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NADINE VIVIER, “Les biens communaux en

France”, dans MARIE-DANIELLE DEMÉLAS ET


NADINE VIVIER
(dirs.), Les propriétés
collectives face aux attaques libérales
(1750-1914). Europe occidentale et
Amérique latine, Rennes, Presses
Universitaires de Rennes, 2003, pp. 139-
155.

Traducción del francés: Fabián Alejandro Campagne*

“Los bienes comunales en Francia”


En Francia, la cuestión de los comunales ocupó al
mundo rural, a la actividad política y a la teoría
económica por más de un siglo, de 1750 a 1870 por lo menos.
El término “comunales” se empleaba en un sentido amplio,
como sinónimo de usos colectivos. Así, cada vez que se
solicitaba a los campesinos que debatieran el futuro de uno
de estos usos, tenían tendencia a analizarlos globalmente,
pues sabían muy bien que la totalidad de los derechos
comunales estaban bajo ataque por entonces: pastoreo en los
prados de propiedad colectiva, derrota de mieses ( vaine
pâture) en las franjas de propiedad privada tras el
levantamiento de la cosecha, etc. También los diputados
tendían a confundir fenómenos diferentes durante los
debates parlamentarios. Dado que muchas fuentes asocian,
mezclan o confunden comunales y derrota de mieses, los
mismos historiadores han tenido tendencia a repetir el
error, con la honrosa excepción de los estudiosos del
derecho. Sin embargo, del siglo XVIII en adelante, el
personal gubernamental y muchos legisladores se esforzaron
por trazar una estricta distinción entre propiedad
colectiva y derechos de uso ejercidos sobre terrenos
privados. Aquí seguiremos, pues, estos textos, para
intentar definir con precisión en qué consistían los
comunales franceses sometidos al ataque de los liberales.1

Descripción de los comunales.


*
La presente traducción se realiza exclusivamente para uso interno de
los alumnos de la Cátedra de Historia Moderna, Facultad de Filosofía y
Letras, Universidad de Buenos Aires (septiembre de 2008).

Vivier, “Los comunales en Francia” 1 traducción Fabián Campagne


Un estatus complejo.
Determinar a quién pertenecían las propiedades
colectivas devino más simple después de la Revolución, pero
fue una cuestión extremadamente compleja durante el Antiguo
Régimen. Estas tierras eran propiedad de la comunidad de
habitantes, la mayoría de las veces agrupados en una
parroquia. Las dificultades surgían porque raramente las
comunidades poseían títulos escritos que probaran sus
pretensiones. A raíz de ello, interminables litigios
judiciales enfrentaban a las comunidades, que defendían el
carácter inmemorial de su propiedad colectiva, con los
señores, que reclamaban la propiedad eminente de los
comunales, recalcando que sus antepasados sólo habían
cedido a los campesinos el dominio útil. En el derecho
feudal, el señor conservaba un derecho de propiedad
eminente sobre las tierras que concedía a sus vasallos.
Ello le aseguraba determinadas prerrogativas: el pago de
censos, el derecho a introducir su propio rebaño en los
comunales, etc. Los vasallos sólo poseían la propiedad
útil, es decir, el derecho de usufructo.
El origen de los comunales fue una cuestión muy
controvertida durante los siglos XVII y XVIII. Los juristas
defendían dos tesis opuestas. Para los estudiosos del
derecho romano y de las costumbres antiguas, los comunales
eran una propiedad natural y original de los habitantes del
terruño.2 Para los feudistas, en cambio, dichos terrenos
eran propiedad de señores que sólo habían cedido derechos
de uso.3 Esta segunda teoría fue la adoptada por el poder
real, y la que le sirvió de fundamento al derecho de
triage. El señor podía exigir el triage, es decir, la
propiedad plena sobre un tercio de los comunales, liberado
de todo derecho de uso, mientras que a los habitantes les
quedaban los dos tercios restantes. El triage se basaba,
esencialmente, en el derecho feudal tal como existía en la
costumbre de Paris y de Bretaña. Los reyes quisieron
imponer esta concepción al resto del país, aunque en las
provincias orientales y en la Francia meridional el derecho
antiguo no reconocía dicha potestad señorial. En el este y
en el sur del reino las comunidades se consideraban
propietarias plenas de las tierras colectivas. En
consecuencia, el estatus jurídico variaba según las
regiones, y por ello resultaba en extremo complejo. Los
señores y los campesinos trataban de sacarse ventaja en el
combate por obtener el reconocimiento de la plena propiedad
sobre tales terrenos, alentados por abogados que veían en
dichos litigios una fuente de ingresos inagotable. Las
acciones judiciales destinadas a lograr el reconocimiento
de la propiedad sobre terrenos no forestales eran
frecuentes, pero mucho más aún lo fueron las batallas
provocadas por las áreas boscosas. El pastoreo en las
forestas resultaba un recurso esencial, y sobre la mayoría
de los macizos privados y dominicales recaían derechos de
uso que para los habitantes resultaban tan útiles como los
que se ejercían en los bosques comunales. De allí las

