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LA OBLIGACIÓN DEL ARRENDATARIO DURANTE LA

PANDEMIA POR CORONAVIRUS


(Fuente: Alessandri Abogados)

La emergencia sanitaria originada por el COVID-19 ha impactado significativamente en


la actividad productiva, industrial y comercial, provocando graves alteraciones en el
desarrollo de los negocios y en la ejecución de las relaciones contractuales de empresas
y particulares.
Uno de estos impactos dice relación con la obligación del arrendatario de pagar la renta,
en aquellos casos en que no puede hacer uso de la cosa arrendada en los términos
convenidos.
Aplicando la teoría de la frustación del contrato, es posible sostener que cuando el
propósito práctico perseguido por el arrendatario ha desaparecido completamente, se le
debería excusar de su obligación y eventualmente suspender los efectos del contrato.

La emergencia sanitaria producida por el COVID-19 ha tenido por consecuencia una alteración
importante en la actividad económica y social del país. A la fecha, las medidas restrictivas de la libre
circulación, reunión y desarrollo de actividades económicas se han incrementado, y es previsible que
esa tendencia se mantenga por un período de tiempo relativamente importante.

Una de esas consecuencias es la limitación, legal o de facto, para el desarrollo de ciertas actividades
comerciales o industriales. Ello ha llevado al cierre de espacios comerciales, de esparcimiento,
productivos y de construcción. Asimismo, aun cuando la actividad respectiva no haya debido
suspender su operación forzosamente, las demás medidas dictadas por la autoridad pueden haber
tenido como consecuencia una baja ostensible en su actividad comercial (por ejemplo, disminución
importante de clientela o dificultades para distribuir su producción) con bajas importantes de ingresos
y flujos.

La pregunta que cabe resolver es cómo tales impactos negativos se reflejan en las relaciones
contractuales que tales empresas tienen con terceros. Por supuesto, la respuesta variará según cuál
sea dicha relación contractual, por ejemplo, con proveedores, acreedores, dependientes, etc.; como
asimismo, el estatuto legal aplicable: Código Civil o de Comercio, legislación laboral, de consumo u
otros.

Esta cuestión tiene especial relevancia respecto a contratos de arriendo vigentes, en los cuales el
arrendatario no puede hacer uso de la cosa arrendada o sólo puede hacer un uso limitado de ella,
debido a la crisis sanitaria. La interrogante a responder es si, bajo tales circunstancias, el arrendatario
se encuentra eximido del pago de la renta. Este problema puede examinarse a partir de distintas
instituciones jurídicas.
La fuerza mayor o caso fortuito
Una primera aproximación, quizás la más intuitiva, es recurrir a la fuerza mayor como eximente de
responsabilidad para el arrendatario. El impedimento sería la imposibilidad de usar la cosa arrendada
para su fin natural o convencional, a causa de la fuerza mayor, constituida por la prohibición decretada
por la autoridad.

La dificultad para aplicar el concepto de fuerza mayor a una obligación de dinero, como es la de pagar
la renta, es evidente. Es difícil – sino insostenible – plantear que respecto a una obligación de esta
naturaleza, puede concurrir el requisito de la irresistibilidad. En efecto, las obligaciones de dinero son
por definición obligaciones de género, siendo además el dinero una cosa fungible. En otras palabras,
el cumplimiento de una obligación de dinero no puede hacerse imposible, ya que siempre será factible
– jurídicamente – para el deudor pagar. El dinero no se extingue, y el riesgo de disponer de una
cantidad suficiente para pagar es del deudor. En definitiva: no hay ningún impedimento material o
jurídico para que el arrendatario cumpla su obligación, esto es, pagar la suma de dinero pactada como
renta.

Asimismo, puede sostenerse que el arrendador no ha incumplido sus obligaciones, ya que la cosa se
encuentra disponible para el arrendatario, sin perjuicio que por un hecho externo no pueda darle el
uso que pretende.

Parece claro entonces que no cabe alegar fuerza mayor o caso fortuito respecto de una obligación
de dinero, ya sea como causa de extinción de la misma por imposibilidad sobrevenida, ni como
eximente de responsabilidad por su incumplimiento.

