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Respuestas a Oscar del Barco


publicadas en la revista Conjetural
MAYO 6, 2010 POR TALLER LA EMPRESA DE VIVIR  1 COMENTARIO

Ir al Índice de la biblioteca de consulta del Debate “No matarás”.


4) Respuestas publicadas en la revista Conjetural:
4.1) de Jorge Jinkis a Oscar del Barco
4.2) de Juan Bautista Ritvo a Oscar del Barco
4.3) de Eduardo Grüner a Jinkis y Ritvo
4.4) de Oscar del Barco a Jinkis, Ritvo y Grüner
Respuesta de Jorge Jinkis a Oscar del Barco
El camino verdadero pasa por una cuerda que no está tendida
en lo alto sino sobre el suelo. Parece dispuesta más para hacer
tropezar que para que se la recorra.
F. Kafka
Puesta en situación
Publicamos esta carta de Oscar Del Barco porque, en su extrema singularidad, enuncia una
moralidad que no se limita a la reconsideración de nuestro pasado reciente, y que en sus
consideraciones retrospectivas sobre la violencia, compromete nuestra historia y nuestro
porvenir.

La hemos leído con cuidado, y hemos decidido no hacer un análisis del texto. Habiendo
concluido con pesar que no podíamos extender el respeto que tenemos a su persona como
para que alcance también a sus argumentos y razones (¿a sus motivos?: los desconocemos),
nos pareció más leal conceder libertad a las pasiones que permitan una discusión política. Así
pues, nuestra respuesta no se deja organizar por la ley de la interpretación y se entrega a la
jerarquía, un poco desordenada, de nuestras reacciones de lectura.

Que esta discusión pueda tener lugar en una revista de psicoanálisis se volvería necesario
explicarlo sólo para aquellos a quienes no les serviría ninguna explicación (cfr. nota 4). Tan
sólo digamos que nos importa menos que Freud y Lacan se cuenten entre las referencias del
autor, como que parece proponer la práctica de una imposibilidad. ¿Pero es tan seguro?
¿Acaso practicar una imposibilidad puede confundirse con “asumir lo imposible como
posible”? ¿Qué alcance tendría sustituir la función del límite por nuestras limitaciones?
Entendida así, la imposibilidad se superpone insidiosamente con la función discursiva de los
ideales de ayer, esos mismos que el filósofo rechaza en la hora de su arrepentimiento tras
reconocer su acción devastadora. ¿Y en qué se distingue del retorno a una vieja utopía?
Hablar en yo es trivial e inevitable. Pero cuando la palabra se escribe es temible. “Yo” es una
palabra que da vértigo y que fuera de la literatura, es capaz de volver vertiginosamente
patética cualquier escritura. A veces tiene una función propia e interna al discurso que parece
exigirla (el caso de Sartre podría ilustrarlo); otras veces, muchas, es el albergue espacioso de
una personalidad voluminosa (y no se necesita que sea un psicoanalista el que deje de resistir
su uso para alcanzar las cumbres de una impudicia obscena, bastaría -empobrezcamos
nuestros ejemplos, con un Sebreli). Pero no son estas las únicas circunstancias que pueden
convocar a esa palabrita. La ocasión dramática elegida por Del Barco, su decisión de
transmitir la potencia afectiva de un acto de contrición, y hacer la confesión de ello -como lo
quería el Concilio de Trento (De sacramento Poenitentiae, cap. I)-, y además hacer pública
esa confesión, ¿qué otra palabra que ese “yo” para decir lo que dice? Entonces, si para
responder a esa palabra usamos la primera del plural, no es porque seamos tantos, es un
poco de pudor y es otro discurso (1).
Hoy
Estamos en un tiempo en el que las conciencias intelectuales (2) han criado panza y parecen
agobiadas. Ser correcto es menos un ideal que un deber, un valor vigente de diversas
maneras en todas las clases sociales (que persisten, a pesar de las “multitudes”,
“comunidades”, la “humanidad” o “el hombre”, recientemente renacido).

Las izquierdas, siempre verde esperanza, entre elecciones cuidan la naturaleza; los que
trabajan pagan la coima legal a San Cayetano, los piqueteros, no saben (¿no saben?) que
organizan la fiesta de confraternidad con el gremio facho de los tacheros, el poder gay
reivindica el derecho a formar familia, fortaleciendo a destiempo la institución religiosa del
matrimonio; los artistas abandonan los atuendos bohemios por la informalidad pulcra y
estudiada de los yuppies, habiendo sido aventajados por la iglesia en la invención de
escándalos menudos. Los hombres… ¿qué cosa? ¿los hombres?… Y las mujeres se
extenúan en la preservación de sus encantos. Nuestros jóvenes exponen sus cuerpos a los
grandes riesgos de la pequeña delincuencia, a los subrogados mortales de las drogas caras,
al atontamiento feliz de satisfacciones involuntarias. La vejez pudiente se siente autorizada a
realizar los peores descubrimientos sobre sí misma, no sin complacencia; la otra, es
abandonada a la intemperie. La cultura fusion, habrá que reconocerlo, descubre nuevas
delicias en el sexo, en la comida, en la música y, a la vez, alienta el turismo que, cínico, se
exhibe en las ruinas del tsunami o fotografía a los muertos de hambre de la Argentina.
¿Qué es esto? ¿Cómo llamarlo? ¿Es el lamento desolado de un moralismo que anuncia el fin
del mundo? ¿Son las condiciones actuales de un renovado nihilismo que se avecina? ¿Los
síntomas de un goce sin control de la especie humana? Seamos menos apocalípticos y
digamos que se llama la Derrota. Se trata de las consecuencias, de una gravedad peligrosa,
de una derrota. Y a una escala que concierne a Occidente.

Desatendámos ahora que haya quien puede llamarlo “victoria”. En cualquier caso, es cierto,
no es el fin del mundo. Pero aquí no se trata de decir que también hay muchas cosas bellas,
que las hay, pero ¿a qué dolor querríamos consolar? Importa decir que se trata de una derrota
(no éxito o fracaso), con sus particularidades en cada lugar, en cada tiempo. Desde siempre,
en todas partes, pero cada vez según modos singulares que es imprescindible distinguir, la
historia muestra que se ha impuesto un deseo poderoso, no la resignación cobarde, no la
impotencia, no la debilidad, también todo eso, pero no, decimos el deseo (llamado a
veces voluntad, otras pasión), el deseo de coexistir, el deseo de convivir con el asesinato de
millones de personas llevado siempre a cabo con algún pretexto racional. Y también así, en
nuestro país. ¿Es en este sentido extensivo que Del Barco entiende que somos asesinos,
culpables, desde aquel que empleó un arma, el que apoyó la idea hasta las mil y una formas
del no-querer-saber ? Si así fuera, tal vez, se podría situar en la enunciación el dolor de alma
de un penitente, de uno que iluminado por la conversión, añora un tono bíblico para el
lenguaje de su voz misionera. Vayamos más despacio y también más cerca del suelo.
Descubrir la culpa
Oscar Del Barco es sincero, no podemos dudarlo. Tan sincero como inauténtico. Deja hablar a
su corazón hasta el extremo de afirmar que sus argumentos no son argumentos. Se dirije a
todos, a cualquiera, a sí mismo. Dice que no todo es lo mismo, pero dice que todo es lo
mismo. Se dirije, especialmente, a sus hermanos de creencias pasadas y les dice: somos
todos responsables, todos culpables, todos asesinos. En el discurso de Del Barco, la derrota
tiene otro nombre (es cierto que se lo damos nosotros): se llama Decepción. Es el nombre
actual de la política abjurada, y que ahora prosigue aunque no reconocida como tal. Sí, hay
una política del sentimiento, aunque se trate de una política que reniega de sí misma. El
camino de la derecha lleva a la economía (es sólo la puerta de entrada); el de la izquierda
goza o padece de esa economía. Y están los santos que se espiritualizan. Vienen marchando.

La culpa de quien empuñó un arma, sería la misma que la de quien simpatiza con las ideas
que se armaron. Esta cadena de la culpa volvería a las organizaciones insurreccionales
cómplices de los fabricantes transnacionales de armas. ¿Por qué no? Del Barco no se priva,
acusa y se acusa de sus simpatias, que remontan a Lenin y Trotsky, pasan por su afiliación al
partido comunista y habrían culminado en su apoyo al ERP o a sus ideas, a Castro, el Che,
etc. (todos ellos, haciendo uso del lenguaje policial y cinematográfico estadounidense,
catalogados como “asesinos seriales”, lo cual ya indica la ausencia de todo análisis político,
aunque no de una política). Ahora bien, cualquiera que demuestra ser capaz de equivocarse
tanto en sus creencias durante 50 años, ¿no evidencia más bien una capacidad
de inocencia ilimitada? Hay que ser extraordinariamente inocente para equivocarse tanto.
¿Tan culpable para descubrir la inocencia?
La simpatía, en efecto, existe. Una de sus virtudes consiste en la pretensión de anular la
diferencia que desespera por soportar. La operación se realiza con frecuencia con la palabra
“como”, “como si…”. Parece una comparación, pero cuando se realiza la fusión afectiva, los
términos se derriten en un magma hirviente y húmedo. “Como si fuera mi hijo…”, dice Del
Barco. Y podemos respetarlo, ya mencionamos su sinceridad. También nosotros nos sentimos
golpeados. Y cualquiera. “Como si fuera mi hijo…”, pero no lo es, no. ¿Importa la diferencia?
¿Podríamos descuidarla? En un sentido sí, para que prosiga posible el pensar…, es decir, el
principio del placer, o para “amar al prójimo como a uno mismo”, no sin antes habernos
reconocido en él. ¿Habría otra manera? Claro que sí, ¡el sacrificio existe! No obstante, en este
caso la diferencia importa pues Del Barco se hace “responsable no en general”, sino
“responsable del asesinato de dos seres humanos que tienen nombre y apellido”, aunque, es
cierto, ya no podemos seguirlo, una “responsabilidad sin sentido y sin concepto…”.

Apretar el gatillo. No es lo mismo la ejecución, como dice el dicho, a sangre fría, de un hombre
(que siempre es hijo de otro hombre), que en caliente, apretado, hacerlo para salvar la vida
del hijo. Frío, caliente, propio, ajeno. Cualidades que no agotan al sujeto, es cierto. Pero por
una vez, la filosofía política podría ser menos platónica, un poco más socrática, y no ahondar
el abismo que la separa de la política. Si Del Barco sostiene, citando a Levinas, “la maldad
consiste en excluirse de las consecuencias de los razonamientos”, esa filosofía política es
precisamente mala porque se excluye de la consecuencia de su razonamiento cuando se
excluye de la política (¡Ay, el filósofo que borró su dedicatoria a Husserl!).

No se trata de singularizar la guerra hasta separarla (no tan sólo distinguirla) de cualquier otra
interrupción de la paz; tampoco reducirla al filicidio. A veces es la continuación de la política, a
veces está en lugar de la política. Pero ni la paz ni la guerra, por sí mismas, detienen la lucha.
Una derrota puede hacerlo.
(“No matarás”. Los imperativos universales abstractos, planteados en términos absolutos,
conducen a paradojas conocidas (3). Quien no defendiera hasta la muerte, la propia, la del
otro, la vida amenazada del hijo, ¿no sería un asesino precisamente por seguir ese precepto?)

Pequeños y grandes demonios


Nuestro autor afirma que toda comunidad está basada en ese mandato: “no matarás”, que no
viene de afuera, que constituye nuestra propia inmanencia. Pero la descripción que hace lo
niega, no sé si inadvertidamente. Reformula entonces la teoría de los dos demonios: están
quienes se ubican en las cumbres de la maldad, y los otros, nosotros, los buenos que también
somos malos, los malos “inocentes”, todos asesinos culpables del crimen mayor, el que
desconoce el valor “sagrado” de la vida de todo hombre.

Será entonces necesario concluir que Del Barco nos está diciendo que el fundamento de la
existencia de cualquier grupo, de cualquier comunidad, al revés de lo que cree o de lo que
quiere, es un deseo asesino, un deseo de exclusión, en la que la identidad se logra por una
operación segregativa.

No pretendemos retomar el viejo debate sobre la naturaleza humana aunque, admitámoslo,


también para nosotros resulta audible el “no matarás”. Delgado hilo que puede hacerse oír por
cada uno, que cada uno puede o no ensordecerse ante los ecos retumbantes de ese trueno.
En cualquier caso: no es fundamento de ninguna comunidad.

Digamos sí, que el llamado de Del Barco, el reclamo, la invocación a pedir perdón, no un
perdón verbal, un perdón verdadero, el perdón que llega a la “supresión de sí mismo”, es un
acto suicida, es, en sus términos, un crimen, un asesinato de alma. Y este renovado deseo
asesino, que se nos disculpe, está enredado eróticamente. Llega entonces el turno de nuestra
propia sinceridad. Nos alegra que el mal no sea un principio absoluto, que esté enredado con
diversas fuerzas dispares, lo cual hace posible establecer diferencias entre un crimen y otro,
entre una muerte y otra, entre una guerra y otra. (A la subjetividad llamada individual, le
resulta menos imprescindible la justificación ideológica de las maldades, no menos refinadas,
a veces superfluas, gratuitas. Es nuestra experiencia de todos los días).

Nos importa subrayar el momento “platónico” del filósofo. Después de la Gran Decepción, se
retira de la ciudad y funda la escuela en sus puertas…Habla de la ciudad, pero ya no está en
ella. Ha abandonado la crítica política (que debiera ser severísima) de las organizaciones
armadas de izquierda y, por una transferencia de culpabilidad que frecuenta a nuestra historia,
colectiviza la responsabilidad.

El pobre, el triste y diseminado “por algo será”, obtuvo en su tiempo (y todavía) una respuesta
improcedente por situarse en el mismo plano: las víctimas eran inocentes. De esta manera se
desconoce que los torturaron, los mataron, los hicieron desaparecer, no por lo que no hacían
sino por lo que hacían, o porque eran amigos de los que hacían o porque eran amigos de lo
que hacían (4). La protesta de inocencia se vuelve cómplice: contribuye a borrar la identidad,
personal, política -es la misma-, de las víctimas (5).

Nos parece bien que Del Barco quiera rechazar esa “inocencia”, pero no lo hace volviéndolas
culpables. Abre la puerta a la distinción entre víctimas inocentes y culpables. Esta distinción es
un triunfo enemigo, una maniobra practicada por una “fuerza de seguridad”, un ejército invasor
o por la política racista de un estado terrorista: si el detenido delata a sus cómplices…
terminarán todos en la cárcel; si el vendedor ambulante no da los nombres de los líderes, la
aldea vietcong será napalmizada, si la resistencia no entrega sus armas, el gueto será
masacrado. Se trata de una estrategia que parece restarle protagonismo a la política de
aniquilación y coloca en primer plano, en lugar eficiente, el dilema ético de las víctimas: desde
ese momento, las víctimas deciden y se vuelven responsables de la acción enemiga.

En este sentido, Del Barco es una víctima de esta política, y quien acepta la separación sin
retorno entre ética y política (6), resulta agente involuntario de la misma. ¿Y el “resto”, como
se dice, el resto de la sociedad? “No sabíamos -nos dice- porque no queríamos saber”, como
si ahora supiéramos. Pero no, regresados del terror, luego de que fueron conmovidos todos
nuestros lazos simbólicos con efectos que no hemos podido prever, que persisten y que
todavía no queremos saber, ¿creemos saber porque se han divulgado públicamente los
crímenes, porque tenemos acceso a la narración de las torturas, porque el integrante de una
organización armada relata una ejecución? Es una información indispensable, pero no es
saber. Incluso, puede ni siquiera ser “información”, palabra ávida de neutralidad, sino una
artera reiteración minuciosa (¿morbo?) del espanto nacido en los años de terror, y que
prosigue. ¿Qué es entonces saber? Lo ignoramos, pero debe incluir que podamos saber
defendernos.

Se trata precisamente de construir la posibilidad de saber (multiplicaríamos aquí nuestros


signos de interrogación), aún contra el no-querer saber, construyendo las condiciones que
permitan el reconocimiento de lo que nos pasó, de lo que hicimos y no hicimos, y que no
puede excluir la experiencia personal diferenciada, los que resistieron, que no fueron todos,
los que colaboraron, que no fueron todos, incluso admitiendo que quien estuvo secuestrado,
torturado, desaparecido, no puede ser entendido. Y que quien no estuvo allí, no puede
entender.

No insistiremos en que la posibilidad de saber no puede ahorrarse la crítica política; tampoco


en que la elección de la ética, como alternativa de la política, es un efecto de obediencia al
terror.

Hay términos en el discurso de Del Barco, términos como “innenarrable”, “inefable”,


“indecible”, “inconcebible”, “lo que no puede fundarse o explicarse”, lo “inaudito”, lo
“absolutamente otro”, lo “imposible”, lo “sagrado”, la “desmesura”, que resultan indispensables
para lo que parece su empresa: la construcción de una teología atea (como lo piensa para
Witggenstein), o una teología quebrada (Ricoeur). Términos que derivan de filiaciones teóricas
diversas -Bataille, Witggenstein, Hölderlin, Blanchot, Schelling, Levinas, Macedonio
Fernández, y otras más lejanas-, términos que buscan los confines de un lenguaje, cerca de
los márgenes del silencio y de la locura, pero que encuentran en las reformulaciones del autor,
la áspera singularidad de su voz.
La intemperie sin fin, El abandono de las palabras, Exceso y donación, no son sólo títulos de
algunos libros (7); indican el rumbo sugerente de una vida seria, pero lejos, muy lejos de la
cuerda pedreste de nuestro epígrafe. No nos parece que la “sabiduría” sea hoy una alternativa
accesible. La verdad es también para nosotros un requerimiento inclaudicable. Pero que
constituya la base, como lo manifiesta su deseo, de la salvación, no es una esperanza en la
que podamos acompañarlo. Tampoco es la perdición. Es una oportunidad perdida.
Notas
(1): Dejaremos que el “yo” se disuelva en nombre propio, y se nos permitirá confundir el uso y
la mención del nombre propio, desde ahora nombre del discurso que discutimos, nombre de la
palabra que la carta deja oír.

(2): Término, cuya arrogancia comprende una nota de ironía que incluye ante todo al que lo
usa.

(3): En otro texto, Del Barco parece citar (y consentir) el Kant con Sade de Lacan. Cómo
asentir con ese análisis y sostener los fundamentos filosóficos de esta carta, es para nosotros
una intriga irresuelta. En cuanto a nuestro modo de entender, podemos atenernos al trabajo
de E. Carbajal en Conjentural 4.
(4): Para la matanza, cualquier matanza, se prepara a la sociedad construyendo el rasgo de
exclusión que terminará justificándola. Sólo a modo de breve ejemplo, podría recordarse
algunas afirmaciones del general Acdel Vilas, comandante del operativo “Independencia” en
Tucumán, quien incluía entre las causas de la subversión, a “la cultura, que era
verdaderamente motriz…si los militares permitíamos la proliferación de elementos disolventes,
-psicoanalistas, psiquiatras, freudianos, etc.- soliviantando las conciencias…estábamos
perdidos…De ahí en más todo profesor o alumno que demostrase estar enrolado en la causa
marxista fue considerado subversivo y, cual no podía ser de manera distinta, sobre él cayeron
las sanciones militares de rigor”. Cfr. Memoria debida, de J.L. D’Andrea Mohr, (Colihue, Bs.
As., 1999), citado en Seis estudios sobre genocidio, de Daniel Feierstein, (Eudeba, Bs. As.
2000), libro al que debo esclarecimientos que aprecio.
(5): “Que la palabra “víctimas” no vaya a evocar no sé qué humanismo llorón” (Sartre).

(6): La necesidad de sostener al Otro por un principio que trascienda la experiencia, lo lleva a
Levinas a la construcción del “Absoluto-Otro”. Es el nombre, que se quiere no religioso, de
Dios. La ética desaloja a la política, para satisfacción de la paz, civil, blanca, cumbre de la
tolerancia y el respeto por las diferencias. Que se nos entienda, no hacemos responsable a
Levinas de las múltiples derivaciones laicas de este dispositivo abstracto, aunque no deja de
tener una conexión histórica con el conservadorismo político de ex –revolucionarios y
progresistas de antaño (Jonas y cia.). Hay también quienes lo usan para huír de la política y
se ven reconducidos al infierno de las cruzadas: cómo respetar al diferente cuya diferencia
consiste precisamente en no respetar las diferencias.

(7): No es la ocasión de un análisis de los textos de Del Barco; sólo hemos conservado cerca,
aunque nos hemos privado de citar, los publicados en la revista Nombres, n° 7 y 18, Córdoba,
Argentina.
Ir al Índice de la biblioteca de consulta del Debate “No matarás”.
Respuesta de Juan Bautista Ritvo a Oscar del Barco
Hay un mérito en la carta de del Barco, algo que no puedo negar aunque, ya se verá, discrepe
muy fundamentalmente con sus principios y consecuencias.Estamos acostumbrados a ocultar
nuestras faltas tras las notorias y escandalosas faltas de los otros: madres que llevaron (o
permitieron que se lleven) a niños muy pequeños a Cromañon, se exculpan acusando a las
autoridades, que son, desde luego, tan responsables como los empresarios; políticos
populistas o de derecha, tanto da, confusos y vocingleros, quienes jamás pudieron concebir ni
la sombra de un plan económico, acusan su ausencia en el gobierno; la izquierda, que no
cesa de denunciar (y con razón) los males del capitalismo, se declara irresponsable del
stalinismo y del derrumbe de la Unión Soviética, irresponsable incluso del curioso destino de
China, que conduce la victoria de la economía de mercado –una economía de mercado
militarizada(1), cabría aclarar– bajo la dirección despiadada del Partido Comunista, y también
de la dirigencia cubana (oh, los maduros muchachos nostálgicos que se enternecen con los
discursos de Castro, pero no tolerarían vivir ni dos minutos en la isla, salvo como ilustres
embajadores culturales), que sólo busca subsistir.No obstante, invertir esa tendencia mediante
un acto de contrición, nos deja encerrados en el mismo círculo, solo que de
otro modo.Para decirlo sintéticamente, del Barco ha pasado de un fundamentalismo(2)
presuntamente concreto, pero vuelto abstracto por su teleología –me refiero al marxismo y su
causa final, la sociedad sin clases–, a otro abstracto, tan abstracto que no tiene otra
realización que la más concreta de las autopuniciones.
Toda la carta está fundada en reversiones perfectamente recíprocas: la dictadura cometió
crímenes, sin duda horrorosos; “nosotros”, los “revolucionarios”, también, aunque no hayamos
torturado; no se puede admitir matar a los hijos de los otros y suspender ese principio cuando
se trata de los propios. Llega, incluso, a otorgarle calidad explicativa al crimen, lo que es, por
lo menos, ingenuo: el Imperio Británico lució espléndido y venturoso durante siglos, sin que los
feroces crímenes cometidos en la India, hubieran socavado hasta muy tardíamente las bases
imperiales y por razones que no son, o al menos no lo son en primer grado, las de la
criminalidad. El acento constante puesto en la relación filial, termina por reducir la política a la
familiaridad, disolviendo así el horizonte histórico en una suerte de piedad que imita la piedad
eclesiástica.

¿Podemos desconocer – y mi pregunta es indiscutiblemente retórica –que el vínculo filial no


sólo incluye el amor sino asimismo el odio y que así la consigna “no matarás” es tan tribal
como la ley del talión? ¿Podemos desconocer que “amar al prójimo” también oculta la
dimensión del odio y que si amo al prójimo –como a mí mismo, agrega el texto bíblico,
agregado que no es un mero agregado–, lo inundo y aplasto con mi Bien?(3)

He dicho “abstracto” y lo repito; lo repito en el sentido hegeliano: es abstracto lo huérfano de


determinaciones, tan huérfano que su concreción es oscura, confusa.

Hay muchas cosas inexplicables en la historia humana, esas cosas que el racionalismo
progresista ha pasado por alto, no sin sufrir su resaca: es inexplicable el fondo de crueldad
que habita el corazón del hombre, pero no lo es el “no matarás”, que tampoco, como lo aserta
del Barco, carece de explicación precisamente porque no es fundamento de la comunidad,
incluso si admitimos que “comunidad” no equivale a “sociedad”.
(El recurso a cierto procedimiento retórico oriundo de la teología negativa y que consiste en
repetir un término pero con signo negativo –dios sin dios, fuerza sin fuerza, ser sin ser–,
cumple, en este contexto, la función de salir del paso allí donde reina la perplejidad y el temor
profundo de dejar las cosas en el punto en que el saber –nuestro saber– debería entregarse a
su propia descomposición; un dios sin dios sigue siendo incomprensiblemente dios, lo que
equivale a la definición del dios, la fuerza sin fuerza es la impotencia de la fuerza, el ser sin
ser sigue siendo, misteriosa, irreductible, inescrutablemente, ser(4).

Empecemos por ésto: en la Biblia, “no matarás” es una máxima tribal; lejos de ser un mandato
universal e irrestricto, remite al nosotros del grupo judío, ese nosotros que se funda, como
cualquier masa (y esta sí es una monótona ley universal), en la discriminación e incluso en la
segregación de los otros.
“No matarás a ninguno de nosotros que se comporte como un auténtico ‘nosotros’ “.

Así no hay contradicción entre admitir el “no matarás” como norma y respetar explícitamente la
ley del talión. Lo que explica por qué en el Éxodo, tras la enumeración de los mandamientos y
en particular el “no matarás” (cap. 20, v. 13) hay una serie de disposiciones entre las cuales se
incluye la sanción de la ley del talión –cap. 21, vs. 24/25: “ojo por ojo, diente por diente, mano
por mano, pie por pie…”–.
En el cristianismo se elevará la prohibición a ley universal, pero una vez más estará sujeta a
múltiples restricciones.

Véase por ejemplo en la Suma Teológica de Santo Tomás (Secunda Secundae, q. 64), lo que
se sostiene con respecto al homicidio.
El homicidio no es ilícito cuando lo comete la autoridad – el príncipe – y recae sobre el
pecador; también es lícito cuando es cometido en defensa propia.

Igualmente (ib. II,II, q. 40) es lícito dar muerte a otro en el curso de una guerra justa.

Allí formula Santo Tomás consideraciones sobre lo que más tarde constituirá –Tomás Luis de
Victoria– el derecho internacional público, tradicionalmente denominado derecho natural y de
gentes.

No es posible, de este modo (y aquí quiero llegar), introducir ningún precepto ético válido sin
juzgar su contexto de reversión condicional; quiero decir, el sujeto de la acción ética es
también y constitucionalmente el objeto de la acción conflictiva y contrapuesta de otros, como
lo comprobó con humor negro extremo el propio Sade.
Toda ética que no sea agonística, toda ética que no acoja en sí y para sí el conflicto de las
éticas, la tensión entre el deseo y la voluntad, el choque de voluntad con voluntad, lo concreto
de hombres diferentes, diferenciados, enfrentados, y no esa insulsez de un “otro” genérico,
indeterminado, apto para moral de confesionario o de campus universitario, está echada a
perder en tanto sustrae mi cuerpo y el cuerpo del prójimo, lo sustrae a sus determinaciones,
más singulares que específicas: el cuerpo del otro como mujer, como hombre, como
explotador, como explotado, como padre, como hermano, como rival, como amante, etc.
Si rechazo ese condicionamiento –es el punto crucial de la ética kantiana–, me expongo a la
más feroz de las paradojas: una vez que he decidido incondicionalmente no mentir, tengo que
denunciar a la víctima inocente cuando el asesino me urja a que diga la verdad; si he decidido
no matar, tendré que ofrecer voluntariamente mi cuerpo al que viene a matarme.

La moral kantiana, aplicada, puede llegar a producir monstruos, entre los que con seguridad
no se contaba el propio Kant, un hombre mas bien prudente, en el sentido mundano del
término: pensaba todo lo que decía, pero no decía todo lo que pensaba; lo que no le traía
graves problemas con el despotismo ilustrado de su época: enseñaba las doctrinas de
Christian von Wolff, el protegido de Federico II, para no contaminar su propio pensamiento y
toda su vida transcurrió en una apacible convivencia con el poder terreno.

Se me dirá: ¿Entonces la ética, cada vez que entre en concurrencia con la política, estará
sometida al oportunismo ambiguo de la casuística o de las normas laxas adaptables a
voluntad a cualquier circunstancia?

Pero la fuerza de la ética reside en la enunciación, no en el enunciado, algo que presintió


Wittgenstein; sin embargo, la búsqueda de normas éticas tan claras que no necesiten del
equívoco de la interpretación, conduce a los ejemplos conocidos hasta la saciedad de
aquellos que en la búsqueda inclaudicable del Bien arrasan con todo.

En este sentido hay más sabiduría –lo que no implica la desestimación global de la ética de
Kant, sobre todo de su exigencia sin duda fundada de la primera persona como fuente de
aserción moral– en la frónesis aristotélica, la que conlleva simultáneamente las ideas de
entereza o serenidad, rectitud, prudencia (en el sentido del reconocimiento de los límites y ya
no de la mera cautela) y sagacidad, o capacidad para captar de golpe, rápidamente, lo
esencial de una situación dada. Es decir: sentido del momento oportuno: kairós.
Nos llevaría muy lejos discutir tales cuestiones; baste decir, por ahora, que el abismo entre lo
universal, objeto de sophia, y lo particular –la frónesis es disciplina de lo particular(5)– no
puede ser colmado apodícticamente y que no hay norma ética alguna que pueda quedar al
abrigo de los equívocos de la interpretación, lo cual no quiere decir que estemos sujetos al
oportunismo o a la hipocresía e incluso a las ambigüedades canallescas, porque hay o debe
haber principios, con seguridad, mas ellos desaparecen absorbidos por la frónesis de lo
singular para reaparecer bajo formas constantemente cambiantes, aunque siempre
reconocibles.
Que desaparezcan no quiere decir que no existan sino que son, a la vez, necesarios e
insuficientes: el tiempo y las circunstancias de cada situación imponen límites que desbordan
las previsiones, instrumentos y preceptos genéricos, aunque sólo con estos es abordable de
modo inicial y terminal: empezamos con los principios y retornamos a ellos pero de otro modo,
y ese modo sigue siendo, como diría el Estagirita, el modo de la contingencia.
Para volver a lo más inmediato, diría que no puedo elevar el “no matarás” a principio universal
e incondicionado porque hay ocasiones en las que, siempre y cuando la muerte no sea ella
misma el objetivo final buscado, la muerte de hombres es un mal necesario.

Tal el caso de las guerras justas y en particular las guerras contra el invasor.

Y si alguien menciona el principio kantiano de no tomar a los hombres como medios para el
cumplimiento de fines, puedo decir lo que ya a esta altura es claro, clarísimo, aunque
convenga enfatizarlo: el principio de no tomar a nadie por medio, nos hace a mí y a cuantos
estén conmigo rehenes impotentes de cuanto canalla esté (pero, ¿hay alguno que no lo esté?)
liberado de esta constricción.

No ignoro los límites de la posición que tomo. Por ejemplo, he mencionado la expresión
“guerra justa”, uno de los temas favoritos del derecho natural y del derecho internacional
positivo; uno de los temas que muestran cómo es imposible fijar de antemano y de una
manera unívoca cuál es una guerra justa y cuál no lo es, aunque me esfuerce a la manera de
Santo Tomás por distinguir y distinguir y distinguir.

No obstante, sí creo que hay un principio que puede formularse de manera general, un
principio cuya excepcionalidad debe pensarse a la manera de Lacan; no una mera excepción
a una regla, sino la excepción que por excepcionalísima funda los límites y los alcances de
esta misma regla. Me refiero a la crueldad, no mencionada entre los mandamientos –quizá
porque le estaba reservada al dios tribal llamado El Sadday o Elohim o Yahveh–, ni tampoco
mencionada por Del Barco, aunque la haya evocado al mencionar el horror de la tortura.

Pero debe ser un principio que entre en tensión con lo que es sin ignorarlo, como suele hacer
la actual filosofía política, la que cree que por usar palabras grandilocuentes – “utopía”, “deber
ser”, etc– puede desentenderse livianamente de lo que es, de lo que los clásicos llamaban
“naturaleza humana”, vocablo que podemos retener no para oponerlo simplemente a la cultura
o a la historia en un esfuerzo sin duda trivial, sino para mostrar que hay en el hombre fuerzas
irracionales cuya presencia puede medirse en sus efectos y causas secundarias sin que
podamos, no obstante, reducir su causa última.
No hay duda de que la miseria y el despotismo acicatean la crueldad humana; no obstante,
ella está presente en todas las épocas y en todos los contextos posibles. Podemos, en este
sentido, trazar un arco desde el niño que por curiosidad arranca una a una las patas de la
langosta hasta que al fin, aburrido, aplasta al insecto, hasta las prácticas institucionalizadas de
tortura, trayecto en el cual hay indudablemente cambio de niveles, de valores y de
significación, pero asimismo la sorprendente continuidad de un estigma tan palpable en su
presencia como invisible en su raíz.

La suprema tentación: tener al otro en un puño y ser, aunque sea por un instante, dueño de su
existencia.

Neutralizarla: la ética sólo puede aspirar a eso; eliminarla es un objetivo que nos llevaría de
vuelta a la crueldad del Amo que cree saber perfectamente cuál es el Supremo Bien.

(Sabemos cuáles son los medios para neutralizar ya no la mera violencia sino la crueldad, que
es el goce de y por la violencia; desde condiciones de vida dignas hasta lo que en
psicoanálisis llamamos “sublimación”, que no es ajeno a la transformación de las fuerzas
destructivas en comienzo de objetivación y exterioridad; medios que, por supuesto, no se
ubican en el mismo nivel ni poseen el mismo alcance, ya que el segundo sólo se puede
ejercer con respecto a uno mismo. No menciono los ideales porque ocupan una posición en
extremo equívoca, ya que si es cierto que una cierta saturación simbólica de los ideales
sociales suele neutralizar la violencia y la crueldad de los grupos, una presencia excesiva de
ellos, prácticamente imposible de balancear de antemano, puede conducir y de hecho ha
conducido al ejercicio de la crueldad masiva.)

De otra parte, cuando apela a la sacralidad del hombre, ¿no es evidente que se lo mata no a
pesar de que sea sagrado, sino justamente, porque lo es?
(Conclusión provisoria: sería mejor, mucho mejor, desacralizarlo.)
Y asimismo: hacer del “no matarás” un imposible que “es lo único posible”, además de
consagrar como principio a la mistificación de la impotencia, confunde las cosas: es totalmente
diverso mostrar a lo imposible como límite de toda acción posible, de superponerlo
inmediatamente, de una manera renegatoria, con lo posible.
Todo lo cual conduce a una conclusión provisoria, que es el reverso de una crítica a Del
Barco.

Aunque éste no ignora la diferencia entre el general Menéndez y Santucho, aunque, de modo
particular, no desconozca la diferencia entre matar y torturar, juzga a los crímenes de ambos
como especies de un mismo género; por lo contrario, creo que hay una diferencia irreductible
entre dar la muerte al enemigo y torturarlo, por más repugnancia que pueda inspirarnos la
primera actitud.
II

Pero no quiero utilizar estas consideraciones inevitablemente generales para eludir una
definición con respecto a la violencia guerrillera argentina.

