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¿REALMENTE SUCEDIÓ “LA BATALLA DEL PIENTA”?

(I)
Por Óscar Humberto Gómez Gómez, Miembro de Número de la
Academia de Historia de Santander.
Publicado el 26/Dic/2019

Puente sobre el río Pienta. Fotografía de 1885. Alcaldía Municipal de Charalá.


 

Un gran debate académico, que tendrá impredecibles consecuencias de diverso


orden — entre ellas enormes consecuencias de carácter político, jurídico y
presupuestal y, consiguientemente consecuencias respecto de la ejecución o no de
obras públicas conmemorativas de la Batalla del Pienta con fondos públicos
provenientes de la Nación, así como consecuencias en la reciente inclusión de
Santander dentro de la Ruta Libertadora —inclusión que también trae colosales
efectos en la destinación de fuertes partidas presupuestales— , pero que también
desatará una gran polémica nacional sobre lo que ha sido por tradición la
utilización política de los hechos históricos, así como un gran debate entre la
historiografía oficial, la historiografía empírica o aficionada y la historiografía
universitaria respecto a la manera de concebir la Historia, e incluso una fuerte
polémica nacional acerca de la verdadera importancia de la participación
santandereana en la Guerra de Independencia y cuál ha sido su reconocimiento
efectivo por parte del Estado colombiano a lo largo de todos estos años de vida
republicana, se acaba de suscitar a raíz de la conclusión a que ha llegado un
respetable sector de la historiografía universitaria santandereana según la cual no
hubo realmente ninguna “Batalla del Pienta”.

 
Río Pienta. Charalá, Santander.
 

La ocurrencia de la Batalla del Pienta fue un reciente “descubrimiento histórico”


que primero tuvo una connotación meramente local, pero que luego comenzó a
tener alcances nacionales y hasta se constituyó en tema de análisis dentro del
propio Congreso Nacional. Según el criterio que pronto se convirtió en el oficial, el
pueblo charaleño se enfrentó a las tropas realistas que, bajo el mando del coronel
Lucas González, se dirigían hacia Boyacá con el propósito de reforzar las tropas
también realistas del coronel español José María Barreiro y, a pesar de haber sido
derrotado, evitó que esta finalidad se llevara a cabo.

La batalla habría comenzado en el puente sobre el río Pienta y en las riberas de


este, y habría proseguido en el camino hacia el casco urbano para terminar dentro
del propio pueblo.

La batalla se habría iniciado el día 4 de agosto de 1819, apenas tres días antes de la
Batalla de Boyacá y como resultado trágico habría significado la muerte de más de
trescientos charaleños.

 
Charalá, Santander. Desfile escolar durante los actos de conmemoración oficial de
la Batalla del Pienta.
 
La Gobernación de Santander acuñó posteriormente las consignas de que “El 4 fue
antes que el 7” y que, por consiguiente, “Primero fue Santander, después fue
Boyacá”, para significar con tales frases que a la Batalla del Pienta no se le había
dado la importancia que tenía dentro del contexto de la Guerra de Independencia,
pues sin ella, no habría sido factible el triunfo patriota en Boyacá.

Incluso, se llegó a afirmar que la Batalla del Pienta había sido más importante que
la misma Batalla de Boyacá, pues sin la heroica actuación de las patrióticas gentes
charaleñas, los prisioneros en el puente de Boyacá no habrían sido Barreiro y sus
oficiales a manos de los patriotas, sino Simón Bolívar y los suyos a manos de los
realistas.

Casa de Bolívar, sede de la Academia de Historia de Santander.


 

Pues bien:

Dado que, como lo saben mis amables, fieles y pacientes lectores, con ocasión de la
efemérides del Bicentenario de la Independencia Nacional escribí —entre varios
artículos alusivos a la Guerra de Independencia y a algunos de los patriotas
participantes en ella— una serie de tres entradas acerca de la Batalla del Pienta,
serie en la cual sostuve no solo la existencia de dicha batalla, sino su decisiva
importancia en el contexto fáctico antecedente de la Batalla de Boyacá —serie esta
por lo demás posterior a varias entradas que ya había escrito y publicado en este
mismo portal acerca del tema a lo largo de los últimos años—, me es imposible
sustraerme a tomar parte en el debate, desde mi humilde posición de aprendiz de
Historia.

¡Error! Nombre de archivo no especificado.

Dr. Antonio Cacua Prada,


ilustre historiador santandereano y prolífico autor de libros de historia.
 
Mi participación supone, como es obvio, la ponderada lectura de los escritos que
los historiadores han producido y publicado respecto de la “Batalla del Pienta” y el
juicioso análisis de los siete (7) documentos que sirven de apoyo a las dos
interpretaciones opuestas que entre ellos han surgido: aquella según la cual la
Batalla del Pienta sí sucedió y tuvo una importancia decisiva en el triunfo patriota
en Boyacá y aquella según la cual eso no es cierto.

A tal tarea me encuentro dedicado y, una vez la culmine y arribe a mis conclusiones
personales, como es natural entraré a escribir la entrada o la serie de entradas que
resulten necesarias para fijar mi posición.

 
El intelectual santandereano Armando Martínez Garnica, Doctor en Historia, uno
de los historiadores más respetados de Colombia.
 

El que observe que en este debate se encuentran involucrados historiadores de la


talla de Antonio Cacua Prada y Armando Martínez Garnica, así como los nombres
de Pedro Antonio Vivas Guevara y Juvenal Fonseca Moreno, apreciados miembros
de número de la Academia de Historia de Santander, corporación a la cual
pertenezco, y teniendo presente que la mayoría de mis lectores me distinguen no
solo con su estimación, sino con su credibilidad, y debido a ello me tienen como
faro orientador de su conocimiento sobre estas materias, debo proceder con
extrema responsabilidad y, obviamente, con la natural cortesía académica.

Dr. Pedro Antonio Vivas Guevara, Miembro de Número de la Academia de Historia


de Santander junto al Presidente de la institución Dr. Miguel José Pinilla Gutiérrez.
 
Maestro Juvenal Fonseca Moreno, Miembro de
Número de la Academia de Historia de Santander.
 

La verdad histórica, en todo caso, siempre ha estado sujeta, inevitablemente, a la


personal visión de quien la expone. Lo que , por cierto, ha sido toda la vida uno de
los grandes problemas de credibilidad que debe afrontar la Historia y —sea la
oportunidad de decirlo— uno de los grandes problemas de credibilidad que debe
afrontar también el periodismo.

 
Esta advertencia, para hablar de los dos mundos a los que, sin formación
universitaria alguna, pertenezco y dentro de los cuales he procurado obrar siempre
con la mayor honestidad intelectual posible.

Mesa de las Tempestades, jueves 26 de diciembre de 2019.


[CONTINUARÁ].

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Debate // ¿REALMENTE SUCEDIÓ “LA BATALLA DEL


PIENTA”? [II]. Por Óscar Humberto Gómez Gómez, Miembro
de Número de la Academia de Historia de Santander.
Publicado el 8/Ene/2020
ÓSCAR HUMBERTO GÓMEZ GÓMEZ (Fotografía: Nylse Blackburn Moreno).
 

Una cosa son los HECHOS y otra cosa, diametralmente distinta, es la


INTERPRETACIÓN que se haga de esos hechos. Y una cosa son los HECHOS y
otra, totalmente distinta, es la CALIFICACIÓN que se les dé a esos hechos y a sus
protagonistas. Y una cosa son los HECHOS y otra, también abismalmente distinta,
es la UTILIZACIÓN que se les dé a esos hechos ya calificados y a sus también ya
calificados protagonistas. Este será el contexto que nos servirá como marco de
referencia para responder a la pregunta de si realmente sucedió o no la así llamada
Batalla del Pienta.

PUENTE SOBRE EL RÍO PIENTA. 1895. ALCALDÍA MUNICIPAL DE CHARALÁ


 

LA BATALLA DEL PIENTA Y EL NEGACIONISMO HISTÓRICO


 

La negación de los hechos históricos, esto es, la negación de que unos hechos con
relevancia histórica de los cuales se ha hablado siempre hayan tenido ocurrencia en
realidad, que es como decir la afirmación de que la ocurrencia de esos hechos fue
producto de la imaginación, o lo que es lo mismo que esos hechos se los inventaron,
se ha convertido en una tendencia actual.

Esa tendencia, desde luego, la alimentan en primerísimo lugar aquellos personajes


de la actualidad a los que, por cualquier razón —generalmente razones de índole
político— no les conviene que esos hechos hayan sucedido. Es decir, esos
personajes optan por la negación de esos hechos porque resultan incómodos para
su ideología, la tendencia política partidista o la expresión religiosa o de cualquier
otro orden que ellos pregonan o defienden; son, en suma un verdadero estorbo
para la defensa abierta de sus intereses, para la prédica de su discurso o para la
imagen de quienes hoy comparten la ideología o la forma de pensar o de actuar de
aquellos que en aquel momento lo hicieron.