Vivier, “Los comunales en Francia” 2 traducción Fabián Campagne


confusiones, voluntarias o no, y las reivindicaciones
múltiples, tanto de los señores sobre los bosques
comunales, como de los campesinos sobre los bosques
señoriales.
Durante la Revolución, el estatuto devino más simple y
uniforme: los derechos feudales fueron abolidos el 15 de
marzo de 1790, y el derecho de los señores a apropiarse de
las tierras baldías fue suprimido el 13 de abril de 1791.
Según el decreto del 28 de agosto de 1792, se consideraban
“de propiedad comunal las tierras baldías y yermas, landas
y montes, cuya posesión las comunidades no puedan
justificar”. A continuación, el Código Civil de 1804
definió los bienes comunales come “aquellos sobre cuya
propiedad o sobre cuyo producto los habitantes de una o de
varias comunidades poseen un derecho adquirido”. El acento
se ponía por igual sobre ambos términos, “habitantes” y
“comunidades”, es decir, tanto sobre los hombres como sobre
las aldeas y las circunscripciones administrativas de base.
Del Primer Imperio en adelante, la jurisprudencia hizo
prevalecer la idea de una propiedad de la comunidad,
entendida como persona moral.
El estatus jurídico de los comunales parecía entonces
claro, más aún desde el momento en que se ordenó la
confección de un catastro. Entre 1807 y 1840 se completó el
relevamiento de todas las tierras del reino y la definición
legal de sus propietarios. Ello permitió formular
estadísticas precisas de alcance nacional. La primera de
ellas, dada a conocer en 1846, resulta ampliamente
confiable.

MAPA
SUPERFICIE DE LOS COMUNALES EN 1846

Vivier, “Los comunales en Francia” 3 traducción Fabián Campagne


Sin embargo, si bien se redujo poco a poco la cantidad
de litigios, persistieron algunas ambigüedades relacionadas
con los bienes de los caseríos, los pertenecientes a las
secciones de comuna, y el caso particular de Bretaña. Los
comunales bretones habían merecido un tratamiento
particular en la ley del 28 de agosto de 1792. El artículo
10 declaraba que:
“en los cinco departamentos que componen la provincia de Bretaña,
las tierras yermas y despobladas que en el presente no se
encuentran arrendadas, enfeudadas o encensadas, pertenecerán
exclusivamente a las comunas, a los habitantes de las aldeas, o a
las vasallos que actualmente tienen sobre ellas droit de
communer”.

Durante el Antiguo Régimen los señores bretones tenían


la propiedad de todas las tierras despobladas, que según
evaluación del intendente, en 1732 cubrían el 43 % de la
provincia. La costumbre acordaba a sus vasallos el derecho
de “communer”, que suponía que sólo los habitantes que
poseían tierras dentro del señorío estaban autorizados a
enviar ganado al terreno virgen, derecho oneroso y
proporcional al tamaño de sus heredades. De 1750 en
adelante, los señores bretones acordaron a sus vasallos el
derecho a roturar y poner en producción las tierras
despobladas: enfeudamiento o encensamiento por medio del
pago de una renta o censo.4 Bretaña tenía particular
necesidad de poner a producir sus terrenos incultos, lo que
explica el tratamiento especial acordado por la ley de
1792. Sin embargo, la norma tuvo el efecto inverso; la
determinación de quiénes tenían derecho de propiedad sobre
los yermos y despoblados –los municipios, los habitantes de
las aldeas, los vasallos- resultó un problema
extremadamente complejo, lo que dio lugar a gran cantidad
de costosos litigios; por ello, los comunales de Bretaña no
fueron tomados como propiedad de los municipios, y no
aparecieron en el relevamiento de 1846. Hubo que esperar a
la ley del 6 de diciembre de 1850, que simplificaba el
procedimiento de definición de los derechohabientes, para
que se efectivizara el reparto de las tierras vírgenes de
la provincia.5
El otro problema era el de los bienes que pertenecían
a los caseríos o a las secciones de comuna. Éstos últimos
se hicieron muy numerosos de la década de 1830, cuando la
administración real se esforzó por reagrupar las comunas
disminuyendo su número. La ley del 18 de julio de 1837 les
reconoció existencia legal. Estas subdivisiones de las
comunas tenían derechos de propiedad particulares pero
carecían de presupuestos separados, lo que dio lugar a
problemas de gestión y a conflictos, generados por las
secciones de comuna que se resistían a alimentar con sus
recursos presupuestos municipales que no controlaban. 6
Teniendo en cuenta estas cuestiones, los relevamientos
decimonónicos ofrecen información confiable sobre la
extensión y la naturaleza de las propiedades de las comunas
y su distribución por el territorio. No caben dudas de que
la influencia del relieve y la naturaleza de los suelos

Vivier, “Los comunales en Francia” 4 traducción Fabián Campagne


jugaban un rol preponderante. A mediados del siglo XIX, lo
esencial de las tierras comunales estaba constituido por
las forestas del noreste, las landas y matorrales del
sudoeste, y las pasturas y tierras montañosas de los
Pirineos, los Alpes y los montes Jura.