La guerrilla, en sus dos vertientes –la peronista y la marxista–, es heredera de ciertas


características muy marcadas en la intelectualidad argentina que por convención llamamos
“progresista”, las que provienen, en el fondo pero visibles para quien esté dispuesto a ver y
escuchar, de esa tradición bien nominada como “despotismo ilustrado”. La socialdemocracia
alemana la encarnó a la perfección con su partido burocrático de políticos profesionales
inflamados por el culto a la ciencia positivista, y el leninismo, como es bien sabido, pese a sus
críticas al ‘reformismo’ no innovó en este punto.

Y no hablo, si me refiero a nombres propios locales, ni de Aníbal Ponce ni menos de Juan B.


Justo, sino de Ingenieros e incluso de Lugones, a quien seguramente nuestra intelligentzia no
reconoce como uno de sus ancestros; a este último(6), es notorio que ha llegado y llega a
execrarlo con sospechosa pasión. Es que a la izquierda criolla le repugna su espejo: la
voluntad –habría que decir la extrema obcecación de la “voluntad revolucionaria”– de conducir
los destinos del país desde la clarividencia, una clarividencia que sin oximoron podemos bien
llamar ciega porque se nutre de la creencia de que se ha captado la raíz última de las cosas; –
así todo se torna fatalmente despótico y hasta apocalíptico. En este punto la “pedagogía”
puede terminar, fácilmente, en la pendiente del asesinato, no sin antes frecuentar la
inquisición de la llamada “autocrítica” indudablemente suicida.
Desde luego, aquella época, la de la guerrilla era, aquí y en todos lados, una
época redentorista. La actual, según nos alejamos de esos años, es –para decirlo de alguna
manera–, realista, resignada y para algunos cínica; pero igualmente, en la medida en que a
veces la caída de los ideales suele aportar cierta lucidez suplementaria, podemos apreciar
cosas como el asesinato de Aramburu a manos de los Montoneros, ceremonia horrorosa que
no sólo muestra, a través de la admiración por el general, la identificación con el enemigo
cuyas virtudes se asimilan canibalísticamente, sino la clase de guerra que esperaba el grupo
subversivo.
Pero no; ellos, junto con las FAR y el ERP, inflamados todos por la niebla redentorista,
heroica, fatalmente apocalíptica, desconocían que poco a poco se iban quedando solos, a
merced de fuerzas represoras que contaban con la pasiva complicidad de una población
atemorizada, cuando no activamente a favor de ellas, desconocían que comprometían
también a otros que se oponían a la dictadura sin compartir ni su estrategia ni su táctica y que
favorecían, de tal manera, el derrumbe de la frágil resistencia civil.

Lo demás, no es necesario contarlo, al menos aquí.

NOTAS
(1) En la portada de la revista dominical de El País de Madrid (16/1/ 2005) hay una foto
impresionante de obreros, enfilados y en posición rígida, de una factoría de aparatos de aire
acondicionado de Changsua, mientras cantan el himno de la compañía: “Amo a nuestros
clientes y cumplo sus deseos”.
(2) El fundamentalismo consiste en creer que la incondicionalidad de la demanda puede ser
satisfecha; o para decirlo en términos menos técnicos (psicoanalíticamente) pero más técnicos
(filosóficamente): en creer que el discurso y el absoluto pueden reunirse.
(3) Acabo de leer una falacia muy corriente en esta época: “…Si puede decirse que el
asesinato, el odio, designan todo lo que excluye lo cercano…” (Derrida, J. Dufourmantelle,
A.; La hospitalidad, de la Flor, Buenos Aires, 2000, p. 10). ¡Es al revés! Frente al mundo
bienpensante Schopenhauer y Freud tenían razón: es la proximidad, la extrema proximidad la
que hace que explotemos de odio. Cuando la ética ignora al psicoanálisis y a la antropología,
cuando cree que puede postular un deber ser al margen de lo que es, caemos en estas
idealizaciones.
(4) Quiero decir: el mérito de la teología negativa consiste en agotar la negatividad para que
aflore una positividad tan irreductible como imposible de descontar de la negatividad que la
transmite sin no obstante conocerla. Que no es lo mismo que reducir la negatividad a mera
fórmula que de entrada impida el trabajo del pensamiento. Ahora bien, (sólo breve y casi
elípticamente puedo referirme a ello la positividad que deja entrever la negatividad no es
un más, sino un menos. No está más allá, sino más acá, más acá de todo lo que puedo saber.
Como si dijera, se trata (apenas) de una metáfora: contemplo el mundo, contemplo su
esplendor desde desperdicios microscópicos que me sitúan sin que pueda a mi vez captarlos.
La idea del dios – fuera el que fuera el probable sentido (o sin sentido) de esta expresión –
puede ser ilustrada por el trabajo de arquéologos o antropólogos que intentan imaginar las
toneladas de basura que han terminado por levantar el piso de las ciudades modernas, más
que por los dudosos esplendores de la angelología barroca.
(5) Ética a Nicómaco, 1142ª; la expresión griega que traducimos por “particular” es kath’
hekaston, que significa “cada uno, uno por uno, cada uno en particular”. Traducirla por
particular, aunque esté establecido así, implica un margen de equívoco notorio, ya que
“particular”, en lógica significa “algunos” y no “singular”, que es a lo que apunta Aristóteles.
(6) Lugones, en sus fulminantes conversiones, tuvo una fugacísima fascinación por la
Revolución Rusa; luego quedó cautivado por el fascismo.

Ir al Índice de la biblioteca de consulta del Debate “No matarás”.


Respuesta de Eduardo Grüner a Jinkis y Ritvo
(…) Para que la Totalidad se manifieste al
desnudo y revele en ese instante final que ella
es muy simplemente la Nada, hacen falta tantos
esfuerzos, tantos cuidados, tantas prevenciones,
que el Mal radical termina siendo no más que una
designación ética de esta otra norma absoluta,
la Belleza.

J. P. Sartre: L’Idiot de la Famille , III


Queridos Jorge y Juan:
Elijo este género y estilo, el de Carta Abierta, para –no niego que con una pizca de disculpable
oportunismo- sustraerme lo más rápidamente posible al dilema imposible de la primera
persona al que alude Jorge. El género y estilo no sólo lo autorizan, sino que lo exigen. De
todas maneras, la primera (persona) no será la última, ni la única. Se verá aparecer,
seguramente, aquí y allá, a la primera en plural (muy poco mayestático) y a la tercera “el que
esto escribe”, o algún similar eufemismo. Son posiciones diferentes –que desde luego no es
mi intención teorizar–: la primera singular compromete más algún imaginario identificatorio, la
primera plural a algún imaginario grupal, la tercera a algún intento de distanciamiento, que
corresponderán (imperfectamente) a distintos momentos, o lugares, de la enunciación. Sea
como sea: el género es también una cobertura para usar, incluso abusar de, la indudable
ventaja que ustedes me han dado, al hacerme conocer sus propios textos antes de que yo me
sentara a escribir el mío. Lo cual me permite, ante todo, ahorrar tiempo. Y empezar por decir
que, en general y en principio, podría suscribir casi cada coma de lo que ustedes han escrito
con mucha mayor contundencia de la que yo me siento capaz de ejercer ahora (no es que
esto me sorprenda: si Borges se enorgullecía de lo que había leído, yo –más modestamente,
como corresponde- siempre me he enorgullecido de saber elegir a mis amigos). “Casi cada
coma”, escribí hace un momento, tan sólo como cláusula preventiva: biografías diferentes
producen, sin remedio, efectos de lectura donde también pueden aflorar pequeñas diferencias
(sin narcisismos mayores). Pero ya hablaremos de eso, lo secundario.

Abordo al sesgo la cuestión: decidir “no hacer un análisis del texto” me parece, como
estrategia y como posición ética, irrefutable; en efecto, sería demasiado fácil, en ese presunto
“análisis textual”, señalar, incluso subrayar hasta con algún sarcasmo, inconsistencias lógicas
–no digamos ya retóricas- de los enunciados de Del Barco, y él no merecería ese recurso fácil.
No quiere decir que de los textos de ustedes dos no se desprendan, de manera a veces
demoledora, esos señalamientos. A lo cual tienen, desde ya, perfecto derecho: Del Barco no
ha hecho una confidencia personal, ha producido un documento público, con los riesgos –
corajudamente asumidos por él, hay que decirlo– que conlleva esa decisión. Es fuerte, es
cierto, decirle a alguien que es un escritor que el respeto que merece como persona no puede
extenderse a lo que escribe. Y quizá hubiese sido necesario escuchar, o leer, a alguien que
defendiera las mismas posiciones que Del Barco, que lo debe haber, aunque quizá menos
dispuesto a publicar sus desgarramientos. Pero, insisto, el blanco que ustedes eligen no es
la escritura del autor, es decir estrictamente la estructura lógico-retórica o estilística del texto
originario, sino la política (ya que la renuncia a la política no es su ausentamiento, como bien
recuerda Jorge) que emerge como efecto de esa “estructura”. Como hubiera dicho Beckett, a
veces hay que buscar una férrea insignificancia del lenguaje para que pueda aflorar, aunque
fuera fantasmalmente, la cosa (o la nada) a la que ese lenguaje no podría llegar. Es una
dificultad enorme, pero que, en efecto, no se resolverá con los universales abstractos del
espíritu, sean más o menos místicos, racionalistas kantianos o lo que fuere. Tampoco con el
silencio amparado en la indudable verdad de que no pueda decirse todo. Mucho menos con el
llamamiento, inevitablemente ambiguo, a un acto de contrición. Aunque no sea del todo
elegante, no puedo evitar recordarles que hace tiempo intenté escribir algo al respecto, en
esta misma revista, a propósito de otras “confesiones” (ciertamente muy alejadas, ética y
políticamente, de las de Del Barco, aunque ahora él se empeñe en incluirse en un conjunto de
“todos asesinos” en el cual no puede obligarme a que yo lo inscriba a él, no digamos a mí
mismo). Sería imposible ahora reproducir aquellos argumentos: baste recordar una de las
conclusiones (que sigo sosteniendo, hasta que cambie de idea), a saber, que es sumamente
borrosa la frontera entre el que enuncia públicamente un acto de contrición, y el “confesor”
que nos pone a todos en el banquillo de los acusados-pecadores, no digo para disolver su
propia culpa (o lo que siente como tal), sino para hacer efecto de masa con ella. Es una
variante de lo que vos, Jorge, decís inmejorablemente: al final, son las víctimas –yo no lo soy:
estoy retorizando– las que tienen que cargar con el peso de la prueba. Algo muy distinto –y
harto más complejo, desde ya- es un acto de abjuración. Es decir, y simplificando: hice lo que
hice, sabiendo o creyendo saber lo que hacía, convencido de que había que hacerlo; no
puedo, por lo tanto, arrepentirme en sentido estricto: porque lo hecho, hecho está –tuvo sus
efectos, en los que necesariamente tengo que reconocerme–, y porque en su
momento estuve de acuerdo con lo que hice, no puedo ahora negar ese acuerdo que ejercí
entonces, e incluso puedo pensar que bajo las mismas circunstancias volvería a hacer lo
mismo. Y sin embargo, abjuro de lo que hice. Insisto: no me “arrepiento”, no hago “contrición”,
sino que condeno en mí mismo ese no-arrepentimiento y esa no-contrición que se me han
vuelto inevitables. Por lo tanto, empiezo por admitir –sorteando la tentación del pecado de
soberbia– que no soy un completo Demonio, así como no puedo ser un Santo.
La dificultad más grande, por supuesto y como siempre, es que Del Barco dice
muchas verdades (aunque coincido en que a veces “inauténticas”). O, mejor: que las cosas
que hay por detrás de lo que dice contienen –permítanme cierto adornismo-
muchos momentos de verdad. El problema, el conflicto irresoluble –que sólo un discurso
mítico, en sentido lévistraussiano, podría liquidar-, es que esos momentos “objetivos” pasan al
discurso con semejanza de Todo (¿a qué Totalidad mayor que el “no matarás” podría
aspirarse, aún teniendo en cuenta el acertado recordatorio de Juan a propósito del
carácter tribal de esa máxima?). Esa es la política –y antes: la ideología- de tales “momentos
de verdad”. Una política, una ideología, que no queda más remedio –el lenguaje no siempre
es una ayuda, en efecto- que nombrar como –hoy, ahora- liberal. No es un insulto, no es mero
ánimo peyorativo y querellante: es un intento algo tartamudo de ponerle nombre a la política
que apuesta a un “somos todos iguales”, a un “sostener lo imposible como posible” de
curiosas resonancias sesentiochescas (y que es el colmo de lo que solía llamarse
el posibilismo: equivale a dejar todo como está, puesto que, claro, lo imposible imposible es,
aunque se lo sostenga), o a un fundar la comunidad humana sobre la paz y la armonía a
pesar de que se dijo, un momento antes, que la historia es historia de dolor y de muerte.
Cualquiera tiene derecho a creer en los milagros (y, si tengo tiempo, quisiera volver sobre el
tema de la creencia). Pero ya no tanto en la ilusión de que por un acto de voluntad individual
esa historia de dolor y de muerte ya fue (como diría la jerga juvenil, o alguna hipótesis
japonesa sobre el fin de la historia), como si no siguiera siendo. Hay, quiero seguir pensando,
“tendencias objetivas” que diferencian posiciones ante la historia, por más actos de contrición
que forcemos a la historia a escuchar.
Lo cual me lleva a una “pequeña diferencia” –como la llamábamos más arriba- con Juan. Y ya
se verá enseguida, espero, que lo que realmente me importa no es esa diferencia, casi
despreciable frente a los profundos acuerdos, sino lo que de ella pueda servirme para empujar
el razonamiento. No hace falta ser marxista (ese ser o no ser es una forma de la duda
hamletiana que, en verdad, nunca desveló al que esto escribe) para afirmar enfáticamente que
el marxismo –el que nos interesa, como hubiera dicho Ramón Alcalde, puesto que hay
muchos- no es necesariamente ni una teleología, ni un fundamentalismo. No se puede
confundir “teleología” con el análisis, acertado o equivocado, de aquéllas “tendencias
objetivas”, ni “fundamentalismo” con la búsqueda de fundamentos (teóricos, prácticos, incluso
“existenciales”) para pensar en, y actuar sobre, la historia (negar esto último nos llevaría,
rápidamente, al nihilismo postmoderno). Teleología y fundamentalismo es lo que aparece
cuando uno confunde los propios deseos y, sí, creencias, con esas “tendencias objetivas”.
Que es, por supuesto, lo que en buena medida hicieron en su momento las susodichas
“formaciones especiales” (y ahí tiene toda la razón Del Barco, aunque no lo diga con estas
palabras, y aunque su actitud de hoy –la que puede discernirse en el texto de marras: sólo
hablo de eso- sea esa misma, desde otra enunciación).
Los dos temas –el de que tampoco dentro del marxismo es todo lo mismo, y el de la
transformación del propio deseo en fundamentalismo teleológico- se vinculan. Tratamos de
explicarnos, otra vez por un sesgo: siendo de nuevo muy poco elegante, el que esto escribe
escribió, a propósito del atentado del 11 de septiembre, que aunque los dos únicos muertos
de ese atentado hubieran sido el presidente Bush y el director de la CIA, ese hecho debía ser
inequívocamente condenado, por razones éticas y políticas. Otra vez, no puedo repetir aquí
toda la argumentación que conducía a esa afirmación aparentemente extemporánea. La cito,
simplemente, para dejar claro lo más rápidamente posible en qué “marxismo” –si es que en
alguno- podría reconocerme. Es el mismo que hizo que muchos, en las famosas décadas del
60 y 70, estuviéramos en contra de la política de las “formaciones especiales” –también por
razones éticas y políticas- sin que sintiéramos que por ello estábamos, no digamos a la
derecha, sino siquiera de algún lado “reformista” (como calificábamos por ejemplo a ese PC al
cual nunca se nos pasó por la cabeza acercarnos precisamente porque sabíamos bastante,
créase o no, sobre el estalinismo y los gulags, y por supuesto sobre el asesinato de ese
Trotsky que en el texto de Del Barco aparece como uno de los asesinos seriales y, casi a
renglón seguido, como víctima de otros asesinos seriales: ¿se trata, acaso, no de posiciones
políticas , sino de una sangrienta “interna” dentro de la serie ?(1) ). Y que hoy, en la inmensa
mayoría de los casos, cuando se habla de los 60 / 70 se hable solamente, o principalmente,
de las “formaciones especiales”, de la guerrilla y la lucha armada, del enfrentamiento entre
dos “ejércitos” (fueran o no igualmente demoníacos, según una simétrica teoría del
“equivalente general” inventada por un escritor bastante lamentable), y no por ejemplo del
Cordobazo (por sólo nombrar una de las otras políticas que entonces se pusieron en práctica),
eso también es un síntoma de la Derrota a la que se refiere Jorge. No es, no hace casi falta
aclararlo, que quienes adoptaron esa posición fueran particularmente clarividentes o lúcidos
(además, eran tan jóvenes…): simplemente eligieron, tomaron partido -que, como la palabra lo
indica, es una parte y no el Todo- por cosas como la organización democrática de masas y en
contra de la pequeña vanguardia iluminada y “sustituista”; o por cosas como la solidaridad con
los luchadores y en contra de ese pasaje a la clandestinidad entre gallos y medianoches que
dejó inermes, entre otros, a muchos delegados sindicales “de superficie” que (véanse las
estadísticas, si es que importan) devinieron la mayoría de las víctimas de la primera oleada
represiva. La palabra “asesinos” (y mucho más “seriales”) se la dejaremos al que quiera
usarla, que no somos nosotros, ya que ese deslizamiento a la jerga periodístico-policial lo
consideramos profundamente despolitizador, cuando menos. Pero no tenemos ningún
inconveniente –lo hicimos otras veces, y por escrito- en calificar a esa política de
“objetivamente” criminal.
Ahora bien: “objetivamente criminal”, ¿necesitamos decirlo? no puede ser lo mismo (no es que
uno no quiere que sea lo mismo: algo en el orden de lo real no lo permite) que “asesino serial”.
Matar está siempre mal, de acuerdo –admitamos por un momento ese universal abstracto,
fingiendo que olvidamos lo que dice Juan sobre la ocupación extranjera, que adoptamos la
política gandhiana, etcétera-: pero salvo caída en lo que insinúa Sartre (2), en nuestro
epígrafe, a propósito de una absolutización estetizante del Mal, hay que reconocer –cualquier
código penal, “burgués” o no, lo hace, no digamos ya cualquier religión- que el Mal
tiene grados. Cualquier igualación u homogeneización desprovista de determinaciones (y no
hacemos más que parafrasear la continuación de ese epígrafe) tiende a transformar la
multiplicidad violenta y abigarrada del presente –de lo que fue, tanto para Del Barco como
para nosotros, nuestro presente- en un insustancial y eterno Vacío sin cualidades.
Lo que estamos diciendo es algo harto elemental: no puede ser lo mismo asesinar (porque es
un asesinato, y no nos cansaremos de repetir que ética y políticamente condenable, aunque
las circunstancias parezcan obligarlo) a un comisario general, a Bush o al jefe de la CIA, que
planificar un genocidio. Para esto último se necesita –o al menos, se necesitó casi siempre en
la historia- tener el poder del Estado; y, éticamente (en el sentido de una ética objetiva, no de
la moral personal) y políticamente, no es lo mismo matar teniendo el poder y los instrumentos
“legales” del Estado que no teniéndolos. Por eso -y no por sus psicologías individuales, que no
vienen al caso- no son lo mismo los cuatro nombres (y podrían ser muchos más) que da el
autor, que Videla y Cía. (y obsérvese que ni siquiera mencionamos la diferencia entre matar
por la creencia en un mundo mejor y matar por conservar, o empeorar, este, lo cual nos
llevaría a un debate interminable, y posiblemente irresoluble, sobre la dialéctica medios /
fines).
Pero incluso tomando uno solo de los “bandos”, tampoco es lo mismo –y somos conscientes
de que nos metemos aquí con una cuestión delicadísima- dos de los nombres que el texto
menciona que los otros dos (y no somos nosotros, sino Del Barco, quien ofrece esos nombres
que no forman, ni lo hicieron nunca, parte de nuestro panteón personal). Quiero decir –aunque
suene impertinentemente “romántico”- que no es lo mismo morir en combate que seguir
viviendo para hacer lo que hicieron algunos jefes “sobrevivientes” de las “formaciones
especiales”. No se trata de la muerte en sí misma, que no es garantía alguna de dignidad,
mucho menos de tener razón; se trata, simplemente, de que de los primeros ya no podemos
saber cuál hubiera sido su conducta posterior, de los otros lo sabemos perfectamente. Y no
hace falta aclarar tampoco que no estamos proponiendo ninguna purificación por el combate –
tanto menos por esa política combatiente de la cual en su momento estuvimos en enfático
desacuerdo-. Sólo estamos apelando a una diferencia fundamental, que una vez le
escuchamos hacer a Jorge, entre un héroe y un hombre serio. Y a otra diferencia
fundamental, entre ellos dos y un canalla. Si no hay esa diferencia, si en el fondo son todos
iguales (¿que se vayan todos? ¿que no quede ni uno solo?), no hay posibilidad de política en
serio, y entonces ganaron los canallas. Porque, la política es, en cierto modo, una Totalidad:
no tiene lado de afuera, tiene horror al vacío. La que no hagamos nosotros –sabiéndolo o no-
la hará alguien, y tendremos que soportarla sin pataleos. Por lo tanto, hacer política es
precisamente identificar diferencias en el interior de esa Totalidad. No estamos hablando de
militancias partidarias, de “compromisos” cotidianos: escribir y publicar, al menos como lo
hacen Del Barco y ustedes dos, es hacer política en el más estricto sentido: interpelar a
la polis, aunque parezca que ella responde con desgano. Se puede, en forma individual y
subjetiva (tan individual y subjetiva como un acto de contrición, si bien se trata de una
subjetividad “inauténtica”, ya que se la pone por escrito(3) renunciar a la política. Lo que no se
puede –so pena de precipitarse en la estetización de la política de la que hablaba Benjamín, o
en la promoción a rango de Belleza Eterna del Mal radical sartreano- es pretender que esa
renuncia se transforme, para los “todos iguales”, en el reino de la Armonía universal
conquistado a fuerza de actos contritos. Se puede –y se debe- reflexionar sobre el tristemente
conocido hecho de que las revoluciones llevan injertados los gérmenes del Terror, que hacen
siempre necesarias otras revoluciones (o reacciones, según el caso). Lo que no se puede –y
no es que no se deba: sencillamente no se puede – es incurrir en la creencia (algo bien
distinto, se sabe, de la muy respetable fe auténticamente religiosa) de que aquella comunión
ecuménica de los arrepentidos y contritos evitará que los condenados de la tierra vuelvan a
empezar cada vez, aún a riesgo de cometer errores “criminales”. Y, finalmente, para (no)
decirlo todo: se puede –y, en ciertas circunstancias, se debe- evocar, exhibir, poner en
cuestión, los propios fantasmas, incluso los que se presuponen de toda una generación. Lo
que no se puede –ni se debe- es pretender, tampoco aquí, que sean iguales para todos.
Los saluda fraternalmente,
Eduardo Gruner

NOTAS
(1) No puedo evitar, aquí, la tentación de la ironía: ¿Por qué, en la “serie asesina” de Del
Barco, no figura Marx? ¿O es que acaso haber sido “mal interpretado” exime al máximo
teórico de las revoluciones modernas de la responsabilidad de haber dado lugar a las malas
interpretaciones? La respuesta es, desde ya, obvia: la Historia (malgré los neo-historicistas /
neo-retóricos / neo-hermenéuticos “post” a la Hayden White et al) no es solamente una
cuestión de interpretación.
(2) Es notable y sugestiva la manera en la cual, en este intercambio, insiste el nombre de
Sartre: ¿es un mero efecto de este “año sartreano” en el que hemos entrado? Quisiera pensar
que hay algo más: años más años menos, y cualesquiera sean las referencias
“generacionales” que hace Del Barco a los que podrían ser sus “hijos” (un tema que merecería
todo un número de la revista sobre cierta ligereza en la adjudicación de paternidades y
filiaciones), no cabe duda que nuestra generación, para bien o para mal, es inevitablemente
“sartreana”. Es la generación que no pudo menos que verse obligada a discutir, tarde o
temprano, el dilema de “las manos sucias”, o la dialéctica de la violencia del prólogo a Fanon.
Como se dijo en otro siglo de Spinoza, todos tuvimos, sin remedio, dos filosofías: la nuestra
(fuera cual fuera) y la de Sartre. O, parafraseando a un ex presidente argentino: sartreanos…
somos todos.
(3) Insistamos, pues, con Sartre: “Se escribiría para arrancarse a lo subjetivo: pero ¿cómo
hacerlo, si no porque uno ya ha empezado por tomar distancia de él? La exteriorización de la
singularidad ya la convierte en universal-singular“. Y, unos párrafos más adelante, algo que en
el contexto de esta discusión debería resultarnos (ahora sí: a todos) por lo menos inquietante:
“La universalización mórbida es aquí falsamente objetiva, y no puede engendrar ni regla ni
contenido: a lo sumo puede, para halagarse, producir relatos simbólicos y sadomasoquistas,
donde todo está ya arreglado para mostrar el vicio recompensado o la virtud castigada”.
Ir al Índice de la biblioteca de consulta del Debate “No matarás”.
Respuesta de Oscar del Barco a Jinkis, Ritvo y Grüner
1. Comentarios generales

En el Levítico “Se” dice:
el hombre que oye, que es testigo, que ve, que
sabe y que no habla… es culpable
En realidad los escribo porque ustedes se han tomado el trabajo de leer y comentar la carta
que con mi firma apareció en la revista La intemperie. Un trabajo, el de ustedes, que no deja
de resultarme extraño porque al mismo tiempo que rechazan (mi) carta de manera despectiva
e incluso violenta, parece que se sienten tocados por ella. De alguna manera “tropezaron”,
como dice la frase de Kafka citada por Jinkis, con esa carta: por lo cual es posible pensar que
no está en “lo alto” sino en el “suelo”, o en la “política”, contrariamente a lo que ustedes dicen
respecto a mi presunto “abandono” de la política, el que en realidad es un abandono de lo que
ustedes entienden por política…
La primera impresión que tuve al leerlos es la de hallarme frente al Saber de tres intelectuales
que se consideran el lugar, no imaginario sino real, del Saber, o el Saber en su presencia
misma, en ese lugar que son ellos mismos.

Ustedes se preguntarán de dónde saco esa impresión. Ante todo me impresionó (dirán que
una impresión no es un argumento, y por supuesto que tienen razón) el tono profesoral, propio
de quienes se creen (hasta es posible que se lo crean sin tener conciencia de creérselas)
poseedores de un conjunto de conocimientos que funcionan como Saber (absoluto). Aunque
por supuesto digan todo lo contrario. Pero no se trata sólo de decir sino, ante todo, de
descolocarse realmente de ese lugar de poder que es la cátedra, el sillón, el libro, como única
manera de poder oír o ver al otro, a cualquier otro, como tal otro.
También me impresionó la manera que tienen de moverse como peces en el agua dentro de
la cultura universal, como si fuesen “naturalmente” sus depositarios o sus poseedores. Se
refieren a la historia del pensamiento como si se tratara de algo que va de suyo, que les
pertenece de manera infusa y, en consecuencia, con el poder que les da esa supuesta
propiedad.
La principal consecuencia de esa metamorfosis del conocimiento, real o potencial, en un lugar
dominante dentro de una estructura jerárquica de saberes, es el desprecio y la ironía hacia los
que ignoran lo que ustedes presuntamente saben (digo “presuntamente” porque el lugar es el
que los inviste, al margen de lo que se podría llamar el conocimiento efectivo que pueden o no
tener, y que posiblemente tengan). Este desprecio, y más aun esta ironía, crean algo así como
un ámbito de terror teórico: ¿quién puede atreverse a contradecirlos si de inmediato se vuelve
pasible de una respuesta fulminante? Cualquier disidencia suscita el desprecio, la diatriba y la
burla, como formas reactivas propias del despotismo de quien cree que Sabe. El efecto es
hacer (repito, posiblemente al margen de sus intenciones, digo, de sus “conciencias”) que
el ignorante se calle y el amo (¿cómo no pensar en la dialéctica del amo y del esclavo
hegeliana?) imponga de hecho su Terror específico.
Sin duda ustedes dirán: pero este del Barco, ¿está loco? ¿cómo nos puede decir esto a
nosotros que somos reconocidos críticos del discurso del Saber, a nosotros que nos pasamos
y nos ganamos la vida criticando ese discurso? Yo sólo les transmito la impresión, falible, por
supuesto, que tuve al leer sus artículos. Creo, además, que ustedes reaccionarán frente a
esto que digo situándome en algún casillero psicoanalítico, sociológico o marxista, para
demostrar mi ignorancia o falta de competencia al referirme a temas que sólo deben ser
tratados por especialistas o científicos (como ustedes), vale decir por gente que sabe y no por
aficionados, como soy yo.

Lo primero que dice quien ocupa el lugar del saber es “yo no soy el amo, yo no tengo
ideología, yo no soy el saber”. Una linda denegación: un funcionamiento de extrema violencia
que se auto-niega al realizarse y que de esta manera puede conocerse por sus efectos, por el
agobio que produce en quienes lo padecen, ya que somos los otros los que debemos soportar
la famosa erística hegeliana encarnada en profesores, psicoanalistas, padres, policías, jueces,
políticos, filósofos y jefes de toda laya que proliferan crecientemente en nuestra sociedad.
(Debo reconocer, además, que miméticamente y por necesidades propias de la polémica, esta
carta puede, de alguna manera, ser incluida en lo mismo que critico).

