Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
(I)
Por Óscar Humberto Gómez Gómez, Miembro de Número de la
Academia de Historia de Santander.
Publicado el 26/Dic/2019
Río Pienta. Charalá, Santander.
La batalla se habría iniciado el día 4 de agosto de 1819, apenas tres días antes de la
Batalla de Boyacá y como resultado trágico habría significado la muerte de más de
trescientos charaleños.
Charalá, Santander. Desfile escolar durante los actos de conmemoración oficial de
la Batalla del Pienta.
La Gobernación de Santander acuñó posteriormente las consignas de que “El 4 fue
antes que el 7” y que, por consiguiente, “Primero fue Santander, después fue
Boyacá”, para significar con tales frases que a la Batalla del Pienta no se le había
dado la importancia que tenía dentro del contexto de la Guerra de Independencia,
pues sin ella, no habría sido factible el triunfo patriota en Boyacá.
Incluso, se llegó a afirmar que la Batalla del Pienta había sido más importante que
la misma Batalla de Boyacá, pues sin la heroica actuación de las patrióticas gentes
charaleñas, los prisioneros en el puente de Boyacá no habrían sido Barreiro y sus
oficiales a manos de los patriotas, sino Simón Bolívar y los suyos a manos de los
realistas.
Pues bien:
Dado que, como lo saben mis amables, fieles y pacientes lectores, con ocasión de la
efemérides del Bicentenario de la Independencia Nacional escribí —entre varios
artículos alusivos a la Guerra de Independencia y a algunos de los patriotas
participantes en ella— una serie de tres entradas acerca de la Batalla del Pienta,
serie en la cual sostuve no solo la existencia de dicha batalla, sino su decisiva
importancia en el contexto fáctico antecedente de la Batalla de Boyacá —serie esta
por lo demás posterior a varias entradas que ya había escrito y publicado en este
mismo portal acerca del tema a lo largo de los últimos años—, me es imposible
sustraerme a tomar parte en el debate, desde mi humilde posición de aprendiz de
Historia.
A tal tarea me encuentro dedicado y, una vez la culmine y arribe a mis conclusiones
personales, como es natural entraré a escribir la entrada o la serie de entradas que
resulten necesarias para fijar mi posición.
El intelectual santandereano Armando Martínez Garnica, Doctor en Historia, uno
de los historiadores más respetados de Colombia.
Esta advertencia, para hablar de los dos mundos a los que, sin formación
universitaria alguna, pertenezco y dentro de los cuales he procurado obrar siempre
con la mayor honestidad intelectual posible.
https://www.oscarhumbertogomez.com/?
p=31661&utm_source=Suscriptores+de+Santander+en+la+Red&utm_campaign=f841aa3b
64-
EMAIL_CAMPAIGN_2019_12_26_08_28&utm_medium=email&utm_term=0_10032e6d
c9-f841aa3b64-28105745
La negación de los hechos históricos, esto es, la negación de que unos hechos con
relevancia histórica de los cuales se ha hablado siempre hayan tenido ocurrencia en
realidad, que es como decir la afirmación de que la ocurrencia de esos hechos fue
producto de la imaginación, o lo que es lo mismo que esos hechos se los inventaron,
se ha convertido en una tendencia actual.
Los argumentos son disímiles, pero el aritmético suele ser el más usado. Así,
quienes niegan el holocausto judío en Europa o el genocidio indígena en América
arguyen que las cifras son totalmente exageradas.
Río Pienta. Charalá, Santander.
Pero a veces lo que se niega no es la ocurrencia de los hechos en sí —es decir, que
acerca de la realidad material de estos no hay discusión—, sino el contexto fáctico
en que sucedieron. O lo que se niega es que esos hechos (realmente ocurridos y
realmente acaecidos en el contexto fáctico del cual se habla) correspondan a la
interpretación que de ellos se ha hecho. O, en fin, lo que se niega es que sea válida o
acertada la calificación que se les ha dado.
Todo ello dependerá, en buena parte, de la perspectiva desde la cual los hechos se
analicen así como también de otros factores que, finalmente, determinan la
posición personal del relator de ellos frente a los mismos. Esa diferencia de
perspectiva definirá también el concepto que se dé respecto de sus protagonistas.
Ahora bien; que se utilicen los hechos históricos y las figuras históricas para
determinados fines, como los educativos, los atinentes a la milicia, los que tocan
con el registro de la memoria histórica de los pueblos, etcétera, es inevitable. Así,
por ejemplo, hay escuelas, colegios y universidades que llevan el nombre de
determinado personaje de la historia; lo mismo acontece con batallones del ejército
que, igualmente, fueron bautizados con alguno de esos nombres; y, en fin, hay
entidades territoriales que, así mismo, los llevan.
