos con las ropas. Las señoritas Massey y Donnelly son
miembros abnegados de la "Legión". María Stallard ha muerto ya. Aquella tarde del sábado fue tan horrible y
desalentadora como imposible de describir. Eran las primeras horas de la tarde y ya el sucio negocio de aquel
lugar estaba en todo su apogeo. Los hombres habían acudido en gran número, y el aspecto general de la
orgía saltaba asquerosamente a la vista. Allí se mascaba el ambiente del vicio. Parecía contrarrestado el fruto
general de nuestras visitas anteriores. No podíamos encontrar a la gente que conocíamos; y, aun
encontrándola, hubiera parecido ridículo abordarles con cosas de religión. Parte de nuestro trabajo en aquella
tarde fue cazar a las cinco necesitadas de vestido. Por fin dimos con el paradero y fue para presenciar algo
que cabe muy bien en un libro de cuentos de brujas. Aquello era, tal como suena, la cocina de una bruja.
¡Preguntadles a las señoritas Massey y Donnelly qué recuerdos guardan de aquella tarde! Perdidamente
borrachas estaban nuestras cinco y con ellas había dos o tres más. Aún tuvimos tiempo para decirles que les
llevábamos vestidos... y, ni una palabra más; porque en aquel preciso momento apareció alguien con una
enorme botella de alcohol metílico. Y entonces nuestra presencia se relegó al olvido. ¡Sólo contaba aquella
descomunal botella! Siguió allí como un rito religioso... ¡con tanta solemnidad se desenvolvía la cosa! Se
pusieron en círculo y reinó el más profundo silencio. La que llevaba el alcohol metílico se puso dentro del
círculo. A cada mujer dio dos vasos, uno grande y otro pequeño. El mayor se llenaba de agua, y de alcohol
metílico el pequeño; luego, en un abrir y cerrar de ojos, ingurgitaban el alcohol y en seguida el vaso de agua
para impedir que les abrasara las entrañas. Allí estaban tiesas, rígidas, a excepción de las manos
temblorosas, los ojos saltones, como si quisieran escapar de sus órbitas, fijos en el alcohol y siguiéndolo en
su marcha circular. Como si el Santísimo Sacramento fuera llevado a un cuarto donde no hubiera más que
gente piadosa y todos los ojos estuviesen fijos en El. En sus caras se dibujaba la sed de aquellas almas por la
bebida. Conforme llegaba el turno a cada una, le pasaban los vasos y los agarraba convulsa, como si
dependiera su vida del elixir que de la gran botella en su vasito se escanciaba en aquel momento. Esto se
repitió hasta que todas hubieron tomado su ración. Comenzó luego una descomunal zambra de brujas,
alegres como estaban, y quisieron arrastrarnos a la zambra. Vueltas y más vueltas, hasta que se quedaron
sin aliento. En vuestra vida no habréis visto cosa parecida a no ser en el teatro; y aun tratándose de
comedias, no recuerdo nada semejante. ¡Comenzaron luego a ponerse las ropas que les habíamos llevado
sin consideración alguna a nuestra presencia! Nos abrumaba todo aquello tan fantástico hasta sentirnos como
dejadas de la mano de Dios; significaba el fracaso de nuestros esfuerzos anteriores. No podíamos concebir
cómo podría durar una buena impresión en aquella forma; y mucho menos podíamos hacernos la ilusión de
ver en los Ejercicios ni una sola de ellas. En medio de aquella zambra, Marcela Deen sale repentinamente y
me arrastra a un rincón del cuarto, y agarrándome por un brazo me susurra al oído con una firmeza
desconcertante, que contrastaba con aquella salvaje danza suya de hacía un minuto:

Quiero salir de esta vida; pero sé que mañana no he de poder conseguir ir a la Hospedería. ¿No querrá
llevarme con usted ahora mismo? Es la única oportunidad que tengo". Pues bien, difícilmente podréis
entender, lectores, (yo mismo casi no me lo explico) aquella nuestra actitud rígida de entonces de no admitir
chicas por otra vía que la de los Ejercicios. No estábamos preparados para admitirla aquella noche.
Considerábamos su ingreso por el camino de los Ejercicios como algo esencial, como cosa dispuesta por
Dios, y sentíamos verdadero terror en apartarnos de ello en lo más mínimo. Así, pues, escribí una esquela a

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la Matrona del Hospital Lock y le pedía que admitiera a Marcela por aquella noche, y Marcela marchó con
aquella esquela. Aquello nos sirvió de algún consuelo. Pero estábamos demasiado espantados para sentir
ninguna cosa agradable. En verdad, no creímos que la chica consintiera en salir de aquel lugar. Y el domingo
fue ella la primera que llamó a la puerta de "Santa María". Dieciséis años había vivido en el arroyo. Gran parte
de este tiempo se acostumbró perfectamente al alcohol. Era lo que en su jerga llamaban pescadora de
merluzas. Si yo tuviera que hacer una clasificación de los tipos peor encarados de aquel lugar, a ella le daría
el segundo puesto. "Acuérdate de la mujer de Lot y no vuelvas la vista atrás", como diría la Escritura. Acaso
Marcela no conociera este dicho de la Escritura; pero en aquella hora lo oyó íntimamente, allá en su alma.
Jamás volvió la vista atrás. Desde aquel día ya no dio ni siquiera un vistazo a hurtadillas. Dejó la bebida para
no probarla más; y al cabo de algún tiempo me llamó y me habló de un tal Arturo Morris, que con frecuencia le
había prometido casarse con ella si algún día venía a convencerse de que se portaba decentemente. Así que
un sábado fui a verme con Arturo. Era el tal lo que se dice un tipo vigoroso, fuerte. Estaba recostado en su
cama. Me preguntó y volvió a preguntar sobre ella, y yo le dije lo que creía sobre las buenas intenciones de la
chica. Recuerdo bien el largo silencio que siguió, mientras el muchacho consideraba la situación en sus varios
aspectos. Al fin me dijo: "Bien, me casaré con la polla vieja". Y a su debido tiempo se casaron, y desde
entonces hasta el día de hoy viven felizmente. Otra de aquellas brujas danzantes ¡y aún peor que Marcela
Deen! era Josefina Guiñes, vulgarmente conocida por la reina de los borrachos. Veintidós años había vivido
en el arroyo. También ella estaba así como suena saturada de alcohol metílico. Sería preciso que vierais y
conocierais a esta gente, apegada a esa clase de alcohol, y así podríais daros cuenta de la gran
desmoralización que produce; hace que sus víctimas parezcan y obren como demonios, pues mientras deben
alcohol metílico nunca están en su sano juicio. Después de emborrachadas y dormir "la merluza" pueden
renovar su efecto en todo su vigor con beber simplemente un vaso de agua. Sin embargo, Josefina fue otra
de las que, al día siguiente, vinieron a confundir nuestro pesimismo, presentándose ella misma en los
Ejercicios, y después de éstos, vino a demostrarnos de la manera más cabal, no volviendo a beber jamás,
¡que los caminos de Dios no son nuestros caminos!

Pero en aquel entonces no podíamos nosotros ni soñar siquiera con estos triunfos. Sin rastro de alivio
contemplábamos aquella escena de pesadilla que vertiginosamente se agitaba en nuestro alrededor mientras
íbamos de acá para allá, como desesperados en busca de gente. Aquello era descorazonador. Parecía como
si allí no hubiera ya ni el más leve motivo para seguir adelante. Nadie quería oírnos. Por minutos afluían los
hombres en gran número, y cada minuto hacía más desenfrenada la bebida; ¡el caos! Y así, a las seis, poco
más o menos, acabamos por retirarnos con toda la letanía de nuestras esperanzas desvanecidas. Y
apuntamos en nuestras notas que Bentley Place no pasaba de ser un sueño dorado. Parecía
monstruosamente desacertado el que, para nuestra expedición, hubiéramos escogido el fin de semana. El
resto de aquella tarde y la primera mitad del domingo estuvimos de completo desánimo. Pero he aquí que se
nos presenta Marcela Deen y, no mucho después de ella, su amigota Josefina Me. Guiñes, luego María K.
Keegan, y Tilly Smith, y Catalina Edwards, y... sigue contando; hasta darnos cuenta de que allí había ocurrido
un fenómeno. Teníamos concretada la cifra para nuestros Ejercicios; esto es, las quince nuevas y las chicas
de la casa. De las nuevas, ocho eran de Bentley Place; y María Weber volvía a ser la novena. Con toda
verdad volvíamos a palpar con nuestras manos lo sobrenatural. Pues no puedo ni siquiera imaginarme cómo
aquella gente podía conservar en sus almas el pensamiento de los Ejercicios en medio de aquel vértigo que
presenciamos nosotros. Y no obstante, así era. Verdad es que todo aquel cúmulo de promesas que en el
lugar nos hicieron había sido barrido por la furia de aquella bacanal; pero habíamos conquistado lo peor de lo
peor de aquel sitio; y, en total, habíamos juntado tantas chicas como podía albergar la Hospedería. Pero esto
no es el colmo de la maravilla. La maravilla fue que ni una sola de aquel grupo salido de Bentley Place volvió
jamás a las andadas, lo que se dice, ¡ni una sola! ¡Nunca nos sucedió cosa igual con ningún grupo de

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admitidas, ni antes, ni después, ni en ningún otro grupo tuvimos elementos menos selectos! Y, sin embargo,
ni una de aquellas nueve volvió jamás a su anterior vida. ¡Vengan aquí a explicarnos este fenómeno aquellos
que se especializan acumulando explicaciones en querer echar por tierra lo milagroso! ¿Sería aquello debido
a nuestro proceso reformador, o fue repentina autodirección, o una más que milagrosa coincidencia, la
solución de tales expertos? He mencionado que aquel día era la fiesta de la Anunciación. Los Ejercicios los
daría el Padre Felipe.

La cosa se presentaba excelente; pero quedó patente que fue una de las tardes más amargas de nuestras
vidas. Ya podíamos haber olido algo por adelantado. Aquellos Ejercicios eran el primer golpe mortal que
dábamos al imperio del Príncipe de las Tinieblas en Bentley Place. ¿Cómo, pues, pasaría sin que ocurriera
algo gordo? ¿Recordáis a la voluntariosa Dora Warner, la heroína de nuestra primera marimorena? Pues
bien, la habíamos retenido con nosotros hasta aquel mismo día, aunque al principio, y con bastante
frecuencia, nos pareció más que imposible la chica. Esa tarde precisamente estaba borracha, muy borracha, y
cuando se encontraba en ese estado, era como un ciclón. Y el ciclón se desata con toda furia cuando llega el
Padre Felipe para comenzar los Ejercicios. Gritaba desaforadamente, y a voz en cuello pedía que se la dejara
salir más para llamar la atención, que porque en realidad quisiera salir. Todos fuimos por turno a tratar de
ponerla en razón y a suplicarle que callara. Los ratitos que se callaba, eran seguidos de mayores arrebatos de
furor. Nadie sospechaba cómo pudiéramos comenzar así los Ejercicios. Luego, cuando la cosa iba
poniéndose más fea, logró hacerse con las llaves, abrió la puerta y salió disparada a la calle. Fue una tragedia
después de haberla perseguido tanto tiempo. A pesar de cómo era, todos queríamos a esta chica, de carácter
tan fuerte. Ya sabíamos que la hazaña siguiente sería metérsenos por la ventana. Y no fue así. Al cabo de un
minuto sonó la campanilla furiosamente. ¡Estaba de vuelta! Se abrió la puerta; pero no en seguida, ni de par
en par. Descargó el ciclón con toda su fuerza sobre cuantos hallaba al paso y. los lanzaba despiadadamente
contra las paredes. Allí cerca, a mano izquierda, había un gran cuadro. Alzó el puño, y con él hizo migas el
cristal, hiriéndose lastimosamente. Su objetivo inmediato era el reloj de pared, una preciosidad antigua y
propiedad de la señorita Scratton. Esta se lanzó dispuesta a dar la vida por su precioso reloj, y Dora soltó un
terrible puñetazo que por fortuna no dio en el blanco. Al llegar a este punto, aquel Hermano que fue su
contrincante en la primera gresca, se echó sobre Dora como el lobo sobre el rebaño y salvó a la señorita
Scratton. Replicó Dora, golpeándole una y otra vez en la cara con la mano herida; así que, en menos del
tiempo que se dice, estaban los dos cubiertos con la sangre de la chica. Siguió una violenta lucha antes de
que pudiera agarrarla. El Hermano debió de sentirse fuerte de modo sobrenatural, porque logró quebrantar la
inmensa fuerza de la chica y, al fin, la que se gloriaba que tenía en jaque a tres policías para su arresto cayó
al suelo. Pero no paró ahí la cosa, ni mucho menos. Hizo uso de su habilidad en mover el cuello, como si
fuera de goma, y empleó también sus dientes con destreza sorprendente, mordiendo al Hermano varias
veces. Finalmente trajeron agua y más agua y se la echaron a la cara. En este punto se rindió sin
condiciones. Era tal la excitación nerviosa que el suceso produjo, que hubo de suspenderse la primera plática
de los Ejercicios. Continuó la moza sentada en el salón, inaccesible y amenazadora, porque nadie se hizo la
ilusión de que el fregado hubiera terminado por su parte; todos esperábamos se renovara el combate. Pero a
las once de la noche se dejó oír un golpecito en la puerta de la oficina. Era Dora. ¿Buscando camorra otra
vez? No, allí estaba patética, como un perrito con su pata herida en alto para que se la curen. Pero, ¿a santo
de qué no habían de llamar ustedes a la policía y ponerla de patitas en la calle o hacer que la arrestasen?
¿Por qué consienten ustedes en que se estropeen los Ejercicios, los nervios de todos y sus objetos
personales?... ¿Todo por una muchacha turbulenta? La respuesta es: Sí, es verdad. Pero también leemos
que el Buen Pastor piensa siempre en aquella única, aun con daño aparente de las noventa y nueve. Con El
siempre debemos razonar así: "¿Qué sería de aquella pobre alma dejada a su mala aventura?". Si en

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nuestras Hospederías tuviéramos que despedir a la gente cuando nos injurie, pronto seríamos médicos sin
enfermos.

CAPÍTULO QUINCE: LOS DÍAS FEBRILES.

Concluidos aquellos Ejercicios (los más notables desde los primeros), comenzó el doble proceso de arreglos y
preparación para los próximos. La rápida y permanente rehabilitación de muchas vidas, que durante muchos
años habían ido a la deriva de tan destructora manera, prueba que aun los mayores males del mundo pueden
ser aliviados, sólo con que puedan hallarse suficientes operarios que estén dispuestos a prestar atención
particular a los individuos que la hayan menester. Del fichero de vidas reconstruidas saco un ejemplo que
merece ser propuesto entre nuestras PRIMERAS series. Fue nuestro primero (único) -matrimonio en masa.
Tres de las chicas que formaban parte del primer contingente del Bentley Place se casaron en la misma tarde
del 29 de mayo. Ofició la ceremonia el Padre Creedon en presencia de un grupo de los nuestros. Luego, las
tres felices parejas fueron agasajadas con un té en "Santa María". El rasgo principal de aquel té fue un
impresionante discurso de uno de los novios. Dijo él que tenía que proclamar bien alto la profunda gratitud de
todos los miembros de aquel grupo de recién casados, por la transformación que se había operado en sus
vidas. Claro que aquel dicho hubiera sido para nuestros operarios pan comido. Podía no haber sido más que
la acostumbrada canción de sobremesa sin más trascendencia; pero no fue así. De haber estado vosotros allí
y visto aquellos rostros, por fuerza teníais que haber llorado. Desde entonces Bentley Place formó parte del
campo de operaciones de la "Legión", y recibió las visitas "legionarias" no menos de dos veces por semana.
Pero no vayáis a pensar que porque nos habíamos metido dentro y salido fuera sanos y salvos, llevándonos
con nosotros rico botín, ya por eso le habíamos perdido el miedo, y trabajábamos allí tan despreocupados
como cuando hacíamos nuestras visitas al número 25 de Blank Street o a otra cualquiera de las fonduchas de
chicas del arroyo. No, no fue eso ni mucho menos. Jamás tratamos a Bentley Place irreflexivamente, ni aun
en las últimas visitas que por allí hicimos. Para esta conducta nuestra ya tengo prevista una razón, a saber, la
atmósfera misteriosa y maligna que cubría aquella región no se despejaba ni aun acostumbrándose a ella.
Era otra razón el real peligro que amenazaba, aunque las cosas nos ocurrieran de muy diferente manera de
cómo se nos había pronosticado. Habíamos esperado algo parecido al salto de un tigre, que se abalanza
sobre el intruso en el preciso instante en que éste invade su cubil. Por el contrario, Bentley Place nos fue
como si el tigre hubiera permanecido tumbado y halagándonos de contento. Más nunca conocimos la hora o
el momento en que alguno de nuestros actos forzara demasiado aquella tolerancia felina. La escena de
aquella noche del sábado nos educó y formó, pronta y cumplidamente. Cuando nos retirábamos, comenzaba
a cerrar la noche; sin embargo nos habían ya ofrecido infinidad de posibilidades. Fue un rompecabezas saber
por qué no hubo un asesinato aquella noche o cualquiera otra. El rompecabezas señalaba la moraleja.
¡Hubiera sido tan sumamente fácil habernos hecho papilla a nosotros, que allí nos metíamos para dar al traste
con la vida e intereses del lugar! ¿Y por qué no ocurrió algo tan lógico?

Si no fue así en los comienzos, ¿por qué no lo sería a medida que se desarrollaba nuestra campaña, cuando
ya se veía que nosotros no solamente éramos enemigos de la industria local, sino que también destruíamos el
comercio, saliendo triunfantes y llevándonos a las chicas? Violábamos, por ejemplo, el secreto de aquella
guarida del vicio. Imaginaos la cara de vergüenza que pondría un caballero cuando de manos a boca se
encontró allí, cara a cara, con dos "legionarios" que trabajaban con él en la misma oficina de la ciudad.
Descubrimos que eran éstas las razones de permanecer indemnes allí, según las vamos analizando: no
entramos en aquel lugar como si fuéramos en busca de las chicas y tratásemos de hacernos amigos de ellas

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solas, sino de todos. Nunca llegamos a la conclusión de que, porque las chicas eran en cierto modo
explotadas, y esto estaba a la vista, no eran ellas las que pecaban, sino los otros los que pecaban contra
ellas. Eran ya los villanos verdaderos corifeos de la tragedia, los capitostes, las matronas y los hombres que
allí acudían. No hicimos causa común con nadie, ni tomamos parte en sus querellas o disputas, y
cualesquiera prejuicios que nos hubiéramos forjado los disimulábamos dentro de nosotros. Procuramos
precisar nuestros pensamientos sólo en el sentido de las almas que allí encontramos: un montón de almas
perdídas, tan mala una como la otra, destruyéndose las unas a las otras; y que, a pesar de todo, ninguna
poseía una dosis terrible de malicia. A todos hablamos resueltamente sobre las ofensas hechas contra Dios,
la pérdida de la gracia y el daño que hacían a otras almas; pero nunca se lo dijimos en son de ataque, nunca
como enemigos de su vida. De nadie fuimos partidarios, a nadie le susurramos: "¿Sabes?, me han contado",
a nadie amenazamos ni juzgamos. Tratamos de ser simpáticos con todos, no precisamente porque nos
sintiéramos unos perdonavidas, sino porque llevábamos con nosotros la idea fundamental de que para
aquellas gentes éramos los exploradores de Dios, la aspillera por donde les entraría un rayito de la gracia. Tal
vez la grande y única oportunidad de que enderezaran lo que más les interesaba. El milagro de María Weber
con toda su grandiosidad vino a subyugarnos, y también a hacernos conocer que nuestro papel era ser meros
y sencillos instrumentos, y, además, que la Omnipotencia se había dignado servirse de aquellos instrumentos
y que probablemente querría continuar haciéndolo así, si no abandonábamos aquella nuestra tarea en
Bentley Place. Lo más extraño entre todo fue que al primer vistazo conocieron la naturaleza de nuestra misión
y dieron crédito a la pureza de intenciones que allí nos llevaba. Comprendieron que a nadie queríamos hacer
daño; que no teníamos segundas intenciones. Nuestras operaciones fueron acogidas por aquella ciudad de
almas sin ley como verdaderos esfuerzos del Dios Bueno para atraparlas, y aun las más duras acabaron por
ablandarse en cierta manera y responder a la llamada. Así fue cómo el pueblo de Bentley Place se sometió a
nuestras correrías por su reino. También es verdad que, hasta cierto punto, pusimos a todos a la defensiva,
tanto que tuvieron y presenciaron sin ofenderse las negociaciones que acabaron por destruir el modo de vivir
de todos y cada uno de ellos. Sólo pensar en aquellos sucesos tan lejanos es, ya por sí, extraordinario. El
hecho mismo FUE extraordinario. Pero aquella miseria era, ni más ni menos, una delgada costra, como tengo
dicho; debajo de ella bramaba un volcán que, en cualquier paso en falso, aun de una manera inocente y
accidental, podía explotar y abrasarnos a todos. Y no había por qué pararse a pensar en musarañas. Así, por
ejemplo, el siguiente incidente pudo habernos cerrado la salida para siempre. Encontramos un día a dos
chicas en el cuarto superior del número 1 de la calle Trustes (una de las tres calles infectadas que formaban
la zona conocida por Bentley Place). Estaban en la cama, y eso que bien entrado era ya el día. Las chicas
estaban de buen humor y tuvimos una larga charla con ellas.

Una de ellas, Ana Carey, era católica; la otra, protestante y conocida por Manchester May. El remoquete
publicaba su lugar de origen. Había venido a Dublín con un hombre; se separaron y ella vino a caer en
Bentley Place. Mientras charlábamos con la pareja, logramos inclinarlas a nuestro modo de pensar y la
promesa de Ana Carey de que al día siguiente se vendría con nosotros. Y nos retiramos todos tan contentos.
Al día siguiente y a la hora señalada fuimos a la calle Trustes. Pero la puerta estaba cerrada y la ventana de
la derecha con la persiana echada. Llamamos y llamamos y nadie nos respondía. Preguntamos por fin en la
puerta vecina y nos dijeron que las dos chicas se habían ido la noche anterior y no habían vuelto. La cosa
entraba dentro de lo ordinario. Podía bien significar o que habían sido arrestadas o que se habían ido qué sé
yo dónde ni con quien... Para nosotros era ya cosa ordinaria llevarnos chascos; casi era el pan de cada día.
Así que estoicamente nos fuimos. Pero cuando ya estábamos a alguna distancia, atravesamos un grupo; y allí
escuchamos una observación, significativa de que era una vergüenza burlarse de la gente. Y esto nos sonó
como si en el número 1 nos la estuvieran pegando. Desanduvimos lo andado. Llamamos de nuevo.
Examinamos las persianas. Eran de forma anticuada y giraban sobre bisagras exteriores. Comprobamos que

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con un poco de fuerza se las podía hacer saltar. La ventana no tenía el cerrojo echado y se abrió con
facilidad. Mientras estábamos en esta faena esperábamos por momentos la llegada de hombres airados,
forzudos, decididos a tomar venganza. Pero nadie se presentó a estorbarnos. Los mirones optaron por
tomarlo a chunga. Saltamos por la ventana, subimos la escalera y hallamos a nuestra pareja dormida
profundamente. Las despertamos y nos encontramos con que Ana Carey había cambiado de modo de pensar
en cuanto a venirse con nosotros y estaba reacia. Fue inútil todo razonamiento y acabó por volvernos la
espalda, disgustada y dispuesta a seguir durmiendo. Y ocurrió lo que menos esperábamos. Manchester May
nos escuchó mansamente y dijo que ella era la que se vendría con nosotros. Y sin más se levantó de la cama.
Poco después nos hallábamos camino de la Hospedería. Esta maravilla tuvo su digno remate. Un mes más
tarde, aquellos dos "legionarios" estaban de pie, uno a cada lado de Manchester May, en la capillita lateral en
San Nicolás Street. El Padre Creedon era quien la recibía en la Iglesia y ellos eran sus padrinos. El paso
inmediato fue la restauración de una familia deshecha y el retorno de May son sus pobres hijos. Aquel feliz
arreglo, que nunca volvió ya a trastornarse, fue el resultado de nuestro asalto con allanamiento de morada.
Desde luego, que en aquella atmósfera traicionera la cosa fue un arriesgarse por todo lo alto. Pero el premio
alcanzado demostraba que habíamos obrado bien y prudentemente. Muchas cosas hechas en aquellos
animados 1 tiempos de Bentley Place podrían ser igualmente juzgadas como imprudentes. Pero no son los
críticos los que ganan las batallas. Jamás aquellos actos fueron impensados, ni palos de ciego; y de ordinario
daban en el clavo, o, por lo menos, no hacían daño. Nunca se hubiera comenzado a hacer aquella campaña,
y estoy seguro de que no se habría completado, si hubiéramos centrado nuestros pensamientos en la
delicada operación de bailar al son que nos tocaran quienes, por lo general, emplean equivocadamente la
palabra PRUDENCIA. La prudencia verdadera es una virtud cardinal; no ha de ser, por consiguiente, ni más ni
menos, una carátula que marque de modo fijo e inflexible "el camino trillado, el camino seguro"... de no hacer
absolutamente nada. He aquí la prueba, como nos tiene dicho el gran Papa Pío XI: "Debe ser la prudencia tal
y como lo define la Sagrada Escritura y como no se cansa de recordarnos: la prudencia de los hijos de Dios,
la prudencia del espíritu; no ha de ser nunca lo fue la prudencia de la carne, que es débil, perezosa, estúpida,
egoísta, miserable". Hubiéramos querido entonces tener a nuestro alcance esas nobles palabras, cuando
aquella torcida clase de prudencia se nos restregaba en las narices como si fuera esencialmente malo
aventurarse a correr algún riesgo, tanto que casi acabamos por tenernos por culpables, camino adelante.
Pero pienso que ya debo procuraros un conocimiento completo del sistema de aquel lugar, contándoles
algunos detalles que aún no he narrado. Tenéis que perdonarme el que, accidentalmente, indique algunos
otros ya mencionados. La señora Curley era allí la más rica propietaria.

Tenía ocho casas con otras tantas matronas al frente. Regía una sencilla distribución de dividendos. De toda
ganancia se hacían tres lotes: uno para la señora Curley, para la matrona el otro y el tercero para la chica.
Las ganancias procedían: a) del tráfico fundamental del lugar; b) del robo; c) de la venta de bebidas. Si se os
preguntase y tuvierais que decidir cuál de los tres renglones producía más ingresos, probablemente los
catalogaríais como están. Pues no, Señor; el orden es el contrario. Los licores eran los que daban mayor
rendimiento. Debo explicarme. La bebida no se vendía allí a precios ordinarios, sino según aquel dicho: el que
quiera gastos que los pague. Por lo regular, comenzaba allí a correr la bebida cuando se cerraban las
tabernas que tenían licencia; así era como no había competencia exterior e imperaban en Bentley Place
precios de monopolio. La bebida) ordinaria era la cerveza fuerte. Se vendía por vasitos pequeños; y una
botella llenaba tres de ellos. Y había que pagar un chelín por botella descorchada. En aquellos días, y vendida
al por menor, costaba cada botella dos peniques. Podéis suponer, por tanto, cuál sería la ganancia, que es
cosa fácil. Tal vez se os ocurra preguntar: ¿Pero, podía consumirse mucha bebida con tales precios? Sí,
corría como el agua del río. Un hombre, cuyos nervios están próximos a la borrachera, da cualquier precio por
un trago más. Muchísimos eran los que allí iban casi únicamente por beber. Además, se ponía una especial

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atención por inclinarlos a la bebida en parte por las pingües ganancias que dejaba y en parte porque así se
les preparaba para la segunda fase, el robo; se tenía sumo interés en que la chica tenía que robar al hombre
lo que tuviera, y el producto iba al montón de los futuros dividendos.

Detrás de la señora Curley, venían otras propietarias menores. Era la principal entre ellas la señora Moore,
que tenía tres casas, y Michita Carr, con dos. Estas últimas eran a la vez propietarias y matronas; lo cual
quiere decir que se ahorraban las matronas de las cuales dependía la señora Curley. Y significaba también un
acuerdo financiero distinto en esas casas. La división de los despojos se partía en dos y no en tercio, siendo
una mitad para la propietaria y otra para la chica. Parecería por lo antedicho mejor negocio el de estas últimas
chicas que el de las de la señora Curley. Pero éstas miraban sus casas como algo superior; así que, en el
engranaje del sistema, había evidentemente un ajuste que las compensara.

Sobre estas propietarias había intereses muy grandes, ex-propietarios que habían hecho su dinero y que
ahora vivían lejos de la zona, con el pretexto de haberse retirado; pero que, con más de un dedo, tomaban el
pulso a su antigua propiedad. La mayor parte de las chicas estaban al servicio de las casas. Pero había
también un número notable de particulares. Tenían éstas sus propios cuartos en alquiler y eran por completo
piezas de ocasión en el negocio. Tenían éstas que buscarse su propia caza, cosa que a las chicas de las
casas no les preocupaba ni poco ni mucho. En total calculamos que al tiempo de comenzar nuestra campaña
había unas doscientas chicas entregadas al negocio en Bentley Place.

CAPÍTULO DIECISEIS: DAMOS UN GOLPE MORTAL.

De ordinario suele imaginarse la vida de estas chicas como un encanto y un placer continuados. ¡Oh, qué de
vestidos preciosos, de alegres impresiones, de risotadas, qué de fiestas y sin tener más que hacer sino gozar!
pero jamás hubo espejo parabólico que tuviera una imagen tan falsa como ésta. La risa (siempre al borde del
llanto) y la excitación, salen del fondo de una botella... y de allí ha de continuar saliendo, porque, si no, la
pena de hallarse solas se les echa encima; de ahí proviene el que casi todas estas chicas beban. Es cierto
que el vestido podrá ser llamativo; a veces, precioso. En cierta ocasión vimos en el espacio de una o dos
horas, aparecer una chica con tres vestidos completamente distintos y los tres costosos. Pero toda aquella
elegancia representaba un peso mortal de deudas, que oprimía a aquellas elegantes con el agobio del
esclavo. Con mucha frecuencia aquella carga de la deuda perduraba más que los mismos vestidos. ¡Encanto!
Lo será tal vez... en tanto en cuanto la palabra dé idea del brillo de oropel. ¡Pero si llegaseis a conocer tan
sólo lo que vimos en el curso de nuestras aventuras en Bentley Place! Las vidas de aquellas pobres chicas
desgraciadas eran tan sólo negocios sucios y comercio de lo más vil que se puede concebir, siempre
agarrotadas con la perentoria necesidad de dinero para ir cubriendo sus deudas y procurarse bebida.