Respecto al problema de Gelman (creo que es parte de este problema incluso más allá del
propio Gelman, aunque ustedes pudorosamente no se refieran a él, tal vez por tratarse de
nuestro, es un decir, poeta nacional…) quiero aclararles que yo respondí a una entrevista
suya que fue publicada en el suplemento Babelia del 16 de octubre del 2004, titulada, con una
de sus frases, “Lo contrario del olvido no es la memoria, es la verdad”. En la entrevista dice
que “el camino” no es “el de tapar… porque ese es un cáncer que late constantemente debajo
de la memoria cívica e impide construir nada sano”. Lo que yo hago es tomarlo al pie de la
letra y entonces digo que él, dirigente y jefe montonero que fue expulsado junto con Galimberti
recién (y las fechas son importantes) en 1979, “debe”, él-debe, y no un ente abstracto y
general como ustedes me adjudican, asumir las consecuencias de lo que hizo. Decir, por
ejemplo, ¿cómo funcionaba esa dirección militar? ¿cómo se decidían las muertes? ¿a quiénes
mataron? ¿dónde? ¿por qué? Todas estas son preguntas terribles, que se las hemos hecho y
se las hacemos a los verdugos del Proceso, pero que también debemos hacérnoslas a
nosotros mismos, quiero decir a los que de alguna manera participamos en aquellos trágicos
sucesos. Pero, claro, si ustedes son inocentes de todo (como proclama Grüner) no tienen por
qué cargar con la culpa de los otros. Con la culpa debemos cargar los verdaderos culpables
(ustedes dirán que esto que digo es una demostración de mi… masoquismo… y bueno, si
quieren llamarlo así…)
Por último me gustaría agregar que por lo general los “sabios” no se implican en nada,
siempre están sobrevolando por sobre o más allá de los problemas, ya sean teóricos, éticos o
prácticos. El Saber encarnado, en este caso en ustedes, no se incluye en sus análisis, y
agregaría que no se puede incluir porque no existe nada donde incluirse ya que él es todo. En
consecuencia ustedes analizan el tema desde fuera. Se están refiriendo a un problema ético
reconocido como esencial pero como están auto-investidos con la soberanía del concepto
absoluto lo tratan como si fuese un “problema del conocimiento”. Si ya saben todo (al menos
en potencia, pero esta potencia es lo fundamental, por eso lo de “supuesto”) sólo
pueden exponer un discurso que al carecer de otro, de interlocutor, gira en el vacío de un
círculo vicioso sin fin. El ejemplo clásico está dado por el Saber hegeliano como movimiento
de un conocimiento que desde la simple sensación se eleva gradualmente hasta auto-ponerse
a sí como Absoluto.
De una u otra manera este mecanismo funciona en todas las ideologías, ya se trate de la
filosofía, de la política, de la sociología, de la psicología o de la economía. Mi “carta” era,
como diría Bataille, “un grito y no un saber”, y ustedes la han reducido “a los procedimientos
de la cabeza”. En consecuencia hay un contrasentido, porque a una carta que puede ser
tildada –como por otra parte lo ha sido- de ética, de poética, de religiosa, de mística, de
“porquería”, o de lo que sea, ustedes la tratan como si fuera una carta teórica. Por eso no sólo
sus artículos sino también mis respuestas pertenecen al orden de lo abstracto, y así la carta
queda ajena a esta disputa, en última instancia posiblemente inútil, que estamos manteniendo.
2. Comentario al artículo de Jorge Jinkis
– En el primer párrafo usted dice que la carta “compromete nuestra historia y nuestro porvenir”
(yo subrayo). Se trata de algo de una magnitud tremenda. Y tiene razón, la carta plantea un
problema ético-religioso extremadamente grave. Por eso, también, el tono y la extensión de
estas respuestas.
– En el segundo párrafo afirma que no tiene “respeto” por mis “argumentos y razones”,
dejando de lado, sin decirlo, que en mi carta sostengo expresamente que “no se trata de
razonamientos”. Con esto quiero decir que no se trata de razonamientos sino de algo vivido,
de algo donde las palabras “tomaron la iniciativa”, donde el grito y el dolor son los verdaderos
sujetos que hablan (sin mi, quiero decir sin esto que lleva mi nombre y al mismo tiempo con
esto que lleva mi nombre –primera paradoja-). Por eso considero que su crítica, al igual que la
de Ritvo y la de Grüner, no se sitúa en el espacio propio de la carta a la que quiere responder.
Es como si habláramos dos lenguajes distintos. Y en tales condiciones por supuesto que
desaparece casi toda posibilidad de diálogo. Usted sostiene, por ejemplo, que desconoce los
“motivos” que suscitaron mi carta, sin advertir que la carta en cuanto tal es la exposición de los
motivos por los que fue escrita, o, dicho de otra manera, los motivos son la propia carta. ¿O
usted sugiere que hay “motivos” ocultos, espurios o “inconscientes”, que deben ser
interpretados?
– A continuación anuncia que han resuelto “conceder libertad a las pasiones” para así
“permitir” una “discusión política”. Usted cita una serie de libros míos en los que critico el
concepto de “política” por considerar que se trata de un orden clausurado por el Sistema ( y
por Sistema entiendo un complejo orgánico de espacios que conforman una totalidad que se
auto-produce disolviéndose y construyéndose simultánea y constantemente como totalidad no
totalizable, o algo así), digamos capitalista o post-capitalista o como usted quiera llamarlo,
donde los lugares de confrontación sólo en un sentido nuevo, des-centrado, podrían ser
llamados “políticos” (para expresar algo similar algunos teóricos introdujeron el término, a mi
juicio no del todo satisfactorio, de in-político). Pero si usted cree que todo es política se vuelve
inútil cualquier discusión. Por mi parte, repito, no creo en esa “política”, porque la considero un
espacio cerrado que despotencia prácticas esencialmente autónomas que al ser subsumidas
en una unidad pueden así ser dominadas-asimiladas por el Sistema. Más bien definiría la
política (o la in-política) como una multitud de acciones sin centro, erráticas o perversas, o
como una polifonía que ninguna unidad teórica y ninguna práctica “política” de partidos
pueden suprimir. Preferiría, como han hecho otros críticos de la carta, de una manera incluso
más violenta, que me tratara de teólogo, de místico o de religioso, antes que de “político” a
secas.
– Por otra parte, ¿de qué “ley de la interpretación” y de qué “jerarquía” está usted hablando?
¿Acaso de la “llave maestra” que conduce desde la jerarquía de la “ciencia” a la jerarquía
como Saber? Me parece que con esta remisión a las “jerarquías” usted muestra, claramente,
el lugar donde se pone para desarrollar su discurso crítico-teórico-interpretativo. La jerarquía
no puede ser sino la del Saber manifestándose como amo-del-saber.
– Quisiera que usted advirtiese que para mí el no-matarás es imposible (porque de hecho se
mata), y que, a su vez, es lo único posible (porque si se asumiera el matar como
un principio no existiría humanidad). Decir “asumir lo imposible como posible” equivale a decir
“asumir el no-matar como si se pudiera o fuera posible no-matar”. Yo articulo esto con lo
empírico-trascendental que, como es sabido, Kant desarrolla de manera insistente en La
metafísica de las costumbres, en la Crítica de la razón práctica y de una manera extrema, a mi
juicio, en su Opus postumum.
– Continúo con una pregunta: ¿a qué “ideales de ayer” se refiere cuando dice que los mismos
han tenido “una acción devastadora”? ¿A los ideales de libertad y de fraternidad sostenidos
por los “socialistas”? ¿Al ideal de poder hablar, transitar, alimentarse, vivir sanos, leer…? No
creo que éstos sean “ideales” en el sentido de abstracciones. Son, más bien, formas
esenciales del existir del hombre. A las luchas infinitamente múltiples que tratan de
efectualizar estos “ideales” es a lo que yo llamo in-política, o, si usted acepta la expresión sin
escandalizarse, política-no-política. ¿Son utopías? ¿Son una “vieja utopía”? Sí, es posible que
sea una utopía casi tan vieja como los hombres. Los hombres lucharon y luchan por todas
estas ideas o ideales que usted llama “utopías”. Si no lucharan se volverían cosas y el
Sistema (al que podemos tal vez ya no podamos seguir llamando “capitalista”) habría
culminado su proceso de alienación-reificación como forma de un mecanismo “automático”
sin-hombre (Marx). A este tema usted seguramente lo puede haber visto desarrollado en mis
libros El abandono de las palabras y en El‘otro’ Marx, aunque no me hago ilusiones al
respecto, ya que, de haberlo hecho, yo no tendría necesidad ahora de explicitar mi
vocabulario.
– En cuanto a la palabra “yo” coincido con usted en que es “temible” y que produce “vértigo”.
Pero el énfasis es válido cuando se trata del “yo” metafísico-sustancial y no lo es cuando uno
se refiere al uso común, cotidiano, del término. Porque, ¿qué es, si es, ese “yo” terrible?¿El
“yo” burgués, el “yo” prepotente del ego-ísmo, de la ego-latría, del ego-centrismo? Pero, ¿y si
dijéramos que llamamos “yo” a la manifestación-mundo en un ahí sin lugar, y que
llamamos mundo a lo que se manifiesta como lugar en lo que llamamos “yo”? Es posible que
entonces, al ser ubicado en otra problemática, lo “temible” del “yo” desapareciera. Digo
“llamamos” para evitar que el “yo” se vuelva un ente, una cosa. En relación con este tema
habría, por lo tanto, que hilar muchísimo más fino y más allá del “vértigo” hundirse en los
interminables textos del “idealismo”, desde el yo como infinito-en-acto de Descartes hasta
llegar a Husserl y Heidegger, entre otros. Quiero decir que es un camino intrincado que, si uno
quiere recorrerlo, implica mucho tiempo y mucha, digo, es posible, dedicación artesanal, como
la de pulir lentes, por ejemplo. Por otra parte usted, que ha recordado el nombre de al menos
de algunos de mis libros, podría saber que en todos ellos he realizado una permanente crítica
a la idea del Yo y de sus efectos. ¿Cree, por otra parte, que la aniquilación del “yo” puede ser
fruto de una teoría o que se trata, más bien, de una práctica que pone en juego la vida
misma? Si fuera sólo un problema teórico ¡qué fácil resultaría superar el “maldito” Yo
sólo diciendo que se lo supera! Pensé y pienso, actué y sigo haciéndolo, en el sentido de la
frase de Rimbaud que interpreto, perdón, casi, como un mandamiento: “hacerse vidente (y
esto es para mí superar el yo) mediante el desarreglo sistemático de todos los sentidos” o
“consumiéndonos a nosotros mismos”, como dice Kafka. De manera tal que caminamos por
distintos rumbos…
– Todo se complica: (yo) que no existo (¡entiéndame!, como sustancia) soy (este “soy” va
tachado) inocente y  culpable. Todo se juega en este “y” que abandono como un misterio a su
lógica científica: en un nivel soy inocente, en otro nivel soy culpable, en otro soy inocente y
culpable, y, finalmente, no soy ni inocente ni culpable (tachando, para no entrar en cuestiones
más sofisticadas, los “soy” de las frases anteriores). Me gustaría pedirle que lea, en el caso de
que no lo haya leído, el hermoso capítulo “el convidado de piedra” de Los inocentes de
Herman Broch, donde el problema de la culpa emerge en toda su grandeza. Salvo que piense
que también Broch (como yo, según su calificación ) trata de manera “patética” (¿patética para
quién?) el sentimiento trágico de culpa que produce un asesinato. A este hecho seguramente
usted lo considerará producto del estupor o, en todo caso, un tema literario. Pero da la
casualidad que yo no hablo de oídas sino de un hecho real, un hecho que viví y sentí y sigo
sintiendo realmente, y no de una comidilla entre intelectuales, ni de un acto heroico, ni de un
simple mea culpa . Para usted, sin embargo, se trata de una torpeza mía. Puede ser. En el
mundo donde usted y yo vivimos, en este mundo donde lo común es hacernos los tontos o los
“vivos”, o jugar a cobardes, siempre es torpeza asumir las propias, en este caso mis propias,
responsabilidades.
– En esta culpa se trata de una culpabilidad/responsabilidad que excede todo, precisamente
porque ya no hay “todo”, allí, en esa trascendentalidad, o podría decir de otro que todo, o de
“otro modo” que “todo” (o ser). Tal vez sea más accesible decir culpa de la culpa. Por
supuesto que esto abre a la temática de la decisión y de la reacción, o a la problemática
filosófica de la animalidad, de lo animal o al cuándo y cómo de lo animal.
– Es sorprendente el capítulo que usted titula Hoy. Dejo de lado el extenso lamento que
culmina en la “cultura fusión” para detenerme donde dice que mi carta se llama “Derrota”- Dice
que “la historia muestra”… (sin advertir que la historia no muestra ni demuestra; o, mejor
dicho, su mostrar siempre pertenece al orden de la idea) “que se ha impuesto un poderoso
deseo” ¿Qué deseo? Pues nada más y nada menos que el deseo “de coexistir… de convivir
con el asesinato de millones de personas” ¡Qué frase! ¡Qué deseo! ¡Convivir con el asesinato
de millones de personas! ¿Quiénes son los que tienen semejante deseo? ¿Está hablando de
usted, de mí, de los alemanes, del “pueblo”? Más bien pareciera todo lo contrario, que la gente
en general no tiene  ese  deseo. No creo, además, que usted lo tenga. Pienso, más bien, que
se trata de una expresión infeliz. ¿O de un deseo inconsciente? Pero en este caso “todas las
vacas son pardas”…y habría que comenzar de nuevo desde el principio. ¿O no?
– ¿Usted habla acaso de un deseo sin quien, sin sujeto, de un deseo-sólo-deseo, una
pura forma que suprimiría toda libertad y, en consecuencia, toda responsabilidad? ¿de una
suerte de marca infinitamente despiadada a la que se podría, de ser así, llamar “hombre”?
¡Esta sí que es, en un sentido peyorativo, una idea religiosa-metafísica! ¿Un deseo de maldad
inconsciente? ¿El deseo de gozar en el mal o del mal como gozo, llevado a un Absoluto
irredimible? Si ese deseo (pero ¿de quién? ¿de un yo-sujeto? ¿de una animalidad absoluta?
¿de un Dios?) es deseo de “convivir” con millones de víctimas “asesinadas”, entonces
consecuentemente se debe desear que existan esas víctimas para poder desearlas como
víctimas… Sólo puedo pensar al respecto las siguientes posibilidades: 1) que usted no
advierta aquí las consecuencias de lo que dice, 2) que diga mal lo que piensa, 3) que diga
bien lo que piensa, en cuyo caso –en el que no creo- sería un apóstol de la Maldad Total. Pero
si verdaderamente fuera así ¿cómo podría juzgar? Lo puesto en juego, seguramente usted se
dará cuenta, es la estructura última de la moralidad: el libre arbitrio.
– Filosóficamente esto es plausible, en cuyo caso hay que extraer las consecuencias, y entre
ellas, la primera, es que su crítica a mi carta se vuelve no sólo inconsistente sino imposible. Si
existe malignidad formal no puede haber humanidad, pero como de hecho hay humanidad
debemos pensar en una oscilación, una anterioridad impersonal y neutra, que rompe con el
mal absoluto.
– En lo que sigue debo darle la razón: sí, creo que somos culpables, ya sea como “especie
humana”, como pueblos o como individuos. Me parece que hay algo que nos perturba
(¿nuestros instintos, nuestra animalidad, o qué?), algo que nos duele y nos requiere. ¿O
acaso toda la carnicería humana, las persecuciones, torturas, genocidios y guerras, no dejan
ninguna huella en los hombres? El torturado, el herido, el muerto, ¿no sobreviven de alguna
manera en nosotros? Feliz usted, Jinkis, que no se siente responsable, que se siente o se
quiere inocente desde que nació. Mas a pesar de su “alegría” me parece que no podrá ignorar
que aquí hay al menos un problema. Perdóneme que traiga a colación una referencia y dos
textos. La referencia es a la trilogía de A. Cayette, “Todos somos asesinos”, “Y se hizo justicia”
y “Antes del diluvio”, tres películas que plantean de una manera excepcional el tema de la
culpabilidad. Los dos textos son respectivamente de E. Levinas y de Héctor Schmucler. El
primero dice: “…todos los hombres dignos de ese nombre son responsables entre sí”, “Yo
mismo tengo, siempre, una responsabilidad por sobre toda otra cosa, pues soy responsable,
además, de su responsabilidad”. “En la Torá este proceso [de las mutuas responsabilidades]
se repite hasta el infinito”. El segundo, en una carta a la revista La intemperie, habla de “una
responsabilidad… que ningún castigo puede saldar”, una “responsabilidad primordial, previa a
todo acto, que acompaña nuestra condición humana”.
– Creo que la culpa no es únicamente un sentimiento poderoso sino ante todo el ser (una
generalidad, por supuesto) que va hacia la nada y se siente culpable de su nacer, de haber
abandonado el no-ser. El hombre se siente culpable como ser-de-la-nada, como destinado a
morir o ya muerto en su primer muerte, que lo despoja en el presente de toda memoria,
concepto o pasión. La vida implica la culpa, ante todo, de necesitar la muerte. La vida implica
el dolor y la muerte, necesita la separación y la muerte como su propia posibilidad y su
destino. La culpa es ese sentido (espacial, direccional) del hombre hacia-la-nada. Es
ontológica: somos eso. Las Escrituras giran alrededor de la culpa porque recogen una historia
sangrienta y la subliman llevándola hasta el aniquilamiento de la criatura. Por esto Jesús se
presentó como “redentor” de la culpa a través de su muerte. Cabría preguntar ¿qué muerte? y
¿qué culpa-sin-culpa? ¿o se tratará de la culpa por una culpa masiva que no comprendemos
pero que conocemos (la conocemos en su existencia)?
– No ignoro que en esta discusión se oye como en sordina el inmenso grito de furor irredento
del sacrificio. Es a ese furor, no puedo dejar de decirlo, que se opone inexplicablemente la
pasividad “divina” del eros griego, del ágape cristiano, de lo sublime kantiano, así como de la
mística y el arte. Creo que las dos grandes mitologías de occidente, la judeo-cristiana y la
helénica, narran el hecho intemporal de la culpa. En un caso de la separación del hombre de
Dios, de la naturaleza y de los otros hombres, una culpa inmemorial y además sangrienta, una
culpa trascendental en cuanto potencia de lo humano y empírica en cuanto hecho concreto
(culpas que hasta hoy claman, en nuestros cuerpos, en nuestras conciencias o en nuestros
inconscientes, por una imposible redención). En Grecia es el reguero de sangre de la tragedia
el que expresa la culpa, también irredenta, salvo, tal vez, en el caso enigmático y místico
del Edipo en Colono (el “ojo de más” según Hölderlin). ¡Qué itinerarios!
– Respecto a los judíos me parece que hay un relato bíblico que es esencial en relación con
este tema. Dios le ordena a Abraham que le sacrifique su hijo Isaac. Se trata de una orden
(una “tentación”) que en apariencia contradice el principio de “no matar” dado por el mismo
Dios. Pienso que Dios, al detener la mano de Abraham por intermedio de su ángel, le puede
haber dicho: ¿Cómo te atreves a desobedecer mi principio? ¡Ni por una orden mía debieras
haber intentado violarlo! A lo que Abraham le podría haber contestado: nunca pensé en matar
a Isaac, aunque iba a hacerlo, pues Tú has ordenado no matar y sabía que no podías
contradecir Tu palabra eterna e inviolable, por lo cual en los hechos, yo, que iba a matar a mi
hijo, sabía que el acto estaba en suspenso. No en balde Abram había pasado a ser Abraham,
porque Dios quiso poner su “h”, la primer letra de él, generador de pueblos, en medio del
nombre. También el relato de Caín es ilustrativo, Dios no lo castiga por la muerte de Abel, ya
que la muerte recién comienza a existir en el instante último de la ignorancia de Caín, quien
crea la muerte, sino que lo castiga porque el no-matarás es Dios mismo, y a eso no podía
ignorarlo Caín en cuanto criatura creada por Dios. Hay un paso de lo empírico a lo
trascendental donde se juega la vida de Caín y donde comienza nuestra herencia.
-En el capítulo titulado “Descubrir la culpa” usted comienza diciendo que soy tan sincero como
“inauténtico”. Lo que escapa a su atención es el papel de la paradoja en el orden del
pensamiento: me acusa porque para mí “no todo es lo mismo… pero todo es lo mismo”
(Levinas lo dice mucho mejor que yo: “el otro dentro de lo mismo”). Lo que aquí falla es el
Saber, pues el Saber es la antítesis de la paradoja. Alguien Sujeto al Saber no puede advertir
el papel de la paradoja, de esa “saturación” que abre a un espacio fuera de la ciencia, a un
espacio que podríamos llamar poético o a lo mejor místico-filosófico sin metafísica, quiero
decir sin onto-teo-logía, o sin fundamento (¿o usted cree en la existencia de un “fundamento”
del hay?). Mi afirmación es tan simple que parece críptica, pues sólo se la puede captar si se
destituye el “maldito” “yo” del que hablábamos antes. Para la ideología-del-sentido-común por
supuesto que dicha afirmación debe necesariamente aparecer como críptica. Detengámonos
un instante. En un nivel (espacio o como se lo quiera llamar) todo es (el Soy-Soy de la Biblia,
el Uno-Uno de Platón, hasta el hay-se-da de Heidegger), pero en otro nivel están los seres,
los entes en su multiplicidad inconmensurable. Si no se entiende esta diferencia es imposible
no caer en las contradicciones de lo general y de lo particular. Y algo semejante ocurre con el
“dios-sin-dios”. ¿Cómo alguien puede decir dios-sin-dios? Para usted se trata de un vacuo
juego de palabras… sin advertir que en este último caso es el comienzo de un poema de
Heidegger : Dios sin dios/ solo, vacío/ de cosa/ vuelto a morir/ vuelto del entorno/ del primer
poema/ del ser. Lo que, por supuesto, no quiere decir nada, o sólo pretende señalarle una
historia… de palabras, o de paradojas.
– Sólo una lectura desatenta puede hacerme decir lo que usted me hace decir burlándose de
expresiones como dios-sin-dios o posible-imposible. ¿Qué le ocurriría, entonces, si leyese al
poeta y místico alemán Angelus Silesius, inspirador desde el idealismo alemán hasta del
mismísimo Heidegger e incluso hasta de Levinas, por no hablar de Derrida, quien le dedica un
libro? ¡Sería el acabose! Para un racionalista consumado y dueño del Saber sería el fin,
porque se vendría abajo el Saber construido con tantos sacrificios por la Razón. O si, por
ejemplo, tomaran en serio a Bataille cuando habla de “oír el grito que no se oye”. Me acusa de
caer en lo sublime. Es posible, lo acepto, pero no en lo sublime de las almas-bellas sino en lo
sublime místico, estético, erótico, filosófico… Sin estos “temas” pienso que el pensar se vuelve
un desierto, el desierto del nihilismo de la técnica como hecho “cultural” o edad (¿conclusiva?)
de la “historia”.

– Para mí, según sus palabras, la derrota tiene otro nombre: se llama “Decepción”, nombre
que “es el nombre actual de la política adjurada”. Usted se niega a entender que yo
efectivamente adjuro de su idea de la política, que es, a mi juicio (y debo repetirme) la política
que respeta los límites fijados por el Sistema para el pensar y el accionar “político”. Habiendo
escrito hasta el cansancio sobre este tema me resisto a que me haga decir precisamente todo
lo contrario de lo que digo, me niego a que me interprete según las necesidades retóricas de
su discurso. Más aun: me gustaría saber qué entiende usted, más allá de la sola palabra, por
“política”. ¿Cuál es su política? ¿La peronista, la comunista, la trotskista, la del ARI, la
maoísta? ¿O su política sólo consiste en nombrar la palabra “política”? Debo decirle que no
sólo no abandoné la política sino que estoy hasta el tuétano en la política, en lo que yo
considero que es la política: la poesía, la pintura, la música, el éxtasis, la mansedumbre, el
pensar filosófico, la piedad, la justicia, la responsabilidad, la mancomunión, la solidaridad… Es
claro, que para aceptar esta idea de la política hay que descolocarse respeto a la mentalidad
científico-positivista de lo que podríamos llamar “la era técnica”. Por supuesto que me gustaría
ser un “santo” que se espiritualiza, como usted me dice burlonamente desconociendo según
parece el uso estricto, religioso, de la palabra “santo”. ¿O usted piensa agredirme diciéndolo?
Además no debiera intercalar en su texto aseveraciones que no son ciertas: yo nunca admiré
a Trotsky. ¿Se olvida acaso que fui comunista estalinista? Y respecto a Lenin ¿sabe usted
que en México, hace ya más de 20 años, escribí un libro en el que criticaba la teoría “y la
práctica leninista”, libro que, por otra parte, me valió un furioso ataque de Ernest Mandel y de
Adolfo Gilly, dos conocidos trotskystas? Tampoco simpaticé con el ERP, lo que no fue un
mérito mío sino que así fueron las cosas. Me parece que tendría que ser más cuidadoso con
lo que le hace decir a los otros, en este caso a mí.
– La frase “asesinos seriales” se ha convertido, al margen de mi voluntad, en una suerte de
“trampa para rubias” macedoniana… trampa en la que no sólo cayó usted sino que también
cayeron, mala suerte, Ritvo y Grüner. Pero, me pregunto, ¿por qué les molesta tanto que
diga asesinos y no criminales, y que agregue “seriales” en lugar de, por ejemplo,
multitudinarios, múltiples o masivos…? (lamento decirle, por otra parte, que la expresión
“asesinos seriales” no la tomé del cine sino de Thomas Bernhard, lo cual demostraría en
ustedes un cierto apresuramiento). Me parece que aquí se juega algo de un orden distinto al
de la mera enunciación. Yo le pregunto ¿a Aramburu se lo ejecutó o se lo asesinó? ¿Cómo
hay que llamar a quienes lo mataron? ¿Cuál es la diferencia entre asesinar y ejecutar? Lo que
está en juego ¿no será el Estado y la ética? Me dirán: ¡Pero por qué los llama “asesinos” si se
trataba de jóvenes idealistas que querían hacer una sociedad mejor que esta en la que
vivimos! ¡Por Dios, del Barco, no debiera confundir las cosas! Y mucho menos emplear la
palabra “seriales”, que pertenece al “lenguaje cinematográfico”. Me sorprende, Jinkis, que en
lugar de pensar en los hechos usted se detenga en las palabras, que no se preocupa por los
millones de muertos sino por las palabras con las que designo a los que realizaron las
matanzas. ¿Tendré entonces que suavizar mi vocabulario y utilizar palabras no pervertidas
por el cine y, en este caso, por la literatura, para que se preste atención a lo que las palabras
dicen, digamos a su “referente, o a la cosa misma que mentan? Pero, dígame, ¿usted no se
tomó el trabajo de leer, por ejemplo, Terrorismo y comunismo de Trotsky, o alguna de las
grandes biografías de Lenin, por ejemplo la de Heléne Carrere d’Encausse, publicada por el
Fondo de Cultura, o la de Robert Service, publicada por siglo XXI, entre otras? ¿Leyó algún
libro “serio” sobre el Che Guevara, por ejemplo el de Anderson, y sobre la revolución rusa, por
ejemplo el de Figes? Por más que usted ocupe el lugar del Saber me parece que eso no lo
exime de informarse al menos antes de hablar ex-cátedra.
-Respecto a lo que usted llama sarcásticamente mis 50 años de “inocencia” debo decirle que
de nuevo se equivoca. Estuve en el partido comunista alrededor de 15 años, pero además de
la militancia política escribí sobre Gramsci, Lévi-Strauss, Bataille, además de narraciones,
poemas, traducciones, y además tuve hijos y tuve que trabajar duro para ganarme la vida. Las
cosas no son tan simples como usted las presenta. Fui, un poco más que inocente, tal vez fui
loco. Particularmente en política. Y por lo general me equivoqué. ¡Qué vamos a hacerle! ¡Feliz
usted que nunca se equivocó! Usted se burla de mi “extraordinaria inocencia”, pero debo
confesarle que, desgraciadamente, fui inocente y (subrayado) culpable. Esto le resultará difícil
de aceptar porque para lograrlo tendría que escucharme como un ser distinto a usted. En este
sentido tal vez podría inspirarse en Nietzsche, quien decía que él era “el criminal Prado”, que
era “todos los hombres”. Usted me responderá: ¡pero Nietzsche estaba loco! Y es cierto, a
condición de entender por locura la posibilidad de sentirse y de ser trascendentalmente todos
los hombres, o de sentir en sí la responsabilidad, la culpa, el dolor y la alegría de todos (por
favor, lea en este “todos” algo más que una simple abstracción) los hombres. Loco para el
Saber, pues el Saber siempre llamará locos a quienes lo exceden, a ese más de la razón que
pega chillidos y se caga encima. Acuérdese del texto, que seguramente ha leído, de Foucault
sobre la locura como lugar del máximo conocimiento (en Hölderlin, en Nietzsche, en Artaud…
y en tantos otros). Pero para su lógica binaria alguien sólo puede ser inocente o culpable,
nunca las dos cosas a la vez, nunca puede ser el paraguas y la máquina de coser al mismo
tiempo y en el mismo espacio de la mesa de operaciones. ¿Por qué no puede? Porque en tal
caso se vendría abajo el mundo, quiero decir el mundo de la Razón, de la ciencia y de la
técnica, además de lo que usted llama, mientras se escandaliza que yo utilice “seriales”,
“cultura fasion”, ¿o me equivoco?
– Me acusa también de sostener una “responsabilidad sin sentido” negándose a entender que
cuando digo “sin sentido” estoy diciendo sin sentido trascendente (o sin Dios, para ser breve).
Lo que equivale a decir: no hay Dios pero soy responsable, no sólo ante la sociedad sino ante
un más excesivo e impensable por excesivo. Sería cómodo decir que soy responsable ante
Dios o ante la sociedad, pero no sólo responsable empíricamente sino, para volver de nuevo a
Kant, idealmente, de una manera por completo incomprensible. Por otra parte y refiriéndome
al mismo párrafo me gustaría preguntarle si su “política”, y se lo pregunto ya que es el terreno
donde usted se ubica y quiere ubicarme negativamente a mí, ¿consiste en interpretar? ¿en
estar sentado inocentemente interpretando como hace conmigo?
– Al final del párrafo recurre a Levinas para decir que mi política es “mala” pues me excluyo de
la política (el mal –según Levinas- consistiría en excluirse de las consecuencias de las ideas y
de los actos, es decir, ser i-responsable). Usted quiere decir que me excluyo de su propia idea
de la política y que esto está mal. Efectivamente es como usted dice: me excluyo de la política
de las ideologías, de los fundamentos trascendentes y de los “partidos” políticos, vale decir de
lo que usted llama “política”.Pero esto no es algo que mantenga oculto sino que es
precisamente lo que digo y hago. Hay un número de la revista Nombres, que sacamos en
Córdoba, donde trato este tema. Yo le preguntaría ¿no puede usted pensar seriamente en una
política de la “debilidad” (en su doble genitivo) y de la beatitud, en el aquí-y-ahora
del instante que somos usted y yo y todos? ¿No le dicen nada en serio, es decir
dramáticamente, que personas como Tarkovski haga un elogio de la debilidad (¡y qué elogio!),
o que Norberto Bobbio al final de su vida reconozca que el más alto tipo humano es el manso?
¿Sócrates y Jesús, lo mismo que Buda cuyo último sermón consistió sólo en levantar una flor,
no le dicen nada digno de pensar? ¿Usted cree que se trata de mitos y de utopías? ¿Y la
desconstrucción de los principios básicos de la metafísica: Dios, Ser, Razón, Voluntad, Bien,
etc, no le dicen nada en cuanto a la posibilidad de la debilidad, de la pobreza, de la carencia,
como formas de ser deseables “políticamente”? La resistencia pasiva frente al poder de los
honores, del reconocimiento, del Saber y del Poder, de la buena vida, de los premios, de las
becas, de la Academia, ¿no le dicen nada “político”? ¿En qué mundo vive usted? ¿En el de
los triunfadores? ¿En el de los teóricos-sabios? ¿No le dicen nada “político” la vida y la obra
de Juan L. Ortiz o de Macedonio Fernández, entre tantos otros? ¿Por qué no puede tomar en
serio el mandamiento o la súplica del no-matar, así como no pueden tomar en serio,
“políticamente”, el amor, la creación, el solo pensar? Cuando digo “en serio” quiero decir dos
cosas: 1) que no se trata de algo utópico, 2) que se trata de una forma de vida posible ya, de
usted, Jinkis, de Grüner, de Ritvo y mía, y no de algo para las calendas griegas, para las
generaciones futuras, esas propuestas que suenan a utopías protectoras: vivimos como
buenos burgueses pero soñamos y deseamos (¿?) una sociedad justa, libre, etc., y a esto lo
consideramos “ética” o “política”. Usted me dirá: ¡no haga retórica, del Barco! Y bueno, es
precisamente de esto de lo que estamos discutiendo, de nuestras propias formas de vida y no
de nuestras respectivas erudiciones filosóficas, sociológicas, literarias y/o psicoanalíticas.
– Para entender (pero no se trata de entender sino de algo del orden de las pasiones) que
cuando me refiero al Pupi diciendo que sentí su muerte, en el instante en que la narraba
Jouve, “como si fuera la de mi hijo”, tendría que aceptar aunque fuera de manera hipotética lo
que se llama mística. Pero seguramente usted dirá: “seamos serios (¡siempre la seriedad
retórica de la “ciencia”!) y dejémonos de misticismos e incomprensibilidades”. Claro, desde un
punto de vista común y cotidiano el Pupi no fue ni es mi hijo; pero a partir de este
reconocimiento extremadamente banal comienza lo que para mí es el verdadero problema,
que es trascendental (¡por Dios, no vaya a leer trascendente). Allí es donde se plantea el “yo
soy todos los hombres” (luego: yo-no-soy-yo, porque deja de haber Yo). Allí es donde el Pupi
entra en mí de una manera devastadora, como “hijo del hombre”, y donde yo soy su padre y
su hijo, porque precisamente no hay padre ni hijo sino, para usar una conmovedora frase de
Hegel, “la inmanencia absoluta de la trascendencia absoluta”. ¿No recuerda además el “sí, yo
fui mi padre y mi hijo” de Beckett (ya que usted cita sin ton ni son), y el “no tengo padre ni
madre” de Artaud (una obviedad, por supuesto, ¿pero por qué suena como un trueno en el
silencio anunciando o enunciando…¿qué?)? ¿o el “No tengo mi hijo, soy mi hijo” de Totalidad
e infinito? ¿Pero cómo va a aceptar esto que digo si no acepta que existe “una
responsabilidad sin sentido”, sin concepto y sin logos o discurso, y si está identificado con
el logos en una situación de Amo “lógico” y “científico”?
– De paso (y el “como de paso” es casi un “método hermenéutico” en usted, pero también en
Ritvo y Grüner) critica el “amarás al prójimo como a ti mismo” desentendiéndose de la
problemática que el mandamiento implica, ya que, al menos en parte, la exégesis filosófico-
teológica judía y cristiana interpreta que el amor al prójimo es el sí mismo, con lo cual el sí
mismo desaparece en el amor que lo constituye, en caso contrario la Biblia estaría poniendo el
Yo, el “sí”, en el vértice de las potencias, lo que es absurdo. El sí-mismo es el todo-mundo y
no una monada solipsista. El sí-mismo aislado y expansivo, sobre los otros y sobre el mundo,
es precisamente la raíz de lo que llamamos “mal”; ponerse uno-individuo como ajeno es la
posibilidad del dominio y la explotación. El “sí” es amor al prójimo, esto debe entenderse como
que no hay “sí”, por lo cual el amor es distancia, en tanto amor al más-allá-de-sí: el amor
como más que ser, o fuerza de resistencia (a este mundo) y contestación (de este mundo);
“amor a lo lejano” en lo próximo como prójimo. El prójimo-y-lejano es lo infinito del sí como
amor. O algo así…
– Por supuesto que no es lo mismo matar a “sangre fría” que matar en defensa de un hijo…
Pero, en éste caso, ¿cómo sabe de antemano lo que va a hacer si “uno” es libertad?
Seguramente usted y yo mataríamos en defensa propia o de un hijo, pero reconociendo que
siempre en estos ejemplos se interpone la insondable libertad que solo se resuelve en el acto.
Además el ejemplo no es pertinente ya que se mantiene de nuevo en el plano empírico. El
acto mediante el cual yo mato es sin medida común o es inconmensurable con el principio que
establece no matar. Este principio como tal principio es la posibilidad misma de mi existencia
como ser humano. Dice Levinas que el “‘No matarás’ es la primer palabra del rostro […] hay
en la aparición del rostro un mandamiento” (digamos, inaccesible). Pero puede estar de más,
si a usted jamás se le planteó, lo que es excusable, el problema del rostro como pre-
ontológico y como manifestación o gracia.
– Respecto a su pregunta sobre si yo no me convertiría en un asesino por interpósita persona
al dejar que maten a mi hijo, le diré, repito, que yo creo que mataría a quien viene a matar a
mi hijo, pero agregando que esencialmente esto no demuestra nada. Y respecto al relato
bíblico de Abraham y de Isaac debo decirle que éste indica el momento en que se detiene el
filicidio, pero incluso va más allá y establece que de ninguna manera se puede matar. Dios,
repito, le dice a Abraham: no mates ni siquiera porque yo te lo ordeno (el mandamiento o
principio está incluso por sobre Dios mismo o es Dios mismo, como sugiere Kant). Se produce
así una subversión absoluta que toda exégesis debe tomar en cuenta. Pero esto ya nos
alejaría de nuestra discusión. Quiero, sin embargo, agregar que para mí lo que llamamos
“hombre” es manifestación-de-mundo y no un animal-racional (o es racional en un sentido
distinto a lo que comúnmente se entiende por racional), carnicero o no de acuerdo a las
circunstancias. Este hecho-de-mundo no es histórico, es mundo como ahí de sí mismo. Al
respecto la primera parte de mi libro Exceso y donación está dedicada a este problema, pero
no creo que usted pueda interesarse por el tema del exceso y mucho menos por el tema
del don.
– El párrafo de su artículo que comienza “Digamos sí que el llamado de del Barco…” es una
verdadera síntesis de lo que considero su incomprensión: yo no entiendo “supresión de sí”
como suicidio sino como exceso, como más del yo o como estado extático del más-allá-del-
hombre (la famosa “revelación” nietzscheana). Sólo así podría haber perdón, en un fuera del
tiempo, ya que en el tiempo no puede haber perdón al ser imposible retroceder hasta el acto
mismo, y sin el acto el perdón pierde su sentido, es un acto empírico-formal que destruye
precisamente la posibilidad del perdón. Por lo tanto no se trata de un “renovado deseo
asesino”: suprimirse a sí mismo quiere decir ir más allá de sí y no suicidarse, como usted me
hace decir. Pero para ser sincero no me disgusta su idea, me recuerda a Morton Feldman
diciéndole muy bajito a Cage “déjame darte el pésame por tu persona”. (Respecto a que este
deseo mío de suicidarme o de asesinarme esté “enredado” con eros, en realidad no sé a
cuento de qué viene, pero si fuese así ¿qué? ¿qué quiere decir? ¿qué pasaría?). Respecto a
su sentimiento de “alegría” provocada por el reconocimiento de que “el mal no es un principio
absoluto”, habría que volver a la idea de “mal” en Kant, a la idea de “mal radical” (en las
raíces, en la conformación) e incluso a ese extremo, frente al que incluso Kant retrocedió, del
“mal formal”. Todo esto, por supuesto, entrelazado íntimamente con la idea incomprensible de
la libertad. Me parece que es necesario detenerse en Kant para profundizar en estos temas. El
“mal”, en resumen, no sería para Kant un principio absoluto sino, podríamos decir, el
desfallecimiento de una libertad empírica.
– Luego usted sostiene que a partir de mi gran Decepción “me retiro –platónicamente- de la
ciudad”. Después de lo que vengo diciendo sólo me cabe preguntarle en un tono muy bajito:
¿cómo lo sabe? ¿cómo sabe además que Platón abandonó la política? ¿y su desgraciado
intento por ayudar a Dionisio en su gobierno? ¿y La república o El político no le dicen nada?
¿No abandonar la “política” significa para usted seguir sentado en su sillón? Según usted yo
abandono “la crítica política (que debiera ser severísima)”; ¿debiera? ¿abandono? Usted no
sabe nada de mi vida para semejante ataque verbal. Pero tiene, al menos, esa carta mía a La
intemperie, la cual pese a que usted la considera totalmente “abstracta” y apartada de la
política lo ha motivado, a usted y a sus amigos, tan “políticamente”… ¿En qué quedamos, mi
carta es a-política o política? Por otra parte, desde hace por lo menos 30 años (¡!) que critico
a esa izquierda, ¡y usted me acusa de no hacerlo! ¡Por favor! ¿Y usted qué hace respecto o
en eso que llama política? Además me acusa de “transferencia de culpabilidad”:
¿transferencia con usted, con el mundo o con todos? Y, sí, verdaderamente “colectivizo la
culpabilidad”, pero en un sentido que usted ni se imagina. ¿Se acuerda de los Demonios de
Dostoiewski, de Los justos de Camus, de Primo Levi sosteniendo la sospecha “de
que todos somos el Caín de nuestros hermanos, de que cada uno de nosotros (y esta vez
digo ‘nosotros’ en un sentido muy amplio, incluso universal) haya suplantado a su prójimo y
viva en lugar de él”? ¿el terrible descubrimiento de los campos no fue así semejante al
apotegma nietzscheano? Es por ahí, me parece, entre tantos otros posibles itinerarios no
teóricos y también teóricos, incluida sin duda alguna la Biblia, por donde tal vez se debiera
comenzar a pensar el problema. Pero, ¡qué vamos a hacerle! Usted quiere no tener culpa,
quiere seguir viviendo tranquila, inocentemente…
– Usted dice que “mi protesta de inocencia” “borra –de manera ‘cómplice’- la identidad
personal, política… de las víctimas”, y agrega que yo “abro la puerta a la distinción entre
víctimas inocentes y culpables” y que esta distinción “es un triunfo enemigo”: si las víctimas
resisten –me hace decir- se vuelven “responsables de la acción enemiga”. Esto es absurdo.
Lo que en realidad yo digo es (a) que se trata de dos órdenes distintos que usted en ningún
momento toma en cuenta, (b) que las llamadas “víctimas” no eran, en un orden empírico,
“inocentes”, pues ellas también (¡ay!) mataban y se preparaban (con todo lo que este término
implica de algo tremendo) para matar. Pero este es un reconocimiento de los hechos y no una
retórica tendiente a hacer de todos lo mismo. Lo digo in extremis: si nos invaden, como si
quieren matarnos, nos defendemos a muerte, y, sin embargo, el principio o mandamiento se
mantiene fuera de la contienda con su exigencia de no matar. Digo, además, que el fin no
justifica los medios. Digo que todo hombre es sagrado, entre otras cosas porque no tiene
referencia de sentido con nada ni con nadie. Las víctimas eran víctimas pero
eran responsables de sus actos, y sus actos eran potencial y realmente de muerte, y con esto
no quiero decir que se los debía matar e infinitamente menos ¡por Dios! torturar. Repito, las
víctimas eran y no eran inocentes, y sostengo que esto me produce un intenso dolor. Pero
¿qué quiere usted que haga? Yo sólo puedo hablar por mí y no por usted ni por nadie; cada
uno se las arregla como puede, pero, por favor, no me haga decir constantemente lo que no
digo. Por ejemplo hacerme decir que yo “acepto la separación sin retorno entre ética y
política…”. Creo que desde que abandoné la “inocencia” vengo sosteniendo lo contrario. Y de
lo que otros me acusan, en relación con mi carta a La intemperie, es precisamente de que yo
confundo la política con la ética. Lo contrario exactamente de lo que usted dice.
– Luego viene la distinción entre el saber y el saber que creemos saber pero que en realidad
no sabemos, ¡claro! Y sin embargo, agregaría yo, hay algo, aunque sea un poquito, que sí
sabemos, por ejemplo que al Pupi, como a decenas de millones, lo asesinaron, aunque no
sepamos de sus inconscientes, ni hayamos experimentado sus muertes… Pero ¡qué
descubrimiento! El Saber dice que ignoramos lo que es saber. No estaría mal si siguiera en
esta dirección, pero de inmediato dice que “debemos saber” “defendernos” (¿de quién? ¿de
mí, en este caso?). “Hay que construir la posibilidad de saber” (¿del saber o del Saber? Y una
vez que logra tener este Saber ¿cómo se lo saca de encima?). Por cierto que si uno no es el
otro no podrá “entender” lo que le pasa a ese otro (¡qué buen silogismo!): para entender hay
que ser el otro. Estamos por fin en el comienzo, con ciertas resonancias rimbaudianas que de
prestarles su debida atención nos llevarían a reincidir en las paradojas. Si uno no es el otro
(¿y si lo fuera?) no puede tener las experiencias que tiene el otro, ¡chocolate por la noticia!
Pero en realidad el problema es ser-otro, o “despertarse violín”. Pero hay casos en que la
madera sólo quiere seguir siendo madera.