De suerte que las efemérides patrióticas únicamente terminan sirviendo para que
se enriquezcan los mismos contratistas de siempre y para que los mismos
funcionarios de siempre saquen pecho en las izadas de bandera, y para que en estos
actos conmemorativos estén presentes los que menos deberían estar ahí, dándose
pantalla en las tarimas de honor, imponiendo y recibiendo condecoraciones,
muchas veces sin relación alguna con aquello que se está conmemorando, y dando
declaraciones rimbombantes acerca de hechos y de personajes acerca de los cuales
jamás se han preocupado por tan siquiera leerse un libro.
Desde luego, la utilización poco ética que se hace de los hechos históricos y de sus
protagonistas, aunque condenable, no puede terminar convirtiéndose en pretexto
para, entonces, optar por arrasar con la memoria histórica que, en todo caso, los
hechos y sus protagonistas merecen.
Y es que si bien los hechos son objetivos, no lo es tanto la aproximación que a ellos
llevan a cabo quienes irán a dejar testimonio sobre esos hechos y, de paso, sobre los
hombres y las mujeres que los protagonizaron, ya que tal aproximación dependerá
de su personal perspectiva. Una perspectiva que, a su vez, dependerá de las
simpatías o antipatías que se experimentan, de la ideología que se profesa, de las
condiciones socioeconómicas en las que se vive, y de otra serie de factores que, con
antelación, constituyen el entorno cognoscitivo y hasta afectivo de quien intenta
esa aproximación.
CHARALÁ /
SANTANDER. PARQUE CENTRAL
Por ello, cuando se escribe la Historia, se corre el riesgo de que lo que se esté
plasmando no sea la ocurrencia de los hechos, sino la manera personal como esos
hechos fueron percibidos por quien escribe y que, incluso, se produzca el
ocultamiento intencional de aspectos que hubiesen contribuido a la cabal
comprensión de lo acaecido, pero que no se plasmaron porque perjudicaban al
héroe o porque, al contrario, les daba la razón a sus admiradores, a los cuales el
autor de la obra se hallaba lejos de pertenecer y por quienes, más bien, no era
precisamente simpatía lo que experimentaba.
Para no ir tan lejos otra vez, no es sino escuchar hoy en día los debates
parlamentarios o leer las columnas que se escriben en los periódicos o escuchar a
los comentaristas de radio o de televisión acerca de hechos con connotación
política y respecto de las actuaciones o posturas de reconocidos personajes de la
vida política nacional (todo lo cual habrá de ser consultado en el futuro por quienes
pretendan reconstruir la historia de estos tiempos): mientras los “istas” de
determinado sector presentan a sus admirados como la mismísima encarnación del
ser perfecto, los “anti-istas” los presentan como la mismísima encarnación del
demonio.
EL SAMÁN. Parque principal de Charalá (Santander).
La pluma del historiador, pues, determina en buena parte —para algunos, incluso,
totalmente— la historia.
Empero, deben diferenciarse los “pre-juicios” (como este, el del racismo) del bagaje
de conocimientos adquiridos y asimilados desde siempre por quien se aproxima a
unos hechos acerca de los cuales va a dejar por escrito, para la posteridad, el
registro de su memoria o de su análisis.
Los sentimientos que tienen como objeto las cosas sociales no poseen privilegios
sobre los otros, porque no tienen un origen distinto. También ellos están formados
históricamente; son un producto de la experiencia humana, pero de una
experiencia confusa y desorganizada. No se deben a yo no sé qué anticipación
trascendental de la realidad, sino al resultante de toda clase de impresiones y
emociones acumuladas sin orden, al azar de las circunstancias, sin interpretación
metódica. En vez de aportarnos claridades superiores a las claridades racionales,
están hechos exclusivamente de estados de ánimo fuertes, es verdad, pero turbios.
Concederles semejante preponderancia es prestar a las facultades inferiores de la
inteligencia supremacía sobre las más elevadas, es condenarse a una logomaquia
más o menos oratoria. Una ciencia elaborada en esta forma no puede satisfacer
más que a los espíritus que prefieren pensar con su sensibilidad más que con su
entendimiento, que prefieren las síntesis inmediatas y confusas de la sensación a
los análisis pacientes y luminosos de la razón. El sentimiento es objeto de la
ciencia, pero no el criterio de la verdad científica”. (ob. cit., p.p. 73 – 75).
