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Prólogo

La historia del derecho internacional podría contarse como la historia de los fracasos de la
comunidad internacional». Con esta contundencia se expresa al final de su trabajo la profesora
García Pascual. Sin embargo, el propósito que guía este libro de quien considero una de mis
mejores colegas en el ámbito de la filosofía jurídica y política, es precisa-mente el de dar
argumentos al lector para que llegue a la conclusión de que esa historia debe, puede cambiar. Si
tuviera que sintetizar en dos razones por que pienso que es así, no se me ocurre ninguna mejor
que la que ella misma invoca, esto es, la coherencia de su planteamiento, de su investigación, con
el imperecedero motto que tiene sus orígenes probablemente en Heráclito —«un pueblo debe
luchar por sus leyes como por sus murallas»—, pero que es expresa y centralmente formulado
Ihering la noción de lucha por el Derecho» (Kampf urn Recht), que es Lucha por los derechos. Es
cierto que a Ihering le faltó como se ha repetido, una teoría del Estado de Derecho, de la
democracia y de los derechos humanos y, a fortiori, según es obvio, una teoría del Derecho
internacional. Pero no lo es menos que fue el genial jurista alemán quien subrayó que si tenemos
que recurrir al derecho, es por la necesidad de detectar y justificar con razones _ argumentar— la
identificación del interés preferente entre los demás __intereses en conflicto, frente al riesgo
constante de tratar de imponer la propia tesis, el propio interés. No es una tarea fácil aquella a la
que se enfrenta el Derecho: identificar y discriminar entre los intereses en concurrencia cuales son
las razones por las que debemos reconocer y garantizar unos sobre otros. Una tarea en buena
medida, insisto, argumentativa, lo que explica que los mejores cultivadores de la teoría de la
argumentación jurídica (así, Manuel Arienza) hayan escogido a Ihering como inspiración. Y Sin
embargo, cuando hablamos de conflictos que afectan a los Estados, los sujetos que han
monopolizado durante largo tiempo el espacio de un Derecho Internacional que, en realidad, era
simplemente interestatal, ¡qué fácil es incurrir en la falacia de escoger como guía el lema pro ara
et focis (por el altar y el hogar) ¡, como advierte Schopenhauer: por la razón de Estado ¡Maxime si
se trata no solo de un criterio pragmático, sino incluso de un ideal que puede parecer noble, sobre
todo si se cubre con la defensa de las exigencias del Estado Constitucional. Sin embargo, según nos
muestra la practica de las relaciones internacionales, en realidad, esa estrella polar se acerca más
al argumento fas o nefas del que nos habla también Schopenhauer cuando explica su erística,
como arte de imponer la propia causa como razonable, arte de imponerse en la discusión.

Arte, en definitiva, de imponer como guía de actuación Ia argumentación pro domo sua: en otras
palabras, right or wrong, my country, según reza el pragmatismo que siempre encuentra
justificación en la razón de Estado, en Ia estrategia de seguridad nacional.

Aventuraré una segunda razón, de carácter si se quiere estructura, que otros llamarán ontológica y
que tratare de explicar en pocas palabras: me refiero a la complejidad del fenómeno que
denominamos derecho, también (o quizá, sobre todo) del Derecho internacional, que no puede
ser visto solo como un sistema normativo que aspira a la legitimidad por la invocación de
principios o valores constitutivos, sino que, como se ha insistido una y otra vez y nos recuerda con
fórmula acertada Boaventura de Sousa Santos (por cierto, que consignare que la interpretación
que se sostiene en el libro acerca del alcance de las tesis de Santos constituye una de mis pocas
razones de discrepancia), es también burocracia y violencia esto es, de forma más clásica, un
hecho de poder.
El Derecho es indefectiblemente también ejercicio de poder al servicio de objetivos económicos,
ideológicos, sociales, y por eso no Puede escapar a la paradoja formulada por Radbruch: El poder
sin el Derecho no es válido en esta tierra; el Derecho sin el poder nunca podrá triunfar». Una tesis
que, como es sabido, le llevara a distinguir el derecho histórico de la idea de derecho, al extremo
de postular una suerte de derecho supralegal.

Sabedora de esas dificultades, escribe mi compañera en el Instituto de Derechos Humanos de la


Universidad de Valencia: «Si aferrarse al método jurídico, hablar el lenguaje del derecho y no el de
la fuerza o el de los hechos consumados, es la Única posibilidad para el jurista internacionalista,
habría sin embargo que reconocer que se muestra como una tarea titánica». Una tarea que, a mi
juicio, solo se podrá resolver en la medida en que hagamos viable la traslación de las
características y condiciones del Estado constitucional de derecho y de Ia democracia at orden
jurídico internacional. El lector avezado ya habrá detectado que en este propósito resuenan claros
los ecos del esfuerzo intelectual de Luigi Ferrajoli, colega y amigo con quien Cristina mantienen
desde hace tiempo un dialogo fructífero en las coincidencias, que son muchas, pero también en las
discrepancias que, aun menores, son muy relevantes.

En el fondo, como explica asimismo Ia profesora García Pascual, buena parte de los juristas han
mantenido siempre una actitud de desasosiego —más o menos explicito-- ante el Derecho
internacional. En buena medida, es ese el aparente punto fuerte de Ia critica de los juristas que
aceptan dogmáticamente Ia identificación entre derecho y ordenamiento jurídico estatal que hace
posible Ia recurrencia del debate sobre su viabilidad como tal Derecho, algo que, a mi juicio, no
puede poner en duda sino aquel que ignore la tipología de sistemas normativos Re propuesta por
Bobbio. Una crítica compartida también por quienes, desde la otra la de las ciencias sociales stricto
sensu (la ciencia política, las relaciones internacionales, la sociología e incluso la historia), perciben
el Derecho internacional --quizá deberíamos decir más bien el globalismo o cosmopolitismo
jurídico— como un rara avis. Incluso peor: una disciplina, más que singular, peligrosa: por fatua,
por generar unas expectativas que conducen a la frustración de la confianza en el derecho por
parte de los millones de ciudadanos que, en todo el mundo, han esperado ese milagro que, en
todo caso, sería una operación de prestidigitación.

Por eso, la hipótesis del Derecho internacional como norma mundi, tal y como nos propone la
profesora García Pascual, supone agarrar el toro por los cuernos y tratar de enfrentarse a los
problemas en su raíz, algo que es propio de quien tiene el fuste de la mejor iusfilosofia. Por-que
ese Derecho internacional que nos propone, uno que estuviera a la altura de los desafíos globales
a los que nos enfrentamos (fruto de esas dos características de nuestro contexto, el proceso de
globalización y la creciente visibilidad de la multiculturalidad), no puede tener otra forma que esa
de norma mundi.

Tras una exposición tan clara como, a mi juicio, apasionante, que se centra en las vicisitudes del
modelo cosmopolita o globalizante del Derecho internacional, con especial atención a la influencia
(a mi juicio sobrevalorada) de Rawls y también de Habermas y a los intentos de asegurar esa
evolución, y al papel capital de este orden jurídico desde el punto de vista de asegurar la paz, tal y
como propone Kelsen, la autora expone con igual rigor los argumentos de quienes sostienen la
necesidad de un «repliegue» de ese cuerpo extraño que no puede dejar de ser el Derecho
internacional, si se analiza desde el punto de partida propio de la real politik: un Derecho
internacional “de mínimos”. En este lado de la disputa se registran la herencia “decisionista” de
Schrnit evidentemente, y también la <,realista de Morgenthau (la profesora García Pascual dirigió
la brillante tesis doctoral de J. A. García sobre las relaciones y diferencias entre este y Kelsen),
Posner o, más recientemente, de Koskenniemi, que ilustran perfectamente esa posición, aunque
incluso de entre las filas del “escepticismo cognoscitivista), como señala la autora, parece que
quepa rescatar un intento de reconstrucción Derecho internacional.

Me parece que una de las mejores contribuciones del libro es la especial atención que se dedica en
el a analizar y criticar las tesis que sostienen la alternativa de un Derecho global que “en su
dimensión jurídica aspira a ir mas allá de las coordenadas que definen el derecho internacional»,
o, dicho en palabras de Laporta, un derecho global que pretendería «ser algo más que un derecho
internacional desarrollo.

Es, por ejemplo, lo que se nos presenta como una radicalmente nueva lex mercatoria, un derecho
en realidad transnacional, pretendidamente contrapuesto al viejo, ilusorio, inoperante Derecho
internacional en particular, en su versión cosmopolita. Cristina García Pascual escribe la hipótesis
de que su éxito se debe en buena medida a la claudicación ante una visión del mundo en la que
convergen hoy cierta sociología y antropología cultural (en la que destaca la contribución de B. de
Sousa Santos) que, me permito añadir, suponen una visión adanista, coinciden-te con cierta visión
de la ciencia política y de las relaciones internacionales que estaría redescubriendo un viejo
Mediterráneo.