El derecho de usufructo.
En Francia, era la comunidad de habitantes la que
administraba los bienes comunales. En el Antiguo Régimen,
las decisiones las tomaban las asambleas de aldea. En el
siglo XIX, la responsabilidad le cupo a los consejos
municipales, que votaban los reglamentos bajo la tutela de
los prefectos. La comunidad determinaba el modo de gestión
(pastoreo comunitario o arrendamiento a terceros), el
reclutamiento de los pastores y la remuneración de los
guardabosques. De todos modos, tras la sanción del código
forestal de 1827 la gestión de los bosques dejó de ser
responsabilidad de las comunidades, para pasar a depender
del ministerio de Aguas y Forestas. En Francia no existió
nunca una institución específica destinada a la
administración de los comunales, como los Marken de los
Países Bajos.
En el siglo XIX, el derecho de acceso a los recursos
del comunal era legalmente el mismo para todos los
habitantes. Sin embargo, a pesar de este principio el peso
de las tradiciones subsistía. Bajo el Antiguo Régimen, el
derecho consuetudinario determinaba quiénes tenían derecho
a usufructuar los comunales, y allí donde la costumbre
callaba, eran las asambleas de propietarios las que
decidían, lo que explica las variaciones que hallamos entre
una parroquia y otra. Por lo tanto, el relevamiento de 1846
sólo tiene un carácter aproximado de las grandes tendencias
regionales.
Sólo las provincias del norte de Francia (Artois,
Cambrésis, Flandes, Hainaut, Picardía) otorgaban derechos
igualitarios a todos sus habitantes. En dichas regiones el
comunal era considerado como propiedad de todos los
aldeanos, quienes quedaban autorizados a introducir sus
rebaños particulares y a recoger madera y turba, según los
reglamentos en vigencia.
En gran parte del territorio que se extendía entre
Bretaña/Normandía y Auvernia/Provenza, el usufructo de los
comunales era un derecho exclusivo de los propietarios o de
sus arrendatarios, en proporción a la extensión de las
tierras que poseían en el ager. En Auvernia, la “regla de
pajas y henos” estipula que sólo tenían derecho a extraer
recursos del baldío quienes residían en la comuna, y por lo
tanto necesitaban forraje para alimentar a su ganado
durante el invierno. En consecuencia, nadie podía pastorear
más animales que los que efectivamente invernaba cada año.
En Alsacia y en Béarn el sistema era aún más restrictivo,
pues no sólo se exigía ser propietario y residente, sino
también tener derecho de vecindad: los vecinos eran los
herederos de los inmuebles, o bien las personas

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económicamente sólidas admitidas por cada comunidad luego
de un largo periodo de residencia.
En la otra mitad del territorio, los derechos de
usufructo no habían sido establecidos por la costumbre sino
por las asambleas de aldea. La situación más frecuente
parece haber sido la de un derecho de usufructo
proporcional a la importancia de las propiedades
individuales, partiendo siempre de la autorización a
introducir en forma gratuita dos animales por familia.
A partir de los años 1750-1760, la administración real
trató de imponer derechos iguales para todos los hogares
residentes en cada aldea, pero se encontró con una firme
resistencia por parte de los propietarios allí donde aquel
principio no era reconocido por la costumbre. Luego de
diversos proyectos discutidos por las asambleas
revolucionarias, la ley del 10 de junio de 1793 impuso el
principio de igualdad de los derechos, que inspiró toda la
reglamentación del siglo XIX, en particular la relacionada
con el usufructo de la leña y la madera.

La legislación y sus resultados.


El período 1750-1870 corresponde a una intensa
reflexión sobre la propiedad colectiva, su gestión y su
existencia misma. Resulta posible distinguir tres fases
sucesivas.

1750-1780, la administración real alienta la


distribución de los derechos de usufructo.
Hasta mediados del siglo XVIII, las propiedades
colectivas sólo atraían la atención de los vecinos
interesados en apropiarse de una parte de los mismos, o de
los juristas que se interrogaban sobre su origen y
ensayaban reglas para resolver los constantes litigios. A
partir de 1750, la reflexión de los fisiócratas y de los
agrónomos ubicó a la agricultura en el centro de las
preocupaciones, pues pasó a ser considerada la fuente de
todas las riquezas. De su prosperidad dependía el
desarrollo de las restantes industrias y el bienestar de la
población en su conjunto. Se hacía necesario incrementar la
productividad del suelo y poner en producción la mayor
cantidad de tierras posible, sembrando forrajeras y sobre
todo cereales. Los agrónomos, claramente influenciados por
sus colegas ingleses, soñaban con la desaparición de los
comunales. El conde d’Essuiles y el vizconde de la
Maillardière no ven en ellos más que tierras descuidadas,
en estado de abandono, desperdiciadas. Por entonces existía
un claro consenso: los comunales resultaban dañinos a causa
de la gestión colectiva y de su utilización como pasturas
compartidas. Debían transformarse en tierras de cultivo lo
antes posible, para evitar que se convirtieran en un factor
de bloqueo de la modernización agrícola. Pero ¿bajo qué