No otra cosa sucede con la Historia. Quien va a escribir sobre la Insurrección de los
Comuneros, difícilmente entrará a hacerlo sin que previamente se haya sentido
atraído, gracias a sus sentimientos y a sus conocimientos previos, bien hacia la
lucha idealista de José Antonio Galán y sus compañeros o bien hacia la manera
como manejó el amotinamiento e impuso el principio de autoridad en Zipaquirá el
obispo Antonio Caballero y Góngora. Y en cuanto a la relatividad de las
perspectivas, basta con leer la terrible sentencia condenatoria proferida contra el
líder comunero para corroborar que para España no era, precisamente, alguien que
mereciera una estatua. Igualmente, basta con saber del posterior nombramiento
del obispo como virrey para concluir qué pensaban sobre él las autoridades
españolas.
En efecto, en el siglo III, un monje persa llamado Mani (o Manes) fundó la doctrina
religiosa conocida como el maniqueísmo. De esta doctrina solamente quedó, aparte
de la memoria histórica, la palabra “maniqueísmo” en el diccionario, para indicar
con ella la tendencia a la división entre el “bien” y el “mal”, y, por consiguiente,
entre “buenos” y “malos”, seguida de la presentación de los hechos guardándose de
solo hablar bellezas del “bueno” y atrocidades del “malo”, así se tengan que ocultar
facetas de personalidad o sucesos que tuvieron lugar, todo con tal de no enlodar la
imagen de aquel o de limpiar de alguna manera la de este.
Con todo, cuando se relatan sucesos hay procederes que difícilmente pueden
escapar a esa clásica tendencia hacia la adjetivación. Difícilmente se puede narrar
la violación de niños por parte de hombres poderosamente armados, o el que estos
hayan hecho tender a sus víctimas en el piso para enseguida dispararles con el fusil
por la espalda, sin incluir vocablos como “cobarde” o “ruin”. Aun así, hoy en día —
cuando se está escribiendo desde ya la historia de estos convulsos tiempos— hay
quienes reservan esas adjetivaciones solamente para cuando los que han cometido
semejantes atrocidades han sido los del bando aquel al cual detestan, pero, en
cambio, no son tan severos, o definitivamente abandonan cualquier atisbo de
severidad, y hasta más bien obran con asombrosa indulgencia, si sus autores son
sujetos pertenecientes al bando de su manifiesta u ocultada simpatía. Y, en este
caso, no faltan los que, incluso, re-victimizan a las víctimas por haberse expuesto
imprudentemente al riesgo de ser violadas o asesinadas, culpando de lo acaecido a
los padres por no haber ejercido el cuidado suficiente sobre su hijo violado o a los
asesinados por haberse atrevido a ingresar a zonas de las que debían suponer que
podrían ser “peligrosas”.
Pero esa des-mitificación se viene dando en dos sentidos muy distintos: uno,
dejando simplemente de exaltarlos en su imagen grandiosa y humanizándolos, esto
es, presentándolos, más bien, en la sencillez de su condición humana, como
acontece con la figura de Bolívar en “El general en su laberinto” de García Márquez
o en los óleos y esculturas, también de Bolívar, que pinta y esculpe Antonio Frío.
Pero el otro sentido es aquel en virtud del cual a lo que se procede es a subrayar tan
solo sus equivocaciones, a reformular la exposición de las que fueron sus
actuaciones en la guerra para presentarlos como malos militares o incluso como
cobardes, a hurgar en sus escritos personales para descubrir en ellos las claves que
permitan aseverar que realmente no eran tan dignos exponentes de la lucha como
se ha hecho creer. Dentro de este segundo sector habría que incluir a quienes sin
ser historiadores —ni universitarios, ni aficionados— se lanzan temerariamente a
esparcir infamias deshonrosas con tan solo haber tenido acceso a una precaria
información, obtenida casi siempre de fuentes manifiestamente parcializadas o
notoriamente deficientes. Estos iconoclastas de pacotilla parecieran disfrutar
morbosamente de que los llamados grandes hombres se vean reducidos a la peor
condición posible y que las gestas por las que la memoria popular profesa algún
respeto terminen desacreditadas por completo y, de ser posible, no produzcan sino
risa y burla.
Más allá de este particular criterio revisionista, es natural, sin embargo, que las
naciones y los pueblos quieran tener sus propios héroes y sentirse orgullosos de sus
propias gestas.
Ahora bien; eso, en sí, no está mal. Sí lo está, en cambio, el que se creen próceres de
mentiras o que, so pretexto de pregonar gestas, se tergiverse la historia.
Lamentablemente, la vanidad pareciera ir de la mano de la Historia y “pasar a la
historia” se convierte a veces en un propósito de vida. De hecho, otra vez para no ir
tan lejos, mandar a hacer estatuas, e incluso mandárselas hacer, se ha convertido
por estos días en poco menos que una peste, mostrando con ello que la modestia no
es, precisamente, la virtud que abunda hoy por estos lares.
