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JAVIER SESÉ
Al inicio del milenio, el Santo Padre Juan Pablo II nos proponía un am-
bicioso panorama espiritual y pastoral, decididamente orientado hacia la santi-
dad, y con la oración como punto de referencia decisivo e imprescindible de ese
proyecto. Una oración, presentada a su vez, con la hondura y la ambición de la
mejor tradición espiritual cristiana:
«Para esta pedagogía de la santidad es necesario un cristianismo que se
distinga ante todo en el arte de la oración (...) La gran tradición mística de la
Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente, puede enseñar mucho a este res-
pecto. Muestra cómo la oración puede avanzar, como verdadero y propio diá-
logo de amor, hasta hacer que la persona humana sea poseída totalmente por el
divino Amado, sensible al impulso del Espíritu y abandonada filialmente en el
corazón del Padre (...) Sí, queridos hermanos y hermanas, nuestras comunida-
des cristianas tienen que llegar a ser auténticas «escuelas de oración», donde el en-
cuentro con Cristo no se exprese solamente en petición de ayuda, sino también
en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha y viveza de
afecto hasta el «arrebato del corazón». Una oración intensa, pues, que sin em-
bargo no aparta del compromiso en la historia: abriendo el corazón al amor de
Dios, lo abre también al amor de los hermanos, y nos hace capaces de construir
la historia según el designio de Dios» 1.
La reciente carta apostólica Rosarium Virginis Mariae responde claramen-
te a este objetivo. El mismo Romano Pontífice califica este nuevo documento
como «coronación mariana de dicha Carta apostólica» (n. 3), refiriéndose a la
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Novo millennio ineunte; y aclara muy pronto que «el motivo más importante pa-
ra volver a proponer con determinación la práctica del Rosario es por ser un me-
dio sumamente válido para favorecer en los fieles la exigencia de contemplación
del misterio cristiano, que he propuesto en la Carta Apostólica» (n. 5).
Después, avanzada ya su reflexión y su enseñanza, se detiene sobre este
punto, apoyándose además en palabras de Pablo VI: «El Rosario, precisamente
a partir de la experiencia de María, es una oración marcadamente contemplativa.
Sin esta dimensión, se desnaturalizaría, como subrayó Pablo VI: “Sin contem-
plación, el Rosario es un cuerpo sin alma y su rezo corre el peligro de conver-
tirse en mecánica repetición de fórmulas y de contradecir la advertencia de Je-
sús: ‘Cuando oréis, no seáis charlatanes como los paganos, que creen ser
escuchados en virtud de su locuacidad’ (Mt 6, 7). Por su naturaleza el rezo del
Rosario exige un ritmo tranquilo y un reflexivo remanso, que favorezca en
quien ora la meditación de los misterios de la vida del Señor, vistos a través del
corazón de Aquella que estuvo más cerca del Señor, y que desvelen su insonda-
ble riqueza” 2» (n. 12).
Hacia el final de la carta, cuando habla de las diversas posibilidades en la
recitación diaria y semanal del Santo Rosario, Juan Pablo II insiste: «Lo verda-
deramente importante es que el Rosario se comprenda y se experimente cada
vez más como un itinerario contemplativo» (n. 38). Para añadir todavía, a mo-
do de resumen: «Lo que se ha dicho hasta aquí expresa ampliamente la riqueza
de esta oración tradicional, que tiene la sencillez de una oración popular, pero
también la profundidad teológica de una oración adecuada para quien siente la
exigencia de una contemplación más intensa» (n. 39).
En efecto, una lectura atenta y meditada de la carta apostólica sobre el
Rosario, nos muestra, en primer lugar, cómo el Santo Padre, personalmente,
busca con afán esa mayor intimidad con Dios en su oración. Desde hace mu-
cho tiempo estamos todos bien convencidos de ello; pero este documento re-
fleja todavía más, si cabe, la profundidad y la altura de la vida interior personal
de Juan Pablo II, que en muchos pasajes de la carta se hace particularmente ex-
plícita. Apoyada en esa intensa y viva experiencia personal de oración, la ense-
ñanza de la carta abre a todos los cristianos un ambicioso e ilusionante pano-
rama contemplativo, siguiendo el entrañable ritmo marcado por el Santo
Rosario. El Papa nos muestra así, de forma viva y práctica, y sin perder su ha-
bitual hondura teológica, cómo aprender a ser contemplativos en el rezo de esa
popular oración mariana y, desde ella, en el conjunto de nuestra vida.