– ¡A qué confusión lo conduce una escritura que por querer ser “profunda” se vuelve vacía!
Basta leer la frase que comienza diciendo “No insistiremos en que la posibilidad de saber
[Saber en el que usted está instalado] no puede ahorrarse la crítica política”, y que “la elección
de la ética” (pero ¿qué entiende usted por ética? ¿acaso la proximidad del dios?) “es un efecto
de obediencia al terror”; ¿por qué? ¿qué quiere decir “obediencia al terror”? ¿la no-obediencia
implicaría un terror mayor, tipo Trotsky, en un alejamiento de la “política” cada vez más
terrorífico? ¿Obediencia al terror porque así, en el abandono de su idea de la política, el terror
sale ganando? Lo que usted plantea tal vez sin darse cuenta, al criticar precisamente lo
contrario de lo que yo digo, es una relación simétrica de dos terrores enfrentados en el mismo
espacio “político” del Sistema.
– Finalmente, en el último párrafo, dice usted algo cierto, pero ajeno a la carta que está
cuestionando. Dice que yo intento la construcción de una “teología” atea, a lo Wittgenstein.
Pero hay que tener cuidado con el uso de la palabra “teología” y “atea”, porque el lo que yo
trato de decir no tiene nada que ver con el Dios de la metafísica, y, en consecuencia, de la
teología. Más bien se trata de un más que teísmo o ateísmo, de una vacilación o una
inexistencia sin fundamento. A esto traté de decirlo en Exceso y donación, sin lograrlo, porque
no pertenece al orden del decir sino, más bien, al des-orden de la poesía, de la mística o del
amor, como puros estados abiertos: por eso nunca encontraremos un punto, todo lo críptico
que se quiera, que los sostenga ya sea en un sentido, en un sujeto o una sustancia.
– Jinkis: no creo en ninguna teleología salvífica, diga lo que diga Heidegger al respecto;
afirmo, por el contrario, el aquí-y-ahora. En este/ahora/hay se da un más incomprensible por
absoluto –no sé cómo decirlo-. Al término “salvación”, que tomo de la entrevista con Gelman,
me parece que tendría que entenderlo en su acepción vulgar, quiere decir: algo así como
poner en claro nuestra historia y, esencialmente, nuestra responsabilidad. No tiene, al menos
en este punto, el significado trascendental-religioso de “salvación” que usted le atribuye.
– En cuanto a su epígrafe kafkiano le diré que no existe, al menos para mí, un “verdadero
camino”, o más bien yo creo que no hay camino previo al andar que es el que hace camino, o
que llamamos “camino” a ese andar inmóvil, como “la flecha que vuela inmóvil” a la que me
referí en El abandono de las palabras. Además ese camino es en la tierra, o es la tierra, sí,
¿pero qué es la tierra sino, precisamente, ese camino?
– Yo digo que la verdad (pero ¿qué es la verdad sino epifanía y manifestación?) es salvación
en el sentido de lo abierto del aquí-ahora sin tiempo. En realidad no hay “salvación” si
pensamos en un salvarse empírico, porque no hay nada ni nadie que salve, no hay nada ni
nadie a quien salvar, ni, finalmente, ninguna cosa de la cual haya que salvar, lo que es, y aquí
termina el relato de la salvación y comienza otro que podría llamar, despojado de
connotaciones metafísicas, el de la presencia.
– Respecto a Gelman: en realidad usted confunde lo que dice Gelman con lo que digo yo, que
es lo opuesto. Yo me dirijo a lo que afirma Gelman y le pido que sea consecuente y que diga
la verdad, la verdad pedestre y sangrienta de su militancia. Pero lo digo porque él lo afirmó
antes como una necesidad; por eso se lo pido como un deber a él y a nadie más. Cada cual
dice y carga con lo que puede de su propia vida.
-En el texto al que se refiere la nota 5 de su artículo usted me acusa de “hacer protesta de
inocencia”, mientras que en todo el artículo me acusa de declararme culpable y de querer
arrastrar a todos a esa culpa. En realidad se trata de una divagación suya. Cuando usted dice
que al diferente que no acepta la diferencia no ” hay que aceptarlo”, ¿qué quiere decir? ¿hay
que matarlo? El “no aceptarlo” es demasiado amplio, y por allí puede colarse el terror
carnicero de la muerte. Pueden colarse Lenin, Trotsky, Stalin, el Che Guevara, Firmenich,
Santucho, etc. Esto es lo que usted no quiere aceptar: que hay un respeto digamos ontológico
(o religioso o como quiera), y que a su vez hay, como su opuesto, una acción mortífera que no
respeta al que no respeta. En un sentido Hitler, desgraciadamente, aunque no le guste, es
como usted y como yo, un ser-habla, o una criatura, o alguien semejante a Dios. Y en otro
sentido, también desgraciadamente (estoy pensando, por supuesto, en el texto de Borges),
es real-sensible, un real sensible al que seguramente de ser posible lo hubiésemos matado. El
problema del “respeto” (problema kantiano si los hay) es, me atrevo a sugerírselo, más
complicado de lo que usted cree.
– En cuanto a la nota 6 de su artículo: quiero decirle que si bien Levinas se defiende solo, no
creo posible sostener que él plantee “un principio que trasciende la experiencia”. En todo caso
la mirada, el rostro, son experiencias fundamentales a las que él les da una significación
ontológica (e, incluso, yo aventuraría, teológica). La ética, por otra parte, no “deja” a la política
sino que es el prius y la culminación de la “política” entendida, ya lo dije, como la realización
de la apertura trascendental de lo abierto que se abre en la constitución del hombre-sin-
hombre o como más-que-hombre.
Comentario al artículo de Juan Ritvo
– Al principio dice que “hay un mérito en la carta de del Barco”… pero se olvida de decir cuál
es ese mérito, y esto me resulta un poco, ¿cómo diría?, sintomático.

– Afirma seguidamente que “estamos acostumbrados (¿quiénes? ¿los argentinos? ¿los


hombres en general?) a ocultar nuestras faltas tras las notorias y escandalosas faltas de los
otros” (¿será acaso mi “mérito” haber hecho pública mi falta?). Luego da algunos ejemplos: las
madres de los muertos en Cromañón acusan al gobierno y no se culpan también ellas; los
empresarios y políticos populistas o de derecha acusan al gobierno de no tener un plan
económico y ellos nunca lo tuvieron; los que se conmueven con los discursos de Castro no
vivirían ni un minuto en la Isla… etc. Ahora bien, según usted yo hago lo mismo. ¿Por qué?
Porque “mediante un acto de contrición” quedo “encerrado en el mismo círculo” de aquello de
lo cual me arrepiento. De esta manera pasé de un “fundamentalismo” marxista
(fundamentalismo a causa de su “teleología” -me pregunto qué pensará Grüner de esta
afirmación tan grave -porque no se trata una pequeñez- que contradice explícitamente lo que
él sostiene-) a un fundamentalismo de la auto-punición. Digámoslo de otra manera: si alguien
predicara el bien en lugar del mal se ubicaría en el mismo círculo de valores pues de hecho
reconocería la existencia del mal, ya que sin mal no puede haber bien. Este es un “argumento”
válido en determinados niveles de abstracción, pero que si se generaliza se vuelve absurdo:
una maestra, por ejemplo, no podría decirle a un chico que no grite porque al decírselo lo
confirma en su acto de gritar… y si yo critico al partido comunista en realidad lo estaría
afirmando pues lo reconocería en su existencia, etc. ¡Es muy simple! Llevado a su extremo
ninguno de mis críticos podría criticarme porque al hacerlo confirmarían mi carta, o al menos
la problemática donde esa carta se inscribe.
– Respecto a mi fundamentalismo marxista-teleológico me gustaría recordarle que hace ya
muchos años escribí dos libros sobre Marx, Esencia y apariencia en El Capital de Marx y El
‘otro’ Marx, donde expongo crítica-analíticamente el pensamiento “filosófico” de Marx, como
para que usted me achaque sus propios fantasmas: este tema no puede conocerse por
ciencia infusa, quiero decir sin estudiarlo, como a cualquier otra “ciencia” (suponiendo que se
trate de una “ciencia”).
– Además, ¿por qué mi “arrepentimiento”, o mi “autopunición”, que es arrepentimiento por
considerarme responsable de la muerte del Pupi, sería un fundamentalismo? Yo reconozco mi
culpabilidad en la muerte del Pupi, pero no entiendo qué lo puede llevar a usted a sostener
que este reconocimiento y arrepentimiento constituye un “fundamentalismo”. En ningún
momento he pretendido convertir mis pasiones, estados de ánimo o conocimientos, en una
norma, en un “fundamento” y mucho menos en un deber ser universalizable. Usted confunde
un reconocimiento o, en última instancia, un ruego, con un mandamiento.
– Usted está mal informado. En ninguno de mis escritos, cursos, charlas o actividades
específicamente “políticas”, he sostenido que “la demanda puede ser satisfecha” o que “el
discurso y el absoluto pueden reunirse”. En todo caso he dicho exactamente lo contrario: la
necesidad de abandonar el discurso, las palabras (no por casualidad uno de mis libros se
titula El abandono de las palabras, otro La intemperie sin fin y el último Exceso y donación).
No creo ni pienso de ninguna manera que sea posible esa “reunión” agotadora que en filosofía
fue expuesta fundamentalmente por Hegel, pienso sí, en la imposibilidad de un fundamento,
ya se trate de Dios, del ser o de la Razón. Pero este hacerme decir lo que no digo, o lo que
usted fantasea que digo, muestra la diferencia de espacios de pensamiento en que nos
situamos.
– El tema de las “reversiones” le parece un descubrimiento (perdóneme, pero es como
descubrir América) útil para acusarme de “revertir” las cosas. Pero yo no digo que los
crímenes de la dictadura sean “recíprocos” con los “nuestros”, entiéndase, con los de los
“revolucionarios” o guerrilleros, sino que digo que los “nuestros” también son crímenes, lo cual
es distinto. Digo simple y directamente que son crímenes, y que, en consecuencia, es tan
criminal matar un estudiante como matar un policía. ¿A qué “reversión” se refiere entonces?
Por supuesto que aunque a usted lo escandalice yo sostengo “que no se puede admitir matar
a los hijos de los otros y suspender ese principio cuando se trata de los propios”. ¿O usted
piensa que sí se puede matar a los hijos de los otros? ¿Pero acaso uno no es también el otro
de otro? ¿De qué “inversión” está hablando?
– Luego afirma que es ingenuo otorgarle “calidad explicativa al crimen” (los millones de
muertos-asesinados en la llamada Unión Soviética no servirían para explicar su intempestivo
derrumbe, y esto, por supuesto, es posible). Y a renglón seguido agrega que “los feroces
crímenes” del Imperio Británico “socavaron” (y matiza agregando que fue “muy tardíamente”,
como si el hecho de que fuera tardíamente le quitara su valor al hecho de socavar) “las bases
imperiales”. ¿En qué quedamos? ¿Los “feroces crímenes” socavaron o no al Imperio?
Después de todo yo me preguntaba si los millones de asesinatos y el terror instaurado en las
mal llamadas repúblicas socialistas no habrán también “socavado” a esos regímenes que se
derrumbaron sin que el “imperialismo” tuviera que disparar un solo tiro. Usted tiene todo el
derecho a pensar que no, pero no tiene el derecho de descalificar mi pensamiento por afirmar
casi lo mismo que usted dice, sin considerarse ingenuo, respecto al Imperio Británico.
– Después dice que yo “reduzco la política a la familiaridad”. ¿Por qué? ¿Porque sentí o
imaginé que ese chico llamado Pupi podía haber sido mi hijo? ¡No exagere, Ritvo! Su
descalificación de la familiaridad es un poco apresurada; basta con pensar que las dos
grandes mitologías de occidente (la judía y la griega) están estructuradas alrededor de
filiaciones.
Recuerdo ahora algo que dice Levinas y que viene a propósito: “La filialidad es aún más
misteriosa: es una relación con otro en la que otro es radicalmente otro, y donde, sin embargo,
él es, en cierta medida, yo” (quiero señalar sólo un problema, no darle solución, porque
seguramente no la tiene y queda no obstante como sóla interrogación no descartable, al
menos tan fácilmente). En cuanto al extremo dolor y rabia que puede producir la muerte de un
hijo y su conversión en “política”, eso depende de lo que entendamos por “política”. Las
madres de Plaza de Mayo, e incluso la reacción-Blumberg (aunque este nombre le suene
mal), pueden ser casos paradigmáticos de acciones que no se dejan atrapar por la “política”
de los Partidos e inauguran un tipo de política no-política. En este sentido el “no matar” va
más allá, en sus consecuencias sociales, que la “política”. ¿No le parece?

– La continuación del artículo plantea un tema bíblico, y me sorprende que usted, tan
minucioso, trate como de paso y considere como resueltos problemas que están en discusión
en la exégesis bíblica. Dice que “el ‘no matarás’ es tan tribal como la ley del talión”. Primero,
quiero decirle que el “no matarás” es un mandamiento que se refiere a lo universal y que
excede lo tribal: en el Talmud de Jerusalén, Sanedrín, 4, 22ª, está escrito que “Quien salva
una vida es como si salvara a toda la humanidad”; en el Talmud de Babilonia, Pirquei Avot, I,
12, el Rabí Hillel estableció como principio el “Ama a la humanidad” y agregó “No le hagas al
prójimo lo que no desearíais que te hagan a ti, esto es toda la Torá, el resto son meros
comentarios”; idem, Shabat, 31ª. En el Levítico, c. 19, 18 y 34, se dice que se debe amar al
prójimo y al extranjero “como a ti mismo”; y Jesús sostiene que se debe amar incluso, o ante
todo, “al enemigo”. Lejos de ser sólo judío (tribal, como usted dice) el principio del “no matar”
se encuentra en todas las grandes religiones: judaísmo, cristianismo, islamismo, budismo, y,
además, en gran parte de las jurisprudencias universales. Respecto a la Ley del Talión, usted
ve una contradicción entre el “no matarás” y el “ojo por ojo y diente por diente”, cuando de lo
que se trata es de dos espacios distintos de validez: la “ley del talión” pertenece a la
juridicidad (“El ‘ojo por ojo’ no es un principio moral sino ‘un principio jurídico para uso
exclusivo de los jueces’”); pero incluso más, porque su finalidad última es detener la venganza
y establecer un orden legal, vale decir todo lo contrario de lo que usted afirma. En cuanto al
“ama a tu prójimo como a ti mismo”, ya me referí a él en mis observaciones al artículo de
Jinkis, pero quiero repetirme: el sí-mismo, o la intimidad última del “yo”, es lo mismo que
llamamos amor al prójimo. Esto plantea otra serie de problemas pues le hace dar a la frase un
giro completo: no hay amor narcisista a sí sino que el llamado sí-mismo es amor. ¡No pueden
interpretarse las Escrituras como si hicieran una burda apología del “yo”!
– Además, ¿por qué –salvo por una arbitraria decisión suya- el acto de amar a los hijos, a la
mujer, a los padres, a los amigos, significaría que uno “los aplasta con el Bien”? El hecho de
que a veces el amor puede sofocar o “aplastar” con sus cuidados, con sus preocupaciones y
sus indicaciones, e incluso con sus órdenes -¡si lo sabría Kafka!- no significa que el Bien sea
como tal “aplastante”. Aquí se confunde de nuevo lo empírico con lo trascendental: ¡cómo si
las guerras de religiones lo implicaran al Bien o a eso que llamamos Dios! ¡como si los
crímenes lo implicaran a eso que llamamos Dios! Usted piensa que en el fondo el amor es
algo sólo psicológico, subjetivo, y no ontológico-trascendental; piensa en un “yo” que puede
amar o no amar, y no en una positividad trascendental-infinita a la que llamamos “yo” (el “yo”
es-sin-ser dramático por la complejidad de sus potencias, porque busca más, tendiendo hacia
un más-que-yo, o a superarse –su fortalecimiento sería lo que llamamos mal– en lo que Pablo
llamó “gloria”; el “yo” está roído por su infinito incomprensible; por un lado su pasividad que lo
hace perseverar en sí, y por el otro “algo que en el yo es más que el yo” (yo-soy-otro); si no
hubiese ese más potencial no existiría posibilidad de romper el solipsismo con el más-que-
hombre). Usted presupone entonces que el amor es un ente, lo mismo que el odio, porque no
sale de las “inversiones”, de las dicotomías, y porque no considera al amor como pasividad-
actuante y como presupuesto ontológico.
– La referencia a Hegel en relación a lo abstracto como carente de significaciones es una
simpleza. La complejidad de la travesía del Espíritu desarrollada en la Fenomenología y en
la Lógica no pueden tratarse de esa manera. Pareciera que para usted (que también aquí
habla como de pasada) el idealismo alemán consistió en una serie de lugares comunes sobre
lo “abstracto” y otros conceptos “sueltos” o dispersos, pero, desgraciadamente, no existe más
remedio para salir de la impasse que tratar de leer a Fichte, Schelling, Hegel y Hölderlin, entre
otros. Y no olvidarse que la filosofía de Hegel es un (o el) sistema (y no sólo del pensamiento
“filosófico”).
– En el párrafo siguiente usted dice que “es inexplicable el fondo de crueldad que habita en el
corazón del hombre”. ¡Una excelente frase! Pero a renglón seguido nuevamente dictamina
respecto a lo que es, a lo que no es, a lo que debe ser…: el “no matarás”, asienta, sí puede
explicarse, porque no es fundamento de la comunidad. Otra vez, como de pasada, se refiere a
una problemática compleja. Yo le pediría que trate de imaginar una sociedad (o comunidad)
que estuviera regida por el matar como principio, es decir, donde todos estuviésemos
obligados a matarnos (como presupone Hobbes para construir su modelo abstracto, por
supuesto, del contrato). Por más esfuerzos que haga no podrá imaginar semejante sociedad,
porque ésta no podría existir. En cuanto a la “comunidad” me gustaría recordarle la definición
que da Bataille diciendo que ella es “la única condición en que una experiencia de la libertad
sea puesta en común”, y Nancy comenta: “…la com-posición de los seres singulares es
incluso anterior a la condición previa del lenguaje…”, ese “originario” sería la “comunidad”. ¿Y
usted en qué piensa cuando habla de “comunidad”? ¿Acaso piensa en una comunidad
anómica, sin reglas? Es una paradoja pero el sí (o la auto-conciencia) es el máximo de
lo común, y, al mismo tiempo, una separación o sublimación, o superación en sentido
hegeliano de conservar elevando, de lo “común” que posibilita la responsabilidad. Simone Weil
decía que se necesita “disolver” la colectividad “para que sea posible la entrada en lo
impersonal”; lo impersonal en cuanto lo “sagrado” o lo que se puede llamar Dios (¡sin Dios!: es
decir lo que queda, pero ya “quedar” es un exceso, cuando no queda nada de Dios ni de
nada).
– Respecto a lo que usted llama “recurso” a cierto procedimiento “retórico” oriundo de la
teología negativa, debo decirle que se trata de una necesidad de la cosa misma que está
puesta en juego. Pero usted se burla el “dios sin dios”, la “fuerza sin fuerza”, el “ser sin ser”,
( sin advertir que son enunciados ante todo de Platón y del neo-platonismo hasta llegar a
Schelling, y mucho más cerca nuestro, como ya dije, a Derrida, a Marion y al propio Lacan).
En la posición racionalista en que usted se coloca seguramente pensará que se trata de mitos,
incluyendo en ellos el Soy-Soy bíblico, el Uno-Uno platónico, la “resurrección de la carne” de
la epístola a los romanos, la “equivocidad incomprensible” cartesiana, el “abismo de la razón”
kantiano, el “eterno retorno de lo mismo” de Nietzsche, para no hablar de Dionisio
Areopaguita, del maestro Eckhart, del budismo zen, de San Juan de la Cruz, de Angelus
Silesius o, incluso, de Paul Celan ¿Por qué no ve lo que está en cuestión? Creo que a causa
de poner por delante, como una anteojera, eso que llama “el saber –nuestro Saber” (el
“nuestro” ¿a quién se refiere?), el que en última instancia constriñe a sólo oírse y verse a sí
mismo. Cuando uno cree que “sabe” se cierra a toda epifanía o donación de
lo desconocido por ese Saber; cree que sus categorías son absolutas (o al menos actúa como
si lo fuesen) y en consecuencia sólo lee o puede leer sus propios pensamientos. Si Platón, por
ejemplo, enuncia el “más allá del ser” (del Bien o de Dios), usted se ríe, pero no con la risa
que responde en última instancia a lo in-comprensible, sino con la risa autosuficiente de la
razón. Su límite de comprensibilidad es la paradoja, porque precisamente la paradoja
busca tocar lo intocable y decir lo indecible. Pero para aceptar esto tendría que aceptar que
sólo se habla de lo que no se sabe, con todas las consecuencias no eruditas que se derivan
del no-saber. Yo le recordaría aquí el consejo que Lacan le dio a los psiquiatras y a los
analistas: “sobre todo, no comprender“. Consejo que tal vez signifique no encasillar nada ni
nadie en el enrejillado de la Razón. Algo difícil ¿no?
– A continuación insiste (¿por qué insiste?) en que el “no matar” es una máxima “tribal” que
“remite al nosotros del grupo judío”, el que como todos los grupos se funda en “la
discriminación… de los otros”. Interpreta así que esa máxima es de y para los judíos. Lo cual
es, al menos, discutible. El Gran Diccionario Bíblico de A-M. Girard dice expresamente que
“todo hombre es el prójimo” y que “La Biblia ordena amar no sólo al hijo del mismo pueblo”.
Este es otro tema capital de la exégesis bíblica y no se debiera hablar como si se tratara de
algo sobreentendido. Antes me referí a dos conceptos kantianos que pueden ayudar a la
intelección de esta problemática teológico-filosófica e histórica: lo empírico y lo trascendental.
– Las referencias eruditas a Santo Tomás son innecesarias para la discusión y están más bien
dirigidas a la galería…