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modalidad los comunales debían pasar a un régimen de
explotación individual?
Las autoridades centrales, en particular la gestión de
Bertin como contrôleur générale de finances entre 1750 y
1763, y como ministre chargé de l’agriculture hasta 1780,
fueron sensibles a los argumentos de los fisiócratas. Los
funcionarios del rey reflexionaron sobre la utilización de
los comunales y sobre la derrota de mieses, apoyándose en
las encuestas que los intendentes realizaban en las
distintas provincias, y en la experiencia de otros estados
europeos, en particular Inglaterra y Baviera. 7 Para
aumentar la producción agrícola, en la década de 1760 el
gobierno alentó el cercamiento de las tierras privadas, y
para valorizar los comunales adoptó una política original
que preconizaba la partición del usufructo. La comunidad de
habitantes conservaría la propiedad de las tierras, que
serían divididas en lotes iguales, uno para cada familia
campesina.
Dos razones guiaban las políticas impulsadas por
Bertin. La primera, era el respeto a la continuidad. Desde
hacía al menos dos siglos, el estado se esforzaba por
proteger los comunales de los ataques de los señores. La
monarquía prefería que las aldeas conservaran las
posesiones inmobiliarias, que garantizaban su solvencia y
la capacidad de pago de los impuestos reales. Esta
estrategia estaba asociada, por supuesto, a necesidades de
carácter político. La administración real temía que las
comunidades que atravesaban dificultades financieras
pudieran quedar a merced de sus señores, y por ello tendía
a limitar el poder señorial. La segunda razón que impulsaba
a Bertin a proteger la propiedad colectiva era el análisis
del modelo inglés. El ministro temía que el cercamiento de
tierras y la desaparición de las pasturas expulsara a los
más pobres hacia las ciudades. Por ello prefería fijar a la
población en el campo, y la distribución de tierras era el
mejor medio para lograrlo. Bertin optó por apoyar la
división de los comunales en lotes idénticos. De esa manera
favorecía a los más pobres y simultáneamente se aseguraba
de que la propiedad de los baldíos continuara en poder de
las comunidades, pues los beneficiarios del reparto
tendrían vedada la venta de las tierras asignadas.
Entre 1769 y 1780 edictos reales destinados a diferentes
provincias autorizaron la partición del usufructo. A ellos
su sumaron edictos paralelos que autorizaron a los
propietarios a cercar sus campos y a extinguir sobre ellos
el derecho de vaine pâture (la derrota de mieses). Hemos
identificado un total de catorce edictos destinados a las
mismas provincias, a las que se sumaron el Franco Condado,
la Champagne y el Rousillon.8
- Junio de 1769, edicto para Trois-Évêchés: partición en
partes iguales, hereditarias e inalienables. Todos los
señores tenían derecho al triage. A partir de este
primer ejemplo, todos los edictos acordaron el droit
de triage.

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- Junio de 1771, edicto para los ducados de Lorena y
Bar, que el Parlamento de la provincia se negó a
registrar.
- Octubre de 1771, edicto para la generalidad d’Auch et
Pau.
- Enero de 1774, edicto para Borgoña, el Mâconnais,
Auxerrois y el país de Gex: partición igualitaria
entre todos los hogares que pagaban impuestos; edicto
para Bugey, donde la partición sería igual para todas
las familias.
- Abril de 1774, edicto de partición para las
comunidades de Alsacia.
- Marzo de 1777, edicto para Flandes: partición
obligatoria, en lotes vitalicios para todos los
hogares de cada comunidad.
- Febrero de 1779, edicto para Artois: partición en
lotes hereditarios e inalienables.
- Marzo de 1781, edicto para el Cambrésis: partición en
lotes vitalicios e iguales.
La aplicación efectiva de estos edictos no resultó nada
sencilla. La administración real no logró imponer una
legislación uniforme. La partición igualitaria contradecía
las principales costumbres locales, lo que explica que la
mayoría de los proyectos fracasaran en el período de
estudio previo –Bretaña, Auvernia- o durante la fase de
registro en el parlamento –Lorena. En el caso de Borgoña,
la monarquía debió flexibilizar sus principios, y aceptar
que los comunales fueron repartidos entre los jefes de
hogar que pagaran impuestos; la corrección excluía del
beneficio a los más pobres. Las tensiones siempre se hacían
manifiestas.
La monarquía había tomado la decisión de descartar la
venta o la partición en beneficio de los ricos, una
solución eficaz desde el punto de vista económico pero
incompatible con el mantenimiento de la propiedad de las
comunas y con la voluntad de socorrer a los pobres. Nada
prueba que la opción elegida por la monarquía fuera
inviable desde un punto de vista económico o social. Pero
no podía prosperar, porque el gobierno quiso también
respetar las costumbres que privilegiaban a los
propietarios y los derechos feudales que beneficiaban a los
señores. Los edictos desencadenaron conflictos y sacaron a
la luz intereses irreconciliables: los de los nobles,
atraídos por el triage y por el reconocimiento de su
dominio eminente; los de los pequeños campesinos, atraídos
por el reparto de tierras pero cansados de los derechos
feudales; los de los propietarios acomodados, que se
sentían afectados porque el esquema de partición
igualitaria no tomaba en cuenta su mayor contribución al
fisco. En consecuencia, rara vez las asambleas rurales
alcanzaron la mayoría especial de dos tercios que se
requería para impulsar la partición. Sólo en Flandes
triunfó en forma generalizada la división en lotes iguales,
gracias al esfuerzo conjunto de los estados provinciales y
del intendente, que arrancaron el consentimiento de los