Descartada la fuerza mayor para el caso de las obligaciones de dinero, cabe analizar si existen otros
mecanismos a los que podría recurrir el deudor ante una situación como la planteada.

La teoría de la imprevisión
La teoría de la imprevisión, al menos en la versión que exige que el cumplimiento de la obligación de
una de las partes se haya hecho excesivamente oneroso, tampoco parece aplicarse al caso del
arrendador. En efecto, el cumplimiento de su prestación no se ha hecho más oneroso, ya que el
monto de la renta sigue siendo la mismo, no se ha incrementado a consecuencia de la emergencia
producida por el coronavirus.

No obstante lo dicho, parece claro que la economía del contrato ha sufrido un desequilibrio
significativo, pudiendo en teoría sostenerse que, aunque nominalmente la prestación de la parte
afectada no ha devenido en excesivamente onerosa, si lo ha sido al examinar la economía global del
contrato, al tener dicha parte que ejecutar su propia prestación a cambio de una de la cual no reporta
beneficio alguno.

En este sentido, parece mejor enmarcar esta situación en una doctrina particular dentro de la más
general del cambio de circunstancias, la de la frustración del contrato, que se pasa a explicar.

La frustración del contrato


Esta hipótesis se presenta cuando el cumplimiento del contrato es posible, pero el propósito práctico
que el acreedor persigue con dicho cumplimiento desaparece o pierde sentido debido a circunstancias
sobrevenidas. No hay imposibilidad ni excesiva onerosidad: la ejecución de la prestación es
perfectamente posible, ni tampoco dicha ejecución se ha hecho más costosa o dificultosa.[1]
En este supuesto, la atención ya no está puesta en lo que la parte afectada debe ejecutar como
deudor, sino en aquello que recibe a cambio, en su calidad de acreedor, ya que la prestación a que
tiene derecho, ha perdido completa utilidad para la finalidad que perseguía al celebrar el contrato.

El caso en análisis parecería encuadrarse en este supuesto: si bien el arrendador cumple o está
dispuesto a cumplir poniendo la cosa a disposición del arrendatario, el fin o propósito que éste
perseguía al celebrar el contrato, ha desaparecido en virtud de un evento sobrevenido, ya que por
una orden de autoridad, no puede hacer uso de la cosa arrendada. No hay, en principio,
incumplimiento de ninguna de las partes, como tampoco excesiva onerosidad para alguna de ellas,
pero el cumplimiento del contrato, tal cual se pactó, ha devenido en fútil o vacío para uno de los
contratantes.

Sin embargo, la doctrina de frustración del fin del contrato debe ser aceptada sólo de manera
excepcional, ya que de otra manera supondría un elemento de enorme inestabilidad para la seguridad
de las transacciones.

No basta con que la parte perjudicada haya visto frustrada la ganancia o ventaja (patrimonial o no)
que perseguía mediante la celebración del contrato, ya que ello implicaría transformar al otro
contratante en un asegurador de dicha ventaja, trasladándole todos los riesgos del negocio.

Por ello, los requisitos de procedencia son estrictos. Además de tratarse de un evento externo,
sobrevenido, imprevisible, cuyo riesgo no haya sido asumido por la parte afectada, se requiere la
concurrencia de las siguientes condiciones:

1.   La finalidad perseguida con el contrato debe ser conocida de la otra parte al momento de la
celebración del mismo, ya sea porque ha sido expresada o bien porque de la naturaleza del
contrato es evidente para un contratante razonable.

2.   El propósito exclusivo o principal del contrato debe verse frustrado completa o totalmente por el
evento sobreviniente. De esta manera, si el cumplimiento o la prestación aún sirve a algún propósito
para el acreedor, la frustración no procede. Por ello, la frustración de un contrato con un fin único
y restringido será más plausible que la de un contrato complejo.