Me refiero a esa simplista visión según la cual la clave consiste en separar Derecho y Política para
advertir que el Derecho sería una vieja y caduca herramienta. frente a las más aptas y adecuadas a
la sociedad tecnológica que ya ni siquiera es la economía, sino otros desarrollos auxiliares que
convergen en el nuevo dogma: todo es poder, todo se resume en la capacidad de mediación (de
imposición, de eficacia) de la política.

Insisto en hablar de adanismo porque, a mi juicio, esas tesis pretendidamente innovadoras y


sofisticadas (econometría y estudios de opinión mediante), como en tantas otras ocasiones --
(paene) nihil novum sub sole— se limitan a recuperar en el mejor de Jos casos un tópico) que
podemos encontrar en Hume (la conexión entre Derecho y escasez), pero que es verbalizado de
forma diferente por Marx y por los primeros exponen-tes de la nueva ciencia),„ tanto Comte en su
contraposición de modelos sociales como ciclos (una idea que proviene de la muqadihmah
propuesta por Ibn Jaldún, aunque suele ser atribuida a Vico) como Saint-Simón en su Parábola del
industrial.

Se trata, coma escribe mi colega, de la <<falta de adecuación de las categorías jurídicas de la


modernidad para aprehender los propios procesos de globalización, especialmente aquellos que
tienen que ver con el derecho [...] para muchos sociólogos o antropólogos es evidente; en
nuestros días, el asentamiento de un profundo y creciente pluralismo jurídico que ya no sería
característico únicamente de las sociedades primitivas, como tradicionalmente lo habían
representado los juristas, sino ahora también de las sociedades más desarrolladas o complejas...
Des-'de pace décadas, en el ámbito internacional encontramos, se nos dice, una pluralidad de
actores capaces de crear normas validas fuera de las estructuras de los Estados... esta seria, para
estas visiones sociológicas y antropológicas, una buena imagen de la globalización: una multitud
de interacciones entre sistemas normativos y actores donde la validez de la norma es el resultado
de la negociación antes que. el resultado de identificar en ella determinadas propiedades formales
o materiales». Por eso, para un enfoque cada vez más influyente, volveríamos a una devaluación
del Derecho internacional. El coste, de nuevo en palabras de la autora, seria prescindir “del ideal
de una teoría jurídica que pueda trascender la jurisdicción y las culturas y que pueda dirigirse a
problemas jurídicos desde una perspectiva global y transnacional. En las páginas que siguen, el
lector encontrara algunos de los mejores argumentos para sostener ese objetivo.

TRADICION Y MODERNIDAD DEL COSMOPOLMSMO Jurídico

Non nobis solum» Ciceron

1. INTRODUCCION

Toda reflexión sobre un posible orden jurídico cosmopolita, sobre los llamados procesos de
globalización en el derecho o sobre cómo conseguir un orden jurídico mundial más justo o menos
conflictivo, tienen necesariamente que partir de una reflexión en torno al derecho internacional.
Existen aproximaciones al concepto de derecho internacional que invitan a su superación hacia un
derecho más perfecto y diferente en sus presupuestos y en relación a sus actores, mientras que
hay aproximaciones a la idea de derecho internacional que, en cambio, imposibilitan una
perspectiva más amplia que aquella que imponen las relaciones entre los Estados soberanos. Este
libro debe empezar por lo que se suele denominar «el problema del derecho internacional»,
puesto que problemática y discutida sigue siendo su entidad, sus características, su objeto y su
naturaleza jurídica, pero, sobre todo, en la medida en que constituye la plataforma necesaria
sobre la que edificar cualquier proyecto de cosmopolitismo jurídico. En el siglo xx, la
mundialización de los conflictos bélicos y su progresión en una espiral de crueldad sin límites llevo
a que, tras la Primera Guerra Mundial, y hasta los años sesenta del siglo pasado, el problema del
derecho internacional adquiriera una relevancia inusitada. Los cruentos acontecimientos bélicos
parecían exigir finalmente un sistema jurídico -político que impidiera repetir los errores del pasado
y que fuera garantía de un futuro viable para la humanidad. En la exigencia de aprehender la
naturaleza y características del sistema normativo que regula las relaciones interestatales, juristas,
politólogos e intelectuales creyeron ver la posibilidad de una pacificación de la sociedad
internacional.

En este sentido iban las palabras del gran jurista Hans Kelsen cuando en 1944 recuerda a todos
aquellos que deseen estudiar el problema de la paz mundial de una manera realista que «deben
tratar ese problema I.…] como el del perfeccionamiento lento y constante del orden jurídico
internacional.

Sin embargo, a más de seis décadas del final de la Segunda Guerra Mundial parece estar lejos el
ideal de un orden internacional construido sobre la cooperación y el desarrollo de una estructura
jurídico - política mundial, y más aún la posibilidad de perfeccionar las formas jurídicas como
modo de limitación de las políticas internacionales. Con la guerra fría murieron muchos ideales
universalistas que habían surgido durante la posguerra, pero paradójicamente tampoco el fin de la
política de bloques supuso el impulso necesario para la Organización de las Naciones Unidas, para
su reforma o mejora. Nunca como hoy, con el trasfondo de los procesos de globalización, parece
tan lejana la construcción de un orden jurídico mundial fundado en la igualdad entre los Estados y,
sobre todo, entre los hombres. La fuerza de un nuevo imperialismo unilateralista y, por tanto, por
encima de cualquier foro de dialogo interestatal, ha tomado carta de naturaleza en un nuevo
orden mundial. La soberanía se declara ilimitada y viene identificada con la posibilidad abierta del
recurso a la guerra cuando no a torturas, «ejecuciones extrajudiciales, ataques con drones... La
política internacional no parece admitir los límites del derecho. Esta realidad se refleja muy bien
en el estatus del propio estudio del derecho internacional, que pierde peso en las facultades de
Derecho para entrar con fuerza en las escuelas de ciencia política bajo el nombre relaciones
internacionales. En este sentido, repensar hoy la estructura jurídica internacional, defender
instituciones como la Corte Penal de La Haya o, modestamente, intervenir en el debate sobre la
naturaleza del derecho internacional, constituye una forma de combatir el paradigma dominante,
de afirmar la viabilidad de una norma mundi o de sostener lo que podríamos denominar la lucha
por el derecho internacional.

Cierto es que el interés despertado por este sector de los estudios jurídicos nunca ha sido, sin
embargo, algo puramente coyuntural. Como es sabido, y de ello también sería un buen ejemplo la
obra kelseniana, toda teoría del derecho con pretensión de plenitud, o, más ampliamente, toda
consideración filosófica sobre el derecho en general, no puede sustraerse fácilmente a una
reflexión crítica sobre el derecho internacional. El orden normativo que regula las relaciones entre
los Estados plantea con especial intensidad problemas clásicos del estudio del derecho. La
distinción entre el Orden moral y el orden jurídico, la obediencia al derecho, la tensión entre
soberanía y derechos humanos o la unidad del ordenamiento jurídico adquieren a la luz del
estudio del sistema normativa internacional la calidad de acuciantes aporías.

Paradójicamente, y desde una visión retrospectiva, la abundante reflexión doctrinal sobre el orden
internacional no ha logrado eliminar la incertidumbre y las dificultades en la concreción de la
fuerza y el valor del mismo, dificultades que persistieron en las últimas décadas del siglo xx y que
se mantienen sin solución de continuidad hasta nuestros días. Habría que reconocer, entonces,
que en torno a esa rama del saber jurídico que es el derecho internacional los problemas teóricos
parecen multiplicarse, y los principios que desde las distintas escuelas jurídicas se defienden
respecto al concepto y fundamento de derecho tornarse tambaleantes. El derecho internacional,
como se ha sostenido, tiene un destino singular que lo condena desde su nacimiento a justificarse
constantemente, a desarrollarse y a progresar bajo la sospecha de su falta de auténtica entidad
jurídica.

En esta situación parece adecuado, con la intención de identificar los términos del problema,
realizar un recorrido por algunas de las doctrinas contemporáneas sobre el derecho de gentes que
han sido más relevantes o más significativas en los últimos tiempos dentro del marco general de la
filosofía y teoría del derecho. Las tesis de Kelsen, Hart, Schmitt o Heller, de Habermas o Rawls, y
más recientemente de Posner o Koskenniemi, constituyen un mapa detallado de cada uno de los
aspectos de lo que se ha denominado el problema del derecho internacional. Si se examinan las
teorías más relevantes de estos pensadores sobre el problema del orden internacional, se podrán
distinguir al menos dos grandes tendencias; de un lado, la de aquellos que niegan categóricamente
el carácter jurídico del llamado derecho internacional y, de otro, la de aquellos que defienden su
juridicidad con distintos grados y desde diversas fundamentaciones. La teoría del derecho
internacional, en este sentido, no puede obviar lo que constituye dos problemas esenciales de los
filósofos y teóricos del derecho: el concepto y el fundamento del orden jurídico. Parece que la
solución de ambos problemas es el paso previo o la condición para la resolución de otros
problemas teóricos que acamparían la idea y practica del ordenamiento jurídico internacional.
Antes, sin embargo, de adentrarnos en las teorías de estos grandes pensadores contemporáneos,
objeto de este libro, cabría volver la mirada hacia los antecedentes del tratamiento doctrinal del
derecho internacional, con especial consideración a los planteamientos de Vitoria y Kant cuya
elección en medio de un sin fin de pensadores trataré de justificar' Anticipadamente se podría
decir que las cuestiones que se discuten en nuestros días en torno a la entidad del derecho
internacional no son muy diferentes a las que hicieron reflexionar a juristas y filósofos en el
nacimiento y desarrollo de esa disciplina jurídica.

