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El martirio de Monseñor Romero

La iglesia de la Divina Providencia está impoluta desde la nave central hasta el

ambón, la sangre del mártir comienza a teñir el presbiterio adueñándose de la

blancura del mármol solemne. Desde el sagrario, en sus dos picas clavadas,

Monseñor Óscar Arnulfo Romero parece un náufrago de su propia sangre. Sor

Marta, una de las carmelitas, sostiene la cabeza del que minutos antes había leído

la carta de Pablo de Tarso a los gálatas. Por la nariz de Monseñor mana la sangre

como si Moisés tocará con su báculo las piedras humeantes. Sus ojos, dos

cavernas oscuras; su pecho, una cueva de estorninos. Las hermanas carmelitas,

unas figuras de yeso rotas. El que desafío al estado y al ejército, que predicó en

las chagras para los analfabetas, era ahora la matriz desgarrada de un pueblo. ¡Y

qué silencio había en esa parroquia! El sollozo y la estupefacción estaban mas allá

de las lógicas de los relatos de mártires, nadie estaba preparado para ver a

Monseñor Romero caer. Sin feligreses, la capilla de la Divina Providencia es un

cúmulo de bancas superpuestas, desde el marco de la puerta romana al altar,

Dios aparta la mirada como la apartó también de la lanza enquistada en el costado

de su hijo.

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