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propietarios acomodados amenazándolos con la pérdida de las
pasturas que usufructuaban hasta entonces. Aunque existía
la voluntad de satisfacer a cada uno para contribuir al
progreso de la agricultura y al bienestar general, las
medidas no hicieron más que atizar los antagonismos
sociales. En el contexto de la crisis del Antiguo Régimen,
que se manifiesta ya durante la década de 1780, las
autoridades no volvieron a intentar el abordaje de una
cuestión que generaba situaciones explosivas y conflictos
recurrentes.9

El período revolucionario: hacer desaparecer la


propiedad colectiva.
La cuestión de los comunales se relanzó en 1789. Los
campesinos reclamaron la abolición de los derechos
feudales, denunciaron las usurpaciones de los señores e
intentaron apoderarse de las tierras que consideraban
suyas. Además, la crisis económica provocada por las malas
cosechas incitó a poner en producción todas las tierras
disponibles. La idea de la partición de los comunales
volvió a ocupar el centro de la escena. Los diputados de la
Asamblea Constituyente recibieron con beneplácito el
principio de la división igualitaria, pero la discusión se
estancaba cuando llegaba el momento de tratar las
modalidades de reparto. Los más conservadores defendían el
derecho exclusivo de los propietarios, apoyados por los
adeptos a la fisiocracia que privilegiaban la eficacia
económica: según ellos, sólo quienes tenían medios
suficientes (herramientas, animales) podían conseguir los
buenos rendimientos que la agricultura nacional necesitaba.
Por el contrario, los constituyentes que privilegiaban un
programa social querían una partición igualitaria entre
todos. El debate se daba sobre los mismos lineamientos que
habían ordenado la discusión en las décadas de 1750 y 1760,
tironeada entre las necesidades económicas y las
preocupaciones sociales.10
A partir de 1792 intervienen los juristas. En el marco
del proceso de modernización del derecho en el que estaban
enfrascados, la propiedad colectiva fue considerada como
una monstruosidad que debía desaparecer. Sólo la propiedad
privada y la propiedad estatal debían subsistir. Se sumaba
así una nueva motivación al desmantelamiento de la
propiedad colectiva.
El 10 de agosto de 1792, la insurrección parisina
engendró un entusiasmo revolucionario desbordante: la
asamblea suspendió al rey, decidió la convocatoria de una
Convención que sería elegida por sufragio universal
masculino, y comenzó a preocuparse por las reivindicaciones
de los campesinos. Una ley declaró obligatoria la partición
de los comunales no arbolados (14 de agosto), y abolió por
completo los derechos feudales que recaían sobre ellos. Las
municipalidades fueron alentadas a recuperar las tierras
usurpadas por el poder feudal en el pasado. Las modalidades
de partición fueron votadas el 10 de junio de 1793, en el
marco de una nueva explosión de energía revolucionaria. La

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partición sería facultativa, pues la decisión última
pertenecía a la asamblea campesina, integrada tanto por
hombres como mujeres. Para impulsar la división sólo se
requería el voto favorable de un tercio de sus miembros.
Los lotes, entregados en plena propiedad, debían ser
iguales, uno por habitante, sin importar la edad ni el
sexo. La ley trataba de contemplar en forma simultánea las
necesidades económicas (producir la mayor cantidad de
cereales posible), sociales (otorgar parcelas a los pobres)
y jurídicas (suprimir la propiedad comunal). La agitación
provocada por esta ley fue considerable, tanto como el
número de procesos iniciados por las comunas para recuperar
las tierras que estimaban usurpadas, con razón o sin razón.
La preparación de las particiones exigía mucho tiempo. A
causa de sus complicadas disposiciones la ley fue
suspendida en 1795, y por ello muy pocos repartos llegaron
legalmente a concretarse. Existe evidencia de que muchas
particiones se realizaron de manera amigable. En cualquier
caso, la voluntad de dividir los comunales se manifestó
fuertemente en las planicies del norte de Paris, en las
provincias del Noreste (Champagne, Lorena), y en el valle
del Ródano.11
El principio de partición obtenía siempre una
importante adhesión, pero terminaba convirtiéndose en
manzana de la discordia cuando llegaba el momento de
discutir las modalidades prácticas. Cada uno quería una
forma de división que lo beneficiara: propietarios
acomodados, pequeños campesinos, habitantes sin tierra,
etc. Siempre que se optaba por uno u otro mecanismo, una
parte de la población se sentía perjudicada. Los
propietarios calificaron de “ley agraria” y “disposición
confiscatoria” a la norma de junio de 1793, y no dejaron
nunca de insistir en la necesidad de su derogación.

Durante el siglo XIX, el estado protege la


propiedad comunal.
Dado el contexto del Terror con el cual quedó asociada
la ley de partición de 1793, el debate sobre los comunales
devino altamente político. Napoleón Bonaparte tenía
intención de calmar las pasiones, y de restablecer la
concordia perdida durante el período revolucionario. Así,
tomó la decisión de no autorizar la división de los
comunales. La ley del 12 ventoso (febrero de 1804) fue
dictada para regular los repartos ya efectivizados. Según
esta norma, bastaba con que algunos vecinos manifestaran su
oposición a una partición para que los comunales fueran
restablecidos en su anterior configuración. Para no
incentivar revueltas, en ocasiones las parcelas fueron
dejadas a quienes ya las cultivaban, a cambio del pago de
un canon a la caja municipal.12
De 1800 a 1870, los gobiernos sucesivos adoptaron, con
mayores o menores matices, la línea de conducta definida
por Bonaparte en 1804. El principio de partición fue
presentado como inaceptable. Se recurrió a razonamientos
jurídicos para enmascarar las motivaciones políticas de

