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UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE ZACATECAS

“Francisco García Salinas”


UNIDAD ACADÉMICA DE LETRAS

Entrada al reino peligroso.


Una revisión al recurso del autor en El nombre de la rosa

Manuel Sebastián Chávez Ríos


2° Semestre

Teoría general de la Literatura


Profesor: José Emiliano Garibaldi Toledo

Zacatecas, zac, noviembre de 2020


Al pensar en una obra siempre la relacionamos con la persona que la escribió, pero el autor

no es más que eso. A finales del siglo XVIII y a principios del XIX, se instauraron reglas

estrictas sobre los derechos de autor, es decir, la posibilidad de transgresión perteneciente al

ámbito de escribir, tomó cada vez más el cariz imperativo propio a la literatura aun cuando

hubo un tiempo en el que los textos que hoy llamamos “literarios” (narraciones, cuentos,

epopeyas, tragedias, comedias) eran puestos en circulación sin que se planteara la idea de su

autor, su anonimato no planteaba dificultades, su antigüedad era una garantía suficiente. En

este texto se discutirán varios aspectos que giran en torno a la figura del autor. Primero se

hablará de lo que Barthes llamó “El imperio del autor” y su caída, aspecto esencial para el

surgimiento de la escritura. Posteriormente se planteará la necesidad de crear un modelo de

adversario: un Lector Modelo. Por último, mencionaremos las cuestiones técnicas que rodean

las decisiones estéticas de El nombre de la rosa y que la convierten en una de las mejores

novelas del siglo XX. Una vez establecidas las generalidades de este texto, como quien traza

el mapa de la isla del tesoro para no extraviarse del punto preciso y de todos modos se va a

perder, quien lea puede entrar al material objeto de este trabajo. Desacralizar la figura del

autor.

A lo largo de los años se ha discutido lo que Barthes llama el “Imperio del autor”, ya

que el lector rechaza el anonimato del autor, busca darle una identidad al texto. La estrategia

del escritor de usar el narrador omnisciente hace que el texto revele al autor como el dios que

narra la historia o como poseedor de la verdad que la inspiró. El que lee insiste en asociar a

un autor con su obra, práctica que no es incorrecta y aunque es fascinante encontrar

similitudes y bases que sirvieron para su creación, la obra debe dar al lector suficiente

información que le permita sostenerse por sí misma, de manera que se evite el hábito de

explicar el discurso relacionándolo con la vida del autor.


La crítica consiste, la mayor parte de las veces, en decir que la obra de
Baudelaire es el fracaso de Baudelaire como hombre; la de Van Gogh, su
locura; la de Tchaikovsky su vicio: la explicación de la obra se busca siempre
en el que la ha producido, como si a través de la alegoría más o menos
transparente de la ficción, fuera en definitiva, siempre la voz de una sola y
misma la persona, el autor la que estaría entregando sus «confidencias» 1

Para comenzar a empequeñecer la figura del autor, debemos desistir de considerarlo como el

referente de su obra, pese a que el autor es el que nutre al libro, la obra debe tener la fuerza

para expresar aquello que desea, sin necesidad de estar involucrada con la vida personal de

quieén la escribió. Se puede ver como la relación entre un padre y su hijo: el padre, quien

existe antes que él, lo alimenta con las enseñanzas de aquellos que lo precedieron; del mismo

modo que un padre no es tal hasta que nace su retoño, el que escribe no puede ser llamado

autor sin una obra.

Asimismo, debe considerarse que un texto no se desprende de un autor-dios, sino que

consiste en una mezcla de escrituras, por supuesto sin pecar de plagio, de tal forma que este

nuevo texto adquiere una identidad propia. Al leer Los miserables se puede identificar que la

obra la escribió Víctor Hugo. Con cada libro que se lee, se añade información al diccionario

mental propio en el que subyacen todos los libros que el autor ha leído y del que se sustenta

la escritura. Un libro no es más que la imitación infinita de aquellos que vinieron antes que él.

El nombre propio tiene otras funciones además de indicadoras, es el equivalente a una

descripción. Cuando se menciona el nombre, establecemos una conexión con lo que el

nombre conlleva, pero el nombre del autor no debe limitarse a una simple significación. En

tal caso si se descubre que Alejandro Dumas no escribió El Conde de Montecristo, la imagen

de Dumas cambiaría. El nombre de un autor no es un simple elemento discursivo sino una

manera de identificar varios textos bajo un mismo nombre y establecer una filiación entre

1
BARTHES, Roland, El susurro del lenguaje, p. 66
ellos. En síntesis, el nombre de autor cumple la función de categorizar la manera de ser de un

texto, aunque esta filiación no explica el contenido de la obra.