Así, por ejemplo, una corriente revisionista niega el holocausto judío en la


Alemania Nazi, otra niega las atrocidades del régimen estalinista, otra niega el
genocidio indígena español en estas tierras y, en fin, otra niega también por aquí la
masacre de las bananeras.

Los argumentos son disímiles, pero el aritmético suele ser el más usado. Así,
quienes niegan el holocausto judío en Europa o el genocidio indígena en América
arguyen que las cifras son totalmente exageradas.

Pero hay otros argumentos, ya no cuantitativos, sino cualitativos: una corriente


revisionista niega que haya existido en estas tierras una conquista y afirma que lo
que hubo fue apenas un encuentro de culturas.

También se cuestionan las fuentes de información, a veces reduciéndolas a una


sola, a pesar de existir varias. Las voces actuales que niegan que en Ciénaga,
departamento del Magdalena, haya habido realmente una masacre de obreros de
las bananeras en el año 1928, por ejemplo, afirman que la supuesta matanza no fue
más que una invención literaria de Gabriel García Márquez plasmada en su célebre
novela “Cien años de soledad”.

La postura negacionista se apoya, pues, en el desconocimiento —a veces desafiante


— de las fuentes y de la evidencia que ellas aportan, o en admitir la existencia de las
fuentes, pero negarles su credibilidad, o en ignorar tan solo algunas, por supuesto
que a conveniencia. En el caso de la masacre de las bananeras, y refiriéndonos
únicamente al mundo literario, es claro que Gabriel García Márquez no fue el único
escritor que se refirió a ella, ni su famosa novela fue la única obra que abordó
aquellos hechos, pues Álvaro Cepeda Samudio, por ejemplo, también los abordó
magistralmente, desde sus circunstancias antecedentes —describiendo de manera
magistral y a través de un diálogo los momentos en que los militares se dirigen en
tren desde Bogotá hacia la zona bananera— en su magnífica novela “La casa
grande”. Pero, además, mucho antes de García Márquez y de Cepeda Samudio, y no
en el escenario de la literatura, esto es, tan solo al año siguiente de los graves
sucesos, o sea en 1929, se dio un histórico debate parlamentario en la Cámara de
Representantes promovido, dicho sea de paso, por los congresistas liberales Gabriel
Turbay, de Bucaramanga, y Jorge Eliécer Gaitán, en el cual tomó parte como
brillante orador el congresista conservador José Camacho Carreño, también de
Bucaramanga, fogoso debate en el que se leyeron declaraciones de testigos
presenciales recogidos en la propia zona bananera por Gaitán.

 
Río Pienta. Charalá, Santander.
 

LA BATALLA DEL PIENTA Y LAS DIVERGENCIAS EN LA


INTERPRETACIÓN DE LOS HECHOS HISTÓRICOS Y EN LA
CALIFICACIÓN DE LOS HECHOS Y DE LOS PERSONAJES DE LA
HISTORIA
 

Pero a veces lo que se niega no es la ocurrencia de los hechos en sí —es decir, que
acerca de la realidad material de estos no hay discusión—, sino el contexto fáctico
en que sucedieron. O lo que se niega es que esos hechos (realmente ocurridos y
realmente acaecidos en el contexto fáctico del cual se habla) correspondan a la
interpretación que de ellos se ha hecho. O, en fin, lo que se niega es que sea válida o
acertada la calificación que se les ha dado.

Todo ello dependerá, en buena parte, de la perspectiva desde la cual los hechos se
analicen así como también de otros factores que, finalmente, determinan la
posición personal del relator de ellos frente a los mismos. Esa diferencia de
perspectiva definirá también el concepto que se dé respecto de sus protagonistas.

Así, lo que para algunos es una gesta patriótica, heroica y revolucionaria,


probablemente para otros no sea más que la altanera y condenable resistencia de
unos antisociales al respeto irrestricto que debe observarse siempre hacia el
principio de autoridad. Mientras que para unos Simón Bolívar fue un inmenso
héroe latinoamericano, para otros no fue sino un bandido egocéntrico que
simplemente se propuso expulsar a los españoles porque quería ser él el soberano
—y además vitalicio— de estos países (Entre otras cosas, algunos venezolanos
despistados ignoran que entre los más acerbos críticos de Bolívar está Marx).

 
 

LA BATALLA DEL PIENTA Y LA UTILIZACIÓN POLÍTICA DE LOS


HECHOS Y PERSONAJES HISTÓRICOS
 

Ahora bien; que se utilicen los hechos históricos y las figuras históricas para
determinados fines, como los educativos, los atinentes a la milicia, los que tocan
con el registro de la memoria histórica de los pueblos, etcétera, es inevitable. Así,
por ejemplo, hay escuelas, colegios y universidades que llevan el nombre de
determinado personaje de la historia; lo mismo acontece con batallones del ejército
que, igualmente, fueron bautizados con alguno de esos nombres; y, en fin, hay
entidades territoriales que, así mismo, los llevan.

Pero, de igual manera, la utilización de los personajes históricos y de los hechos


que ellos protagonizaron, para fines políticos —o, peor aún, politiqueros— es algo
que ha ocurrido desde siempre. Máxime, si se tiene en cuenta que detrás de esos
fines políticos —o, más exactamente, politiqueros— vienen las ansiadas
apropiaciones presupuestales y los consiguientes giros de gigantescas partidas.

Partidas presupuestales que se aprueban y dineros que se giran so pretexto de


rendir “homenaje” a personajes históricos de cuyo pensamiento político por lo
general aquellos que los aprueban, aquellos que los giran y, lo peor de todo,
aquellos que los reciben, son ignorantes o, peor aún, conociéndolo, distan por
completo.

Y, de otro lado, en un país tan corrupto como lo es Colombia, desde que se


aprueban tales “homenajes”, el manejo de los enormes recursos  presupuestales
destinados a ellos se vaticina que no será precisamente limpio.

De suerte que las efemérides patrióticas únicamente terminan sirviendo para que
se enriquezcan los mismos contratistas de siempre y para que los mismos
funcionarios de siempre saquen pecho en las izadas de bandera, y para que en estos
actos conmemorativos estén presentes los que menos deberían estar ahí, dándose
pantalla en las tarimas de honor, imponiendo y recibiendo condecoraciones,
muchas veces sin relación alguna con aquello que se está conmemorando, y dando
declaraciones rimbombantes acerca de hechos y de personajes acerca de los cuales
jamás se han preocupado por tan siquiera leerse un libro.

Retomando el caso de Bolívar —para acudir, a modo de ejemplo, a nuestro más


emblemático símbolo—, ha sido este patriota uno de los personajes más utilizados,
con los más diversos intereses, desde su utilización por parte de dirigentes políticos
no siempre coincidentes con sus ideas (e incluso enemigos de ellas) hasta su
utilización para darles nombre a cosas tan disímiles como la hoy devaluada moneda
nacional de un país latinoamericano (donde, por cierto, se desgastó su imagen), un
conglomerado universitario colombiano donde acaso se le cita en las ceremonias de
graduación, un país latinoamericano que lleva su nombre desde su nacimiento y
otro país latinoamericano que lo lleva desde hace dos convulsionadas décadas, un
departamento del norte de Colombia que hoy por hoy es quizás el ejemplo más
representativo de la corrupción oficial y del consiguiente abandono de sus pueblos
pobres, una coordinadora guerrillera que se bautizó con su nombre y poco después
se desintegró con más pena que gloria, una compañía de seguros que lleva su
nombre y otorga un premio de periodismo también bautizado con su mismo
nombre, al que —dicho sea de paso— no pueden aspirar los periodistas
desempleados (quienes por esta razón tienen que ejercer su profesión en forma
independiente), porque se exige que estén vinculados laboralmente a algún medio
formalmente reconocido; o una empresa de transporte de pasajeros con cuyos
vehículos ojalá no tengamos que encontrarnos jamás en una curva mientras
viajamos dentro del país por carretera; sin que me quede claro qué tanto admiran
al prócer, pongamos por caso, los raudos y poco risueños choferes de esta flota.

Desde luego, la utilización poco ética que se hace de los hechos históricos y de sus
protagonistas, aunque condenable, no puede terminar convirtiéndose en pretexto
para, entonces, optar por arrasar con la memoria histórica que, en todo caso, los
hechos y sus protagonistas merecen.