Donde impera la bebida, no hay que ir a buscar ni siquiera la decencia común y ordinaria. Incluso donde
Bentley Place presentaba un poco de decoro no pasaba de ser una capíta de barniz para encubrir su
inmundicia. Era cosa general la contaminación de la enfermedad. Todas y cada una de las chicas, aun la
mejor y más elegantemente vestida, la habían tenido o la tenían o pronto la tendrían. De toda nuestra
experiencia en Bentley Place sólo conocimos una chica que no se hubiera contagiado... y aun este caso único

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necesita cierta explicación. Y aquél era el sitio encantador, a donde los hombres acudían en tropel. Tal era
aquella diversión que más de una joven honrada y pobre vio con suficiente reflexión, pero de lejos. Chicas
que vivían fuera de la zona en fonduchas, acudían acompañadas de su pareja. Había allí suficiente número
de cuartos para tales visitantes, a la tarifa ordinaria de diez chelines por noche. Se vendían bebidas en cada
casa; mejor, en cada cuarto. Allí vivía mucha gente que sólo se dedicaba a la venta de bebidas y no a otro
negocio más sucio. La usura estaba a la orden del día, como es natural. Para cualquier cosa los visitantes
habían de pagar al contado sin remisión; pero entre los habitantes del lugar era más ordinario hacerlo al fiado
y no al contado, y el interés que se cargaba era algo asombroso. La mayor prestamista era la señora Brewer,
la Pink Leroy antes mencionada. Por bajo de ella seguían otras personalidades de menor tono, para acabar
con los miserables que prestaban seis peniques con un interés de dos peniques... a veces por semana, y a
veces por día, según lo estipulado en el préstamo. Toda la zona dependía por completo del tráfico, hecho de
uno u otro modo. En algunos casos, aquella dependencia sólo era funesta de manera indirecta. Muchas
mujeres vivían sólo para hacer la colada, la costura o la cocina para las chicas. Era cosa rara, aunque sí una
realidad, que hubiera allí algunas jóvenes que trabajaban en las casas y eran muchachas normales.
Pululaban allí chiquillos a montones, cosa en verdad muy lamentable, mitigada o agravada según como lo
mires, por el hecho de que allí todo pasaba como la cosa más ordinaria. Se metían los chiquillos en todos los
cuartos, pasara lo que pasara, olfateando siempre la ocasión de ser enviados a la vuelta de la esquina a
comprar un paquete de cigarrillos o una caja de fósforos y ganarse así una propina generosa. Añádanse a
estos detalles otros suministrados en capítulos anteriores, y tendréis una idea general del negocio establecido
en Bentley Place. Imaginaos ahora a nuestros "legionarios" en medio de esta balumba, moviéndose por todas
partes como si fueran vecinos del lugar, y aclimatándose al lugar y el lugar a ellos; acercándose a todos y
tratando de hacerse amigos de cada uno: las chicas, los matones, los trabajadores en las casas, los
taberneros, los prestamistas, las matronas, los capitosos, los visitantes y la fantástica variedad de moscones y
toda la morralla; escuchados con atención y a veces con lágrimas, tratados con indiferencia, siendo objeto de
burla, de malos tratos, corriendo así la escala de arriba abajo, según el temple de Mable, la Lena, la Bridie, la
Mollie, la Patricia; pegar la hebra con la Avispa, sentada en el alféizar de la ventana, mientras otro lo hace con
Juanita Mullen en la sala, con el enfurruñado Cruher Kelly en la escalera, o haciendo amistosas muecas con
Billy Hill, cuando vuelve a asomar las narices...

Todo esto, o algo semejante, pueden representar lo que era visitar una sola casa. A veces se nos ofrecía té.
Entonces debíamos aceptarlo por temor de ofenderlos cosa que hubiera sido seria. En circunstancias
normales, después de horas y horas de cháchara, una taza de té sería cosa de apreciar: pero, no allí, ni en
aquellos cuartos saturados de vicio y de cosméticos, donde cada partícula de comida, cada detalle en el
modo de servirla, era para nosotros objeto de repulsa y de recelo. Fuimos golpeados un par de veces, pero no
fue más que por Dizzy Johnston, que estaba loca. La indignación por ello se encendió tanto en el lugar contra
la pobre, que Dizzy hubo de escapar para salvar la pelleja. A los caballeros visitantes no les hacía mucha
gracia el ser entrevistados; sin embargo, algunos fueron menos esquivos. A éstos les hacíamos caer en la
cuenta de sus vidas. Con frecuencia tomaban a risa las fatigas de nuestros "legionarios"; pero nunca fueron
tratados con rudeza. Alguna que otra vez lograron los nuestros alguna buena respuesta, y aun algunas
promesas. ¿Cuál sería su resultado? Por sabido se calla, que con frecuencia nuestras "legionarias" se veían
acosadas por algunos hombres. Pero sucedía cuando desconocían su identidad y, al caer en la cuenta cosa
que en ocasiones se logró con dificultad, cesaba toda solicitación. He dado arriba una letanía de nombres
(nunca los verdaderos). Y no fueron para nosotros meros nombres. Cada uno fue una batalla; cada uno una
página de esta febril historia. Descubro una página y luego otra, para haceros ver como seres reales estos
nombres. Billy Hill descendía de un vil matón. Por eso precisamente hay que juzgarle como una víctima de las
circunstancias; porque su conducta para con nosotros fue siempre sin tacha. Así era él un ejemplo de la

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trastornada naturaleza del lugar, donde la decencia y la perversidad corrían parejas, como las rayas del tocino
entreverado. Dondequiera que le encontrásemos, siempre estaba dispuesto a servir a los "legionarios". A su
tiempo se casó con una de nuestras chicas, de la cual había sido amigo, y los dos hicieron una buena pareja.
La otra página que os presento es la de Avispa Nealon. Por mucho tiempo había vivido la vida de Bentley
Place. Una "legionaria" logró adentrarse en su corazón, y un día la Avispa llegó a la Hospedería con la
"legionaria", rehusando toda otra compañía. ¡Fue una hazaña! La "legionaria" era joven y fina; el día era el
lunes de Pascua y el camino que hubieron de tomar eran las calles céntricas llenas de gente y al mediodía; la
Avispa, que estaba borracha perdida, rechazó obstinadamente la idea de ir en coche. AI llegar la "legionaria"
resumió sus propios sentimientos en este dicho: Casi me muero. Y nota que el terrorífico accidente se cumplió
al pie de la letra. Aquel incidente y otros de calibre semejante, sirvieron para forzar el temple de la "Legión",
tanto que, desde entonces, esas cosas entran dentro del curso ordinario. De lo dicho sacaréis también que,
sea lo que fuere, el trabajo no era monótono. En realidad de verdad, debió proporcionar al corazón una o dos
palpitaciones de más por minuto. Y no tenía ese grato sabor que a veces tienen las empresas difíciles y
arriesgadas. Los "legionarios" lo aborrecían de corazón, según decían. Nunca hasta el fin lograron dominar
aquella peculiar nerviosidad que se les echaba encima, siempre que habían de volver a aquella zona. Sin
embargo, había rivalidad entre ellos por ser incluidos en el grupo que iría. Mientras iba nuestra gente
cualquiera de aquellas tardes hacia Bentley Place, quedábamos los demás sin imaginar siquiera lo que
pudiera aguardarles. Acaso viniera a ocurrirles el siempre temido contraataque, desencadenado al fin por
nuestra táctica devastadora. Pudiera acaso convertirse en un avance triunfal, esto es, en nuevas conquistas.
Sería más probable pensar que, después de horas y horas de hablar hasta el agotamiento, volvieran a casa
sin fruto aparente. Lo ordinario era que cuando una chica, después de pasar por todos los grados de la duda,
se inclinara hacia la persuasión y aceptara el venirse con nosotros, enviáramos a cualquier persona en busca
de un coche casi siempre de aquellos antiguos de cuatro ruedas y en él salíamos intrépidamente para "Santa
María". Allí nos recibían con júbilo. Las chicas se amontonaban en el zaguán, curiosas por saber quién era la
última. Las antiguas compañeras renovaban amistades. Las conquistas, aunque se sucedían de manera
irregular, iban, sin embargo, adquiriendo con el tiempo proporción. Algunas se escapaban de nuevo; pero
luego venía la recuperación de muchas de ellas. Por mucho tiempo no pudimos hacernos idea del resultado
general que íbamos obteniendo. Por decirlo de algún modo, lo deducíamos del número de peces que íbamos
sacando; pero no advertíamos la capacidad del estanque de donde los sacábamos. En razón de lo indefinido
de las cosas en aquel sitio, éramos como gente metida en una niebla cerrada, que se enrosca y se agranda.
El problema era mayor de lo que creíamos, así que, nuestros éxitos parecían también relativamente
insignificantes. Nos percatábamos de que era sumamente difícil lograr información. Era ésta una
desconcertante característica de aquel lugar; aunque no procedía de malicia ni de artimaña. Parecía como si
aquella misma gente conociera los detalles de lo que allí pasaba; así, por ejemplo, ni idea teníamos del
número de chicas, hasta que, al fin, las contamos nosotros mismos. Y este recuento exigió un conocimiento
no pequeño de aquella zona y de cada uno de sus habitantes. Tardamos por lo menos un año en lograr tal
conocimiento. Al acabarse aquel año, las cosas comenzaron a ponerse en claro. Estábamos dando un golpe
mortal a todo aquel sistema.

Ya era el tercer grupo de chicas que sacábamos fuera de Bentley Place. Y resulta claro, como la luz del día,
que aquel progreso nuestro tenía que llegar a un punto crítico. Aquel lugar se despoblaba sin remedio, si no
se adelantaba a destruirnos a nosotros. Las circunstancias no eran favorables para una batalla campal. Y así,
¿de qué lado se inclinaría la victoria y cuánto significaría realmente la derrota? Desde luego que, por el
momento, la iniciativa estaba de nuestra parte. No teníamos que pasar por la prueba de tener que pensar en
decidirnos. Nos bastaba con seguir dando golpes a aquel lugar. Y aquella gente seguía haciendo de mirona y
en nada nos hostilizaba. Y no era esto sólo. Eran hasta simpáticos con nosotros. Con frecuencia nos ofrecían

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y prestaban su ayuda. Sirva de ejemplo lo que dije de ir a buscarnos los coches. Casi siempre eran los
matones quienes nos prestaban este servicio. Y aquello no era sólo cuestión de volver la esquina; la parada
de coches más próxima distaba bastante más. Y, cosa aún más extraña, ocurrió el caso de un "legionario" o
"legionaria", separada de su camarada, que andaba qué sé yo por donde, allá entre las calles, tratando de
"pescar" algo. La chica quiso venirse entonces con nosotros. Así que hubo que ir a buscar al "legionario
perdido" y alquilar un vehículo. Además, había que preparar a la chica para el viaje. Lo cual implica, a veces,
el lavarla y volverla a vestir. Una "legionaria" no puede atender a todas estas cosas. Y por un momento que
volviera la espalda, podía la chica desaparecer como si se hubiera evaporado. Cierto que aquellas dos
"legionarias" no quisieron separarse la una de la otra, su reglamento se lo prohibía. Pero si dos chicas de
aquellas simultáneamente le daban vueltas a la idea de emprender una nueva vida, es cosa que excede a la
naturaleza humana o acaso una inspiración apostólica el que no sigan las "legionarias" una a otra y que su
empresa las arrastrase por fuerza en dirección opuesta a la una de la otra. ¿Quién irá y buscará a la
"legionaria"? ¿Quién buscará el coche? Y mientras estas cosas se hacen, ¿quién vigilará a la chica, y cuidará
de que no se escabulla? ¿Quién? Concederéis de grado que las personas menos de fiar para tales encargos
son las matronas mismas o un matón de los que por allí zanganeaban. Y sin embargo, en no pocas ocasiones
de ellos nos fiamos, e hicieron honor a la confianza que en ellos depositamos. Y tanto* que las "legionarias"
número 1 y número 2, volviéndose de prisa, encontraron a la chica dispuesta para acompañarnos. Del hecho
de haber hablado yo de llevarnos las chicas directamente a la Hospedería se ve ya que habíamos dado de
lado a nuestro antiguo principio de "no admisión sino por las puertas de los Ejercicios". Ahora ya las
recibíamos conforme se nos presentaban. Cuando teníamos esperando cinco o seis chicas por ejemplo,
resolvíamos tener unos Ejercicios.

De ordinario visitábamos la zona por lo menos dos veces por semana. Pero cuando teníamos a la vista unos
Ejercicios, acelerábamos el ritmo. Solíamos ir todos los días de la semana que precedía a los Ejercicios. En
tales ocasiones se empleaban muchas parejas de "legionarios", con el fin de echar las redes, de tal modo que
cubrieran por completo la zona maligna y las fonduchas de baja estofa. Al comenzar los Ejercicios, habíamos
de tener unas quince nuevas. Estas, con las que estaban alojadas en la Hospedería, planteaban el difícil
problema de acomodarlas para dormir. A veces teníamos que aprovechar incluso trasteras o rellanos. En
relación con los ejercicios de 30 de mayo de 1923 (los inmediatos a los primeros de Bentley Place y de los
cuales ya hice mención), se encuentra uno en las actas con una alentadora nota de que una amiga se había
ofrecido a alojar en su propia casa, cada noche de los Ejercicios, a cinco o seis chicas. No era ella
"legionaria"; pero aquel su generoso acto provenía del espíritu que irradiaba la Hospedería y que hacía que
sola ésta hiciera posibles los milagros de rehabilitación espiritual que allí se llevaba a cabo. Ya desde mucho
antes habéis visto en esta narración uno de los lados de nuestro cuadro: la "pesca" de las chicas. Pero el
manejarlas era mucho más difícil, sin comparación. ¡Qué infinita paciencia, qué abnegación infinita, que
infinita fe necesitaban para cada caso! Pero aquella sencilla simiente, a la manera de la de Cristo, daba una
dorada cosecha en medio de las espinas y pedregales, como si hubiera sido puesta en tierra abundante y
fértil. Seguía sin cesar el sistema de acomodo de chicas que ingresaban y salían de la Hospedería, que
marchaban a sus empleos en hospitales, a los Asilos de la Magdalena; que se dirigían a sus casas; que eran
bien casadas, instruidas, recibidas en el seno de la Iglesia; y algunas que fallaban, pero esto sólo significaba
que había que ponerlas de nuevo en la lista de "búsqueda". La espina dorsal y fundamento de toda esta
actividad era una sola cosa: la abnegación de los sacerdotes y de las mujeres que dirigían la Hospedería.
Alguno tenía que descubrir esto. Su amor por almas tan difíciles era indomable, heroico. Sobrepasaba todo
razonamiento, era invencible, hasta cuando era derrotado; confiaba, incluso cuando toda esperanza había
sido muerta y sepultada. Aquella firme actitud frente a casos que se dicen desesperados no se apoyaba tan
sólo en la fe, sino también en la experiencia. Una serie completa de episodios asombrosos había demostrado

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la verdad de aquella ley divina tan original y enérgicamente expresada en un antiguo proverbio español: "Dios
mío, coge cuanto quieras; pero paga por ello". Uno de los episodios ocurrió con la norma legionaria de no
presentar nunca los trabajos con las caras de "prometedor", "no prometedor", "sin esperanza", que han sido
incorporadas al Manual Oficial de la "Legión". La narración de tal episodio en su afán de ser breve el Manual
fue reducida. Así que voy a contarlo de nuevo, tratando de revestir aquel esqueleto. "A un "legionario" de
vasta experiencia entre los pecadores más depravados de una gran urbe le fue preguntado si alguna vez
había dado con uno verdaderamente imposible. Aunque como a buen "legionario" le repugnaba confesar que
existía semejante categoría, contestó que muchos casos eran terribles, pero- pocos imposibles. Al instarle
más admitió como de pasada que conocía uno sólo capaz de entrar en dicha categoría. Aquella misma tarde
le fue dado un solemnísimo mentís".

Pasadas ya las siete y media y acompañado de otros dos legionarios entró en Bentley Place, para hacer la
acostumbrada visita del viernes. Llevaba debajo de su brazo una estatua del Sagrado Corazón, de unos
cuarenta y cinco centímetros de alta, y con destino a una familia de aquellos contornos. Iba envuelta en papel
oscuro y de manera tan poco elegante, que no podía adivinarse qué fuera en aquel envoltorio. Al pasar los
"legionarios" por una acera, fueron saludados a voz en cuello desde la acera de enfrente por una chica, que
se llamaba Nance O'Neill. Estaba sentada con otra chica en el alféizar de la ventana. Era la chica a quien dos
horas antes el "legionario" había escogido, entre todos los casos difíciles que le daba su experiencia, como el
más duro en toda la extensión de la palabra, y de hecho, como el único caso desesperado. Acaso, la
conversación de aquella tarde tuvo algo que ver con el hecho de que los tres legionarios" se pararon y
atravesaron la calle, al ser saludados por ella. Probablemente hubieran hecho lo mismo sin ser saludados.
Siguió un rato de broma entre las dos fuerzas adversas. Luego, los ojos de Nance se pararon en el envoltorio.
¿Qué es eso?, preguntó. Con esta pregunta el espíritu del mal debió de meterse en el "legionario". "Nance,
esto es una cosa de la cual nada entiendes". "No importa, dime, ¿qué es?". "Será inútil, ¿para qué? ¡Si no
entenderás nada!". "No digas eso. Después de todo, quiero saber qué es". "Oh, es una cosa que está muy
lejos de tus alcances. Pertenece a un mundo muy distinto del tuyo". "Mira, me lo dices, o me muero de
curiosidad. Sé mucho más de lo que crees". "¡Tal vez!, pero tú, de esto no entiendes nada. Y aunque te lo
enseñe, no te interesará". Y así siguieron hasta que Nance vino casi a enfermar, con tanto mortificarle la
curiosidad. Por fin, su atormentador le dijo resignado: "Bueno, Nance, tú verás lo que haces; pero es perder el
tiempo y a lo mejor te llevas un susto". En seguida, cogió el papel por donde cubría la cabeza de la imagen y
la descubrió. Se dejó ver la cabeza de la imagen. Fue, tal como suena, un golpe para Nance. Por unos
momentos quedó sentada, como estaba, muda y mirándola, con la cara rígida, sin movimiento. Luego, habló
muy pausada: "¿Así es como pensáis de mí?". Nos quedamos de una pieza. No pensamos que pudiéramos
herirla, ni que tomara tan en serio aquella pequeña broma. Y nos agarramos a su última pregunta: "Nance,
¿cómo quieres que pensemos de ti?". "Y, ¿por qué me habéis de considerar como dejada de la mano de
Dios?". "Perdóname, Nance, si te he molestado. Bien sabes que no quiero tal cosa. Y continué: Siempre has
sido tan buena con nosotros desde que por aquí venimos; y no tenemos para ti más que agradecimiento. Pero
siempre nos has parecido, un poquito, dura de pelar. Ninguno de nosotros ha visto en ti ni una pizquita de
amabilidad, cuando de religión se trataba". "Bien; pues en esto estáis equivocados replicó ella. Cuando vuelva
yo a Dios, no será como algunas, para volverme atrás". "Nance, ¿dices que algún día serás buena?". "Sí".
"¿Cuándo será?". "Acaso antes de lo que pensáis". "¿Por qué no ahora, Nance?". Hubo una pausa. Luego
dijo: "Quiero". Se bajó del alféizar donde estaba y se fue a su casa a prepararse para la partida. Un cuarto de
hora más tarde, iba nuestro grupo camino de Santa María. Nance O'Neill fue tan buena como pronosticó en
su amenaza. Vuelta a Dios de manera tan singular, ya nunca le volvió la espalda. Dice un antiguo refrán que
la verdad suele ser más novelesca que la novela misma. Tan extraña es la historia de Nance que, de novela,
sería algo fantástico; y siendo verdad, como lo es, tiene que ser un milagro. De entre todos los malvados de

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una ciudad, se escoge con todo conocimiento de causa a uno que parece estar más alejado de toda
conversión. Y, sin embargo, en aquel preciso momento, aquella chica estaba destinada a ser la primera en
caer. Dormiría bajo el techo de Santa María aquella misma noche. Luego, se casará; y no sólo llevará a su
marido a la iglesia, sino hasta la misma pila bautismal. Seguimos golpeando a Bentley Place. Cada nueva
pesca va acelerando el día dé la crisis.

CAPÍTULO DIECISIETE: SANGRANDO COMO UN TORO.

Visitar Bentley Place era algo así como irse a otra parte del globo, es la frase que a uno se le ocurre, al
repasar las notas de las experiencias, escritas por diversos "legionarios". Aquel porte "exótico" no provenía de
la clase de visitantes que allí encontrarán (aunque sí crecía con ello), como por ejemplo aquella gran partida
de turcos perfectos con su tez rojo que allá se fueron derechos desde su barco. Y dicho sea de paso, aquella
visita acabó a farolazos sin compasión, porque a varios de ellos les habían robado todo. Aquel lugar estaba
lleno de vivos contrastes, a los que se añadía nuestra presencia. La suciedad se aliaba con la limpieza. Los
andrajos y el vestido de última moda iban del bracete como amigotes. Allí ni comida tenían algunos
pobrecitos, y verías también desayunos suculentos intactos, mientras que sus dueños bebían champán, o
cerveza si sois de paladar más sencillo. Por doquier y en cualquier parte, os exponíais a encontraros con la
sin par Pink Leroy, figura imponente, de más colorido que su propio nombre, enjoyada de pies a cabeza,
haciendo su recorrido con una mano extendida (por decirlo de algún modo) para recoger las deudas
semanales por los vestidos prestados, o por el dinero fiado; y la otra mano, cosa extraña de decir, haciendo la
colecta para sus favoritas obras de caridad. ¿Habría en toda la comarca mentalidad como esta?

Nuestra obra seguía libre de toda complicación. Había "incidentes" a porrillo. Bien que éstos estuvieran lejos
de ser accidentales; pero algunos fueron verdaderos malos ratos. Cada uno de los "legionarios" que allí
hicieron el servicio, guarda su recuerdo "favorito" de aquellos días. El preguntárselo viene a poner de
manifiesto el hecho interesante de que no siempre les hicieron mayor impresión los que llamaríamos truenos
gordos. Con harta frecuencia bastaba un pequeño incidente para enmarcar los más importantes sucesos en
su propio campo. Un ejemplo típico se encuentra en una carta que acabamos de recibir de "lejanas tierras".
Lo escribe Sor Evangelista, O. Padre Ella desempeñó un papel muy importante en los más conmovedores
acontecimientos de aquel entonces. Tenía el episodio grabado muy profundamente en su memoria. "El
número de junio de "María Legionis" es agradable a quien lo lee, y me lleva al tapiz del recuerdo, como si me
hallara en Bentley Place. ¿Se acuerda usted de aquella noche en que atrapamos aquel hombre horrible con
una inmensa cabezota? Era un ex-maestro. Llamamos a la puerta. Gritó que entrásemos. Pero la puerta no
se movía; así que... ¡una!, ¡dos!, ¡tres!... la empujamos y casi la arrancamos de cuajo. Nos sentamos en un
banco frente a su silla. Así como lo habrían hecho los niños en su escuela. ¡Oh!, ¡qué hombre tan rudo!
Después de una larga e inútil discusión con él, yo le susurré a usted: '<no pierda más su tiempo y elocuencia;
ese hombre tiene el diablo en el cuerpo». Algo debió de oírme y saltó mascullando furioso: "¿Qué dices tú?"
No me tocó pero perdí el equilibrio y caí por el extremo del banco. Este se contrabalanceó y le lanzó también
a usted patas arriba. Durante todo el tiempo que aún estuvimos con él, temí que acabara con usted y estaba
dispuesta a saltar sobre él, si lo hiciera».

Las presas que allí logramos eran típicas del lugar, una verdadera mezcolanza. Algunas de ellas estaban
estropeadas totalmente; otras eran guapas, encantadoras, si así lo preferís. Ni que decir tiene que estas
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últimas no hacía mucho tiempo que llevaban aquella arrastrada vida. Así es como las semanas se convirtieron
en meses y los meses en Ejercicios; y según hoy lo advertimos, cada uno de estos Ejercicios era para Bentley
Place como "el doblar las rodillas el toro en la corrida" o el toque de ánimas. ¿Quién sería el loco que dijo que
"no es encantador el doblar de la campana"? Sin embargo, aquel lugar presentaba un reto fanfarrón de "siga
la broma". A pesar de la merma constante de dirigentes, de casas y guaridas, pretendía conservar su aire de
baraúnda. A un casual visitante podría parecerle que todo iba "sin novedad en el frente". Mas, para nosotros
era claro como la luz del día que el momento crítico se nos echaba encima. Pero, en el propio Bentley Place,
eran conscientes de la realidad de su situación: si aún esperaba salvarse, tenía que atacarnos, embestirnos...
y cuanto antes. De otra suerte, estaba condenado a sangrar como un toro, sin esperar más que la puntilla y el
arrastre. Conocíamos nosotros muy bien cuan precario era nuestro dominio de la situación. Sabíamos que
cualquier movimiento suyo concertado, bastaba para lanzarnos por los aires y quedar en las astas del toro
para siempre jamás. Temíamos que, de ocurrir algún desorden, tendríamos contra nosotros a las mismas
autoridades. Mirada la cosa con las antiparras de la tradición, que ellas habían heredado de anteriores
gobiernos, apareceríamos ante ellas como una banda de fanáticos, empeñados en crear una situación
embarazosa para la ciudad, violando un pacto no escrito, un pacto odioso, es verdad; pero, ¿acaso no era él
mucho menos odioso que la propagación del vicio? Vistas las cosas con este color, infaliblemente habían de
vérselas con nosotros las autoridades. Y en tal caso quedaríamos desacreditados para siempre. Los
admirables resultados obtenidos hasta entonces, serían desconocidos y aun negados con descaro. ¿Y quién
puede razonar con uno que se atreve a negarlo todo? No habrá quien le haga apearse del burro; preséntesele
un milagro y se quedará en sus trece; vendríamos a ser copia exacta de la leyenda de don Juan Ross de
Bladensburg, constituyendo así un nuevo soporte moral a la antigua práctica de necia inactividad. Dejada en
paz la viciada zona, recobraría nueva y pujante vida. Nos quedaríamos sin fuerzas, sin apostolado. Y he de
decírselo a vosotros: aquella tolerancia no sería tal, sino más bien aliento y apoyo del vicio. Hubo un tiempo
en que estas nuestras futuras perspectivas fueron intranquilizadoras; pues irnos veinte meses después de
iniciada la campaña hicimos con algún esfuerzo un censo del lugar. Quedamos espantados. Contamos que
no quedaban ya en toda la zona ni siquiera cuarenta chicas; es lo mismo que decir que no eran ya ni una
quinta parte del número total que encontramos en los comienzos de la campaña. La pequeñez comparativa
de este número dio cuerpo a una idea. Teníamos que escribir al entonces Jefe de la Policía Metropolitana,
General Guillermo Murphy. Era tal vez el hombre más joven que ocupaba tan importante puesto y ya se había
ganado fama de enérgico y progresista. El objeto de nuestra comunicación era exponerle el progreso ya
logrado con relación a aquel viejo problema y recurrir a él, para que se dieran los pasos convenientes, a fin de
que la ley ordinaria se pusiera en vigor, esto es, la de cerrar todas aquellas casas. Es claro que aquella carta
habría de tener en cuenta todos los aspectos del problema. Y en especial, había de salir al paso el temor
común de que el mal se extendiese, que era la base de aquel sistema de tolerancia. Y aun en el supuesto de
que aquella carta fallara en su objeto principal, tendería por lo menos a hacer al Jefe de Policía simpatizante
con nuestro modo de obrar como lógico, deseable y esencial término medio entre la inacción y la acción
extrema. Se pensó bien esta proposición y aun se hizo el borrador de la carta. Tengo delante de mí aquel
viejo borrador. Nunca llegó a ser enviada. Aún más; ni siquiera llegó a ser escrita en limpio. Porque
intervinieron circunstancias de orden superior, sobrenatural, y cambiaron el curso de la historia que tomó
rumbo distinto. Esto no obstante, aquella vieja carta ofrece hoy una lectura muy interesante. Cuanto en ella se
decía era verdad. Está justificada aun ante la fría y serena mirada que ofrecen dieciséis años bien cumplidos.
La transcribiría aquí entera, si no fuera por su extensión y por el hecho de que muchos de sus puntos han
sido descritos ya. Además, no sería conveniente repetir aquí parte de su contenido. Este algo representaba
poner los puntos sobre las íes de ciertos argumentos que se daban en favor de la tolerancia y que en sí eran
un error craso. Sin embargo, como algunos de los temas no os serán conocidos, os los voy a dar resumidos:
"La existencia de este lugar continúa pervirtiendo el sentido moral de una ancha zona, que rodea a la
propiamente mala. Resulta incomprensible cómo queda aún un solo hombre en el orden moral. En la

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experiencia que nos ha dado el trato con los pobres de la ciudad, jamás comprobamos, a no ser en el
territorio dicho, una tentación mayor para muchas madres de familia, al parecer honradas, de lanzarse al vicio,
si las cosas se les ponían mal. La atmósfera de corrupción moral se masca allí y, en más o menos grados,
todos están de ella infectados.

El carácter de aquella gente, aun su físico, es notablemente inferior al de otras zonas pobres. Esta
concentración de chicas es naturalmente fácil coto para cualquier organizador o capitalista del sucio negocio.
Una vez metidos en él estos rufianes harán lo imposible por mantenerlo o desarrollarlo como su medio de
vida. Se buscaba a las chicas vestidas a propósito para hacer los vuelos ganchos. En el caso de ser
arrestadas (cosa que no ocurre sino cuando sale de la zona) se pagan sus multas y vuelven a ser puestas en
circulación. Sabemos de una chica arrestada, no ha mucho, tres veces en una semana, e inmediatamente se
pagó la multa las tres veces". Si se debilitara la raíz de esta organización, con sólo echar abajo toda tolerancia
pronto se advertiría que todo el tráfico de vicio decaería... del mismo modo como la bancarrota de un sistema
bancario arrastra en su ruina a innumerables casas de negocio. Pero, ¿y el otro lado de la cuestión? ¿La
destrucción de Bentley Place no vendría a significar que brotarían las casas, por todas partes, como los
hongos, ¡una en cada esquina! o, en otro caso, los pisaverdes y sinvergüenzas no harían imposibles las vías
públicas para las mujeres honradas? Tal es el punto de vista de la mayoría de la población que,
desconociendo en absoluto las proporciones del problema, vienen a aumentarlas con una pesadilla de
enfermo. Con relación a estos temores las cifras y hechos siguientes manifestarán lo que significa la limpieza
general de Bentley Place. Nos hemos ocupado en anotar los nombres de todas las chicas que actualmente
viven en aquella zona. Y saltaba a la vista el hecho de que el muy serio y, según se supone, incurable mal, se
concentra en no más de cuarenta chicas. En razón de la naturaleza del lugar ya detallado, este pequeño
número logra hacer cien veces más daño a los intereses morales y físicos de la ciudad, que el que haría el
mismo número si las chicas vivieran en fonduchas. El problema que se originaría cerrando las casas no es tan
fantástico como se supone. Se reduciría sencillamente a cuarenta chicas, cada una de las cuales nos es bien
conocida y cuyos movimientos circunstanciales podemos casi predecir. En lo que sigue trataremos de
adivinarlo o analizarlo. Como resultado práctico creemos que nuestra Hospedería, Santa Mana, se llevará la
mitad de aquellas chicas. De este grupo podemos decir que un tercio se nos marcha de nuevo a vagar por las
calles (no quiere esto decir que no volveremos a recobrarlas). Como contrapartida de esta pérdida, mayor
número entre las que no tenemos apuntadas como pesca vendrá más tarde a Santa María. De la otra mitad,
algunas irán a parar a las fonduchas para chicas del arroyo, donde ya estuvieron antes, y donde no
aumentarán en mucho la cifra actual Otras irán a particulares casas de huéspedes (donde de ordinario no se
les consentirá portarse mal). Y una o dos saldrán del país. De aquí se deduce bien claro que ninguna de las
antedichas categorías puede representar el tan temido contagio, la aparición de las casas, como hongos, en
otras partes de la ciudad. Creemos que en los comienzos tres o cuatro de las chicas pueden hallar ocasión en
alguna de las ya existentes casas secretas o (para ponernos en lo peor) en alguna nueva que abra alguna de
las harpías desahuciadas de Bentley Place. Esta posibilidad es cosa muy distinta del fantaseado crecimiento
como hongos. Y aun concedido sin dificultad, podemos seguir un poco más en el supuesto caso y ver qué es
lo que implica. En primer lugar, esa casa hará una fracción del daño que hará su número opuesto en Bentley
Place. Habrá de ser mantenida con mucho miramiento. Tales casas suprimidas de la zona tolerada, caen ya
bajo la férula de la policía que las vigilará y visitará sin contemplaciones. De ahí que debería ser ocultada su
calidad aun a los vecinos más próximos. Pues éstos la denunciarían a la policía. De ahí que cuidarían de no
hacer ruido; la tapadera estaría a presión. Por necesidad tendrá que haber bebidas. Pero siempre serían
racionadas. Porque el desenfrenado y estimulado beber de Bentley Place acarrearía escenas capaces de
llamar la atención de toda una calle. Conclusión: llegada apresurada de los policías, cierre de la casa, y unas
buenas multas a todo bicho viviente. De hecho, la existencia de tal casa sería un secreto para todo el mundo,

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fuera de un reducido círculo de adictos, gente resuelta a satisfacer el vicio, que en todo caso lo lograrían. Tal
casa sería desconocida al hombre ordinario y no le serviría de tentación. Además, el fin del continuo beber no
sería ya el señuelo que la arrastrara al principal negocio y a complicar a éste con la locura, el robo y otras
cosas.