El efecto normal de la frustración será la terminación del contrato, liberando a ambas partes del
cumplimiento de sus obligaciones. No se trata de un supuesto de resolución, la cual al menos en el
derecho chileno, requiere incumplimiento. En términos generales, esta terminación tendrá efectos
hacia el futuro, es decir, no afectará las obligaciones ya ejecutadas por uno o ambos contratantes,
las cuales se mantendrán afirme, sin perjuicio que en caso de existir un enriquecimiento injustificado
para una de ellas, deba procederse a las restituciones respectivas. Así sucederá, por ejemplo, cuando
el arrendatario ha adelantado el pago de la renta, y el evento que frustra el contrato, le impide hacer
uso de la cosa hasta el término del plazo pactado.

En caso que el evento sobrevenido tenga una duración limitada en el tiempo, es decir, frustre
temporalmente el fin del contrato, se presenta la duda respecto al efecto sobre la contraprestación
del acreedor afectado. Por una parte, se podría pensar que, al no ser una frustración definitiva, no
puede ser alegada por el afectado y deberá por tanto cumplir su prestación. Sin embargo, también se
ha dicho que en este supuesto, el cumplimiento podría suspenderse durante dicho período, de
manera que al desaparecer, resurge la bilateralidad del contrato y ambas partes deberán cumplir lo
convenido.

La bilateralidad del contrato y la causa de las obligaciones


Una última alternativa para analizar esta cuestión es recurrir a la naturaleza bilateral de los contratos
afectados por la fuerza mayor, y en particular a la operación y funciones de la teoría de la causa en
los contratos bilaterales.

Esta alternativa puede ser atractiva en un derecho como el chileno, donde parece difícil aceptar, sin
consagración legal expresa, la imprevisión como causal de revisión o término de un contrato.
Asimismo, en estricto rigor, tal como lo ha hecho la doctrina y jurisprudencia italiana, puede servir de
complemento para la justificación teórica de la frustración del contrato.

El artículo 1439 del Código Civil define a los contratos bilaterales como aquellos en que “las partes
se obligan recíprocamente”. En ellos, cada parte es acreedora y deudora de la otra al mismo tiempo.
Tal como lo destaca la doctrina, estas obligaciones recíprocas son interdependientes, de manera que
las eventualidades que afecten a una pueden repercutir en la otra. Esta interdependencia no sólo es
relevante al momento de la celebración del contrato, sino también durante su ejecución.[2]

Estrechamente vinculado al concepto y efectos de los contratos bilaterales, se encuentra


el teoria de la causa final, desarrollado por Henri Capitant, que entiende que la causa es aquella
finalidad o propósito perseguido por las partes al obligarse.[3] Tradicionalmente, se ha explicado que
según esta teoría, en un contrato bilateral la obligación de una de las partes sería la causa de la
obligación de la otra, y viceversa, es decir, una parte se obliga porque la otra se obliga.

Sin embargo, ello conduce a una concepción reduccionista de la causa, como elemento necesario
sólo al momento de la celebración o perfeccionamiento del contrato. Un concepto más realista, en
cambio, sugiere que la causa de la voluntad de obligarse no es meramente que la otra parte se obligue
también, sino que se cumpla el fin que por medio de la ejecución de la contraprestación se buscó
satisfacer al celebrar el contrato.[4] Por cierto, este fin debe ser objetivo, inherente al contrato según
la naturaleza del mismo.

Debido a que la causa se configura como el propósito práctico perseguido por las partes, y no
meramente como el crédito que nace al perfeccionarse el contrato, la causa no se agota con su
celebración sino que permanece durante la ejecución del mismo, período durante el cual deberá
mantenerse, hasta la consecución del fin perseguido.

A este fin o propósito práctico se referiría el artículo 1467 del Código Civil, al definir la causa como “el
motivo que induce al acto o contrato”. Se trata no de la motivación psicológica de cada parte, sino del
propósito práctico o fin económico a que lleva a la parte a obligarse. Este propósito debe ser aquel
inherente al contrato, determinado de manera objetiva, esto es, responder a aquél que un contratante
razonable esperaría conseguir con el negocio celebrado.
En suma, si dicha causa o propósito no puede tener lugar, porque el cumplimiento del deudor es inútil
para la consecución de la causa que motivó al acreedor a contratar, deberá entenderse que la causa
ha desaparecido y con ello, la obligación (que como deudor) debía cumplir el acreedor.