Iniciemos, pues, un camino a través de teorías jurídicas y propuestas políticas, volvamos a andar
por donde otros lo hicieron antes, ahora como entonces, en la búsqueda de una norma mundi.

2. DERECHO NATURAL, DERECHO INTERNACIONAL Y ORDEN COSMOPOLITA

Como afirma Alfred Verdeos, la ciencia del derecho internacional es mucho más joven que el
derecho internacional mismo. En la discusión sobre la naturaleza jurídica del ordenamiento
internacional no se cuestiona, desde luego, la existencia del complejo normativo constituido por el
derecho internacional, sino que lo que se pone en duda principalmente es el carácter jurídico de
ese complejo de normas. Las dificultades para definir el sistema normativo internacional, para
atribuirle unos caracteres, para diferenciarlo de la moral e incluirlo en el ámbito jurídico, están
ligadas indisolublemente, pues, a los esfuerzos por sistematizar y estructurar las normas que
parecen tener vigencia en el ámbito internacional o a la voluntad, en fin, de elaborar los conceptos
formales fundamentales que permitan reducir el derecho internacional positivo a una unidad
sistémica, esto es, están indisolublemente unidas al nacimiento y desarrollo de la teoría del
derecho internacional.

Es un lugar común en la historiografía jurídica del siglo xx la afirmación de que el estudio del
derecho internacional como tal comienza con la modernidad y está vinculado a la obra de
pensadores como Grocio, Vattel, Wolff o como los españoles Suarez o Vitoria, representantes en el
siglo xvi de la poco homogénea escuela española de derecho natural y de gentes. Es justamente en
la determinación del origen del estudio y sistematización del derecho internacional donde
comienza ya a mostrarse el carácter problemático de esta rama del saber jurídico.

Existe una larga y tediosa discusión en el marco de la doctrina internacionalista que divide a los
astuciosos entre aquellos que consideran que Francisco de Vitoria constituye el antecedente del
moderno derecho internacional y aquellos que consolaran, al contrario, que es Hugo Grocio el
auténtico padre de la ciencia internacionalista. La cuestión puede que no carezca de relevancia, y
aunque su resolución supera ampliamente las pretensiones de este libro, si me gustaría justificar
porque considero la obra de Vitoria más apropiada que la de Grocio para introducir en estas
páginas la exposición critica de algunas de las más relevantes teorías contemporáneas sobre el
derecho internacional.

La diferencia entre las tesis grocianas y las tesis vitorianas prima facie podría considerarse de
carácter principalmente ideológico - político: Grocio es un abogado al servicio de una empresa
holandesa, y Vitoria, como tantos pensadores españoles del momento, un teólogo que trata de
justificar el dominio español. Ambos objetivos tienen manifiestas consecuencias sobre las teorías
de los dos autores.

Ciertamente, en la obra de Hugo Grocio se puede encontrar una noción de derecho y de sociedad
internacional en sentido moderno. El pensador holandés entiende el jus gentium como aquel
orden jurídico —aquí radica su carácter novedoso desvinculado (potencialmente) del derecho
natural que regula las relaciones entre las naciones. Como señala Arthur Nussbaum, Grocio habría
dado «un paso importante para lograr la emancipación del Derecho Internacional respecto de la
Teología, mediante su famosa declaración de que el Derecho natural existiría igual `aunque no
hubiera Dios, o no le interesaran los asuntos humanos’» s. El derecho natural, cuya validez está
fundada en la razón humana, no es, sin embargo, inmediatamente sinónimo de derecho de
gentes. En Grocio, el jus gentium posee dos fuentes que permiten tenderlo como una unidad dual.
De un lado, cabe hablar del derecho de gentes natural, que tiene como fuente la razón, y de otro
lado, del derecho de gentes positivo, que expresa la voluntad de los Estados o, lo que es lo mismo,
que fundamenta su fuerza obligatoria principalmente en el consenso de todos o de la mayor parte
de los Estados.

Grocio, en armonía con el espíritu racionalista de su tiempo, busco en la recta ratio la regla
absoluta de la conducta humana, admitiendo junto al elemento racional un elemento voluntario
resultante del communis consensus gentium. Aunque ambas vertientes del jus gentium no sean
cosas diversas, sino más bien dos elementos que se integran entre ellos (el común consenso es
prueba de una recta illatio ex natura y el valor obligatorio deriva de la conformidad con el derecho
natural), lo que parece inevitable, más allá de las intenciones grocianas, es efectuar el Paso que
lleva a sostener un jus gentium donde los sujetos primarios son las naciones y cuyos principios
derivan principalmente de la voluntad y, por tanto, tendencialmente, de los intereses de los
sujetos más fuertes en la comunidad internacionai9. En la obra de Francisco de Vitoria, en cambio,
no parece posible deshacer, como podría derivarse de los textos de Grocio, el tradicional vinculó
entre derecho de gentes y derecho natural'''. El jus gentium en Vitoria, precisamente por estar
vinculado al jus natural, parece referirse más bien a un derecho universal propio de la humanidad
que a un derecho consuetudinario que regula las relaciones entre las naciones. La concepción
vitoriana aparece lastrada así por un planteamiento de carácter iusnaturalista y matriz religiosa
que lo separa de lo que será la evolución del derecho internacional en los siglos sucesivos. Sin
embargo, es ese mismo «lastre universalista» el que hará que sus planteamientos puedan
considerarse unas ambiciosos respecto a lo que sería el dibujo de las líneas básicas de un sistema
de derecho internacional". La concepción del jus gentium en Vitoria se encuentra próxima a lo que
hoy se denomina «derecho trasnacional o «derecho mundial, y que mi vez, teniendo en cuenta la
época en que escribía el teólogo, sería más apropia-do denominar «derecho ante nacional, un
orden normativo que, como se ha dicho, atiende «a la primacía de intereses humanos comunes,
no estatales, en la vida internacional y rompe con la hegemonía del principio de soberanía estatal
como barrera prácticamente infranqueable en el orden internacionalo'2. Como señala Pérez Lurio,
el dominico español aboga por un derecho coman de la humanidad, cuyos principios alcancen
validez universal al reconocer como sujetos del mismo a los Estados y a los individuos13.

10. Cabe aclarar el vínculo que se establece entre derecho natural y derecho de gen-res en la obra
de los escolásticos españoles del siglo xvi. Para estos —seguir Rodríguez Paniagua— «al Derecho
natural pertenecen no solo los primeros principios más evidentes, sino también algunas
conclusiones que se derivan de ellos, pero tan solo las que se derivan con absoluta necesidad, las
que son conclusiones absolutamente necesarias. Al Derecho de Gentes, en cambio, pertenecen las
conclusiones que se derivan de esos principios sin absoluta necesidad, las conclusiones que no son
estrictamente necesarias, o cuya necesidad no es conocida con evidencia» U. M. Rodríguez
Paniagua, Historia del pensamiento jurídico, Madrid, Facultad de Derecho, Universidad
Complutense, 1988, p. 108).

11. En palabras de Carlo Galli, el contexto del siglo xvi, donde ni el papa ni el emperador son ya los
vértices de la legitimidad política o espiritual, donde el cristianismo antes que unir divide, podía
afrontarse a través de las categorías intelectuales y políticas elaboradas dentro de la república
Christiana, o bien redefinirse a través de la imaginación de nuevas vías, gracias a las cuales se
podría construir un nuevo orden político interno e internacional. La obra de Vitoria es un tertium
genus, esto es, un ejemplo de una innovación no estatal racionalista a la que el autor llega
disponiendo en modo original de los materiales intelectuales ofrecidos por la tradición antigua y
cristiana (C. Galli, “Introduzine», en F. de Vitoria, De iure belli, Roma, Laterza, 2005, p. vi). 12. C.
Ramon Chornet, zViolencia necesaria? La intervención humanitaria en derecho internacional,
Madrid, Trotta, 1995, pp. 33 ss. 13. A. E. Pérez Lao, La polémica sobre el Nuevo Mundo. Los
clásicos españoles de la filosofía del derecho, Madrid, Trotta, 1992, p. 78.