 
 

OBJETIVIDAD Y SUBJETIVIDAD O DIFERENCIA DE PERSPECTIVAS


EN EL ABORDAJE Y PRESENTACIÓN DE LOS HECHOS Y
PERSONAJES HISTÓRICOS
 
Volviendo al punto de cómo se interpretan y califican de manera distinta los
mismos hechos, y para no ir tan lejos, por estos días se produjeron unas
multitudinarias marchas en diversos lugares de Colombia y en ellas participaron
algunos artistas. Mientras que esa participación fue interpretada en algunos
sectores —y así se lee en diversos escritos de prensa— como la toma de conciencia
de importantes sectores del arte sobre los graves problemas que agobian a esta
nación desventurada, en otros lo que se interpretó —y lo que se dijo— fue que se
trataba de unos cuantos oportunistas. Ello, cuando no fue que se les insultó en las
redes “sociales” y hasta se les amenazó de muerte desde ellas, sin que faltara quién
llegara hasta el extremo de desconocerles su condición de artistas.

Y es que si bien los hechos son objetivos, no lo es tanto la aproximación que a ellos
llevan a cabo quienes irán a dejar testimonio sobre esos hechos y, de paso, sobre los
hombres y las mujeres que los protagonizaron, ya que tal aproximación dependerá
de su personal perspectiva. Una perspectiva que, a su vez, dependerá de las
simpatías o antipatías que se experimentan, de la ideología que se profesa, de las
condiciones socioeconómicas en las que se vive, y de otra serie de factores que, con
antelación, constituyen el entorno cognoscitivo y hasta afectivo de quien intenta
esa aproximación.

CHARALÁ /
SANTANDER. PARQUE CENTRAL
 
Por ello, cuando se escribe la Historia, se corre el riesgo de que lo que se esté
plasmando no sea la ocurrencia de los hechos, sino la manera personal como esos
hechos fueron percibidos por quien escribe y que, incluso, se produzca el
ocultamiento intencional de aspectos que hubiesen contribuido a la cabal
comprensión de lo acaecido, pero que no se plasmaron porque perjudicaban al
héroe o porque, al contrario, les daba la razón a sus admiradores, a los cuales el
autor de la obra se hallaba lejos de pertenecer y por quienes, más bien, no era
precisamente simpatía lo que experimentaba.

Para no ir tan lejos otra vez, no es sino escuchar hoy en día los debates
parlamentarios o leer las columnas que se escriben en los periódicos o escuchar a
los comentaristas de radio o de televisión acerca de hechos con connotación
política y respecto de las actuaciones o posturas de reconocidos personajes de la
vida política nacional (todo lo cual habrá de ser consultado en el futuro por quienes
pretendan reconstruir la historia de estos tiempos): mientras los “istas” de
determinado sector presentan a sus admirados como la mismísima encarnación del
ser perfecto, los “anti-istas” los presentan como la mismísima encarnación del
demonio.

 
EL SAMÁN. Parque principal de Charalá (Santander).
 

Pues bien: dentro de semejante contexto, caracterizado siempre por una


irreconciliable polarización, a aquel que procura ser objetivo, que se limita a exaltar
de cualquiera de los bandos en contienda lo que resulta digno de exaltación y a
cuestionar lo que resulta digno de cuestionamiento, de inmediato se le descalifica
como un personaje tibio, como alguien que no fija posiciones y que, como tal, debe
ser relegado al desprecio y al olvido. Por eso, al hombre de hoy —al igual que al
hombre de ayer— se le obliga siempre a tomar partido.

La pluma del historiador, pues, determina en buena parte —para algunos, incluso,
totalmente— la historia.

Pero a la pluma no solamente la mueve la mano de quien escribe; también la


mueven gustos e intereses que bullen dentro del escritor. De ahí que no es lo
mismo que la biografía de Martin Luther King la escriba un defensor de los
derechos de las minorías étnicas o que la escriba un solapado simpatizante del Ku
Klux Klan.

Empero, deben diferenciarse los “pre-juicios” (como este, el del racismo) del bagaje
de conocimientos adquiridos y asimilados desde siempre por quien se aproxima a
unos hechos acerca de los cuales va a dejar por escrito, para la posteridad, el
registro de su memoria o de su análisis.

Tanto los prejuicios como el bagaje de conocimientos se reciben, en muy buena


parte, dentro del proceso que la Antropología denomina “endoculturación”.

El eminente sociólogo Emilio Durkheim —en el sentir de algunos el padre de la


Sociología— hablaba de las “prenociones”, también llamadas por algunos
“preconcepciones” o “pre-conceptos” (DURKHEIM, Emilie. “Les regles de la
méthode sociologique” (“Las reglas del método sociológico”). Traducción del
francés al español: Ernestina de Champourcín. Fondo de Cultura Económica.
México. 1a. edición en francés 1895. 1a. edición en español 1986. 2a. reimpresión
2001, p.p. 73 y s.s.).

Son estas “prenociones” las que verdaderamente constituyen el bagaje de


conocimientos previos que el investigador social posee antes de abordar sus
investigaciones.

Para el caso de la Sociología, Durkheim abogaba en su precitada obra por la


imperiosa necesidad de que el sociólogo, antes de abordar su investigación
científica respecto de algún hecho social —la moral, por ejemplo—, prescindiera de
las prenociones que tenía hasta ese momento con relación a ese hecho social, pues
tales prenociones las había adquirido por fuera de aquella ciencia.
“Es preciso pues —escribe Durkheim— que el sociólogo, en el momento en que
determina el objeto de sus investigaciones, o bien en el curso de dichas
demostraciones, se prohiba resueltamente el empleo de los conceptos formados
fuera de la ciencia para satisfacer necesidades que no tienen nada de científicas.
Tiene que liberarse de las falsas evidencias que dominan el espíritu del vulgo; que
sacuda de una vez por todas el yugo de las categorías empíricas que una larga
costumbre acaba a menudo por volver tiránicas. Por lo menos, si alguna vez la
necesidad le obliga a acudir a ellas, que lo haga teniendo conciencia de su escaso
valor, a fin de no hacerles desempeñar en la doctrina un papel del que no son
dignas.

Lo que hace particularmente difícil esta liberación en la sociología es que el


sentimiento reclama a menudo su parte. En efecto, nos apasionamos por nuestras
creencias políticas o religiosas, por nuestras prácticas morales, mucho más que por
las cosas del mundo físico; después, este carácter pasional se comunica a la manera
en que concebimos y nos explicamos las primeras. Las ideas que nos hacemos nos
dominan, lo mismo que sus objetos, y adquieren así tal autoridad que no soportan
la contradicción. Toda opinión que las estorba es tratada como enemiga. ¿No está
de acuerdo una proposición con la idea que nos hacemos del patriotismo, o de la
dignidad individual? La rechazamos sean cuales fueren las pruebas en las que se
funda. No podemos admitir que sea verdadera; se le opone una negativa categórica,
y la pasión, para justificarse, no tiene dificultad en sugerir razones que nos parecen
fácilmente decisivas. Estas nociones pueden tener incluso tanto prestigio que ni
siquiera toleran el examen científico. El solo hecho de someterlas a un análisis frío
y seco, así como a los fenómenos que expresan, repugna a ciertos espíritus. Quien
se propone estudiar la moral desde fuera y como una realidad exterior, se antoja a
estos escrupulosos como alguien carente de sentido moral, como el viviseccionista
se presenta ante el vulgo como despojado de la sensibilidad común. Lejos de
admitir que estos sentimientos competen a la ciencia, se cree que hay que dirigirse
a ellos para elaborar la ciencia de las cosas con las cuales se relacionan. (…)

Los sentimientos que tienen como objeto las cosas sociales no poseen privilegios
sobre los otros, porque no tienen un origen distinto. También ellos están formados
históricamente; son un producto de la experiencia humana, pero de una
experiencia confusa y desorganizada. No se deben a yo no sé qué anticipación
trascendental de la realidad, sino al resultante de toda clase de impresiones y
emociones acumuladas sin orden, al azar de las circunstancias, sin interpretación
metódica. En vez de aportarnos claridades superiores a las claridades racionales,
están hechos exclusivamente de estados de ánimo fuertes, es verdad, pero turbios.
Concederles semejante preponderancia es prestar a las facultades inferiores de la
inteligencia supremacía sobre las más elevadas, es condenarse a una logomaquia
más o menos oratoria. Una ciencia elaborada en esta forma no puede satisfacer
más que a los espíritus que prefieren pensar con su sensibilidad más que con su
entendimiento, que prefieren las síntesis inmediatas y confusas de la sensación a
los análisis pacientes y luminosos de la razón. El sentimiento es objeto de la
ciencia, pero no el criterio de la verdad científica”. (ob. cit., p.p. 73 – 75).
 

CASA DE BOLÍVAR / BUCARAMANGA, SEDE DE LA ACADEMIA DE HISTORIA


DE SANTANDER.
 