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pio, brota de lo más hondo (ese «fondo del alma» tan querido de los místicos
clásicos), y va llenando, desde ahí, las potencias y los sentidos; pero ese camino
debe ser facilitado por nuestro silencio, recogimiento, escucha, atención..., pa-
ra que no se nos escape buena parte o incluso todo lo que Dios hace brotar des-
de ese interior.
Algo particularmente bello puede tener la capacidad de atraer a alguien
muy distraído (y Dios, en particular, sale tantas veces a nuestro encuentro en el
momento más inesperado); pero habitualmente es el que está atento, más aún,
el que busca, el que fomenta su propia capacidad de admirarse, de dejarse sor-
prender, arrastrar y llenar, el que disfruta a fondo de toda la riqueza de lo que
se puede contemplar.
En este orden de ideas, el Santo Padre incide particularmente, siempre a
la luz del ejemplo mariano, en el aspecto de actualización viva que supone la
contemplación de los misterios de la vida de Cristo, sacándole mucho partido
al sentido bíblico del concepto de «memoria», utilizado con frecuencia de for-
ma similar en la tradición mística cristiana, y conduciéndonos, a través de él, al
decisivo papel de la liturgia en el espíritu contemplativo:
«La contemplación de María es ante todo un recordar. Conviene sin em-
bargo entender esta palabra en el sentido bíblico de la memoria (zakar), que ac-
tualiza las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación. La Biblia es
narración de acontecimientos salvíficos, que tienen su culmen en el propio
Cristo. Estos acontecimientos no son solamente un “ayer”; son también el “hoy”
de la salvación. Esta actualización se realiza en particular en la Liturgia: lo que
Dios ha llevado a cabo hace siglos no concierne solamente a los testigos direc-
tos de los acontecimientos, sino que alcanza con su gracia a los hombres de ca-
da época. Esto vale también, en cierto modo, para toda consideración piadosa
de aquellos acontecimientos: “hacer memoria” de ellos en actitud de fe y amor
significa abrirse a la gracia que Cristo nos ha alcanzado con sus misterios de vi-
da, muerte y resurrección.
Por esto, mientras se reafirma con el Concilio Vaticano II que la Litur-
gia, como ejercicio del oficio sacerdotal de Cristo y culto público, es “la cum-
bre a la que tiende la acción de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de don-
de mana toda su fuerza” 6, también es necesario recordar que la vida espiritual
«no se agota sólo con la participación en la sagrada Liturgia. El cristiano, lla-
mado a orar en común, debe no obstante, entrar también en su interior para
orar al Padre, que ve en lo escondido (cf. Mt 6, 6); más aún: según enseña el
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Apóstol, debe orar sin interrupción (cf. 1 Ts 5, 17)» 7. El Rosario, con su carác-
ter específico, pertenece a este variado panorama de la oración “incesante”, y si
la Liturgia, acción de Cristo y de la Iglesia, es acción salvífica por excelencia, el
Rosario, en cuanto meditación sobre Cristo con María, es contemplación salu-
dable. En efecto, penetrando, de misterio en misterio, en la vida del Redentor,
hace que cuanto Él ha realizado y la Liturgia actualiza sea asimilado profunda-
mente y forje la propia existencia» (n. 13).