En resumen, estamos convencidos de que el cierre del tráfico de Bentley Place sin peligro y con muy poco
esfuerzo eliminara la influencia más corruptora del país, y al paso, quitaría a nuestra limpia ciudad la roña y el
oprobio que sobre ella ha echado ese centro de corrupción". (¿Limpia ciudad? Sí, no peor que otra
cualquiera; y sin género de duda más moral que cualquiera otra del mundo. Tan cierto es esto como aquel
centro de corrupción. Manifestar este hecho y callar el otro sería decir la verdad a medias). Siguen luego los
nombres. Y advierto que en el caso particular de algunas, a quienes anotábamos como probables huéspedes
de fonduchas, hasta indicábamos la fonducha a donde irían. Este empeño de ser exactos lo basábamos en el
hecho de que aquellas chicas ya antes habían vivido allí; y era razonable suponer que allí volverían. Desde
luego que aquellos atrevidos cálculos nuestros podían tener sus fallos en el papel. ¿Cuándo fueron tan
obedientes los cálculos? Pero había en cambio aciertos que compensaban los fallos. Y aquel no era más que
el primer obstáculo, como una cadena de montañas que domina y se extiende, en perspectiva, sin contar que
las ganancias, a veces, se tornan en pérdidas; y éstas, en ganancias reales. Y en nuestro caso, el resultado
viene a ser lo mismo, poco más o menos. Tal era la carta. Ya tengo dicho que no.se envió. Si se hubiera
enviado, ¿qué efecto habría producido? Acaso ninguno: acaso un efecto contrario, cosa que en sí sería una
consideración interesante. Y así entró Dios a dirigir las cosas por otro camino... ¡y de qué modo! (si se me
permite usar de este americanismo tan expresivo que ahorra cincuenta superlativos), porque, a decir verdad,
lo que se siguió puede justamente ser descrito como una de las páginas más notables de la historia religiosa.
Si hay alguna más brillante, quiere decir que, o los historiadores no le han hecho justicia, o yo no he leído aún
lo suficiente. Y aquí va lo que sucedió.

Recordarán los lectores el nombre del Padre Ricardo Devane, como íntimamente ligado con los
acontecimientos que culminaron en los primeros y clásicos Ejercicios, hechos en Baldoyle. En el tiempo que
transcurrió desde entonces hasta el actual paso de nuestra historia, aquel hombre brillante iba siguiendo la
obra con todo interés y dirigió algunos de los Ejercicios periódicos en Santa María. Durante todo este tiempo
tuvo a su cargo la gran Casa de Ejercicios para hombres en Ranhfaraham Castle. Pero, en los comienzos de
1925, fue trasladado de este cargo a la dirección de las misiones; esto es, que su futura ocupación habría de
ser dar misiones por todo el país. Y ésta probó ser una feliz circunstancia, aunque el Padre Devane no miró el
cambio con mucho agrado. Siempre ocurre lo mismo: Dios prepara sus mejores píldoras en cápsulas lo más
amargas para nuestro paladar y escribe derecho con renglones torcidos. Pues bien; en el año de 1925, tocó
en suerte a los Jesuitas dar la misión anual de Cuaresma en la calle Marlborough o Parroquia de la Pro-
Catedral. Cada una de las Órdenes Religiosas entraba en el turno para dar estas misiones. La primacía de
esta Parroquia aconsejaba que el privilegio de darle misiones fuera por turno. Tres sacerdotes fueron
designados para esta misión, que habría de durar tres semanas, y que comenzaría el domingo de
quincuagésima. El Padre Devane era uno de estos tres; de haber él seguido encargado de la Casa de
Ejercicios de Ranhfaraham, es seguro que no habría tomado parte en la misión. Los otros dos fueron los
Padres Ernesto Mackey y Daniel Roche, a quienes nosotros no conocíamos personalmente. La fama del
Padre Mackey se ha difundido hoy por todas partes. Intrépido, de ideas profundamente espirituales, así es en
sus rasgos más salientes. El Padre Roche había sido un soldado que se distinguió en la Guerra Europea;
sirviendo en los ejércitos franceses e ingleses y condecorados por unos y otros. Estos tres presentaban en
efecto una providencial (y usamos la palabra en su significado genuino y no aquella otra, sin alma, de

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afortunada) elección, porque el negocio habría de ser delicado y arriesgado por demás. Pues nótese bien que
Bentley Place caía dentro de la Parroquia, aunque apenas pueda decirse que le perteneciera.

Tan pronto como se dispuso la misión, el Padre Devane trató el asunto con nosotros. Nos declaró que él
consideraría la misión como un fracaso monumental, si ella no daba la puntilla a Bentley Place. Acaso
vendréis a decirnos y ¿por qué darle la puntilla? No había en el mundo cosa más difícil, pues jamás hubo
misión que se acercara a la zona, ni que la mencionara siquiera. Ello era una participación del histórico y
universal miedo al coco del espantajo de hacer daño..., del contagio del mal. Además, ¿qué punto de vista
tomarían sus otros dos hermanos? ¿Acaso el ya anticuado? Y no sería el Padre Devane el Director de la
Misión, sino el Padre Mackey. Puede uno imaginarse fácilmente, como si la oyera, la discusión entre los
Padres: "Nadie lo hizo jamás..., Juan Ross..., el desastre número 1... ¡Será mejor no menearlo]". Tal vez este
no menearlo era como la última palabra del Credo. ¡Ah! No. Dios conocía a sus hombres... Él los había
escogido.

CAPÍTULO DIECIOCHO: LA QUINCUAGÉSIMA.

La Quincuagésima, era la cual habría de comenzar la gran Misión, resultó ser el domingo anterior al de la
Misión. Se aproximaba aquel día y llegó prácticamente sin haber resuelto la cuestión de si la Misión tendría
que ver o no en la historia de la zona maleada. El Padre Devane no había tenido ocasión de discutir el asunto
con sus compañeros Jesuitas, como lo hubiera deseado. Explicaré por qué hubo de ser así. Los tres no
trabajaban en equipo. Cada uno tenía sus ocupaciones en campo diverso. No habrían de juntarse hasta la
víspera de la Misión, llegando cada uno acaso del Norte, del Oeste, del Sur y aun del Este, para, después de
predicada la Misión, irse cada uno por su lado. A las ocho de la noche se inauguró la Misión. Hacia las ocho y
media entramos en la Catedral. Estaba en el púlpito el Padre Devane, predicando el sermón de apertura.
Poco más que mediada de gente estaba la iglesia. No era para entusiasmarse, si se consideraba el hecho de
que era la mayor parroquia de la ciudad (unas 60.000 almas) y que la iglesia no era en sí de mucha
capacidad. En años más recientes un ingenioso cambio de disposición ha aumentado su capacidad. Al bajar
del púlpito el Padre Devane, fuimos a la sacristía y hablamos con él. Fuimos luego al Hotel Belvedere, en la
calle Great George, al Norte. Aquel hotel sería el cuartel general de los tres misioneros. En circunstancias
ordinarias hubieran vivido en el colegio Belvedere que dista como un tiro de piedra. Pero entonces no pudo
aposentarlos. Lo cual vino a sernos provechoso. Porque las conferencias de media noche, que en las tres
semanas siguientes nos fueron de gran valor, no se hubieran podido tener en el Colegio. En el hotel tratamos
por primera vez con los otros dos sacerdotes, los Padres Mackey y Roche. No conociéndolos, era más que
dudoso que quisieran tomar sobre sí el riesgo de atacar a Bentley Place. Pero nuestras primeras impresiones
fueron favorables, y a medida que íbamos metiéndonos en el negocio, nos afianzábamos más y más. ¡Cómo!,
¿por qué habíamos temido? Bueno, es cosa sabida cómo un grupo de hombres suele tomar un problema
difícil. Piensan algunos que, para ser prácticos, han de obrar "aunque sea metiendo la cabeza por una pared";
mientras que nunca falta alguno de prudencia maliciosa, suficiente para asustarse a sí mismo y a los demás
hasta paralizarse. Resultado ordinario: la inacción o su prima hermana. Pero, aquí en Belvedere, no hubo
opinión dividida o contraria. Aquellos tres misioneros estaban ocupados en el negocio de las almas y
dispuestos a pagar por ellas el precio que se les pidiera. Se discutió hasta en los menores detalles la situación
en su totalidad. A medida que las cosas iban tomando cuerpo, fuimos todos de una sola opinión: El ataque a
Bentley Place tenía que formar parte de la Misión. Y surgió un plan original. Era grande, atrevido, y no se
olvidaba detalle alguno. Abarcaba a todos en Marlborough Street, desde el más santo hasta el más

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empedernido. Lo movilizaba todo, desde 13 fe sencilla hasta el aparato, bombos y platillos. Luego» como en
tantas otras crisis, nos quedamos mirándonos unos a otros. La cosa estaba bien pensada. Pero, ¿resultaría?
¿Sería contraproducente? Luego, el Padre Mackey reflejó el pensamiento de todos nosotros y al mismo
tiempo expresó nuestra verdadera fórmula de acción.

"Todo lo que necesitamos para que resulte bien es un acto de fe adecuado". Nótese que nuestra unanimidad
no significaba, ni mucho menos, puro automatismo. La acción dependería de cómo recibiría la proposición el
Administrador de la Catedral, Padre Flanagan, de quien ya se ha hablado en este relato. Se acordó que los
misioneros se vieran la mañana siguiente con el Padre Flanagan y trataran de ganarle para nuestra campaña.
Por lo que hace a las probabilidades y consideradas ahora las circunstancias, yo mismo me pasmo cuando
miro atrás y veo que obramos como si ya tuviéramos su consentimiento... Hasta el punto de que, como llevo
dicho, habíamos trazado un plan detallado.

A la mañana siguiente, hacia las once, sonó el teléfono. La llamada venía de la Casa Parroquial en
Marlborough Street. El Padre Flanagan había dado su consentimiento a la conferencia, y la cosa debía
comenzar. Teníamos que estar allí presentes al punto. Y es claro que no perdimos tiempo. Además de los
tres misioneros, hallamos allí al Padre Flanagan y al Padre J. Cartón. Este último tenía a su cargo el distrito
donde Bentley Place formaba como ángulo. Era un bondadoso y celoso sacerdote joven. Siguió una discusión
realmente notable. Allí todos expresamos con libertad nuestros puntos de vista; y el plan esbozado en la
noche anterior quedó aprobado. Muy pronto se puso de manifiesto que el Padre Cartón era favorable a la idea
y que el Padre Flanagan aún lo era mucho más. Pero esta simpatía, ¿prevalecería contra la tradición? Llegó
el momento en que todo se había dicho. Luego, todos los rostros se volvieron hacia el Administrador, como
ocurre en el Juzgado, cuando todos miran al Juez que ha de sentenciar. Todos los ojos buscaron en el rostro
del Padre Flanagan un indicio de lo que él iba a decidir. Fue aquel uno de esos temidos momentos en que la
gente calla y no sabe qué es lo que va a ocurrir en un asunto de vital importancia. Al fin se dio el veredicto,
que fue a favor de la acción y aprobó el plan aun en sus detalles. Aquella decisión fue de gran valor. Porque
nadie en su puesto la hubiera tomado de no tener, como él, gran virtud y fortaleza extraordinaria. Rompía
abiertamente con una larga, muy larga, tradición, y también con una muy corriente y popular opinión fundada
en dicha tradición. Además, la opinión personal del Padre Flanagan con relación a Bentley Place siempre
había sido pesimista. Pero en los dos años anteriores él no dio lugar a que (como otros hubieran hecho) ese
su modo de pensar impidiera nuestro esfuerzo. Ni la dio ahora tampoco, y eso a pesar de que no podía perder
de vista el hecho de que si la cosa acababa de mala manera, alguien tenía que ser cabeza de turco; y sabía
más que de sobra que en tal caso él había de ser el pagano. De igual modo tenía la firmísima convicción, que
más de una vez manifestó de palabra, de que al tejemaneje de aquella zona era debida la desmoralización y
en cierto modo la corrupción de 20.000 almas que vivían en las cercanías. Así que, sin parar mientes en la
vieja historia ni en ninguna otra cosa, nos dijo: "¡Adelante!". Después de tantos años con un nuevo orden de
cosas y habiendo cambiado todo, no hay para qué entretenernos más ponderando el fino temple de aquella
voz de mando.

Pero estoy muy seguro de que, entre tanto cuanto hizo en la vida, la cosa que más enorgullecerá ya en la
eternidad al Padre Flanagan, es aquella decisión de "Adelante" que dio la mañana siguiente a
Quincuagésima, cuya fecha, según recuerdo ahora, fue el 23 de febrero de 1925. Fue aquel un momento de
la gracia que vino a reflejarse en nuestros sentimientos. Eran alegrías confiadas. Inmediatamente pusimos en
práctica el punto número 1 del plan. Consistía en ir derechos en pelotón a Bentley Place y entrar en el lugar...

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Era algo así como una invasión. El fin inmediato era crear ambiente; pero no algo así como un puro
sensacionalismo. Tenía aquello un fundamento más hondo, que era el hacer ver a la gente que aquella Misión
no era como para dejarla pasar así como así. Había de renovar la parroquia en todos sus contornos hasta lo
más hondo..., hasta lo hondo de aquella emponzoñada capa, conocida por Bentley Place. Había de dar que
pensar y hablar a todos y cada uno de modo tal que acabaran o por ir a la Misión o cuando menos, por
reprocharse en su interior el no haber ido. Había de mantenerlos espantados, como quitando al mal todo
agarradero y dando con ello paso # la acción de la gracia. Teníamos además la intención de concentrar en
Bentley Place cuanta fuerza espiritual tuviéramos disponible en toda la Parroquia. Como parte del proceso,
había que hacerle sentir a Bentley Place, ya desde el comienzo, que él era el mercado... de hecho el centro
de la Misión. Todo esto nada menos fue lo que he querido significar con el crear ambiente. No vino el Padre
Flanagan; pero todos nosotros salimos de la casa parroquial y al punto nos fuimos en dirección a Bentley
Place. A medida que nos fuimos acercando, la gente barruntada que aquel era nuestro objetivo y se produjo
una conmoción. Cosa muy natural; porque antes los misioneros jamás pusieron el pie en aquella zona. Y aquí
tenéis que se vienen en corporación y acompañados de otras personas. ¿Qué significaba aquello? Creció la
excitación y corrió el rumor de que nuestros grupos iban a echar la maldición a la localidad. Nuestro porte
hacía sospechar algo muy serio; no teníamos ni una sonrisa para nadie y sólo contadas inclinaciones de
cabeza para algunos a quienes conocíamos bien. Nuestro grupo se para y permanece varios minutos en la
misma esquina donde, hacía casi dos años, dos "legionarios" pararon para apenas tomar aliento, antes de
entrar por primera vez en Bentley Place. Ahora conversamos en corro y aparecemos como en consejo de
guerra; ésta era precisamente la impresión que queríamos dejar. El Padre Devane saca un cuaderno y apunta
en él, conforme vamos inspeccionando el lugar. Hoy no puedo recordar si aquellos apuntes fueron reales o
no. Luego, el grupo sigue adelante por Bentley Place. Al final, por donde se atraviesa Parry Street, que es otra
de las calles inficionadas, paramos de nuevo y reanudamos el Consejo; vuelve a salir el cuaderno. Para
entonces, la excitación está a punto de ebullición. No es exageración decir que no había una ventana que
diera a la escena, sin un par de cabezas asomadas observando con perplejidad nuestros movimientos.
Seguimos luego calle adelante por Parry, hacia un grupo de casas conocidas por Halma Cottages. Entonces
el Padre Mackey se- puso a conversar con un tipo de los que allí vivían, una mujerzuela de la más repelente
traza. Para describirla, no hay más remedio que echar mano de un adjetivo tan recio como siniestra. Oscuro
era el fondo de su vida. Su traza produciría un efecto verdaderamente repugnante a cualquiera que por
primera vez se le echara a la cara. Y así le ocurrió al Padre Mackey. Habló también con la hija de aquella
mujer a quien él designó como la chica de aspecto más depravado que jamás él vio. Recogió esta
sorprendente nota en todo aquel negocio. Aquí está. No la describiré yo por no estropear la cosa.

"La chica de Halma Cottages era una muchacha inteligente de unos quince años. Jamás confesó ni comulgó.
Tengo que investigar con cuidado su bautismo. Desarrollada normalmente su estatura, más bien metida en
carnes, vestida pobremente y sus botas con lazos. Rasgos claros y bien definidos, pelo negro y mate, ojos
negros y brillantes, llenos de malicia. Debido a la influencia de tal madre, esta horrible chica parece haber
heredado un colmo de vicios. Fue algo singular su reacción a vista del Crucifijo que puse en sus manos. Nada
extraño habría sido que lo hubiera arrojado al suelo y blasfemado de él". Aun hoy el Padre Mackey habla del
sentimiento de horror que le produjo la vista de aquella muchacha. Después de aquello, que no representaba
más que nuestra conversación y que no entraba en el programa volvimos a reunimos y pasear a todo lo largo
de Trüsty Place, que era otra de las sucias calles. Vuelta allí a inspeccionar y discutir, y hecho todo bajo las
miradas escrutadoras de los mirones de la calle y de las galerías y ventanas. Cuando ya todo el distrito había
sido recorrido e inspeccionado, de tal modo que ya no quedaba allí bicho viviente sin advertir que allí iba a
pasar algo, salimos del lugar, dejándolo hecho un hervidero de conversaciones y fantasías. Habíamos
vencido de una manera definitiva en nuestro intento de dar un buen meneo a aquel lugar, amodorrado en su

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vida de vicio. Aunque nada había ocurrido aún, se había metido ya en aquellas cabezas la idea de una
maldición. Impresión general fue que aquello sería la misma noche, y desde el púlpito; y rehuían
modestamente aquella clase de fama. Bajaré por unos momentos a Bentley Place con el fin de completar .la
descripción del plan de la Misión: aunque era idea central el utilizar todo el dinamismo de la Misión para un
ataque a fondo a Bentley Place, sin embargo, debería procurarse que la Misión en sí misma y en aquel
ataque constituyera un éxito sin precedentes. Ya dejo dicho que la Misión había comenzado un tanto
lánguidamente. Aquello debería tener un remedio; así que se puso en marcha una segunda parte añadida al
plan. Convocamos juntas de emergencia a todos los "legionarios" del mundo. Suena esto a algo formidable.
No os imaginéis que hubiéramos de requisar todos los grandes salones con tal fin, no. Entonces la "Legión"
estaba circunscrita solamente a la ciudad de su origen. Era poco más que un rebañito, un centenar; y las dos
casas de las Conferencias de San Vicente de Paúl, Myra House al Sur y Ozanam al Norte, no tenían que
ensancharse para contenerlos a todos. Se decretó en aquellas juntas que todos tenían que suspender el
trabajo que teman entre manos. En cambio, la Parroquia de Marlborough Street, se dividió en parcelas; y a
cada par de "legionarios" le fue señalado un número de casas. En el caso de inmensas viviendas, mansiones
anteriormente de la nobleza y clase media georgiana, se señalaron cuatro casas. Era deber de estos
escuadrones de emergencia ir de casa en casa; de ordinario, un cuarto representaba una casa; hablar con
todas y cada una de las personas que encontraran, ponerles en las manos una hojita de la Misión y tratar de
hacerles prometer que irían a la Misión. Como nota de especial interés digo que María Duffy, nuestra
delegada en América, ingresó en la "Legión" y éste fue el primer trabajo "legionario" que tuvo. Por su parte,
les Hermanos de San Vicente de Paúl, que por entonces visitaban las fonduchas de la ciudad, fueron también
reunidos y arengados por los misioneros. Se les encargó que vagasen por las calles, a caza de haraganes por
las esquinas, tabernas, clubes y a cuantos hallaran parados en las puertas.

Esta poderosa redada se llevó a cabo pronta y eficazmente. En el espacio de una semana no hubo alma en
aquella inmensa parroquia a quien no se hubiera invitado en nombre de la Misión, y que no hubiera
respondido en una u otra forma a la llamada que se le hacía. Estos procedimientos atrevidos y heterodoxos, si
así se quiere, consiguieron el éxito que se merecían. La Misión, que parecía un tizón humeante, prorrumpió
en llamas vivas. Cada noche no sólo se llenaba la iglesia a punto de sofocarse, sino que era preciso ir mucho
antes para poder entrar. Y no era sólo estar allí la gente como sardinas en lata, sino que la multitud estaba
enardecida. Aquel llamamiento hecho a todos, uno por uno, había excitado a la gente, y dio a la Misión un
aspecto de algo único, apremiante. Tanto, que los que no asistían era algo así como rancho aparte que
prestaba atención a lo que se decía y hacía por nosotros. Añádase a esto que tres sacerdotes muy notables
eran los apropiados al caso, y el carácter y fervor se ponían de manifiesto en cada palabra que decían. Jamás
se había hablado a Bentley Place desde ese pulpito. La cosa se había considerado con exceso... y después
de todo, ¿qué provecho se iba a sacar? Era algo por lo que nada se podía hacer. Pero ahora todo iba a
cambiar. Y entraba de lleno la tercera parte del plan. Consistía ésta en que muy frecuentemente Bentley
Place fuera mencionado con descrédito desde el pulpito. No se hacía esto en son de acusación, sino de pena
por el infinito daño que se infería a las almas. Luego, como algo secundario, se ponía de relieve la
vergonzosa mancha que con ello caía sobre la parroquia y la ciudad. Para los oyentes era ésta una nueva luz
que se proyectaba sobre aquella vieja cuestión, que venía tomándose como una de tantas cosas notables en
la ciudad. Crecía el interés y tomaban a pecho los repetidos llamamientos que se les hacían, para que oraran
porque aquel crónico mal se extirpase... Esto se repitió como estribillo. La respuesta a la Misión era tan
evidente que conmovió y animó a los misioneros. Se les ocurrió incorporar al plan de la Misión una novena al
Sagrado Corazón en reparación del "CRÓNICO MAL" local, pidiendo que se extirpase. La novena era; sí, una
añadidura; pero brotó espontánea del mismo éxito. Significaba sacar a Bentley Place de debajo del
caparazón, de todo el caparazón, y exponerlo a la clara luz del día, como objetivo principal de la Misión. Así,

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un día (la costumbre marca medio día de descanso para los misioneros, en que se les da vacación desde las
doce hasta las seis de la tarde), el Padre Mackey se acercó al Padre Flanagan para conseguir el permiso para
la novena. Una vez obtenido, se fue a la tienda de Bull a pedirle prestada una gran imagen del Sagrado
Corazón. Mientras él andaba en estos trotes, el resto de nuestra tropa hizo una escapada, una excursión a
Scalp, que es un sitio precioso en las montañas del Condado de Wicklow, con el empeño de quitarnos de la
cabeza a Bentley Place, siquiera por unas horas. Y en esto sí que no tuvimos éxito, como podéis suponer; en
todo el viaje no hablamos de otra cosa. La casa de Bull nos proporcionó una bonita imagen. Fue colocada de
manera bien visible en el presbiterio, muy bien adornada de luces y flores, y comenzó la novena. A todos se
pidió que asistieran de lleno a los actos de la novena. Se pidió comulgasen. Todos habrían de orar, y orar
como nunca antes lo habían hecho. La gente respondió, como el petróleo responde al fuego, con la diferencia
de que este fuego fue continuo. La devoción era notable. Creo indicarla suficientemente con decir que en
aquellos nueve días se hicieron no menos de veinte mil comuniones. Y esto fue una parte nada más de la
frecuente oración que caracterizó la segunda y tercera semana de la Misión, y que se puso de manifiesto
tanto en las casas y calles como en la iglesia. El pueblo se había movido de verdad. Cada uno hizo cuanto
pudo. Y en ninguna parte se notó esto más que en la misma zona viciada. De allí fueron pocos, es verdad, los
que asistieron a la Misión personalmente; pero su influencia se manifestaba en su actitud y disposiciones. Y
tengo que detenerme aquí. Porque en lo que precede me he adelantado no poco. Entre el lunes de la invasión
y el de nuestro corretear por Scalp pasó toda una semana de aventuras, una semana espeluznante con
sucesos extraños para Bentley Place. Así que me vuelvo al primer lunes y cojo el hilo de Bentley Place en el
cabo donde quedó suelto, en mi afán de mostraros el modo como la Misión quedó sobre ascuas. Salimos de
la zona, dejándola más muerta de curiosidad que otra cosa. Después de lo cual los sacerdotes no volvieron a
poner el pie en ella hasta el final, tan digno de recuerdo. Entraba muy dentro de lo posible el que su presencia
allí, a medida que iba aumentando la tensión, pudiera producir críticas, excitación e incluso tal vez desorden...
y no queríamos que se mezclara con nuestro plan. Desde aquel momento hicimos de intermediarios entre los
misioneros y la zona. El plan se desarrolló sin demora. Aquel mismo lunes por la tarde, cuando aún Bentley
Place estaba fermentando, allá se encaminó uno de los nuestros. La recepción que se le hizo fue algo que
merece describirse por entero. Aunque empeñado en la campaña de la "Legión" contra aquel lugar, por razón
del trato ya antiguo con todos, era mirado como amigo universal. Y ahora, con rapidez desconcertante, había
tomado a su cargo desempeñar un papel nuevo y desagradable. Se había hecho aliado de formidables
fuerzas que venían de no sé dónde, y se mostraban hostiles a cara descubierta. Sin más rodeos se fue
derecho al número 1 de Trusty Place, ya mencionado. Vivía allí Betty Gray, que era propietaria y matrona de
tres casas de la zona.

En circunstancias normales hubiera sido ella una persona bastante amable; pero aquella su ocupación
sórdida le había como avinagrado el temple y dejado otros estigmas. Pongamos siquiera esto a su favor.
Siempre fue cortés y considerada con nosotros; y eso que nuestras andanzas eran una constante amenaza
para su negocio. Se hallaba en casa, en el número... Recibió al visitante con manifiesto recelo,
comprendiendo que aquella venida era, ni más ni menos, una consecuencia de la sensacional invasión.
Cuando el enviado le dijo que los misioneros querían hablarle, casi se desmayó. Preguntó casi sin voz por
qué había sido ella la escogida. De ninguna manera quería ella meterse en discusiones de esa clase. Se le
aseguró en respuesta que aquello no era más que una deferencia que se le hacía; que nosotros, amigos
suyos, éramos quienes lo habíamos sugerido; que no se trataba sino de una charla amistosa. No era cuestión
de oponerse o de abusar de su bondad. Era nuestra intención mirar si podríamos encontrarla algún otro
medio de vida, por donde pudiera, con nuestra ayuda, labrarse una vida mejor y más feliz. Por algún tiempo
puso dificultades, nacidas del nerviosismo que le produjo el pensar que aquello no era más que una prueba. Y
al fin, a fuerza de suaves razonamientos, se convenció de que no se trataba de perjudicarla. Señaló como

80
hora para la cita las seis de la tarde. Se celebraría en casa de una hija suya, que vivía en Carpenter Street, ya
fuera de la zona y no lejos de ella. Arreglado esto, se despidió nuestro enviado dándole las gracias. Poco
antes de la hora señalada ya los tres misioneros y nosotros estábamos en la casa de Carpenter Street.
Trabamos conocimiento con la hija de Betty y su marido. Eran simpáticos, no eran ricos, pero tenían la casa
limpia y ordenada. Hablamos con ellos y... el temor aumentaba, porque el tiempo pasaba y Betty no aparecía.
No obstante, aseguraba la hija que su madre tenía intención de venir: y cuando ya había pasado un cuarto de
hora, dijo que iría a meterle prisa. Se fue, y la acompañamos con nuestras fervientes oraciones.
Determinamos que ésta sería la primera de una serie de entrevistas con todas las máximas figuras de aquel
tráfico. De manera segura ésta vendría a dar la pauta a las demás. Si Betty Gray no acudía a la cita, era casi
seguro que los demás con quienes deseábamos entrevistarnos adoptarían la misma actitud. Y si se frustrara
nuestra idea de apelar individualmente a los personajes del lugar, esto echaría por tierra todo el fundamento
en que se basaba nuestro ambicioso plan, el cual dependía por igual de la persuasión y del recurso a la
religión. Podéis con esto imaginaros qué pensaríamos mientras la espera. Pasaba el tiempo, y como el cuervo
que Noé envió desde el arca, la hija de Betty no volvía. Ni volvió el marido, que se ofreció luego a ir, y ver qué
obstáculo había.

Así que quedamos dueños de la casa. Permanecimos en una penosa incertidumbre. Nuestro ataque se
convertía en humo, aun antes de comenzar; luego fue enviado nuestro original emisario en seguimiento de los
otros. Fue un alivio lo que siguió después. Ya que, después de todo, no había intentado Betty burlarse de
nosotros. Con toda verdad había querido ser fiel a la palabra que nos dio. Pero la espera la había puesto
excesivamente nerviosa. Así que acabó por acogerse al viejo, y tan viejo, procedimiento de "cruzarse de
brazos". Aplicada bien, pero no prudentemente, la receta, la había dejado en un estado nulo cuando llegó la
hora cero. Y así la encontró su hija... y el marido de su hija también. Y llovieron sobre ella recriminaciones; y
aún continuaban cuando llegó el emisario número 3. Pero nada de provecho podría hacerse. No estaba Betty
para discusiones como la que le teníamos preparada. Llorando dio sus excusas... por haber resultado todo
una burla a los Padres, como ella decía. Pero con toda seguridad acudiría al día siguiente. Era sincera y
parecía resuelta. A sí que nueva cita en el mismo lugar y a la misma hora de la tarde siguiente. Con esto
había que contentarse. Luego, con una advertencia final apremiante para que no volviera a engañarnos,
nuestro emisario se dio prisa para volver a Carpenter Street y dar seguridades a los misioneros que allí
esperaban. Considerándolo todo, se acogió la noticia como excelente. Betty Gray disponía la entrevista
mucho mejor de lo que nos hubiéramos atrevido a esperar. Y esto compensaba con creces la desilusión de
aquella tarde. Y aún la cosa daba más de sí. En los capítulos precedentes he hablado de la corriente de la
gracia que se metía por medio en momentos de angustia y que nos encaminaba de modo irresistible a
soluciones perfectas, de sólo Dios conocidas antes. Y de algún modo presentíamos que ahora se iba
preparando otra para luego desbordarse. Aquélla era una especulación un si es no es sibarítica. El caso era
que nos quedaba poco tiempo para regodearnos en ella. Las ocho de la noche estaban al caer. Y aquella era
la hora en que debían comenzar los Ejercicios de la Misión y los sacerdotes tenían que estar ya en la iglesia.
Y nos fuimos. Ya bien entrada la noche, cuando la última entre las innumerables confesiones había terminado
y los últimos actos de la Misión concluían, volvimos a juntarnos, ahora en el hotel Belvedere. Charlamos más
y más sobre los planes .para el día siguiente y nos dimos a la caza de nuevas ideas. Por su traza estas
conferencias se parecían mucho a aquellas primeras, celebradas dos años antes en el convento de Baldoyle
y en "Santa María", las cuales estaban destinadas con el tiempo a hacer historia en cada ciudad. ¿Serían
también éstas del mismo calibre? ¡Y, a la cama!... a cobrar fuerzas para el mañana crítico.

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A las seis de la tarde siguiente nos encontrábamos puntuales en Carpenter Street. Betty Gray ya estaba allí.
Templada, amable, serena, aunque un poco nerviosa. El bondadoso saludo que recibió y los primeros
minutos de charla alejaron su desconfianza. Como le habíamos asegurado, no habría de recibir una granizada
de reproches. Lo que ella presenció era el acercamiento de tres sacerdotes, a la manera de Cristo, a un alma
a quien las circunstancias (parte superiores a ella y> parte buscadas por ella con culpa grave) la habían
metido en un laberinto, donde era imposible discernir cuándo comenzaba y cuándo acababa su
responsabilidad.