– La nota 3 es un juego exhibicionista. Llama “falacia” a lo dicho por Derrida respecto a que “el
asesinato, el odio, designan todo lo que excluye lo cercano”. ¡No! -dice usted remitiéndose a
Schopenhauer y Freud- “es la proximidad la que nos hace explotar de odio” ¿Por qué al
revés? ¿Qué significa “lejano” y qué “cercano”? ¿Por qué lo cercano, lo amoroso, lo
hospitalario, nos haría “explotar de odio”? Volvemos a lo filial: ¿es la madre, el hijo, el amigo,
los que nos producen odio? Por lo común no es así. Los nazis asesinaron a los judíos por la
“lejanía” de una raza, de una historia, y no por considerarlos sus prójimos o sus iguales. A
renglón seguido establece otro apotegma: la ética no “puede postular un deber ser al margen
de lo que es“. ¿Cómo entender esto? Se trata del más categórico positivismo: así es, así son
las cosas, ¡hay que respetar y atenerse a “lo que es”! Se mata, se explota, se persigue, y así
es la realidad, por lo tanto postular un “deber ser” que nos proyecte a algo distinto de lo que es
constituye, para usted, una idealización. ¿En consecuencia no se debe querer superar la
realidad tal como es? ¿Hay que recusar todo deber-ser diferente al deber-ser que rige a esta
sociedad (capitalista)? Esto sí que es abstracto y confuso, un extravío en aseveraciones
puramente verbales y contradictorias sobre el deber, sobre el ser, sobre lo dado y la lucha
contra lo dado. De nuevo la confusión entre empírico y trascendental.
– En la nota 4 usted se vuelve especialista en teología negativa, aunque aclara que sólo
“elípticamente” (es decir, como de costumbre: de paso) puede referirse al tema (como si uno
dijera que sólo “elípticamente” se refiere al psicoanálisis o al marxismo). Dice entonces que el
“mérito” (¿elíptico?) de dicha teología consiste en “agotar la negatividad”. ¿Agotar? ¿Qué
negatividad? ¿La misma negatividad que es el nervio último de la gran Lógica de Hegel?
¿Agotar el Absoluto? ¿Se puede agotar el Absoluto o se trata de una contradicción en sí? La
imposibilidad precisamente de ese agotar lleva a la teología negativa directamente a la
paradoja, y ésta es el medio para un salir de sí que posibilita “tocar” a Dios. ¿Qué dirá usted,
que se escandaliza de la frase “dios sin dios” (no puede pensar que se trata de un imposible al
que llamo dios cuando todo dios ha desaparecido y no queda ni la posibilidad de un dios), al
enfrentarse con la locura escrituraria de la teología negativa? Leer, por ejemplo, frases como
estas: “ve adonde no puedes ir, mira donde no se puede ver, escucha donde nada suene…” o
“lo posible es más imposible que lo posible”. Seguramente usted sostendrá que se trata de
una confusión, sin querer entender que el objetivo de la teología negativa es “aniquilar el
lenguaje”, salir del lenguaje, el exceso que significa el abandono de las palabras, o el más de
todo lenguaje (y de todo todo). La teología negativa no agota la negatividad sino que la
abandona, no queda presa en la negatividad infinita sino que da un “salto” (como plantea
Heidegger); hacia dónde o hacia qué es el salto, no es algo que quien salta lo sepa, porque no
hay dónde ni qué, y posiblemente lo que llamamos salto sea lo que llamamos “dios” cuando
nadie salta hacia nada pero sí hay “salto”. El espacio de lo apofántico “desanuda” “las
oposiciones de lo negativo y de lo positivo, del ser y de la nada, de la cosa y de la no cosa”
(yo subrayo). A mi juicio esto, que es lo esencial, no se le pasa a usted por la cabeza porque
precisamente imagina todo lo contrario. A. Silesius dice: “Debo ir al desierto más allá de Dios”
(vale decir sin Dios, concepto del que usted se burla atribuyéndomelo). Dios, aquí, como
“el nombre (¡siempre es un nombre!) de ese hundimiento sin fondo, de esa desertificación sin
fin del lenguaje” ( Juan L. Ortiz habló, me parece que en igual sentido, de “la intemperie sin
fin”). Su último párrafo no tiene desperdicio. Coloca, no se sabe a título de qué, “el piso de las
ciudades modernas” por encima de la “angelología”. Una muestra, por lo menos, de
desconocimiento de las perspectivas teóricas que abre el estudio filosófico de la angelología
(en El ángel necesario M. Cacciari habló detenidamente de este tema y subrayó eruditamente
la importancia de la angelología para el pensamiento, eventualmente filosófico).
– Después se remite a Santo Tomás para demostrar cuándo es lícito matar (¡Dios mío, qué
tiene que ver esto con un principio!). Y entonces, en función del santo, pero en oposición al
mandato bíblico, establece un nuevo apotegma, que enuncia así: todo precepto ético está en
un “contexto de reversión condicional” (o excepción): no se puede robar, pero… antes de
morirme de hambre puedo robar un pan; no se puede matar, pero… puedo matar en defensa
propia, de la Patria, del Comunismo, o de lo que sea… ¡Vaya con el descubrimiento! Sin
embargo el viejo Kant dijo (con perdón de Grüner, quien se refiere despectivamente a los
“kantianos”): un principio es trascendental (lamento tener que repetirme), en tanto que el acto
es empírico (la desgracia es que lo trascendental constituye la posibilidad de lo empírico, sin
que sean, por otra parte, ontológicamente diferentes, pues las diferencias pertenecen al orden
del diaférein o de la “multiplicidad del mundo”). Esto equivale a decir que no puedo establecer
como principio el robar o el matar (en algunos fragmentos del Opus Postumum el “principio” es
equiparado con Dios mismo). ¿O usted piensa que sí? Por supuesto que toda ética, digamos
en su cara empírica, es agonística, conflictiva, feroz…; pero la otra cara, en cuanto fundante,
es la posibilidad vacía de la ética en cuanto empírica. En caso contrario, digo, si el matar
fuese un principio, la guerra de todos contra todos impediría por disolución toda confianza o
creencia, y, así, la propia existencia del hombre. Esto no tiene nada que ver con una “moral de
confesionario o de campus universitario”, como dice usted socarronamente sin entender, o
haciendo creer que está por sobre y más allá de todos los problemas. Por supuesto que lo
empírico es el mundo del hombre en su infinita variedad, y que en él está puesto el cuerpo
concreto de cada uno, y está puesto, a veces, hasta la muerte. ¿O cree que la carta que
comenta fue un juego retórico y no un acto de respuesta a algo vivo?
– En su referencia a Kant no advierte que éste, en su célebre respuesta a B. Constand estaba
dando un ejemplo in extremis para que su interlocutor entendiera el significado del
concepto trascendental (me atrevería a sostener que el eje alrededor del que gira el Opus
postumum es específicamente este tema que usted intenta ridiculizar). No se trata de decidir
“no mentir”, de un no-mentir psicológico, sino de la imposibilidad de convertir a la mentira en
principio. Enunciar como principio el mentir implicaría, lo mismo que el matar, la inexistencia
de la sociedad. De allí que no se deba mentir (principio) aunque se mienta (empiria). ¿O cree
que Kant ignoraba que se miente? ¿No ha pensado entonces qué quería decir Kant cuando se
negaba a convertir la mentira en principio y afirmaba que siempre hay que decir la verdad
pues una sola excepción, en cuanto principio, haría que el principio caiga? Es imposible
sostener como hace usted que “toda la vida de Kant transcurrió en una apacible convivencia
con el poder terreno”, ya que Kant se enfrentó con el poder terreno encarnado, nada menos,
que en la persona del Rey, por lo que se le obligó a no publicar ni transmitir sus ideas en la
cátedra. ¿O usted piensa que Kant hubiera tenido que crear un grupo revolucionario? Según
su criterio ¿qué calificativos merecerían Schiller, Goethe, Novalis, Schelling, Hegel…? Sobre
la vida de Kant hablan sus obras, la intensidad inaudita de sus obras. ¿O vamos a seguir
repitiendo como loros las anécdotas sobre su “puntualidad” proverbial, etc.?
– Luego de ponerlo en su lugar a Kant y, como siempre, de pasada, viene su referencia a
Wittgenstein. Parece que éste habría “presentido” (¿?) su -de usted- nuevo apotegma: la
fuerza de la ética reside en la enunciación, no en el enunciado. Claro, porque
sin interlocutores no habría lenguaje, y es cierto que el enunciado implica o se sublima en la
enunciación (pero yo, derridianamente, le preguntaría dos cosas: a) ¿no cree que mantener
la división enunciación/enunciado o significante/significado implica mantener la metafísica,
pues la metafísica es división jerarquizada?; b) ¿no se da cuenta que nada de esto viene a
cuento, salvo que trate de hacer una exhibición narcisista de sus conocimientos, como lo es
su referencia, de pasada, a la fronesis aristotélica y al kairós místico?).
– “Debe haber principios –afirma- pero ellos desaparecen absorbidos por la fronesis de lo
singular…”. Yo diría que no desaparecen, no pueden desaparecer sin arrastrar la estructura
total de lo humano, sino que se subsumen en lo “singular” (¡pero teniendo en cuenta que lo
singular no es singular, y que el “subsumen” se realiza sobre la base de
una homoiosis ontológica previa). No hay dos cosas. Considerar lo general y lo singular como
cosas, entes o seres, separados, es el hecho metafísico por excelencia. Pura metafísica. En lo
llamado singular (la fronesis, como usted dice) se encuentra lo llamado general (lo general,
como la Idea, aparece como medio unitivo por necesidad de la cosa misma). Volvemos así a
la interpretación idealista de la esencia y la apariencia, del fenómeno y del noumeno mal
entendidos, como señaló Heidegger en su libro sobre Kant.
– Dice: “…no puedo elevar el ‘no matarás’ a principio… porque hay ocasiones…”.Pero: a) no
es usted quien “eleva” el no matarás a principio, sino que el no matarás es lo que llamamos
un principio; b) las que llama “ocasiones” son…¡empíricas! Después sostiene que “la muerte
de los hombres es un mal necesario”, ¿pero por qué y cuándo es necesario? ¿cuando muere
por causas naturales o cuando muere mediante guerras, asesinatos o torturas? La pregunta
parece capciosa, pero como a continuación habla de “guerras justas…” donde las muertes
parecen necesarias y, según en el bando en que uno se sitúe, parecen justas, se vuelve
obligatorio precisar los conceptos. ¿Justas para quién? ¿Quién decide cuando una guerra es
justa? ¿Habrá guerras justas? ¿La guerra de las Malvinas fue justa? ¿La primera y segunda
guerra mundial, las guerras de religión, la conquista de América, fueron justas? ¿De qué
estamos hablando? Pero estas guerras, pese a todo, en su gravedad trágica, no invalidan el
‘no matarás’. Es en medio del terror homicida que el no-matarás adquiere más que nunca su
valor trascendente y trascendental…
– Ningún hombre es un medio que sirve para otra cosa sino que es un “fin en sí mismo”; o
acaso ¿usted cree lo contrario? Lo cual no quiere decir que todos los hombres sean
empíricamente iguales. Somos iguales y no somos iguales. Hay que repetirlo hasta que entre,
m+a ma, m+a ma: mamá. Así de simple.
– Usted dice que “la suprema tentación” es la de “tener al otro en un puño y ser, aunque sea
por un instante, dueños de su existencia” es decir, ser el Amo. Dejando de lado la dialéctica
hegeliana del amo y del esclavo, y también toda reminiscencia sadiana, yo le pregunto ¿la
“suprema tentación” de quién? Además ¿por qué el hecho de eliminar o superar esta infernal
“tentación” nos llevaría a “la crueldad que cree saber cuál es el verdadero Bien”? ¿Es que
acaso no cuentan los mansos, los “pobres de espíritu, los “idiotas”, los pacíficos, los amantes?
¿No cuentan el budismo, el judaísmo, el cristianismo?
– Luego dice que se mata al hombre “porque es sagrado”, y que, en consecuencia,
convendría “desacralizarlo”. Debo confesarle que esto no me parece “evidente”. Lo evidente, a
mi juicio, es que al hombre se lo mata por mil distintas “razones” pero no porque sea sagrado.
Los nazis, por ejemplo, no mataron a los judíos porque los consideraran sagrados sino por
considerarlos alimañas. El ejército argentino torturó y asesinó a miles de hombres y mujeres
por considerarlos enemigos apátridas, ateos, rebeldes, subversivos y no por considerarlos
“sagrados”. Pero en todo caso falta que aclare lo que entiende por sagrado. Sagrado quiere
decir, a mi entender, comunidad irrelativa y no omnipotencia subjetiva, o, tal vez, lo contrario
de toda potencia, de todo poder, la entrega, el abandono total al ser del otro “hombre”.
Sagrado es el hombre cuando no es considerado un medio sino que se asume como fin
absoluto (en esto no puedo sino remitirme a Kant). Sagrado (es) (tachado) el hombre en
cuanto hay-presencia absoluta sin sujeto y sin objeto. El hombre no es un medio, un
instrumento, ni de los otros hombres, ni de Dios ni del Ser. Es manifestación y donación pura,
es decir, sin donante y sin donatario, por eso se abre la posibilidad de decir que no-es. Desde
el primero al último de los hombres somos eso sin ser, un interior-exterior, un exterior-interior,
sin exterior ni interior, o vacío donde sólo hay el hay, no cosas sino el puro hay sin
fundamento onto-teo-lógico. Para usted desacralizar significa laicizar, vale decir, en última
instancia y al margen de sus “buenas intenciones”, someter al hombre a la alienación y la
reificación creciente del Sistema, hacerlo girar en la metafísica y sus depredaciones religiosas,
laicas, humanistas, científicas, militares (digo, pese a lo que usted diga, y esto habla de la
fuerza de la palabra, fuera o al margen de la intención). Lo que llamo sacralidad del hombre o
intento de totalidad pasiva de la llamada auto-conciencia en cuanto exceso-de-sí, es lo
contrario de la conciencia exacerbada hasta la omni-potencia como super-hombre (en realidad
el superhombre es lo contrario del más-allá-del-hombre: léase de este hombre investido onto-
teológica-racionalmente, es decir, como Ser, Dios o Razón, y, agrego, Voluntad de Poder).
– Es obvio que hay diferencia entre matar a un hombre de un tiro y matarlo desollándolo vivo.
¿Alguien lo ignora? Pero agarrar un chico, atarlo y destrozarle la cabeza de un balazo, es lo
mismo si lo hace Santucho, el “comandante” Segundo, Videla o yo. El común denominador es
la muerte intencional. El acto puro de matar unifica en la separación, hace igual lo
diferente en el asesinato.
Comentario al artículo de Eduardo Grüner
– Grüner dice compartir lo que dice Jinkis y Ritvo hasta “en cada coma”. Esto ocurre porque
son sus amigos y porque él sabe ¡”elegir”! a sus amigos, y en consecuencia puede, ¡cómo no!
enorgullecerse de los amigos que él mismo elige, así como Borges –no se sabe para qué
recurre a Borges- se enorgullecía de los libros que había leído. Luego aclara que a pesar de
todo puede haber “pequeñas diferencias” (veremos que no son tan pequeñas). En
consecuencia todo lo que digo en relación a los artículos anteriores vale (salvo esas
“pequeñas diferencias”) también para Grüner. A renglón seguido, con aires de suficiencia, me
perdona mis “inconsistencias lógicas” (parece que todavía cree en la lógica, pero ¿en cual?
¿tal vez piensa en la lógica “difusa”? ¿o quiere decir que yo simplemente me contradigo?).
Luego, también él, se refiere a su falta de “respeto” hacia lo que “escribo”. Y bueno, qué
vamos a hacerle, lo lamento, pero debo decirle que hice lo que pude. Pero, no se trata sólo de
mi mala escritura ni de mi falta de lógica, se trata, ¡ay de mí!, ante todo de ¡política!; y al igual
que Jinkis me acusa de “renunciar” a la “política”. Para responderle me remito a las
respuestas anteriores y sostengo que mi política es una no-política o in-política. Su referencia
a Beckett es para apantallar. Yo podría responderle con esta otra frase de Beckett que me
gusta más y donde reconoce el valor de los místicos: “Sí…me gusta su… su ilogismo…su
ilogismo ardiente…esa llama…esa llama…que consume esta porquería de lógica” (yo
subrayo).
– Hay algo, dice, a lo que el lenguaje “no podría llegar”. ¿A qué?¿Y por qué no? ¿Y por qué
sí? No lo dice. En todo caso dice que no se puede llegar ni con la mística, ni con los
“racionalistas kantianos”, ni “con el silencio”, ni “mucho menos” con un acto de contrición.
Grüner, desde el Saber, dictamina, yo desde el suelo, por supuesto, le pregunto: ¿por qué no?
¿por qué sí? Pero agrega que: la “cosa aflora” en la insignificancia. ¿Qué “cosa”? ¿Por qué y
cómo aflora? ¿Y si yo dijera que no existe esa “cosa” o esa “nada” –como también dice-? Pero
¿cómo “lógicamente” uno puede afirmar que la “nada” aflora? ¡Y después me critica por mi
falta de lógica y por mis paradojas!
– Grüner se molesta: ¿Cómo? ¿Todos asesinos? Dice que ni él ni yo somos asesinos. ¡Qué
simple! ¿Cómo un señor Profesor va a ser asesino? ¡Cómo va a ser responsable de los
crímenes de los otros! Grüner, lo que yo cuestiono es ese los otros cuando digo que estuve
implicado en un asesinato y que soy responsable, y que de alguna manera todos estamos
implicados y que, por lo tanto, todos somos responsables, de lo que pasa aquí y en Angola o
en Irak. ¿O no? Claro que es más fácil lavarse las manos que pensar y sentir la
responsabilidad al menos como un problema. Es más fácil decir que uno no tuvo ni tiene nada
que ver con las guerras, con el hambre, con las enfermedades, con lo que llamo “asesinatos”.
Sentir la responsabilidad es algo tremendo y no un juego retórico.
– Si Grüner hubiera sido alemán durante el nazismo ¿diría que no tuvo nada que ver, que no
tuvo ninguna responsabilidad, que fue inocente del genocidio? Sí, lo diría si es consecuente
con lo que dice ahora.
– Aquí no sirven esas mescolanzas de problemáticas y cruces de conceptos disparatados
puestos de moda por ciertos profesores universitarios y críticos norteamericanos, sino que
más bien tendríamos que tratar de des-pensar, de suprimirnos para el don de la epifanía del
acontecimiento incomprensible pero que (es), quiero decir abandonarnos ante el decir de la
libertad y la culpa, posibilitando la renuncia a uno mismo y su mundo teórico-ideológico para la
asunción de la muerte en su sentido último y más trágico: la muerte intencional.
– Primo Levi dice que “estar vivo no es una falta, pero lo sentimos como una falta”. A lo mejor
no todos lo sienten así, pero algunos sí lo sienten, porque de alguna manera un hilo muy fino
(¿de qué?), tal vez un gemido, o un sueño, o palabras simplemente, nos unen con un chico
que se está muriendo de hambre en el Africa o con un electrocutado en California… Esto no
es para comprender (recuerdo lo que dijo Lanzmann “el homicidio individual o colectivo es un
acto incomprensible”) sino que es incomprensible. Incomprensible quiere decir simplemente
no comprensible, nada más.

– El acto de contrición, de perdón, de arrepentimiento, es para mí insondable, no puedo


explicarlo (¡esta es mi inconsistencia!). Es algo así como la botella arrojada al mar, hacia nada
ni nadie, de la que habló Celan. Es como el balbuceo de una respuesta a otro balbuceo que
no sé qué dijo ni qué dice, y ni siquiera si dice algo. Es cierto y obvio que no puedo dar
marcha atrás y no hacer lo que hice, pero hay algo así como ese “balbuceo” que me pide una
respuesta, es decir que responda por lo que hice. ¿Cómo explicar esto? No hay forma, se
siente o no se siente. Dicen que los que oyen voces son locos, y es muy posible que este sea
mi caso…

-Luego afirma que “del Barco dice muchas verdades“, aunque a veces “inauténticas”. Mi


defecto principal, sin embargo, es la generalización en un Todo: yo convierto en un Todo –
agrega- esos “momentos objetivos… de verdad”. Y como ejemplo nos ofrece el “no matarás”,
cuyo carácter es –de nuevo, como en Ritvo- “tribal”. Yo universalizo una máxima “tribal” que
es, digamos para ser breves, el no-matar judío. A esto ya lo contesté antes, el no-matar es
universal, está en el judaísmo, el islamismo, el cristianismo, el budismo y en casi todas las
jurisprudencias del mundo: si el principio fuera matar no estaríamos ahora discutiendo de
estas cosas…
– Según usted se trata, además, en lo que yo digo, de una “política… liberal”. ¿Por qué es
liberal? Dice: “porque apunta a un ‘somos todos iguales’, a un ‘sostener lo imposible como
posible’ de curiosas resonancias setentaiochescas” (¡!). Por favor, escúcheme: a) somos
iguales y (¡se trata de una afirmación conjuntiva!) diferentes; iguales como lo abierto de la
manifestación-mundo en un ahí que (es) usted, o alguien así; iguales, dicho de manera más
vulgar, porque somos criaturas de Dios, hechos a imagen y semejanza de Dios, no sólo usted
y yo sino también Videla y Menéndez, ¿qué le parece?; y a la vez somos diferentes…; b)
diferentes en cuanto actos, acciones concretas, empíricas. ¿Cómo decir de otra manera algo
tan sencillo? A no ser que uno prefiera decir que somos esencialmente diferentes, en cuyo
caso suprimiríamos casi toda la historia de la filosofía, por no decir también de las religiones…
Respecto a lo “imposible posible”, ¡la cuerda en el suelo!, vuelvo a repetir lo que dije en las
observaciones anteriores: es imposible no matar, la historia es “historia” de muertes, pero no
lo es la historia cotidiana de los hombres: no todos los hombres están matándose todo el día,
¡claro! (podría leer al respecto el contundente artículo de Christian Ferrer en el último número
de La intemperie).Y sin embargo el único principio posible (y a la vez imposible porque de
hecho se mata) es el no-matar, si queremos seguir viviendo. No sé que tiene que ver esto con
el “posibilismo”, que es, simplemente, otra cosa, otro problema… digamos, universitario.
– Grüner me hace decir que “esa historia… ya fue”, y agrega críticamente: “como si no
siguiera siendo”. No puedo dejar de preguntarme ¿cómo leyó mi carta si toda ella es la
irrupción abrupta de esa presencia pasada y actual en mi, que asumo el pasado como
presente, exigiéndome (no a los otros, ni a Grüner, ni a Ritvo, ni a Jinkis, ni a nadie
más) responsabilidad? ¿Cómo lee? ¿Qué lee? ¿Lee lo que él presupone que yo digo? La
verdad es que me hace decir lo que quiere que yo diga para así poder encontrar mi falta de
lógica. Un procedimiento “científico” impecable.
– Luego viene el interregno de las “pequeñas diferencias” con Ritvo: dice que el marxismo “no
es una teleología” (¡pequeña diferencia!) “ni un fundamentalismo” (creo que al leer esto Ritvo
se habrá sobresaltado pensando que es un buena “denegación”). Pero dejemos de lado las
pequeñas-grandes diferencias. Me pregunto: ¿si el marxismo no es una “teleología”, entonces
qué es una “teleología”? Es, dice Grüner, un “análisis… de ‘tendencias objetivas’”; pero ¿habla
de El capital, del manifiesto comunista, de la guerra civil en Francia, de la crítica al programa
de Gotha? Plantear que la humanidad marcha hacia el comunismo (sin saber y sin poder
saber, por otra parte, qué es el comunismo), ¿no es afirmar un telos? ¿qué significan además
“las leyes de la historia”? ¡Qué modo de razonar! Además, nos dice, fundamentalismo no
significa búsqueda de fundamentos… ¡por supuesto!, pero si uno cree que hay un fundamento
(Dios, el Ser, la lucha de clases, las leyes de la historia, o lo que sea) puede muy fácilmente
pasar a ser “fundamentalista”, o, dicho de otra manera, el conocimiento entendido como
absoluto puede devenir conducta absolutizada. Todo dueño de la Verdad Absoluta puede ser
fundamentalista precisamente por ser dueño de la Verdad Absoluta. Este es el fondo de toda
xenofobia y de todo totalitarismo. En cuanto a las “tendencias objetivas”, ¡qué pudor! Yo creía
que ya no se hablaba de estas cosas, que van, por supuesto, “tendencialmente”, ¿hacía
dónde? ¿hacia el comunismo o hacia la completa enajenación o hacia nada? Qué manera de
querer hacer pasar por marxismo una edulcoración “liberal” del marxismo. La palabra “liberal”
como usted ve, Grüner, sirve para todo y a todos.
– Después entra Bush y la CIA en escena: el atentado a las torres gemelas debiera ser
“condenado” por “razones éticas y políticas”. ¿Éticas? ¿Qué ética? ¿Revolucionaria o liberal?
Después Grüner dice que “sabíamos bastante sobre el estalinismo y los gulags”. Está bien, ¡lo
felicito! Pero ¿no sabía de Trotsky, de lo que fue como represor, como criminal, como creador
de la militarización del trabajo, de la toma de rehenes, del terror, de la carnicería que realizó el
llamado ‘ejército rojo’? ¡Vaya mayúscula inocencia! ¡Sabía de Stalin y no sabía de Lenin y de
Trotsky ni de toda la pandilla de asesinos bolcheviques…! ¡Qué mayúscula inocencia! ¿O no?
– También Grüner, como Jinkis y Ritvo, se molesta por lo de “asesinos seriales”. Le pregunto
pacientemente: si alguien ordena el asesinato de miles y millones de personas ¿no podemos
decir que se trata matemáticamente de una ‘serie’ sin tener que concurrir al cine para
enterarse? Me resulta tragicómico que los tres se preocupen más por la denominación “serial”
que por el asesinato de esos millones de hombres concretos, reales, con nombres y apellidos,
que fueron asesinados. No se puede tampoco hablar de “asesinos” (¡claro! ¡cómo el Che
Guevara o Trotsky iban a ser asesinos si eran “revolucionarios”! Mejor hablar de
“ejecuciones”, o, tal vez, de “crímenes”). Y en lugar de “seriales” ¿no sería mejor hablar de
represión masiva? Pero, le pregunto: ¿por qué no se debe hablar de “asesinos seriales”
cuando se habla de esos seres siniestros que, como Hitler o Lenin o Stalin, ordenaron el
asesinato de decenas de millones de hombres, de mujeres y de niños? Responde Grüner (y
esto sí que es algo que va más allá de la inocencia): porque es“profundamente
desmovilizador”. ¿Se refiere a las palabras o a los asesinatos? ¡Se refiere a las palabras! Pero
si son las palabras entonces hay que lamentar que los revolucionarios o las masas
revolucionarias se “desmovilicen” por acción sólo de palabras… Sin embargo Grüner se
recupera y dictamina que se deben emplear las siguientes palabras: “objetivamente criminal”
que son, cree él, menos “desmovilizadoras”. ¡Vaya con el razonamiento y con el cambio! E
insiste: no es lo mismo (“¿necesito decirlo?” –se pregunta- . No, lo que necesita es
demostrarlo) “objetivamente criminal” (¿uno, dos, mil, cuántos?) que “asesino serial”. Por
supuesto que no es lo mismo en cuanto a las palabras usadas, pero es lo mismo en cuanto
al acto y a sus consecuencias desmovilizadoras, en primer término de los pobres seres
asesinados.
– “Matar siempre está mal” (parece una pequeña concesión, porque entre esta frase y el “no
matar” casi no hay diferencia: si matar está mal en consecuencia no hay que matar, salvo que
uno proponga el mal, es decir matar). Respecto a que el “mal tiene grados” es un
descubrimiento de perogrullo. Si el Pupi hubiese sido usted o un hijo suyo ¿qué diría? ¿A
dónde se irían los “grados” del mal? ¿Qué grado atribuirle a los millones de armenios
asesinados en Turquía y a los millones de judíos asesinados en la Shoa? ¿Se trata sólo de
diferencias cuantitativas? ¿Qué quiere decir cuando dice “psicologías individuales”? Pareciera
que para usted sólo se trata de números, de sumas y de restas, de “psicologías individuales”
que se llaman “hombres”. Además ¿por qué Videla es malo y usted y yo somos buenos? Para
usted, que es un ser inocente y bueno, vale decir no malo, no existe problema. Pero el
problema (y nosotros seríamos la demostración) insiste, vuelve, nos reclama, y no nos resulta
fácil ignorarlo, salvo que creamos en la existencia de un Dios que arbitrariamente los hizo a
ellos malos y a nosotros buenos. ¡Santa simplicitas! ¿No podría aventurarse a pensar que a lo
mejor todos somos, en ultimísima instancia, en lo indecible e indecidible, en ese infinito al que
llamamos con la “maldita” palabra “yo”, lo mismo, quiero decir un hay sin fundamento, una
presencia-ausencia sin fundamento, y que después (digo, es un decir) nos diferenciamos a
través de nuestras particulares historias y somos Videla, Grüner, del Barco…etc.? No, no
puede, porque tendría que des-hacerse, desprenderse de sus títulos, libros, cargos
académicos…
– Sí, sí, “hacer política” es entrar en el mundo de “las diferencias”. Pero, permítame, ¿qué
tiene que ver esto con mi carta? Yo no puedo hacer política en el sentido estrecho o limitado
en que usted la entiende. Pero en otro sentido, al que ya me referí en las anteriores
observaciones, sí hago política, o política no-política, o un acto libre que en el instante se
realiza como absoluto. Por supuesto que se trata de una política totalmente distinta a su idea
de la “política”, como a la idea de sus amigos Jinkis y Ritvo.
– En cuanto a mi “contrición” debo decirle que fue y es una contrición mía (pero “mía” sin mí,
sin un mí-sustancia) y que la hice pública porque siento que una contrición de crimen no
puede quedar en la propia conciencia, aunque quede como desgracia. Mi carta fue un acto
que me pertenece solamente a mí y del que sólo yo me hago responsable, no un proyecto
político. No creo que el terror, el odio y la furia vayan a cesar. Creo, sí, que los hombres,
muchos, millones, seguirán luchando por la justicia, seguirán creando, amando, oponiéndose
al Sistema no sólo con proyectos políticos sino con actos que en el instante, en el solo
instante, son la eternidad misma (o, si usted prefiere, la “revolución” misma). No creo en
teleologías, creo que sólo en el aquí y ahora podemos vencer el asesinato, el mal, y ser libres
en cuanto realización del espíritu-absoluto que ya somos.
– ¿De quién está hablando cuando se refiere a la “comunión ecuménica de los arrepentidos y
contritos”? Usted no se da cuenta que yo hablo de mí mismo y no de algo “ecuménico”, y por
eso no puede tratar el problema que le plantea mi carta mediante un diálogo y tiene que
recurrir al Saber. En todo caso la solución que usted propone consiste en reflexionar sobre el
“terror” de las revoluciones. ¿Nada más que reflexionar? ¡Qué bien! En lugar de contrición y
arrepentimiento usted propone “reflexionar“, porque, dice, luego vendrán “otras revoluciones”
(también con su Terror a cuestas) y luego otras más terroríficas… ¿Hasta cuándo Grüner?
¿Hasta el fin de los tiempos o hay un tope teleológico?
– Claro que los “condenados de la tierra” siempre volverán a empezar “aun a riesgo de
cometer errores ‘criminales’”. ¡Errores criminales! ¿Cómo lo sabe? ¡Qué hermosa filosofía de
la historia o teleología es la suya! ¿Y si fuera cierto que marchamos hacia la “barbarie”, es
decir hacia la cosificación total de la humanidad en un Sistema maquínico de “errores
criminales”? ¿O usted cree que a través del terror, que según usted debemos aguantar
pensando en el futuro, vamos hacia el “reino de la libertad”?
– Por último, una aclaración: no todos fuimos sartreanos, o, al menos, yo no lo fui. En aquella
lejana época me incliné por Bataille, por Artaud y por una larga serie de poetas, pintores y
músicos que sería largo enumerar. ¡Qué vamos a hacerle, son las llamadas “afinidades
electivas”! Pero, ¡por Dios! no generalice ni banalice introduciendo a Perón en una discusión
que para mí, y pese a nuestras respectivas violencias, es del orden de lo sagrado.
Oscar del Barco

..
Rotzincher
https://issuu.com/trillas/docs/levinas_o_la_filosof__a_de_la_conso
..

Intercambio: Rozitchner – del Barco


ABRIL 25, 2010 POR TALLER LA EMPRESA DE VIVIR  5 COMENTARIOS

Ir al Índice de la biblioteca de consulta del Debate “No matarás”.


Primero hay que saber vivir
Del Vivirás materno al No matarás patriarcal
por León Rozitchner El Ojo Mocho, n.20, agosto 2006

“Queridos hijitos, su papá poco sabe de ustedes

y sufre por esto. Quiero ofrecer un destino

luminoso y alegre, pero no es todo


y ustedes saben:
las sombras,

las sombras

las sombras,

las sombras

me molestan y no las puedo tolerar.

Hijitos míos, no hay que ponerse tristes

por cada triste despedida:

todas lo son, es sabido,

porque hay otra partida, otra cosa,

digamos,

donde nada,

nada, queda resuelto”.

Paco Urondo: “Hoy un juramento”.

Por fin una parte de la intelectualidad argentina pudo reunirse en la virtualidad de los textos
que circulan por el aire, donde varias generaciones simultáneamente se dieron cita en sus
respuestas, para plantear sobre todo el problema que atañe a los fundamentos donde
converge ineludiblemente lo histórico, lo subjetivo y la reflexión crítica. Punto de partida éste,
hasta ahora siempre eludido: el problema de la muerte que viene dada por la mano del
hombre. Este planteo incluye el compromiso y la responsabilidad que se había eludido en la
teoría -como si la propia experiencia vivida no la determinara. Buen momento para demostrar
que el sujeto es núcleo de verdad histórica: mostrar qué se necesita para contribuir a
pensarla. La carta de Del Barco conglomera la totalidad de los sentidos en lo que él denomina
su “grito” donde lo teórico y lo apasionado, antes separados, por fin intentan integrarse.
Enhorabuena. Mas bien sería la ocasión para discutir uno a uno por separado cada texto,
sobre temas y problemas antes silenciados, para descubrir al fin -cuando se los reúne en una
sola mirada que los integra a todos- que estamos encontrando un punto de partida para
pensarnos de nuevo. Pero, como no podía ser menos, cada uno lleva agua para su molino,
sangre para su propio cuerpo, más bien para abonar (o para hacer que germine) la
generosidad o la avaricia de su carne y de sus huesos, porque en última instancia de eso se
trata: de la propia “salvación”, quiero decir de la propia coherencia defendida a ultranza.
¿Cómo partir entonces del “no matarás” que nos propone la carta, considerado como principio
metafísico, sin remitirnos también al texto que encabeza la entrevista a Jouvé donde se
describen las circunstancias históricas que dieron qué pensar a Del Barco? Parecería que el
texto de Jouvé, en la parábola que describe, luego de leer la carta es sólo un punto de partida
pero no de llegada. Después de leerla, convendría volver a Jouvé para salvar distancias.

Si se trata del “no matarás”, considerado como un principio inmanente ¿no convendría
comenzar retomando la cita que abre la entrevista a Jouvé, para comprender la realidad que
lo trasgrede? ¿No conviene partir entonces primero del texto que conmovió a Del Barco?

La guerrilla y la muerte
Ciro Bustos le relata a Jon Lee Anderson el primer encuentro del grupo inicial del EGP con el
Che Guevara:

“Lo primero que nos dijo fue: “Bueno, aquí están; ustedes aceptaron unirse a esto y ahora
tenemos que preparar todo, pero a partir de ahora consideren que están muertos. Aquí la
única certeza es la muerte; tal vez algunos sobrevivan, pero consideren que a partir de ahora
viven de prestado.”

El Che expresaría así el “trauma de nacimiento” de la guerrilla argentina, modelo del hombre
nuevo, análogo al que O. Rank describe en el origen de la vida individual como “trauma del
nacimiento” del niño: la única certeza de ambos nacimientos, siendo como son de vida, sería
sin embargo de muerte. No se si esas fueron en verdad las palabras del Che. Pero es forzoso
partir de ellas porque son las que los editores de la revista han utilizado para ponerlas al
comienzo de la narración que Jouvé nos hace. En todo caso serían las más opuestas al
imperioso “no matarás” que Del Barco declara. ¿Quién puede desbaratar ese mandamiento si
no es aquél que puede aceptar la muerte sobre sí mismo: aquél que está dispuesto a negarlo
porque está también dispuesto a recibirla? ¿Estamos seguros de que el combatiente busca
sólo la muerte, como si fuera Cristo, y no es el amor a la vida lo que lo mueve? ¿No será esa
la mirada de los que miran siempre, sin riesgo, desde afuera?

La cita tiene dos momentos. Primero el pacto entre compañeros que los llevó a estar juntos:
“Bueno, aquí están: ustedes aceptaron unirse a esto y ahora tenemos que preparar todo”, y de
pronto una advertencia que el jefe agrega como viniendo de su propia sabiduría: ” pero a partir
de ahora consideren que están muertos”.

Más allá de que fueran ciertas esas palabras, y de que algunos concluyan entonces que un
guerrillero en armas no tiene otra perspectiva que ser muerto ¿puede pensarse ese principio
donde se afirma el valor irreductible y absoluto de la vida que Levinas lee en el rostro del otro,
sin incluirlo en el carácter relativo a la historia que lo narra, sin agregarle algo que al
mandamiento le falta? Las palabras que se le atribuyen a Ernesto Guevara implicaba una
toma de partido clara: o privilegiar el valor de la vida del sujeto, que es uno de los extremos de
todo planteo político, o aceptar su sacrificio en aras de la sociedad nueva, incluyendo la
entrega de su vida, que es su extremo opuesto (pero siempre dentro de un proyecto de
transformación política). Esto me lleva a pensar en la experiencia de ese tránsito de lo
individual a lo colectivo que vivió un amigo entrañable en quien pienso al escribir esto, muerto
en un enfrentamiento desigual, cuando al salir de la cárcel de Devoto esa noche en la que
todas las ventanas ardían (presidencia Cámpora) me confesó: “allí me di cuenta que la muerte
individual no existe, que la vida verdadera es la de la sociedad, no la de uno mismo”. La
experiencia colectiva guerrillera había subsumido el valor de su vida personal y le daba un
nuevo sentido que se seguía apoyando en el valor de la vida.

Estamos distantes y podemos pensarlo. En la cita que dan como suya el Che les advierte y al
mismo tiempo es como si los desafiara con la misma desmesura que lo convirtió en héroe:
casi no habrá sobrevivientes, ya están (estamos) muertos. No se trataba sólo de un riesgo
grande: era la certidumbre anticipada de no escapar con vida. Es el horizonte que se les abre
en el momento en que van a iniciar la lucha, cuando dan el gran paso. Esta compromiso de la
vida con la muerte que el Che habría expuesto también aparecerá, extendido, como exigencia
ante cualquier deserción: el jefe, Masetti, determinará el destino de muertos-vivos en
suspenso. Los fusilamientos que ordenará están contenidos como una conclusión que él cree
lógica de esa premisa mortífera y realista: como el jefe es el que más osó, y quedó con vida,
puede desde allí demandarles que ofrezcan la propia como él lo sigue haciendo con la suya.
La ley y su cumplimiento coinciden primero en el mismo sujeto que la impone: autoridad y
sometimiento son uno en él mismo. La ley de quien les propone una lucha que culminaría en
la muerte tendría en el jefe su fundamento ético irrefutable: enuncia la ley pero también se
somete a ella.

Este “pero” en las palabras atribuidas al Che Guevara marcaría en los jóvenes combatientes
de Taco Ralo el pasaje de la fantasía a la realidad: de la fantasía idealizada de la guerrilla
vencedora en Sierra Maestra o en Santa Clara del Mar como fondo, y la cruda realidad de la
que él mismo les advierte en nuestros desolados países una vez que abandona Cuba para
terminar su vida como guerrillero heroico. El asesinato subsecuente de ambos compañeros
ordenado por Masetti lo muestra: ellos ponían al descubierto en sus conductas y ponían en
acto con su desborde la insoportable negación de la vida que se les imponía cuando
adquieren la certidumbre de su fracaso. (También como dos extremos: uno, Pupi (Adolfo
Rotblat), “quebrado” [quebrado quería decir que la identidad entre fantasía y cruda realidad se
había roto] al dejar rastros para que los descubrieran y quizás así salvarse de la muerte al
entregarse; el otro, empleado bancario (Bernardo Groswald), claramente excedido, caso
“psiquiátrico”, enloquecido y aterrado). Y fueron juzgados con la férrea contundencia de
Masetti quien, guiados por esa lógica, debía demostrar en los hechos, al ordenar los
asesinatos, que era la suya la única ley vigente.

Jouvé, al comienzo situado en el otro extremo, es el corazón sensible que afirma la posición
contraria. Pero no se inscribe en el “no matarás” abstracto: sigue siendo guerrillero, no
abandona la lucha. Al oponerse a Masetti quiere llevarlo a aceptar, ante esta situación
inesperada, que la guerrilla no está reñida con la vida de los compañeros, que la muerte
prometida para cada uno de ellos vendría sólo desde afuera, de las fuerzas enemigas, pero no
de adentro de ellos mismos. Asumir la propia muerte es un riesgo que se refiere a la
contundencia asesina del enemigo, no a la propia ejercida sobre los propios compañeros.
Entonces Masetti, jefe implacable, ve el peligro y borrado todo límite quiere obligarlo a que sea
él mismo entonces, por oponerse, quien ejecute a Rodolfo Rotblat, que renuncie a su juicio
sensiblero y se sitúe en uno solo de los dos extremos: “bueno, entonces vas a ser vos el que
le de un tiro en la frente”. Sólo con esa advertencia se completa y unifica lo externo con los
interno, lo subjetivo con lo objetivo, en una sola ley común que abarca para Masetti los dos
extremos de la vida guerrillera. El asesinato de los compañeros, que borra los límites entre
amigos y enemigos, se ha convertido en símbolo de la obediencia debida y de la eficacia.

Esas vidas suprimidas eran sin embargo el índice más cierto, en su defección, que anticipaba
la verdad de la empresa alucinada en la que estaban sumergidos: anunciaba su fracaso. Y
esto aún cuando hubieran triunfado. Allí, en esa tragedia desolada e inicua se encuentra al
mismo tiempo expresada toda la tragedia del pensamiento y de la acción de esa izquierda sin
sujeto. Sólo después de casi cuarenta años esa izquierda, que no pudo ni supo ni quiso
escuchar a más nadie, con la carta de Del Barco, recién ahora asume la dimensión trágica de
su propia existencia actual presente en su pasado.