De esta forma, Juan Pablo II sale también al paso de la falsa contraposi-
ción que algunos han querido ver —también en nuestros días— entre liturgia
y devoción popular, entre oración litúrgica y oración personal, etc. Sin entrar
aquí en todas las ramificaciones de la cuestión y en las explicaciones teológicas
que ayudan a enfocarla correctamente, sí quiero al menos subrayar cómo, pre-
cisamente, el concepto de contemplación es un camino para solucionar «por
elevación» el problema: en efecto, al conducirnos directamente al núcleo del
misterio (el mismo Dios, el mismo Jesucristo, la misma Redención), la actitud
contemplativa nos ayuda a descubrir la unidad íntima que se da en toda expe-
riencia y entre todas las experiencias genuinamente cristianas, y cómo todas
ellas se enriquecen mutuamente, a la vez que nos unen íntimamente con el úni-
co Dios, origen, fin y razón de toda la vida espiritual.
5. LA «SENCILLEZ» DE LA CONTEMPLACIÓN
Lo dicho hasta aquí nos conduce de la mano a una de las paradojas ca-
racterísticas de la contemplación: toda esa riqueza va unida necesariamente a la
sencillez, pues la infinita riqueza de Dios se da en la absoluta simplicidad de su
unidad. De nuevo, el mismo vocablo lo expresa en su acepción más natural:
contemplar es un acto simple e intuitivo, pero pleno, lleno de contenido. No
se trata de la sencillez del que se queda con poco o con uno solo, prescindien-
do de lo demás; sino la del que, en uno solo, lo ve todo, apreciando así la uni-
dad en los detalles, y los detalles en su armoniosa unidad.
Contemplar una obra de arte, un paisaje hermoso, etc., no es «estudiar-
lo», «analizarlo», «racionalizarlo», «descomponerlo»; pero el que contempla de
verdad, detenidamente, hondamente, no se pierde detalle, aunque probable-
mente no sabrá expresar técnicamente esos detalles, o el porqué de cada uno y
de su conjunto, si además no los estudia con una cierta sistemática.
7. Ibidem, n. 12.
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6. EL CAMINO DE LA CONTEMPLACIÓN
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no sólo no produzca los efectos espirituales deseados, sino que el rosario mis-
mo con el que suele recitarse, acabe por considerarse como un amuleto o un
objeto mágico, con una radical distorsión de su sentido y su cometido» (n. 28).
En el camino de la contemplación conviene mantener, pues, un equili-
brio, no siempre fácil en la práctica: un equilibrio entre la libertad personal de
cada cristiano en su vida interior, la insondable libertad de la acción divina en
el alma, y el oportuno aprovechamiento de la multisecular experiencia de la
Iglesia, reflejada en este caso, sobre todo, en la vida y la enseñanza de tantos
Santos, que nos proponen criterios y caminos de demostrada eficacia para avan-
zar en nuestra vida interior.
Los mismos consejos que da el Papa en esta carta, sobre la forma de con-
templar los misterios del Rosario, están inspirados en esas enseñanzas y expe-
riencias tradicionales, manteniendo un amplio margen de libertad; y son per-
fectamente aplicables a otras oraciones vocales, a los momentos de oración
personal, a la búsqueda de la oración continua, etc.
7. CONTEMPLACIÓN Y EVANGELIZACIÓN
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zo del Rosario se valoran adecuadamente todos sus elementos para una medita-
ción eficaz, se da, especialmente en la celebración comunitaria en las parroquias
y los santuarios, una significativa oportunidad catequética que los Pastores deben
saber aprovechar. La Virgen del Rosario continúa también de este modo su obra
de anunciar a Cristo. La historia del Rosario muestra cómo esta oración ha sido
utilizada especialmente por los Dominicos, en un momento difícil para la Igle-
sia a causa de la difusión de la herejía. Hoy estamos ante nuevos desafíos. ¿Por
qué no volver a tomar en la mano las cuentas del rosario con la fe de quienes nos
han precedido? El Rosario conserva toda su fuerza y sigue siendo un recurso im-
portante en el bagaje pastoral de todo buen evangelizador» (n. 17).
Resulta fácil proyectar estas ideas hacia otras oraciones, hacia la vida de
oración en su conjunto, y comprender su creciente eficacia evangelizadora en
la medida en que crecen también esas características contemplativas que veni-
mos subrayando, a la luz de la enseñanza papal.