No otra cosa sucede con la Historia. Quien va a escribir sobre la Insurrección de los
Comuneros, difícilmente entrará a hacerlo sin que previamente se haya sentido
atraído, gracias a sus sentimientos y a sus conocimientos previos, bien hacia la
lucha idealista de José Antonio Galán y sus compañeros o bien hacia la manera
como manejó el amotinamiento e impuso el principio de autoridad en Zipaquirá el
obispo Antonio Caballero y Góngora. Y en cuanto a la relatividad de las
perspectivas, basta con leer la terrible sentencia condenatoria proferida contra el
líder comunero para corroborar que para España no era, precisamente, alguien que
mereciera una estatua. Igualmente, basta con saber del posterior nombramiento
del obispo como virrey para concluir qué pensaban sobre él las autoridades
españolas.

 
 

Uno de los problemas que afectan la objetividad de los relatos históricos es el


maniqueísmo.

En efecto, en el siglo III, un monje persa llamado Mani (o Manes) fundó la doctrina
religiosa conocida como el maniqueísmo. De esta doctrina solamente quedó, aparte
de la memoria histórica, la palabra “maniqueísmo” en el diccionario, para indicar
con ella la tendencia a la división entre el “bien” y el “mal”, y, por consiguiente,
entre “buenos” y “malos”, seguida de la presentación de los hechos guardándose de
solo hablar bellezas del “bueno” y atrocidades del “malo”, así se tengan que ocultar
facetas de personalidad o sucesos que tuvieron lugar, todo con tal de no enlodar la
imagen de aquel o de limpiar de alguna manera la de este.

 
 

La carrera universitaria de Historia es relativamente reciente y si algo pretende es


depurar la investigación de los hechos de esos problemas y procurar que la
aproximación a ellos sea objetiva.

El historiador de hoy, entre otras características, no tiende a la adjetivación y, más


bien, se limita al relato escueto de los hechos acaecidos y a extraer de ellos las
conclusiones correspondientes.

Pero la Historia no empezó a escribirse a partir del nacimiento de las escuelas o


facultades donde se puede estudiar esa carrera. Desde tiempos inmemoriales,
desde Heródoto, Tucídides, Suetonio, Polibio, Josefo, o Tácito, la Historia ha
estado en manos de historiadores sin formación en metodología científica, a los que
ahora, cuando ya la profesión de historiador existe, se les llama —algunas veces con
respeto, algunas otras con desprecio— empíricos o aficionados. Yo prefiero
llamarlos historiadores clásicos, aun a riesgo de que se piense en aquellos que
relatan lo acaecido en una determinada época del devenir del mundo. Llámense
como se les llame, la narración que estos hacen de los acontecimientos acaecidos en
tiempos idos va casi siempre condimentada con la adjetivación —elogiosa o
peyorativa— de los protagonistas, cuando no es que se dedican a escribir una
historia por encargo o porque solamente los mueve el deseo de exaltar a alguien por
quien profesan admiración o afecto. Y, entonces, al igual que lo que sucede hoy en
día con las marchas, los hechos del pasado son grandes gestas heroicas o no lo son
según quien sea el que escribe acerca de ellos, y determinado personaje es un héroe
glorioso o un villano detestable según quien esté redactando su biografía.

Con todo, cuando se relatan sucesos hay procederes que difícilmente pueden
escapar a esa clásica tendencia hacia la adjetivación. Difícilmente se puede narrar
la violación de niños por parte de hombres poderosamente armados, o el que estos
hayan hecho tender a sus víctimas en el piso para enseguida dispararles con el fusil
por la espalda, sin incluir vocablos como “cobarde” o “ruin”. Aun así, hoy en día —
cuando se está escribiendo desde ya la historia de estos convulsos tiempos— hay
quienes reservan esas adjetivaciones solamente para cuando los que han cometido
semejantes atrocidades han sido los del bando aquel al cual detestan, pero, en
cambio, no son tan severos, o definitivamente abandonan cualquier atisbo de
severidad, y hasta más bien obran con asombrosa indulgencia, si sus autores son
sujetos pertenecientes al bando de su manifiesta u ocultada simpatía. Y, en este
caso, no faltan los que, incluso, re-victimizan a las víctimas por haberse expuesto
imprudentemente al riesgo de ser violadas o asesinadas, culpando de lo acaecido a
los padres por no haber ejercido el cuidado suficiente sobre su hijo violado o a los
asesinados por haberse atrevido a ingresar a zonas de las que debían suponer que
podrían ser “peligrosas”.

Lo que se afirma de los hechos, se ha de aseverar de sus protagonistas. La


historiografía clásica tiende a la exaltación de los así llamados próceres, incluidos
dentro de ellos, bajo el nombre de mártires, aquellos que murieron por la causa o
en razón a ella. Gracias a esa concepción tradicional, se escriben sus biografías, se
erigen en su honor estatuas, bustos, mausoleos y, en general, monumentos, se
escriben en su memoria poesías y novelas, se pintan óleos y se esculpen esculturas
para perpetuar su imagen —a veces una imagen totalmente inventada, ante la
inexistencia de retratos o de datos que permitan una reconstrucción aproximada de
sus caracteres físicos—, se filman películas basadas en sus vidas, se bautizan
naciones, departamentos, estados, provincias, ciudades, parques, etcétera, con sus
nombres, y se elevan algunos de ellos a la categoría de héroes nacionales. Ello,
ignorando a propósito, muchas veces, la verdadera catadura del personaje o,
cuando menos, pasando por encima de sus suficientemente averiguados defectos.

La tendencia moderna, en cambio, es otra diametralmente opuesta: la de la des-


mitificación de los próceres.

Pero esa des-mitificación se viene dando en dos sentidos muy distintos: uno,
dejando simplemente de exaltarlos en su imagen grandiosa y humanizándolos, esto
es, presentándolos, más bien, en la sencillez de su condición humana, como
acontece con la figura de Bolívar en “El general en su laberinto” de García Márquez
o en los óleos y esculturas, también de Bolívar, que pinta y esculpe Antonio Frío.
Pero el otro sentido es aquel en virtud del cual a lo que se procede es a subrayar tan
solo sus equivocaciones, a reformular la exposición de las que fueron sus
actuaciones en la guerra para presentarlos como malos militares o incluso como
cobardes, a hurgar en sus escritos personales para descubrir en ellos las claves que
permitan aseverar que realmente no eran tan dignos exponentes de la lucha como
se ha hecho creer. Dentro de este segundo sector habría que incluir a quienes sin
ser historiadores —ni universitarios, ni aficionados— se lanzan temerariamente a
esparcir infamias deshonrosas con tan solo haber tenido acceso a una precaria
información, obtenida casi siempre de fuentes manifiestamente parcializadas o
notoriamente deficientes. Estos iconoclastas de pacotilla parecieran disfrutar
morbosamente de que los llamados grandes hombres se vean reducidos a la peor
condición posible y que las gestas por las que la memoria popular profesa algún
respeto terminen desacreditadas por completo y, de ser posible, no produzcan sino
risa y burla.

Más allá de este particular criterio revisionista, es natural, sin embargo, que las
naciones y los pueblos quieran tener sus propios héroes y sentirse orgullosos de sus
propias gestas.

Ahora bien; eso, en sí, no está mal. Sí lo está, en cambio, el que se creen próceres de
mentiras o que, so pretexto de pregonar gestas, se tergiverse la historia.
Lamentablemente, la vanidad pareciera ir de la mano de la Historia y “pasar a la
historia” se convierte a veces en un propósito de vida. De hecho, otra vez para no ir
tan lejos, mandar a hacer estatuas, e incluso mandárselas hacer, se ha convertido
por estos días en poco menos que una peste, mostrando con ello que la modestia no
es, precisamente, la virtud que abunda hoy por estos lares.

 
 

Más allá de las anteriores consideraciones, de todos modos, aunque la historia se


escriba con la frialdad del relato objetivo moderno, no dejan de suscitarse visiones
muy distintas respecto de un mismo personaje. Así, por ejemplo, bastante va de la
forma como presenta ante sus lectores Indalecio Liévano Aguirre a Vicente Azuero
Plata a como lo presenta ante los suyos Armando Martínez Garnica.

Liévano Aguirre, en efecto, lo presenta como un “abogado de la oligarquía criolla”


que, mientras los patriotas libraban una tenaz resistencia en los llanos, él renegaba
de la causa independentista y juraba fidelidad a España.