Pero, más allá de Liévano Aguirre, adelante nos referiremos a la acusación que
Vicente Azuero y Diego Fernando Gómez le hicieron al general Antonio Nariño
para intentar evitar que este pudiera posesionarse como senador en el nuevo
congreso nacional, acusación que Nariño enfrentó personalmente en un
memorable discurso que forma parte de las grandes oraciones forenses
colombianas. Poco después de haber asumido su defensa con aquel histórico
discurso forense —ese mismo año— Nariño moría en Villa de Leyva, enfermo y
deprimido.
Y algo similar sucede con Diego Fernando Gómez, personaje que tiene que ver en el
análisis sobre la llamada Batalla del Pienta, pues fue quien, contrariando al patriota
sobreviviente de aquellos hechos, Fernando Arias Nieto —por cuya pluma fue que
vino a descubrirse recientemente la ocurrencia de los sucesos de Charalá a los que
se les llama la Batalla del Pienta—, sacó en limpio la actuación del coronel Antonio
Morales, el comandante de las tropas patriotas arrasadas por el ejército español en
aquellos sucesos y en tal sentido rindió el informe que le pidieron rendir acerca de
los mismos.
Como se observa, los hechos y los personajes pueden ser los mismos, pero las
perspectivas desde las cuales se les mira y las calificaciones acerca de ellos difieren
de manera sustancial dentro de los historiadores.
Otra vez para no ir tan lejos, no todos los colombianos le habrían cambiado al
Palacio de Justicia de Bucaramanga el nombre del mártir de la justicia colombiana
Alfonso Reyes Echandía solo para nombrarlo con el de quien fue, junto al precitado
Diego Fernando Gómez, uno de los dos acusadores de Antonio Nariño en el
Senado, acusaciones que resultaron infundadas y que solo perseguían lograr que no
lo dejaran tomar posesión de su curul. Acusaciones que se le formularon poco antes
de que el patriota colombiano, enfermo y sumido en la amargura y el desencanto,
se fuera a morir en Villa de Leyva ese mismo año. Por supuesto, a este prócer
bogotano no era que lo admiraran y lo respetaran mucho sus dos acusadores, a
quienes Nariño en su discurso de defensa, y luego de desvirtuar uno a uno los
cargos formulados en su contra por ellos, llega a llamar “vampiros miserables” y les
pide que “se avergüencen, si pueden”. (Ver: Oraciones Forenses Colombianas.
Editorial Temis. Bogotá. 1971, p. 13).
Porque si LOS HECHOS sí sucedieron, es decir, si se admite que LOS HECHOS del
4 de agosto de 1819 y días subsiguientes sí tuvieron ocurrencia en las riberas del río
Pienta, en el sitio donde se levantaba el puente, y en el casco urbano del Charalá de
entonces, esto es, que esos hechos de los que se habla no son una invención
fantasmagórica de santandereanos que desean que su terruño figure en la Historia
nacional a como dé lugar, así sea inventándose hechos que en la realidad no
ocurrieron, entonces de lo que se trata es de definir si dichos hechos,
indiscutiblemente reales, si dichos acontecimientos que sí tuvieron lugar allá en esa
fecha y durante los días subsiguientes, pueden ser calificados o no como una
“batalla”.
Ahora bien; para definir si LOS HECHOS —en el supuesto de que hubiesen
ocurrido— pueden ser calificados o no como “batalla”, tendremos que partir de una
base de carácter histórico: que de lo que se trataba era de que un país donde, en
diversas latitudes, ya se había declarado la independencia (Mompox, 6 de agosto de
1810; Cartagena, 11 de noviembre de 1811) o donde, cuando menos, ya se había
exteriorizado el propósito de tomar una decisión al respecto en su futura
organización constitucional (Acta de la Federación, 27 de noviembre de 1811), que,
en todo caso, tenía sus propios gobernantes —buenos o malos, pero en todo caso
los tenía— y que, de todas maneras, claramente había manifestado que no quería
dentro de él gobernantes provenientes de España, había sido sangrientamente
invadido por el ejército español y por eso se estaba librando dentro de él una guerra
de independencia (aunque yo me he referido a ella —aún a riesgo de incurrir en
anacronismo, pues del derecho de los pueblos a su libre autodeterminación
obviamente aún no se hablaba en aquel tiempo— como una guerra de liberación).