Un derecho de la humanidad o un derecho trasnacional o antenaclonal constituye un orden


normativo distinto del derecho internacional y, sin embargo, también puede entenderse como la
última evolución de este, un ideal o una utopía que a veces parece derivar inevitable de Ia defensa
del carácter jurídico del derecho internacional. Es decir, el derecho trasnacional, como concepto
jurídico, puede entenderse entonces como un estadio primitivo anterior al derecho internacional o
como un estadio nuevo posterior al mismo, cuando no como una realidad distinta diferenciada y,
por lo tanto, de posible convivencia con el derecho internacional. La negación de la entidad
jurídica del orden internacional, como veremos, trae a menudo implícita la negación teórica de un
posible derecho mundial o trasnacional; su defensa, en cambio, requiere, en muchos casos, un
paso previo, la declaración del carácter jurídico, aunque sea de manera imperfecta del derecho
internacional.

Por ello, sin negar la grandeza de la obra de Grocio, sin menospreciar su carácter verdaderamente
innovador, Bien puede ser Vitoria un buen comienzo para una reflexión iusfilosofica en torno al
doctrinal contemporáneas sobre la comunidad jurídica universal que no solo se plantea el
problema del derecho internacional, sino también el del derecho trasnacional.

3. DERECHOS Y GUERRA JUSTA EN LA COMUNIDAD POLITICA UNIVERSAL

En las tesis de Vitoria podemos identificar, como tantas veces se ha señalado, tres ideas que hacen
que su obra trascienda su tiempo. En primer Lugar, 1. La configuración del orden mundial como
una communitas orbis o lo que es más como una universal república, en segundo lugar, (ii) la
teorización de una serie de derechos naturales que están íntimamente relacionados o de alguna
manera derivan del jus communicationis, y en último lugar, 3. la reformulación de la doctrina
cristiana de la “guerra justa», redefinida como sanción jurídica que se impone a consecuencia de
las injurias sufridas". Estas tres ideas constituyen tres núcleos problemáticos de la teoría del
derecho internacional, de tal manera que puede afirmarse que alrededor de ellas giran tanto
aquellas teorías que niegan el carácter jurídico al derecho internacional como aquellas que
defienden ese mismo carácter.

En la obra de "Vitoria, el concepto de jus Gentium o la idea de communitas orbis ha sido objeto de
muchas y variadas interpretaciones, entre las que destacan las de Brown Scott" y las de su
discípulo español Barcia Trelles. Estos juristas sostuvieron con considerable fortuna la idea de que
el jus Gentium en Vitoria era principalmente jus inter gentes, idea que es aceptada entre otros por
el propio Ferrajoli y que resultaría una definición ya moderna del derecho internacional.

Sin embargo, como ya he señalado antes y en línea con la posición de Truyol V Serrar o Miaja de
lea Muela", el derecho internacional en Vitoria parece también v sobre teclo una realidad superior
y más amplia, un derecho humano común. Para el dominico español, el mundo en su totalidad
constituye una comunidad con capacidad para dictar normas con obligatoriedad universal. Vitoria
sostiene en un conocido pasaje de su obra «que el derecho de gentes no solo tiene fuerza de
pacto y convenio de los hombres, sino que tiene verdadera fuerza de ley. Y es que el orbe todo,
que en cierta manera forma una república, tiene poder de dar leyes justas y convenientes, como
son las del derecho de gentes-) `} La humanidad es concebida así no solo como una única
comunidad, sino también como un nuevo sujeto de derecho. Esta tesis de Vitoria puede
encontrarse desarrollada o reformulada en otros pensadores posteriores,

20. Respecto a la división del jus gentium en (i) jus inter gentes y (ii) Isis infra gentes propia de la
obra de Suarez, aunque puedan establecerse las conexiones con el pensamiento vitoriano, no
existe una identidad con la distinción que de los textos de Vitoria cabria extraer entre derecho
internacional y derecho trasnacional. Para Suarez, ‘‘una norma puede calificarse Como derecho de
gentes en dos sentidos: Printer°, por ser un derecho que todos los pueblos y las distintas naciones
deben respetar en sus mutuas relaciones. Segundo, por ser una ley que cada uno de los Estados o
reinos temple dentro de su territorio, pero que se llama derecho de gentes por ser
[ordenamientos civiles y comparables y coincidir las naciones en su reconocimiento» (F. Suarez,
Obras 11, cap. XIX, % 8). El jus

y de manera destacada Ia idea vitoriana de una communitas orbis parece proponerse de nuevo en
Ia concepción kantiana de una comunidad cosmopolita, o incluso en la idea de Hans Kelsen, quien,
al identificar Estado y derecho, nos conduce hacia el modelo teórico de la civitas máxima

Ciertamente, la idea de una comunidad universal tiene una larga tradición en la historia del
pensamiento político; desde la cultura griega y romana pasando por la Edad Media vemos que se
repite en la obra de muchos pensadores el ideal de una sola comunidad política. A veces este ideal
universalista se cree ver encarnado en estructuras políticas como el imperio romano de Occidente;
otras, en cambio, constituye una concepción predominantemente religiosa, una civitas Dei, un
Estado cristiano bajo la potestad única y universal del sumo pontífice, cuando no un proyecto, una
utopía más que una realidad; piénsese, por ejemplo, en Ia obra de Dante De la monarquía y en su
ideal de absolutismo universalista. Sin embargo, respecto a estas ideas de la cultura occidental, la
obra de Vitoria no viene a constituir una mera continuación. Antes, al contrario, Vitoria renueva en
sus escritos los ideales más altos de otra tradición, la del cosmopolitismo que, desde Panecio de
Rodas, Ciceron o Seneca, insiste en afirmar «la irreductibilidad del hombre al ciudadano, la
consistencia de la dignidad radical del hombre como algo previo a su pertenencia a cualesquiera
grupos». La communitas orbis de Vitoria no es, por tanto, ni una monarquía universal ni un
imperio cristiano, es decir, ni una teoría ni una teoría de un universalismo imperialista.

El dominico español refuta con firmeza el dominio universal del emperador o del papa como
títulos que legitimen la conquista del Nuevo Mundo. Para Vitoria, por ningún derecho natural,
divino o humano el emperador de Occidente puede arrogarse títulos de dominio universal".

infra gentes hacen referencia a las instituciones jurídicas coincidentes en todas las comunidades
políticas, mientras que el jus communicationis y los derechos de él derivados no son expresión de
una coincidencia entre diversos ordenamientos jurídicos, sino atributos del hombre en cuanto tal
que trascienden los sistemas normativos positivos. Sobre la división suareciana vid. C. Barcia
Trelles, Francisco Sudrez, Valladolid, Sección de Estudios Americanistas de la Universidad de
Valladolid, 1934, pp 95 ss.

21. J. Ballesteros, Sobre el sentido del derecho, Madrid, Tecnos, 1984, p. 111. Jesús Ballesteros
recuerda c6mo el origen de ese cosmopolitismo puede encontrarse en el estoicismo medio,
concretamente en la obra del genial Panecio de Rodas. En ella aparece por vez primera la
conciencia de la igual dignidad de los hombres y la necesidad de un idéntico respeto a todos elks,
dimensión esta que será conocida con el nombre de humanista, y que, posteriormente, de un
modo integro pasará al pensamiento de Ciceron (p. 112).

22. Vitoria, como sostiene Carlo Galli, all rma la perfección natural de las comunidades humanas y
considera que el poder político, en cuanto función necesaria para la existencia

No hay nadie que tenga sostiene— por Derecho natural el imperio del orbe», puesto que por
naturaleza todos los hombres son libres, y tampoco por derecho divino, pues “es pura fantasía
decir que por donación de Cristo existe un Emperador y señor del mundo. En cuanto al derecho
creado por los hombres, no puede este dar al emperador el título de señor del orbe. «Ello tendría
lugar por la sola autoridad de una ley, y no hay ninguna que tal poder otorgue; y si la hubiera no
tendría valor, ya que la Ley presupone la jurisdicción, y si antes de la ley el Emperador no tenla
jurisdicción en el orbe, la ley no pudo obligar a los no súbditos». En contra del poder del. papa
sobre la tierra Vitoria, siguiendo a santo Tomas, sostiene que “si Cristo no tuvo el dominio
temporal [...] del orbe mucho menos lo tendrá el Papa, que no es más que su vicario».