La aplicación a los contratos de arrendamiento


Como se explicó, la naturaleza de las obligaciones de dinero impide que respecto de ellas se alegue
la ocurrencia de un caso fortuito como excusa para su cumplimiento. De hecho, en estricto rigor, si
se trata de una relación bilateral, la obligación que se verá afectada será la contraprestación que
debía ejecutarse a cambio del dinero.

En el caso del contrato de arrendamiento, la obligación del arrendatario de pagar la renta, es


perfectamente posible y no se ha hecho, en principio, más onerosa. Por lo mismo, tampoco cabe
aplicar, en su concepción tradicional, la teoría de la imprevisión.

Dos doctrinas pueden ser de ayuda a los arrendatarios que hayan visto alterado el uso y goce de la
cosa arrendada por un hecho sobrevenido. La teoría de la frustración del fin del contrato, y la teoría de
la desaparición de la causa. Ambas son complementarias, y de hecho, la primera, cuyo origen está
en el common law, puede ser explicada en el derecho continental por medio de la segunda.

Bajo esta perspectiva, puede sostenerse que, si como consecuencia de un hecho externo,
sobrevenido, imprevisible, cuyo riesgo no ha sido asumido por la parte afectada, la prestación que
recibe ha perdido completa utilidad en relación con el propósito práctico perseguido con la ejecución
del contrato, se habrá frustrado el fin del contrato, habiendo desaparecido la causa de su propia
obligación.

Ello trae como consecuencia, normalmente, la terminación del contrato. Sin embargo, en caso que
los hechos que motivan la frustración sean temporales, podría sostenerse que (al igual como sucede
con la fuerza mayor de carácter transitoria), las obligaciones de las partes quedan suspendidas hasta
que cesen tales circunstancias.[5]

En todo caso, la frustración deberá ser total, es decir, afectar completamente el propósito perseguido
por el acreedor. Si la ejecución del contrato aún es útil para el arrendatario, aunque sea parcialmente,
no se ha producido la frustración del mismo, y deberá cumplir con su obligación de pagar la renta.

Por ejemplo, en el caso de un local comercial que a su vez sirva para almacenar mercaderías del
arrendatario, o en el que se puedan desarrollar otras actividades que sirvan a la principal, como
mantener la operación de servidores para el trabajo remoto de los empleados u otras, no podrá
alegarse como frustración del contrato de arrendamiento la prohibición de funcionamiento o atención
de público debido a la emergencia sanitaria.
Finalmente, en caso de aceptarse que no procede la terminación, sino sólo la suspensión en el
cumplimiento de las contraprestaciones, el arrendatario puede seguir obligado a cumplir obligaciones
accesorias, como por ejemplo, asumir los costos de conservación de la cosa.[6]

[1] El origen de la doctrina se encuentra en el common law, en particular, en los denominados “casos
de la coronación”, siendo el más citado Krell v Henry, [1903] 2 K.B. 740.
[2] López, Jorge y Elorriaga, Fabián; Los Contratos. Parte General, 6ª Edición. Thomson Reuters, p.
94.
[3] Capitant, Henri; De la causa de las obligaciones, Editorial Góngora.
[4] Claro Solar, Luis; Explicaciones de Derecho Civil Chileno y Comparado: De las Obligaciones.
Volumen V. Editorial Jurídica de Chile, p. 322
[5] La Corte Suprema ha reconocido que un caso fortuito de carácter temporal, del cual se derivan
efectos transitorios no definitivos, da lugar a la suspensión de los efectos del contrato durante dicho
período (Corte Suprema, sentencia de 1 de septiembre de 2015, Rol 23799-2014)
[6] En la regulación del contrato de arrendamiento en el Código Civil, existen algunas normas, como
los arts. 1926 y 1932, que podrían interpretarse analógicamente en el sentido que, si la cosa ya no
sirve para el fin para la cual fue arrendada, aunque ello tenga una causa ajena al arrendador, el
arrendatario podría poner término al contrato, o incluso, modificarse sus efectos.
 

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