Y no podía librarse esta guerra siempre así, vale decir, en todos los escenarios,
porque para enfrentar al ejército español, los de aquí no contaban sino, de una
parte, con un ejército que, dicho sea de paso, por momentos parecía de
menesterosos —aunque, en todo caso, había sido organizado con sujeción a las
reglas de los ejércitos regulares del mundo, esto es, que tenía sus divisiones,
batallones y compañías, sus grados militares y sus banderas—, y, de otra parte, y
como elementos de apoyo, con unas guerrillas que se habían formado en diversos
sitios de la geografía nacional, entre ellas la que en un área geográfica de lo que hoy
es el departamento de Santander comandaba Fernando Santos y sostenía su
hermana Antonia, y a la que en Zapatoca pertenecía Evangelina Díaz.
Este contexto no debe perderse de vista, pues sería injusto exigir de una guerrilla —
patriótica, sí, pero guerrilla al fin y al cabo— la misma organización, la misma
logística, la misma presencia de campo y la misma capacidad militar que podía
exhibir un ejército formalmente constituido, como lo era el español, cuando en un
momento dado, por la dinámica de los acontecimientos, se viera abocada a tener
que enfrentar al enemigo, esto es, a las tropas del ejército español, ya no en
desarrollo de una emboscada, sino en un combate frente a frente, con la
construcción de trincheras incluida.
No obstante, este otro aspecto también debe partir de una base: la de que no
siempre unos hechos inciden en otros hechos futuros mediando la intención, la
conexidad teleológica.
Esto significa que no siempre se tiene que dar una relación teleológica o finalista
entre el primer episodio y el segundo, pues la incidencia también puede ser
circunstancial. Si un abogado se dirige hacia una importante audiencia y su
automóvil se le vara en el camino o queda atrapado en un monumental atasco, por
lo cual llega a la audiencia cuando ya ha pasado la oportunidad que tenía de hacer
uso de la palabra, y a raíz de ese retraso pierde el pleito, esa varada o ese atasco no
están conectados a lo sucedido en la audiencia en sentido estrictamente teleológico
o finalista, pero indudablemente su incidencia en lo acaecido dentro de ella y a la
consiguiente pérdida del pleito es evidente.
Esta última consideración, la de que para que se afirme que un hecho posibilitó o
facilitó la ocurrencia de otro no necesariamente tiene que mediar una relación
teleológica, de finalidad o de intención, conduce al abordaje de lo que hoy se
conoce como contrafactualismo.
https://www.oscarhumbertogomez.com/?
p=31716&utm_source=Suscriptores+de+Santander+en+la+Red&utm_campaign=c7441f0a
a6-
EMAIL_CAMPAIGN_2020_01_10_11_23&utm_medium=email&utm_term=0_10032e6d
c9-c7441f0aa6-28105745
Copiamos textualmente:
Otra vez Cervantes la emplea para referirse a “la brava y descomunal batalla que
don Quijote tuvo con unos cueros de vino tinto”, a los que confundió con un
gigante. (Primera parte, Capítulo XXXVI). Acerca de esta batalla, hay que anotar
que la misma ya había quedado descrita en el Capítulo XXXV, es decir, en el
capítulo inmediatamente anterior. Es elocuente que la Real Academia Española de
la Lengua deja consignado el siguiente pie de página: “La batalla ha ocurrido en el
capítulo anterior. La incongruencia tiene que ver de nuevo con los cambios que en
el último momento introdujo Cervantes en el original” (Miguel de Cervantes. Don
Quijote de la Mancha. Edición Conmemorativa IV Centenario Cervantes. Real
Academia Española. Asociación de Academias de la Lengua Española. España.
2015, p. 374).
Y de nuevo la usa Cervantes para narrar “la descomunal y nunca vista batalla que
pasó entre don Quijote de la Mancha y el lacayo Tosilos (…) (Segunda parte del
Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha. Capítulo LVI).
Río Pienta. Charalá, Santander.
De este colosal e histórico enfrentamiento naval escribió Cervantes que había sido
“la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los
venideros” (Novelas ejemplares, prólogo. También: El Quijote, Primera parte.
Capítulo XXXIX. Donde el cautivo cuenta su vida y sucesos). La Batalla de Lepanto
frenó la expansión del imperio turco en el occidente del Mar Mediterráneo.
La participación de Cervantes como militar en esta batalla lo habría de marcar para
la posteridad de los siglos, y debido a que en pleno combate un tiro de arcabuz le
destrozó una de sus manos, porque se le conocería por siempre como “El Manco de
Lepanto”.
Río Pienta. Charalá, Santander.
“Dícese que, aunque se vio viuda, no quiso salir del monasterio (…), hasta que (…)
le vinieron nuevas que Lotario había muerto en una batalla que en aquel tiempo dio
monsiur de Lautrec al Gran Capitán Gonzalo Fernández de Córdoba en el reino de
Nápoles (…)”.
“La batalla de Cerignola (1503), en la que participó Odet de Foix, señor de Lautrec”.
