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—¡Fuera de aquí!

Asombrados por esa orden repentina, obedecieron, pero en cuanto K cerró con
llave la puerta detrás de ellos, gimotearon y llamaron a la puerta:
—¡Estáis despedidos! —gritó K—, jamás os volveré a tomar a mi servicio.
Pero no quisieron aceptar esa decisión y golpearon con las manos y los puños
en la puerta.
—¡Queremos regresar contigo, señor! —gritaron, como si K fuese la tierra
prometida y ellos no pudiesen llegar hasta ella. Pero K no tenía ninguna
compasión, esperó impaciente hasta que el ruido insoportable obligó a
intervenir
al maestro. Ocurrió pronto.
—¡Deje entrar a sus malditos ayudantes! —gritó.
—¡Los he despedido! —respondió K, y tuvo el desagradable efecto colateral de
mostrar lo que ocurría cuando alguien era lo suficientemente fuerte no sólo
para
despedir a otro, sino para ejecutar el despido. El maestro intentó aplacar
bondadosamente a los ayudantes, sólo tenían que esperar allí con calma, al
final
K los volvería a admitir. Después de decir estas palabras, se fue. Y quizá se
hubiesen calmado si K no les hubiera vuelto a gritar que estaban
definitivamente
despedidos y que no tenían ninguna esperanza de ser readmitidos. A
continuación, volvieron a hacer ruido como al principio. De nuevo vino el
maestro, pero esta vez no habló con ellos, se limitó a alejarlos de allí con la
temida palmeta.
Al poco rato aparecieron ante la ventana de la clase de gimnasia, golpearon en
los cristales y gritaron, pero sus palabras eran incomprensibles. No
permanecieron allí mucho tiempo, en la profunda capa de nieve no podían
saltar
como lo requería su intranquilidad. Así que corrieron hacia la verja del jardín y
se
subieron sobre su parte inferior, desde donde, aunque sólo desde la lejanía,
disfrutaban de una mejor vista sobre la habitación; allí, encaramados a las
verjas, se balanceaban a un lado y a otro, pero de repente se quedaban
quietos
y doblaban las manos en actitud de súplica hacia K. Eso lo hicieron durante
mucho tiempo, sin considerar la inutilidad de sus esfuerzos; estaban como
cegados, ni siquiera oyeron cómo K corrió las cortinas para liberarse de su
visión.
En la penumbra de la habitación K fue hacia las barras p

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