Uno de nosotros actuaba de secretario, y medio a escondidas tomaba notas de toda esta muy singular
conferencia... donde una matrona de un burdel contaba su historia y respondía los porqués y cómo tocantes a
su vida pasada y futura. Les aseguro que la gracia bullía en el ambiente; y con esto no quiero decir que
estuviéramos ni exaltados ni emocionados. No, nada de eso. La atmósfera era muy diferente. Intentad
imaginaros la escena. Mirad aquella pobre mujer, que acaba de venir de su horrenda profesión de organizar
para el pecado a gran número de personas y cuyo nombre era conocido de norte a sur hasta fuera de las
fronteras del país. Sentada allí pesadamente se había constituido el centro de aquel círculo alrededor de la
mesa, volviendo despacio la cabeza, ya a la derecha o la izquierda, según de donde le vinieran las preguntas.
Según recuerdo, la describiría bien aquel estribillo del antiguo cantar: "Gorda, bella, de cuarenta y cinco
años"... nada tenía de fiereza. Su porte era natural. Hablaba como mera negociante y de cosas espantosas,
según venía a cuento. Su actitud era de buena voluntad. Le preguntamos muy al detalle cuanto concernía a la
zona y muy en particular sobre su "casas" y la especialidad de las mismas. Pero toda la discusión giraba y
volvía sobre -el mismo punto: "¿No cerrará usted esos lugares que causan tanto daño a su alma y a tantas
otras almas?". Su respuesta era que sí; que quería cerrar y dar de mano a aquel negocio. Muchas veces
había pensado en eso. "Pero, ¿cómo voy a vivir?". (Este era el eco y la temida exclamación allá en la zona
perversa). Tenía apuro continuó por sus 1 hijas, que vivían allá con ella. Eran buenas, y quería conservarlas
en su buena conducta. Pero ya iban acercándose a los veinte abriles y eso ya era un peligro. Aprovecharía
con gozo la oportunidad de salir de allí. Ya antes había comenzado un pequeño negocio, parte como ayuda y
parte con la idea de apartarse de todo aquello. El negociejo prosperaba. Podría serle bastante útil para
progresar; pero se encontraba con deudas. A ella le debían muchos; y si cerraba, nada cobraría. Y ella, en
cambio, tenía que pagar las suyas. Aquella asombrosa discusión duró dos horas. En toda ella no se esgrimió
otro argumento que el moral, el llamamiento de la gracia. Y respondió la mujer. Al fin nos había dado una
promesa de que cerraría sus casas tan pronto como se le dijera; y con tan dichoso presagio acabaron
nuestras deliberaciones. Apenas podíamos creer que las cosas fueran tan bien; pero aún mayor fortuna se
nos metía puertas adentro. Y salimos a recibirla. Hasta entonces todavía no habíamos determinado a quién
entrevistaríamos después. Y aquí nos sobrevino una agradable sorpresa. Esperando fuera la conclusión de
nuestra conferencia estaba la hija casada de la señora Curley, otra de las matronas. Ya hemos dicho que la
señora Curley era la mayor propietaria de la zona. Su posesión comprendía ocho "casas", cada una con su
encargada como matrona. Y ahora era ella misma quien, por mediación de su hija, pedía una entrevista- con
nosotros. Era evidente que habían llegado a comprender que aquel Tribunal de Seguridad Pública nuestro
operaba suavemente y se inclinaba a ayudar cuanto pudiera. Convinimos en ver a la señora Curley a la tarde
siguiente, a las seis, y en la casa de su hija en Somerset Street, bastante distante de la zona infectada. Luego
en seguida salieron los sacerdotes para sus obligaciones nocturnas en la Misión.

CAPÍTULO DIECINUEVE: PARLAMENTOS.

82
A las seis de la tarde siguiente nos encontramos al "tribunal de seguridad pública" reunido en el núm. 26 de la
calle Somerset. Debíamos encontrar allí a la señora Curley. Debo decir que la puntualidad era nuestra
característica primera en aquellas tres históricas semanas. De ninguna manera nos podíamos retrasar ni- un
solo segundo, por temor de que en aquel segundo la otra parte pudiera aburrirse y marcharse, contenta de
poder echar la culpa sobre nosotros. Pero, respecto a la señora Curley, no teníamos por qué temer. Allí
estaba ella antes que nosotros. La casa, como aquella donde nos reunimos la tarde anterior, era la de un
obrero. Estaba bien cuidada. La dueña, que era la hija de la señora Curley, pronto dejó el camino libre a los
personajes principales. Miramos la cosa como el punto céntrico de la conferencia. Porque la mujer que se
sentaba en aquel círculo alrededor de la mesa era la parte más interesante en Bentley Place, por sobrepasar
con mucho a todas las dueñas juntas. Los misioneros nunca la habían visto antes. La miraron de pies a
cabeza. Es toda una experiencia en la vida ver por primera vez a una persona que ha sido objeto de las
discusiones más interesantes, y cuyo nombre y fama aunque mala se había, con todo, extendido mucho, y de
cuya decisión dependían muchas cosas. La señora Curley era un mar de contradicciones.

Entre los fantásticos que podían producir todas las personalidades de Bentley Place combinadas, era ella la
más fantástica. Era una mujerona de la misma traza de la señora Gray, la cual ya habíamos entrevistado,
pero mucha más vieja y con mucha mayor energía de carácter. Tenía la mirada satisfecha de mujer triunfante
de negocios, aunque pequeños. No había malicia en su rostro. Suficientemente placentera, según el modo
ordinario de pensar, y hasta cortés tal y como se presentaba aquella noche, la señora Curley podía
repentinamente cambiar en contrario. Gobernaba a sus ocho directoras y a una turbamulta de chicas y
motones con la proverbial vara de hierro. Ella misma en ocasiones castigaba con sus propias manos a alguna
chica culpable de alguna sustracción o de alguna otra ofensa igualmente odiosa. Tal castigo físico y drástico
era algo terrorífico. En una ocasión comprobé los resultados de uno de estos castigos, aunque no era obra de
la mano de la señora Curley. La chica había sido terriblemente golpeada; y de igual manera sus vestidos
estaban destrozados y hechos trizas. Además de los cuidados de su negocio, la señora Curley tenía siete u
ocho hijos de familia, a quienes no había criado mal, cosa maravillosa, si consideramos que vivía fuera de la
infame zona de un modo puramente nominal (es decir, sólo atravesando la calle). También a ellos los
gobernaba, aunque entonces ya eran mayorcitos. La señora Curley se hallaba enredada en esta triste manera
de ganar la vida para sí y para su familia, aunque en cierto sentido se sentía en rebeldía contra todo aquello y
en todo tiempo. De vez en cuando parece que se acercó a la confesión, pero nunca obtuvo la absolución.
Porque, naturalmente, cualquier sacerdote la habría impuesto la condición de cerrar sus casas, y ella no
estaba dispuesta a cumplir dicha condición. Supongo que su respuesta sería siempre un resonante clamor de
miedo: "¿Cómo voy a vivir?".

En un modo u otro se había dejado arrastrar en este enredo que la tenía apresada como a un pájaro la liga.
Había heredado esta industria de su marido, Dicker Curley, cuando murió. En lo que se refiere a la muerte de
este señor, se cuenta una historia curiosa. En cierto modo es necesaria para completar la pintura de la
escabrosa situación de aquel lugar, y así te la cuento por lo que pueda valer. Dicker se puso muy enfermo.
Llamaron al sacerdote; pero cuando éste llegó, al punto de exigirle que cerrara las casas, Dicker se hizo el
remolón. Hay razón para creer que pronto cambió de modo de pensar, pero ya era tarde, pues murió sin
recibir los sacramentos. Como era natural, la muerte del que había sido en cierto modo zar del distrito,
produjo una muy favorable reacción. Desde luego, todos y cada uno de aquella zona debieron emplear algo o
mucho tiempo en la función. Durante la noche, cuando las solemnidades fúnebres estaban en su apogeo, un
muy distinguido caballero vestido de gala entró en el cuarto lleno de gente. El hecho en sí no era para llamar
la atención, porque visitantes de aquella clase no eran desconocidos en aquellos lugares. Pero lo que sí atrajo

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fue la actitud de aquel visitante. Se dice que fue extrema por demás. Rígido, de pie, a los pies de la cama con
un aire interrogante, tuvo la mirada fija en el rostro del cadáver, no apartándola de él ni para dirigir la más
pequeña mirada a los que allí se hallaban presentes. Aquella actitud tan especial atrajo poderosamente la
atención de todos, y en aquella baraúnda de voces el enfermo vino a morir mientras le observaban. En aquel
momento (así cuenta la historia) una chica, aterrorizada, señaló los pies del visitante. Muchos que estaban en
situación de poder seguir la indicación vieron que uno de aquellos pies era una pezuña. Siguió una escena de
terrible confusión y de histeria en medio de la cual el curioso extraño se desvaneció.

La historia es curiosa; pero era corriente por los alrededores cuando años después estamos nosotros allí. El
sensacional punto culminante del episodio podría muy bien explicarse por el solo hecho de recordar que el
vino corría en abundancia en una ocasión como aquella; y que la mayoría o todos los allí presentes tenían su
buena dosis de vino en el cuerpo. Por otra parte está el hecho de que a la mañana siguiente cinco de las
chicas que se dice haber sido testigos del caso, entraron en el Asilo de la Magdalena, en la calle Gloucester.
Un paso como este y menos aún el de un movimiento concertado como el dicho no suele ser lo acostumbrado
en una gente que se imagina ver cosas en un ambiente de borrachera. Si así fuera, las casas públicas serían
las mejores misiones. Después de la muerte de Dicker Curley la viuda tomó posesión del negocio y lo llevó
adelante como lo había hecho el mismo Dicker. Ahora tenéis ya algo así como una pintura psicológica de la
clase de mujer que estaba, frente a nosotros en la calle Somerset número 26. En tanto nos dure la vida
conservaremos la memoria de la importante conferencia que siguió. Ligada con ella en mi mente, de tal modo
que el pensamiento de la una evoca automáticamente el de la otra, es la narración evangélica de la
conversión de Zaqueo. ¡Y no os riais! Seguid leyendo. Recordáis vosotros cómo aquel diminuto jefe de
alcabalas, al convertirse repentinamente, dijo en voz alta al Señor: "Señor, doy a los pobres la mitad de mis
bienes; y si en algo he defraudado a alguno, yo le devuelvo el cuádruplo". Entonces Jesús le dijo: "Hoy ha
entrado la salvación en esta casa". Había algo más de una coincidencia en aquel incidente evangélico del
encuentro del Señor, por medio de sus representantes, con la señora Curley, el jefe de las dueñas de los
burdeles de Bentley Place. Así como de Zaqueo podía también decirse de ella, que se convirtió a la primera
mirada. Nuestra larga conferencia con ella fue más un arreglo de sus cosas que una conquista. Allí se tocó
todo: ella, sus hijos, su marido (lo cual causó impresión un momento), el negocio con todos sus espeluznantes
detalles, sus fuentes de producción y la distribución de las ganancias, sus leyes y convenios. Para cuantos allí
escuchábamos, la sesión fue tan horripilante como una pesadilla. Pero, por dicha o desdicha nuestra,
nuestros oídos y almas estaban preparados por el conocimiento previo. Sin embargo, nos metimos de cabeza
otra vez en ello. Porque lo que ya conocíamos lo habíamos ido recogiendo por todo aquel lugar de Tom, de
Dick y de Helen, por así decirlo. Nunca antes se había ofrecido la oportunidad de examinar durante horas,
hasta el fin, a la causante de aquel estruendo y lograr de ella la verdad. Toda la verdad y nada más que la
verdad de Bentley Place. Y aun entonces aprendimos algo nuevo. La entrega semejante a la de Zaqueo vino
inmediatamente. Nos habló de sus ansias de emprender una buena vida, de sus frustrados intentos de volver
a los sacramentos, su falta de valor para sacrificar su negocio, sus oraciones pidiendo la gracia para hacer lo
que fuera mejor. ¡No hacía mucho que había hecho una novena con esta intención! Pero ahora estaba
decidida a hacerlo. Se acomodaría a cualquier arreglo que se hiciera para poner punto final. Perdonaría todas
las deudas que con ella tuvieran las chicas. Les rogaría que se fueran a "Santa María'. Cualquiera de ellas
que así lo hiciera sería por ella vestida de pies a cabeza. "A Dios gracias, el negocio ha terminado", fue la
espléndida frase con que cerró el capítulo trágico de su vida titulado "Bentley Place". "Ahora podré volver a
frecuentar los sacramentos". El resultado de aquella entrevista y de la que le precedió parecía inundar las
esperanzas de la campaña de luz muy favorable, ya que la mayoría de las casas quedaban con esto bajo la
promesa de un cierre. Pero ello no significaba que Bentley Place era cosa terminada. Las que quedaban
podían no unirse al pacto: en cuyo caso podían amenazar el plan por completo, constituyendo una tentación

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de recaída para la mayoría de menos virtud, ya que en aquel mismo momento o en el correr del tiempo. Sin
embargo, el éxito logrado bastaba para aquel día.

Con sentimientos que chocaban peligrosamente y rayaban con una imprudente alegría, dejamos a la señora
Curley y nos fuimos apresurados a cumplir otros diversos compromisos. Uno de éstos nos condujo a Bentley
Place con un objeto importante. Era el visitar una tras otra a algunas de las mayores figuras, con miras a una
entrevista. No era esto difícil porque la actitud realmente caballerosa dé nuestro "tribunal" iba como
infiltrándose ahora en todas partes entre aquella gente maleante. Todas las tardes tenía lugar una de estas
entrevistas. Anoto aquí algunas más dignas de mención. La lástima es que aquellos episodios únicos en su
género no puedan seros descritos sino de manera muy diluida. Aunque tuviéramos a manos informes orales,
las figuras vivientes resultarían desvaídas, así como aquel ambiente peculiar. Así, conforme vayáis leyendo,
dejad libre vuestra imaginación para dar vida a la anémica palabra escrita. Maggie Carr, mejor conocida por
Futiera, era otra de la cadena de dueñas que poseía, o mejor, tenía en renta dos casas que dirigía ella misma.
Era, en verdad, un cuerpecillo misterioso, un tipejo a quien los dos largos años de nuestra campaña en
Bentley Place nunca pudimos echar el guante. Se suponía que era católica, aunque nunca dio muestras de su
fe. Y de hecho, le dejaba a uno como en suspenso. Su apariencia exterior era algo especial. Más en particular
su complexión era realmente extraña. El efecto que producía estaba muy lejos de ser agradable. Pero en el
pasado no nos había •estorbado ni hecho mal alguno. Con facilidad accedió a la sugerencia de tener una
conferencia, y ahora estaba presente a ella. Tenía dominio propio: era casi de hielo; su actitud era invariable.
Pero no podía descubrírsele falta alguna en su actitud hacía nosotros durante la larga discusión. Admitía
querer convenir con nuestros planes y cerrar el negocio si los demás se ponían de acuerdo con ella. Como
Betty Gray, decía que tenía deudas. Echaba la culpa de esto a la renta exorbitante que había de pagar a su
señor tan elevada era, según ella, que no podía hacer frente sino manteniendo una casa de mala nota. Las
chicas le eran fieles, aun cuando su modo de vivir fuese libre. La creímos; porque no lo decía con la boca
chiquita. Además, la deuda parecía ser una parte inevitable del sistema, casi su espina dorsal, algo así como
el fondo con el cual muchas firmas siguen adelante. Y así, como de paso, preguntamos sobre qué era lo que
ella poseía, y en nuestra mente tomamos nota cuidadosamente de los detalles que nos daba, pero no hicimos
comentario alguno. La cosa era casi idéntica a la de Betty Grey. La deuda total de cada una era un poco
menos de cuarenta libras esterlinas. Estas cifras eran pequeñas, pero con todo presentaban una dificultad
para nosotros. Si esta gente no podía pagarlas cerrando el negocio a petición nuestra, sin duda apelarían a
nuestra bondad. Kitten estaba aún en peor situación que Betty; porque esta última tenía un medio de vivir
distinto, que no se daba en el caso de Kitten. Por otra parte, no debíamos hacer promesas de compensación,
porque al momento la tónica puramente espiritual, que hasta entonces había sido dominante, podía
desvanecerse. Podría llegar el rumor loco hasta el extremo de decir que íbamos comprando a la gente. Los
bajos intereses de aquel lugar habrían de ser excitados, y nuestra fina sinfonía de almas tan prometedora
terminaría en fracaso y en aullidos. Y así no se dio la más pequeña señal de que la cuestión de sus deudas
hubiera recibido la menor atención. Pero con esto fuimos de uno a otro lado de nuestros amigos y fácilmente
logramos promesas que alcanzaban las ochenta libras en cuestión. Esta suma habría de quedar en secreto
hasta que Betty y Kitten hubieran cumplido las promesas de cerrar. Sólo entonces habríamos de rescatar de
sus deudas a aquellas que se habían portado honradamente. Pero, entre tanto, la única palabra definitiva
había de ser el silencio. ¡Entrevistas, entrevistas, entrevistas! Una cada tarde, y cada una de ellas el punto
culminante de un día de mucho trajín. Nuestra "tribunal" era como un juzgado ambulante ¡cada sesión tenía
lugar en punto distinto! Pero no se os ocurra atribuir a la palabra juzgado la idea de que allí hubiera algo que
oliera a la tranquila majestad de la ley a propósito de nuestros movimientos generales por aquel entonces.
Muy lejos de ello. La vida entonces tenía mucho del ambiente de un campo de batalla, con su confusión
ordenada, con sus suertes varias, su excitación desbordante. Un centenar de asuntos que se confundían

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unos con otros y pasaban como de largo, pero habían de ser en algún modo tenidos en cuenta. Todos los
días algunos de nuestros miembros tenían que recorrer las casas de Bentley Place arguyendo, suplicando,
explicando, dos veces por día, por la mañana y por la noche; la gran misión era como menospreciada, y
procuraban la presión espiritual y también la atmósfera tensa que tenía trascendencia menor, pero importante.
De manera simultánea el cuadro gigantesco de las casas de la parroquia había logrado un gran impulso y
enviaba a la misión multitudes que llegaban al extremo de apretujar la gente como sardinas. Pero hasta
entonces la admirable novena antes mencionada no alcanzó a lo que habíamos soñado. La principal de
nuestras entrevistas fue sin duda la que tuvimos con Pink Leroy, la rumbosa y extravagante reina de días
idos, de la cual ya hicimos una descripción. La recordaréis como la señora que logró un éxito de su antiguo
comercio, comenzando, como suele decirse, de grumete hasta capitán, para luego llegar a ser la modista de
Bentley Place. Ella era el personaje principal de aquel mundillo con el cual nos habíamos puesto en contacto.
En el curso de nuestras visitas 1 de dos años a dicha zona logramos muchos informes acerca de la misma;
pero muy poco en favor suyo. Hablando en general ante nosotros presentaba un agradable aspecto; pero era
un enemigo que podía hacernos mucho daño. Todo el daño posible. Si bien en aquel tiempo no estaba metida
en el negocio de manera inmediata para poder decir que gobernaba una de las casas, sus intereses estaban
en mantener el desorden de Bentley Place. Simpatizaba con todo aquello cuanto nosotros pudimos hacerle
desembuchar; no veía daño alguno en la cosa. Pretendía que su negocio era legítimo algo así como
filantropía. No obstante esto y ser aquella mujer un rompecabezas, afirmaba que frecuentaba los
sacramentos. Su evangelio era muy sencillo: los hombres eran incorregiblemente malos, y todo en relación
con ellos debía ser regulado para sacar el mayor provecho posible del hecho y hacer de su malicia, algo fácil
y provechoso. Asqueroso evangelio aquel. Atacaba cuánto hay de bueno en la vida y era profesado por
muchos que aguantaban ser clasificados con Pink Leroy, y que sin embargo no podían presentar las excusas
de su medio ambiente. Aquellas almas están imbuidas, línea a línea de la filosofía de Pink aunque lo
encubran con la decencia de sus decorosas frases. En la práctica nos percatamos de que conceden poco, si
es que algo conceden, a la operación de la gracia o de la Ubre voluntad. No hacen esfuerzo alguno por
interrumpir el círculo vicioso de la tentación y de la caída. Ignoran el hecho de que, en el vicio, como el
comercio, la necesidad crea la demanda y la organización es un estímulo. Aun cuando ellos no vengan a
darse cuenta, estos Pink Leroy son ni más ni menos rebeldes al imperio de la gracia. Con todo, esto lo digo
de paso. Desde luego, Pink Leroy no era para el tribunal más que una consecuencia natural. La entrevista con
ella quedó fijada en el Hotel Belvedere. Se encaminó a dicho lugar en un coche de gran ostentación, algo así
como un lando con un caballo de elegante marcha y un cochero de librea. No poseía ella tal arreo y, así, hay
que presumir que lo había alquilado para aquella ocasión. Bajó de él, ricamente vestida como majestuoso
personaje, aunque con sobriedad y gusto; tenía como unos seis pies de altura; Por aquel tiempo no podía
estar muy lejos de los setenta años de edad. Una sola vez vi yo aquella impresionante persona transformada
en una furia demoníaca. Reservadamente, teníamos conocimiento de algunas caridades, las cuales
consistían en el producto de su colecta entre las chicas, así como de la fuente y las circunstancias de dichas
colectas. El resultado fue que rehusamos aceptar el dinero. Un día entrábamos en Bentley Place cuando,
desde lo lejos, la Pink nos estaba espiando. Inmediatamente mugió como un toro de un lado a otro de la calle,
llamándonos para que fuéramos con ella.

Formando parte de nuestro programa, el mostrarnos atentos con todos y cada uno y razonablemente
deferentes con la magna-, tez del lugar, nos acercamos a ella Entonces sacó un cheque de veinte libras que
le había sido devuelto con la siguiente frase, escrita al revés en el encabezamiento: Lo devolvemos con mil
gradas. Si hubiera tenido sentido común, ella debía haber quemado el cheque y no decir palabra a nadie. Así
no se hubiera visto avergonzada delante de la multitud ante la que acostumbraba a exhibir con orgullo las
cartas cordiales y agradecidas que había recibido, pero ya conocemos aquel dicho de que "no hay en el

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infierno furia semejante a una mujer ridiculizada". Y ella no la podía contener dentro de sí. Agitaba el cheque
en el aire de una manera loca en tanto que nos hablaba de la desagradable repulsa del mismo contra ella. Por
fin^ echando espumarajos por la boca y con el rostro convulso, se puso de rodillas en medio de la calle para
maldecir a todos formalmente y recalcar su amenaza o promesa de que había de volver a abrir todos y cada
uno de los burdeles en Dublín. ¡Cosa extraña! No se le ocurrió a la buena mujer que precisamente nosotros
fuimos los culpables de la devolución del cheque. De haberlo sabido con toda certeza se hubiera lanzado
contra nosotros allí mismo y en aquella misma hora y se hubiera tomado venganza con ambas manos y pies y
acaso también con sus dientes. En resumen, tal era el personaje único que acudía en su carruaje a la
entrevista en Belvedere. La visitante estaba en el asiento delantero. Después de los saludos previos, se sentó
y al momento procedió a acaparar el espectáculo. A- las primeras de cambio, perdimos la partida. Estaba tan
sonriente y graciosa y docta, que se hizo dueña de la situación de tal modo que, las pocas cosas que
nosotros queríamos decirle, vinieron a parecemos a nosotros mismos una tontería. Era la dueña absoluta de
la situación. Lo peor del caso fue que no podíamos apoderarnos de ella. Nos dio todo un curso acerca de la
ética de Bentley Place. Descubrió el plano del mal en todos sus aspectos. Nos dijo que los hombres eran
hombres, ni más ni menos, como lo habían sido desde los comienzos, y que nosotros éramos perfectamente
locos en imaginarnos que podría hacerse algo en aquel caso. De pronto, uno de nosotros pretendió cortarle la
palabra con alguna proposición contraria. Se volvió ella hacia él, así como ustedes hacia su chiquillo, y lo
barrió del campo con un gesto imperioso: "Joven, ¿qué sabe usted de estas cosas?". Otros intentos de llevar
la discusión al campo religioso fueron desvanecidos de igual manera. Tenía la sartén por el mango y
sencillamente nos quedamos boquiabiertos ante su sofistería campesina. Tomó como principio fundamental
que no podía haber otra norma de conducta sino la que ella y su tribu deseaban y de la cual vivían. "Padres,
ustedes conocen a los hombres y saben lo que necesitan", etcétera. Y así, de este modo, fue ella
explayándose. Fue machacona en este tópico para unos y otros. Su mente no hizo sino dar vueltas sobre lo
mismo. Los que la escuchábamos conocíamos la esencial falacia de cada una de sus palabras, y aun así no
podíamos salirle al encuentro de -una manera eficaz.

Todo esto nos hizo caer en la cuenta de cuan mortal podía ser una conversación como aquella, para excitar
un terror irracional y para hacer creer que la única acción segura era la inacción: "Padres, ¿cómo podrían
ustedes consentir en tener un burdel abierto junto a la casa parroquial? Y esto es lo que ocurrirá si se meten
en este negocio". Astutamente había descorrido la cortina para dejarnos ver las terribles consecuencias de
tener como vecinos a tales gentes. Desde luego, la casa parroquial vendría a ser un convento o un hotel o
una casa, según fuera la identidad del oyente. Esta aplicación personal del horror era la perfecta y última paja
que quedó aplastada. La nota dominante de aquel cantar fue el enumerar una lista completa de notabilidades
cuyo modo de pensar, según ella decía, coincidía con el suyo propio. Y así siguió. Fuimos tratados por ella
como un grupo de criaturas, que no conocían nada del asunto discutido- y que tenían que ser tomados a
broma. Lo hizo con tal aire de bondad sufrida, que nos dejó desarmados. Estábamos frente a frente con
nuestra primera derrota, ¡y bien que lo sabíamos! Pues bien; el Padre Mackey salvó la situación aquella tarde,
y la salvó del único modo posible. Paró la corriente con una explosión. Hizo notar un punto de los de aquella
mujer, que no era ni mejor ni peor que cualquiera otro de los suyos, y se dio por insultado. Se levantó frente a
la mesa y le dio un ladrido. En tono airado le preguntó si sabía qué era lo que estaba diciendo. ¿Había venido
ella con su único propósito de insultarnos? Y así siguió, en tanto que la mujer permanecía muda por lo
inesperado del ataque. El contraataque se hizo de manera artística y acabó por rendirla. Cuando la tormenta
repentina había pasado, la Pink se desvaneció hablando de una manera metafórica. Entonces fue cuando a
ella le tocó escucharnos, y se llevó una buena ración sobre el objeto de su horrible negocio y de su ultrajante
punto de mira. Y se discutieron de manera positiva cosas con base cristiana. Los intereses de su propia alma
y la responsabilidad por las almas de los otros quedaron ante su vista; la enormidad de Bentley Place y su

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fuerte posición como una de sus columnas; la necesidad de gran reparación; la manera cómo podría ayudar
ahora a limpiar aquel basurero satánico. La Pink Leroy presente al final de la sesión era una persona mucho
más limpia que la Pink que abrió la misma sesión. La que había entrado como un león rugiente salió "mansa
como un cordero lechal". Consintió estar en línea como cualquiera otra, y aun accedió a perdonar sus deudas
a las chicas que acabaran por obrar bien. Aquella fue la sesión más notable que tuvimos. Duró unas cuatro
horas. Llegada la hora de los actos piadosos de la Misión, el Padre Devane tuvo que salir para dirigirlos.
Luego el Padre Roche salió también para ayudar en el confesonario. Cuando al fin de todo, Pink Leroy se
despidió de manera amistosa y se embarcó en su coche, cuyo cochero debía de estar entonces bien
fresquito, ya que estuvo esperando todo aquel tiempo, los que quedamos conversamos algún tiempo más.
Todos estuvimos de acuerdo en que jamás, ni de la manera más remota, nos habíamos encontrado con
alguien que se le pareciera, y que sería muy difícil imaginar un tipo más pretencioso. ¿Podéis resolver este
rompecabezas de mujer? fue la pregunta que se hizo al Padre Mackey. No respondimos. ¿Salvará su alma?
Creo que sí dijo él. Tiene una inteligencia tan increíblemente lista... Pensando en todo esto nos volvimos a
casa.

CAPÍTULO VEINTE: UN PODER OCULTO.

Pondré fin al resumen de nuestras entrevistas con las propietarias contando una más. Leyéndolas, ¿no
habréis pensado que ambas se parecían como una caja de fósforos a otra? Si tal hubiera sido vuestra
impresión, lo único que querrá decir es que la narración escrita se queda muy corta respecto a la diversidad
real de los casos, y cuánto perdéis con ello 1. Porque la única semejanza que hay está en lo general del
asunto. Entre estas dueñas había el lazo del común interés. Pero esta concordia procedía de contrarios,
según lo dice el poeta. La otra entrevista fue con la señora Grane. Vivía en la calle Carpenter, no lejos de la
humilde casita de la hija de Betty Gray, donde tuvimos la primera conferencia. La señora Grane era algo así
como una cantidad desconocida. Durante los dos años de campaña en Bentley Place habíamos oído hablar
de ella con frecuencia; pero esto no nos hizo más conocedores del asunto. Antes de nuestra llegada a Bentley
Place se apartó de la primera línea y ahora estaba viviendo en una especie de retiro. Pero nos habían
indicado muchos que era la propietaria de las casas donde Betty y Kitten Carr hacían su negocio.
Ignorábamos los demás intereses que podía tener en aquella zona. Indudablemente que estaba en relación
más íntima con los acontecimientos del lugar, de lo que parecía por el solo hecho de mera propietaria. La
sesión que tuvimos con ella tuvo lugar en su propia casa. Fue la más sosa de todas. Fue la última de la serie.
Por entonces ya ella se dio cuenta de dónde soplaba el viento. Descubrimos que era una mujer alta, bien
vestida y bien conservada, de unos sesenta y cinco años. Su porte era muy distinguido. Con toda probabilidad
en los días de su juventud fue de buena presencia. Nuestra larga discusión con ella nos proporcionó poco
más de lo que ya sabíamos acerca de ella y de la zona. Insistió en que no tenía nada que ver allí con el
negocio actual; ella no era más que la propietaria de cinco de aquellas casas; maldecía el deshonroso fin a
que estaban dedicadas; miraría con muy buenos ojos verse libre de todo aquello; frecuentemente las había
ofrecido a la Corporación, pero ésta había rehusado. Debo explicar que la buena mujer no las había ofrecido
por una nonada. Su proposición era que las casas debían formar parte de un plan de alquileres, lo cual en
aquel tiempo era considerado como un medio de hacerse millonario de la noche a la mañana. ¡Ciertamente
que una combinación mercantil como ésta proporcionaba el único medio de reconciliar las opuestas
exigencias de la virtud y del bolsillo, del espíritu y de la carne! Como aquella solución ideal no vino a
concretarse, se había visto obligada a la fuerza a continuar aceptando los pagos considerables que le hacían
la señora Gray y Kitten.

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En cuanto su actitud le permitió, fue cordial con nosotros. Reiteró su afán por verse libre de aquellas casas.
Prometió conformarse con cuantos arreglos pudiéramos hacer para cerrarlas, y en este punto terminó lo que
parecía ser una entrevista completamente satisfactoria.

Una cosa lamento en relación con esta serie de entrevistas. Debiéramos haber tenido en ellas un taquígrafo,
cuya única ocupación debiera haber sido tomar nota de cuantas palabras en ellas se dijeran. El resultado de
esto hubiera sido tener hoy documentos de valor histórico. Tal como estaban las cosas, uno de nosotros
hacía de secretario; pero aquella ocupación había de estar unida con el oficio crítico de preguntar y escuchar,
lo cual no es compatible con el apunte exacto de las frases. Y así, cuanto quedó a guisa de informes de todos
aquellos procesos sin precedentes, sólo fueron unas notas con carácter de borradores. Y estas notas sólo
podían versar sobre los puntos principales que nos hemos esforzado en evocar. Y como parecían llenar
innecesariamente la memoria, no se escribieron, ni se puso cuidado de ello, y a estas fechas ya nada queda.
Lo cual es una lástima. Luego vino lo que podíamos calificar de más sorprendente de nuestro programa
santamente realizado. Fue una- junta general de las mismas chicas. Un acontecimiento que traía a la
memoria aquel otro similar celebrado tres años antes en la cocina del número 25 de Blank Street, que había
sido la mecha que encendió el explosivo de nuestra campaña. Cuando la idea de juntar a las chicas de
Bentley Place fue sugerida y aprobada, la pregunta dónde, estuvo erizada de dificultades. Por las razones ya
mencionadas en uno de los capítulos precedentes, los sacerdotes se mantenían fuera de aquellos lugares, y
así la junta no podía tenerse en Bentley Place. ¿Dónde, pues, podría tenerse? Porque con toda seguridad, la
mayoría de las chicas no querrían asistir a la junta si tenían que salir fuera de sus propias fronteras. Desde
luego, las chicas, individualmente, podían ir con toda libertad por los alrededores. Con frecuencia se las
encontraba visitando las casas populares por aquellos alrededores; pero esto era cosa muy diferente de tener
una junta general, fuera de aquella zona. Esto podía provocar una agitación pública y reunir una multitud; lo
cual, con toda certeza, las chicas no podían afrontar como un solo cuerpo. Esta auténtica dificultad fue
vencida con la oferta de la señora "Zaqueo" Curley, que ofreció para el caso su gran cocina. Era una solución
ideal. Hablando con propiedad, la casa de la señora Curley no estaba dentro del área viciada. Ya que el
límite, según se reconocía, se extendía al lado opuesto de la calle; y, desde luego, su casa nunca fue usada
con fines de negocio. Por otra parte, las chicas iban por aquellos lugares y en ella se sentían completamente
en su propia casa. Una nota más importante aún era que la entrada trasera de la casa se efectuaba por un
pasadizo entre Railway Street y Gloucester Street. La parte posterior del Asilo de la Magdalena «m
Gloucester Street daba también a este pasadizo. Así los misioneros podían pasar a través del convento hasta
la casa de la señora Curley, evitando dé este modo que la entrada por la parte principal atrajera la atención
pública.