Por lo tanto, la comunidad universal de la que habla Vitoria difícilmente puede reconducirse al
ideal de imperio universal con la autoridad máxima de un rey o del papa. La idea de communitas
orbis en la obra del teólogo español se refiere antes bien a la comunidad de los hombres unidos
por el lazo de su propia naturaleza o condición, hermanados a través de su natural sociabilidad. Lo
que permite hablar del orbe como una comunidad no son, entonces, los vínculos de poder, sino
esa igual naturaleza de los hombres, indios o europeos, que les equipara en la posibilidad de
ejercer lo que son sus derechos naturales.

de las distintas comunidades en las que se articula la humanidad, es querido por Dios y conforme
con la ley natural. Resulta erróneo, por unto, pensar que la legitimidad del poder político resida en
la autoridad del papa o en la adhesión a la religión cristiana o en la ausencia de pecado (C. Galli,
«Introducciones», cit., p. ir).
26. Vitoria es capaz de superar respecto a los indios esa consideración que parece recorrer
trágicamente Ia historia de Ia humanidad de que «todo extranjero es enemigo». En el mismo
sentido que Vitoria van, desde luego, las obras de Bartolomé de Las Casis y, desde presupuestos
muy diferentes, la fundamentación del relativismo cultural que Michel de Montaigne ofrece en su
ensayo «Sobre los caníbales». Montaigne, pensando en los habitan-tes del Nuevo Mundo, sostiene
que «cada cual llama barbarie a lo que es ajeno a sus costumbres», y respecto de los indios
«podemos [...] llamarlos barbaros en presencia de los preceptos que la sana razón dicta, mas no si
los comparamos con nosotros, que los sobrepasamos

(ii) Es precisamente ahí, en los derechos naturales, donde Vitoria fundamenta los justos títulos de
la conquista. Respecto a ellos, sin embargo, de nuevo se replantea un problema de exegesis de la
obra vitoriana. Algunos estudiosos han considerado que Vitoria teoriza la existencia de derechos
de los pueblos o de las naciones27. Sin embargo, si la idea de jus gentium en Vitoria, como hemos
dicho, es antes la de un derecho universal que la de un derecho interestatal, difícilmente puede
sostenerse que en Vitoria se den derechos de los pueblos o de las naciones sino más Bien y en
todo caso derechos de los individuos que surgen, eso sí, del jus gentium. En otras palabras,
podríamos afirmar que existe, desde la perspectiva vitoriana, un derecho natural que puede
aplicarse a la regulación de las relaciones internacionales en la medida en que estas puedan
referirse también a las relaciones entre los individuos de distintos Estados o a las relaciones entre
los individuos y otros Estados.

Así, el jus communicationis, que, como es sabido, constituye el primer título legítimo de la
conquista, es principalmente un derecho de los individuos, un derecho que deriva de la propia
naturaleza humana. El hombre como tal es un ser sociable que se realiza a través de la posibilidad
de comunicarse con los iguales y, por tanto, también a través de la posibilidad de viajar y entrar en
contacto con hombres diferentes a los de su entorno inmediato. En palabras de Vitoria, al
principio del mundo (cuando todas las cosas eran comunes), era licito a cualquiera dirigirse y
recorrer las regiones que quisiera. Y no parece que haya sido esto anulado por la división de las
tierras; pues nunca fue intención de las gentes impedir por semejante repartición la comunicación
y el trato entre los hombres...>>

El universalismo vitoriano, como ya indiqué, reposa <<en el postula-do de la unidad del género
humano y su corolario, la libertad e igualdad de todos los hombres y pueblos, ideales de estirpe
estoico-ciceroniana prolongados en el iusnaturalismo racionalista medieval, y que Vitoria
reformula desde la perspectiva humanista renacentista de su tiempo». La obra del profesor
salmantino, especialmente la Relectio de Indis, traduce un optimismo antropológico ilustrado con
múltiples citas de autoridad. Según san Agustín, apunta Vitoria, «cuando se dice amarás a tu
prójimo es evidente que son prójimos todos los hombres»". Según el Digesto, nos recuerda el
teólogo español, «la naturaleza ha establecido cierto parentesco entre los hombres»;'; por ello,
concluye, con una afirmación alta-mente representativa de su concepción del ser humano, «no es
un lobo el hombre para el hombre, como dice Planto, sino hombre»33.

Del jus communicationis entendido como presupuesto antropológico, como forma de concebir al
ser humano, se derivan una serie de derechos naturales como el jus peregrinandi et clegendi, el
jus commercii, el jus occupationis sobre las tierras no cultivadas, el jus migran-di, etc. El jus
communicationis podría entonces leerse como fundamento de la igualdad y libertad de todos los
hombres, esto es, una base sobre la que construir un, si bien primario, sistema de derechos con
indiferencia de la comunidad política a la que se pertenezca.

(iii) Así, en la communitas orbis, en la que todos los hombres tienen por naturaleza unos mismos
derechos derivados del jus communicationis, el derecho natural y su subespecie, el derecho de
gentes, constituyen el marco de la convivencia pacífica que a menudo viene quebrada por la
guerra. Vitoria construye una teoría sobre la legitimación de la guerra justa que puede constituir
una cláusula de cierre de una estructura escueta, aunque suficiente de un orden jurídico mundial.
Al espacio jurídico-político que es el mundo, con unas reglas de derecho natural que equiparan a
los hombres como seres primariamente sociales, se añade una teoría sobre la legitimidad de la
violencia y sus límites. El teólogo español pretende llevar a los cauces del derecho una acción, la
guerra, cuya justificación él mismo pone en entredicho a tenor de los acontecimientos históricos
del momento y de sus propios presupuestos antropológicos. El conflicto bélico, aun siendo
internacional, como indica Fernando de los Ríos, se presenta a los ojos del dominico como un
conflicto interno, una guerra civil, una lucha fratricida en la medida e los combatientes forman
parte de esa comunidad natural y política que es el mundo. A partir de ahí, las posibilidades de
considerar la guerra como una acción legitima se restringen. En este sentido, para Vitoria no
habrá, “mas que una causa justa de guerra: la injuria recibida”, lo que descarta el uso de la acción
bélica por motivos religiosos. La guerra justa no es ni la guerra santa, ni una guerra ideológica.
Antes bien, la acción bélica constituye una forma de reparación de un daño causado, es decir, un
instrumento de actuación del derecho. Vitoria compara la guerra con una sanción que pueda
operar en el ámbito privado donde, al igual que en el ámbito internacional, “es licito a una
persona privada ocupar al deudor todo lo que debe, cuando no es posible otra vía de solución.
Luego también al príncipe”. Sin embargo, la diferencia entre una sanción entre privados y la guerra
no parece ocultársele al profesor salmantino: en el ámbito internacional no existe un juez inter
partes, así “el príncipe que hace una guerra justa asume en el litigio de la guerra las funciones de
juez”. El príncipe se constituye entonces en juez y parte, lo que genera una serie de dudas o,
mejor, tres ordenes de problemas que parecen intrínsecos a la idea de la guerra como sanción
penal y que en su mayor parte se mantienen vivos también en nuestros días. A todos ellos el
dominico español trata de dar solución.

Un primer orden de problemas es el que tiene que ver con la objetividad en la valoración de la
justicia de la guerra por parte del príncipe. Es común que en las guerras —señala Vitoria— ambas
partes contendientes crean tener razones justificativas de su acción, por ello «no basta a los
príncipes ni a los particulares creer que obran justamente, como es manifiesto. Pueden errar
culpablemente o por pasión. Y para dictaminar un acto como bueno no basta el parecer de
cualquiera, se requiere la opinión del sabio»40. Un segundo orden de problemas deriva de situarse
no ya en la perspectiva del príncipe, sino en la del súbdito: este —se pregunta Vitoria— ¿está
obligado a examinar las causas de la guerra, o puede luchar sin preocuparse de ello, al igual que
los lictores pueden ejecutar la sentencia del juez sin más examen? Vitoria dirá que «si al súbdito le
consta de la injusticia de la guerra, no le es lícito luchar ni aun por mandato de príncipe»".

Finalmente, y, en tercer lugar, Vitoria se plantea el vasto y difícil problema de los límites de la
guerra. Bien puede afirmarse que su idea de la guerra justa se define a través de la autolimitación
de la misma, detallada a través de una minuciosa casuística de liceo o non liceo que acaba por
configurar no solo un jus ad bellum, sino sobre todo un jus in bello. El teólogo español somete la
acción bélica a un entramado de restricciones referentes tanto a las causas legítimas de esa acción
como a los modos en que se debe llevar a cabo. La población civil, los inocentes, deben quedar a
salvo de cualquier daño. El pillaje, la requisa de bienes, solo cabe frente a los enemigos
combatientes42 y, en la medida estricta-mente necesaria, a los fines de la guerra. Los bienes de
los neutrales son inviolables... La paz, en definitiva, no puede ser un castigo, sino más bien una
sentencia de justicia.

La guerra entendida como sanción es la cláusula de cierre de un sistema de derecho universal que,
como señalé, es escueto, pero también suficiente. En él figura una idea de la communitas orbis o
del mundo entendido como una única comunidad jurídica, un primario sistema de derechos
construido sobre la natural sociabilidad humana que hace de los hombres y no de los Estados los
sujetos de derecho y, finalmente, un sistema de limitaciones del ejercicio de la fuerza destinado a
garantizar el respeto a los derechos y el cumplimiento de los pactos.

El contexto histórico en que escribe Vitoria, así como los problemas que se plantea, tiene la
especificidad de los acontecimientos únicos en la historia. Sin embargo, la obra de Vitoria
trasciende su tiempo, y las cuestiones teóricas que preocupaban al dominico español resultan
curiosamente familiares, aún en nuestros días, a todos aquellos que se adentran en el estudio de
la teoría del derecho o más concretamente del derecho internacional.