Río Pienta. Charalá, Santander.
Empero, más allá de los enfrentamientos a los que se acaba de hacer mención, es el
impresionante relato del Capítulo XVIII de El Quijote el que muestra la genial
descripción de una batalla por parte de la privilegiada pluma cervantina.
Vale la pena, por ello, su transcripción textual:
“En estos coloquios iban don Quijote y su escudero, cuando vio don Quijote que por
el camino que iban venía hacia ellos una grande y espesa polvareda; y en viéndola,
se volvió a Sancho y le dijo:
-Éste es el día ¡oh Sancho! en el cual se ha de ver el bien que me tiene guardado mi
suerte; éste es el día, digo, en que se ha de mostrar, tanto como en otro alguno, el
valor de mi brazo, y en el que tengo de hacer obras que queden escritas en el libro
de la Fama por todos los venideros siglos. ¿Ves aquella polvareda que allí se
levanta, Sancho? Pues toda es cuajada de un copiosísimo ejército que de diversas e
innumerables gentes por allí viene marchando.
-A esa cuenta, dos deben de ser -dijo Sancho-; porque desta parte contraria se
levanta asimesmo otra semejante polvareda.
Volvió a mirarlo don Quijote, y vio que así era la verdad; y, alegrándose
sobremanera, pensó, sin duda alguna, que eran dos ejércitos que venían a
embestirse y a encontrarse en mitad de aquella espaciosa llanura. Porque tenía a
todas horas y momentos llena la fantasía de aquellas batallas, encantamentos,
sucesos, desatinos, amores, desafíos, que en los libros de caballerías se cuentan, y
todo cuanto hablaba, pensaba o hacía era encaminado a cosas semejantes; y la
polvareda que había visto la levantaban dos grandes manadas de ovejas y carneros,
que por aquel mesmo camino de dos diferentes partes venían, las cuales, con el
polvo, no se echaron de ver hasta que llegaron cerca. Y con tanto ahínco afirmaba
don Quijote que eran ejércitos, que Sancho lo vino a creer, y a decirle:
-Señor, pues ¿qué hemos de hacer nosotros?
-¿Qué? -dijo don Quijote-. Favorecer y ayudar a los menesterosos y desvalidos. Y
has de saber, Sancho, que éste que viene por nuestra frente le conduce y guía el
grande emperador Alifanfarón, señor de la grande isla Trapobana; este otro que a
mis espaldas marcha es el de su enemigo el rey de los garamantas, Pentapolín del
Arremangado Brazo, porque siempre entra en las batallas con el brazo derecho
desnudo.
-Pues, ¿por qué se quieren tan mal estos dos señores? -preguntó Sancho.
-Quiérense mal -respondió don Quijote- porque este Alifanfarón es un furibundo
pagano, y está enamorado de la hija de Pentapolín, que es una muy fermosa y,
además, agraciada señora, y es cristiana, y su padre no se la quiere entregar al rey
pagano si no deja primero la ley de su falso profeta Mahoma, y se vuelve a la suya.
-¡Para mis barbas! -dijo Sancho-, ¡si no hace muy bien Pentapolín, y que le tengo de
ayudar en cuanto pudiere!
-En eso harás lo que debes, Sancho -dijo don Quijote-, porque para entrar en
batallas semejantes no se requiere ser armado caballero.
-Bien se me alcanza eso -respondió Sancho-; pero ¿dónde pondremos a este asno,
que estemos ciertos de hallarle después de pasada la refriega? Porque el entrar en
ella en semejante caballería no creo que está en uso hasta agora.
-Así es verdad -dijo don Quijote-. Lo que puedes hacer dél es dejarle a sus
aventuras, ora se pierda o no; porque serán tantos los caballos que tendremos
después que salgamos vencedores, que aun corre peligro Rocinante no le trueque
por otro. Pero estáme atento y mira; que te quiero dar cuenta de los caballeros más
principales que en estos dos ejércitos vienen. Y para que mejor los veas y notes,
retirémonos a aquel altillo que allí se hace, de donde se deben de descubrir los dos
ejércitos.