Arreglado esto, los "legionarios", en su movimiento a través de aquella zona, hicieron una enérgica campaña
en favor de la junta. La idea cayó en buena tierra. En este caso la curiosidad estuvo a tono con la buena
voluntad que abundaba tanto entre las chicas. Estaban intrigadas por saber qué solución iba a tomarse con
ellas. No puedo fijar con exactitud el día de aquella junta. Fue en la primera parte de la segunda semana de la
Misión, con toda probabilidad, el martes. Se había fijado para las seis. Precisamente cuando llegamos a
aquella hora sólo estaban presentes unas pocas. Parecía como si nuestro primer fracaso hubiera venido
precisamente donde el éxito era imperioso con las mismas chicas. Sin embargo, era evidente que andaban
atisbando en la vecindad, para ver quiénes pasaban a nuestro lado; y en caso contrario, prevenirse contra
toda sorpresa. Pues tan pronto como llegamos, comenzaron a presentarse como con cuentagotas. Al final

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hubo un buen número, casi la mitad del total de chicas. No lo habíamos hecho tan mal. Hubiera sido absurdo
esperar a todas; fácilmente hubiera podido suceder que no hubiese ninguna. En tales circunstancias y con tal
clase de gente, el temple es mucho pero intangible, tan sujeto a cambios como el mismo viento. Algunas de
las chicas estaban un tanto bebidas, y algunas otras muy borrachas. Pero esto nada importaba. Algunas de
ellas estaban siempre en el límite de la borrachera. La cocina de la señora Curley, siempre limpia, estaba
iluminada con todo esplendor. Pucheros, sartenes, calderos, todos habían recibido aquel lustre extraordinario
que habla de su dueña. Allí estaba la misma señora Curley; también una o dos de sus amigas. En
circunstancias ordinarias la presencia de un mandamás hubiera sido un estorbo. Pero no fue así en este caso.
Era una de esas anomalías que nos encontrábamos con relación a esta dueña de burdeles a quien teníamos
como un aliado y un tesoro. En algunos momentos la cosa se convirtió en una especie de recepción. Nos
movimos por entre las chicas, hablándoles una a una o en pequeños grupos. Una atmósfera ligera de alegría
ocultaba la seriedad de nuestras proposiciones, ya espirituales o ya temporales, que estaban como en
conflicto. Ni más ni menos, aquella alegría ocultaba nuestra propia ansiedad. Tratad de imaginaros la escena
de aquella cocina llena de personas en terrible contraste, dominando entre ellas los sacerdotes, que trataban
de cambiar algunas palabras con cada una. El efecto de todo aquello era confortador. Los presentes
representaban todos los grados desde el conjunto limpio y metódico hasta el descuido, y también desde la
sobriedad hasta el licor; y los rostros pasaban desde la belleza hasta la terrible mirada salvaje. Este juntarse
en un cuerpo, en tan deslumbrante ambiente, ponía de manifiesto de manera sorprendente las peculiaridades
y defectos de las chicas, suavizados cuando se las consideraba individualmente y en su marco ordinario. ¡Oh,
si alguien hubiera estado allí con la capacidad suficiente para pintar la escena! Luego cada uno de nosotros
hizo un pequeño discurso, centrado, como es natural, en el llamamiento religioso, y nuestro auditorio
heterogéneo escuchó con atención. Logramos cierta especie de confianza, lo cual no era sencillamente por el
número, ni porque nuestras palabras fueran dirigidas a personas preparadas; pues hablando humanamente,
su efecto acabaría por ser olvidado. Algunas de las chicas estaban medio borrachas y la mayoría de ellas,
como' sabíamos, serían, a pesar nuestro, arrastradas de nuevo en el torbellino de una noche en Bentley
Place. A pesar de esto, era una maravilla el haber podido juntarlas. El ojo de la fe podía ver en esto el curso
del gran río de la Gracia que había corrido ya por tres años con la locura (en todo sentido) de nuestra
empresa desesperada, puesta muy dentro del torrente; y así, si nosotros no olvidábamos el timón por el
pánico, podríamos sortear las rocas y las cataratas y conseguir un éxito sobrenatural. Aquí la verdadera
palabra es sobrenatural. Aun con el temor de ser cansado, recalco y debo recalcar el hecho. El aplastamiento
de Bentley Place habría de constituir una revolución moral de las más grandes; en pocas palabras, un
milagro. Aquel milagro no habría de realizarse por lo que nosotros hiciéramos en aquella junta o en cualquier
otra ocasión en aquella zona; si bien todos y cada uno de nuestros esfuerzos constituían una contribución
necesaria. Nos dábamos cuenta de que, en último término, todo dependía de la admirable acción de la gracia
de Dios. Pero aquella gracia es, por decirlo así, la flor y nata sacada de una fe y de un esfuerzo digno. Lo que
a nosotros tocaba era creer con toda firmeza y obrar con toda nuestra energía. Las chicas cooperaban
también con nosotros. El ojo del mundo que las rodeaba podía no ver esto. Pero brillando entre el estercolero
del pecado y de la degradación había una fe fuerte, y un elemento real era la buena voluntad. Admitidas todas
estas cosas, nada hay imposible. Bentley Place es una prueba clásica de esta fórmula, y así, sus obras
sucias, por otra parte dignas de ser relegadas al limbo de cosas olvidadas, se encuentran transformadas por
la alquimia del cielo en oro puro y valioso. Pero todo esto estaba por venir. En aquel momento, a pesar de
nuestra bien fundada esperanza, éramos víctimas de pensamientos torturantes.

CAPÍTULO VEINTI UNO: NUESTRA FIEL GUARNICIÓN.

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Muy lejos había ido nuestro ataque (demasiado lejos para permitirnos darle el empuje final que anhelábamos),
y había superado nuestras esperanzas. Si hubiera prevalecido, hubiera sido algo excelente. Pero ¿y si no?
Pues bien; entonces hubiéramos sido pulverizados. La atmósfera que prevalecía entre los críticos, en parte
amistosa, pero adversa en su mayor parte, se hubiera convertido, en caso de fracaso, en una explosión
devastadora. Nuestro destino hubiera sido el ridículo, el descrédito y hasta el ostracismo. La misma gran
Compañía de Jesús hubiera temblado del golpe que sus tres terribles hombres le hubieran acarreado. Y por lo
que toca a la pobrecita "Legión de María", apenas iniciado lo que con todo cariño esperaba, hubiera sido para
ella una carrera mortal. ¡Cómo habría desaparecido de la faz de la tierra! El daño que acarrearía a los otros
era el que nos atormentaba, más que la consideración puramente personal. Sin embargo, como llevo dicho,
nos echamos de cabeza en eso, lo cual quiere decir que no hubo ni la más remota idea de replegarse. Un
acontecimiento especial señaló esta semana. El Padre Juan Planagan había sido nombrado Párroco de
Fairview. El Padre Juan O'Reilly fue su sucesor. La noticia cayó como un rayo. No pudo ocurrir mayor estorbo
para nuestros planes, porque aquello significaba para nosotros un peligroso cambio de caballo, en medio de
la carrera. Aquel camino entró en vigor inmediatamente. ¿Continuaría el nuevo Párroco permitiendo nuestras
operaciones? Era muy incierto que así lo hiciera. Habíamos estado afortunados, logrando el consentimiento
del Padre Flanagan. Acaso el Padre O'Reilly se aferraría a la fórmula antigua de dejar las cosas como
estaban, a pesar del éxito que ya habíamos logrado. Pero el pararnos ahora sería un desastre completo bajo
todos los aspectos. Siguió un tiempo de tensión, mejor aún, de angustia. Luego, una entrevista. Después,
cierta seguridad, y de nuevo a toda marcha. Nuestra preocupación especial era que el tiempo corría a toda
prisa. Nos hallábamos ya bien metidos en la segunda semana de la Misión, y aún quedaba un sinfín de cosas
por hacer. Nunca podríamos ajustarías a las tres semanas de Misión. Bueno, y ¿por qué meter tanta prisa con
las tres semanas? La prisa era ésta: Un misionero es una especie de rey en una parroquia mientras dura la
Misión; pero el día que termina ésta, queda depuesto como se depone a un rey. No entra dentro del protocolo
que él continúe visitando allí ni aun a las gentes qué trató durante la Misión; y así lo que los tres misioneros
quisieran hacer, debía quedar hecho durante su breve reinado. Y estos días iban pasando rápidamente en
esa ida sin vuelta. Algunos días después se convocó una segunda junta general de chicas, con el fin de ganar
las que no habían asistido a la primera. La junta se celebró también en la cocina de la señora Curley. Creo
que fue la tarde del viernes. Hubo, poco más o menos, la misma asistencia; pero de composición fue algún
tanto distinta, y cuanto queda escrito sobre la primera junta podría aplicarse a ésta. Gran parte de las
muchachas estuvo entonces presente. El hecho de que muchas habían venido por segunda vez era prueba
evidente de resolución firme en ellas. La presencia de las nuevas era prueba de que una favorable impresión
había sido el resultado de la primera junta. Y si hubiéramos buscado toda clase de consuelo, hubiéramos
podido encontrar para aquellas que no asistieron excusas más probables que una ciega obstinación; por
ejemplo, un cambio de posición, un compromiso, o acaso unas copas de más. A pesar de nuestros
presentimientos, la situación iba inclinándose a nuestro favor. En su mayor parte nuestras conferencias
importantes ya se habían celebrado. Las señales eran claramente favorables. Las promesas podían
perfectamente tenerse por buenas. Desde luego, no podíamos estar seguros de algunas que habían
prometido. Pero si hubiéramos de apuntarnos un éxito, por pequeño que fuera, mejoraría con creces el
concepto que nos formamos de aquellas gentes.

Entonces la novena estaba en su apogeo, estimulando a toda aquella gigantesca parroquia. Aun la zona
viciada daba señales de revivir. Nuestro ataque allí, muy lejos de mostrar agotamiento, era más firme cada
día. En nuestras diversas conferencias hablamos de una manera vaga del futuro cierre de aquel distrito.
Luego nuestros pensamientos y conversaciones particulares comenzaron a concretarse fijando el día. Pero
nos cuidamos de no hacerlo hasta obtener toda la preparación posible. Porque podía ocurrir un desastre,
precisamente en el punto donde un tornillo, el más pequeño, pudiera haberse dejado flojo o donde se hubiera

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economizado el tradicional brochazo de alquitrán. Por otra parte, no podía fijarse el día para el final de la
Misión. Porque había de darse espacio para un desahogo parcial y también para lo que entre nosotros es hoy
como un tópico, cuando haríamos operaciones de limpieza. Este planteamiento trajo consigo otro problema
angustioso. El éxito significaría y así nos atrevimos a esperarlo el traslado de todas las chicas a "Santa
María", dejando vacantes una serie de casas y cuartos. Pero no nos atreveríamos a dejarlos vacantes.
Porque el negocio, al igual que la naturaleza, aborrece el vacío. Bentley Place, con su antigua inmunidad ante
la mirada policíaca, gozaba de una posición única de privilegio. Aquella propiedad no habría de permanecer
vacía por largo tiempo si había gente en la ciudad que buscaba dinero sin andar con escrúpulos acerca del
modo de lograrlo. Las casas serían tomadas como a la rebatiña por algunas harpías, hombres o mujeres, y
abiertas de nuevo bajo nueva dirección. Entonces las ruedas de la organización comenzarían a trabajar
alegremente, arrastrando a todos en su acción fatal, creando el mal mientras lo procuraba, y acaso
infundiéndole una respiración nueva y más mortífera. ¡Aquello no podía ocurrir! Por consiguiente, debimos
conchabarnos, respecto a cada una de las casas, de los cuartos (siendo estos últimos por aquel entonces
nidos de negociantes ocultos), para que ningún agente del vicio lo acotara y volviera a establecerlo de nuevo.
Diréis que esto es más fácil decirse que hacerse. Así es, efectivamente; pero a medida que esta dificultad iba
tomando forma en nuestra mente, tuvimos una inspiración que se relacionaba con ella, o acaso fue
simplemente una consecuencia lógica, como por ejemplo, en la electricidad el polo positivo sugiere el
negativo, o ¡la cascara a la nuez! Aquél pensamiento se refería a otro y gran problema que entonces existía y
del que podíamos servirnos para terminar con el problema número 1. Había en la ciudad hambre de
habitaciones. El ocupar los sitios vacantes era algo por lo que se luchaba ansiosamente. La gente estaba
dispuesta a pagar cualquier precio por los bajos, áticos, y otra clase de viviendas indispensables. El gobierno
había dado con toda rapidez los pasos en su Decreto para la Restricción del alquiler. Dicho decreto quedó
frustrado en gran parte, porque en ningún caso construía habitaciones. La escasez actual de cuartos era más
grave que la misma especulación sobre ellos. De ahí la lucha por acomodarse en cualquier rincón y bajo
cualquier condición; de ahí la aglomeración increíble de personas en un solo cuarto; de ahí el caso de jóvenes
matrimonios que vivían con sus respectivos padres; de ahí finalmente la miseria de las habitaciones
matrimoniales en las fondas comunes. En estas últimas, a veces se dividían los cuartos en tres o cuatro
partes, en cada una de las cuales aposentaba una familia o cualquier pareja que se presentaba. Aunque no
fuera por otra razón que el limitado espacio útil, el mobiliario se reducía a tres o cuatro muebles únicamente.

El pago ordinario de tan degradante nido era un chelín y seis peniques por noche. Si se requería mayor
capacidad, como en el caso de una familia numerosa, había que pagar más, de dos a tres chelines. Alguno de
estos espacios era usado por transeúntes o por gente eventual. Pero la mayoría de la gente vivía casi
permanente. Algunos de éstos eran pobres dignos de respeto, auténticas víctimas del hambre de vivienda.
Por esto precisamente, eran doblemente dignos de conmiseración. Algunos habían estado en cuartos
ordinariamente decentes; pero habían sido echados fuera por falta de pago. La mayoría eran restos del
naufragio social, que en apariencia nunca habían disfrutado de una vivienda ordinaria, y la mayoría vivía sin
visibles medios de subsistencia. Allí no había vida de familia, ni vestigio de comodidad, ni apenas espacio
alguno para el decoro más rudimentario. Era una especie de vida al margen de toda ley, hecha a propósito
para despojar a sus víctimas de sus mejores sentimientos. Todo lo cual habla muy alto en favor de aquella
pobre gente en quienes tal cosa sucedió. Estaban endurecidos, no había duda de ello, y habían descuidado
sus deberes con Dios y los hombres. Pero, debajo de esta costra descuidada, seguían siendo humanos y
hasta amables. ¿Qué serían si lograran una oportunidad conveniente? Acaso, ocultos entre ellos, habría
genios frustrados, héroes y santos malogrados. Con esto tenéis ya una exposición del problema número 2, al
cual pensábamos nosotros aplicar el difícil y gran problema número 1, dándoles una solución conjunta. Y digo
nosotros, porque aquí precisamente, y por fin, se dividieron nuestros pareceres. Era la primera vez que nos

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habíamos distanciado en el modo de pensar. Y me apresuro a especificar que fue un desacuerdo del más
hermoso y verdadero tipo parlamentario, estando cada una de las partes casi convencida por los argumentos
de la otra. Decía una: "Una familia en cada uno de aquellos cuartos habría de ser una guarnición invencible. Y
así escojamos entre estas pobres y míseras familias de los cuartos matrimoniales. Como consecuencia de
poseer un cuarto, se reorganizarían". La otra parte se conformaba con la mitad de aquella proposición: "Es
verdad, por todos los medios posibles hay que traer aquí a los que se encuentran sin habitación. Pero hay
que escoger los mejores. No los escojamos de los cuartos matrimoniales; forzando la ayuda a los más
miserables en aquel problema de la vivienda, podemos poner en peligro la solución de nuestro propio
problema terrorífico, que es el de salvaguardar el futuro de aquellos cuartos, y así prevenir que aquel distrito
vuelva a su antiguo ser. Si aquellos tipos defectuosos de las habitaciones matrimoniales son traídos aquí, lo
único que harán será dejarse llevar de la corriente de las cosas y acabar por ser del grupo de los mansos o
aliados del mal, en lugar de ser el punto fuerte de defensa contra él". Era un argumento terminante. Estaba
condensado en un estribillo que por sí mismo valía casi como la misma victoria: "No te empeñes en
amontonar una caridad sobre otra, porque vendrán al suelo la una y la otra". Pero también había argumentos
fuertes por la otra parte, como éste: El escoger los mejores exigía más tiempo, y cada minuto puede ser de
vital importancia. Además, ¿serían ellos lo suficientemente fuertes contra aquel lugar que permanecería duro
aun cuando el mal mayor hubiera desaparecido? ¿Los mejores serían lo suficientemente fuertes para
constituir una declarada presión por echarlo fuera? Era cuestionable que los despedidos de las habitaciones
matrimoniales habrían de tomar las cosas según vinieran en aquella dirección. Porque, una vez puestos en
posesión de su propio cuarto, se necesitaría toda la fuerza de la ley para echarlos de él. De ordinario, toda
táctica brutal sería para ellos poco más que un rato de recreo. Al cabo la fluctuante balanza de nuestros
temores y esperanzas se inclinó en contra del estribillo. Los ocupantes de las habitaciones matrimoniales
fueron escogidos para que fuesen nuestra fiel guarnición. Pues, aunque no lo sabíamos nosotros entonces,
podíamos haber buscado excusas a nuestros argumentos porque, a fin de cuentas, tuvimos el consuelo de
encontrar familias que estaban conformes con tomar aquellos cuartos. No había entrado en nuestros cálculos
el hecho de que Bentley Place era un nombre que infundía tanto miedo como para ahuyentar de él a los
hambrientos de habitación. Sin embargo, esto era lo que se pensaba antes. De la misma manera, era para
nosotros prematuro ir localizando aquellos cuartos, porque en aquel momento, eran grandes fortalezas del
vicio y nuestros planes de conquistarlas podían salir fallidos. En segundo- lugar, prometíamos habitaciones de
las cuales no éramos los dueños. Por lo menos, podíamos poner esto en orden. Y así salimos a hacer otro
turno de entrevistas con los propietarios de los locales. Les preguntamos si, en el caso de que los cuartos que
poseían vinieran a quedar vacantes como resultado de los acontecimientos que se venían encima, querrían
ellos aceptar como rentistas únicamente a personas aprobadas formalmente por nosotros. Aceptaron de buen
grado esta proposición nuestra. Esto constituía una adición de poca importancia al pacto que ya habían
concluido con nosotros. Luego enviamos a nuestros "legionarios" a hacer un gran recorrido por las diversas
habitaciones matrimoniales para esparcir la buena noticia de que había una excelente oportunidad de
conseguir cuartos a un alquiler bajo en un futuro inmediato. Todos se entusiasmaron con el anuncio. Pero
quedamos perplejos al comprobar cuántos, aun estos pobres, se enfriarían en sus entusiasmos cuando se les
hiciera saber el sitio de los anunciados cuartos. ¡¡Bentley Place!! ¡Oh, eso era cosa muy distinta! Pero eran
muchos allí los dispuestos a pasar por agua y fuego, a trueque de encontrar un cuarto en el otro lado. Se
recogieron los nombres de éstos y con ellos se hizo una lista. En su conjunto, desde luego, aquella lista
constaba de matrimonios legítimos e ilegítimos. Pero a un grupo de familias más respetables se les facilitó
trabajo en circunstancias especiales sobre lo cual hablaré a su debido tiempo.

Por temor a que los acontecimientos se desenvolvieran con rapidez inesperada, haciendo necesario convocar
a aquella multitud de gentes sin casa, hicimos copias de una circular y las guardamos para distribuirlas tan

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pronto como se diese la señal de ataque. Porque era intención nuestra dejar un mínimum de intervalo entre la
salida de la señora arrendataria y la entrada de nuestro desastrado ejército de conquista. Quisiera tener ahora
una copia de aquella notable circular para reproducirla aquí, y dar así una idea de la atmósfera de aquellos
días.

Había también otra dificultad. Nadie entre aquella pobre gente tenía mobiliario. Lo que poseían como tal en
sus madrigueras pertenecía a los dueños de aquellas casas. Y así se hacía preciso encontrar mobiliario para
ellos. Pero esta falta concreta, según pensamos, tendría pronto remedio. Cada uno de aquellos cuartos en
Bentley Place estaba amueblado, algunos con cierto gusto, y otros no tanto, pasando por toda la gama- de la
escala hasta llegar a los cuartos habitados por, los sempiternos borrachos y los pobres diablos alcoholizados
por el metílico; estos cuartos estaban tan vacíos y tan miserables como cualquiera de los cuartuchos de las
habitaciones matrimoniales. Podíamos sospechar que todo el mobiliario, bueno o no tan bueno, sería más o
menos malvendido, si ocurría la evacuación planeada. Y si pudiera lograrse así, ¿por, qué no comprarlo, para
aquellos pobres que nada tenían y a quienes tratábamos de alistar para nuestro servicio?

Ocurrió que tuve que hablar de este asunto a una persona cuyo nombre fue mencionado antes en un punto
de nuestro relato, esto es, relacionado con la adquisición de nuestra misma Santa María. Era el E. Padre M,
Carrón; Secretario del Departamento del Gobierno Local. Hablarle a él de alguna necesidad fue siempre
poner en movimiento las ruedas de la ayuda y del consejo más prudente. Y así fue también en esta ocasión.
Su respuesta fue algo característica. Nosotros compraríamos cuanto mobiliario se presentara y fuera
necesario y él cargaba con el coste. El arreglo del asunto de nuestra guarnición significaba que habíamos
avanzado hasta el acto final. Tal estado de cosas era adecuado para pedir EL CIERRE. Los estorbos, que
parecían montañas en el medio del camino, habían quedado a ras del suelo. En cierta manera la serie de
problemas con que nos habíamos enfrentado se podía dar por resuelta, y por adelantado, cuando no pareció
posible en las dos semanas que habíamos tenido a nuestra disposición. Cuantas personas nos habían
parecido personajes-claves habían asistido a una larga sesión con nuestro modesto "TRIBUNAL DE
SEGURIDAD PUBLICA". Las estrellas de menor magnitud fueron entrevistadas de manera menos formal.

CAPÍTULO VEINTI DOS: PASÓ LO INVETERADO.

El capítulo anterior puso al descubierto el modo cómo todos los personajes de aquella malvada región habían
sido entrevistados de manera formal por nuestro "Tribunal de Seguridad Pública 7'. Todos los demás habían
sido objeto de campaña de súplicas constantes por la gran fuerza de "legionarios" que a diario recorrían la
zona durante aquellas semanas emocionantes. Nuestra descarada empresa se había desenvuelto en
conformidad plena con el designio original. El infinito enredo de Bentley Place se había sometido con
mansedumbre desconcertante al proceso de disolución. Los extremos más desordenados habían sido
recogidos. Ahora todo se encontraba ya esbozado y listo para los últimos y drásticos toques. Entre éstos, el
primero había de ser el designar el día del cierre, en el cual, según las promesas de todas aquellas
notabilidades, Bentley Place abandonaría su negocio voluntariamente y con cierto aire de gloria. Por espacio
de una semana habíamos estado discutiendo cuál había de ser el día. Ya dije más arriba que nosotros
tendíamos a un dorado término medio entre demasiado pronto y demasiado tarde. Ahora se iba estrechando
el campo de elección. El plazo era entre el lunes, el martes o el miércoles de la tercera y última semana de la
Misión. Presentíamos que el lunes era demasiado pronto. Temíamos que el miércoles se apurasen mucho las
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cosas, y por eso que daba en medio el martes. Así, pues, el martes fue el día señalado. Entonces,
inmediatamente, y por todos los medios de comunicación, anunciamos a boca llena aquel hecho, notificándolo
individualmente a aquellos a quienes más de cerca tocaba: los propietarios. Indudablemente sería exagerado
decir que la intimación fue aceptada con entusiasmo. Se tomó, sin embargo, con el mismo espíritu de
negociación con que antes funcionaba; esto es, como el que cumple un deber. Y supongo que nada mejor
podía lograrse en aquellas circunstancias. El tiempo que mediaba entre el anuncio y el día fijado fue un
cúmulo de actividad febril. Principalmente consistía esto en verse con la gente, mantener contacto con las)
chicas y con todos y cada uno de aquel distrito, para conservarlos en su buen ánimo y decisión en dar el gran
paso del martes y abandonar su antigua vida; a la cual, aunque fuese trágica, estaban acostumbrados.
Además, la nueva vida habría de resultarles algo más que nueva. Sería un negocio perdido,' un negocio de
trabajar sin tener en qué. La perspectiva de caminos difíciles es peor que la dificultad actual. Podría
asustarlos y así necesitaban de tantos ánimos como fueran capaces. Pero en aquellos momentos nuestra
mayor preocupación eran los nuevos inquilinos que ocuparían las casas. Todavía estábamos buscando por
los alrededores familias convenientes. No parecía necesario hacer aquella famosa circular urgente destinada
a aquellos cuyos nombres habían sido anotados con aprobación. Porque las cosas caminaban hacia el
martes de acuerdo con el plan. Así que no había necesidad de una movilización más pronta y repentina de
nuestra guarnición. Pero había que solucionar un punto muy especial de todo aquel negocio. Era la compra
de mobiliario para los nuevos ocupantes, la mayoría de los cuales no tenían mueble alguno. Y así fuimos a la
casa de PROPIETARIOS para tratar acerca de esto. Nos fue de mucha ayuda Santiago Curley. Era el hijo
mayor de la señora Curley. Le ayudaba en la dirección de la propiedad y hacía negocio como vendedor de
barato, y hasta tanto llegaba la previsión comprensiva de Bentley Place para comodidad y conveniencia de
sus patronos varones, estos últimos podían aún colocar sus apuestas mientras permanecían allí. Santiago era
rudo, pero estaba muy lejos de ser un mal carácter. Su actitud estaba de acuerdo con la adoptada por su
madre. Se conformó con nosotros y se quedó en mitad del camino respecto a nuestra proposición de
comprarle el mobiliario de sus CASAS. No recuerdo con precisión el precio que nos puso. Pero en cuanto
puedo recordar, la suma era de unas cien libras esterlinas. Aquello era, desde nuestro punto de vista, una
ganga, a la cual hay que añadir, desde luego, el hecho de que el señor Me Carrón, había accedido a firmar el
cheque. Creo que fue el lunes de la primera semana, o sea la víspera del día del cierre, cuando sucedió algo
notable, demasiado notable para encerrarlo en la palabra coincidencia. Había estado yo dando una gran
vuelta en bicicleta para recorrer las habitaciones matrimoniales en aquellas fonda, y con el propósito de
entrevistarme con algunos designados como voluntarios para tomar cuartos que podían quedar vacantes en
Bentley Place. Precisamente volvía yo de una fonda situada en la calle Bridgefoot y cruzaba el río por el
puente de la calle Winetavern, cuando vi la alta figura del Padre Fidel Griffin. Que se dirigía hacia su iglesia,
siempre erróneamente llamada de Adán y Eva. Me encontraba ya en el límite extremo de la prisa, y no quería
pararme por nada ni por nadie. Pero el buen Padre era para mí cosa distinta; y así di la vuelta y me fui en
dirección a él. Era el Guardián de los franciscanos, y sus favores con nosotros habían sido considerables.
Recordarán los lectores el modo cómo nos dieron al Padre Felipe tan pronto como lo pedimos para los
primeros Ejercicios Espirituales, dificultosísimos y que hicieron época, y fueron el manantial de la corriente de
prodigios que hacía tres años habían estado floreciendo. El Padre Felipe dio los primeros cuatro Ejercicios.
De los que después siguieron, el Padre Antonio., y el mismo Padre Fidel habían dado algunos. Siempre
estuvieron prontos a la más pequeña señal nuestra, y eso lo digo sin exageración. Tal actitud merecía algo
más que una señal de aprobación, y ahora precisamente una recompensa conveniente se la íbamos a
proporcionar nosotros o, por lo menos, seríamos los intermediarios. Acaso fuera la cosa que más querían. Y
así fue. Se hallaban muy necesitados de un local para la sacristía, que formaba parte de su plan de
reconstrucción, entonces ya completado. Algún tiempo antes habían comprado un solar, en el cual había, sin
embargo, dos casas de alquiler llenas hasta el tope. No había duda de que en el proyecto había parecido
cosa fácil encontrar acomodo para las familias comprendidas allí; pero no era tan sencillo como parecía. Ya

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antes he hablado del hambre de habitaciones. Nada sabía yo de esto cuando me dirigí hacia el Padre Fidel y
paré mi bicicleta en la curva. Después de cambiar un saludo hablamos de los sucesos del día. Escuchó
pasmado de admiración. Todo le cogía de nuevas. Siguió luego este diálogo: Padre, ¿sabe usted lo que estoy
haciendo precisamente ahora? Seguramente que no hace usted cosa buena. Bueno, pues va a quedar
sorprendido. Voy buscando por estos alrededores algunos inquilinos. ¿Buscando inquilinos? ¡Está usted
bromeando! Y se lo expliqué.

Cuando recibió toda la dosis, varias veces tragó saliva. Luego se dirigió a mí con un tono de voz como el que
adoptáis cuando suplicáis por vuestra propia vida o por la vida de vuestros hijos: "Sencillamente usted no se
da cuenta de que yo precisamente soy el hombre que trata de regalar inquilinos, multitud de ellos,
precisamente allí, en el pasadizo de Rosemary. Ya me voy quedando calvo de tanto buscar habitaciones para
ellos y no puedo encontrarlas. Casi he venido a hacerme un inquilino de las escaleras del Ayuntamiento,
pidiendo acomodación, y siempre me dicen que no pueden ayudarme. Véngase usted conmigo ahora mismo
y le doy a dar dos casas atiborradas de familias". Fue sorprendente. Nos dirigimos al pasadizo Rosemary
como doscientos ochenta y dos metros más allá y vimos la gente en cuestión. Tenían sus dudas acerca de la
clase de acomodo que se les había preparado. Pero, después de todo, acabaron por aceptarlo. Les dije que
inmediatamente prepararan sus cosas para el traslado, porque sus nuevas viviendas estarían listas por lo
menos así lo deseábamos fervientemente en uno o dos días. Por esta asociación de circunstancias las casas
del pasadizo Rosemary quedaron vacantes y fueron derrumbadas y se construyó la nueva sacristía. Todo
esto constituye un caso impresionante de círculo cerrado, ya que los franciscanos habían ayudado a
comenzar algo que, al fin, dando la vuelta les ayudó a ellos de manera sensacional. Había otras importantes
cosas que ver todavía. ¿Podréis suponeros que en el próximo martes tuvo lugar el gran cierre y que Bentley
Place quedó convertido en un recuerdo amargo? El negocio sucio había sido el eje en que giraba toda la vida
de aquel lugar. Destruido el eje, había de resultar un desequilibrio económico extraordinario. Algunos de los
ocupantes tenían oficios accesorios que les permitían luchar. Pero habría allí muchos casos de pérdida
completa de ingresos. Había que hacer frente a la calamidad que resultaría. Tendríamos mucho que sufrir,
para prevenir que la barriada no volviera atrás y tener que añadir una pobreza aguda a la lista contra
nosotros. Aquel distrito viciado formaba parte nominalmente del sector de una Conferencia de San Vicente de
Paúl. Pero de hecho, aquel sitio era tierra de nadie. La Conferencia no traspasaba sus límites; ni había allí
hasta entonces razones especiales de pobreza para que la Conferencia lo hiciera así. Pero ahora
precisamente reconocimos que la Conferencia era algo necesario. Podía ocuparse de los más graves
aspectos de la pobreza que había y, en general, habría de tratar de suavizar la transición económica. Así,
pues, visitamos a su santo Presidente, el señor Monseñor Lalor. Se convino con él en establecer una nueva
Conferencia para trabajar exclusivamente dentro de aquella tierra de nadie. Se escogieron miembros
especialmente emprendedores para esta difícil empresa. El Presidente de la unidad sería el señor Pedro
Corbally, quien después llegó a ser "legionario". Se convino en que la Conferencia había de llamarse en San
Gerardo, y de que habría de comenzar a existir en el caso según la fórmula oficial de que el cierre tuviera
lugar. Y aún queda otra cosa no menos importante: el que "Santa María" habría de ser puesta a tono. Si las
cosas seguían bien, la Hospedería soportaría mayor esfuerzo económico que hasta entonces, por el aumento
de gente que había de acoger. Si Bentley Place desaparecería, bien podía presumirse que las chicas, en su
mayoría, habrían de ir a "Santa María", aunque algunas entraran en el Asilo de la Magdalena o se fueran a su
casa.