Algunos juristas encuentran, por ejemplo, justificadas analogías entre el jus communicationis y la
teoría contemporánea de la «comunidad ideal de comunicación», cuando no valoran la obra de
Vitoria y de la escuela española de derecho natural como un continuo ejercicio de teoría de la
argumentación y de racionalidad discursiva43. En realidad, en Vitoria aparecen ya delineados los
elementos del debate en torno a la entidad o a la naturaleza jurídica del derecho internacional
hacia un derecho cosmopolita. Justamente, muchos de los defensores de la juridicidad del orden
internacional abanderan la defensa de la guerra como sanción del derecho, sostienen que los
individuos y no solo los Estados son los verdaderos sujetos del derecho internacional y hacen
confundir este con el derecho nacional, de la misma manera que en la teoría de Vitoria, mutatis
mutandis, se hacían inextricables el derecho natural y el jus inter gentes.

En sentido contrario, los embates más fuertes que ha recibido la disciplina del derecho
internacional como materia de carácter jurídico han ido frecuentemente dirigidos hacia esos tres
mismos núcleos conflictivos. La guerra no puede ser equiparada a una sanción penal, los únicos
sujetos del orden normativo internacional son los Estados, y entre derecho internacional y
derecho nacional existe la diferencia que separa el derecho de los órdenes normativos no
estrictamente jurídicos.

Cabría apuntar que del lado de los defensores de la juridicidad del orden normativo internacional
también se aprecia, en algunos casos, una afinidad con cuestiones relativas al gobierno mundial o
la paz universal, como si necesariamente de la idea de que el derecho internacional es un
verdadero orden jurídico derivara una teoría del derecho cosmopolita o transnacional. Se podría
decir así que los defensores del derecho internacional como sistema jurídico se encuentran a
menudo en el terreno de la utopía política frente a sus detractores, que se presentan como los
emisarios de la realidad, de la facticidad, de lo «posible».

4. COSMOPOLITISMO: EL DILEMA DE LA MODERNIDAD


Una época de florecimiento de las utopías es sin duda el llamado Siglo de las Luces, época en que
ciertamente no se temía hacer proyectos de reforma o de transformación de la realidad en todos
sus ámbitos. Bajo el signo de la razón esclarecida, pensadores y filósofos no dudaron en elabora;
proyectos, esquemas, planes o diseños, gran parte de los cuales estaban dedicados al objetivo más
ambicioso: aquel de, obtener una paz universal N. perpetua a través de la formación de un
gobierno mundial, Hasta tal punto florecieron los proyectos sobre este terna que se puede afirmar
que conseguir la paz estaba como señala Daniele Archibugi de algún modo implícito en el
programa intelectual de la ilustración".

Entre aquellos que a lo largo del siglo xviii se dedicaron al problema de la paz o del gobierno
mundial se podría citar un sinfín de pensadores'', no todos conocidos, que afrontaron con valentía
este problema. Penn, Abbé de Saint-Pierre, el duque de Sully o Pierre-André Gargaz son algunos
de ellos". También cabría recodar a Jeremy Bentham, a quien debemos la expresión «derecho
internacional,' en contraposición al que él mismo denominará «derecho interno», reemplazando
así viejas expresiones como derecho «humano», «civil» o «positivo»48, o a Rousseau, que quiso
escribir un tratado sobre el derecho de las naciones, un proyecto que nunca fue realizado". En
cualquier caso, su concepción de la guerra como una relación que se establece con exclusividad
entre Estado y Estado y no entre hombres tuvo una gran fortuna en la teoría jurídica. Finalmente,
será Immanuel Kant quien ofrecerá la mas elevada y rigurosa reflexión filosófica sobre el orden
mundial, cuya influencia en el pensamiento jurídico – político se manifiesta para algunos incluso
en la creación de instituciones como la Unión Europea o la Sociedad de Naciones.

En la actualidad se sostiene con renovado consenso que “el Derecho Internacional no podrá
enfrentarse con las nuevas exigencias de nuestra época, y menos todavía del futuro que se inicia,
sin transformarse en algo que, realmente, es ya en parte: un Derecho mundial. Muchos
internacionalistas parten hoy de la convicción de que la ciencia del derecho internación no puede
(seria anacrónico) seguir conformándose con delimitar entre si las competencias estatales; antes,
al contrario, debe enfrentarse con el establecimiento de un orden comunitario de alcance
planetario “cuyo objetivo primordial e inmediato no es otro que una proporción equilibrada y
armónica del desarrollo en el conjunto de la humanidad considerada como un todo. De esa idea
de derecho mundial, sin duda, como hemos visto, Vitoria es antecedente ineludible; no obstante,
será el pensamiento ilustrado el que introducirá, para siempre, el proyecto cosmopolita en la
agenda de la modernidad. En este sentido, la vinculación, por ejemplo, del ideal de paz con una
organización institucional constituye una aportación de la Ilustración, es el fruto de ese
florecimiento de proyectos de paz y organización internacional que tiene en la obra de Kant su
más alto exponente.

En el filósofo alema, eso sí, la reflexión ilustrada sobre el ideal de la pacificación de la sociedad
mundial alcanza un rigor que no contenían muchos de los trabajos de su época. La dedicación de
Kant al problema de la paz y – a través de él – al problema de la organización de la comunidad
internacional es uno de los motivos recurrentes de su pensamiento y el objeto de uno de sus
escritos mas conocidos: la paz perpetua, publicado en 1795. Como indica Arthur Nussbaum,
mientras «otros se deleitan imaginando un mundo nuevo creado y dibujado por ellos mismos, sin
preocuparse mucho por la importancia real y las limitaciones inherentes a una tal empresa, Kant
procede de modo exactamente inverso. Prudentemente refrena cualquier tendencia a explayarse
sobre la estructura de la futura confederación de Estados libres; se limita a señalar que una
confederación de Estados libres sería un requisito previo necesario para la paz perpetua. En cierto
modo y medida, su razonamiento más elevado cuenta como una refutación de lo que podría
llamarse la escuela 'soñadora' de planes de política internacional»54.

La propuesta kantiana sobre el orden internacional y sus ideas para la acción no entran, pues,
dentro del ámbito de las utopías filosóficas, y ello a pesar de que Kant, como veremos, diseñe un
camino para llegar a desterrar la guerra y defienda la existencia de un orden cosmopolita. El
pensador de Königsberg considera que la paz perpetua no es una vana quimera, «el dulce sueño
de la paz», sino una meta posible. Para alcanzar dicha meta describe un proceso de aproximación
gradual cuyo itinerario se puede recorrer íntegramente atendiendo en exclusividad a las
facultades humanas. Por eso, entre la obra de Vitoria y la obra de Kant se podría trazar un hilo
argumental, una cierta continuidad teórica. Si Vitoria esbozaba la distinción entre derecho
internacional y derecho mundial, en Kant se encuentra, como veremos, una más clara delimitación
de la misma. La concepción de orbe natural de Vitoria cualificado por el imperativo moral de
mantener la comunicación entre los hombres, se renueva en la obra kantiana. Si al hablar de
Vitoria sostuve que en las tesis del dominico español se encontraban ya identificados tres de los
núcleos problemáticos del derecho internacional, en Kant, a través de su obra, no solo estamos
ante un análisis claro de los términos del problema del derecho internacional, sino que los
argumentos y las teorías del filósofo alemán le convierten sin duda en uno de los más importantes
interlocutores del actual debate en torno a un posible derecho cosmopolita. Se podría decir que
en la base de los múltiples comentarios y trabajos sobre el escrito La paz perpetua no hay otra
cosa que la necesidad de afirmar o negar la existencia de normas de carácter universal capaces de
regular las relaciones entre Estados y la posición del individuo en el orbe. El estudio de la obra del
filósofo alemán constituye, como en su momento la obra de Vitoria, la reflexión sobre la
posibilidad de reivindicar, sin caer en algún tipo de fundamentalismo, los principios legítimos de
justicia internacional.

El punto de partida del análisis kantiano sobre la paz es el estado de naturaleza entendido
hobbesíanamente corno un estado de lucha. La paz no es natural entre los hombres, sino más bien
una conquista de la voluntad consciente. Hay que decir, sin embargo, que es precisamente el
Antagonismo, la rivalidad, la pugna entre los seres humanos, lo que constituye el motor del
progreso, la fuerza que permite superar ese tratado de naturaleza tan poco pacífico. Al final son
las tendencias egoístas de los hombres las que les obligan a moderar sus inclinaciones y someterse
a leyes universales. Kant señala:

Tal y como los árboles logran en medio del bosque un bello y recto crecimiento, precisamente
porque cada uno intenta privarle al otro del aire y el sol, obligándose mutuamente a buscar ambas
cosas por encima de sí, en lugar de crecer atrofiados, torcidos y encorvados como aquellos que
extienden caprichosamente sus ramas en libertad y apartados de los otros; de modo semejante,
toda la cultura y el arte que adornan a la humanidad, así como el más bello orden social, son
frutos de la insociabilidads6.