La narración del fusilamiento escenifica, en una síntesis desgarradora, la tragedia de la


violencia en la política de ese grupo de izquierda. Al ampliarse y ser tomada como símbolo de
toda violencia política, al abarcar todo el escenario histórico, Del Barco nos quiere dar una
visión completa de la concepción de la violencia en los enfrentamientos sociales. La guerra,
que no era más que el recurso a la violencia extrema como medio de la política, se transformó
de medio en fín: en aniquilamiento sin tregua -pero también hacia sí mismos. Esta concepción
de la política y de la guerra -que Clausewitz expuso, y que tanto Marx y Engels como Lenin
conocían- que movilizó a la guerrilla argentina, es una concepción estrictamente de derecha,
ofensiva, pero ejecutada sin misericordia ahora en el seno de la izquierda.

Esta reducción que homogeiniza a la violencia olvida que la violencia de los que se rebelan
contra quienes los someten es una acción violenta contra la violencia instalada como sistema
en las relaciones sociales: que es una contra-violencia cuya lógica y cualidad es radicalmente
diferente a la otra: la de quienes primero la habían impuesto. Donde en una, la de quienes se
defienden, domina y prevalece siempre el valor de la vida y de la población mayoritaria,
mientras que en la otra concepción, la de quienes la ejercen para dominar socialmente, la vida
individual y colectiva es desdeñada y utilizada para el objetivo primero de su ambición
devastadora. Si en la guerrilla se tiene en cuenta las condiciones físicas de cada guerrillero, y
el más lento en su movimiento determina la velocidad del grupo, ¿cómo la apreciación
constante de la percepción que cada uno de los guerrilleros tiene de la realidad que enfrentan
juntos no estaría presente para determinar en cada caso el “valor moral” (Clausewitz) que
unifica al grupo y le confiere esa fuerza de cualidad diferente: percibir en cada combatiente su
existencia personal intransferible? Esa cualidad diferente de la contra-violencia construye la
“moral” del grupo.

El pensamiento político, que debía haber reflexionado sobre las condiciones de su eficacia en
la lucha colectiva, había sido suplantado por las consignas guerreras del triunfalismo armado.
Las categorías de la guerra de derecha, que en nuestro país habían sido expandidas por el
militar Perón en su libro sobre la guerra y en sus disertaciones gremiales y políticas a
sindicalistas y obreros, limitaron el pensamiento de los intelectuales que debían pensarlas
desde el peronismo y luego desde el foquismo o con la esperanza del pueblo en armas. Por
eso Jouvé nos dice que “para casi todos la política [no la guerra] era algo del otro lado, era de
burgueses”. Por eso lo colectivo que debía ser movilizado desaparece como verificador y
creador del sentido de la propuesta política: en nuestro país al menos el pueblo los dejó solos
en el enfrentamiento que la fantasía de la izquierda, apoyada en la estela de la que también
llamaron revolución popular peronista, vivía como soporte colectivo de su lucha.

La descripción de Jouve marca claramente esta limitación que se sintetizaba y se extremaba


en el colectivo guerrillero, que nos servirá  para ponerla en relación con el grito de Del Barco.
Cuando Jouvé  enfrenta la orden de su jefe, Masetti, y se opone a que maten a su compañero,
y sólo se rinde ante la amenaza que lo obligaría a ser él mismo quien deba meterle un tiro en
la frente, en esta descripción delata esa responsabilidad que, si bien los envolvió a todos ellos,
fue diferente según la posición que asumieron frente al crimen. ¿Cuáles son las condiciones
para que allí el “no matarás” pueda imponerse? Allí están expresadas las condiciones que en
la realidad contundente pone de relieve su fracaso para salvarles la vida. Cuando el sadismo
de Masetti quiere ordenarle a Jouvé que él mismo se convierta en asesino, sabe que ese es el
desafío y el límite a la ley que Jouvé le plantea: el fusilamiento era un hecho miserable y
convertiría en asesino aún al que se negaba a serlo. El asesino debe comenzar por crear un
grupo de asesinos cómplices.

La responsabilidad de Jouvé queda limitada por las condiciones reales e históricas de la


situación que enfrenta: Jouvé no es culpable. El formaba parte de los veinte muchachos que
toleraron y ejecutaron el hecho, y cuyas caras, luego de obedecer la orden de Masetti, nos
dice, “ya no fueron las mismas”. La responsabilidad de la muerte recae sobre el grupo que no
enfrentó a su jefe. Jouvé quiso enfrentarlo y se quedó solo. Es la obediencia debida real de
toda organización armada sometida al poder del Uno. Ese es el problema: no el acto de repetir
ahora el sentimiento culpable en un acting-out que lo amplifica, sino de saber cómo el
sentimiento del valor de la vida del otro, que estaba presente y era sentido en algunos de sus
militantes, no tuvo eficacia en la política de los veinte guerrilleros. Algo debe pasar entonces
en ese mismo sentimiento de respeto por la vida del otro que carece de eficacia para
mantenerse como deseo a ultranza. Lo que expone ahora Del Barco fue asumido y dicho por
Jouvé: no necesitaba que allí donde él nos lo cuenta la tragedia otro deba amplificar el grito
para darle trascendencia. Y que al mismo tiempo lo despoje de toda la densidad y la riqueza
que la narración aporta para comprender del desvío de la violencia en la guerrilla -y en la
política sin más. De todo eso, en Del Barco no queda nada. Porque Jouvé, al oponerse al
asesinato de sus compañeros no condena toda violencia sino esa violencia. Por eso no
concluye en el “no matarás” como mandamiento.

¿Qué le agrega en cambio Del Barco? Lo que hace es universalizar la culpa apoyándose en la
que ya Jouvé confiesa. Bis in idem, más de lo mismo. Jouvé no se golpea el pecho por la
culpa que sí ha sentido y sobre todo sufrido en la máxima cercanía con el hecho: no nos pide
que lo acompañemos en su sentimiento como las lloronas profesionales de las velorios
antiguos. Querer reemplazarlo en su lugar del dolor -“sentí como si hubieran matado a mi
hijo”, dice Del Barco, siempre el “como si”- sin haber sufrido sus vicisitudes -horribles torturas,
hambre extremo, hablar con su amigo durante cuatro largas horas mientras agonizaba
destrozado en sus brazos, haberse opuesto a los fusilamientos frente a un Masetti que, por el
poder de jefe que detentaba, amenaza con obligarle a hacerle hacer a Jouve lo que éste
denuncia como el hecho más horrible; haber estado presente cuando fusilaban al otro que
había defendido; haber pasado largos años en la cárcel despreciado por los compañeros que
lo marcaban como quebrado, haber sostenido dignamente como preso sus propios valores
ante el Gral. Alzogaray que lo tenía cautivo y a su merced, y quería comprender en su
conducta de joven esclarecido y culto a la de su propio hijo luego asesinado por sus pares-
ese lugar ajeno nadie puede pretender ocuparlo y menos suplirlo con una escena imaginaria.
Desde allí Jouvé nos confiesa más adelante, íntegro y sin estridencia: “No sabemos para
donde vamos”.

Aquí, en ese relato de Jouvé, ya está todo lo que debía ser pensado: el problema del sacrificio
de la vida, del camino armado que los dejaba solos, y por lo tanto el de la nueva concepción
de la política que se descubría desde esa experiencia. El foco armado, por la estructura militar
del mando, la sumisión al jefe y la aceptación de la muerte como necesaria, -lo cual significa
que no va lo uno sin lo otro; el descubrimiento de la delación y la falta de apoyo de las masas
peronistas, y el abandono de las masas obreras y por lo tanto la verificación de los límites de
la política armada y de sus obstáculos. Cuando nos piden la vida y que nos demos por
muertos, ya el otro desaparece como otro porque uno a desaparecido para sí mismo: no hay
planteos metafísicos que los resuciten. Quedamos sometidos al posible delirio de la exaltación
del jefe y a su fantasía cuando depositamos en sus manos nuestras vidas.

Y por último Jouvé descubre, pero mucho más tarde, al término de esa experiencia, que sólo
el pueblo en la calle puede echar abajo a los gobiernos, y que la izquierda rechaza hasta la
espontaneidad creadora de las asambleas que no se ajustan a los discursos: que la izquierda
los espantan. El único que en definitiva tuvo el apoyo popular fue Perón, por derecha, y no los
partidos obreristas, por izquierda. El libro de Santucho le hubiera permitido a Del Barco
comprender qué significa la crítica sobre su propio pasado. Y la conclusión final que es la que
habría que pensar juntos: “no sabemos para dónde vamos”. ¿Lo sabemos acaso, ahora,
nosotros? ¿Su pregunta no sigue siendo la nuestra?

Desandando el camino
Pero si partiendo de este no saber hacia donde vamos Del Barco quisiera darle una
respuesta, toda una densidad de vida los separa: ese testimonio, en sordina, sobrio y
pudoroso, inaugura una pregunta que su respuesta, quizás ya en estado de gracia, ignora y
deja de lado. La reduce a una abstracción de la cual queda expulsado todo el contenido
histórico, personal y social, que da sentido a la pregunta que Jouvé se hace.

Ese es el desafío al que hay que ponerle palabras y conceptos. Por eso me sorprende este
desplazamiento, tan significativo, desde Jouvé hasta Del Barco que algunos han hecho: nos
quedamos sólo con Del Barco, que habló sin que nadie lo pidiera, como dejamos solo a Jouvé
que nos narró su historia porque otros sí se lo pidieron. ¿Estaremos haciendo lo mismo que
hicieron sus veinte compañeros en el monte? Jouvé no acude a un ejemplo imaginario para
sentir el horror directo. Asumió la experiencia después de vivirla hasta el extremo límite de su
entrega, su valentía, su amor por la vida, su credulidad, su buena fe: su inocencia. Con quien
intercambió con del Barco en el 73-74, sin que a éste, al parecer, se le filtrara la
responsabilidad y la duda luego de escucharlo. De esos encuentros que Jouvé cita, Del Barco
no dice nada. Jouvé, dolorido y responsable, no se arrepiente de nada: sólo narra su
experiencia y asume que le marcó la vida y al narrarla espera que su experiencia sirva de
algo.

Entonces aparece la carta de Del Barco y nos lleva nuevamente ante un abismo diferente:
metafísico y abstracto. Del Barco transforma al afecto al que un “como si” le sirve de materia
viva, convertido en abstracto, en el máximo de materialidad que un cuerpo siente, para
anularlo como cuerpo histórico. Porque partiendo de lo absoluto el cuerpo sobra. Y quiere que
nos conmovamos con su grito, como si en verdad hubiera llegado hasta el fondo del abismo y
hubiera bebido hasta el fin su fina copa de heces. Cómo si se arrogara, una vez más, ser los
que con sus ideas abren y cierran los caminos, primero los que llevan a un destino incierto al
cuerpo depreciado en la guerrilla y luego a la salvación del alma en la post-metafísica,
purificada de su pasado cuyo sentido total él mismo habría asumido.

Lo que no se subraya es que Del Barco fue un contemporáneo de lo que allí se narra. Si su
modo de pensar la realidad no le permitió advertirles que iban al muere antes de que
emprendieran la aventura, y si luego del hecho tremebundo también se calla cuando podría
haber planteado sus dudas durante el desarrollo, es inaudito que más de cuarenta años
después lance el grito que condena a todos. Como si formáramos parte de una generación de
izquierda que, en los términos en que está planteada la tragedia, aparecería toda ella como
convocada por la muerte y el desprecio por el otro.

Más allá del mea culpa, ¿se tradujo esta responsabilidad en la formulación acaso de una
nueva concepción política donde esa relación con la muerte, que es su fundamento, haya sido
incorporada y propuesta a la experiencia argentina para que ninguna política de izquierda la
ignorara y ya no pueda formularse una transformación social sin tenerla en cuenta?

¿Será que, como dijo alguien, ese problema no estaba planteado en los libros que entonces
se leían y que sólo aparecieron más tarde, para la generación siguiente?

Por cierto que si me ocupo tanto de Del Barco es porque su grito, y quizas sus libros, se
muestra como un signo importante en nuestra intelectualidad de izquierda. Para el
pensamiento de la izquierda no hay salida porque no va a buscarla allí donde el fracaso los ha
dejado en banda: a donde llega Jouvé luego de su derrotero. Porque la operación que Del
Barco realiza sobre sí mismo, y ofrece como modelo, interesa únicamente, y por eso lo
hacemos, en la medida en que es retomada como una forma de eludir la realidad de su
pasado en la intelectualidad de izquierda. Vuelve a la abstracción metafísica metamorfoseada
en post-metafísica sin dejar de ser metafísica, negando el espesor de realidad nueva que el
fracaso le pone ahora a su alcance. Los precipita otra vez en el abismo de la culpa y de la
salvación individual del alma.

Esta concepción de la guerrilla no fue la que comenzó  con el Granma, ni tampoco coincide
con la concepción de Fidel Castro: era muy otro su contexto histórico. No sólo porque fue la
que triunfara ni porque fuera la primera.

El debate que Del Barco soslaya estuvo planteado en el campo de la filosofía y de la política
de la izquierda desde ese entonces: desde los años sesenta. La única forma de resolver esta
oposición era volver a despertar el valor irrenunciable del sujeto y convertirlo en un lugar
activo: decir, por ejemplo, que el sujeto es núcleo de verdad histórica. Pero no sólo la
subjetividad del jefe como único sujeto sino la subjetividad adormecida en la conciencia y el
cuerpo de los militantes y de la gente del “pueblo”, fuera o no peronista. Que la lucha no era
incompatible con la preservación de la vida. Que más aún: la requería para alcanzar algún
grado de eficacia. ¿Pero quien podía escuchar estos planteos?

Dijimos que la carta de Del Barco es un signo. Y este silencio personal fue en este caso casi
un santo y seña, una consigna de grupo, el de la izquierda pasada al peronismo montonero,
pero tuvo un resultado que nos involucró a todos: sirvió para que no se entendiera nada de
aquello que nos esperaba en ese futuro así abierto. Y al no ponerse en duda lo que se
encubría – exponer a la luz del día los límites que una parte de los intelectuales argentinos
había ocultado en su experiencia histórica- ya no fue posible criticar las falsas opciones
políticas que desde allí se cerraban o se abrían, las metamorfosis sin razón rendida cuando se
pasaba de un partido a otro, los saltos incomprensibles para ocultar el vacío que al hacerlo
abrían. En otras palabras: desalentó la toma de conciencia más profunda sobre la realidad
política. Porque si el dolor es tan hondo, hondo debería ser también el pensamiento.

Cuando deciden ahora abrir -porque eran los dueños de un secreto- ese espacio de crisis que
al fin descubren, y al mismo tiempo delimitan al prolongar ese ocultamiento – trágico pero
nunca tan culpable como el crimen mismo- muestran lo que han silenciado durante más de
veinte años. Cuando la verdad cae revelada por un grito como si fuera un rayo ilumina con su
brillo sólo el espacio que con tanta intensidad alumbra. Pero su efecto deslumbrante paraliza:
deja en la penumbra, obscurecidas, las posiciones intelectuales, teóricas, políticas y sobre
todo personales que en sus tomas de posición respecto del pasado han prolongado hacia el
presente. Porque ese es el otro extremo que el grito deslinda. ¿O acaso hay pensamiento
impune, inocente, que no actúe también como causa activa y determinante en la vida de
quienes, ya de otras generaciones, los han seguido en sus reflexiones, al menos desde la
fecha de ese crimen que quedó oculto? La lechuza de Minerva argentina levantó su vuelo un
atardecer muy tardío, luego de sobrevolar en círculo el campo de los desaparecidos: cuando
todo ya había sido consumado. Eso es lo que debe ser pensado: qué consecuencias tiene la
coherencia personal en la experiencia colectiva cuando un intelectual, que toma la palabra
después que miles de atardeceres y miles de insomnios hubieran transcurrido en la extensas
noches durante las cuales nuestra Minerva se quedó dormida, sin decir una palabra que
alertara a los que, absortos y empavorecidos, amanecían cada mañana después de haber
visto lo que vieron. Y así durante tantos años. Porque la reflexión filosofica debía levantar
vuelo esa mismo atardecer en que Adolfo Rotblat y Bernardo Groswald, ambos judíos, habían
sido asesinados por sus propios compañeros para reparar en el despertar del nuevo día la
conciencia de lo que en el día anterior había sucedido. Para enseñarnos a comprender al
menos, con el pensamiento, cuáles son los obstáculos, los desvíos, las trampas y los señuelos
que los militantes deben vencer para alcanzar ese lugar subjetivo donde se asienta la eficacia
personal y política. Esos vividos por Jouvé, y por los cuales se pregunta todavía.

Las afinidades electivas


Esa es la experiencia sobre la cual se sigue callando. El grito de Del Barco inaugura la
originalidad de ese descubrimiento, el de su desventura, sólo cuando él puede pensarlo, sin
darse cuenta que ese problema le preexistía y estaba planteado respecto de esas mismas
precisas circunstancias históricas, no metafísicas, desde mucho antes: que el hecho de que lo
descubriera tan tardíamente sólo atañe a su sensibilidad, profunda y secreta, y a lo
impensable en su propio pensamiento.

Y entonces nos preguntamos: si tamaña exclusión de ese núcleo fundamental del


pensamiento del cual algunos intelectuales recién ahora toman conciencia -el reconocimiento
del rostro del otro como absolutamente otro, Levinas mediante- no estaba presente en lo que
escribían, ¿no debería inquietarles qué valor de verdad tiene entonces lo que pensaron y
escribieron luego, hasta el día del grito? Y nos damos cuenta que el mea culpa no atañe al
patetismo de su dolor sino a algo que se sigue escamoteando como objeto de análisis:
comprender las razones que llevaron a que lo excluyeran de su pensamiento y explicarse
-aunque sea para sí mismo- los motivos que se tuvo para excluir durante tantos años esto que
formaba parte de su compromiso teórico y político. Estas desventuras también forma parte de
la experiencia filosófica.

Mejor dicho: quizás la concepción filosófica del Dios sin Dios fue pensada para justificar esa
dilatada pausa en que se pensó como si algo verdadero se pensara. Porque lo que debemos
comprender es cómo se diluyen y se tornan semejantes y abstractas todas las cualidades y
las personas en los hechos históricos: como en el rostro del otro se borraron las
particularidades.

Extraño y doloroso: es como si súbitamente con Del Barco y sus amigos, y casi diríamos
ciertos sectores de la clase intelectual que le son próximos, cercanos y distantes al mismo
tiempo de nosotros, despertaran del letargo temático a los espectros que los perseguían y de
pronto tomaran conciencia de lo que Ricardo Foster, una generación más distante, reconoce
con un dejo de inocencia cuando confiesa que esa inquietud y ese malestar sólo circulaba en
las conversaciones íntimas de íntimos amigos:

“Confieso, Oscar, -le escribe Foster a Del Barco- que me impactó ese pasaje a lo visible, su
tremenda exposición pública y hasta mediática, de aquello susurrado en un diálogo entre
amigos que se quieren”, (.) “donde surgió, como una deuda no saldada entre nosotros, el
espectro de los años sesenta y setenta, la sombra de la violencia, los claroscuros de la
revolución y, junto a ello, la cuestión, que se ha vuelto crucial a partir de lo suscitado por tu
carta-pública, del “no matarás” (id.). “Porque nunca dejamos, (.) de ponernos en juego (..)
cuando el punto de la conversación se centraba en ese pasado que regresaba con sus
propios e intransferibles reclamos, reclamos que, en cada uno, abría hacia algo personal (.) no
siempre comunicables ni compartibles”.

La verdad callada hacia el afuera circulaba sólo entre los amigos muy queridos. Que tanta
distancia existía entre los amigos que se miraban a los ojos y el rostro del otro absoluto que
los libros de filosofía describían. Lo cual muestra que esa exclusión en lo público sólo permitía
-cuando aparecían en sus escritos para los otros- la complicidad acrítica, es decir la que
ocultaba la “cuestión crucial” – “el espectro de los años sesenta y setenta”- que entre ellos se
planteaba. Pero también la coherencia de sí mismos, al excluir de lo que debía ser pensado
como núcleo fundamental que estaba en juego en nuestras historias: la permanencia en lo
clandestino, restringido a lo privado, del pensamiento que se desplegaba hacia fuera
excluyendo el asiento personal fundamental, originario, desde el cual se piensa el
pensamiento.

¿Tenían pudor, quizás, de mostrarse al desnudo, como todos sentimos? Para nosotros ese
silencio significó darnos cuenta de las dificultades que encontramos para participar en afanes
que nos debían ser comunes. Viviendo en este mismo mundo en realidad habitábamos otro
mundo, separados por esa incomprensión fundamental que había decidido excluirse, y
excluirnos por lo tanto, del estado público y del diálogo. ¿Cómo iban a considerar amigos a
quienes no participaban de ese pacto de silencio público? Ni siquiera se trataba de un diálogo
de sordos: era el pensamiento mismo, que sin embargo seguía hablando en nombre de la
verdad, el que se había obscurecido cuando escribían. Muchos deben preguntarse entonces,
aunque sea exagerado: ¿qué verdad podía expresar lo que escribían si ese núcleo primero
que el grito recién denuncia permanecía obturado? ¿Habría entonces que volver a leer sus
escritos y descifrarlos a partir del grito como nueva clave, encubierto en sus discursos lo que
en verdad debía ser pensado por ese flujo denso de palabras, ideas y conceptos a los que
algo fundamental les faltaba para que adquirieran ese sentido pleno que nuestra situación
histórica hubiera esperado de ellos ?

Y de pronto estalla el grito y todo en su entorno se conmueve, apesumbrados por la culpa fatal
de lo irremediable: entonces se produce la aletheia, la diosa de la verdad al fin queda desnuda
y su resplandor los enceguece. Pero lo irremediable -insistimos- no fue únicamente la
participación, grande o pequeña, vivida en los hechos del pasado. Lo fundamental es lo que
se pensaba, a partir de ese momento que ya había pasado, o estaba pasando, respecto de
esos asesinatos tan monstruosos que delataban hasta qué punto el “reconocimiento del otro
como absoluto” había sido excluido no sólo de la experiencia de los guerrilleros perdidos en el
monte sino del pensamiento de los intelectuales que habían estimulado o simpatizado con esa
lucha, aún cuando no se participara de la misma corriente política o no se adhiriera a ninguna.
Casi cuarenta largos e irrecuperables años -casi toda una vida- son los que se han perdido
para poder pensar esta otra cosa que ahora piensan desde esa experiencia que se grabó tan
hondo sin alcanzar la luminosidad de la conciencia. Pero en lo que verdaderamente importa,
más allá del acto de constricción personal que les permite reparar sus vidas, consiste para
nosotros en que esos hechos no asumidos quedaron congelados como núcleos duros,
agujeros negros, en la conciencia colectiva. Determinaron ese pasado que para nosotros es
este futuro -pasado pluscuamperfecto- que vivimos ahora.

Una culpa diferente


Por eso, repetimos, no es la participación en esos hechos lo que clama al cielo: primero,
porque en verdad ni Del Barco ni sus amigos asesinaron a nadie (y en estricto sentido, no son
asesinos seriales). La responsabilidad entonces no está referida a ese hecho ya cumplido del
pasado. La responsabilidad del intelectual, si bien puede ser mortal por sus efectos, no es
mortífera porque piense: es diferente y no por eso menos responsable de esa otra cosa que
es, precisamente, específicamente suya. “De otra manera, también nosotros somos
responsables de lo que sucedió”, dice Del Barco, pero no especifica en qué consiste esa otra
manera. Es eso lo que venimos planteando: fueron responsables de “otra manera”, de manera
intelectual, que es la manera de ser que se ha escogido para actuar jugando la coherencia
entre las ideas y la vida. [Aquí también se juega la vida del otro, pero también nuestra propia
vida puede correr riesgos]. La responsabilidad intelectual se sitúa entonces en otro sitio y se
distingue de quienes realmente asesinaron: es diferente y específica, y tiene otro campo de
sentido para explicar el crimen cuya culpa se atribuyen. De eso se trata, y no la de atribuirse
los asesinatos. Más aún: creo sinceramente que si Del Barco hubiera estado en ese grupo no
hubiera aceptado que esas muertes se ejecutaran. Nuestra discusión es otra y la
responsabilidad distinta. Hablamos de la responsabilidad por lo que hicieron con sus
pensamientos y que no coincidía quizás con sus afectos. Esa distancia es la específica de
“esa otra manera” que caracteriza la coherencia de la actividad intelectual desde que el
hombre se expresa con el pensamiento.

Esa es la diferencia con el intelectual de derecha: éste sabe de antemano que hay -todo el
pasado y el presente se los demuestra- coincidencia entre lo que sienten respecto del otro, y
lo que piensan. No hay incoherencia. Eso -que cada minuto muera un niño de hambre, por
ejemplo- a los hombres de derecha no les incomoda ni les hace perder el sueño: están
subjetiva y objetivamente de acuerdo. Son coherentes: coincide lo que sienten con lo que
piensan. Que en la izquierda haya asesinos les complace: justifican a los propios. Pero las
culpas y las responsabilidades de los militantes que se jugaron la vida para cambiar las cosas,
y donde muchos la perdieron, son diferentes cualitativamente, desde el punto de vista de su
inscripción individual y colectiva, de los hechos monstruosos de algunos miembros, jefes
sobre todo, del ERP o de los Montoneros. Porque también pienso en el valor que la vida tenía
para Paco Urondo o para Diana Guerrero, y debo poner nombres para pensar en serio. No
son conceptos: son figuras vivas. Cada uno de nosotros debe tener las suyas.

Violencia y contra-violencia
Cristo -viene al caso- distinguía dos violencias. Cuando pide que pongamos la otra mejilla
claramente se refiere a la contra-violencia: no responder a la violencia recibida, y hasta
ofrecerse una vez más como víctima. Pero también puede ser entendida como una astucia,
como una respuesta postergada: pongo la otra mejilla mientras me tomo tiempo y me preparo
para que no vuelva a sucederme; pero entonces no sería Cristo sino un mero cristiano. Más
bien se refiere, en su ejemplo, a una violencia que no es de muerte: a lo sumo afecta a la
dignidad herida -ahí me las den todas. Pero el problema de la lucha política es agonista:
acepto que me maten o me defiendo. Es aquí, en su acepción cristiana, donde la contra-
violencia es suprimida: aceptemos el martirio, nos hacemos dignos de otro mundo. Lo
absoluto desdeñó lo relativo. El problema es cómo volver del otro mundo a este mundo, de la
Ciudad de Dios a la ciudad de Córdoba o de Buenos Aires.

Lo que plantea Del Barco se refiere a la estrategia ontológica entre esencias abstractas sobre
fondo de la teología mística judeo-cristiana, la de Levinas para el caso. Deja de lado el origen
de la violencia, y por lo tanto la diferencia entre la violencia y la contra-violencia, pero sobre
todo la disimetría de las fuerzas enfrentadas en una situación extrema: quién aplica la
violencia con vistas a someter al otro a su voluntad para explotarlo y tenerlo a su servicio, y
hasta decretar su muerte, y los equipara con aquellos que se defienden para que no los
aniquilen. La violencia sería sólo una.

Ese hecho, así aislado por la culpa antes soportada y hoy -ya viejos- insoportable, definiría
entonces a todos los hechos políticos de la izquierda y expresaría la verdad de toda la historia
de esos años. Esa crítica abstracta destruye el sentido de la contra-violencia, propia de todo
enfrentamiento, para asimilarla a la violencia asesina. “Si uno mata el otro también mata. Esta
es la lógica criminal de la violencia”, escribe Del Barco. Esa violencia asesina, fracasada en
tanto se presentaba -y es igualada ahora- como contra-violencia revolucionaria, es mera
violencia de derecha: privilegia la muerte sobre la vida. Pasar de la violencia de la derecha a
la contra-violencia de izquierda en todos los campos sociales donde está en juego el dominio
de la voluntad del hombre implica distinguir en los conceptos lo que en la realidad histórica
está en juego. ¿Sólo es asesinato la violencia de muerte inmediata, a donde quedaría
restringido el imperativo del “no matarás”, y no la violencia morosa que carcome día a día,
hora a hora, la vida de los hombres y los aniquila? Nos da vergüenza tener que decir cosas
tan obvias, pero la conciencia desgarrada de antes se ha convertido en conciencia indiferente
ahora. Elevada la violencia a esencia metafísica, arrasa así con los límites de todo
discernimiento vital: borró toda experiencia de la verdad que circula en los hechos históricos.
No hay matices: desaparecen todas las particularidades. No hay sujetos contradictorios que
tuvieran ellos mismos que callar: no hay recuperación para esta culpa que convierte a todos,
próximos y distantes, en seres perdidos y asesinos. Así como todos nos igualamos con Hitler,
Stalin, Videla, ¿nos tendremos que igualar con Del Barco para sentirnos tan buenos, tan
responsables y justos? ¿No hay acaso también violencia, y no sólo amor, en ese grito en el
que algo importante sigue silenciado? ¿No hay algo obscurecido, “sombras, sombras,
sombras, sombras”, confesaba Paco, en ese grito que, por venir de tan adentro, parecería
poner en juego, en una apuesta absoluta, los dilemas no resueltos de su propio pasado que
así quedan escondidos para nuestro entendimiento?

Pero sigámoslo a Del Barco en su propio campo. Su desafío se expresa en forma conceptual
y condensada, pero para entendernos hay que abrir la trama: declinar la experiencia desde la
cual hablamos. Porque para sentir el imperativo del abstracto “no matarás” quien así nos lo
exige debe haber previamente vivido otra experiencia, situada en un estrato más profundo y
propio, del máximo misterio en sí mismo de su surgimiento al mundo y a la vida. Sólo con lo
más propio podemos animar el sentido y el concepto de la vida irreductible del absoluto otro,
desde una mismidad primera sobre la cual se funda, aún para quienes no hemos podido
habilitar el imperativo que la ética reclama. Si no ahondé hasta el extremo límite el sentido de
lo excepcional y misterioso de mi propia vida, y no asumí desde allí la más profunda muerte
que me espera, no podré nunca sentir qué es un semejante diferente, tan absoluto como –
descubro- lo soy primero para mí mismo: creo que este es el lugar de la inmanencia más
extrema y profunda que Levinas soslaya. Se trata de mi relatividad al mundo de la historia.

Porque precisamente, puesto que mi existencia es un misterio que no tiene respuesta pero
nos sigue interrogando, sólo desde allí se descubre lo relativo al mundo que me funda, y al
que me remito para encontrarle un sentido a la pregunta. Y es desde allí donde recién
entonces aparecerá el otro como otro tan absoluto pero -y esto es lo que le falta a Del Barco-
tan relativo al mundo como yo mismo. No son conceptos separables: son dos caras de lo
mismo. Si el otro es sólo un absoluto-absoluto como yo mismo, el mundo histórico
desaparece: perdemos lo que necesariamente ambos, para serlo, tenemos de relativos a la
historia. Absolutos cerrados sobre sí mismo, a los que no les falta nada, nada más salvo
declarar también a los otros como absolutos para considerar que todo el resto es relativo y sin
sentido histórico.

Porque la apertura al mundo, que se abre precisamente en el “no matarás” que la funda, que
aparece cuando trato de comprender mi sentimiento de ser absoluto y lo descubro primero en
el rostro del otro, para encontrar allí la respuesta al misterio de mi existencia, excluye una
experiencia previa: que el otro semejante que encuentro primero afuera estaba desde mucho
antes desplegando la contundencia de su existencia desde dentro de mi mismo. Por decirlo de
otro modo: tengo para mí que Levinas y Del Barco encuentran el rostro del otro demasiado
tarde. Es el que me llevaría a descubrir entonces -en un mundo diferente al mundo de la
racionalidad cristiana- al otro como un ser absoluto-relativo como lo soy desde allí para mi
mismo. Lo que todos los hombres tienen de absolutos sólo aparece extrañamente cuando los
descubro como relativos a una realidad mundana que debemos ahondar para que los otros
rompan los límites en los que, por el terror, se han instalado. Absolutos-relativos todos, sin
formar sin embargo la Totalidad que Levinas critica cuando la contrapone a lo Infinito.

El círculo de lo absoluto-relativo
Si el otro fuera sólo un absoluto como lo sería yo para mí mismo, ambos no seríamos más que
monadas cerradas que deben romper su carcasa, pura clara estéril, sin mundo todavía: no
seríamos el uno relativo al otro en lo más profundo de nuestra mismidad corpórea, y ambos
relativos al mundo y a la historia al mismo tiempo en lo que tenemos de más íntimo, primero y
humanos. Pero se nos dice: sólo puedo descubrirme a mí mismo como semejante al otro
cuando descubro lo absoluto de mí mismo sólo en el rostro del otro como irreductiblemente
otro. Lo que está primero, antes de toda experiencia en el mundo, es la voz que me habla
desde adentro, pero esa voz ahora interna no tiene cuerpo humano que grite esas palabras:
es lo Infinito quien las dice. Lograré descubrir mi semejanza con el otro, por lo tanto
descubrirme también como otro, sólo cuando escuche como un mandato la epifanía inefable
del “no matarás”. Pero al hacerlo dejo de lado mi ser relativo no solamente a la historia sino
también relativo a la nuda vida y también a la dura materia que nos forma. Porque aun cuando
el “no matarás” aparezca como un susurro o un arrullo interior, por más bajito que hable, este
mandamiento recurre a las palabras de la lengua paterna que viene desde el mundo histórico
para superponerse y sobreagregarse a otra lengua silenciada, la materna, un sentimiento
enmudecido por el grito de Dios-Padre. Antes del “no matarás” paterno que Del Barco
escucha como si fuera la Palabra primera, existe otra palabra más densa y compleja, unida a
lo sensible del cuerpo de la madre al que se encuentra unida, que se ha hecho carne porque
primero hizo la nuestra, la que proclama sin furia y sin ruido el cálido “vivirás” de lo materno.
Esta es la determinación primera que aparece en el descubrimiento misterioso de mi propia
existencia. Esto es lo in-audito que, como susurro, Del Barco no oye, porque necesita del grito
que primero la suplantó a ella -a la madre digo- desde afuera, y luego ocupa su lugar: después
de desplazarla dentro de nosotros mismos. Entonces después oye y siente como si alguien le
hablara desde adentro. Es el Dios indeciso del lugar que ahora ocupa: Dios sin Dios. Es el
mismo Dios paternal que antes los judíos encontraban afuera y que ahora ocupa el lugar
profano -profanado- de la madre.

Su rostro invisible y amenazante, la voz del viejo y vociferante dios judío que ahora, como el
dios cristiano, nos habla desde adentro, esa voz estalla y nos grita -otra vez el grito- en cada
rostro que vemos animados por nuestro contenido amor, como si esa imagen vedada por el
monoteísmo patriarcal reapareciera metamorfoseando, al salir de la obscuridad donde estaba
reprimida, en cada nueva cara como investida cada una de ellas, de cara presente, por la
divinidad paterna.

El otro estaba dentro de él como un absoluto-relativo, carne con sentido desde el vamos, sin
corte entre significante y significado, como está en todos, antes de que lo encontrara, como
cree encontrarlo por primera vez, fuera de sí mismo. Esta es la diferencia que separa un modo
de pensar de otro modo. La experiencia del primer “otro” con el cual nacimos confundidos -por
eso es difícil verlo como separado luego- ha desaparecido, creen, sin dejar marcas. Este
sentir que viene sólo desde adentro muestra, creemos, el lugar más logrado, eficaz y más
secreto de la trampa elaborada por el cristianismo: convertir en inmanentes, universales y
esenciales sus principios teológicos, relativos a su pretensión católica, universal, y a la
historia.