En "Santa María" no había espacio para tan gran afluencia de gente. Sin embargo, no se podía despedir a
nadie. Fijaos bien en el problema. Podéis imaginaros el angustioso comadreo que las "legionarias" de "Santa

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María" ¡tened presente que eran mujeres! Habrían de tener, cuando se enfrentaran con el hecho de que
debían acomodar probablemente a sesenta personas en una casa que resultaba ser pequeña para menos de
la mitad de dicho número. ¿Dónde estaban las camas y las ropas? ¿Dónde estaban las mesas y las sillas?
¿Dónde la batería de cocina? ¿Dónde todo lo demás? Y por encima de todo, ¿dónde había espacio, él no era
colocando a las chicas en el jardín y en una tienda de campaña? Y había que resolver el problema. Desde
luego, se puso en el papel un plan de movilización general. El cuarto de baño, la portería, el zaguán y el
recibidor, todas estas habitaciones, se adoptaron a las necesidades y aparecían en el plan como probables
dormitorios. Un mobiliario extra se pidió prestado y fue comprado. Hecho todo esto, se atendió a lo espiritual.
Se hicieron combinaciones provisionales para unos Ejercicios de tres días, que habían de comenzar en la
Hospedería en la noche del martes; claro es que en el supuesto de que las chicas se presentaran. Los
franciscanos se comprometieron a dirigir los Ejercicios. Aquellos días finales se consumieron en las
antedichas preparaciones y en la marcha general de la Misión y en un intenso recorrido por todo el territorio:
el sábado, domingo, lunes. Y el lunes era la víspera del día del cierre general. Sospecho que no podréis
figuraros nuestro estado de ánimo entonces. Me parece que estas largas interrupciones, en mi afán de
explicaciones, bajan un tanto la tensión y desvirtúan esta sorprendente historia en relación con el lector. Si así
fuera, sería una lástima. Pero, lleguéis o no lleguéis a comprenderlo, el hecho es que nosotros estábamos
espantados. Anteriormente ha tratado de aducir muchas razones, desde las más fuertes hasta las puramente
personales. Ahora, próximos al día culminante, se agudizaban las cosas. Todo aquello promesas y arreglos
¿era algo real? O bien, toda aquella gente, pretendía que bailáramos al son que nos tocaban. Parecían
bastante sinceros, pero en nuestros momentos de depresión las circunstancias nos parecían demasiado
favorables para ser reales. En fin, no tardaríamos mucho en conocer si estábamos en lo cierto. Amanece el
martes; ¡pero no había por qué lanzarse a toda prisa a Bentley Place con el sol! Nadie podía decir nada allí.
Ni entonces, ni horas después. Una visita hecha a tiempo no lograría mayores informes acerca de lo que allí
iba a ocurrir. Y así dejamos que la mañana fuera pasando. Naturalmente, empleamos aquellas horas en
especular con desasosiego. Acaso no ocurriría cosa alguna; acaso fuera aquel día como otro cualquiera en
aquel lugar, como fue en los cien años pasados; acaso Bentley Place no haría más que seguir adelante.
Como hacia las diez de la mañana nos acercamos. Allí ocurría algo especial. Había un movimiento hacia el
bien. Nuestros peores presentimientos eran infundados. Pero no podía uno afirmar en absoluto que fuera todo
como una seda. Se mascaban en el ambiente las conversaciones sobre el cierre. Pero no implicaba el que las
puertas fueran cerradas de hecho. Seguían abiertas como de costumbre. Pero era porque la gente tenía que
entrar y salir, como de ordinario. Los elementos positivos de aquella situación descansaban en el hecho de
que la propietaria mayor, la señora Curley, había anunciado de manera definitiva que ella iba a cerrar.
Además, se encontraba uno con algunas de las chicas ya vestidas, cosa que no era acostumbrada. Decían
que iban a ir "Santa María"; se rumoreaba que algunas ya se habían ido. Si esto era verdad, la cosa iba bien.
Luego, una llamada telefónica nos hizo saber que un par de ellas, habían llegado ya. Pero un par de chicas
de la calle aunque en sí era un grupo y una señal, manifestaban un claro síntoma de un cierre general y de
una completa emigración de las chicas de Bentley Place hacia Santa María".

Las otras propietarias no pudieron ser encontradas. Pero algunas de sus chicas manifestaron su intención de
ir a "Santa María". Decían que no sabían lo que iba a ocurrir en relación con las casas particulares a que ellas
pertenecían; habían oído que se trataba de cerrarlas; sin embargo, nada se sabía de cierto. No podíamos
nosotros esperar mucho para poner más en claro la cuestión, porque una misión importante nos requería en
otros puntos. Y era a movilizar a nuestra guarnición. El cierre que la señora Curley hizo significaba que gran
número de cuartos habrían de quedar vacantes o que ya lo estaban; y aún quedaban más. Estos cuartos
debían ser reservados en conformidad con nuestro plan de colocar inquilinos traídos a ellos. Esto debía
hacerse al momento. Lo deseable aunque posible, pero no práctico era que en cada uno de los cuartos

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vacantes durmiera una familia aquella misma noche. Así que teníamos que ir a notificarlo a nuestros futuros
inquilinos y tratar de inducirles a que se mudaran aquel mismo día. Antes de salir de aquel lugar vimos a
Santiago Curley, el cual consintió en hacer una lista de todos los cuartos que habían de quedar vacantes en el
curso de aquel día. Debíamos disponerlos nosotros con las cien libras esterlinas del mobiliario que habíamos
comprado; de suerte que cada una de las familias que viniera encontrara una casa dispuesta a recibirla.
Siguió una limpieza general por las fonduchas, y la noticia de los cuartos vacantes se hizo circular lo más que
se pudo. Era arriesgarse un tanto obrar así, porque entonces era extremadamente vaga la idea que teníamos
del número total de cuartos que habían de quedar vacantes. Podía ser desastroso para muchos llegar y
quedar defraudados. Sin embargo, teníamos que pasar por aquel riesgo con el fin de asegurar un número
suficiente de los que habían de venir, ya que algunos de los que habían consentido en venir estaban ausentes
y otros habían cambiado de parecer. Pero tuvimos la satisfacción de ver que algunos de ellos ya entonces
estaban haciendo los preparativos para trasladarse a Bentley Place. Había que hacer algunas otras cosas
más. Una de ellas era notificar a las Conferencias de San Vicente de Paúl que el cierre, al fin, se llevaba a
cabo, y que su nueva Conferencia debía estar pronta para entrar en acción. Luego una visita a "Santa María".
Entonces algunas chicas habían ingresado en la residencia, y se decía que otras estaban en camino, o que
por lo menos lo intentaban. No era esto nada malo, ocurriera lo que ocurriese. Así que se envió aviso a los
franciscanos que los Ejercicios de tres días, que ya estaban apalabrados, comenzarían aquella noche para el
grupo que había ingresado. Luego, vuelta a Bentley Place y volando. Porque allí había algún desorden, según
decían generalmente en "Santa María", que procedía de los rumores de las recién llegadas. De ser verdadero
el rumor, podía manifestar una situación peligrosa y el fin de nuestras esperanzas. No había más que un solo
medio de asegurarse. Ir y ver.

CAPÍTULO VEINTI TRES: EL DÍA DEL CIERRE.

Terminaba el capítulo anterior con indicios de un levantamiento, según "rumores", en Bentley Place.
Precisamente esto era lo que siempre habíamos temido durante nuestros dos años de trabajo allí. Si ocurriera
ahora no sería, desde luego, para bien nuestro. La gente desea el orden por encima de todo. Durante más de
una centuria había consentido pacientemente el terrible mal de Bentley Place, porque allí exteriormente había
cierta apariencia de orden. El hecho era que aquella calma representaba ni más ni menos una vergonzosa
componenda con el mal, una especie de paz, de la cual hubo quien dijo atinadamente: "¡Oh Dios, sálvame de
la calma del desierto y de la paz de los cobardes!". El populacho no razona de esta forma. No hubieran
podido aguantarnos de haber producido nosotros, aunque sólo hubiera sido un día de santo alboroto.
Observad aquí la anomalía: ¡No aquellos que mantenían toda la fuerza del mal, sino nosotros, los que le
atacábamos, hubiéramos sido considerados como los revolucionarios! Impulsados por estos acuciantes
pensamientos volvimos a Bentley Place. Había allí una atmósfera de excitación, de la cual nada teníamos que
decir, y no se notaba nada que fuera por el camino del desorden. No vi traza de ventanas rotas que tan
ruidosamente nos habían dicho había. Después de investigar logré informarme de que había habido un
disgustillo de menor cuantía. Un pequeño grupo se había manifestado contra la señora Curley. No más de
seis tomaron parte en la escaramuza, según pude enterarme. Se lanzaron un par de piedras y una o dos
ventanas quedaron rotas. Más tarde vi estas ventanas. La burlona e insignificante tormenta había soplado sin
causar ningún daño más. Y esto era buena señal. Pasión que podía ser satisfecha con romper sólo dos
ventanas, no era muy honda. Parecía como si tuviéramos con nosotros a casi toda aquella gente y que
nuestros contrarios no eran más. Después de haber hecho ellos aquel gesto, aun los de cabeza caliente se
habían aquietado y parecían estar de excelente humor. No vayáis a pensar por esto que todo iba como una
seda. Una vez inspeccionado aquel lugar se pudo apreciar que la mayoría de las casas estaban cerradas y

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que muchas de las chicas se habían ido ya a "Santa María"; pero quedaban todavía allí cinco abiertas. Y el
número de chicas que en ellas había resultaba tan grande como el que se había trasladado de las casas
cerradas. La discusión de los dirigentes dio por resultado obtener respuestas sin compromiso, tales como
ésta: "Todavía no hemos tomado una resolución final". Entonces traté de verme con las propietarias de
aquellas casas. Eran Betty Gray y Kitten Carr, ya descritas en el relato de las entrevistas con los propietarios.
No estaban en casa, ni por ningún lado había nadie que pudiera decir si sabían dónde paraban. Un recorrido
general del lugar, que no era muy grande, fue infructuoso. Lo cual parecía una amenaza. Porque la pareja
raramente abandonaba su puesto. Todo lo cual sugería que había algo más por medio que una mera
indecisión; que su decisión era contraria; que las promesas formales que nos hicieron estaban quebrantadas.
La búsqueda así como la investigación general de aquella zona durante ese tiempo y los dos años anteriores
la efectuaban un par de docenas de "legionarias". Debiera haber dado algún detalle más acerca de esta parte
esencial de nuestras operaciones en capítulos anteriores. Lamento que esta omisión mía fuese provocada por
la muerte sentida de una de aquellas "legionarias" (1942). Era ésta Molly Mac Carthy, que llegó a ser la
primera secretaria del Concilium, cuando éste se formó. Descanse en paz su hermosa alma. La narración
sería incompleta sin sus nombres, y así los pongo aquí: Nell Owens, May Masey, María Stallard, Sally Mac
Ñamara, Rose Donnelly, Celia Shaw, Josephine Plunkett, Rose Scratton, Estella Condell, Mollie Mac Carthy,
Nora Moynihan, Kathleen Shannon, Josephine Ryan, Kathleen Hanvey, Helena Raleigh, María Molloy, Teenie
Mac Cleary, Teresa Cully, María Rowe y May Mohán.

Algunas de éstas anduvieron metidas en esta clase de trabajo durante todo aquel período; y algunas de ellas
solamente en casos especiales. Acaso se me haya olvidado un nombre o dos, ya que no escribo sirviéndome
de apuntes anteriores. Con excepción de la señorita Plunkett y la señorita Scratton, todas las demás eran
jóvenes. Con valor no igualado cumplieron las misiones que se les encomendaron en aquel increíble lugar.
Este trabajo significaba vencer no solamente el temor físico, sino también los sentimientos de horror y de
rebeldía que se apoderaban de uno en el mismo momento de penetrar en aquel lugar. Y, sin embargo, ni una
sola de ellas dio un paso atrás. Y ahora volvamos a aquella inútil búsqueda nuestra de las propietarias que se
nos habían esfumado. Las manecillas del reloj se acercaban hacia las tres, hora en que debía reunirme con
los misioneros para comer en el hotel Belvedere. Nos sentamos para tomar una comida que nos resultó
insípida por causa del tema de la discusión. Estábamos consternados ante el cariz que tomaban los
acontecimientos. Pero, ¿por qué habría de ser así?, podéis preguntar. ¿No habíamos logrado la mayor parte
de nuestros objetivos? ¿No habría que conceder como inevitable un margen de fracaso y, por consiguiente,
no debíamos rendirnos a él de manera filosófica? No. No podíamos consolarnos con esto. Tal como veíamos
las cosas, no habíamos vencido de lleno, y, por tanto, habíamos fracasado en gran parte. En verdad,
habíamos lograda mucho, pero en el análisis que hicimos de la posición nos Comparábamos nosotros
mismos con unos bomberos que apagan el fuego completamente en toda la casa a excepción de un solo
cuarto. En poco tiempo las llamas vuelven a extenderse por toda la casa de tal modo, que todo el trabajo
anterior resulta en vano. Pensábamos que si no conseguíamos cerrar todas las madrigueras entonces, como
el fuego, el mal tendería a propagarse por aquellos contornos. Sería esperar demasiado de la más que débil
naturaleza para suponer otra cosa. Las casas abiertas lograrían multiplicar su clientela. Vendrían a ser puntos
organizados. Se lanzaría contra las propietarias y contra las chicas que habían obrado cuerdamente una
campaña de burla y de tentación. Si las propietarias decentes se mantenían firmes contra aquello, entonces
se haría toda clase de esfuerzos para asegurar la propiedad de las casas vacantes y volverlas de nuevo a la
corriente del mal. Se presionaría de mil maneras. Todos aquellos cuyos medios de vida les habían sido como
arrancados (y a quienes debíamos haber procurado un empleo en lo mejor de las circunstancias) habían de
ser explotados en interés de la campaña. Luego, con hombres y mujeres, llevados a la desesperación y
ofuscados y buscando camorra, ésta no tardaría en venir. Este modo de pensar nos era penoso. Procuramos

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apartarnos del mismo para agarrarnos aunque fuera a un clavo ardiendo. Uno de estos ardientes clavos era la
esperanza de que en realidad todo estaba perfectamente bien; de que las dos propietarias cerrarían, porque
hasta entonces todavía era mediodía. Recordamos nuestras discusiones con las propietarias. Convinimos
todos en la aparente sinceridad de Betty Gray, que había sido la primera con quien nos entrevistamos. No
pensábamos de la misma manera acerca de aquella singular persona llamada señora Carr. Pero, después de
haber sacado a colación y discutido cada una de estas ideas, era evidente que en aquel momento no
teníamos otro camino abierto sino el de tratar de encontrar a la pareja perdida y renovar nuestras consultas
con ella. Así terminó aquello, que debió de ser una de las comidas más inapetentes a que jamás asistimos.
Luego nos separamos para ir cada uno a nuestros diversos empleos. Los múltiples deberes de la Misión
serían cumplidos con tanta atención como si no existiera cosa tan deprimente como Bentley Place. Lo que a
mí se me encomendó fue el tratar de establecer contacto con las fugitivas. Y así, algunos de nuestros
miembros dedicaron el resto del día a la caza de las mismas. Pero aquella dichosa pareja, que de ordinario
era la gente más fácil de encontrar, no podía ser localizada. Era cosa clara que se habían escondido de
propósito, siendo ésta una manera fácil de decirnos que se colocaban al otro lado del pacto convenido.
Nuestras emociones eran tan poco agradables, como para estropearnos lo que de otro modo hubiera sido un
espectáculo tan divertido como alentador. Era la movilización de nuestros inquilinos, que ya había comenzado
e iba aumentando cada vez más. Valía la pena observarlo. Algunos de ellos nada poseían ni traían consigo
sano lo puesto. Los más afortunados, tales como los del pasadizo de Rosemary, traían consigo su sencillo y
completo ajuar. Otros iban "mal que bien" en grado descendente. Aquella pobre gente había resuelto sus
problemas de transporte de mil modos. Sus cachivaches llegaban en toda suerte de pequeños vehículos,
desde el carretón tirado por un par de caballos o de asnos, hasta el ridículo carrito de mano, sin que tomara
parte ni tan siquiera uno de motor, según recuerdo. Conforme llegaba una nueva familia, era encaminada a su
nueva vivienda y ayudada a instalarse. Aquellos que no tenían conveniente mueblaje o acaso ninguno, se les
proporcionó los comprados en la tienda, según ya queda descrito. No tardó mucho tiempo el arreglo de
aquellas sencillas familias. Muchos de los nuevos colonos habían llevado una vida tan vagabunda o errante
que, aun en la primera noche de Bentley Place, no pudieron sentirse gente extraña.

Algunos de ellos durmieron por primera vez en su vida en una casa que podrían llamar con verdad suya. Pero
sobre ellos a nuestro juicio estaba suspendida la sombra de la amenaza, la posibilidad de ser atacados por
los resentidos primitivos habitantes. Esto nos atormentaba acaso menos, según creo, de lo que debiera. Pero,
como de ordinario ocurre, los acontecimientos dieron una vuelta en redondo en la hora de más oscuridad.
Hacia las nueve y media de aquella noche me encontré con Ned Curran. Era un personaje entre la gente del
hampa. Supongo que podría describirle como una especie de sargento mayor de los matones, ya que tenía
sobre ellos cierto ascendiente. Además vivía el individuo con una de las propietarias y esto le añadía rango.
Era un hombre serio, que nunca se reía, un hombre resuelto y de regular estatura, recién afeitado,
amarillento, entonces (aunque yo no lo sabía) estaba bajo la garra de una tuberculosis mortal que pronto
acabaría con él. El hecho de encontrarle significaba más que otra cosa que él era quien deseaba encontrarse
conmigo. De otra manera, como las otras dos, él hubiera aparecido en su propio ambiente. Yo lo tomé así y lo
recibí como señal favorable. Dije que deseaba hablarle de la situación. Consintió en ello, y me llevó al cuarto
delantero (que entonces era cuarto de dormir) de aquella su casa no oficial. Nuestra discusión comenzó de
mala manera. Yo no estaba de buen temple, y él aparecía fríamente terrible. Sin proponerlo siquiera con
ninguna clase de palabras, ya adoptó el papel de representante de las dos señoras; lo cual, desde luego, era
su posición exacta. No se anduvo por las ramas y dijo con toda la rudeza que no debían cerrar. Me referí a los
solemnes compromisos que habían tomado en contrario. El anuló mi respuesta diciendo que ambas habían
seguido en lo mismo desde entonces, y que veían claramente que no podían cumplir sus promesas, por
mucho que lo hubieran deseado. Obrar así significaba dejarles sin un ochavo y muertas de hambre. Sus

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acreedores, grandes casas de negocio de la ciudad, no tomarían en cuenta los sacrificios que estaban
haciendo, y reclamarían en cambio el pago completo cuando, por el contrario, sus deudores, que eran toda la
gente de Bentley Place, podía esperarse se declararan insolventes en aquellas circunstancias únicas. Esta
posición no era aceptable y hasta que ellas lograran un trato adecuado, no veían la manera de cerrar sus
casas. A primera vista su actitud era sencilla y no comprometedora. No debían cerrar. Esto era claro como la
luz del día y ya podíamos hacer lo que quisiéramos respecto del asunto. Como respuesta yo le dije algunas
palabras amargas. Estas iban dirigidas de modo especial contra él. Porque con toda probabilidad y
correctamente, le creía ser responsable del cambio de dirección por parte de las mujeres. Mirando las cosas
con esta claridad y considerándolo como nuestro enemigo declarado, el bloque que atropellaba todo nuestro
plan, la figura cumbre entre nuestra anunciada limpieza y el antiguo increíble orden de cosas, me sentí
consumido de rabia. Su frialdad, anulada por lo que yo decía, puso en un tris que nuestro furioso intercambio
de palabras terminara a bofetadas. Es para pensar seriamente lo que hubiera ocurrido a la primera bofetada
por cualquiera de los dos lados. Es seguro que ambos contrincantes no hubieran quedado solos en la lucha.
Al primer ruido de la batalla, los esbirros de Ned Curran hubieran caído como una tormenta en aquel cuarto.
Nuestra causa se salvó de un completo desastre, como hubiera ocurrido, por una palabra feliz y providencial.
Fue al referirme yo a su responsabilidad personal. Obró como de intento. La pasión se evaporó y al momento
corrió por los cauces de razón. Notando que había tocado yo una cuerda sensible, todo lo concentré en ella.
Hice notar la grave responsabilidad de romper el pacto de continuar acaso indefinidamente aquel Bentley
Place en su sucio caminar y también, acaso, por su delicada salud, cuyo deterioro, entonces, yo no
sospechaba. Ned Curran insistió en que la señora Gray y la señora Carr deseaban cerrar, pero no podían; el
único obstáculo que tenían eran sus deudas. Aquí debo atraer de nuevo vuestra atención en punto a nuestras
entrevistas. Recordaréis que aquellas dos mujeres especificaron entonces aquella su dificultad real de las
deudas. Nos parecieron sinceras. Les pedimos que nos dieran detalles de sus compromisos. Nos los dieron
con toda ingenuidad. Consignaron hasta sus más pequeñas cuentas. La una era de unas treinta y ocho libras
esterlinas; la otra era de treinta y siete libras y diez chelines. Por consiguiente, aun en caso de tener sus
deudas, no las aumentaron de manera exagerada. Hay que recordar que aunque nosotros estábamos en
disposición de pagar estas cuentas, los misioneros habían decidido que ya en aquellos momentos no
debíamos ni siquiera mencionarlas. Podría decirse que estábamos sobornando a la gente. Además, en el
momento en que se hiciera mención de que dábamos dinero, pronto habría muchos candidatos y, en fin de
cuentas, no haríamos más que daño. Pero siempre fue nuestra intención pagar aquellas deudas, si las dos
mujeres nos eran fieles. Ahora que habíamos llegado ya al acto final del drama, era tiempo a propósito para
cumplir lo nuestro. Y así, expuse cuáles habían sido nuestras intenciones; el hecho de que habíamos logrado
hacer una colecta para cubrir sus deudas; y que queríamos pagarlas hasta la suma de treinta y ocho libras,
treinta y siete libras y diez chelines, respectivamente. Su respuesta fue firme. Dijo: "Considero esta oferta
generosa y garantizo que será aceptada. Si viene usted mañana por aquí, hacia las dos, le daré la
contestación definitiva". Aquella rápida transición del desastre al éxito completo fue algo insólito. Así como yo
había considerado que él marcaba la política de las dos, así ahora consideré sus palabras como fin de la
crisis. Nos despedimos cordialmente y me marché a toda prisa. Eran entonces las once y media de la noche y
aún me quedaba otra cosa importante que hacer. Era correr como un galgo a Belvedere y poner al corriente a
mis compañeros, los misioneros, del resultado imprevisto y feliz de nuestros trabajos del día. Fue un momento
grandioso, supremo, cuando entré en el cuarto del hotel y lancé mi gozosa bomba a las tres heroicas y en
extremo deprimidas personas que estaban dentro.

Estuvimos discutiendo durante algún tiempo la situación. ¡Bendita hora, aquella en que el cuerpo y el espíritu
encontraron un alegre descanso! A duras penas nos separamos para conciliar algo así como un sueño muy
necesario, pues nuestros nervios estuvieron sufriendo todo el día. Al mismo tiempo, otra sección vital de la

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aventura de Bentley Place había estado muy ocupada. Chicas del corrompido distrito iban llegando a "Santa
María" durante todo el día. Los Ejercicios preparados para ellas habían comenzado a las siete de la tarde,
dirigiéndolos el Padre Antonino, O. F. M. Según avanzaban los Ejercicios de la noche, era evidente que el
Señor repitió una vez más, por medio de su siervo, aquel antiguo saludo: "La paz sea con vosotros". Una gran
calma inundó las turbulentas almas de las recién llegadas y los remolinos de fuego agitado cesaron de
cebarse en ellas. Entonces aquella familia también había buscado el descanso necesario y la hospedería
estaba ahora tranquila, con la quietud del cansancio. Era la noche del martes. Dios nos conceda mañana todo
cuanto esperamos de Él.

CAPÍTULO VEINTI CUATRO: ENTRA EN ESCENA LA POLICÍA.

Y estamos a miércoles. El principal asunto del día era la entrevista con Ned Curran a las dos de la tarde.
Desperté con este pensamiento. Pasó la mañana en asuntos de inquilinos, es decir, tuve que ir de una parte a
otra en busca de probables y tratando de levantar el ánimo de los apocados. Pero todo el tiempo estuvo mi
mente fija en las manecillas del reloj que se movían hacia las dos. ¡A Dios gracias, llagaron las dos! Atravesé
la ciudad en dirección al corrompido distrito y entré en él por la calle Purdon. Curran estaba allí de pie,
esperándome. Aunque no necesitaba yo oír más que una sola palabra sí o no, no hablamos ni siquiera de
eso. Porque todos los ojos estaban fijos en que andábamos parlamentando. Probablemente eran del dominio
público todos los detalles. Anduvimos silenciosos por la calle Purdon, bajamos luego a la izquierda por la
Plaza Trusty a su casa, donde en la noche anterior habíamos tenido aquella tremenda discusión. Ya dentro,
nos miramos uno a otro: "¿Qué tiene usted que decirme, señor Curran?". Replicó él: "Me parece que tengo
malas noticias para usted". ¡Fue aquello un golpe terrible! Pues, aunque naturalmente aprensivo con respecto
a la decisión de la cual tantas cosas dependían^ no habíamos llegado a convencernos de que fuera
desfavorable. Y sí que lo era. La palabra fue "no". Desesperadamente traté de encontrar un rayo de
esperanza: "¿Significa usted con eso que se niegan a cerrar?". "Sí". Pero, ¿por qué? "Porque usted no ha
ofrecido la cantidad suficiente para pagar sus deudas". "Pero yo ofrecí la cuenta que nos dijeron que debían y
usted mismo dijo anoche que era una proposición generosa". "Eso dije, pero dicen que no es bastante, que
deben mucho más que eso". "Pues bien, ¿cuánto dicen que deben?". "Dicen que entre las dos asciende la
deuda a unas mil quinientas libras esterlinas. Con que, ¡éste es el juego, mil quinientas libras! ¡Cómo, eso es
un poco de fantasía! Escribimos nosotros cada una de las cosas que decían deber, hasta los recibos de unos
pocos peniques, y la suma total llega a sólo setenta y .seis libras". "Usted me dijo ya antes todo esto, y yo no
le digo más que lo que ellas dicen. Es una mala partida. Quisiera yo servir de alguna ayuda; pero ellas se
agarran a que su deuda es de mil quinientas libras, y no están dispuestas a cerrar mientras no logren esa
cantidad. Y esto es una resolución definitiva". Hubo una pausa. Así, frente a frente al desastre, tenía
sentimientos que podían ser descritos como de tigre. Ni siquiera por un momento pensé en someterme a su
vil petición ni siquiera a conceder un chelín más. Si la conversación de Ned Curran iba dirigida a iniciar una
sesión de regateo, él y las personas por quienes él obraba se equivocaban de medio a medio. Entonces
hablé, inclinándome lo mejor que pude hacia la indiferencia: "Lo siento, señora Curran, nosotros hicimos una
oferta decente, para sacarlas de un apuro. Pero no estamos dispuestos a comprarlas como en un negocio. Lo
siento mucho. Hasta el presente se ha usado con ellas de medidas caballerosas 1. Pero han fallado. Veremos
ahora qué drásticas medidas se seguirán". Con esto di media vuelta, y, sin volverle a mirar, dejé el lugar. Me
dirigí derecho al hotel Belvedere, donde los misioneros estaban esperando ansiosamente el resultado de la
entrevista con Curran. Incidentalmente, habíamos de comer juntos y pensábamos darle categoría de
celebración de victoria. En cambio, fue como la comida de un hombre condenado a muerte. Desde mi triunfo
con Ned Curran, en la noche del martes, habíamos vivido en un sueño de locura. Ahora nuestro gozoso

102
sueño tuvo un triste despertar. Sobre la desdichada comida que debía ser un acontecimiento, nos vimos
frente a la realidad deshecha. Supongo que discutimos todos los planes concebibles respecto a la situación.
Mucho de lo que allí se sugirió era más para un estímulo mutuo que para procurar una seria base de acción.
Por otra parte, había proposiciones que eran muy razonables, pero que podían no ser prudentes. Una de
éstas era el denunciar en la calle a los rebeldes con miras a excitar al populacho contra ellos. Otra tenía, por
lo menos, el mérito del descaro. Era el que yo había de reunir un grupo de hombres que habían de entrar en
aquella zona con unas latas de petróleo, combatir toda oposición, y ¡pegar fuego a las casas de los rebeldes!
Esta sugerencia horrorizará a la conciencia afecta a la ley y al orden. Y con razón. Pero cuando uno piensa un
poco, aparecen los detalles novelescos. En primer lugar, ¿por qué hablar de ley y orden respecto a un lugar
donde no existían ni ley ni orden?

Si una de las partes en una guerra estuviera armada únicamente con guantes de boxeo, habría de ser sin
duda derrotada. ¡Más aún, sería una cosa ridícula! En segundo lugar, la gran mayoría de la gente de Bentley
Place se había puesto ahora del lado de la virtud. Eran débiles, deseaban llevar una vida decente. Todo se
había preparado con éxito para disponerlos a obrar así en el futuro. Y ahora un puñado de tres se había
puesto del otro lado y ponía en peligro todo el hermoso plan y proyecto. Era su "ultimátum"-. 1.500 libras y si
no... Desgraciadamente no era este caso uno de esos en que cada una de las partes puede escoger su
camino y seguir adelante pensando en principios generales de libertad. Porque las razones dadas en mi
análisis de este mismo punto en el capítulo anterior, no podían dar margen al fracaso en nuestro empeño
final. No cabían las medias tintas. No había lugar para hacer el balance de ganar o perder. Recordaréis mi
analogía de un incendio apagado parcialmente, que pronto vuelve de nuevo a propagarse. Esto no es un puro
razonamiento; constituye un hecho evidente por sí mismo; por consiguiente, aquellas cinco casas malas
habían de ser objeto de trato especial. El negocio no es únicamente de moralidad común, sino que Va más
allá, hasta el límite de la amenaza pública. De la misma manera que un perro rabioso, que corre suelto, es
mucho más que un problema de veterinaria. Aquel perro no se contenta únicamente con estar rabioso,
necesita morder e inocular su mortal virus a todos. Y ahora aquellas rebeldes propietarias eran como dos
perros rabiosos. Tolerarlas significaría que pronto su hidrofobia moral habría de comunicarse de nuevo al
resto de la población de aquella zona. No. Bentley Place debía aprovechar su oportunidad. Después de todo,
la policía tomaría cartas en el asunto para que la oportunidad le fuera dada. Pero no así en este caso. Aquí,
por una combinación única de circunstancias históricas, la policía había maniobrado por el lado equivocado
de la ley que prohibía rigurosamente el mantener burdeles. ¿Cuál de los dos lados estaba al presente por el
derecho, el libro de los Estatutos o la Policía? La actitud de ésta era de inactividad total; sancionada ahora y
endurecida por la costumbre de más de una centuria, podía haber sido originalmente garantizada. Aquella
política podía ser defendida y fue justificada por gente sabia y prudente, y acaso podía haber sido justificable,
en ausencia de una campaña que cooperara como la nuestra. Pero ahora precisamente que nuestra campaña
había tenido un éxito sensacional, la situación había cambiado de una manera no menos sensacional.
Continuar la antigua práctica de no tocar la cosa, no era ya por más tiempo defendible en ninguno de los
campos: moral, tradicional, administrativo o de cualquiera otro "Orden. Por consiguiente, era la hora de dar
pasos perentorios y drásticos, como yo se los había prometido a Ned Curran y aquí viene una sugerencia que
nos excitó. Fue la de alistar a nuestro lado también a la policía. Pero, ¿por qué tal sugerencia había de
impresionarnos tanto? En verdad, habría de ser ésta la primera idea que se presentaba. No, volved a leer otra
vez la historia de Bentley Place y podréis ver por qué la idea nos llegó al fin y únicamente como una
inspiración desesperada. Y ¡cosa extraña!, llegamos a lo mismo por el camino opuesto. Era una reacción a
nuestros discursos sobre la legitimidad de usar medidas violentas contra la tropa de Curran. ¿Por qué
habíamos de pensar que la policía no habría de darse cuenta del cambio radical de condiciones? ¿Por qué
suponer que ellos habían de ponerse de un lado, que era ni más ni menos el mantenimiento del vicio, e

103
inclinarse en contra de la moralidad? ¿Por qué no explicarles todas estas cosas y apelar a ellos, en virtud del
nuevo orden de cosas, para imponer la ley común a Bentley Place?