Para el filósofo alemán, según indica Garzón Valdés, es la propia naturaleza la que requiere que se
dé paso al derecho, pues «no se trata de la mejora moral de los hombres, sino de un mecanismo
de la naturaleza que hay que saber utilizar a fin de que la oposición de las tendencias no pacíficas
sea orientada de forma tal que los hombres se vean obligados a colocarse bajo leyes coactivas y a
producir la situación de paz en la cual las leyes tienen vigencia»57.

Siendo el estado de naturaleza injusto o ajurídico, y movidos los hombres por ese motor que es el
antagonismo, la necesidad de superar el estado primigenio constituye no solo el ideal escondido
de la naturaleza, sino también un imperativo moral, un modelo para la acción humana, y no un
mero objetivo sobre el que es relevante valorar sus posibilidades de éxito. La paz se presenta a los
ojos de Kant como el fin último de la historia humana o, lo que es lo mismo, la historia de la
humanidad avanza hacia la construcción de una sociedad jurídica. Para Kant, como más tarde para
Kelsen, parece que la pacificación de las relaciones humanas se puede realizar a través del
derecho, lo que sin duda permite calibrar el lugar enormemente relevante que lo jurídico ocupa en
el sistema filosófico kantiano. Como indica Bobbio, hasta el momento, el derecho se había
presentado como condición de coexistencia de la libertad de los individuos. Ahora, desde la
filosofía de la historia, hemos entendido que el desarrollo de las libertades individuales en el
ámbito de un sistema jurídico es la condición fundamental para el progreso de la humanidad hacia
algo mejor. Cabe concluir entonces que del desarrollo de la sociedad jurídica depende la historia
humana".

Dos fases se pueden identificar en ese proceso hacia una evoluciona-da sociedad jurídica. La
primera es la salida del estado de naturaleza de los individuos y la constitución de los Estados; la
segunda es el fin del estado de naturaleza en que de nuevo se encuentran los Estados en sus
mutuas relaciones y la constitución de una sociedad jurídica universal. Entre ambas fases, sin
embargo, puede lograrse una inestable y poco duradera pacificación de las relaciones
internacionales a través del derecho de gentes", orden jurídico de carácter meramente
provisional:

Todo Derecho de los pueblos o todo lo mío y tuyo externo de los Estados que se adquiere o se
conserva mediante la guerra, es únicamente provisional, y solo en una asociación universal de
Estados (análoga a aquella por la que el pueblo se convierte en Estado puede valer
perentoriamente y con-venirse en un verdadero estado de paz.

En las ideas de Kant sobre ese carácter provisional del derecho internacional o de gentes se
aprecia, sin embargo, un giro o un cambio de planteamientos. En 1793 Kant, en su escrito En torno
al tópico «Tal vez eso sea correcto en teoría, pero no sirve para la práctica», señala que ante los
conflictos bélicos entre los pueblos «ningún otro remedio es posible salvo el de un Derecho
Internacional fundado en leyes públicas con el respaldo de un poder, leyes a las cuales todo Estado
tendría que someterse, pues una paz universal duradera conseguida mediante el llamado
equilibrio de las potencias en Europa es una simple quimera.

Dos años más tarde Kant en, La paz perpetua cosmopolita deja paso a una solución que el filosofo
va a considerar mas realista. Defiende ahora lo que antes parecía haber rechazado: una federación
de Estados soberanos. En el seno de esta alianza de pueblos, los distintos Estados mantienen
intacta su soberanía mientras se muestran unidos por el comportamiento de no hacerse la guerra.

Evidentemente, existe una contradicción entre afirmar la soberanía de Estados independientes y a


la vez su subordinación a reglas superiores. O entre el imperativo de la razón que nos lleva a la
república mundial y la realidad de la política internacional que no nos permite ir más allá de la
confederación de Estados. Se afirma algo que es correcto en thesi y, sin embargo, se rechaza en
hypothtesi.

Por ello, para resolver estas contradicciones, tendremos que acudir a la particular filosofía
kantiana de la historia y afirmar que lo que une a los Estados en la confederación no es una
obligación jurídica, sino, como antes apuntaba, una obligación ética derivada de un acuerdo entre
la política y la moral fundado a su vez en una intención escondida de la naturaleza".

Una federación de Estados soberanos no es, pues, un supra-Estado, una monarquía universal, sino
una confederación de pueblos libres cuya coexistencia es el presupuesto del derecho de gentes.
Kant quiere precisar ahora que, aunque una situación de pluralidad de Estados «es en sí misma
una situación de guerra [...] es, sin embargo, mejor, según la idea de la razón, que su fusión por
una potencia que controlase a los demás y que se convirtiera en una monarquía universal»65. Un
Estado universal sería difícil de gobernar «porque las leyes pierden su eficacia al aumentar los
territorios a gobernar y porque un despotismo sin alma cae al final en anarquía, después de haber
aniquilado los gérmenes del bien»66. Habría que añadir que, por otra parte, no es esta tampoco la
voluntad de la naturaleza, que «se sirve de dos medios para evitar la confusión de los pueblos y
diferenciarlos: la diferencia de lenguas y de religiones».

Es como si la razón nos hubiese llevado demasiado lejos y sus conclusiones resultasen inasumibles.
Como Kant, también nosotros podemos pensar que la mejor manera de superar la violencia en las
relaciones internacionales sería la creación de una estructura jurídico-política mundial, un Estado
mundial, que atendiera a los intereses comunes que compartimos los seres humanos. Pero
también, como el filósofo, nos podemos sentir abrumados al imaginar a todos los hombres
sometidos a un único poder, obedeciendo unas mismas normas y sin un lugar adonde exiliarse o
donde pedir refugio o asilo.

Y este dilema es el que refleja la siempre discutida (a veces por titubeante o contradictoria, otras
por oscura o ambigua) opción de Kant por una confederación de Estados" antes que por el Estado
único o auténticamente federal. Dilema que nunca resuelve y que no evita, sin embargo, que en
sus escritos sea posible diferenciar claramente entre el derecho internacional y el derecho
cosmopolita. El primero constituiría el orden jurídico internacional a través del cual las distintas
naciones unidas en una confederación regulan sus relaciones. El segundo, en cambio, es el
derecho que derivaría de la consideración de toda la humanidad como integrante de una misma
comunidad jurídica. Mejor aún, se podría decir, con Habermas, que Kant aporta a la teoría del
derecho una tercera dimensión añadiendo al derecho estatal y al derecho

67. Ibid. En estas apreciaciones de Kant y también en su defensa, en otros epígrafes, de la


«autonomía de todos los Estados» hay quien ha creído ver la justificación ética del nacionalismo o
la defensa del derecho de autodeterminación de los pueblos. Cabría, sin embargo, recordar que
aun en el caso en que pudiera transmutarse la autodeterminación individual en
autodeterminación de la nación a través de la idea de voluntad general, esta no constituye en Kant
más que una idea regulativa que tiene —según indica Muguerza—corno «única función obligar a
todo legislador a dictar sus leyes 'como si' fuesen la plasmación de un proceso de deliberación y
decisión en el seno de la comunidad, lo que convertiría a este último siquiera sea idealmente en
un criterio ético mediante el que medir la legitimidad de cualquier legislación» U. Muguerza, «Los
peldaños del cosmopolitismo»: Sistema, 134 [1996], p. 6).
68. En realidad, existe un abanico de interpretaciones sobre la defensa kantiana de la federación
de Estados libres, desde quienes consideran que Kant no acaba de decidirse entre el Estado
mundial y una federación pacífica hasta quienes ven simplemente en la afirmación de tal
federación una incoherencia en el discurso del filósofo alemán. Vid. L. B. Holst, «La propuesta
kantiana de paz. Un comentario sobre el debate actual en torno a la paz democrática», trad. de C.
Redondo, en P. Navarro y C. Redondo (eds.), La relevancia del derecho. Ensayos de filosofía
jurídica, moral y política, Barcelona, Gedisa, 2002, p. 299. Vid. también G. Marini, La filosofía
cosmopolitita di Kant, Roma, Laterza, 2007, pp. 137 ss.

de gentes el derecho de los ciudadanos del mundo69. En este sentido, Kant sostiene:

Toda Constitución jurídica, por lo que respecta a las personas que están en ella, es: 1) una
Constitución según el derecho político de los hombres en un pueblo (jus civitatis), 2) según el
derecho de gentes de los Estados en sus relaciones mutuas (jus gentium), 3) una Constitución
según el derecho cosmopolita en cuanto que hay que considerar a hombres y Estados, en sus
relaciones externas, como ciudadanos de un estado universal de la humanidad (jus
comopoliticum). Esta división no es arbitraria, sino necesaria, en relación con la idea de la paz
perpetua. Pues si uno de estos Estados, en relación de influencia física sobre otros, estuviese en
estado de naturaleza, implicaría el estado de guerra, liberarse del cual es precisamente nuestro
propósito".