Y es que Liévano Aguirre rememora que en documentos oficiales españoles consta


que Vicente Azuero aseveró que (copiamos textualmente) “nunca juró la
independencia” y que, antes por el contrario, “se opuso con el mayor esfuerzo,
valiéndose de cuantos argumentos se le ocurrieron a tal declaratoria de
independencia, por lo que es visto que su opinión fue siempre contraria a ese
intento”. (Diligencia judicial del 16 de octubre de 1816 y diligencia judicial del 13 de
febrero de 1817). Y que en diligencia del 22 de agosto de 1817 manifestó lo
siguiente: “(…) Ofrezco, protesto y juro ante Dios omnipotente y la presente real
autoridad, ser obediente y fiel al rey mi señor y legítimo gobierno y si —lo que
Dios no quiera— faltare a esta palabra y deber, consiento y quiero que se proceda
contra mi persona y bienes con todo el rigor de las leyes“.
Recuerda, además, Liévano Aguirre que cuando, después de la Batalla de Boyacá y
ya instalada la República, comenzó la repartija de las tierras por parte de las nuevas
autoridades, “Políticos liberales como Diego Fernando Gómez y Vicente Azuero (…)
fueron (…) promotores y directores de sociedades que obtuvieron concesiones de
tierra para colonización”, narrando el contexto de intrigas y favoritismos que
determinaron esas concesiones, mientras que, en cambio, a los propios patriotas
que expusieron su pellejo en la guerra, a los verdaderos guerreros de la
Independencia, se les llenó de bonos que, más tarde, tuvieron que vender para
recibir tan solo el 10% de su valor. Y rememora, además, que Azuero y Gómez
fueron artífices del librecambio, “que debía asestar un golpe de muerte a la
manufactura y la artesanía popular de las regiones orientales, de las cuales eran
nativos”. (Véase: “Grandes conflictos sociales y económicos de nuestra historia”. 4a
edición, Intermedio Editores, Bogotá, 2018, Edición del Bicentenario. Tomo 1, p.p.
828 – 829. Tomo 2, p.p. 190, 191, 195 y 203).

Pero, más allá de Liévano Aguirre, adelante nos referiremos a la acusación que
Vicente Azuero y Diego Fernando Gómez le hicieron al general Antonio Nariño
para intentar evitar que este pudiera posesionarse como senador en el nuevo
congreso nacional, acusación que Nariño enfrentó personalmente en un
memorable discurso que forma parte de las grandes oraciones forenses
colombianas. Poco después de haber asumido su defensa con aquel histórico
discurso forense —ese mismo año— Nariño moría en Villa de Leyva, enfermo y
deprimido.

Armando Martínez Garnica presenta, en cambio, a Vicente Azuero como “…el


publicista liberal más destacado durante la experiencia colombiana”, “figura
principal de los publicistas liberales”, “el principal publicista liberal neogranadino
de los tiempos de Colombia”. (Véase: “La agenda liberal temprana en la Nueva
Granada”. UIS. Bucaramanga. 2006, p.p. 96, 120 y 181).

Y algo similar sucede con Diego Fernando Gómez, personaje que tiene que ver en el
análisis sobre la llamada Batalla del Pienta, pues fue quien, contrariando al patriota
sobreviviente de aquellos hechos, Fernando Arias Nieto —por cuya pluma fue que
vino a descubrirse recientemente la ocurrencia de los sucesos de Charalá a los que
se les llama la Batalla del Pienta—, sacó en limpio la actuación del coronel Antonio
Morales, el comandante de las tropas patriotas arrasadas por el ejército español en
aquellos sucesos y en tal sentido rindió el informe que le pidieron rendir acerca de
los mismos.

A este informe de Diego Fernando Gómez se refiere Armando Martínez Garnica


con relación a las duras críticas que, como se verá adelante, el sobreviviente Arias
formula contra Morales al no haber tomado las medidas militares preparatorias del
combate contra las tropas del coronel Lucas González — que ya se aproximaban a
Charalá—, por andar más bien en jolgorios con una prostituta.
De este Diego Fernando Gómez escribe Armando Martínez Garnica: “El doctor
Gómez, del círculo más cercano del vicepresidente Santander, era (…) primo de
José Acevedo y Gómez y esposo de la hija de este, doña Josefa Acevedo. Jurista
reconocido, después de la Batalla de Boyacá fue nombrado gobernador político
letrado de la provincia del Socorro” (Interpretaciones sobre los sucesos del 4 de
agosto en Charalá. En: Revista Estudio. Academia de Historia de Santander. No.
346, p. 103).

Empero, Indalecio Liévano Aguirre escribe acerca de él lo siguiente: “El último de


nuestros personajes es Don Diego Fernando Gómez, familiar no lejano —como el
señor Azuero— de aquel Salvador Plata que entregó a José Antonio Galán a las
autoridades virreinales. (..) Lo cierto del caso es que nuestro personaje fue detenido
por su calidad de antiguo miembro del Congreso Federal y que poco después
andaba libre y consagrado a sus habituales actividades mercantiles. Sus andanzas
pueden seguirse en la biografía y panegírico que de él hizo doña Josefa Acevedo de
Gómez, biografía cuyas palpables contradicciones dejan adivinar lo que realmente
sucedió. (…) De este relato vale la pena destacar los silencios intencionales y las
contradicciones. Cuando la autora dice, por ejemplo, que el señor Gómez fue
indultado por los españoles, ha debido agregar que el indulto implicaba haber
demostrado, ante los jueces, su lealtad al rey y prestar, como lo hizo Azuero,
juramento de obediencia a las autoridades metropolitanas, requisitos sin cuyo
cumplimiento jamás se le habría dejado en libertad y menos aún otorgado
pasaporte para que viajara tranquilamente a Jamaica a comprar mercancías. Pero
hay algo más. Cuando el señor Gómez inició su “pleito” ante las autoridades
españolas para obtener la devolución de los efectos de comercio que le fueron
secuestrados, hubo de dar, como era inevitable, nuevas pruebas de su fidelidad a la
Corona, puesto que no parece verosímil suponer que podía aspirar al dicho
desembargo sin acreditar previamente el carácter infundado de las sospechas que
lo habían motivado. El propio relato de la señora Acevedo de Gómez permite
establecer, por tanto, que durante los tiempos en que los patriotas luchaban
desesperadamente en los llanos, el señor Diego Fernando Gómez (…) se dedicaba
tranquilamente al comercio y a litigar ante las autoridades españolas por razones
de índole mercantil. Ya veremos la extraña y sospechosa manera como en 1819 se
permitió al señor Gómez dictaminar a voluntad, en gracia del más desenfadado
favoritismo oficial, cuáles eran las mercancías suyas entre los valiosos cargamentos
que se encontraron en el Depósito de Aduanas, después de que los patriotas,
triunfantes en Boyacá, se apoderaran de Santa Fe”. (LIÉVANO AGUIRRE,
Indalecio. Grandes conflictos sociales y económicos de nuestra historia. Tomo 1. 4a
edición. Edición del Bicentenario. Bogotá, octubre de 2018, p. 829 – 830). “

 
 

Como se observa, los hechos y los personajes pueden ser los mismos, pero las
perspectivas desde las cuales se les mira y las calificaciones acerca de ellos difieren
de manera sustancial dentro de los historiadores.
Otra vez para no ir tan lejos, no todos los colombianos le habrían cambiado al
Palacio de Justicia de Bucaramanga el nombre del mártir de la justicia colombiana
Alfonso Reyes Echandía solo para nombrarlo con el de quien fue, junto al precitado
Diego Fernando Gómez, uno de los dos acusadores de Antonio Nariño en el
Senado, acusaciones que resultaron infundadas y que solo perseguían lograr que no
lo dejaran tomar posesión de su curul. Acusaciones que se le formularon poco antes
de que el patriota colombiano, enfermo y sumido en la amargura y el desencanto,
se fuera a morir en Villa de Leyva ese mismo año. Por supuesto, a este prócer
bogotano no era que lo admiraran y lo respetaran mucho sus dos acusadores, a
quienes Nariño en su discurso de defensa, y luego de desvirtuar uno a uno los
cargos formulados en su contra por ellos, llega a llamar “vampiros miserables” y les
pide que “se avergüencen, si pueden”. (Ver: Oraciones Forenses Colombianas.
Editorial Temis. Bogotá. 1971, p. 13).

¿REALMENTE SUCEDIÓ EL 4 DE AGOSTO DE 1819 LA BATALLA DEL


PIENTA?
 
Para descender, pues, al asunto que nos ocupa, cuando se pretende abordar y
definir si realmente sucedió o no la Batalla del Pienta y si verdaderamente es cierto
o no que esa batalla —de haber sucedido— incidió, o al menos pudo incidir, en el
triunfo patriota en Boyacá, lo primero que hay que preguntar es, también en primer
lugar, si ocurrieron o no LOS HECHOS.

Porque si LOS HECHOS sí sucedieron, es decir, si se admite que LOS HECHOS del
4 de agosto de 1819 y días subsiguientes sí tuvieron ocurrencia en las riberas del río
Pienta, en el sitio donde se levantaba el puente, y en el casco urbano del Charalá de
entonces, esto es, que esos hechos de los que se habla no son una invención
fantasmagórica de santandereanos que desean que su terruño figure en la Historia
nacional a como dé lugar, así sea inventándose hechos que en la realidad no
ocurrieron, entonces de lo que se trata es de definir si dichos hechos,
indiscutiblemente reales, si dichos acontecimientos que sí tuvieron lugar allá en esa
fecha y durante los días subsiguientes, pueden ser calificados o no como una
“batalla”.