Descartada aquella sugerencia, todo lo demás prueba mucho a favor nuestro. La única solución que
podíamos encontrar de una manera lógica era la de la fuerza. Y nosotros no estábamos en circunstancias de
aplicar tal solución de una manera efectiva. Pero la policía sí que lo estaba. Si podían ser inducidos a
intervenir, se señalaría aquel día con verdad como el fin de un día completo. En capítulos anteriores se
manifiesta que poco antes de esto se había discutido la cuestión de un recurso semejante a la policía. Esa
idea no vino a cristalizar al eclipsarse con el esplendor de la gran Misión. El pensamiento fue entonces apelar
personalmente al General Murphy, el Jefe Comisionado de la Policía metropolitana. Habíamos oído que era
hombre capaz y emprendedor. Y ahora, en esta crisis, nuestros pensamientos volvieron hacia él. Al fijarnos
en el reloj, comprobamos que se nos habían ido tres horas en la discusión. Eran las cinco treinta. Difícilmente
estaría el General en su oficina a esa hora. Pero habíamos de tratar de encontrarle. Telefoneamos al Castillo
de Dublín. Se nos dijo que, como de ordinario, había salido hacia las cinco de la tarde. Estaba entonces
haciendo una inspección, y creo que relacionada con los arreglos electorales. Se le esperaba muy pronto en
la oficina. A toda prisa pedimos un taxi y el Padre Mackey y yo fuimos al Castillo, como los representantes de
nuestro partido. El General aún no había vuelto cuando llegamos allí; y así, esperamos. Llegó poco después y
fuimos introducidos a él. Ya os daréis cuenta de que ésta era la hora más inoportuna para abordar a un
hombre con negocios. Pero hay que admitir que el General merecía muy alta estima por su paciencia. Se
sentó con toda tranquilidad a escucharnos. Y descubriendo más tarde la magnitud del negocio, hizo que su
esposa se fuera sola a casa y nos prestó la más completa atención.

Ya los tres solos, le dimos cuenta detallada de todo lo que había ocurrido en los tres años anteriores a la
Misión, y en las tres semanas de la misma. Su porte exterior manifestaba cuan grandemente le conmovía
nuestra narración. Pero, ¿quién no se conmovería? Y en aquel caso, había algo de interés adicional y agudo
porque el asunto se relacionaba con el problema más espinoso de su propio departamento. En el curso de la
conversación, nos interrumpió alguna que otra vez con sus preguntas. Al fin, aquel interminable desfile de
sucesos llegó a su fin. El comentario del Jefe comisionado fue breve: "Esto es un admirable registro de éxitos
logrados, una leyenda no pequeña. ¿Pueden señalarme algo en que yo pueda serles de alguna ayuda?". "Sí,
y para esto precisamente hemos acudido a usted". "¿Cuál es su proposición?". Le dijimos con toda claridad
cómo todo el negocio quedaba afectado porque revocaron el pacto aquellas dos propietarias. Le explicamos
por qué pensábamos nosotros que a la situación que resultaba no debía permitírsele seguir su curso, sino que
debía recibir algún trato drástico por quien pudiera dárselo. Hasta vinimos a mencionarle nuestra terrible
solución sobre este punto. Procedimos luego a poner nuestras consideraciones finales y urgentes en cuanto a
la necesidad de la intervención de la policía. Interrumpió él: "Esta es cosa que no deben discutir o tratar
conmigo. Creo que es un sencillo caso de intervención y he de ayudarles con todo el poder de que dispongo.
Cuanto crean ustedes que deba ser hecho, trataré de cumplirlo a la letra. Quisiera oír su modo de pensar
acerca del método que podemos seguir".

¡Bueno!, ¡aquel fue un golpe placentero! ¡Qué actitud tan reconfortante! ¡Allí no se trataba de esconder la
mano! ¡Allí no se daba ni un centímetro al pasteleo oficial! ¡No había ni una palabra que se hubiera de
conferenciar o de esperar hasta la semana próxima! Lo único que allí había era humanidad y cristianismo
espontáneo, respaldadas por una decisión y resolución rápidas. Pasamos luego a considerar los detalles. ¿De
qué naturaleza especial había de ser la intervención? Pronto coincidimos en esto. Acordamos que el primer

104
elemento debía ser acción inmediata, irresistible y completamente decisiva aplastar los restos rebeldes y
formar una especie de eco a aquella promesa de medios drásticos que se le había hecho a Curran y
compañía} participando así de la cualidad de némesis con relación a ellos por su reciente sucia táctica.
Aquella intervención debía ser un acto formal que adoptaría el carácter de ceremonial (aunque ceremonial
rudo y violento) que marcara la conquista de Bentley Place por la ley y la devolución de aquel territorio
criminal a la ciudad, dentro de la cual él estaba, pero que no le pertenecía. Aquella demostración de la ley
debía dar la aprobación a cuanto habíamos hecho y debía proseguir de la misma manera con perfecta
continuidad, manifestando a todos de una manera dramática que el antiguo orden de cosas había pasado a la
historia, cediendo el lugar a otro nuevo. ¿Cómo todo esto habría de ser llevado a la práctica? La respuesta
que habíamos rumiado era que la policía atacara o cercara. ¿Y cuándo? En aquel mismo momento, a ser
posible. Pero no era posible, ya que innumerables detalles habrían de ser preparados por la Comisaría y no
unos pocos por nosotros mismos. Y no debía permitir un desliz. Una cosa sobre todo, habíamos de continuar
dirigiendo a nuestros inquilinos. Recordaréis lo que dije antes acerca de su importancia estratégica.

Eran nuestras tropas de guarnición que ocuparían y mantendrían el territorio a medida que, cuarto por cuarto,
los fuéramos arrebatando al mal. Considerábamos esto como una parte vital de todo el plan; y así no
debíamos dejar de ir trayéndolos porque hubiera en aquella zona alguna escaramuza. Pero debíamos
ampararlos cuanto nos fuera posible, por una parte contra la acción de la policía, y por otra contra las crueles
venganzas. Unas cuantas horas de intenso desorden daría fácilmente lugar a esto último. Por consiguiente,
se convino en que habríamos de procurar dar a la Comisaría una lista de los cuartos que en el momento
crítico habían de estar ocupados por nuestros inquilinos. Estos habrían de ser tenidos en cuenta por la
patrulla asaltante. Desde luego, en todos los demás aspectos, el esfuerzo debía encaminarse a limitar los
golpes del ataque a las cinco casas abiertas, y a sus respectivos grupos de propietarias, chicas y matones.

Se fijó la hora del ataque. Sería en la media noche del jueves; esto es, al cabo de unas treinta horas. Entre
tanto, la orden del día había de ser el secreto más absoluto. Terminada aquella entrevista, la más agradable e
importante, cada uno se fue por su lado. El General se fue a su casa, el Padre Mackey a unirse a sus
compañeros en el trabajo de la Misión y yo a "Santa María", donde se me esperaba con las noticias de los
últimos acontecimientos. Encontré a "Santa María" hecha una balsa de aceite por su paz. Reinaba allí con
toda suavidad una atmósfera de Ejercicios. ¡Qué contraste con el torbellino del día en que yo estaba metido!
Allí encontré al Padre Creedon y a nuestros valientes. Tenía yo mucho que contar. Pero, cumpliendo con la
orden de guardar secreto, a nadie dije nada del proyectado ataque, sino sólo al Padre Creedon. No vayáis a
pensar con esto que nuestra gente era una partida deslenguas sueltas. Estaban muy* lejos de ser así.
Siempre ha sido objeto de noble orgullo para nosotros el que los legionarios; sin juramentos o paradas de
chin-chin, podían guardar en secreto las cosas que se suponían habían de quedar en silencio. Pero ríos
habíamos obligado a nosotros mismos a limitar en absoluto este asunto particular a solos los principales. Así
terminó él miércoles, otro día que nos pareció como un año.

CAPÍTULO VEINTI CINCO: ASALTO A LOS ÚLTIMOS REDUCTOS.

Y estamos en jueves; hermoso día de primavera, lleno de la alegría de vivir para la mayoría de la gente. Pero
para nosotros no era sino un nuevo campo de operaciones, muy pesando y penoso por las cosas que
teníamos que hacer. Este día no habría de terminar a una hora tan respetable como la de los Ejercicios
105
número 2. Porque a esa hora no se nos ofrecería más que el trabajo de llegar a la verdadera importancia del
caso: el asalto de la policía, estaba fijado para la media noche. Hacía tres semanas que íbamos pasando de
crisis en crisis, algo así como los montañeros siguen descubriendo nuevas alturas conforme van ascendiendo
por los picos. Y en verdad los acontecimientos de esta noche marcarían para nosotros el pico más alto. ¡Y
tiembla uno al pensar qué hubiera ocurrido de no ser así! ¡Cuán grande hubiera sido el abismo que se nos
presentaba más allá! El cuerpo del día estaba formado de la misma clase de ingredientes que constituyeron
los veinte días que pasaron ante él. Los deberes de la Misión que ya tocaba a su fin absorbían las energías
de los Padres Mackey, Devane y Roche. El asunto de los inquilinos venía a exigir otra vez nuestra atención;
buscarlos, ponerlos en sus casas, amueblarlos. Este proceso de formar casas de ordinario es algo que
regocija, pero pesaba sobre nosotros la angustia como si fuera una niebla haciéndonos ver todas las cosas en
los colores de aquella gran miseria suya. Ya he descrito suficientemente la situación calamitosa de aquella
pobre gente. Al fin, ahora ya iban a conseguir habitaciones propias. ¿Serían capaces de conservarlas? Si
nuestro plan saliera al revés, ellos tendrían que cargar con la parte del desastre que les correspondiera. Casi
con certeza absoluta habrían de quedar como yertos ¿no será mejor decir habrían de quedar abrasados? por
la gentuza victoriosa. Pero no nos asustamos mucho por esto. Hablaríamos sin corazón si lo dijéramos. ¿Y
qué se nos va en ello? ¿Por qué no habrían de estar ellos dispuestos a sufrir y luchar y valerse de todas las
oportunidades para una nueva vida como cualquier otro nuevo colono? Además, formaba parte de la
atmósfera de aquellos momentos que no podíamos nosotros considerarlos como soldados nuestros o parte
de nuestra guarnición.

Aunque el camino de aquel día de aventuras entraba y salía de Bentley Place, ni yo, ni ningún otro de los
legionarios halló rastro de lo que pudiéramos llamar rebeldes empedernidos. Esto significaba que todos ellos
tenían cuidado de no ponérsenos delante; lo cual podía también significar- que ellos se mantenían como en
última trinchera en los principios o en la alegre espera de que nosotros pudiéramos algún día pactar con ellos.
Si sus pensamientos se encontraban en esta última suposición, sería un caso perfecto del sueño de un loco,
porque habrían de ser arrojados aquella misma medianoche. Fuera lo que fuera, nosotros ya no dimos en
buscarlos; y aun cuando nosotros paseamos por su territorio ni siquiera hicimos mención de sus hombres. Y
así despertó aquel día de prueba. ¿Ya conocéis lo que antes dijimos sobre el vivir o estar sentados en un
volcán? Así lo sentíamos nosotros y este sentimiento tenso e intolerable creció más y más a medida que se
acercaba la medianoche. Al hacerse de noche, a eso de las siete, ocurrió algo que nos hizo creer que aquel
sentimiento tenía algo de una admonición justificada. Se nos indicó por persona bien informada que algunos
de los mismos policías no simpatizaban con lo que allí ocurría; se manifestaban hostiles de modo particular
contra la idea del asalto y estaban resueltos a no poner el mayor empeño, para que la cosa quedara en agua
de borrajas. Esta sugerencia nos electrizó, más aún, nos aterrorizó; porque venía a planear de modo muy
natural en el terreno de la actitud ya hecha historia de la policía, de mero fatalismo en relación con Bentley
Place. Sería completamente desastroso el que el asalto quedara reducido a puro juego. Siempre en adelante
podría decirse que nuestra causa había fallado a pesar de todo cuanto se había hecho por ello, a pesar de los
dos años de esfuerzos sobrehumanos allí empleados que habían culminado con la poderosa empresa de las
últimas semanas y que había sido respaldado finalmente por la antedicha drástica acción policíaca, y pensar
en un fracaso a pesar de todo. ¡Y por consiguiente, ya nunca jamás habría alguien tan loco que se atreviera a
intentarlo de nuevo! No seríais capaces ya de oír el gran coro de los incrédulos Tomases: "Ya os lo dijimos.
No podéis ir contra la corriente de la naturaleza humana". Cuando aquella desalentadora noticia llegó, corrí a
ver al Padre Creedon y se lo dije. Como es natural allí no había que hacer sino una sola cosa. Teníamos que
visitar al General Murphy y ponerle en guardia. Pero encontrarle no era cosa fácil. El buscarle nos costó
bastantes pasos. Por fin lo encontramos hacia las diez de la noche. Estaba en una sesión de boxeo en las
barracas de la Policía de la calle Kevin. Le sacamos del asiento que ocupaba cerca del lugar de la lucha, en

106
medio de la misma, y le contamos lo que habíamos oído. Bien creo no haber visto nunca un hombre más
enfurecido que el General en aquel caso. Nos llevó a una oficina donde había un teléfono. Llamó y pidió que
el Superintendente Ennis se pusiera al habla. Luego respondió alguien, desde luego sería el Superintendente,
y dijo el General Murphy: ¿Es usted Ennis? Sí (probablemente). ¿Cuidas del asunto que se te ha
encomendado para esta noche? Sí (probablemente). Acabo de oír un fuerte rumor de que se va a convertir en
una burla. Ahora bien, en caso de que hubiera algo de esta clase, no tienes más que tomar nota y hacer que
lo traguen los responsables. Porque si algo se hace mal esta noche van a saber lo que es una señal del
infierno. No cabe duda de que habrá degradaciones y algo peor, como lo digo. ¿Lo entiendes? Notifícalo a
todos y tenlo presente. Eso es todo. Y colgó el teléfono. Se volvió a nosotros y nos dijo que pensaba él que
con esto ya quedaríamos aquietados. Y lo estábamos. Nos separamos de él. Y se volvió al boxeo. Y nosotros
a "Santa María". Allí todas las chicas se habían acostado y no cabe duda de que estaban cansadas del largo
día del Retiro. Era el último día de los Ejercicios que habían empezado el martes y el día de la gran clausura.
Todo había marchado como una seda. Todas se habían acercado al confesonario y todo estaba listo para la
misa final y Sagrada Comunión del día siguiente. El Padre Antonino que había dirigido los Ejercicios se había
ido a su Convento que se hallaba en Merchante Quey. Pero la directiva estaba aún de pie. Allí estaban la
señorita Plunkett, la señorita Scratton, que vivían en la Hospedería, y las señoritas Condell y Stallard, que
acostumbraban a permanecer allí la mayor parte de estos Ejercicios. Habría probablemente alguno más, pero
no me acuerdo. Era et! primer tiempo libre que habían tenido en todo el día. Nos unimos a ellas para tomar
una taza de té y contar lo ocurrido aquel día a ellas y a nosotros. Flotaba: en el ambiente de la Hospedería
algo qué reanimaba a uno en tiempo de cansancio mental, como el que sufríamos. Acaso parecía como si nos
embarcásemos en un- poderoso barco en tiempo de tormenta. O" acaso era la delicadeza de aquellas
mujeres a quienes hablábamos. Irradiaban confianza. Las mujeres ven las cosas con más optimismo que los
hombres. En nuestro caso, ellas miraban hacia adelante con la vista clara a través de la tormenta y hacia
Dios, y en El descansaban. En tanto que nuestra visión tendía a ser absorbida por los golpes y ruidos y los
detalles de nuestros esfuerzos y de nuestros planes. Cuánto gozamos con aquel descanso en "Santa María"
a pesar de que la hora cero iba a sonar. Pero nada mencionamos de este asunto, aunque no había
posibilidad de que algo se tradujese al exterior. A la media noche en punto, el Padre Creedon y yo salimos de
la Hospedería. Caminamos juntos por una corta distancia. Y conforme íbamos caminando, nos dimos cuenta
de que, el asalto estaba en su plenitud. ¿Qué clase de escenas se desarrollarían en aquellos momentos en
Bentley Place? Ya lo sabríamos a la mañana siguiente. Entre tanto no había por qué entretenerse
curioseando. Cuando llegamos a la esquina de la calle Cuffe y del parque de Salí Esteban nos separamos y
nos fuimos a casa cada uno con sus pensamientos. Pero no voy a tratar yo de meteros mis dudas aun
estando tentado a ello, como si al fin de un capítulo fuera realmente necesario. Voy a deciros ahora lo que
ocurrió. Efectivamente, comenzó el asalto a las doce en punto. Fue organizado y ejecutado de manera muy
experta.

No hubo tropiezo ni nadar a dos aguas. Una larga procesión de carros apareció repentinamente en el lugar de
la escena y se formó un cordón apretado alrededor del infame lugar. Dada una señal muchos grupos se
dieron a trabajar para sacar las cosas de aquel sitio. Dicho sea de paso se dispararon muchos tiros, no puedo
decir quiénes los dispararon; pero no queda recuerdo de que alguno fuera herido. Se entró en todas las
habitaciones y todo el mundo se vio precisado a cuidar de sí mismo. Debía apreciarse en aquella ocasión que
no había tiempo que perder. Y si una puerta no se abría después de un período razonable, sencillamente se
la abría y las fuerzas de la ley entraban dentro, como si dijéramos, pasaban por encima del cuerpo muerto.
Aquellos que se sentían feroces o con ganas de pelear eran cogidos y puestos sin ninguna clase de
ceremonias en los carros que esperaban. Algunos muebles y objetos de adorno de los cuales había muchos
en los cuartos mejor amueblados quedaron rotos en estos forcejeos. Como resultado de todo esto, cierto

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volumen de daños era inevitable. Desde luego no solamente se puso la mano sobre aquellos de carácter más
turbulento, sino que se hizo una redada general de todos aquellos que de ordinario participaban en el tráfico.
Por ejemplo, todas las chicas fueron recogidas, no solamente las que pertenecían a la zona, sino también
otras chicas que habían acudido allí aquella noche. Formaba parte también del sistema el que un cuarto podía
ser alquilado por los visitantes en sólo diez chelines. Unas con otras, las chicas arrestadas fueron cuarenta y
cinco. Además, los hombres identificados como matones y apresados fueron una docena. También los
caballeros visitantes de aquel lugar que fueron cogidos dieron la cifra de cincuenta.

Finalmente, los jefes fueron capturados, a saber: Betty Grey, "The Kitten", Carr, y su principal, Ned Curran. Es
una garantía para aquellos que llevaron a cabo esta sorprendente y en parte violenta empresa, el que no
fuera cogido por equivocación ningún inocente durante aquella confusión salvaje, por ejemplo, nuestros
inquilinos o el personal adscrito a las casas asaltadas, etcétera. Podéis imaginaros aquella escena tal como
yo me la he imaginado por los datos que me dieron. Reinaba la oscuridad de la noche más profunda; porque
en todo aquel lugar había solamente unos cuantos faroles de gas (aquella noche, reforzados por los puntitos
de luz que se movían y señalaban a las personas que hacían el asalto). Y aquellos faroles de gas no servían
más que para aliviar un poco lo que un novelista llamaría la lobreguez del lago Estigia. Gritos y órdenes y toda
otra suerte de exclamaciones; gritos de rabia que conmoverían el alma; los ruidos de la lucha; el golpear de
muchos pies en los guijarros y en las callejuelas; el crujir de la madera; el romperse los cristales y otras
materias frágiles; la gente que corría, algunos presa de desenfrenado pánico y otros tratando de encontrar un
sitio por donde huir. Aun en la espeluznante historia de aquella región llena siempre de emociones, ¡aquella
debió de ser una noche muy especial! Lo tuvo todo: a excepción de unos pocos (si es que algunos
quedaban), estaban durmiendo en aquella' hora, tanto que se vieron libres de la peor de las emociones, y al
despertar se encontraron rodeados de un caos. Finalmente el último cuarto fue registrado, y la última
callejuela y soportal fue inspeccionado. El asalto fue completo. Los carros de carga de los guardias fueron
llevados bien guardados hasta Bridewell, y el convoy que marchaba iba acompañado de las odiosas
maldiciones de todo el distrito. El odio a la Policía era algo común para todos, sin exceptuar la mayoría de
nuestros inquilinos. Estos últimos habían llevado los distintos tipos de vida que causan una fricción o roce
tranquilo y permanente con la ley. Acaso fue la igualdad de sentimiento lo que salvó a los habitantes de cosas
desagradables aquella noche. No fueron molestados cuando la Policía se retiró, no dejando en la escena a
ninguno de sus hombres. Y el gran asalto había terminado. Apareció todo en los periódicos de la mañana. El
acontecimiento llevaba rótulos llamativos, tales como: "El asalto misterioso del punto negro de la ciudad". En
general se vino a pensar que el fin del asalto había sido político, esto es, un esfuerzo por coger a figuras
prominentes que estaban metidas en el conglomerado y que se creían allí refugiadas. Permitidme recordaros
que todo esto ocurría en el período de rebelión. No pasó por la imaginación tomar la cosa tal como era sin
más pretensiones, esto es, una sencilla limpieza. Los rumores vinieron a ser completamente locos y llegó a
decirse y hablarse de los caballeros visitantes que habían caído en la red. Corrió la voz algo así como el rayo
y se decía que algunas personas muy bien conocidas quedaban envueltas en esto. Cualquier Tom, Dick o
Harry os diría ya en el tren o en la esquina de la calle los nombres de por lo menos dos notabilidades que allí
fueron atrapadas. De hecho, sin embargo, algunos de nosotros que oímos estos nombres podemos decir que
no estuvo enredado ningún personaje. Con anterioridad habíamos concertado con el Jefe de Policía que
iríamos a Bridewell en la mañana del viernes y que se nos darían todas las facilidades para ver a las chicas. Y
así, en aquella mañana, el Padre Mackey y yo nos presentamos en aquella horrenda casa. Inmediatamente
se nos admitió en las celdas. Tuvimos buen cuidado de no anunciar que nosotros teníamos alguna
responsabilidad por el asalto. De hecho el periódico de la mañana que el Padre Mackey llevaba debajo del
brazo, venía a sugerir de algún modo que nosotros vinimos en conocimiento del hecho por el periódico. Pero
estoy seguro y de hecho lo sé que en la mente de todos se nos dio todo el crédito o haber por lo que había

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ocurrido en aquel lugar. Fuimos de celda en celda y encontramos que cada una encerraba cierto número de
chicas. Allí había verdadera aglomeración. Era evidente que Bridewell no estaba hecho para tan gran "pesca".
En cada una de las celdas hablamos a las chicas todas juntas, y- luego les dirigimos unas cuantas palabras a
cada una en particular. Renovamos el llamamiento que ya se les había hecho frecuentemente. A la mayoría
de ellas cientos de veces a no pocas de ellas. Algunas declararon allí espontáneamente que se irían a "Santa
María" tan pronto como les dieran libertad. Entre ellas en una celda se encontraban Betty Gray y en otra la
señora Carr. Esta última manifestaba su manera de ser cursi y sarcástica, se encontraba muy tranquila a
pesar de lo que le había ocurrido. Pero Betty estaba sumida en la más profunda consternación confusa y
llorosa. Por su parte exterior podía uno juzgar que se había pasado la noche llorando. Probablemente así fue
porque a pesar de sus medios inhumanos de vivir, Betty era una mujer de natural suave y buena. Seguimos
adelante e íbamos diciendo a las chicas que intercederíamos por ellas y trataríamos de libertarlas. Cuando
terminamos de visitar todas las celdas, fuimos al teléfono, llamamos al General Murphy y le sugerimos que
inmediatamente dejara libres a las chicas. Reconoció que esto ayudaría a nuestra posición e inmediatamente
dio órdenes para que se las librara. Y así se hizo. Conforme cada una de las chicas recibía la libertad, la
Policía, le dio una carta de presentación para "Santa María". Y ésta fue idea de ellos.

Durante aquel día, quince de estas chicas, solas o a pares, se presentaron en la Hospedería. Esto fue un gran
número, igual poco más o menos al que había venido de Bentley Place el martes y que había terminado los
Ejercicios por la mañana aquel viernes. Siempre había sido nuestra costumbre tener unos Ejercicios cuando
podíamos reunir como una docena de nuevas. Ahora teníamos el número conveniente, y por consiguiente se
nos presentaba un nuevo paso adelante, y decidimos tener nuevos Ejercicios para las recién venidas, que
habrían de comenzar aquella noche y continuar hasta la mañana del lunes. El Padre Antonino, O. F. M. que
acababa de terminar los primeros Ejercicios, se prestó voluntario para estos nuevos. Y esto, más que
generoso, era heroico, pues el dirigir o solamente ayudar en uno de estos Ejercicios era una experiencia
agotadora. Ello se debía a la condición nerviosa de las chicas y también a la falta de campo^ por consiguiente
de aire fresco. A los problemas ordinarios estos Ejercicios añadían la anomalía de llevar adelante el programa
de las recién llegadas, equilibrado con el que ya teníamos en los Ejercicios. No pensamos nosotros que fuera
posible hacerlo y ahora nos encontrábamos metidos de cabeza en ello.

Aquella misma noche comenzaron los Ejercicios las nuevas chicas. El grupo suplementario de legionarias que
habían permanecido en la Hospedería para ayudar a las regulares y que siguiendo el curso ordinario habrían
de volver a sus casas en aquel día, hubieron de conformarse a prolongar sus esfuerzos. Pero tengo que
volver sobre mis pasos. Porque habían ocurrido varias cosas. Bentley Place se había recalentado hasta el
punto de hallarse todos en una verdadera furia. Al principio, sin duda alguna, aquellas gentecillas habían
quedado algún tanto como atontadas por la violencia y la rapidez del golpe dado por la Policía. Además,
aunque muchos no se habían ido a dormir.

Aquella noche, la oscuridad hacía muy difícil el figurarse un cuadro completo de los efectos del asalto, aun
incluyendo a los que se habían perdido. Pero a las pocas horas de amanecer una discusión general y
enfurecida había dado a Bentley Place un cuadro completo de la catástrofe. "Dobla, dobla el trabajo y el
sufrimiento; arde el fuego y bulle la caldera", gritan las brujas del maldito coro en el Macbeth. Podríais aplicar
esto a Bentley Place; aunque es cosa cierta que aquel "dobla, dobla" no daría la medida de la intensidad de la
agitación que allí había. Juraron tomar venganza y se dieron a buscar una víctima. ¡Y allí estábamos
nosotros! Se dieron cuenta de que nada podían contra la Policía (además del hecho de que ésta no estaba

109
por allí), y nosotros tendríamos que ser la cabeza de turco. Desde luego que al decir yo aquí cabeza de turco
no quiero decir con esto que éramos inocentes. Éramos muy culpables y lo sabíamos. Y vosotros también lo
sabéis. Bentley Place también lo sabía y estaba dispuesta para enloquecer con ella. Toda la popularidad que
hasta entonces habíamos gozado allí se había desvanecido, y en su lugar no quedó otra cosa sino el deseo
de hacernos daño. No se nos dejó por mucho tiempo ignorantes de las intenciones que tenían. Tan pronto
como yo salí de Bridewell, me buscó un buen amigo que teníamos y era Tom Green. Gentes que nos miraban
bien en la zona de Bentley Place, le habían pedido que tratara de encontrarme y me hiciera saber la que se
estaba preparando. Y lo que me dijo era bastante para tener miedo. Traducido al lenguaje corriente, la
primera vez que por allí apareciéramos iban ellos a meternos en sitio de donde no saldríamos. Tom Greene
era hombre de carácter de insólita manera afectuoso. Sus amores eran muy fuertes. Sufría el pobre de
manera muy patética con sólo pensar en que nos fuéramos a meter en algún grave lío.

Tras el señor Greene, se nos iban dando las mismas noticias por otros caminos. Y en cada caso se nos hacía
un urgente llamamiento para que no fuéramos por allí mientras las cosas siguieran como estaban. Pero había
algo que lo enredaba. Todos los viernes por espacio de dos años Bentley Place había sido visitado. Además,
durante los Ejercicios y al acercarse éstos teníamos nosotros que ir allí frecuentemente y a veces a diario. Las
noches de los viernes y las mañanas de los domingos eran las ocasiones fijas e invariables. Permanecer
alejados en cualquier otro tiempo no daría lugar a comentarios. Pero sí los daría nuestra ausencia en día de
viernes. Y este día era precisamente viernes. ¿Qué habría que hacer?

CAPÍTULO VEINTI SEIS: SEGUIMOS EN BENTLEY PLACE.