Hiciéronlo ansí, y pusiéronse sobre una loma, desde la cual se vieran bien las dos
manadas que a don Quijote se le hicieron ejércitos, si las nubes del polvo que
levantaban no les turbara y cegara la vista; pero, con todo esto, viendo en su
imaginación lo que no veía ni había, con voz levantada comenzó a decir:
-Aquel caballero que allí ves de las armas jaldes, que trae en el escudo un león
coronado, rendido a los pies de una doncella, es el valeroso Laurcalco, señor de la
Puente de Plata; el otro de las armas de las flores de oro, que trae en el escudo tres
coronas de plata en campo azul, es el temido Micocolembo, gran duque de
Quirocia; el otro de los miembros giganteos, que está a su derecha mano, es el
nunca medroso Brandabarbarán de Boliche, señor de las tres Arabias, que viene
armado de aquel cuero de serpiente, y tiene por escudo una puerta, que, según es
fama, es una de las del templo que derribó Sansón, cuando con su muerte se vengó
de sus enemigos. Pero vuelve los ojos a estotra parte, y verás delante y en la frente
destotro ejército al siempre vencedor y jamás vencido Timonel de Carcajona,
príncipe de la Nueva Vizcaya, que viene armado con las armas partidas a cuarteles,
azules, verdes, blancas y amarillas, y trae en el escudo un gato de oro en campo
leonado, con una letra que dice: Miau, que es el principio del nombre de su dama,
que, según se dice, es la sin par Miulina, hija del duque Alfeñiquén del Algarbe; el
otro, que carga y oprime los lomos de aquella poderosa alfana, que trae las armas
como nieve blancas y el escudo blanco y sin empresa alguna, es un caballero novel,
de nación francés, llamado Pierres Papín, señor de las baronías de Utrique; el otro,
que bate las ijadas con los herrados carcaños a aquella pintada y ligera cebra y trae
las armas de los veros azules, es el poderoso duque de Nerbia, Espartafilardo del
Bosque, que trae por empresa en el escudo una esparraguera, con una letra en
castellano que dice así: Rastrea mi suerte.
Y desta manera fue nombrando muchos caballeros del uno y del otro escuadrón,
que él se imaginaba, y a todos les dio sus armas, colores, empresas y motes de
improviso, llevado de la imaginación de su nunca vista locura, y, sin parar,
prosiguió diciendo:
-A este escuadrón frontero forman y hacen gentes de diversas naciones: aquí están
los que beben las dulces aguas del famoso Xanto; los montuosos que pisan los
masílicos campos; los que criban el finísimo y menudo oro en la felice Arabia; los
que gozan las famosas y frescas riberas del claro Termodonte; los que sangran por
muchas y diversas vías al dorado Pactolo; y los númidas, dudosos en sus promesas;
los persas, en arcos y flechas famosos; los partos, los medos, que pelean huyendo;
los árabes, de mudables casas; los citas, tan crueles como blancos; los etíopes, de
horadados labios, y otras infinitas naciones, cuyos rostros conozco y veo, aunque de
los nombres no me acuerdo. En estotro escuadrón vienen los que beben las
corrientes cristalinas del olivífero Betis; los que tersan y pulen sus rostros con el
licor del siempre rico y dorado Tajo; los que gozan las provechosas aguas del divino
Genil; los que pisan los tartesios campos, de pastos abundantes; los que se alegran
en los elíseos jerezanos prados; los manchegos, ricos y coronados de rubias espigas;
los de hierro vestidos, reliquias antiguas de la sangre goda; los que en Pisuerga se
bañan, famoso por la mansedumbre de su corriente; los que su ganado apacientan
en las extendidas dehesas del tortuoso Guadiana, celebrado por su escondido
curso; los que tiemblan con el frío del silvoso Pirineo y con los blancos copos del
levantado Apenino; finalmente, cuantos toda la Europa en sí contiene y encierra.
¡Válame Dios, y cuántas provincias dijo, cuantas naciones nombró, dándole a cada
una, con maravillosa presteza, los atributos que le pertenecían, todo absorto y
empapado en lo que había leído en sus libros mentirosos! Estaba Sancho Panza
colgado de sus palabras, sin hablar ninguna, y de cuando en cuando volvía la
cabeza a ver si veía los caballeros y gigantes que su amo nombraba; y como no
descubría a ninguno, le dijo:
-Señor, encomiendo al diablo hombre, ni gigante, ni caballero de cuantos vuestra
merced dice, que parece por todo esto; a lo menos, yo no los veo: quizá todo debe
ser encantamento, como las fantasmas de anoche.
-¿Cómo dices eso? -respondió don Quijote-. ¿No oyes el relinchar de los caballos, el
tocar de los clarines, el ruido de los atambores?
-No oigo otra cosa -respondió Sancho- sino muchos balidos de ovejas y carneros.
Y así era la verdad, porque ya llegaban cerca los dos rebaños.
-El miedo que tienes -dijo don Quijote- te hace, Sancho, que ni veas ni oyas a
derechas; porque uno de los efectos del miedo es turbar los sentidos y hacer que las
cosas no parezcan lo que son; y si es que tanto temes, retírate a una parte y déjame
solo; que solo basto a dar la victoria a la parte a quien yo diere mi ayuda.