Posteriormente, definido si el 4 de agosto de 1819 y días subsiguientes hubo en


realidad una batalla en el río Pienta y en el casco urbano de Charalá o no la hubo,
debe abordarse y determinarse si la ocurrencia de esa “batalla” incidió o no incidió
en que se produjera el triunfo militar patriota en el puente de Boyacá.

Ahora bien; para definir si LOS HECHOS —en el supuesto de que hubiesen
ocurrido— pueden ser calificados o no como “batalla”, tendremos que partir de una
base de carácter histórico: que de lo que se trataba era de que un país donde, en
diversas latitudes, ya se había declarado la independencia (Mompox, 6 de agosto de
1810; Cartagena, 11 de noviembre de 1811) o donde, cuando menos, ya se había
exteriorizado el propósito de tomar una decisión al respecto en su futura
organización constitucional (Acta de la Federación, 27 de noviembre de 1811), que,
en todo caso, tenía sus propios gobernantes —buenos o malos, pero en todo caso
los tenía— y que, de todas maneras, claramente había manifestado que no quería
dentro de él gobernantes provenientes de España, había sido sangrientamente
invadido por el ejército español y por eso se estaba librando dentro de él una guerra
de independencia (aunque yo me he referido a ella —aún a riesgo de incurrir en
anacronismo, pues del derecho de los pueblos a su libre autodeterminación
obviamente aún no se hablaba en aquel tiempo— como una guerra de liberación).

Contra esa invasión militar se había levantado, también militarmente, la nación


invadida y, consiguientemente, el país se hallaba en guerra.

Pero lo que se libraba en nuestro suelo no era, en la totalidad de su contexto, una


guerra de las que podríamos llamar hoy “convencionales”, vale decir, una guerra
regular, esto es, una de aquellas en las que siempre se enfrentaban en el campo de
batalla dos ejércitos formalmente constituidos, con sus divisiones, batallones y
compañías, en obedecimiento a unas tácticas y a unas estrategias de las cuales se
informaban los militares de carrera en las “academias” o “escuelas” de entonces,
guerras en las que siempre se empleaban armas tales como cañones, espadas,
lanzas, fusiles con o sin bayoneta calada, etcétera, y en las que los bandos incluso se
identificaban con uniformes, pabellones y abanderados, y hasta empleaban las
cornetas para tocar a retirada.

Y no podía librarse esta guerra siempre así, vale decir, en todos los escenarios,
porque para enfrentar al ejército español, los de aquí no contaban sino, de una
parte, con un ejército que, dicho sea de paso, por momentos parecía de
menesterosos —aunque, en todo caso, había sido organizado con sujeción a las
reglas de los ejércitos regulares del mundo, esto es, que tenía sus divisiones,
batallones y compañías, sus grados militares y sus banderas—, y, de otra parte, y
como elementos de apoyo, con unas guerrillas que se habían formado en diversos
sitios de la geografía nacional, entre ellas la que en un área geográfica de lo que hoy
es el departamento de Santander comandaba Fernando Santos y sostenía su
hermana Antonia, y a la que en Zapatoca pertenecía Evangelina Díaz.

En otras palabras, en territorios del actual Santander se libraba lo que se conoce en


el lenguaje militar como una “guerra de guerrillas”.

Este contexto no debe perderse de vista, pues sería injusto exigir de una guerrilla —
patriótica, sí, pero guerrilla al fin y al cabo— la misma organización, la misma
logística, la misma presencia de campo y la misma capacidad militar que podía
exhibir un ejército formalmente constituido, como lo era el español, cuando en un
momento dado, por la dinámica de los acontecimientos, se viera abocada a tener
que enfrentar al enemigo, esto es, a las tropas del ejército español, ya no en
desarrollo de una emboscada, sino en un combate frente a frente, con la
construcción de trincheras incluida.

Precisado lo anterior, repito, se ha abordar la incidencia que esos HECHOS


tuvieron o pudieron tener en lo ocurrido en Boyacá el 7 de agosto subsiguiente.

No obstante, este otro aspecto también debe partir de una base: la de que no
siempre unos hechos inciden en otros hechos futuros mediando la intención, la
conexidad teleológica.

Esto significa que no siempre se tiene que dar una relación teleológica o finalista
entre el primer episodio y el segundo, pues la incidencia también puede ser
circunstancial. Si un abogado se dirige hacia una importante audiencia y su
automóvil se le vara en el camino o queda atrapado en un monumental atasco, por
lo cual llega a la audiencia cuando ya ha pasado la oportunidad que tenía de hacer
uso de la palabra, y a raíz de ese retraso pierde el pleito, esa varada o ese atasco no
están conectados a lo sucedido en la audiencia en sentido estrictamente teleológico
o finalista, pero indudablemente su incidencia en lo acaecido dentro de ella y a la
consiguiente pérdida del pleito es evidente.
Esta última consideración, la de que para que se afirme que un hecho posibilitó o
facilitó la ocurrencia de otro no necesariamente tiene que mediar una relación
teleológica, de finalidad o de intención, conduce al abordaje de lo que hoy se
conoce como contrafactualismo.

El análisis contrafactual de la historia responde a la pregunta: ¿Qué hubiera


sucedido si…?”.

Alrededor del contrafactualismo se ha dado siempre, como es de suponerse, un


fuerte rechazo de un buen sector de los historiadores por considerarlo carente de
seriedad, aparte de que cuando se ha acudido a él, por lo general los autores se han
introducido en el universo literario, que es como decir en un terreno más propio de
la ficción que de la historia.

Con todo, los historiadores Niall Fergusson, profesor de Historia Moderna en


Oxford; Mark Almond, profesor de Historia Moderna en Oxford; Maichel Burleihg,
catedrático investigador emérito de Historia de la Universidad de Gales; Jonathan
Clark, catedrático emérito de Historia Británica de la Universidad de Kansas;
Jonathan Haslam, profesor de Historia de la Universidad de Cambridge; Santos
Juliá, catedrático de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad
Nacional de Educación a Distancia (UNED) de Madrid; Diane Kunz, profesora de
Historia de la Universidad de Yale; Andrew Roberts, investigador honorario del
Condville and Caius College de Cambridge; y Juan Carlos Torre, investigador del
Instituto Torcuato de Tella, de Buenos Aires, escribieron la obra HISTORIA
VIRTUAL ¿Qué hubiera pasado si…?
(FERGUSSON, Niall (director), ALMOND, Mark y otros. HISTORIA VIRTUAL.
¿Qué hubiera pasado si…? Taurus. Alfaguara S.A. Madrid, España. 1997).
[CONTINUARÁ]

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Debate // ¿REALMENTE SUCEDIÓ LA BATALLA DEL


PIENTA? (III). Por Óscar Humberto Gómez Gómez, Miembro
de Número de la Academia de Historia de Santander.
Publicado el 12/Ene/2020
 
Río Pienta. Charalá, Santander.
 

El antecedente más antiguo conocido del empleo de la palabra “batalla” en la


literatura de nuestro idioma data del año 1129, de acuerdo con la voz autorizada del
célebre diccionario etimológico de Coromines.
El mismo Coromines enseña que dicho vocablo se asoció desde entonces al
combate de esgrima.

Copiamos textualmente:

“batalla (1129, del latín tardío BATTUALIA “esgrima”, deriv. de BATTUERE


“batir”, voz de origen galorromance en castellano”.
De esta palabra habrán de derivarse otras, que van a aparecer mencionadas por
primera vez en diferentes épocas:

“DERIV. Batallar, med. siglo XIV; batallador, 1438; Batallón, 1539, del it.


bataglione íd”.  (COROMINES, Joan. Breve diccionario etimológico de la lengua
castellana. Prólogo de José Antonio Pascal. Editorial Gredos. Madrid. 2008, p. 69).
 
Río Pienta. Charalá, Santander.
 

El empleo de la palabra “batalla” como sinónimo de “combate” se encuentra en la


obra cumbre del idioma español. En efecto, Miguel de Cervantes Saavedra publica
El Quijote en los años 1605 (la primera parte, bajo el título “El ingenioso hidalgo”)
y 1615 (la continuación y final, bajo el nuevo título “El ingenioso hidalgo Don
Quijote de la Mancha). Pues bien: el considerado padre de nuestro idioma utiliza
en su celebérrima obra la palabra “batalla” para referirse al combate de su inmortal
personaje con los gigantes que él creía ver en los molinos de viento. Así, le hace
saber a su desconcertado escudero Sancho Panza: “(…) voy a entrar con ellos en
fiera y desigual batalla” (Primera parte. Capítulo VIII).

Cervantes vuelve a emplear la misma palabra “batalla” en el capítulo


inmediatamente siguiente para describir con ella “la estupenda batalla que el
gallardo vizcaíno y el valiente manchego tuvieron” (Segunda parte. Capítulo IX).
(El “valiente manchego” es, por supuesto, don Quijote).