Todo esto nos planteaba un problema real, porque había dos caminos razonables ante nosotros. Podría
decirse que la victoria se había ganado; que ahora ya no se ganaría nada con' ir buscando enredos; que lo
mejor sería, desde cualquier punto de vista, apartarse del volcán hasta que éste se hubiera calmado. Tanto
más cuanto que este efecto se lograría en pocos días; las tormentas más violentas suelen ser de corta
duración. Luego podríamos nosotros volver a entrar en aquel lugar y mirar el modo de consolidar nuestras
posiciones. Parecía cosa definitiva que éste era un modo fino de obrar. Pero, ¿era el más fino? Desde luego
que es cosa prudente el apartarse de un volcán, porque uno no puede hacer nada para detenerlo. ¿Pero era
ésta la posición de Bentley Place? Habían tenido los comienzos algo más que la nota de una revolución, y los
finales no se habían quedado para obrar por sí mismos. ¿Qué habría pues qué hacer? Era cosa clara que la
conclusión de este asunto vital no debía dejarse al mero flujo y reflujo de puros argumentos por muy
plausibles que fueran, sino que, a la manera ya recibida por la "Legión", el asunto debía ser presentado ante
la Capitana General de nuestra empresa, la Madre de todas aquellas almas que se hallaban envueltas en el
asunto. ¿Y cómo habríamos de darle cuenta? Había que considerar el asunto, a ser posible, en una junta
ordinaria del Praesidium. Considerando, pues que esto era cosa obligatoria para nosotros, debíamos
entonces enfrentarnos con el asunto, es decir, trayendo a la junta al mayor número posible de "legionarios" a
quienes concernía, y entonces mirar la cuestión a través de las lentes "legionarias". Y así se hizo. El Padre
Creedon, el Padre Toher y algunas otras figuras principales del Praesidium Santa María fueron
apresuradamente reunidos, y se estudió la situación a la luz de los principios "legionarios". Ello forma un
interesante comentario del método y de la decisión tal como se entiende en la "Legión", que ha soslayado
muchas preguntas particulares, y todo ello fue prácticamente instantáneo. Desde luego la cosa llevaba
consigo una tremenda responsabilidad por meter de cabeza en aquel ardiente hervidero a mujeres
"legionarias". Pero era mucho lo que se arriesgaba. Se pensó que nunca más aquella zona necesitaría

110
nuestra presencia y atenciones como en los pocos hirvientes días que se avecinaban; que éste había de ser
el tiempo de dar forma a todos estos acontecimientos. Pero si durante estos días las cosas fueran mal o
equivocadas, sería imposible darles de nuevo la forma apropiada. Además la fuente principal de la campaña
de los dos años anteriores había sido el desprecio del peligro que se nos decía encontraríamos. ¿Por qué
habíamos de inclinarnos hacia la prudencia precisamente en el tiempo en que el valor era más necesario? La
mayor parte de la seguridad personal de que gozaron los "legionarios" se debió precisamente al respeto que
inspiraron por su actitud confiada. Si los apaches o matones se daban cuenta de que ellos tenían en sus
manos toda nuestra actividad, ¿no se envalentonarían hasta el punto de excluirnos para el futuro? Además,
¿qué estaba ocurriendo a nuestra pobre guarnición? Ella tenía un derecho sobre nosotros; no podíamos dejar
a los miembros de esta guarnición abandonados a su propia suerte. Y así la decisión vino automáticamente y
como por sus propios pasos. Y así la acostumbrada visita del viernes se llevó a cabo como de ordinario. El
grupo más pequeño para ese viernes fue de tres, es decir, dos mujeres "legionarias" y yo mismo. Se pensó
que no debíamos añadir más a este número. Si diéramos la impresión de que lo que buscábamos era
protegernos a nosotros mismos, podía producir un efecto provocativo. Pero había otro punto importante. Las
"legionarias" que debían acudir aquella noche deberían ignorar lo menos posible o nada el lugar donde ellas
se iban a meter. Desde luego, ellas ya habían visto en los periódicos el relato de nuestro ataque, pero no
debían darse cuenta de la fiera reacción que había provocado y que las amenazaba. La palabra apropiada es
amenaza. No debe uno engañarse sobre esto; aquellas "legionarias" se metían en un peligro muy real, acaso
en el peligro de su propias vidas. Anteriormente no se habían ellas ofrecido voluntariamente para estas cosas
y acaso no se encontrarían en disposición de correr el riesgo. Pues ellas mismas o sus familias podrían tener
otra manera de pensar. Por consiguiente, había que darles la oportunidad de estar respaldadas, caso de que
así lo desearan. Y así se me dio el encargo de reunir el mayor número posible de "legionarios", de explicarles
la situación tal como era y movilizar un nuevo grupo si fuera necesario. Se presentaba, pues, la oportunidad
de hacerlo. Todos los viernes por la noche muchos de los "legionarios" que visitaban la Pro-Catedral
acostumbraban a juntarse a las siete y media en las escaleras de la iglesia, entrar en ella a hacer una corta
visita y luego formar sus grupos y salir a cumplir su trabajo. Nuestro grupo debía encontrarse entre ellos.

Antes de las siete y media me encontraba yo en las escaleras y a cada "legionaria" que llegaba le pedía que
esperara para una pequeña consulta. Recitaban sus oraciones y se hacía en el pórtico una reunión de alguna
importancia. Llegamos a ser dieciséis mujeres y yo. ¿Podría alguien que estuviera mirando imaginarse cuál
fuera el asunto de aquella conferencia? Nadie podía figurárselo. Les hablé y les dije todo lo que había
ocurrido y la furia que amenazaba estrellarse sobre nuestras cabezas. No pretendí ocultar en lo más mínimo
el peligro, porque el objeto de la conferencia era abrirles los ojos a todos. No debía decirse en el futuro que
las "legionarias" habían sido metidas en el alboroto sin saber de qué se trataba. Puse bien claro cuán grande
era este jaleo; que nos encontrábamos ahora bregando contra corriente y que podía ocurrir cualquier cosa.
Insistí en que aquellas que fueran podrían considerarse afortunadas si podían escapar sin una paliza brutal y
que podría ocurrir que fueran asesinadas. También les puse en claro que en aquella tarde se habían
considerado todos los aspectos del asunto y que se había decidido que la visita debía hacerse; y que en caso
contrario corríamos el peligro de perder todo aquello por lo que habíamos estado luchando. Entonces las
informé de que habían sido reunidas para que entre todas me dieran dos voluntarias que quisieran hacer
frente a todo esto. Podéis imaginaros la escena. Pensad en el grupo de jóvenes bien parecidas a quienes se
les presentaba una situación como ésta. Debió parecerles algo tremendo, algo así como el fin del mundo. Y
debéis notar que en mi manera de presentar las cosas nada hubo de tipo emotivo. Se les dieron los hechos
tales como eran en palabras secas y no había elección posible. ¿Y cuál fue el resultado? Ocurrió lo increíble.
Todas y cada una de aquellas jóvenes levantaron la mano aceptando la misión. Fue el gesto del mártir, pues
éste fue el pensamiento de lo que iban a tomar entre manos. Me daba cuenta del material que teníamos en la

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"Legión" y de los aleteos del Espíritu Santo sobre él. Sin embargo me quedé sin aliento ante la respuesta de
las dieciséis. ¡TODAS ELLAS! Pero de repente se presentó una poderosa objeción. Y era precisamente de
parte aquellas a quienes les tocaba el turno ordinario del deber visitando Bentley Place en la tarde de aquel
viernes. Se opusieron al procedimiento seguido. Ninguna otra debía, meterse en aquel trabajo. Ellas eran las
designadas y el trabajo era suyo. Y ellas solas habrían de cumplirlo. ¡Y así terminó la cosa! Y los tres nos
pusimos en camino. Conforme nos íbamos acercando al lugar de nuestro trabajo sentíamos cómo la
electricidad se iba acumulando en el aire. La gente nos miraba curiosamente; esperaban todos que algo
ocurriera. Parecía como que algunos nos querían restregar por la cara y urgimos el que "no fuéramos por allí".
"Se iba a armar un zafarrancho". Pero nos mantuvimos en nuestro camino y, tengo que decirlo, con la
serenidad suficiente. Sentíamos la tensión del ambiente, pero no puedo pensar que pudiéramos decir que
estábamos atemorizados. Esto os hará entender cuan fuertes sois si tenéis a vuestro lado la apropiada
combinación de motivos. La "Legión" tiene sin duda bajo su dominio una gran fuerza de motivos fuertes y
ellos derrotan a toda suerte de pensamientos débiles. Será muy poco lo que quede por emprender si la
llamada es lo suficientemente alta y el sistema "legionario" se aplica debidamente. El último aviso que
recibimos no dejó de tener algo de comedia. Ocurrió precisamente en el momento en que íbamos a dar la
vuelta hacia la derecha que nos había de llevar al punto de la línea divisoria. Una bondadosa mujer nos
suplicó que no siguiéramos adelante: "La señora Puzzler Hamilton nos estaba esperando a la vuelta de la
esquina para hacernos trizas". Permitidme explicaros que la señora Puzzler estaba iracunda porque su
marido, que era uno de los matones, había resistido a la Policía durante el asalto, había recibido algunas
heridas y había sido llevado "al cuartelillo". Su leal esposa estaba sedienta de venganza. No obstante todo
esto, seguimos adelante, y allí estaba la señora. Venía a encontrarse con nosotros con los modales de uno
que quisiera meterse a sí mismo en una desagradable empresa. No era una mala persona. Siempre
habíamos estado nosotros en las mejores relaciones con ella. Hubiera sido digno de admiración si hubiera
querido proceder a la prometida operación de cortar. Pero nos anticipamos tomando a broma su recién
encontrada libertad. Quedó satisfecha con la broma que le habíamos gastado y se pudo sortear aquel peligro.
¿De dónde, pues, podría venir ahora el próximo? Que tenía que venir era cosa hecha, pues era más que
evidente por la actitud y miradas de resentimiento que de la multitud convergían hacia nosotros. No se
necesitaba más que echar una piedra, o empujarnos, para soltar toda una descarga de odios que podía
acabar con nosotros. Y no penséis demasiado mal de aquella pobre gente por eso. Tal como ellos veían las
cosas, nosotros les habíamos traicionado. No nos hicieron esperar mucho. Y lo que ocurrió tenía los
caracteres de algo inesperado. Una joven, de unos veinte años, vino corriendo desde la última esquina de la
calle. Venía alocada, con el pelo suelto y braceando. No era una chica del arroyo. Era la mayor de las hijas de
Betty Gray. La pobre chica era una anomalía, porque aun viviendo en un burdel era buena. Ya he mencionado
anteriormente la ansiedad de su madre por causa de ella y cómo esto fue uno de los motivos para la
resolución tomada por Betty de cerrar sus cosas.

En aquel momento la chica, que normalmente se portaba bien, estaba hecha una furia. A primera vista
pensamos que iba a lanzarse contra nosotros y hacernos migas. Pero por el momento se contentó con
patalear como un ser irracional y mover sus puños amenazadores contra nosotros. Obraba como si fuera una
posesa. Repentinamente se puso de rodillas, y levantando sus manos al Cielo comenzó a soltar maldiciones
contra nosotros porque como ella decía apartábamos a la madre de sus hijos. Y esta escenita duró algún
tiempo. El episodio era tan desagradable, aun para Bentley Place, que estaba acostumbrado a todo, que casi
repentinamente el pueblo se arremolinó, la cogió y se la llevó a su casa. Espumajeaba literalmente como uno
que se encuentra en un acceso de histeria. El hecho fue extraordinario; era providencial. Aquel inocente
hervor fue una válvula de seguridad que evitó la explosión de violencia que de otra manera hubiera sido
inevitable. Todos más o menos tomaron parte en aquella tragicomedia. Lo que aparecía como algo destructor

112
quedó reducido a puro ruido. Es un pensamiento muy interesante el que nuestra seguridad personal hubiera
quedado a salvo precisamente por medio de una persona inocente entre los pocos elementos sin pecado de
aquel lugar. ¡Parecía como si nuestra bienaventurada Protectora trabajase valiéndose de lo mejor que allí
podía encontrar! La transformación fue completa. Volvimos a ser contados entre sus amigos. Habiendo
revocado su deseo de venganza, la gente de Bentley Place había pasado a ser normal. Así se tocan los
extremos, la paz y la guerra; los separa lo ancho de un pelo. Desde aquel momento nos hallábamos en
nuestro trabajo según costumbre, pero dándonos cuenta de la victoria y de un poder mayor. Nos movimos por
aquel lugar según acostumbrábamos, charlando con todos, amansando a aquellos que habían sufrido con el
ataque, buscando a las chicas que aún no habían hecho ningún movimiento por acercarse a "Santa María".
Encontramos a bastantes de nuestra guarnición. Los más respetables entre ellos habían quedado malamente
sorprendidos por el inesperado jaleo de la noche;-los menos respetables entre ellos se sentían filósofos. Las
contradicciones en la naturaleza humana son tan extrañas, que aquella tarde fue una de las más agradables
que jamás tuvimos. Todo rastro de ira se había esfumado y todos dieron muestras de los benignos efectos de
la tremenda lucha espiritual a que habían sido sometidos durante las pasadas tres semanas. Un nuevo
espíritu había invadido Bentley Place. No quiero con esto decir que aquel lugar tuviera la apariencia de haber
sufrido un bombardeo, pero todo lo que encontrábamos alrededor eran rastros y reliquias del combate.
Algunas puertas y ventanas estaban rotas, y dentro de algunas casas se encontraban menores daños. Era
cosa evidente que allí había habido bastante resistencia y forcejeo. Encontramos que la casa número 6 de
Bentley Place, que era uno de los burdeles, todavía estaba abierta y presionamos para que se cerrara, lo cual
se hizo, cosa sorprendente para ser contada. Entonces nos propusimos dar por allí unas vueltas mejor que
entregarnos a la táctica usual de emplear nuestro tiempo con los individuos, y tengo mis dudas de si jamás
anteriormente ocupamos mayor campo en una sola tarde en aquel lugar. Debíamos haber recorrido toda la
zona y haber cambiado por lo menos algunas palabras con gran parte de la población de aquellos aledaños.
Y allí nos entretuvimos mucho más de lo de costumbre. Eran las once y veinte cuando dejamos el lugar, y
entonces lo hicimos gozosos y triunfantes. Durante nuestras vueltas por aquellos sitios encontramos a cuatro
de las chicas que querían ir a "Santa María".

Cogimos un taxi y los siete nos metimos en él. Y nos fuimos a la Hospedería sonando en nuestros oídos las
expresiones de buena voluntad lanzadas en aquel lugar increíble. Las cuatro que formaban nuestro botín ya
no llegaban a tiempo para el comienzo de los Ejercicios número 2, que se había abierto aquella tarde, pero
allí las tuvimos para el resto de los mismos. Se recordará que los Ejercicios número 1 se habían abierto el
martes, y los Ejercicios número 2, el viernes, para aquellas que posteriormente se habían presentado. Y
ahora, a medianoche, traíamos cuatro más, ¡y esto no era el fin! Porque durante el sábado y el domingo otras
chicas continuaron viniendo hasta alcanzar el número de doce. El grado de apretura a qué hubo de llegarse
para acomodar a todas estas chicas fue extremo y no puede ser descrito. Hubo que acomodarse a cincuenta
personas en un recinto en que normalmente no cabían sino veintidós. Se pusieron mantas y colchones en los
pasillos y en las escaleras. Pero la tónica de aventura espiritual era muy alta y esto era admirable. Nadie se
quejó. Probablemente las serias dificultades contribuyeron también al buen resultado de los Ejercicios. El
cuidado de las chicas que vinieron demasiado tarde para los Ejercicios número 2 nos hizo pensar en dar
comienzo a los Ejercicios número 3 en el mismo día en que terminaban los del número 2. El Padre Fidel, O. F.
M., dio estos Ejercicios porque el Padre Antonino había llegado al límite del desgaste físico. Terminaron el
jueves por la mañana y con ello el período de más urgencia en la historia de "Santa María". Todas y cada una
de las chicas en la Hospedería habían frecuentado la confesión y Sagrada Comunión. El cansancio quedó
más que compensado con aquella dicha.

113
Entre tanto, ¿qué había ocurrido en lo relacionado con las que habían sido asediadas en el ataque? Como se
ha dicho, todas las chicas salieron el viernes. Los caballeros visitantes habían sido detenidos por un día y
luego se los puso en libertad. Los matones quedaron también libres, y por último salió Jack Gorman, cuyo
estado era indefinido. Allí quedaban Betty Gray y Kitten Carr. La línea de conducta que se había de seguir en
su caso parecía clara y el Estado decidió llevarlas a los Tribunales con el cargo de mantener los burdeles.
Estos casos ayudaron a hacer más historia. Ellos) dieron fin a un estado de cosas calificado de situación
intolerable y trajeron un nuevo estado de cosas permanente. Se suprimió con esto la excitación permanente a
los vicios de toda clase. Se abolió el sistema en que el simple deseo de una copa fuera de las horas
permitidas sumía a multitud de hombres en los abismos de una moral de tela de araña. Cien años de horror
recibían la orden de cese con una simple nota legal. El resultado de los pleitos fue interesante. Vino a
reducirse, no en su totalidad desde luego, a que el inocente fuera castigado y el culpable quedara absuelto.
Pues la pobre Betty fue lo suficientemente mal aconsejada para ir al banquillo de testigos y presentar pruebas
a su favor. En lugar de esto se acusó a sí misma en cuantas palabras decía y fue sentenciada a tres meses
de prisión. La Kitten fue mejor aconsejada. Se mantuvo lejos del banco de los testigos. Dejó todo a sus
abogados para que ellos se entendieran en el asunto. Y se hizo la cosa tan bien que esta notoria matrona de
burdel quedó libre mediante un tecnicismo legal. Y así la mejor entre las dos fue a la cárcel; y la otra, que era
un personajillo esmirriado y tan inescrutable en su carácter como peculiar en su conducta, quedó libre.
Hubiera sido mejor para ella haber recibido un castigo, porque así nos hubiera dado a nosotros la oportunidad
de tener alguna influencia sobre ella. Pero no había de ser así. Desapareció tan pronto como quedó libre. Se
creyó que se había ido a Belfast, pero ninguno de los nuestros volvió a oír nada de ella. Su historia final
habría de ser, como ella misma, un verdadero misterio. Betty Gray estuvo en la prisión unos pocos meses y
allí frecuentó los Sacramentos. Y continuó haciendo lo mismo cuando salió. Su tiendecita fue progresando lo
suficiente para mantenerla a ella y su familia. Desearía poder completar este cuadro diciéndoos algo acerca
de sus tres hijas, incluyendo a la mayor, que, sin pretenderlo, nos salvó del desastre en la noche del viernes.
Pero ya no sé más de su historia posterior. Teniendo presente el hecho de que se habían conservado limpias
en aquel rezumadero, y añadiendo el hecho de que Betty se había puesto en camino de manera satisfactoria,
creo que podemos" confiar en que continuaron muy bien. Anteriormente he querido establecer un paralelo
entre la señora Curley y el conocido caso de Zaqueo. Ella presenta un caso de conversión verdaderamente
sensacional. Se apresuró a volver a los Sacramentos y continuó siendo devota después frecuentándolos.
Años más tarde fui a visitarla por otro asunto. Me contó muy alegre las circunstancias de su vida. De paso se
mostró apenada porque su hijo mayor, Jack a quien ya nos hemos referido, no se había adscrito a la Cofradía
del lugar como lo habían hecho sus otros hijos. Pero esto no significaba que Jack fuera malo; no lo era. Se
aficionó a las carreras de caballos, lo cual no era tan fácil de compaginar con el ser miembro de la Cofradía.
Jack Gorman; las semillas de la muerte estaban ya en él en aquel tiempo. Y crecieron rápidamente poco
después. Volvió a los Sacramentos tan pronto como le fue posible y su fin fue edificante. Recibió la Sagrada
Comunión los nueve días que precedieron a su muerte. Verdaderamente el Pastor es bueno. Pensad en el
maloliente rezumadero de iniquidad que os he descrito y mirad el incansable modo con que valiéndose de sus
agentes y de sus mastines ha seguido a aquellos débiles individuos, y "en la paciente espera de días largos
se forjó del ganado un pueblo vivo para darle alabanza". Los mandarrias, los matones, las chicas y los
ociosos; todos ellos son objeto de Su Amor victorioso, y todos ellos se nos ofrecen capitulando al fin ante ese
Amor. Esperamos que encontrará El, finalmente, a la oveja perdida, quiero decir a la Kítten. Y ahora tengo
que volver sobre mis pasos. Tengo que volver al domingo. Era este día el final de la misión, que había sido un
gran éxito. Una multitud fue objeto de actividad vivificante de la misma. Pero por grande que hubiese sido fue
mucho menos que el acontecimiento que formaba época y que ocurrió paralelamente a la misma y del que
formó parte: el fin de Bentley place. Ahora cada uno de estos hechos había de tener sus ceremonias finales.
En la Pro-Catedral hubieron de tenerse las misas con gran asistencia y muchísimos recibieron la Sagrada
Comunión; y por la tarde se tuvo la clausura formal de la Misión. Y en Bentley Place, ¿qué habría? También el

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lugar tenía que celebrar su conversión. Se había dispuesto tener una solemne bendición de aquella zona el
domingo antes de mediodía. Se corrió la voz con este fin y se pidió a los habitantes del lugar que estuvieran
presentes. Y acudió una multitud inmensa que llenaba las calles y sus cercanías. Muchos debieron venir de
lejos. Los tres misioneros llegaron al punto central debidamente preparados y acompañados, de la cruz y
otros acólitos con velas y agua bendita. Hicieron una procesión por las calles especialmente designadas para
esto.

Todas y cada una de las casas fueron bendecidas, y en las puertas que habían sido prostíbulos clavamos un
cuadro del Sagrado Corazón. Se hacía dificultoso andar por razón de la multitud. Al fin la bendición se
terminó. Nos volvimos hacia el punto que constituía el centro natural de aquel lugar, que era más o menos el
punto de convergencia de las calles, donde muchos podían ver y oír. Estaba bordeado el lugar de una pared
muy alta que había separado aquel triste distrito del resto de la vecindad. Se puso una mesa junto a la pared
y en la mesa una silla. A mí me tocó subir a aquella silla; clavar una alcayata lo más alto que yo pudiera
alcanzar y colgar en ella un gran crucifijo. Entonces el Padre Mackey subió a la mesa y predicó a la multitud
un hermosísimo sermón sobre las siete palabras de Cristo en la cruz. Después añadió un llamamiento a los
residentes para que conservaran lo que se había logrado: que conservasen limpio el lugar para ellos y para
sus hijos. La sencilla ceremonia fue impresionante y conmovió profundamente a la compacta multitud que la
presenció. Luego la multitud fue disminuyendo y se dispersó gradualmente. El crucifijo estará colgado en
aquella pared por muchos años hasta que la existencia física de aquellas calles desaparezca con los nuevos
planes de edificación. Nosotros miramos aquel crucifijo como un recuerdo. Por la tarde algunos "legionarios"
visitaron la zona, tan diferente de lo que había sido. Con esto no nos referimos a la transfiguración moral del
pueblo que allí vivía, sino al verdaderamente asombroso cambio de atmósfera. Mucho antes en esta narración
he hablado del misterioso sentido de oscuridad y siniestro ambiente que siempre se había mantenido allí. No
era cuestión de claridad, porque el sol brillaba sobre Bentley Place con tanto esplendor como en cualquier
otra parte y las casas no eran altas. Ni tampoco era un efecto de nervios o de rica imaginación. Pues en poco
tiempo llega uno a acostumbrarse a todo. Pero no en este sitio. No llegaba uno a acostumbrarse a este lugar.
Mirad a lo largo de un pasillo y siempre os parecerá una caverna aunque conozcáis todos los rincones de la
casa y a todas las personas que en ella habitan. Tendríais el presentimiento de que allí se movía algo. De
pronto todo desapareció. Huyó con el mismo mal. Y aquel domingo tuvo su fin. Ya no se sintió en aquella
tarde cuando volvimos a recorrer por aquellos lugares. Ni jamás volvimos a notarlo. Durante la semana
siguiente otra cosa que habíamos preparado antes tuvo su efecto. Una nueva Conferencia de San Vicente de
Paúl se estableció para visitar y aliviar la miseria de aquel lugar. Por primera' vez en la historia Bentley Place
fue visitado por las Conferencias. La Conferencia de San Bernardo llenó un papel importante, porque al
desaparecer la antigua industria naturalmente se siguieron muchas complicaciones financieras para sus
residentes. Las Conferencias socorrieron del modo más efectivo al vecindario durante el período del reajuste.
La operación .de procurar acomodo a los inquilinos siguió normal, y en dos o tres días no quedó vacío ni un
solo cuarto. Las reservas de muebles que teníamos a nuestra disposición fueron suficientes. Y no hubo más
dificultades. Los recién llegados al lugar se aclimataron con una facilidad inesperada. Pero era parte de
nuestro plan tener un cuidado intensivo de aquél distrito, basado en la idea de visitar todas las semanas
rápidamente a todos y cada uno. Después aquel lugar tuvo su Praesidium particular, llamado "Porta Coeli", el
cual hizo una obra magnífica, y tan bendecido fue en todo momento, que a su debido tiempo produjo cerca de
una docena de "Praesidia".

Las leyendas no mueren, y si mueren, lo hacen con gran dificultad. Recordad el grito de desesperación
entonces corriente: "No debemos propagar el mal". ¿Propagamos nosotros el mal? Lo que sigue es típico de

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otros episodios semejantes. Una semana más tarde un "ciudadano de peso" se me acercó con motivo de los
acontecimientos de Bentley Place. "A pesar del bien incidental me dijo él ha sido una cosa fatal hacer estas
cosas, porque el efecto ha sido propagar el mal por toda la ciudad". Para mí esto no era más que capear el
toro y le pregunté: "¿Por dónde se ha extendido?". "Oh, por Drucundra: ahora el mal está en Drucundra".
"¿En qué sitio de Drucundra?". "Bueno, no estoy muy seguro". De hecho aquel individuo no tenía del asunto
ni la más remota idea. No hacía más que repetir sencillamente lo que oyó de los labios de algún otro tan bien
informado como él. •Así las cosas, le hablé lo más bondadosamente que pude y le supliqué que no fuera el
difusor de palabras mortíferas como éstas hasta que él personalmente las hubiera verificado con todo
cuidado. Le aseguré que sería incapaz de señalarnos ni un solo caso de un burdel abierto por nadie de
aquella zona, o el caso de una chica que se hubiera trasladado a otro sitio que no fuera donde estaban las
casas de hospedaje. Había unas cuantas chicas que no pudimos recoger durante la limpieza y que se fueron
a esta clase de hospederías. Esta manera de hablar irresponsable fue bastante corriente durante algún
tiempo; pero fue debilitándose y terminó por no oírse ya. Aquella leyenda era una de las que tenían que morir
por falta de aliento para mantenerse. Como podéis ver, no estábamos en la actitud de gentes que tratan de un
asunto indefinido. Antes del final logramos conocer el problema hasta sus últimos pormenores. De hecho
conocimos a todas y a cada una de las personas que componían aquel problema. Conocimos a todas y a
cada una de las chicas de aquella ciudadela del vicio, y estábamos capacitados para dar cuenta de ella
después de su derrota. Las que no vinieron a "Santa María" se trasladaron a fonduchas de baja estofa que
eran constantemente visitadas por los "legionarios". El traslado de Bentley Place hacía que una chica que se
sustraía a las visitas y atenciones de una serie de "legionarios" caía, por lo mismo, en las manos de otro
grupo. Otra variante del grito era que la vecindad continuaba siendo tan mala como siempre lo había sido.
Una prueba en contrario fue el hecho de que las Conferencias de San Vicente de Paúl entraron en aquella
zona, lo cual no hubiera ocurrido en el caso de permanecer allí el mal. Nuestras minuciosas visitas, que
llevaron a los "legionarios" a todas y a cada una de las casa cada semana fue otra prueba en contra. Lo cierto
era que aquel lugar fue cada vez mejor y no peor a medida que pasaba el tiempo; se notó allí un crecimiento
de vida espiritual. La última réplica a todas estas falsas sugerencias está precisamente en lo que sigue. Años
después de la limpieza oímos que la Corporación preparaba una urbanización y notamos que en sus planes
entraba precisamente Bentley Place. Esto nos llevó a pensar así. Mientras aquella zona continuara existiendo
podía uno muy bien refutar las murmuraciones sobre la corrupción de las casas y observar el comportamiento
de cada uno de sus habitantes. Pero una vez que las casas hubieran desaparecido físicamente, esto no
podría hacerse, y la puerta quedaba abierta para un posible resurgimiento de la leyenda. Por consiguiente era
de la mayor importancia el que inmediatamente se hiciera algo para determinar la verdadera postura y hacerlo
constar de tal manera que ya no volviera a resurgir.

Y así escribimos al general Murphy llamando su atención sobre los planes de la Corporación y explicarle las
habladurías que habían llegado hasta nosotros en relación con esto. Le sugerimos que nadie como él se
hallaba en posición tan favorable para asegurar la constante salvaguardia de la verdad. Podía él establecer
de forma permanente el estado presente del distrito por medio de una investigación policíaca. Entonces
quedarían los hechos oficialmente esclarecidos para siempre. Aquel caballero comprendió la lógica de esto y
ordenó una investigación. En tiempo oportuno se nos envió un certificado que atribuía al lugar un perfecto
estado de salud. Determinaba que las únicas cosas defectuosas que allí había eran: a) Que una pareja de
anteriores residentes hacían esfuerzos por encontrar un modo de establecer allí una fonducha, lo cual sería
peligroso, y b) Que también había alguna venta ilegal de licores. En cuanto a esos defectos que, como se
verá, son un mal menor: a) Ninguna chica logró establecerse en aquella localidad, b) La Policía informó
concretamente que Becky Cooper, del número 9 de Railway Street, era la mayor culpable de la venta de
licores; y hay que notar que Railway Street cae precisamente fuera de los límites territoriales de Bentley

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Place, como ya lo hemos hecho notar en esta narración. Becky Cooper era una vieja institución y estaba
destinada a serlo hasta que el Señor se la llevara. Poco después de aquella investigación tuvo lugar la
demolición de aquella zona. No toda la superficie allanada se dedicó a la construcción de nuevas casas.
Recordaréis que el Convento del Buen Pastor estaba cercano a Bentley Place, tan cerca que los misioneros
pasaron a través del Convento a la casa de la señora Curley para tener las dos grandes juntas de las chicas.
Los campos dejados a su numerosa población apenas quedaron reducidos a un extenso patio. Y así la
Corporación asignó parte del espacio contiguo al Convento, probablemente la mitad del territorio ocupado por
Bentley Place. ¡Cuán significativo es este despojo arrancado al diablo y representado por esta maniobra de la
Providencia! Firma de esto lo que podríamos llamar el exacto cumplimiento de uno de los fines de la "Legión",
tal como está expresado en el Manual, es decir: "Destruir el imperio del pecado, arrancar de raíz sus
fundamentos y plantar entre sus ruinas el estandarte de Cristo Rey". En aquel campo tomado por el Convento
estaba la modesta casa de tres pisos de la señora Curley. El maestro de obras de las monjas recibió el
encargo de nivelar el sitio y proceder al trabajo de incorporarlo al resto del Convento. Muy pronto informó éste
a las monjas que los fundamentos de la casa eran extraordinariamente formidables, muy desproporcionados a
la casa misma. Quería él saber si anteriormente hubo allí alguna serie de bodegas. Esto me dijeron a mí las
monjas mucho tiempo después. Apenado exclamé que debieran ellas haber pensado en llamarme; que este
descubrimiento era algo de primer orden, algo que yo había estado buscando sin éxito durante todo el período
de nuestra campaña. Y me explicaré. A poco de comenzar nuestro trabajo en aquellos lugares nos
convencimos de que en alguna parte cercana debería haber un sistema de pasadizos y cuartos secretos
subterráneos. Aquel lugar tuvo en el pasado la fama de recibir a personas distinguidas como visitantes. Estos
fulanos jamás se hubieran dejado ver en los cuartos ordinarios y en las calles del lugar. Habría de exponerse
facilísimamente al chantaje y a ser cogidos en un asalto de la Policía. Tuvo que haber algún acomodo oculto y
algunas vías de escape. Como digo, siempre estuve yo detrás de esto, pero nunca pude encontrar rastro.
Parece que el contratista levantó todas las ruinas de este sistema oculto. Hubiera esto completado la
narración con un extraño capítulo y se podría haber fotografiado aquellas ruinas. Pero no fue posible.

Y ahora debo ya concluir la epopeya de Bentley Place. Y lo hago recalcando lo que me parece ser la exacta
perspectiva que se encuentra entre las manifestaciones clásicas de la Era Cristiana. Digo que todo esto
puede contarse muy bien como un éxito total a pesar de que Kitten Carr y algunas de las chicas se nos
escaparon. Pero un avasallador choque debió producir efecto sobre ellas por el asedio espiritual de aquellos
dos años. Tan grande fue además la conquista de almas, que uno siente como si no hubiera quedado una
que escapar al toque salvador del Señor. Viene a la memoria aquel pasaje de la Escritura donde se nos dice
que los enfermos eran presentados a Jesús y que El los curaba a todos. ¿Y qué diremos de aquella bella
narración de la Biblia donde la red de los Apóstoles estaba tan llena de grandes peces que no podía ya
contener ni uno más? Los actos del Cuerpo Místico reproducen las acciones de Nuestro Señor: ¿Por qué,
pues, no podremos esperar que cada día que pasa nos pondrá delante de nosotros alguna estupenda
reproducción de aquellas terrenas maravillas realizadas por El? ¿No podría ocurrir acaso que El deseara
manifestar lo que se puede hacer en una situación desesperada por gente débil en sí misma, que le toman la
palabra en relación con el valor de las almas, que creen firmemente y que no se asustan y trabajan en unión
con su Madre y bajo su nombre? Acaso quiera El con las acciones de estas personas escribir una verdadera
epopeya religiosa que conmueva y haga que el pueblo se vuelva a Él. Si tal fue su idea, habría de hacerlo
necesariamente en gran escala, de modo más que poderoso, no permitiendo que pudiera ser explotado por
incrédulos Tomases hasta el punto de reducir a escombros aquella epopeya. En este puesto, Jesús, nuestro
Amor, y María, nuestra Madre, tuvieron que causar aquella ola de acontecimientos que ocurrieron en Bentley
Place como debían ocurrir.

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Esta edición electrónica fué hecha por Samuel de Jesús Páez, miembro de la Legión de María de Ramiriquí
Boyacá, a los 12 días del mes de noviembre del año 2014.

Gloria al Padre, al Hijo, y al Espiritu Santo, Como era en el Principio, ahora, y siempre, por los siglos de los
siglos. Amen.

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