Las palabras de Juan Pablo II nos desvelan también la raíz teológica de
estas consideraciones: ese «modelar al cristiano según el corazón de Cristo», que
es fruto de la auténtica oración contemplativa, conduce necesariamente a
«anunciar a Cristo» de forma eficaz: la identificación con su Persona no se pue-
de separar de la identificación con su misión. El ejemplo de María es, una vez
más, paradigmático en este sentido.
Desde otra perspectiva, la de Pentecostés, el Santo Padre vuelve sobre la
proyección evangelizadora de un Rosario contemplativo: «En el centro de este
itinerario de gloria del Hijo y de la Madre, el Rosario considera, en el tercer
misterio glorioso, Pentecostés, que muestra el rostro de la Iglesia como una fa-
milia reunida con María, avivada por la efusión impetuosa del Espíritu y dis-
puesta para la misión evangelizadora. La contemplación de éste, como de los
otros misterios gloriosos, ha de llevar a los creyentes a tomar conciencia cada
vez más viva de su nueva vida en Cristo, en el seno de la Iglesia; una vida cuyo
gran “icono” es la escena de Pentecostés. De este modo, los misterios gloriosos
alimentan en los creyentes la esperanza en la meta escatológica, hacia la cual se
encaminan como miembros del Pueblo de Dios peregrino en la historia. Esto
les impulsará necesariamente a dar un testimonio valiente de aquel “gozoso
anuncio” que da sentido a toda su vida» (n.23).
Esta relación acción-contemplación que late en toda la carta de Juan Pa-
blo II sobre el Rosario incluye un fuerte acento en la acción apostólica enten-
dida como inserción en el mundo y en la sociedad, como evangelización y cris-
tianización de las mismas realidades humanas; y además, en la doble dirección:
la oración que influye en la vida ordinaria, y la vida ordinaria que alimenta la
oración:
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«Al mismo tiempo nuestro corazón puede incluir en estas decenas del Ro-
sario todos los hechos que entraman la vida del individuo, la familia, la nación,
la Iglesia y la humanidad. Experiencias personales o del prójimo, sobre todo de
las personas más cercanas o que llevamos más en el corazón. De este modo la
sencilla plegaria del Rosario sintoniza con el ritmo de la vida humana» (n. 2).
En particular, hay dos amplios campos de la vida contemporánea, la fa-
milia y la paz, sobre los que el Papa proyecta ese decisivo influjo del Rosario y
de la oración en general. Precisamente en el contexto del tema central de estas
reflexiones, la contemplación, quiero aquí subrayar el acento que pone el San-
to Padre no sólo en el «valor impetratorio» que posee esta oración mariana, pa-
ra alcanzar de Dios la solución a los graves problemas que en esos decisivos ám-
bitos se nos presentan, sino, más todavía, en su «valor contemplativo»: es decir,
en esa luz y esa fuerza intrínsecas que brotan de la íntima unidad entre oración
y vida, a la que acabamos de hacer referencia, cuando la oración es auténtica-
mente contemplativa, y que permite valorar esos problemas desde una óptica
más cristiana —más divina y, por eso mismo, más humana—, y afrontarlos con
más decisión, con más esperanza, con más eficacia. O mejor dicho aún: con-
templar a Dios mismo en esos problemas, contemplarlos con Él, en Él y por Él;
y así afrontarlos también con Él, por Él y en Él.