Vivier, “Los comunales en Francia” 10 traducción Fabián Campagne


fondo. Habiéndose definido a los comunales como una
propiedad colectiva de los habitantes de la aldea, se los
consideró patrimonio de las generaciones futuras tanto como
de la presente. Por lo tanto, su conservación resultaba
imprescindible, y sólo en contadas ocasiones la
administración debía otorgar autorización para su venta. El
patrimonio colectivo tenía que procurar ingresos para las
comunas, y por ello los prefectos presionaron a los
consejos municipales para que arrendaran los bienes
comunales. Las tierras debían subdividirse en pequeños
lotes y ofrecerse en subasta pública, para que los
asalariados rurales pudieran participar de la puja. Como en
otras ocasiones, la estrategia perseguía como objetivo
máximo el asentamiento efectivo de los campesinos pobres y
la estabilidad social de las comunidades de base. 13
Los prefectos se quejaban de la rutina de los consejos
municipales, que se mostraban reticentes a tratar los
pedidos de locación. Es cierto que a menudo las personas
elegidas para ocupar los cargos en los consejos trataban de
obtener beneficios para sus economías personales; como
ellos eran propietarios de pequeños rebaños, les convenía
mantener intacta la pradera común y gratuita. Pero los
prefectos sabían que dicha reticencia se basaba en un
lastimoso recuerdo, una desafortunada política de estado
que había dejado huellas perdurables. En 1813, mientras se
esforzaba por reconstruir el Gran Ejército que debía
enfrentar a una Europa coaligada, Napoleón buscó echar mano
a todos los recursos financieros disponibles. La ley de
finanzas, de mayo de 1813, decidió la venta inmediata de
todos los comunales arrendados. A cambio, las
municipalidades recibieron una renta vitalicia, poco
valiosa y siempre pagada con retardo. De 1813 a 1815, la
administración aplicó estas directivas con gran eficacia;
intentó vender todos los bienes que pudieran procurar
ingresos a las arcas municipales. A pesar de los muchos
litigios iniciados, todo indica que las ventas fueron
importantes, en particular las de las parcelas gravadas con
censos derivadas de los repartos revolucionarios. Es
probable que las ventas produjeran un total de noventa
millones de francos, equivalente a una superficie cercana a
las cien mil hectáreas. La Restauración, decidida a honrar
las deudas del estado, mantuvo en vigencia esta ley del
Imperio hasta 1816. De allí en más, ningún gobierno volvió
a mostrar interés en resucitar una disposición traumática
que había expoliado a muchas comunas francesas. 14 Napoleón
quiso primero conservar las comunas por razones puramente
políticas, para luego intentar suprimirlas por motivaciones
eminentemente prácticas.
La preocupación por incrementar la productividad de
estas tierras permaneció constante de 1750 en adelante,
aunque las modalidades evolucionaron. En un primer momento
la mayor preocupación fue el incremento de la producción de
cereales. A partir del siglo XIX, sin embargo, se aceptó la
idea de que ciertos suelos resultaban más aptos para la
ganadería, particularmente los de las regiones montañosas.

Vivier, “Los comunales en Francia” 11 traducción Fabián Campagne


Es por eso que a partir de la década de 1840 los prefectos
comenzaron a reclamar a los consejos municipales la
instauración de una tasa de pastoreo.
La otra preocupación mayor se relacionaba con los
bosques comunales. El miedo a la deforestación se volvió
una constante del siglo XVII en adelante. Para remediar
dicho fenómeno Luis XV creó la repartición de Eaux et
Forêts, pero las preocupaciones no se calmaron. Fue por
ello que nunca se analizó siquiera la posibilidad de la
partición de las forestas colectivas. Todo lo más que podía
contemplarse era su transformación en propiedad del estado.
Tras las degradaciones provocadas por la guerra, las
revueltas y la ausencia de controles durante el periodo
revolucionario, se imponía un incremento de las políticas
de vigilancia. El personal del ministerio de Aguas y
Forestas recuperó sus prerrogativas durante el Primer
Imperio. La provisión de madera para combustible y para
construcción, requerida por una población y por una
industria en constante crecimiento, exigió un mejoramiento
de la administración de los recursos naturales. Éste era el
objetivo del Código Forestal votado en mayo de 1827, que
sometía a la tutela del ministerio de Eaux et Forêts todos
los bosques estatales y comunales. Una nueva racionalidad
sustituyó a la concepción tradicional, que sostenía que las
forestas debían estar al servicio de los hombres y del
pastoreo de sus animales. Desde principios del siglo XIX
comenzó a sostenerse que los bosques tenían por finalidad
primordial producir madera. Para lograr este objetivo se
hacía necesario expulsar a los animales, cuyos dientes
roían los retoños tiernos. En un comienzo, la aplicación
del Código Forestal resultó draconiana: la cantidad de
bestias autorizadas a pastar en los bosques fue cada vez
más exigua, la cantidad de madera que las comunidades
podían recoger era mínima. Los cantones forestales de
montaña, para los cuales el pastoreo en terreno boscoso era
un elemento fundamental de su sistema económico, se vieron
cada vez más asfixiados.15 La miseria de sus habitantes se
expresaba de manera punzante. En ocasiones, los
damnificados no tuvieron más remedio que recurrir a la
revuelta, como sucedió durante la Guerra de las Damiselas
de la década de 183016, y de manera más generalizada durante
la Revolución de 1848.17 La voluntad de preservación de los
bosques se vio reforzada durante la década de 1840, bajo la
influencia de una nueva amenaza: la degradación de los
terrenos en pendiente provocaba inundaciones catastróficas,
que entre 1836 y 1860 se repitieron cada vez con mayor
gravedad. En 1841, la obra de Surell, Ingeniero de Caminos,
Canales y Puertos, probó que la vegetación era el mejor
medio de defensa para oponer a los torrentes. Tras largos
debates, los proyectos culminaron en la ley del 28 de julio
de 1860, que ordenó el relleno y la reforestación de los
terrenos de montaña, tanto los de propiedad privada como
los de propiedad comunal. Esta ley impuso una nueva
aproximación a la cuestión de la restauración de los
suelos, otorgando al estado un poder coercitivo. Una vez