En otras palabras: ese absoluto del “no matarás” que impone el 6º mandamiento judío desde
afuera, como Dios manda, de trascendente que era para los judíos-judios pasa a convertirse
en inmanente, viene ahora desde adentro tanto para los judíos como para los cristianos, ahora
todos ecuménicamente unidos. Como supone una experiencia anterior que la ontología de
Levinas al cristianizarse encubre, aunque la descubra cuando mira -demasiado tarde- el rostro
del otro. Pero es la primera impronta del imperativo “vivirás” materno el que aparece
encubierto y carezca de palabras para decirse. Y oculta que el mandamiento del “no matarás”
sea una consecuencia ni siquiera segunda sino sólo tercera dentro de una serie que tiene su
primer comienzo en la experiencia del vivir materno, que es lo único inmanente histórico
desde el vamos. Es cierto: esto sucede si no partimos del “il y a” que la metafísica de Levinas
nos propone como su presupuesto fundante, y al mismo tiempo nos permite convertirnos de
judíos en cristianos sin dejar de aceptar la racionalidad externa de los profetas.

¿Dónde está ese punto de Arquímedes que Levinas pide para separarse de la insublimable
corporeidad que la mitología judía sostiene desde el Génesis? En el hecho de que Levinas no
parte del cuerpo, como Jehová lo hacía, sino del más minúsculo átomo de carne, el más
insensible e insignificante: la mera “sensación”, esa que un Merleau-Ponty había desplazado
desde el biologismo ramplón para hacer prevalecer la “percepción” que su fenomenología
funda en el cuerpo pleno y sexuado de la experiencia humana. Por eso Levinas reivindica la
minúscula “sensación” sensible como primera, contra la “percepción” que desde la densidad
acogedora del cuerpo de la madre se inaugura para todos los hombres desde el nacimiento, y
que se convierte entonces en segunda. Para que el Infinito aparezca como absoluto y
separado de la madre como cuerpo sensible necesita un lugar sensible originario carente de
sentido y de forma humana: sin el rostro primero de la madre. El Infinito no parte primero de
ese primer rostro amado, los ojos y los pechos que por los ojos y la boca inauguran nuestra
entrada al mundo humano: allí, en lo materno, no existe es cierto la Infinitud que la salvación
en Dios-Padre pide y nos promete si renunciamos a su cuerpo. Pero en su cobijo y afecto
estaba el germen de toda ética que tome a la mater-ialidad como punto de partida.

La madre abre a la vida pero también a la muerte: hay que dejarla de lado si queremos que lo
Infinito predomine y nos salve. Si la madre enseña a morir al hijo en este mundo de vida finita,
Dios padre en cambio nos introduce de golpe en la dimensión Infinita, sin los terrores que el
filósofo siente: no nos incluye en la Totalidad sensible del pensamiento mundano, sino en una
dimensión que le es anterior y mas rica. Pobre madre cautiva, que nos cautiva y limita con su
cuerpo: desde su lugar nos hay posibilidad de descubrir al irreductible otro como lo hace el
pensamiento paterno. El “no matarás” no es su mandamiento. Por eso en Levinas lo Infinito
sólo necesita insertar su fría llama pensante en una sensación corporal insignificante y
abstracta, sólo el soporte de una determinación divina, casi nada, sensación pura, algo
mínimo, lo indispensable para afirmar su trascendencia absoluta en la materialidad humana.
Parte del mandamiento racional y abstracto -abstraído que fue primero el cuerpo materno –
del padre.

Primero hay que saber vivir


Del Barco lanza su grito que su densa filosofía sostiene en el campo de la política histórica:
parte del “no matarás” extraído de un patriarcalismo judaico transformista. Toma como
comienzo lo que forma parte final de una serie que la Biblia describe. Primero está la vida, el
“Vivirás” materno, que se apoya en que Eva “fue la madre de todo lo viviente” y con la que
Adán soñó en el Edén bíblico. Luego aparece el imperioso “Matarás” que Abraham le atribuye
al Dios judío y que se transformará sublimado en la circuncisión del hijo. Y recién después,
pero mucho después, aparece en el Pentateuco la consigna nueva, el “no matarás” que
Jehová grita desde lo alto de la montaña, entre truenos, centellas y trompetas, pero para que
no se nos olvide lo escribe en la piedra. (Lo cual no impide que al descender del monte
Moisés con los Levitas todos juntos maten, pese al “no matarás” del mandamiento, a los
judíos que estaban adorando a la Becerra de sus sueños, fundida en puro y brillante oro,
como leche dorada,).

“¡Vivirás!”, “¡matarás!”, “¡no matarás!”: tal es la serie histórica narrada por la Biblia judía de la
cual Levinas sólo toma la última consigna transformada en absoluta: en el “no matarás” es
Jehová que nos sigue gritando, sólo que ahora -y en esto consiste la transformación
cristianizante de Levinas- no lo hace desde lejos y en lo alto, en el monte, sino desde adentro
de cada uno de nosotros. Lo mismo que hace el Dios-Padre cristiano por medio de su Hijo. Al
tomar como punto de partida el imperativo de la ley, se pasa en silencio un lugar silenciado, la
lengua materna, la única donde inmanencia y trascendencia coinciden: la madre
engendradora que el patriarcalismo racionalista combate, convertido en Infinito abstracto.

El primer asesinato que comete el Infinito, ese que comienza condenando todo crimen, es
silenciado: el fundamento criminal que el “no matarás” oculta, y sobre el cual se funda, es
haberle dado muerte a la madre como significante fundador de todo sentido, inicio quizás de
una racionalidad nueva. Este es el fundamento del silencio que nos sirve también para ocultar
la tragedia de nuestro propio origen. Por eso pensamos que Del Barco, como Levinas, parte
de una abstracción que deja de lado el fundamento sentido e imaginario de lo que vivió antes
y sobre cuyo fondo inconsciente ahora piensa, pese a todo lo que Levinas diga, con el
Iluminismo de la razón occidental y cristiana de la metafísica post-metafísica. Porque no hubo
nunca un Iluminismo judío que prolongara una racionalidad nueva desde el fondo de la
mitología judía laicizada. Tuvieron que pedírsela prestada a los europeos cristianos, cuyo
nuevo pensamiento no estaba sin embargo exento del odio mitológico a los judíos de la
religión que sin embargo criticaban. Salvo alguno que como Spinoza, contrariando la razón
cartesiana, los desafió a todos igualando a Dios con la Naturaleza. ¿Y qué hay también ya no
sólo de la razón filosófica europea en la que nos iniciamos, sobre todo alemana, sino de la
mitología cristiana de la cultura en medio de la cual advinimos a la vida en estos pagos, como
sujetos marcados por ella -la cruz, la espada y el oro- desde la experiencia de nuestro
nacimiento? ¿No dejó sus marcas en nuestras cabezas y en nuestros cuerpos? ¿Puede
pensar desde cero, desde un “hay” sin casi nada, limpiado a seco? En ese distanciamiento
¿no encontramos nada más profundo y hondo, algo mucho mas sensible como para que al
final, caídos en la desolación insomne, encontremos en el origen de la vida, necesario para
que vida hubiera, esas marcas maternas imborrables que vuelan a cobijarnos? Y que desde
este nuevo punto de partida al mismo tiempo nos permita pensarnos, y explicarnos de otro
modo, la caída en la puta abyección de la culpa por lo que no hicimos?

Volver a ver los rostros


El problema consiste en poder ver ese Infinito en el irreductible otro, de ese rostro
irreductiblemente asesino, en la cara de Videla, de Bush, de Hitler o de Menem. El
monoteísmo abstracto sin rostro se encarnó, no sólo como antes en Cristo, hijo directo de
Dios-Padre, sino también en la multitud de caras – y qué caras- a las que nos resistimos en
atribuirles aquella infinitud cuya encarnación antes se nos vedó poner en un Dios también
abstracto. Toda la crítica de Levinas al cristianismo consiste en acusarlo de haber retornado a
las imágenes del paganismo. ¡Pero si María no es Diana de Efeso ni Afrodita!. La Virgen es
otra Cosa. Esa sería la única diferencia insoportable para su judaísmo: hasta el cuerpo de una
virgen nunca hollada sería demasiado impura para su Infinito. No es que los planteos de
Levinas dejen de enfrentar a su manera el problema de la alienación, de la guerra, del amor
filial y de la razón viril: en fin, de todo lo que a nosotros nos preocupa.. Pero debemos tener en
cuenta que Levinas también era invitado para exponer sus ideas en las universidades
teológicas católicas, protestantes y judías. No a cualquiera. Y por qué este judío notable, que
por algo se proclamaba griego, ha influido -y ahora entiendo por qué- en la Teología de la
Liberación cristiana en América Latina.

Violencia y contra-violencia
Volvamos entonces a la violencia. Lo primero que se ha tenido que hacer para aislarla y
convertir lo más terrible en lo más abstracto, hasta universalizarlo, fue ignorar la distinción
entre violencia y contra-violencia que infectaba la política de izquierda. El “no matarás” como
mandamiento abstracto se asienta, pero lo esconde, en una experiencia sensible y mater-ial
primera: el “vivirás” originario, el misterio original de mi propia existencia en el cuenco germinal
de lo materno. Al tomar como punto de partida sólo el “hay” algo sensible Levinas cree que
llena el vacío del “no hay nada” insensible del espiritualismo cristiano: la nada originaria. Si no
se revela la violencia fundadora que separó al “hay” (il y a) y al “no hay” (il n’y a pas) del
cuerpo de la madre aniquilado, ¿cómo dar cuenta de la violencia social si se nos oculta la
violencia originaria sobre la que se asientan las palabras de ese mismo Dios que condena la
violencia? Por eso toda violencia, aunque sea para salvar la propia vida -que es lo que
tenemos de materno- para Del Barco es mortífera y condenable.

Lo primero que se ha tenido que hacer para aislarlo y convertir lo más terrible en lo más
abstracto, hasta universalizarlo, fue disolver la distinción entre violencia y contra-violencia que
infectaba la política de izquierda de la cual formaban parte. Esto depende de tres
concepciones equivocas que -nos parece- están presentes en la ideología de izquierda: 1) la
de que todo combatiente tiene que asumir primero que cuando entra en la guerrilla debe que
desvalorizar su propia vida; 2) no haber diferenciado que en la contra-violencia la violencia ha
cambiado de cualidad; que tampoco debe ser la misma violencia, sólo que ahora apuntaría en
dirección opuesta; y 3) no reconocer que la disimetría de las fuerzas exige contar con un
actividad colectiva mayoritaria de los rebeldes ante sometidos para imponerse, y sobre todo
que la vida es lo que debe preservarse para lograr incluirlos en un proyecto digno. Mantener el
valor de la vida como un presupuesto es el punto de partida de la eficacia ética en toda acción
política. Si la muerte aparece no será porque la busquemos, ni en nosotros ni en los otros.
No haber comprendido que la contra-violencia no es sólo la que recurre a las armas que
aniquilan, que ésta tiene -cuando se la descubre desde la historia de las luchas y del
pensamiento- una cualidad diferente y hasta contradictoria, por su esencia, de la otra. Para
Del Barco toda violencia siempre es violencia de aniquilamiento y de muerte. Sólo si se
hubiera comprendido desde el vamos, es decir desde mucho antes, esto que ahora quiere
inaugurar un sendero luminoso -y descubre al irreductible y absolutamente “otro”
necesariamente presente también en la política- esa experiencia fundamental que la derecha
teme hubiera permitido comprender la contra-violencia como una experiencia de vida y no de
muerte. Hubiera permitido pensar, por ejemplo, que la vida suprimida fríamente, aún la de
Aramburu, no podía ser utilizada como un triunfo simbólico revolucionario, aunque Aramburu
fuera un enemigo. Y no por las razones que Del Barco señala. Aramburu podría haber sido
totalmente culpable: eso no autorizaba a asesinarlo. Primero -y eso es lo más importante-
porque al hacerlo los defensores de la vida se convirtieron en asesinos. Y lo que es más
monstruoso: convirtieron en el campo de la política popular a un hombre cobardemente
aniquilado, a la muerte, en símbolo de un triunfo de la justicia y de la vida. Y convirtieron a
todos sus simpatizantes en cómplices temerosos de este hecho cobarde y sanguinario.

No porque no haya seres que no merecen la vida: veo rostros precisos, veo a Menem,
deshecho humano ya difunto sentando en el paraíso de los senadores. Pienso en Hitler. El
valor de sus vidas es nulo: ellos mismos, en su mismidad más profunda, se han aniquilado.
Pero lo que interesa no es la destrucción de sus vidas en tanto vidas propias. Lo importante es
otra cosa: ¿qué vida de estos criminales tan diferentes podría pagar la destrucción y la muerte
que produjeron? ¿La vida tiene equivalente? ¿Eichman saldó la vida aniquilada de millones
muriendo en la horca? ¿Los israelíes fueron desde entonces más justos con la vida ajena? No
se trata entonces de que toda vida se valide como vida absoluta: en este caso la que
provocaron la muerte de miles o millones de otros muestra que, para ellos, al menos la de los
otros sólo eran vidas relativas: únicamente la de ellos eran vidas absolutas. Si lo absoluto que
consagra al sujeto como sujeto humano no es desde el comienzo relativo también a la historia,
toda relación que los incluya en la historia luego los convertirá, desde la metafísica,
despojados de Infinito, sometidos a lo puramente relativos: seres puro desperdicio.

Solamente pienso que el hecho de que me vea empujado a darles muerte una vez vencidos
me convierte a mí también en alguien que atravesó el espejo y me convierte, fuera de la lucha
y del enfrentamiento en el que resisto, en destructor de una vida humana sin que sea
necesario. Juzgarlos esclarece la conciencia de justicia entre los hombres; matarlos una vez
vencidos obscurece el sentido de la nuestra. Es por aquél que se ve llevado a matar cuando la
violencia que sufre lo empuja necesariamente a hacerlo, es entonces cuando pienso en esta
conversión insoportable. Porque el problema no es solamente el “absolutamente otro”
abstracto cuya vida suprimo: es primero la destrucción que produzco en mí mismo lo que me
lleva a preservar la vida de todo hombre, aunque sea un miserable y un asesino -sólo una vez
que inmovilicé su capacidad de producir la muerte, es decir permitir que la nuestra continúe,
porque ningún asesino puede pagar con su vida el daño producido -salvo que eso suceda
para impedir que siga sucediendo. No porque merezca la existencia, sino porque si llegara a
truncar su vida emputezco la mía, y prolongo una equivalencia cristiana, que no existe, entre
la vida y la muerte.

Cuando se trata de haber asesinado a alguien ya no hay perdón que valga para nadie: el
único que podría perdonarme ya no existe, porque yo mismo lo he suprimido. Ningún acto de
constricción puede resucitarlo. ¿Me quedo más tranquilo? Pero darle muerte porque la justicia
lo declara culpable cuando ya no es necesario destruir su actividad asesina, ese es el crimen
serial que el asesino sigue produciendo en los que quedaron vivos al transformarlos también a
ellos, con las mejores intenciones de justicia, en los supresores innecesarios de la vida. La
cadena de la muerte no se interrumpe, y está en nosotros -no en ellos que viven de ella-
interrumpirla cuando es posible.

El problema de esta identificación e igualación que Del Barco hace, cuando no distingue entre
violencia ofensiva y violencia defensiva, nos llevaría a hacerle una pregunta que si roza el
absurdo es porque la presunta inocencia de su planteo lo exige: ¿mataría al que trata de
matarlo, o aceptaría perder su vida, que se regula por ese “principio” inmanente, para
conservar la del otro que se complace y goza con darle muerte, y que, por no sentir ni oír el
murmullo interior del imperativo que está en todos, no se guía por ese “no matarás” que Del
Barco escucha? Si es “como si” en cada asesinado viviera esa muerte cual la de un hijo,
¿dejaría de matar al que está por asesinarlo a uno o a otro cuando el “como si” de la fantasía
desaparece y la realidad lo pone frente a la necesidad de defenderlo? Del Barco nos diría que
el principio, aún violado, sigue siendo el mismo: nos convertimos en culpables de un asesinato
pese a nosotros mismos. La realidad nos obliga, implacable, pero la infracción al Infinito sigue
existiendo. Esto quiere decir, contradictoriamente entonces, que es un mandamiento que
contiene la contradicción dentro de sí mismo: un mandamiento que exige ser violado.
Pensamos sin embargo que darle la muerte al otro que amenazaba con matarlo, lo que se
llama legítima defensa, lo convertiría en un hombre que mató a otro, pero no lo convertiría en
un asesino. ¿O caso alguien preferiría ser asesinado para salvar un “principio” absoluto y
metafísico? Y no digo que esto mismo no deje su huella en quien se ve obligado a realizarlo.

El principio universal, así considerado, sólo nos ata a nosotros las manos. Por eso el “no
matarás” es lo que los dominados y amenazados deben tener como principio, para evitar que
la contra-violencia pueda amenazar la violencia de los que dan la muerte. Esto ya lo sabía
Hobbes: el contrato que confiere el poder de imponer el “no matarás” -el Estado- debe
firmarse porque los dominadores y asesinos en algún momento duermen, y los somnolientos
esclavos pueden aprovecharse de ese reposo y darles muerte. Esta es una distinción clara de
la violencia y de la contra-violencia: una es ofensiva, la otra defensiva. El “no matarás” como
mandamiento abstracto y sólo subjetivo -que no es concreto sólo porque escuche voces-
viene del poder de los que matan, no de los que son pasados a cuchillo.

A otra cosa
Pero quizás esto también sea excesivo. Nuestra reflexión va dirigida a todas las
consecuencias que quizás se hubieran evitado si la crítica y el análisis político no siguiera
soslayando ahora lo que se había soslayado antes por negarse a dejarse penetrar por la
experiencia traumática que vivieron: si hubieran permitido durante tantos y tan largos años
que la reflexión filosófico-política abriera el espacio crítico de la violencia en la izquierda y, por
qué no, en el más amplio espacio de la cultura ciudadana. Hubiera surgido quizás otra crítica.
Hubiera dejado su paso a un único punto de convergencia en la izquierda: el lugar del otro, del
sujeto humano, también en la política. Hubiéramos podido aceptar sin vergüenza la defensa
del valor de la vida sin ser tildados de cobardes cuando el torrente político los llevaba,
valientes es cierto, al borde del abismo. Hubiéramos podido, al comprender nuestras
dificultades, nuestra sombras, comprender la de otros y ayudarles, pensando, a participar de
ese campo político del que, ante actores, nos habíamos distanciado.

Pero si la violencia es una sola, y es esa de los dos adolescentes asesinados la que se da
como ejemplo, son átomos de violencia los que se analizan, monadas de violencia donde
culminaría toda violencia humana. Es como si de ese único hecho, donde pasó todo, y donde
se resumiría y se conglomeraría toda la violencia humana, donde reverdecieron las categorías
inhumanas de la derecha en los sujetos de la izquierda revolucionaria, eso no hubiera tenido
consecuencias: como si después y sobre todo antes no hubiera pasado nada que nos tenía
también a nosotros como actores. Como si tampoco ese hecho hubiera sido una
consecuencia de la superficialidad con la que algunos intelectuales consideraban los
acontecimientos de la política, ese descubrimiento que al final los anonada: cuando aparece el
rostro del irreductiblemente otro ignorado en el pensamiento filosófico y político de la
izquierda. Descubriendo la existencia colectiva de los otros se habían, en el fondo, olvidado de
sí mismos.

No porque pensamos que se suscribieron a favor de la muerte porque la desearan. Pienso


que sobre eso sentimos en el fondo lo mismo. El problema es por qué ese sentimiento de
repudio, que en algún lugar sentían, tuvo que rendirse: ese es el problema que se abre en la
reflexión política. Porque si pensamos que todos, al menos en la izquierda y en la población
sometida, sienten el valor de la vida compartida, entonces la función de intelectual es ponerle
palabras donde ese sentimiento mantenido y por fin reconocido pueda desplegar en la vida
cotidiana la verdadera eficacia de la lucha política. Más aún cuando suponemos la existencia
en todos, aunque en sordina, de ese llamado imperativo a la vida. El problema que Del barco
soslaya es la eficacia de la vida en la in-clemencia en la vida política que la derecha quiere
imponernos. Allí reside la eficacia de ellos, pero no la nuestra.

Es lamentable ver los efectos que ese tipo de ocultamiento ha tenido en la cualidad del
pensamiento. Ese hecho está encuadrado en un antes y un después, y en ambos los
intelectuales hubieran tenido algo que decir, quizás para que no sucediera. Este después
quedó demasiado distanciado de ese antes. ¿Pero cómo hacerlo si el reconocimiento del otro
como irreductiblemente otro, como rostro, no era aún una experiencia a la que el sujeto de
izquierda hubiera accedido? ¿De qué clase de hombres estaba entonces construida la
izquierda, aún la más culta y sensible? ¿Para descubrir el rostro del otro como otro era preciso
acaso, como pensaba entristecido un poeta, haber leído todos los libros?

Ser sobrevivientes
Y entonces me detengo porque Del Barco me lleva a pensar en otra cosa. Y pienso también
que ahora lo comprendo, que sí, que es muy terrible decir lo que en verdad calla: que es muy
difícil ser sobreviviente. Es difícil aceptar que eludimos la muerte cuando otros la sufrieron. O
tuvimos la suerte de no estar presentes. Que nos fuimos, que nos exiliamos cuando otros se
quedaron. Eso lo sentimos aún aquellos que no apoyamos la aventura guerrillera en nuestro
país, porque nunca creímos en la visión alucinada de una fuerza posible que le diera el triunfo,
ni fuimos peronistas de izquierda, pero vivimos con los fantasmas de nuestros compañeros a
quienes amábamos y no pudimos disuadirlos para modificar su destino, porque todo estaba
aún por jugarse. Y que ahora que están muertos nos dejaron una marca indeleble y una
acusación callada que recorrió a toda una generación: la de no haber tenido quizás los huevos
bien puestos, quiero decir el valor que ellos tuvieron. Que ningún “vacío” metafísico ni ninguna
“falta” ni ningún “sin ser” ni ningún “sin fuerza” ni ningún “sin presencia” puede dejar de delatar
el contorno preciso de sus miradas y de sus cuerpos plenos tan queridos vaciados de
presencia, de ser y de fuerza por una muerte inmerecida.

Reconozcamos entonces que no fuimos cobardes por estar ahora vivos. La cobardía a la que
nos referimos sólo puede ser sólo una, y se refiere a esa “otra responsabilidad” que era y es la
nuestra, esa “otra manera” de ser culpables a la que se refirió Del Barco. Reconozcamos
entonces el valor de estar vivos, porque ni su triunfo posible ni su fracaso -esa siniestra
frustración de la Derrota que nos endilgan a todos- dependía sólo de nosotros.

Pero también queda por resolver otro grave problema: si ese principio del “no matarás” está
en todos, ¿cómo es posible que tantos sean asesinos y tantos otros acepten ser asesinados o
destruidos? Para pensar esta dificultad de la post-metafísica metafísica debo pasar a una
comprensión de las estructuras de dominio humanas que alienan a las muchedumbres, las
inmovilizan por medio del terror o de la inocencia, pero también a la izquierda revolucionaria.
Entonces al análisis estructural de la comunidad humana le falta también otra propuesta
política que sobre fondo del fracaso que se ha vivido, de eso que los peronistas de izquierda
llaman “derrota”, plantee una solución que una a lo absoluto, que había pospuesto al sujeto
considerado como meramente relativo -“soporte de una determinación”, proclamaba Althusser
en ese entonces tan leído- y sólo lo vuelve a encontrar luego de la derrota como sujeto
plenamente absoluto-absoluto, como metafísico -lugar paradojal de lo imposible-posible para
el sujeto absoluto fracasado y aislado- y vuelve así de un extremo al otro: del sujeto relativo
negado en la estructuras objetivas en la lucha alucinada al sujeto absoluto afirmado en la
metafísica sin historia luego de la derrota.

Volvamos a Jouvé
Y la historia desaparece como análisis de los hechos que dan sentido a su grito. Si
comenzamos considerando primero, como más importante, la entrevista a Jouvé y en ella
vimos que hubo una determinación histórica de grupo donde el valor relativo de la vida desde
una perspectiva revolucionaria objetivista prevaleció enfrentando dos mandamientos -el
“matarás” contra el “no matarás”, Masetti contra Jouvé- ese hecho muestra -puesto que fue el
detonante para el grito de Del Barco- que allí en el seno del grupo, para usar las palabras de
su propio planteo, lo imposible y lo posible estaban enfrentados. Y que si uno triunfó sobre el
otro es porque en la izquierda el debate, la crítica a la teoría estructural de Althusser, o a la
teoría de la guerra aplicada por Perón a la política, o a la concepción de los varios Viet-Nam
sudamericanos en el Che, no formó parte del pensamiento crítico de la izquierda
revolucionaria. No se hicieron cargo del debate sobre el sujeto político en la crítica política. Ni
lo afectó a Masetti, que se guiaba, implacable, por las leyes objetivas de la guerra de derecha,
ni lo afectó al grupo de los veinte adolescentes cuyas caras cambiaron luego de no haberse
atrevido a sentir lo que Jouvé sentía.

Porque los intelectuales que no se interrogan sobre el proceso histórico de su tragedia interna
han dejado de cumplir con su tarea: ser ellos mismos el lugar humano contradictorio y
sufriente donde se interrogan por las dificultades que como sujetos han encontrado para
convertirse en núcleos donde también se elabora la verdad histórica. Esto es lo que le
decimos en definitiva a Del Barco: comprendemos su tragedia, de la que también participamos
sin haberlo hecho como él lo hizo. Lo que no comprendemos es, luego de haber callado tantos
años, que nos privara de lo más verdadero y valioso de su derrotero personal: poner de
relieve para comprendernos las desventuras y las dificultades humanas, demasiado humanas,
que hicieron necesario su silencio. Para que no se repitan en ese silencio que circula todavía
-el silencio también circula, es portado por las que no hablan. Y no se trata estrictamente aquí
de psicología.

¿Qué nos pasó desde entonces?


¿Qué pasó durante tantos años, luego de ese hecho trágico? Lo que así fue ocultado, las
consecuencias de sus tomas de partido, de sus indecisiones, han determinado luego los
temas que fueron abordados en aquellos campos de los cuales siguieron participando en
primera fila, estableciendo la jerarquía de los problemas en debate: en la universidad, en los
eventos culturales, las revistas, entrevistas, congresos, editoriales, diarios y disquetes, y hasta
en la bibliografía de las cuales se nutrían sus alumnos -que alguna coherencia debían
necesariamente tener con sus propios compromisos personales. El lugar del sujeto como
fundamento del sentido de la verdad fue ignorado, pese a que esa fuera la fuerza que el
intelectual tenía como indelegablemente propia. ¿Qué queda de la filosofía si no piensa que el
sujeto es núcleo de verdad histórica, sobre todo en el campo de una política que quiere
reivindicar el fundamento más cierto de la democracia?

Así , al abandonarla, se fueron abriendo y cerrando espacios en las generaciones posteriores,


en las cuales se siguió prolongando y cultivando un campo limpio de malezas -quiero decir
limpio de referencias y hasta de rozamiento con esos encubrimientos. Si, ya se, es una
desgracia envejecer fracasados y rumiando sin encontrar salida al espanto de lo que en algún
momento del pasado se vivió para no dar luego la cara. El asesinato de los dos judíos
argentinos fusilados por los “compañeros” es, en su horror, también un signo, un índice
monstruoso que desde allí debe ser abierto para mostrar el desierto barrido por el silencio y la
sequedad de las ideas que no querían que reverdecieran, como tampoco se abrieron y sólo se
sacaron las mil flores prometidas en China.
A los intelectuales pensantes y escritores, hayan apoyado o no los movimientos armados en la
Argentina en sus diferentes vertientes, nadie los acusa de haberlo hecho o de haberse
opuesto a esa experiencia. La experiencia política es determinante, por lo que ella aporta al
problema de lo colectivo y de lo subjetivo, y que el intelectual, por definición de clase, de clase
de hombre digo, no puede dejar de lado. Allí lo absoluto de nuestra propia existencia y lo
relativo que somos a la historia se verifica. Círculo extraño y desconcertante, no destruye
nunca el misterio de que haya alguien, un existente, que sea yo mismo. La política hasta
ahora siempre ha buscado mantener el lugar de su poder colectivo, y su eficacia, borrando en
cada sujeto la experiencia más íntima de su propia existencia.

No exageremos entonces nuestra propia importancia, porque los hechos políticos les pasaron
a ustedes por encima como a cualquiera de nosotros. Lo que sí debe ser comprendido, luego
del horror desencadenado por el fracaso es, me parece, otra cosa, ésta sí ineludible y por la
cual cabe entonces que lo sigamos preguntando ahora, porque sirvió para cerrar o abrir el
espacio histórico con nuestro pensamiento. Lo que necesita explicación, para que se convierta
ese experiencia pasada en una conquista histórico-filosófica, sería comprender quizás otra
cosa: ¿porqué esa culpa tan sentida, asumida de profundis, que les hubiera llevado
necesariamente a examinar las condiciones subjetivas y políticas, culturales en fin, de un
hecho tan aberrante y siniestro, quedó silenciada, quizás estupefactos, pero sin pensar
entonces en los otros: que esa angustia también debía estar presente en el cuerpo y
registrada en la cabeza de militantes y lectores para los cuales escribían. Esta postergación
del “otro” descolocado de nuestro propio horizonte es una determinación política en el
pensamiento filosófico.

Si se hubiera podido hablar de los que nos pasaba a todos, porque nos estaba pasando y nos
sigue pasando, la culpa por una complicidad recién ahora confesada no se hubiera congelado
como culpa individual y subjetiva: no se habría convertido en ese nido de víboras que
carcomió implacable desde adentro. Se hubiera abierto un campo común de pensamiento
para discernir, entre todos, los límites que la responsabilidad política planteaba en los hechos
que vivíamos, y no sólo en los textos de filosofía. La hondura de la culpa tiene que ver
también con el tiempo durante el cual, silenciada, se la maceró en cada uno. De haber
asumido como responsabilidad social en su momento lo que luego se metamorfoseó sólo en
culpa individual, hubiera permitido crear eso que ahora el pensamiento a la moda llama un
acontecimiento, creador por lo tanto de un sentido nuevo que venciera el determinismo que
nos había marcado. De haberse producido, esa experiencia personal asumida y expresada en
el campo de las ideas hubiera permitido abrir el espacio de una claridad pensada que,
compartida, también hubiera liberado de fantasmas a tanta gente que formó parte de esa
experiencia histórica. El silencio contribuyó, en cambio, a congelarlos en la culpa, tanto más
aguda cuando más próximo el terror militar amenazaba, culpa obscura pero nunca insomne
que sólo pudo estallar, como estalló, en el grito de Del Barco. Su intensidad desbordó el
afecto contenido, es cierto, pero no transformó a la conciencia que siguió amurallada y
extendió fuera de sí las coordenadas metafísicas y teológicas tras las cuales la culpa, ahora
gritada, había permanecido. El sujeto absoluto no recuperó su ser relativo a la historia. Al
comienzo y al termino su densidad histórica sigue dejada de lado.

Un enfrentamiento sin sangre, pero tan doloroso


Ese ocultamiento de estos últimos veinte años significó  que el pensamiento que pensaron
desde entonces, ese pensamiento pensara siempre sobre fondo de una obscuridad, de un
vacío, de un dolor que de tan profundo y por eso mismo quizás no asumido, nuestra sociedad
y las generaciones que nos sucedieron -incluyendo allí a nuestros propios hijos- no pudieran
entender de qué se trataba, aunque sintieran que algo oscuro, indescifrable, les habían dejado
atrás sus propios padres como herencia. Nuestros hijos salieron a caminar juntos aunque
solitarios, aureolados también ellos del horror que heredaban, ese suelo estragado y
cenagoso en el que debían chapalear como si nada de tenebroso los salpicara. Las ideas,
cuando se hacen puras, es porque perdieron su alimento en la tierra, pero sabemos que era
difícil hacerlo desde una tierra regada con sangre de amigos a quienes amábamos tanto. En
ese camino que emprendían las generaciones nuevas se adensaban y fermentaban las
miasmas de lo que encubríamos de nuestro propio pasado y que, conteniendo el propio pavor
que debió rozarnos al menos al retorno, se les ofrecía a ellos en cambio como si fuera un
camino al fin transitable y alisado por la democracia. Pero sobre todos ellos revoloteaban, y
asedian aún, los fantasmas. No son los mismos fantasmas que nos acompañan a nosotros,
que sabíamos de qué noche salían, porque los nuestros son espectros: llevan el rostro vívido
de los muertos que conocimos vivos. Quizás por eso mismo los fantasmas sin origen, sin
huellas de la herencia que los padres silenciaron, son más tenebrosos y pavorosos para ellos.
Se les ocultó lo que ahora, luego de veinte y largos años de tenaz y empecinada tapadera,
surge de pronto en un grito desgarrado el quejumbroso rastro de un camino ahora
intransitable. Y adquiere por fin un rostro verdadero debajo del grito que lo ensombrece al
delatarlo.

Quizás si hubieran hecho posible que el corte entre democracia y dictadura no apareciera,
como apareció, como un campo de paz nuevo que abría el espacio de la esquizofrenia en la
sociedad argentina, luego de una violencia genocida cuya prolongación residía en el hecho de
que el terror no había desaparecido en la paz política: sólo se había hecho invisible como
nuestros propios espectros, como si una linterna sorda los proyectara sobre las nubes bajas
en nuestro obscurecido cielo. Por no querer dar nombre y darles rostros y vida a los
fantasmas que engendramos en los otros, dejábamos de mostrar los que el terror pasado
prolongaba en la actualidad política, aunque siguieran trabajando silenciosos en nosotros.

Pero para eso había que abrir el espacio de la memoria sensible en la escritura crítica, es
cierto: había que volverle a dar vida a los muertos inmovilizados, sacralizados por la lucha y el
heroísmo en nosotros mismos, pero ahora para discutir con ellos. No se trata de agredir ni
atacar la memoria de quienes jugaron su vida -y a veces la de todos nosotros- y donde
muchos de nuestros amigos la perdieron. No podían y quizás no querían saberlo. Sólo se trata
de poder luego comprender por lo menos las categorías patriarcalistas y cristianas -insisto: sí,
cristianas, míticas, no sólo fetiches cuyo contenidos ya disueltos habrían dejado su forma
abstracta encarnada en las mercancías del capitalismo, sino que subsisten con su contenido
como presupuestos previos y fundamentales del imperialismo- de la derecha que estaban
determinando y orientando el sentido de la vida de tanta gente. Que esa culpa cuyo grito
tardío resuena, enardecida y encubierta en la indiscriminación del contenido histórico y
subjetivo que los asedia, pudiera haber abierto hace ya más de cuarenta años ese encuentro
que habría hecho posible que la izquierda no se convirtiera en ese apelmazamiento de ideas
revolucionarias que sufrieron en su momento la crítica inmisericorde de las armas [y la
indiferencia de los pueblos] y que no se atrevió siquiera a reflexionar sobre sí misma, sobre su
propio pasado una vez derrotada: que no se sometiera ni siquiera a las armas de la crítica que
al menos les había quedado en las manos a los intelectuales que sí la habían apoyado.
Convengamos que ese pasado no se merecía sólo un grito tardío.