Más en general, cuando se plantea la oración, de forma predominante o
incluso exclusivamente, como oración de petición, no sólo se está reduciendo
equivocadamente algo mucho más rico y abarcante a uno de sus aspectos —por
importante y necesario que éste sea—, sino que ese mismo aspecto se empo-
brece al separarlo de los demás: sólo pedir significa pedir mal, incluso pedir po-
co. En cambio, una oración decididamente orientada hacia la contemplación,
y a una contemplación con la hondura y calidad con que aquí la presenta el
Santo Padre, no sólo no pierde nada de su riqueza impetratoria —¡ante todo es
verdadera oración, con todas sus consecuencias!—, sino que la lleva a su máxi-
ma expresión y eficacia. Entre otras cosas, porque compromete a la persona en-
tera en el objetivo a alcanzar: se pasa de un abandono en Dios más bien «pasi-
vo» (le pido a Dios... y que Él se encargue; lo que con demasiada frecuencia
acaba llevando al «Dios no me escucha», «no me hace caso», y a acabar «aban-
donando» la oración, pensando que no es eficaz), a un abandono «activo», que
es el verdadero abandono: plena confianza en Dios como único valedor, sí, pe-
ro con pleno compromiso personal en esa tarea, realizada responsablemente de
su mano.
Me parece que todo esto se encierra tras las palabras del Papa sobre el Ro-
sario en relación con la paz y con la familia, más allá del simple pedir por esas
intenciones, desgranando las cuentas: «Promover el Rosario significa sumirse en
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la contemplación del misterio de Aquél que «es nuestra paz: el que de los dos
pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad» (Ef 2,
14). No se puede, pues, recitar el Rosario sin sentirse implicados en un com-
promiso concreto de servir a la paz, con una particular atención a la tierra de
Jesús, aún ahora tan atormentada y tan querida por el corazón cristiano (...) En
el marco de una pastoral familiar más amplia, fomentar el Rosario en las fami-
lias cristianas es una ayuda eficaz para contrastar los efectos desoladores de es-
ta crisis actual» (n. 6).
Al final de la carta, vuelve a deternerse particularmente en la relación del
Rosario con la paz, también con un marcado acento contemplativo, más allá de
la mera impetración; acento contemplativo que se proyecta tanto en creci-
miento interior del orante como en fuerza exterior santificadora. De hecho, es-
tos párrafos de la carta, casi conclusivos, tienen un claro sabor de síntesis de to-
do lo dicho, aunque aparentemente se detengan en un tema concreto como la
paz; y nos desvelan las numerosas posibilidades que se abren a un alma con-
templativa, para servir de verdad y con eficacia a los demás y a la sociedad, an-
te las necesidades más apremiantes de la humanidad en nuestros días:
«El Rosario es una oración orientada por su naturaleza hacia la paz, por el
hecho mismo de que contempla a Cristo, Príncipe de la paz y “nuestra paz” (Ef
2, 14). Quien interioriza el misterio de Cristo —y el Rosario tiende precisa-
mente a eso— aprende el secreto de la paz y hace de ello un proyecto de vida.
Además, debido a su carácter meditativo, con la serena sucesión del Ave Maria,
el Rosario ejerce sobre el orante una acción pacificadora que lo dispone a reci-
bir y experimentar en la profundidad de su ser, y a difundir a su alrededor, paz
verdadera, que es un don especial del Resucitado (cf. Jn 14, 27; 20, 21).
Es además oración por la paz por la caridad que promueve. Si se recita
bien, como verdadera oración meditativa, el Rosario, favoreciendo el encuen-
tro con Cristo en sus misterios, muestra también el rostro de Cristo en los her-
manos, especialmente en los que más sufren. ¿Cómo se podría considerar, en
los misterios gozosos, el misterio del Niño nacido en Belén sin sentir el deseo
de acoger, defender y promover la vida, haciéndose cargo del sufrimiento de los
niños en todas las partes del mundo? ¿Cómo podrían seguirse los pasos del
Cristo revelador, en los misterios de la luz, sin proponerse el testimonio de sus
bienaventuranzas en la vida de cada día? Y ¿cómo contemplar a Cristo cargado
con la cruz y crucificado, sin sentir la necesidad de hacerse sus “cireneos” en ca-
da hermano aquejado por el dolor u oprimido por la desesperación? ¿Cómo se
podría, en fin, contemplar la gloria de Cristo resucitado y a María coronada co-
mo Reina, sin sentir el deseo de hacer este mundo más hermoso, más justo, más
cercano al proyecto de Dios?
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