Para llegar a esa meta que es la paz, articulada a través del derecho internacional y, si se quiere,
duradera a través del derecho cosmopolita, Kant establece seis condiciones necesarias dirigidas a
eliminar las principales razones de la guerra y tres artículos definitivos en los cuales se establecen
los requisitos necesarios para establecer una paz con garantías. El contenido de los artículos
preliminares muestra los términos del derecho a la guerra en el pensamiento kantiano. (i) No debe
considerarse válido ningún tratado de paz que se haya celebrado con la reserva secreta sobre
alguna causa de guerra en el futuro, (i) ningún Estado independiente podrá ser adquirido por otro
mediante herencia, permuta, compra o donación, (i") los ejércitos permanentes deben
desaparecer totalmente con el tiempo, (iv) no debe emitirse deuda pública en relación con los
asuntos de política exterior, (v) ningún Estado debe inmiscuirse por la fuerza en la constitución y
gobierno de otro, (vi) ningún Estado en guerra con otro debe permitirse tales hostilidades que
hagan imposible la confianza mutua en la paz futura, corno el empleo en el otro Estado de
asesinos, envenenadores, el quebrantamiento de capitulaciones, la inducción a la traición,
etcétera.

Por otra parte, cada uno de los tres artículos definitivos hace hincapié en una de esas dimensiones
del derecho que el filósofo alemán distingue. El primero constituye una exigencia dirigida al orden
jurídico estatal: este debe recoger el carácter republicano en su constitución civil; el segundo hace
referencia al derecho de gentes que debe fundarse, como ya señalábamos, en una federación de
Estados libres; finalmente, el tercero, como corolario del segundo, sostiene que el derecho
cosmopolita debe limitarse a las condiciones de la hospitalidad universal.

La primera exigencia para la paz, entonces, es una constitución republicana, es decir, «aquella
establecida de conformidad con los principios, 1." de la libertad de los miembros de una sociedad
(en. cuanto hombres), 2,9 de la dependencia de todos respecto a una única legislación común (en
cuanto súbditos) y 3." de conformidad con la ley de la igualdad de todos los súbditos (en cuanto
ciudadanos): es la única que deriva de la idea del contrato originario y sobre la que deben
fundarse todas las normas jurídicas de un pueblo)».

La vinculación entre una concreta forma política (caracterizada por los elementos de libertad e
igualdad de los ciudadanos, sistema representativo y división de poderes), el Estado de derecho y
la paz es, como señala Bobhio72, común a todo el pacifismo democrático, que descansa en la
creencia de considerar como causa principal de la guerra el arbitrio del príncipe:

Si es preciso el consentimiento de los ciudadanos para decidir si debe haber guerra o no, nada es
más natural que se piensen mucho el comenzar un juego tan maligno, puesto que ellos tendrían
que decidir para sí mismos todos los sufrimientos de la guerra: por el contrario: en una
constitución que no es, por tanto, republicana, la guerra es la cosa más sencilla del mundo, porque
el jefe del Estado no es un miembro del Estado sino su propietario, la guerra no le hace perder lo
más mínimo de sus banquetes, cacerías, palacios de recreo...73.

Si la república es la mejor constitución para proteger la libertad de los individuos dentro del
Estado, también constituye la mejor garantía de que esa libertad sea disfrutada en una
convivencia pacífica entre los Estados.

El segundo artículo definitivo alude, como ya apuntaba, a la necesidad de que el derecho


internacional se funde en una confederación de estados libres cuyo objetivo final no es el del
simple tratado de paz que pretende poner fin a una guerra, sino otro más elevado, el de poner fin
a todas las guerras. Kant, como hemos visto, tal vez por la situación política de la Europa del siglo
xviii, parece renunciar a la idea de una república universal que en textos anteriores a su escrito La
paz perpetua había auspiciado. Sin embargo, cabría decir con Habermas que la idea kantiana de
una alianza de pueblos que sea permanente y a la vez deje intacta la soberanía de los Estados no
es consistente. Dicho en otras palabras, sostener la necesidad de una alianza de pueblos dirigida a
erradicar la guerra del planeta requiere inevitablemente una institucionalización del derecho
cosmopolita muy cercana a la constitución de una siquiera mínima republica mundial. En la idea
de una alianza permanente de pueblos se encuentra inevitablemente, el germen de un orden
normativo universal. -3

El tercer artículo, definitivo hace referencia a esa nueva dimensión del derecho que es el derecho
cosmopolita. Al fin y al cabo, sostendrá, Kant„ «como se ha avanzado tanto en el establecimiento
de una comunidad… entre los pueblos de la tierra que la violación del derecho j-un punto de la
tierra repercute en todos los demás, la idea de un derecho cosmopolita no resulta una
representación fantástica ni extravagante, sino que completa el código no escrito del derecho
político y del derecho de gentes en un derecho público de la humanidad, siendo una complemento
de la paz perpetua, al constituirse en condición para una continua aproximación a ella»74. No
obstante, cuando ese derecho cosmopolita. reflejo de la existencia efectiva de una comunidad
mundial, se concreta, el resultado es muy limitado, pues queda reducido para Kant a las llamadas
condiciones de la hospitalidad universal, esto es, «el derecho de un extranjero a no ser tratado
hostilmente por el hecho de haber llegado al territorio de otro»75. Se renueva en parte, en la obra
del filósofo, el viejo jus communicationis de Vitoria, el derecho de los hombres a deambular por la
tierra, ahora, en busca de asociación humana o, en palabras de Kant, como una forma de
«ofrecerse a la asociación civil con otros». Pero el contexto político de ambos autores es bien
distinto, y también serán bien distintas las bases justificativas de sus propuestas. Mientras la
justificación del jus communicationis en Vitoria parece descansar en la tesis res nullius, es decir, -e-
n* la consideración de la tierra como una posesión común de todos los seres humanos, lo que
permitirá justificar la ocupación de los españoles del Nuevo Mundo, en Kant, conocedor de los
excesos de los europeos en las colonias, no cabe tal justificación para las condiciones de
hospitalidad universal. Pensar en las colonias como tierra de nadie constituiría una fórmula velada
para permitir el saqueo y la extensión de la violencia en pueblos que no tienen la capacidad de
resistir el asalto imperialista76. Esta es también la razón por la que el derecho de hospitalidad
queda configurado, como deber moral imperfecta (dado que puede ser anulado por motivos de
preservación de la comunidad política) de ayudar y ofrecer refugio, pero en ningún caso un
derecho de residencia permanente.

El derecho cosmopolita constituye el último estadio de un camino que lleva a la paz, es, por tanto,
un deber ser o un ideal al que la moral nos hace tender, pero también es un ser: algo hacia lo que
de hecho ya camina la humanidad. Vitoria había unido aspectos Tácticos y aspectos normativos
alrededor del jus communicationis. Este representaba la forma natural de explicitarse la acción
humana y a la vez un ideal-guía para el comportamiento de los hombres y de los puchlos77. En
Kant, Ja hospitalidad universal constituye el último grado de un proceso para alcanzar la paz,
condicionado por el mantenimiento de una realidad pluri estatal y por la afirmación del modelo
republicano en las estructuras políticas de los distintos países. Ese deber de hospitalidad ilustra,
corno bien sostiene Seyla Benhabib, todos los dilemas de un orden republicano cosmopolita: «a
saber, cómo crear obligaciones casi legalmente válidas a través de compromisos voluntarios y en
ausencia de un poder soberano irresistible con derecho último de imposición»78.

La reducción del derecho cosmopolita a la hospitalidad universal parece ser la última palabra del
filósofo alemán sobre la posible construcción de un Estado mundial y, sin embargo, esa vacilación
constante entre la federación de Estados y el mundialismo, entre la debilidad de una con-
federación y la fuerza expansiva del ideal de Estado mundial, no como algo a realizar, sino como
algo hacia lo que es justo caminar, es decir, una idea regulativa que debería orientar la política en
el ámbito internacional, será el legado kantiano. Una insuperable contradicción teórica que el
filósofo mantendrá hasta en sus últimos escritos, como cuando en el último párrafo de La paz
perpetua, desestimado ya el Estado mundial, el filósofo alemán hace un último llamamiento a la
salida del estado de naturaleza y a la extensión del Estado de derecho hacia el ideal cosmopolita:

Si existe un deber y al mismo tiempo una esperanza fundada de que ha-gamos realidad el estado
de un derecho público, aunque solo sea en una aproximación que pueda progresar hasta el
infinito, la paz perpetua, que se deriva de los hasta ahora mal llamados tratados de paz (en
realidad, armisticios), no es una idea vacía sino una tarea que, resolviéndose poco a poco, se
acerca permanentemente a su fin (porque es de esperar que los tiempos en que se producen
iguales progresos sean cada vez más cortos).

Una invitación a caminar perpetuamente hacia la paz.

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