Otra vez Cervantes la emplea para referirse a “la brava y descomunal batalla que
don Quijote tuvo con unos cueros de vino tinto”, a los que confundió con un
gigante. (Primera parte, Capítulo XXXVI). Acerca de esta batalla, hay que anotar
que la misma ya había quedado descrita en el Capítulo XXXV, es decir, en el
capítulo inmediatamente anterior. Es elocuente que la Real Academia Española de
la Lengua deja consignado el siguiente pie de página: “La batalla ha ocurrido en el
capítulo anterior. La incongruencia tiene que ver de nuevo con los cambios que en
el último momento introdujo Cervantes en el original” (Miguel de Cervantes. Don
Quijote de la Mancha. Edición Conmemorativa IV Centenario Cervantes. Real
Academia Española. Asociación de Academias de la Lengua Española. España.
2015, p. 374).

Y de nuevo la usa Cervantes para narrar “la descomunal y nunca vista batalla que
pasó entre don Quijote de la Mancha y el lacayo Tosilos (…) (Segunda parte del
Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha. Capítulo LVI).

 
Río Pienta. Charalá, Santander.
 

Por supuesto, Cervantes no ignoraba el significado de esa palabra, pues él no solo


había sido militar, sino que había tomado parte como soldado en la famosa Batalla
de Lepanto, una de las más grandes batallas en la historia militar del mundo, en la
cual se enfrentaron los turcos del imperio otomano y la coalición de la Liga Santa,
batalla ocurrida en el Golfo de Lepanto, frente a la ciudad de Naupacto, en el
Peloponeso, Grecia el 7 de octubre de 1571).

De este colosal e histórico enfrentamiento naval escribió Cervantes que había sido
“la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los
venideros” (Novelas ejemplares, prólogo. También: El Quijote, Primera parte.
Capítulo XXXIX. Donde el cautivo cuenta su vida y sucesos). La Batalla de Lepanto
frenó la expansión del imperio turco en el occidente del Mar Mediterráneo.
La participación de Cervantes como militar en esta batalla lo habría de marcar para
la posteridad de los siglos, y debido a que en pleno combate un tiro de arcabuz le
destrozó una de sus manos, porque se le conocería por siempre como “El Manco de
Lepanto”.

 
Río Pienta. Charalá, Santander.
 

Esa excepcional dualidad de militar y de escritor le permitió a Cervantes, incluso,


escribir e insertar dentro de su inmortal obra un capítulo en el que hizo un
parangón entre las armas y las letras (CAPÍTULO XXXVIII: “Que trata del curioso
discurso que hizo don Quijote de las armas y las letras”).
Por ello, el empleo de la palabra “batalla” como sinónimo de enfrentamiento con
armas dentro de El Quijote no fue una mera casualidad.

Es más: exactamente en la misma página 374 en que la Real Academia Española de


la Lengua consigna su pie de página empleando la palabra “batalla” para referirse
al enfrentamiento que don Quijote cree librar contra el gigante que ve en los cueros
de vino tinto, y como cierre del cuento “El curioso impertinente”, Cervantes trae
también a colación una batalla histórica:

“Dícese que, aunque se vio viuda, no quiso salir del monasterio (…), hasta que (…)
le vinieron nuevas que Lotario había muerto en una batalla que en aquel tiempo dio
monsiur de Lautrec al Gran Capitán Gonzalo Fernández de Córdoba en el reino de
Nápoles (…)”.

La Real Academia Española precisa, en pie de página, a qué batalla histórica se


refiere Cervantes:

“La batalla de Cerignola (1503), en la que participó Odet de Foix, señor de Lautrec”.

(NOTA: La palabra “monsiur” se copia tal y como aparece escrita).

 
Río Pienta. Charalá, Santander.
 

Empero, más allá de los enfrentamientos a los que se acaba de hacer mención, es el
impresionante relato del Capítulo XVIII de El Quijote el que muestra la genial
descripción de una batalla por parte de la privilegiada pluma cervantina.
Vale la pena, por ello, su transcripción textual:

“En estos coloquios iban don Quijote y su escudero, cuando vio don Quijote que por
el camino que iban venía hacia ellos una grande y espesa polvareda; y en viéndola,
se volvió a Sancho y le dijo:
-Éste es el día ¡oh Sancho! en el cual se ha de ver el bien que me tiene guardado mi
suerte; éste es el día, digo, en que se ha de mostrar, tanto como en otro alguno, el
valor de mi brazo, y en el que tengo de hacer obras que queden escritas en el libro
de la Fama por todos los venideros siglos. ¿Ves aquella polvareda que allí se
levanta, Sancho? Pues toda es cuajada de un copiosísimo ejército que de diversas e
innumerables gentes por allí viene marchando.
-A esa cuenta, dos deben de ser -dijo Sancho-; porque desta parte contraria se
levanta asimesmo otra semejante polvareda.
Volvió a mirarlo don Quijote, y vio que así era la verdad; y, alegrándose
sobremanera, pensó, sin duda alguna, que eran dos ejércitos que venían a
embestirse y a encontrarse en mitad de aquella espaciosa llanura. Porque tenía a
todas horas y momentos llena la fantasía de aquellas batallas, encantamentos,
sucesos, desatinos, amores, desafíos, que en los libros de caballerías se cuentan, y
todo cuanto hablaba, pensaba o hacía era encaminado a cosas semejantes; y la
polvareda que había visto la levantaban dos grandes manadas de ovejas y carneros,
que por aquel mesmo camino de dos diferentes partes venían, las cuales, con el
polvo, no se echaron de ver hasta que llegaron cerca. Y con tanto ahínco afirmaba
don Quijote que eran ejércitos, que Sancho lo vino a creer, y a decirle:
-Señor, pues ¿qué hemos de hacer nosotros?
-¿Qué? -dijo don Quijote-. Favorecer y ayudar a los menesterosos y desvalidos. Y
has de saber, Sancho, que éste que viene por nuestra frente le conduce y guía el
grande emperador Alifanfarón, señor de la grande isla Trapobana; este otro que a
mis espaldas marcha es el de su enemigo el rey de los garamantas, Pentapolín del
Arremangado Brazo, porque siempre entra en las batallas con el brazo derecho
desnudo.
-Pues, ¿por qué se quieren tan mal estos dos señores? -preguntó Sancho.
-Quiérense mal -respondió don Quijote- porque este Alifanfarón es un furibundo
pagano, y está enamorado de la hija de Pentapolín, que es una muy fermosa y,
además, agraciada señora, y es cristiana, y su padre no se la quiere entregar al rey
pagano si no deja primero la ley de su falso profeta Mahoma, y se vuelve a la suya.
-¡Para mis barbas! -dijo Sancho-, ¡si no hace muy bien Pentapolín, y que le tengo de
ayudar en cuanto pudiere!
-En eso harás lo que debes, Sancho -dijo don Quijote-, porque para entrar en
batallas semejantes no se requiere ser armado caballero.
-Bien se me alcanza eso -respondió Sancho-; pero ¿dónde pondremos a este asno,
que estemos ciertos de hallarle después de pasada la refriega? Porque el entrar en
ella en semejante caballería no creo que está en uso hasta agora.
-Así es verdad -dijo don Quijote-. Lo que puedes hacer dél es dejarle a sus
aventuras, ora se pierda o no; porque serán tantos los caballos que tendremos
después que salgamos vencedores, que aun corre peligro Rocinante no le trueque
por otro. Pero estáme atento y mira; que te quiero dar cuenta de los caballeros más
principales que en estos dos ejércitos vienen. Y para que mejor los veas y notes,
retirémonos a aquel altillo que allí se hace, de donde se deben de descubrir los dos
ejércitos.
Hiciéronlo ansí, y pusiéronse sobre una loma, desde la cual se vieran bien las dos
manadas que a don Quijote se le hicieron ejércitos, si las nubes del polvo que
levantaban no les turbara y cegara la vista; pero, con todo esto, viendo en su
imaginación lo que no veía ni había, con voz levantada comenzó a decir:
-Aquel caballero que allí ves de las armas jaldes, que trae en el escudo un león
coronado, rendido a los pies de una doncella, es el valeroso Laurcalco, señor de la
Puente de Plata; el otro de las armas de las flores de oro, que trae en el escudo tres
coronas de plata en campo azul, es el temido Micocolembo, gran duque de
Quirocia; el otro de los miembros giganteos, que está a su derecha mano, es el
nunca medroso Brandabarbarán de Boliche, señor de las tres Arabias, que viene
armado de aquel cuero de serpiente, y tiene por escudo una puerta, que, según es
fama, es una de las del templo que derribó Sansón, cuando con su muerte se vengó
de sus enemigos. Pero vuelve los ojos a estotra parte, y verás delante y en la frente
destotro ejército al siempre vencedor y jamás vencido Timonel de Carcajona,
príncipe de la Nueva Vizcaya, que viene armado con las armas partidas a cuarteles,
azules, verdes, blancas y amarillas, y trae en el escudo un gato de oro en campo
leonado, con una letra que dice: Miau, que es el principio del nombre de su dama,
que, según se dice, es la sin par Miulina, hija del duque Alfeñiquén del Algarbe; el
otro, que carga y oprime los lomos de aquella poderosa alfana, que trae las armas
como nieve blancas y el escudo blanco y sin empresa alguna, es un caballero novel,
de nación francés, llamado Pierres Papín, señor de las baronías de Utrique; el otro,
que bate las ijadas con los herrados carcaños a aquella pintada y ligera cebra y trae
las armas de los veros azules, es el poderoso duque de Nerbia, Espartafilardo del
Bosque, que trae por empresa en el escudo una esparraguera, con una letra en
castellano que dice así: Rastrea mi suerte.
Y desta manera fue nombrando muchos caballeros del uno y del otro escuadrón,
que él se imaginaba, y a todos les dio sus armas, colores, empresas y motes de
improviso, llevado de la imaginación de su nunca vista locura, y, sin parar,
prosiguió diciendo:
-A este escuadrón frontero forman y hacen gentes de diversas naciones: aquí están
los que beben las dulces aguas del famoso Xanto; los montuosos que pisan los
masílicos campos; los que criban el finísimo y menudo oro en la felice Arabia; los
que gozan las famosas y frescas riberas del claro Termodonte; los que sangran por
muchas y diversas vías al dorado Pactolo; y los númidas, dudosos en sus promesas;
los persas, en arcos y flechas famosos; los partos, los medos, que pelean huyendo;
los árabes, de mudables casas; los citas, tan crueles como blancos; los etíopes, de
horadados labios, y otras infinitas naciones, cuyos rostros conozco y veo, aunque de
los nombres no me acuerdo. En estotro escuadrón vienen los que beben las
corrientes cristalinas del olivífero Betis; los que tersan y pulen sus rostros con el
licor del siempre rico y dorado Tajo; los que gozan las provechosas aguas del divino
Genil; los que pisan los tartesios campos, de pastos abundantes; los que se alegran
en los elíseos jerezanos prados; los manchegos, ricos y coronados de rubias espigas;
los de hierro vestidos, reliquias antiguas de la sangre goda; los que en Pisuerga se
bañan, famoso por la mansedumbre de su corriente; los que su ganado apacientan
en las extendidas dehesas del tortuoso Guadiana, celebrado por su escondido
curso; los que tiemblan con el frío del silvoso Pirineo y con los blancos copos del
levantado Apenino; finalmente, cuantos toda la Europa en sí contiene y encierra.
¡Válame Dios, y cuántas provincias dijo, cuantas naciones nombró, dándole a cada
una, con maravillosa presteza, los atributos que le pertenecían, todo absorto y
empapado en lo que había leído en sus libros mentirosos! Estaba Sancho Panza
colgado de sus palabras, sin hablar ninguna, y de cuando en cuando volvía la
cabeza a ver si veía los caballeros y gigantes que su amo nombraba; y como no
descubría a ninguno, le dijo:
-Señor, encomiendo al diablo hombre, ni gigante, ni caballero de cuantos vuestra
merced dice, que parece por todo esto; a lo menos, yo no los veo: quizá todo debe
ser encantamento, como las fantasmas de anoche.
-¿Cómo dices eso? -respondió don Quijote-. ¿No oyes el relinchar de los caballos, el
tocar de los clarines, el ruido de los atambores?
-No oigo otra cosa -respondió Sancho- sino muchos balidos de ovejas y carneros.
Y así era la verdad, porque ya llegaban cerca los dos rebaños.
-El miedo que tienes -dijo don Quijote- te hace, Sancho, que ni veas ni oyas a
derechas; porque uno de los efectos del miedo es turbar los sentidos y hacer que las
cosas no parezcan lo que son; y si es que tanto temes, retírate a una parte y déjame
solo; que solo basto a dar la victoria a la parte a quien yo diere mi ayuda.
Y diciendo esto, puso las espuelas a Rocinante y, puesta la lanza en el ristre, bajó de
la costezuela como un rayo.
Diole voces Sancho, diciéndole:
-Vuélvase vuestra merced, señor don Quijote; que voto a Dios que son carneros y
ovejas las que va a embestir!. Vuélvase, ¡desdichado del padre que me engendró!
¿Qué locura es ésta? Mire que no hay gigante ni caballero alguno, ni gatos, ni
armas, ni escudos partidos ni enteros, ni veros azules ni endiablados. ¿Qué es lo
que hace, pecador soy yo a Dios ?
Ni por ésas volvió don Quijote; antes en altas voces iba diciendo:
-Ea, caballeros, los que seguís y militáis debajo de las banderas del valeroso
emperador Pentapolín del Arremangado Brazo, seguidme todos: veréis cuán
fácilmente le doy venganza de su enemigo Alifanfarón de la Trapobana.
Esto diciendo, se entró por medio del escuadrón de las ovejas, y comenzó de
alanceallas, con tanto coraje y denuedo como si de veras alanceara a sus mortales
enemigos. Los pastores y ganaderos que con la manada venían dábanle voces que
no hiciese aquello; pero viendo que no aprovechaban, desciñéronse las hondas y
comenzaron a saludalle los oídos con piedras como el puño. Don Quijote no se
curaba de las piedras; antes, discurriendo a todas partes, decía:
-¿Adónde estás, soberbio Alifanfarón? Vente a mí; que un caballero solo soy, que
desea, de solo a solo, probar tus fuerzas y quitarte la vida, en pena de la que das al
valeroso Pentapolín Garamanta.
Llegó en esto una peladilla de arroyo y, dándole en un lado, le sepultó dos costillas
en el cuerpo. Viéndose tan maltrecho, creyó, sin duda, que estaba muerto o
malferido y, acordándose de su licor, sacó su alcuza, y púsosela a la boca, y
comenzó a echar licor en el estómago; mas antes que acabase de envasar lo que a él
le parecía que era bastante, llegó otra almendra y diole en la mano y en el alcuza,
tan de lleno, que se la hizo pedazos, llevándole, de camino, tres o cuatro dientes y
muelas de la boca, y machucándole malamente dos dedos de la mano. Tal fue el
golpe primero; y tal el segundo, que le fue forzoso al pobre caballero dar consigo
del caballo abajo. Llegáronse a él los pastores y creyeron que le habían muerto; y
así, con mucha priesa recogieron su ganado, y cargaron de las reses muertas, que
pasaban de siete, y sin averiguar otra cosa, se fueron.
Estábase todo este tiempo Sancho sobre la cuesta, mirando las locuras que su amo
hacía, y arrancábase las barbas, maldiciendo la hora y el punto en que la fortuna se
le había dado a conocer. Viéndole, pues, caído en el suelo, y que ya los pastores se
habían ido, bajó de la cuesta y llegóse a él, y hallóle de muy mal arte, aunque no
había perdido el sentido, y díjole:
-¿No le decía yo, señor don Quijote, que se volviese, que los que iba a acometer no
eran ejércitos, sino manadas de carneros?
-Como eso puede desparecer y contrahacer aquel ladrón del sabio mi enemigo.
Sábete, Sancho, que es muy fácil cosa a los tales hacernos parecer lo que quieren, y
este maligno que me persigue, envidioso de la gloria que vio que yo había de
alcanzar desta batalla, ha vuelto los escuadrones de enemigos en manadas de
ovejas. Si no, haz una cosa, Sancho, por mi vida, porque te desengañes y veas ser
verdad lo que te digo: sube en tu asno y síguelos bonitamente, y verás como, en
alejándose de aquí algún poco, se vuelven en su ser primero, y, dejando de ser
carneros, son hombres hechos y derechos, como yo te los pinté primero. Pero no
vayas agora, que he menester tu favor y ayuda; llégate a mí y mira cuantas muelas y
dientes me faltan; que me parece que no me ha quedado ninguno en la boca”.
(Capítulo XVIII).

 
Río Pienta. Charalá, Santander.
 

La gran lingüista española María Moliner define el vocablo “batalla” en los


siguientes términos:
“batalla Cada episodio de una guerra en que se encuentran y luchan los ejércitos
enemigos”. (…) Acción de guerra, choque, colisión, combate, encuentro,
escaramuza,, (…), hecho de armas, (…), refriega”.
Y agrega:

“PRESENTAR BATALLA. Situar las fuerzas frente a las del enemigo en actitud de
combate”. (MOLINER, María. Diccionario de uso del español. 2a edición. Editorial
Gredos. Madrid. 1998, p. 354).

[CONTINUARÁ]

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