Y diciendo esto, puso las espuelas a Rocinante y, puesta la lanza en el ristre, bajó de
la costezuela como un rayo.
Diole voces Sancho, diciéndole:
-Vuélvase vuestra merced, señor don Quijote; que voto a Dios que son carneros y
ovejas las que va a embestir!. Vuélvase, ¡desdichado del padre que me engendró!
¿Qué locura es ésta? Mire que no hay gigante ni caballero alguno, ni gatos, ni
armas, ni escudos partidos ni enteros, ni veros azules ni endiablados. ¿Qué es lo
que hace, pecador soy yo a Dios ?
Ni por ésas volvió don Quijote; antes en altas voces iba diciendo:
-Ea, caballeros, los que seguís y militáis debajo de las banderas del valeroso
emperador Pentapolín del Arremangado Brazo, seguidme todos: veréis cuán
fácilmente le doy venganza de su enemigo Alifanfarón de la Trapobana.
Esto diciendo, se entró por medio del escuadrón de las ovejas, y comenzó de
alanceallas, con tanto coraje y denuedo como si de veras alanceara a sus mortales
enemigos. Los pastores y ganaderos que con la manada venían dábanle voces que
no hiciese aquello; pero viendo que no aprovechaban, desciñéronse las hondas y
comenzaron a saludalle los oídos con piedras como el puño. Don Quijote no se
curaba de las piedras; antes, discurriendo a todas partes, decía:
-¿Adónde estás, soberbio Alifanfarón? Vente a mí; que un caballero solo soy, que
desea, de solo a solo, probar tus fuerzas y quitarte la vida, en pena de la que das al
valeroso Pentapolín Garamanta.
Llegó en esto una peladilla de arroyo y, dándole en un lado, le sepultó dos costillas
en el cuerpo. Viéndose tan maltrecho, creyó, sin duda, que estaba muerto o
malferido y, acordándose de su licor, sacó su alcuza, y púsosela a la boca, y
comenzó a echar licor en el estómago; mas antes que acabase de envasar lo que a él
le parecía que era bastante, llegó otra almendra y diole en la mano y en el alcuza,
tan de lleno, que se la hizo pedazos, llevándole, de camino, tres o cuatro dientes y
muelas de la boca, y machucándole malamente dos dedos de la mano. Tal fue el
golpe primero; y tal el segundo, que le fue forzoso al pobre caballero dar consigo
del caballo abajo. Llegáronse a él los pastores y creyeron que le habían muerto; y
así, con mucha priesa recogieron su ganado, y cargaron de las reses muertas, que
pasaban de siete, y sin averiguar otra cosa, se fueron.
Estábase todo este tiempo Sancho sobre la cuesta, mirando las locuras que su amo
hacía, y arrancábase las barbas, maldiciendo la hora y el punto en que la fortuna se
le había dado a conocer. Viéndole, pues, caído en el suelo, y que ya los pastores se
habían ido, bajó de la cuesta y llegóse a él, y hallóle de muy mal arte, aunque no
había perdido el sentido, y díjole:
-¿No le decía yo, señor don Quijote, que se volviese, que los que iba a acometer no
eran ejércitos, sino manadas de carneros?
-Como eso puede desparecer y contrahacer aquel ladrón del sabio mi enemigo.
Sábete, Sancho, que es muy fácil cosa a los tales hacernos parecer lo que quieren, y
este maligno que me persigue, envidioso de la gloria que vio que yo había de
alcanzar desta batalla, ha vuelto los escuadrones de enemigos en manadas de
ovejas. Si no, haz una cosa, Sancho, por mi vida, porque te desengañes y veas ser
verdad lo que te digo: sube en tu asno y síguelos bonitamente, y verás como, en
alejándose de aquí algún poco, se vuelven en su ser primero, y, dejando de ser
carneros, son hombres hechos y derechos, como yo te los pinté primero. Pero no
vayas agora, que he menester tu favor y ayuda; llégate a mí y mira cuantas muelas y
dientes me faltan; que me parece que no me ha quedado ninguno en la boca”.
(Capítulo XVIII).
Río Pienta. Charalá, Santander.
“PRESENTAR BATALLA. Situar las fuerzas frente a las del enemigo en actitud de
combate”. (MOLINER, María. Diccionario de uso del español. 2a edición. Editorial
Gredos. Madrid. 1998, p. 354).
[CONTINUARÁ]
https://www.oscarhumbertogomez.com/?
p=31860&utm_source=Suscriptores+de+Santander+en+la+Red&utm_campaign=0090d1f6
69-
EMAIL_CAMPAIGN_2020_01_12_11_34&utm_medium=email&utm_term=0_10032e6dc9-
0090d1f669-28105745