Vivier, “Los comunales en Francia” 12 traducción Fabián Campagne


que los trabajos de reforestación eran declarados
obligatorios en una determinada región, las comunas
quedaban autorizadas a realizar el trabajo por su cuenta,
recibiendo para ello subsidios del estado, o bien podían
dejar que las autoridades centrales realizaran las obras,
remunerándolas luego con la cesión de una parte del terreno
restaurado. Los resultados de esta ley son sorprendentes,
pues el porcentaje de bosques en las comunas pasó del 37 %
en 1859 al 47 % en 1877, con un incremento absoluto de la
superficie boscosa del país de 304.968 ha.18
El Segundo Imperio utilizó un procedimiento análogo
para poner en valor las landas de Gascogne y Sologne, que
fueron saneadas, drenadas, y luego cultivadas o
reforestadas. Por primera vez se utilizó la coerción con
las comunas, justificada por la noción de utilidad pública,
y por la idea de que el patrimonio comunal debía ponerse en
valor por el bien de la nación entera y no tan sólo para
beneficio de las comunidades rurales.
Por razones tanto políticas, económicas y sociales,
Francia eligió conservar las propiedades colectivas de las
comunidades campesinas. Éstas cubrían cerca de un 9 % del
territorio francés en 1846, una superficie similar a la que
ocupan en la actualidad. Pero este dato oculta dos procesos
claramente diferenciados, que se perciben en forma neta en
los mapas que reproducimos al final del presente artículo.
En la mitad occidental del país, los comunales fueron
considerados como anexos de las propiedades privadas, cuyos
titulares tendieron a monopolizar los derechos de
usufructo. Se rechazó el arrendamiento de los bienes
colectivos, y se optó por venderlos cuando dejaron de
resultar indispensables.
Por el contrario, en la mitad oriental del país las
propiedades colectivas fueron frecuentemente arrendadas, ya
sea en forma de lotes individuales para la agricultura, ya
sea en forma de bloques compactos para la ganadería. Tanto
las praderas como los bosques comunales lograron
sobrevivir. En 1877, las comunidades poseían en total
2.000.000 de hectáreas de bosques y 2.200.000 hectáreas de
terreno no arbolado; más de la mitad de éstas últimas eran
praderas de montaña, mientras que el resto estaba arrendado
en forma de pequeños lotes cultivables, o bien desahuciado
por su irremediable esterilidad.

Balance historiográfico y conclusión.


A partir de 1750, la propiedad colectiva adquirió una
connotación negativa que conservó durante mucho tiempo. Los
agrónomos emplearon los términos más descalificadores para
describirla y resaltar su nocividad: pasturas descuidadas,
sobre-explotadas, pantanosas, malsanas. A esta imagen de
tierras mal utilizadas y de magros rendimientos se
superpuso, a finales del siglo XVIII, la idea de que se
trataba de tierras necesarias para la subsistencia de los