Seamos coherentes: nosotros también tenemos armas que no nos atrevemos ahora a
reconocerlas como armas: las de nuestro pensamiento que resumen nuestras vidas. Esa es la
“manera diferente” de una responsabilidad distinta. Estas armas pueden matar el alma y
anular con el bisturí tajante de las ideas fijas el centro vital que anima con su afecto nuestro
cuerpo. Pero las armas de la guerrilla fueron fundidas entre nosotros en el mismo horno
sacrificial del peronismo cristiano que las había cincelado. El sacrificio de la vida formó parte
de la retórica política calcada del imaginario mitológico que nos conformaba. ¿Evita
montonera? ¡No me jodan!

No formaba parte de una contra-violencia pensada y sentida de otro modo, sino que aparecía
como la violencia misma: única y positiva. Había que beberla hasta las heces: sólo en el
fondo, pero muy en el fondo, cuando ya no quedaba otro sorbo, aparecía todo lo hediondo. La
violencia auspiciada por el Perón que los calificaba como su brazo armado no correspondía a
la que podría ejercer un hombre de izquierda. Y allí reside, cuando no se la diferencia, el no
reconocimiento del rostro del otro: no nos mirábamos en verdad ni siquiera el propio en el
espejo. Pero ni siquiera eso: no quisieron leerse en “ese espejo tan temido” en el cual los
invitábamos -ya hace más de veinte años- a que osáramos miráramos: que no diéramos la
cara vuelta.

Esa cara del otro irreductiblemente Otro que ahora descubren con el judío Levinas es para
nosotros, pese a lo que fue su dolorosa vida, sólo el rostro apalabrado de un texto de filosofía,
el limbo que queda disponible una vez frustrados de la metafísica cristiana y sin rostro de
Heidegger: el Ser de la verdad revelada, de cuya cruel expectativa ni el último Dios nos
salvaría. Pero esos rostros por los cuales hace tiempo no nos preguntábamos, para todos
nosotros tenían sin embargo nombres, cuerpos, ojos y apellidos. Ese rostro abstracto en el
que nuevamente, en las palabras de la metafísica vuelven a disolverse la multitud de rostros
vivos que nos fueron próximos, y algunos de los cuales lo siguen siendo, es un rostro mustio,
es un rostro muerto: es un sucedáneo frío de los rostros vivos que nos estaban mirando, y
quizás esperando, cuando volvimos de nuestros exilios -y que aún nos miran como si
esperaran algo que sólo nosotros podríamos decirles.

De esos rostros también se trata, no sólo del de los desaparecidos: se trataba de los que nos
observaban e interrogaban en silencio a nuestro regreso, de los que nos escuchaban luego en
las aulas y en las conferencias, esos rostros y esos ojos que leían vuestros libros y que creían
en vuestra palabra sabia: ¿dónde estaba el reconocimiento del otro fuera ya de la batalla
armada si callaban lo más importante que debía ser dicho? Esos rostros nos siguen mirando
todavía.

Volver a imaginar los rostros y la mirada última de los primeros e inocentes montoneros,
angelitos mustios del retablo revolucionario, fusilados sin misericordia por sus propios
compañeros, es ya una invitación a que esa imagen del horror más oculto y pavoroso deje de
encubrir y disolver el rostro, menos trágico es cierto, de tantos y tantos semejantes nuestros
fracasados y atemorizados, aquellos que en la estela de ese encubrimiento han quedado
mudos en su lugar más sentido, ese donde se asienta el origen de nuestras palabras. Volver a
darles el concepto de un Dios sin Dios como referencia a un Ser innombrable y vacío para
explicar esa tragedia, creo que no alcanza. A no ser que se trate de un homenaje que la
metafísica quiere rendirle a la virtud perdida.

Observaciones al artículo de León Rozitchner, “Primero hay que saber vivir…”,


publicado en la revista El ojo mocho número 20, invierno/primavera del 2006.

por Oscar del Barco


I

Comienzo con las primeras cuatro palabras del título del artículo de Rozichtner: primero hay
que saber… sí, hay que saber… de quién se habla y de qué se habla, en consecuencia no se
le debe inventar al otro una vida que no es la suya ni atribuirle ideas que nunca tuvo para así
facilitarse la tarea descalificadora…
Es extraño: Rozichtner comienza dirigiéndose a mí  y luego, repentinamente, habla de “ellos”.

Este paso al “ellos” introduce una confusión respecto a quienes son el objeto de sus críticas.
Me supongo que en el “ellos” lo incluye a Pancho Aricó, a Schmucler, a Kiczkowsky, a
Portantiero, a todos los que participaron en la revista Pasado y Presente y, además, a esa
indeterminada “izquierda sin sujeto” a la que con ligereza menciona constantemente.
Con el “ellos” oculta el hecho de que cada uno de nosotros siguió su propio camino y que ya
no podemos ser incluidos en ese amorfo “ellos” que nos unifica y al mismo tiempo nos ignora.
Rozichtner ignora que yo no participé en la segunda época de Pasado y presente, la que
apareció en Buenos Aires con una nueva dirección y con objetivos políticos distintos a los de
su primera época…
Ignora que el pequeño grupo que sacó Pasado y Presente en la primera época se había
disuelto y que ya no volvería a existir como tal grupo…
Ignora que Aricó se fue a vivir a Buenos Aires y que junto con Portantiero dirigieron la revista
en su “nueva época”; que Schmucler se incorporó a la juventud peronista; que Kiczkowsky,
luego de estar detenido un año en Salta con los guerrilleros del “ejército guerrillero del
pueblo”, siguió trabajando en Córdoba; y que yo seguí con mi militancia política y mis estudios
también en Córdoba…
Ignora que en México yo no integré el Grupo de discusión socialista y que sólo asistí a una
reunión porque me invitaron a discutir mi libro sobre Lenin…
Ignora que yo no firmé ninguna declaración adhiriendo a la guerra de las Malvinas…
Ignora que cuando volvimos a la Argentina ni yo, ni  Schmucler, ni Kiczkowsy, integramos el
“Club de Cultura Socialista”,  ni participamos en la revista “La ciudad futura” (y debo decir que
no participé de hecho y no por diferencias ideológico-políticas, pues en general compartía las
posiciones de ese grupo “socialdemócrata”, “progresista” o como se lo quiera llamar).
Y si bien nadie tiene por qué conocer nuestras particulares historias personales,  sí tiene la
obligación ética de conocerlas el que se ponga a hablar sobre las mismas. Me atrevería a
decir que es una cuestión elemental del oficio de un “crítico” de la política, de la filosofía, de la
historia o de lo que sea…
II

Rozitchner critica mi “intelectualismo” ignorando no sólo mi militancia política sino también los


textos en que critiqué el “intelectualismo” de Lenin, de Althusser, de Colletti, de Paramio y
Reverte (con estos últimos polemicé sobre el intelectualismo en la revista española “El viejo
topo”).
Los libros a los que me refiero y que Rozitchner ignora son Esencia y apariencia en ‘El
Capital’ de Marx, El ‘otro’ Marx y Esbozo de una crítica de la teoría y la práctica leninista. En
todos ellos critico extensamente el “intelectualismo” que graciosamente él me atribuye.
En el último de los libros citados  denuncié no sólo el intelectualismo de Lenin sino también su
participación directa (junto con Stalin y Trotski, -éste en Terrorismo y estado explicó cómo ser
un buen “terrorista”-) en la instauración de un régimen de provocaciones
y asesinatos destinados a someter a la población rusa y a exterminar a la oposición populista,
menchevique y “pequeño burguesa”, calificándolos a todos bajo el rubro de kulaks, “bichos”,
“enemigos de clase”, etc.
Rozitchner ignora tanto mis libros como mi militancia política.
Debo pensar que se trata de un “método” polémico consistente en ignorar lo que se critica o
simplemente en dar vueltas las cartas sobre la mesa haciéndole decir al otro lo que no dice y
hacer lo que precisamente no hace…
III

En su artículo me hace aparecer como opuesto a  “toda” violencia, ignorando que yo hablo


de muerte, de asesinato, de violencia asesina, y no de violencia en general.
Rozichtner distingue entre violencia-asesina y resistencia, y mediante un malabarismo  mal
intencionado convierte mi oposición  a la violencia-asesina en una oposición absurda
a toda resistencia. Se trata por supuesto de una artimaña para confundir a los lectores.
En varios de mis escritos referidos a la “política” (y cualquiera, incluso Rozitchner, puede
leerlos) planteo como esencialmente válida la resistencia de los pobres, de los explotados, de
los enfermos, de los presos, de los perseguidos y discriminados, de los transexuales, de los
artistas, de las mujeres, de los viejos, de todos los que de alguna manera luchan por una
sociedad justa, equitativa y libre.
Por otra parte pienso que los seres humanos pueden oponerse a cualquier clase de violencia
e incluso de contra-violencia, vale decir de llevar el pacifismo, en caso de ser necesario, hasta
el martirio.

En la carta a “La Intemperie” yo atribuía al terror que se instauró en los llamados países


“socialistas” o “comunistas” una responsabilidad fundamental en el fracaso de los ideales
revolucionarios de nuestro siglo.
Al rechazar el “comunismo” los pueblos de esos países se resistieron a vivir en regímenes de
dictaduras totalitarias.
Este fracaso (y digo “fracaso” porque esas dictaduras, mal llamadas “socialistas”, en lugar de
crear el “reino de la libertad” crearon campos de explotación y exterminio) constituyó una de
las tragedias de nuestro siglo, no sólo por los millones de muertos inocentes que causó sino
también por la pérdida de los ideales revolucionarios que tuvo como consecuencia.

IV

Rozitchner me ataca comparándome de una manera arbitraria con Jouvé. Según él, Jouvé
habría estado en el momento del asesinato del Pupi  y se habría opuesto a su ejecución. En
consecuencia -afirma- no fue culpable. Esta es una tergiversación de lo sucedido.
Es cierto que Jouvé en un primer momento se opuso, pero luego acató la orden de su
Comandante… (Jouvé  lo reconoce así en su entrevista) y por eso yo dije y lo sostengo que
fue culpable (como lo soy yo, aunque más no sea de una manera “intelectual” o “imaginaria”,
como me acusa Rozitchner peyorativamente).
Rozichtner piensa que yo debí plantear mis dudas durante el desarrollo de aquellos
acontecimientos: ignora que yo le advertí a Massetti –por intermedio de Ciro Bustos, quien
puede eventualmente testificarlo- mi resolución de cortar todo vínculo con el grupo guerrillero
si mataban, en un nuevo asesinato, a Frontini (alias “el grillo”).
Posiblemente Rozitchner dirá: ¿cómo puedo yo saber eso? Yo le respondo: y si no lo sabe
¿por qué afirma algo que no sabe y que me implica moralmente?

Rozitchner construye una suerte de mito: un Jouvé valiente, revolucionario, encarcelado, puro
(y seguramente lo es, pero estamos discutiendo de otra cosa y no de los valores éticos de
Jouvé), y un del Barco medio loco que se responsabiliza de algo de lo cual nadie lo acusa.

Sin embargo Jouvé reconoció con todas las letras que “de alguna manera todos somos
responsables”.

Rozichner también ignora esta frase que para nuestra discusión es una frase esencial.


Habría que analizar detenidamente la palabra “todos” utilizada por Jouvé (¿se refiere sólo a la
guerrilla o a todos, incluido Rozitchner?) y la palabra “responsables”… Si aceptamos que
“somos responsables” debemos consecuentemente aceptar que somos libres y entonces de
nada vale recurrir a las “circunstancias” o a la “época” para tratar de explicar los actos
cometidos.
Frente a estos problemas Rozitchner pasa olímpicamente de largo: ¿para qué analizar si
desde hace años él ya tiene todo explicado mediante su esquema “marxista”-“psicoanalista” o
como se lo quiera llamar?

Dice que “Jouvé no es culpable” porque la situación que enfrentó (vale decir la posibilidad de
ser muerto) lo exime de culpa.

Pero precisamente de esto es de lo que estamos hablando, de situaciones extremas donde se


arriesgaba la vida. No estamos hablando de psicología ni de sociología sino, aunque no le
guste la expresión, de política y de ética, ¿o no se da cuenta?

Veamos los hechos: Jouvé acató las dos órdenes de muerte (porque participó


en dos asesinatos, aunque Rozitchner, de acuerdo con su método manipulador, hable sólo de
uno) y por eso fue, como lo fueron todos los demás, responsable y culpable (el propio Jouvé
así lo reconoce).
La interpretación de Rozitchner apunta a contraponer a Jouvé con mi propia confesión de
culpabilidad, a la que sin comprender  trata de ridiculizar.

Respecto a mi posición, que Rozitchner considera “abstracta”, propia de un intelectual al


margen de la “verdadera” acción, no puedo sino preguntarle: ¿cómo sabe que estaba al
margen de la “acción” y que era “abstracta”? Pero además ¿qué quiere decir que una acción
es “verdadera” o que es “abstracta”? ¿Sólo la militancia política es verdadera? ¿La creación
cultural, el arte, la filosofía, la religión, la ciencia, no son verdaderas por ser “abstractas”?

Es como si yo, que no sé nada de él, me pusiera a hablar de su vida calificándola de


“abstracta”, “profesoral” o lo que sea.

Tal vez si lee las “memorias” de Ciro Bustos (sería deseable que las leyera) se lleve una
sorpresa, y a lo mejor tome conciencia de la irresponsabilidad que implica la fábula que ha
construido sobre estos trágicos acontecimientos.
Pero ¿qué puedo decir yo, cómo defenderme, si de antemano Rozichtner me ubica  “entre los
que miran siempre sin riesgo, desde afuera”?

No obstante insisto: ¿cómo Rozitchner puede decir lo que dice si ignora todo respecto a mi
participación en lo sucedido? ¡Claro que a él eso no le importa ya que le basta con una
construcción ad hoc para la cual los hechos son accesorios!
VI

Candorosamente, Rozitchner sigue creyendo en la “revolución comunista” y en la “revolución


cubana” (está de más decir que tiene todo el derecho a pensar de ellas lo que quiera… pero
también yo tengo el derecho de pensar lo que quiera… ¿o por eso me incorporo a la fila de los
“quebrados” o los “traidores”?).

En un texto apologético leído en Cuba en 1999, Rozichtner sostuvo que “Lo original de la
revolución cubana consistió en el modelo de vida, de pensamiento y de obra que desde sus
dirigentes se expandía, porque venía desde la gente e iba hacia la gente” (El ojo mocho, 18, p.
62), para terminar hablando, muy suelto de cuerpo, de lo que llama el “hombre nuevo” cubano.
Parece un chiste.
¿Ignora el “caso” Padilla, el poeta al que le quitaron un premio concedido por la Casa de las
Américas, lo pusieron preso, lo obligaron a firmar una declaración bochornosa de auto-
inculpación y finalmente expulsaron del país (al respecto se puede consultar la revista
“Confines” número 17, con un extenso dossier sobre este tema)?
¿Ignora el fusilamiento del “comandante” Ochoa por un presunto tráfico de drogas (¡un
“Comandante de la Revolución” acusado de narcotraficante!)?
¿Ignora que hay gente que no puede salir de Cuba? ¿Ignora la persecución y el encierro de
los homosexuales?
¿Ignora el control severo de las publicaciones y de todos los medios de expresión?
¿Ignora que desde hace 50 años Fidel Castro se mantiene en el poder y que ha designado
como sucesor-heredero a su hermano Raúl? ¿Esta dictadura hereditaria, me pregunto, es lo
que quiere para nuestro país?
Y si no lo ignora entonces ¿está de acuerdo? ¿Eso es lo que considera una revolución
socialista? ¿Cree realmente que un dictador como Fidel Castro y que asesinos como Guevara
y Masetti son “guerrilleros heroicos”?
VII

Pero Rozitchner no se limita a criticarme sino que aprovecha la ocasión para exponer su
“filosofía de la historia”. Como “filósofo” y político su “Idea” fundamental es
el descubrimiento del sujeto como “núcleo de verdad histórica” (algo olvidado por esa
abstracta “intelectualidad de izquierda” a la que acusa de “izquierda-sin-sujeto”).
Para Rozitchner, “izquierda sin sujeto” quiere decir una izquierda sin obreros, sin campesinos,
sin pequeños burgueses, vale decir sin “sujetos” que hagan la revolución. Mientras que
izquierda con sujeto sería, por el contrario, la izquierda que supo encontrar y dirigir al “sujeto”
revolucionario: por ejemplo al proletariado dirigido por el Partido “revolucionario” de Lenin;  al
campesinado de la “larga marcha” maoísta; al campesino de la “revolución cubana”…
Rozitchner descubre el problema de un sujeto al que define perogrullezcamente como “núcleo
de verdad histórica”. Por supuesto que sin sujeto no puede haber verdad de ningún tipo; y sin
una clase, multitud o lo que sea, fundamentalmente interesada en la revolución, los
revolucionarios no pueden hacer la revolución… ¡vaya con el descubrimiento!
Está claro que Rozitchner queda preso del juicio hipotético: si se dan tales o cuales
condiciones objetivas y subjetivas entonces se producirán tales o cuales efectos, entre ellos
la revolución. Por supuesto, si mañana lloviera oro todos seríamos ricos…
Pero después del fracaso de todas las experiencias que se autoproclamaron “revolucionarias”
¿todavía Rozitchner sigue pensando que esas llamadas “revoluciones” eran
realmente revoluciones?
Y si no lo cree ¿cree entonces que sus fracasos se debieron sólo a deficiencias “abstractas”
de la izquierda? ¿Cree que aún no se ha puesto el “cuerpo” suficientemente? ¿No piensa
que eso que él llama “revolución” puede ser hoy algo de hecho imposible, entre otras cosas
porque en el mundo ya casi nadie quiere esa revolución, llamémosla leninista, maoísta,
fidelista, guevarista o como se quiera?
VIII

Rozitchner afirma de manera reiterada que existen dos tipos de violencia: una violencia
reaccionaria, “instalada como sistema”, y una “contra violencia” revolucionaria, “radicalmente
distinta de la otra”. ¡Qué simple y qué claro resulta todo a partir de este esquema!

Pero cualquiera que haya leído mi carta sabe que me refería a la violencia asesina ejercida
por un grupo guerrillero sobre dos de sus miembros: en ese caso, le pregunto, ¿contra quién
se ejercía la llamada “contra-violencia” si se trataba de dos muchachos indefensos y enfermos
frente a un grupo de “revolucionarios” fuertemente armados?
Según Rozitchner la contra-violencia estaría, por principio, justificada. ¡De esta manera las
dictaduras mal llamadas “socialistas” pudieron y pueden justificarse con sólo cambiar los
nombres y en lugar de “dictadura” decir “contra-violencia”! ¡Un pase mágico que justifica el
asesinato llamándolo contra-violencia!

El problema surge cuando la llamada “dirección revolucionaria” ejerce una violencia feroz
contra el pueblo o contra lo que Rozichtner llama el “sujeto” revolucionario.

A la dictadura y a la violencia del mal llamado“socialismo real” se la podría eventualmente, y


contra toda evidencia, llamar “contra-violencia”… pero por desgracia los millones de
asesinados siguen siendo millones de asesinados, al margen del nombre que se le dé a la
acción de sus asesinos…
Es obvio que si alguien ejerce violencia (familiar, fabril, educacional, hospitalaria, carcelaria,
política o la que sea…) el que padece la violencia puede resistirse y de hecho infinidad de
veces se ha resistido; y también es obvio que, de existir, la izquierda tendría que impulsar
todas las formas de resistencia de los seres humanos contra toda suerte de violencia, de
explotación y de opresión…

Pero lo que yo problematizaba era y es la muerte, quiero decir la violencia como muerte y no
lo que Rozitchner llama, como si hubiese hecho otro gran descubrimiento, “contraviolencia”.
Rozitchner me pregunta -por supuesto que retóricamente- qué haría yo si alguien viniese a
matarme.

Por empezar creo que me defendería, y además creo que podría llegar a matar al agresor
defendiéndome (digo “creo” porque nunca se puede prever de manera absoluta lo que uno
puede llegar a hacer con su libertad en circunstancias extremas).
Pero el hecho de que yo llegara a matar ¿qué demuestra? Sólo demuestra que yo en
determinada situación puedo matar, como cualquiera por otra parte… Pero, agrego, y esto es
fundamental,  puedo también no matar.
Rozitchner dice, por el contrario, que hay hombres, él entre otros, que no pueden matar,
que esencialmente no pueden matar.
Lo afirma en su trabajo “Violencia y contraviolencia” diciendo que él es “completamente
incapaz de dar la muerte a otro ser humano”. Más allá del convencimiento esencialista de
Rozitchner creo que ningún ser humano puede saber de antemano, de manera absoluta, qué
haría en determinadas circunstancias (ante la tortura de un hijo, por ejemplo) pues como seres
libres debemos cargar siempre con la terrible posibilidad de traicionar, de delatar o de matar.
Lo que no tiene en cuenta Rozitchner es que yo hablo de muerte y no de violencia en
general o abstracta. En mis libros y en mi vida (ante todo mi vida universitaria) he planteado el
derecho y la necesidad de resistir (y la resistencia conjuga en el mismo acto la libertad y la
responsabilidad)la injusticia, la explotación y la depredación.
He planteado una contra-violencia, si se quiere usar esta expresión, no asesina. Esto es algo
totalmente distinto a la  pasividad absurda que me atribuye Rozitchner.
IX

Rozitchner dice que yo hablé “sin que nadie me lo pidiera”. La expresión es extraña y
peligrosa en boca de un “revolucionario”; lo digo por las consecuencias que podría tener sobre
la vida democrática de un país si fuera gobernado por “revolucionarios” con semejantes
ideas…

Le pregunto ¿por qué alguien tiene que darme permiso para hablar? Y ¿quién es ese alguien
que da permiso? ¿Y al que da permiso quién le dio permiso para dar permiso? Y ¿por qué
tienen que permitirle a uno que hable para recién entonces poder hablar? Y finalmente ¿por
qué uno no puede “gritar”?

El procedimiento planteado por Rozitchner me recuerda al de los jueces que condenaron a


cinco años de cárcel a J. Brodsky -el poeta ruso que después fue premio Nóbel-
preguntándole: ¿quién le ha dicho a usted que es poeta, quién lo ha nombrado poeta, por qué
usted dice que es poeta? ¿Por qué habla? ¿Quién le ha pedido que hable?, etc….

A mí, en realidad, nadie me pidió que hable, en realidad hablé sin permiso, así no más, porque
sí, porque a veces uno no pude hacer otra cosa que hablar…

En cuanto al grito, lo acepto como soledad casi absoluta, sin comunidad, algo vuelto al
interior, hacia no sé dónde…
Pero, claro, su método es el “método” que aplican sus “revolucionarios” en Cuba, donde
para hablar (se entiende: de política, religión, filosofía, arte, historia, cine, sociología, o de lo
que se quiera que no concuerde con la “línea” del gobierno) hay que tener autorización del
Partido, de las Organizaciones “populares”, de Raúl o de Fidel Castro…
Por esa causa no se llena el vacío de sujeto de la izquierda, porque, entre otras cosas, nadie
quiere tener que pedirle permiso a los comisarios, a los jefes o caudillos, para poder hablar.
X

A Rozitchner le parece “inaudito” que después de 40 años (¿pero realmente cree que en estos
problemas se trata de tiempo?)  yo “condene a todos”.
Esto es falso, porque yo hablo de responsabilidad, y si alguien se siente “condenado” eso
corre por su propia cuenta.
Lo que yo digo es muy simple: si alguien dice (como dice Gelman) que se debe decir la
verdad, en consecuencia debe decir la verdad. Me parece que es una exigencia ética
elemental.

Yo hablo de culpa respecto a los responsables de dos crímenes, y ante todo hablo de mi


propia culpa en esos dos asesinatos y en aquellos  que acepté, y hablo de la culpa de todos
los que asesinaron y aceptaron o justificaron los asesinatos (¿o Rozitchner no lee sino que se
limita a imaginar, a fabular o directamente a mentir?).
Rozitchner dice que yo “ofrezco como modelo” mi sentimiento de culpa (él dice,
malévolamente, “mi operación”). Pero me pregunto y le pregunto: ¿de dónde saca semejante
barbaridad?

Agrega, además, que esta “es una forma de eludir la realidad de su [mí] pasado en la
intelectualidad de izquierda”. ¿Eludir mi pasado cuando lo que hago es tratar de exponerlo y
de explicármelo?

En realidad lo que yo hago es asumir mi responsabilidad como un simple ser humano.


Respecto a mi pasado todo lo que él puede decir es algo propio de su ignorancia e
irresponsabilidad, y digo esto, repitiéndome, por la sencilla razón de que él, como lo he
demostrado anteriormente,  no conoce mi pasado.
Yo asumo mi responsabilidad por haber sido comunista y por haber apoyado al mal llamado
comunismo ruso-soviético, por haber colaborado con el llamado “ejército guerrillero del
pueblo” y por haber simpatizado con la Juventud Peronista-Montoneros. Pero en ningún
momento me ofrezco como modelo de nada.

XI

Es evidente que Rozitchner está resentido con lo que llama “intelectualidad de izquierda”. La


acusa porque no supo, siguiendo sus propias ideas, devenir la izquierda del sujeto histórico de
la revolución (el proletariado, el campesinado, la pequeña burguesía, los intelectuales) y por
ser, en consecuencia, una “izquierda sin sujeto”, incapaz de hacer la revolución y caída
finalmente en los extravíos guerrilleros.
También se deja llevar por su ímpetu generalizador y acusatorio diciendo, en su discurso a los
cubanos, que las madres de plaza de mayo “desafiaron la cobardía colectiva allí donde toda la
población había defeccionado…” (yo subrayo).
Me parece un sin sentido hablar de toda la población cuando en realidad hubo miles de
mujeres y hombres que no “defeccionaron” sino que dieron o arriesgaron sus vidas en ese
tiempo siniestro.
XII

Por último quiero señalar dos cosas:


La primera es su acusación respecto a que intencionalmente nosotros (los que
integramos Pasado y Presente y, seguramente, también la llamada izquierda-sin-sujeto)
le ocultamos la verdad al pueblo respecto a la guerrilla.
No se le pasa por la cabeza que nosotros, como decenas de miles de otros
argentinos, creíamos en lo que decíamos y en lo que hacíamos. Lo cual, por supuesto, de
ninguna manera nos justifica.
En su artículo me acusa insistentemente: dice que “soslayo el debate”; que mi patetismo se
debe a que sigo “escamoteando” el análisis; comentando una frase de Ricardo Forster, habla
de una “complicidad acrítica… que ocultaba la ‘cuestión crucial’”; se refiere a un “pacto de
silencio” para excluirlo a él y a otros (¿?) del diálogo; habla de “encubrimiento”; mi grito dice
que “esconde” los dilemas de mi propio pasado; y que seguimos soslayando la reflexión
filosófico-política, no permitiéndola; repite que yo soslayo la eficacia de la derecha; me acusa
de los efectos producidos por ese “ocultamiento”; lo que pasó después de “ese hecho trágico”
fue “ocultado” con todas las consecuencias que esto tuvo; habla de nuestro “ocultamiento de
estos últimos veinte años”…etcétera….
Esta acusación de “ocultamiento” y pacto de silencio es una injuria de Rozitchner.

Lo que Rozitchner no puede comprender es que “ellos”, es decir “nosotros”, los que
integramos el grupo originario de “Pasado y Presente”, más una parte de la izquierda (salvo él,
por supuesto), nos equivocamos en nuestros planteamientos políticos.
Donde él ve un pacto destinado a ocultarle a los obreros y estudiantes la realidad de sus
posibilidades revolucionarias, lo que en realidad existió fue un error de apreciación política
(desgraciado y dramático, por cierto) fundado en un desconocimiento de la realidad socio-
económica de nuestro país y en una concepción ideológica equivocada (ante todo leninista y
guevarista) de la política.
Es cierto que yo y mis “amigos” nos equivocamos afiliándonos al partido comunista, nos
equivocamos colaborando con el “ejército guerrillero del pueblo”, nos equivocamos con los
montoneros… Es cierto que fueron equivocaciones graves y a veces trágicas, pero lo que es
falso, lo que es una calumnia, es que fueran equivocaciones destinadas intencionalmente,
mediante lo que él llama “pacto”, a impedirle a nuestro pueblo tomar conciencia de la realidad.
Los seres humanos somos responsables porque somos libres y en consecuencia podemos
decidir. Esa libertad, esa responsabilidad y esa decisión, fundan lo que llamo culpabilidad.

Yo estuve en el partido comunista y como comunista apoyé a la Unión Soviética, y por lo tanto
soy responsable de sus millones de asesinatos y torturas. Cuando la U.R.S.S. invadió Hungría
yo, como dirigente estudiantil, apoyé la invasión que significó la muerte de miles de patriotas
húngaros. Yo apoyé a China, a las llamadas democracias populares y a Cuba. Apoyé
dictaduras totalitarias iguales o peores que el nazismo. También apoyé al “ejército guerrillero
del pueblo” y la lucha de la Juventud Peronista y del movimiento armado “montonero”.

Todo eso es lo que siento como culpa. De esos crímenes hablo cuando hablo de culpa. Y sé
que el sentimiento de culpa no me redime, que ni la ignorancia ni la “situación” (como
sostienen algunos para salvar su buena conciencia) nos absuelven de nuestras
responsabilidades. Sé que este hecho es un hecho irremediable.
Quienes pretenden explicar estos hechos recurriendo a la “situación” propia de esos
tiempos no advierten que la “situación” nos abarca a todos, incluidos los Videla, los
Menéndez. ¿O ellos no son también fruto de situaciones determinadas? ¿O acaso la
“situación” funciona para unos y no para los otros?
XIII

Nuestros planteos políticos erróneos, y este es el punto central de mi discusión, no fueron


producto de un “pacto de silencio” y de un “ocultamiento” -como afirma Rozichtner- sino de
nuestra propia ideologización e ignorancia.

Luther King dijo que las grandes atrocidades de nuestra época “no fueron las fechorías de los
malvados sino el silencio de las buenas personas”: silencio frente a la violencia de las
instituciones, de las policías, de los ejércitos, de las escuelas, de los manicomios, de las
iglesias, de las familias; silencio frente a las injusticias, frente a las desigualdades, frente a la
maldad.

Desgraciadamente no puedo dejar de incluirme en este silencio miserable… (claro, él dirá que
estoy gozando al victimizarme, pero ¡allá él con su psicoanálisis!)

Loque descubrieron las víctimas de la shoa y de los gulags fue “la especie humana”, nuestra
especie, a nosotros mismos como seres capaces, al menos potencialmente en cuanto somos
seres libres, de hacer el mal.

Por otra parte estoy convencido de que cada uno tendría que asumir su responsabilidad y
eventualmente su culpabilidad. No por el solo lamento, por la sola desesperación de un “alma
bella”, sino como una forma-de-ser que tal vez nos abriría a “cualidades” fundamentales como
son la mansedumbre, la piedad, el amor, la hospitalidad, la tolerancia y, aunque parezca un
oxímoron, al poder de la no violencia…
En este sentido pienso positivamente en el judeo-cristianismo, aunque esto a Rozichtner le
parezca un puro extravío, y también pienso en un posible más allá del judeo-cristianismo,
aunque esto le parezca una desmesura.

A mi juicio el “no matar” se inscribe en la insistente necesidad humana de vivir libres


de toda violencia.
Previo a lo maternal y a lo paternal el no matar sería el balbuceo de la vida que clama por el
respeto absoluto de la Vida como absoluto. Creo que el llamado o la súplica del no matar es la
vida misma y la posibilidad de la vida manifestándose y perseverando como vida.
Oscar del Barco

En el seno de los partidos y grupos de corte leninista en los cuales el modelo de revolucionario
profesional es un verdadero conspirador político y sobre todo en las pequeñas organizaciones
armadas, obligadas por su propio accionar a la clandestinidad, el riesgo de la “infiltración” de
personas y de “ideas extrañas” suele convertirse en una verdadera obsesión. Dado que este tipo de
organización requiere de una cohesión política muy fuerte, la excomunión del disidente funciona
como el modo privilegiado de reforzar una cohesión que se siente

Ahí hay un problema, la forma partido funciona sociológicamente como secta y por más
que invoque la unidad del movimiento obrero -estudiantil o de mujeres- funciona con una
lógica fragmentadora y subordinadora. No construye acompañando experiencia, expone e
intenta imponer su programa.

Quise mostrar a través de estas notas que el humanismo había girado otra vuelta en la espiral de
la dialéctica histórica. Primero, vimos que para afirmarse como humanismo activo, se había
negado a sí mismo asumiéndose como violencia revolucionaria. Pero también vimos que en ella
había terminado por perderse completamente. Ahora, entendemos que comienza a recuperarse
criticando el momento de la violencia revolucionaria para afirmarse nuevamente como
humanismo. ¿Hemos vuelto acaso al humanismo inicial? No, no estamos en el punto de partida,
puesto que el nuevo humanismo, después del momento de la violencia revolucionaria, ha perdido
la inocencia. Prosigue su lucha, pero con beneficio de inventario. Entre otras cosas, ya no es posible
decir “nosotros no sabíamos”. Aquel humanismo inicial sabía que “el arma de la crítica no puede
reemplazar la crítica de las armas”.28 El humanismo que perdió la inocencia sabe ahora que la
inversa no es menos cierta: “la crítica de las armas no puede reemplazar las armas de la crítica

Yo diría que una cosa sería una acción de violencia revolucionaria con vistas a una lógica
foquista o de guerra popular prolongada para tomar el poder y otra cosa es una violencia que
aparece como defensiva frente a la acción de los pacos o a la acción de gendarmes. Me
parece que América Latina tiene esa tradición de resistencia popular, y que solamente esa
sensibilidad política del que está en la calle es la que puede entender que un movimiento se
está agotando y que es necesario sacar algo en limpio: negociar algo antes de que se diluya y
genere una decepción.

https://revistaruda.com/2020/01/06/horacio-tarcus-los-partidos-de-izquierda-siguen-siendo-
estructuras-fuertemente-patriarcales/

https://revistaruda.com/2020/01/06/horacio-tarcus-los-partidos-de-izquierda-siguen-siendo-
estructuras-fuertemente-patriarcales/

https://www.academia.edu/8183452/El_anarcosindicalismo_colombiano_de_1924_a_1928_ha
cia_la_claridad_ideol%C3%B3gica_t%C3%A1ctica_y_organizativa

https://www.youtube.com/watch?v=t9Hb08qM39I&t=4323s

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