Vivier, “Los comunales en Francia” 13 traducción Fabián Campagne


pobres rurales. Esta tesis, defendida por el gobierno
monárquico y retomada por los revolucionarios, se convirtió
en “discurso políticamente correcto”, un discurso ambiguo
detrás del cual se refugiaban opiniones antagónicas. Los
defensores de la estabilidad social lo retomaron para
intentar asegurar la subsistencia de los más pobres. Los
propietarios acomodados, que deseaban la conservación de
pasturas comunes de las que eran principales beneficiarios,
utilizaron los mismos argumentos para bloquear todo
proyecto de cambio. La imagen de tierras de bajo
rendimiento se vio reforzada por esta asociación con una
suerte de beneficencia pública, de subsistencia de miseria
garantizada a los más pobres. A partir de la segunda mitad
del siglo XIX, dos tipos de proyectos desafiaron dicha
percepción. Por un lado, el de los conservadores agrarios,
que pretendían convertir a los comunales en jardines
obreros. Tal era el caso de los representantes de la
democracia cristiana: el abad Lemire, y sus bienes de
familia inalienables, o el abad Belorgey, y sus 700.000
lotes de comunales vitalicios. A partir de los trabajos que
suscitaron y difundieron, los conservadores reforzaron la
imagen de un campesinado demasiado atado a sus usos
tradicionales. El mejor ejemplo es el concurso que en 1899
la Société des Agriculteurs de France abrió sobre el tema
de los comunales: estudio de su pasado, de su situación
presente y de su porvenir. La Société recibió cinco
memorias y coronó la de Roger Graffin, que demostraba mejor
que ninguna otra el apego de los campesinos a sus
comunales; el autor preconizaba tomar en cuenta el rol
social de la propiedad colectiva antes que su valor
económico. La monografía premiada era un trabajo claro y
seriamente documentado. Otros ensayos alcanzaron
conclusiones menos tradicionales; algunos preconizaban,
incluso, la partición de los comunales.
Los mismos socialistas terminaron rehabilitando la
propiedad comunal, puesto que buscaban la alianza con el
pequeño campesinado. El programa agrícola presentado por
Jules Guesde en el congreso de Marsella de 1892, preveía en
su artículo 3 la conservación o incluso la expansión de la
propiedad de las comunidades. Émile Vandervelde defendía en
los siguientes términos la utilidad social de los bienes
colectivos: “gracias a que los comunales se conservaron
durante tanto tiempo, los pobres del campo mantuvieron
interés en su propia comunidad y pudieron evitar la
miseria”.19 Sin embargo, los socialistas no tenían opiniones
unánimes sobre la cuestión, y la mayoría tenía tendencia a
condenar los comunales, pues no veían en ellos ningún
aspecto positivo.

* * * *

Con el inicio del siglo XX eclosionan las primeras


investigaciones serias sobre los comunales, tesis de
doctorado en derecho e investigaciones históricas basadas

Vivier, “Los comunales en Francia” 14 traducción Fabián Campagne


en trabajo de archivo (como las de Henri Sée y Philippe
Sagnac).20 George Bourgin reúne y publica los Documents
pour la préparation de la loi du 10 juin 1793 .21 Durante la
primera mitad del siglo XX, los estudios que tomaron en
consideración a los comunales plantearon dos cuestiones: la
primera, referida al origen de las propiedades colectivas,
en la línea de los antiguos trabajos que los juristas
dedicaban al análisis de la feudalidad, al poder de los
señores y a sus derechos sobre la tierra.22
El segundo tema de disputa historiográfica, surgido más
tardíamente, es el económico, que engloba la cuestión de
los comunales en una reflexión más amplia sobre la
modernización de la agricultura. El debate supuso dos
aspectos. El primero era la comparación entre las
agriculturas francesa e inglesa. El modelo inglés se impuso
a los historiadores galos que vieron en los comunales una
marca de arcaísmo y una de las causas principales del
retraso de la economía rural francesa. Este debate se
reinició en los últimos años, aunque los historiadores
actuales ya no hacen referencia al atraso francés sino a
vías de desarrollo alternativas. El segundo aspecto del
debate económico estaba ligado a la Revolución Francesa. El
proceso revolucionario tuvo la intención de redistribuir la
tierra y de reducir los derechos colectivos. Pues bien,
¿cuáles eran los proyectos impulsados por las distintas
asambleas revolucionarias? ¿Cuál fue la actitud de los
campesinos? La producción historiográfica sobre esta
cuestión ha sido considerable. Las obras más importantes
fueron las de Georges Bourgin (1908) y Jean Jaurès (1901-
1904). Ambos enfatizaron la amplitud de los deseos de
partición manifestados por los campesinos durante la
Revolución, y coincidieron en señalar el escaso impacto de
la ley del 10 de junio de 1793. Jaurès propuso una
interpretación teórica de la que se desprendía la imagen de
un campesino condenado al fracaso a causa de su mentalidad
retrógrada. En 1924, Georges Lefèbvre retomó el tema del
atraso rural en su tesis sobre los Paysans du Nord, en la
que se describía a un campesinado aferrado a la defensa de
sus derechos colectivos. Albert Soboul continuó con esta
tradición hasta comienzos de la década de 1970, cuando la
publicación de la tesis de Anatoli Ado lo impulsó a
proponer la existencia de una vía campesina autónoma. 23
Pocas veces los comunales han sido abordados como un
objeto de estudio valioso en sí mismo. La excepción
probablemente sean las numerosas monografías de historia
local. La discusión sobre los comunales siempre formó parte
de esquemas de análisis más amplios, lo que derivó en
posiciones y conclusiones demasiado tajantes. En los
últimos años, estas limitaciones vienen siendo superadas.
En la actualidad, las aproximaciones al tema resultan mucho
más amplias y sofisticadas. Los especialistas han realizado
grandes avances en la comprensión del funcionamiento real
de los comunales. ¿Cuáles eran las motivaciones que
impulsaban a los campesinos a defender sus bienes
colectivos? Para responder este interrogante no queda más

Vivier, “Los comunales en Francia” 15 traducción Fabián Campagne


remedio que tomar en cuenta las realidades sociales y las
pujas de poder, pues una municipalidad que poseía bienes
comunales e ingresos propios era una instancia de poder más
autónoma y con mayor peso de cara a las pretensiones del
estado central.

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MAPAS

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NOTAS

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