Por ello, debe mencionarse que algunos escritores sirven de cimiento para quienes los

relevaron ya que por ser los primeros y más importantes tendrán el modelo y principio de sus

predecesores en sus obras, Foucault refiere un ejemplo: “Ann Radcliffe no sólo escribió El

castillo de los Pirineos y algunas otras novelas, sino que hizo posibles las novelas de terror

del siglo XIX”2. También debe mencionarse que no sólo posibilitaron cierto número de

diferencias: si Cuvier es el fundador de la biología, o Saussure, el de la lingüística, no es

porque los imitaron, no es porque se retomó, aquí o allá, el concepto de organismo o de

signo, es porque Cuvier hizo posible en cierta medida la teoría de la evolución opuesta

término por término, a su propio fijismo; es en la medida en que Saussure hizo posible una

gramática generativa muy diferente de sus análisis estructurales. Por lo tanto, la instauración

de discursividad parece ser, a primera vista, en todo caso, del mismo tipo que la fundación de

cualquier cientificidad.

El mismo Adso reflexiona lo siguiente

Hasta entonces había creído que todo libro hablaba de las cosas, humanas o
divinas, que están fuera de los libros. De pronto comprendí que a menudo los
libros hablan de libros, o sea que es casi como si hablasen entre sí. A la luz de
esa reflexión, la biblioteca me pareció aún más inquietante. Así que era el
ámbito de un largo y secular murmullo, de un diálogo imperceptible entre
pergaminos, una cosa viva, un receptáculo de poderes que una mente humana.3

El autor debe estar consciente de que al terminar su texto y publicarlo, la relación morirá,

pasará a ser uno más de los lectores de su obra y aunque haya sido él quien la nutrió la

proveerá de un nuevo sentido al releerla, ya que quieén escribió la novela ya no existe, aceptó

su muerte y con ella quedará plasmado en las memorias de sus lectores, como un héroe

2
FOUCAULT, Michel, “¿Qué es un autor?”, p. 41.
3
ECO, Umberto, El nombre de la rosa, p.390.
griego quien ha aceptado morir y con su sacrificio; su vida ha quedado consagrada y

magnificada por la muerte, pasando a la inmortalidad.

De tal modo que lo único que queda del escritor es su ausencia, el escritor debe jugar

el papel de muerto, es decir, que al terminar su libro no se le puede enviar una carta

preguntándole el porqué de las acciones de los personajes de su libro, porque él “ya está

muerto”, cumplió con su tarea de escribir y eso es todo; lo demás es tarea del lector. Por lo

tanto, el lugar en el que se reunirán todas las escrituras que el autor imitó para escribir su obra

se congregarán en el lector, quien le dará vida al texto detrás de esas páginas y, como quien lo

escribió, le proporcionará una identidad propia.

Un texto está formado por escrituras procedentes de varias culturas y que, unas con

otras establecen un diálogo, una parodia, una contestación,; pero existe un lugar en el que se

recoge toda esa multiplicidad y ese lugar no es el autor, como hasta ahora se ha dicho, sino el

lector: el espacio en el que se inscriben, sin que se pierda ni una, todas las citas que

constituyen una escritura; la unidad de un texto no está en un su origen sino en su destino,

pero este destino ya no puede seguir siendo personal: el lector es un hombre sin historia, sin

biografía, sin psicología, es tan sólo ese “alguien” que mantiene reunidas en un mismo cuerpo

todas las huellas que constituyen el escrito. Barthes señala: “La crítica clásica no se ha

ocupado nunca del lector, para ella no hay en la literatura otro hombre que quien la escribe.

[...] para devolverle su porvenir a la escritura hay que darle la vuelta al mito: el nacimiento

del lector se paga con la muerte del Autor.” 4

Ya alejada la idea del autor como dios omnisciente disuelto en la obra literaria, se vuelve

inútil el intento de descifrar un texto, éste puede desentrañarse, recorrerse varias veces y

repetir el proceso de lectura con el objetivo de que un texto que permanece idéntico a cuando

4
Op. cit. Roland Barthes, Op. cit., p. 71
salió de una biblioteca y de una librería y el lector se vio fascinado por aquello que aprendió

de él y que lo conserva con afecto en su memoria y que sin vacilar recomendará a quien le

solicite un buen libro que leer.

Aunque una obra ya posee una identidad propia, necesita ser leído ya que, si aquel

texto no es publicado, aunque existe, si nadie lo conoce no hay ninguna diferencia a lo que

era antes de salir de la mente del escritor y ser plasmado en papel. Si bien, no hay relación

directa entre el valor de un libro y la amplitud de su público, pero la hay y muy estrecha,

entre la existencia de un libro y la posibilidad real de sus lectores. De la misma manera que

una moneda no se relaciona con la importancia numérica de una población del país que la

emite, pero y carece de significado si no tiene circulación legal en ningún país.

Puede verse a la literatura como un espejo agrietado o empañado,; ya que, a diferencia de

otros tipos de expresiones, un texto está lleno de elementos “no dichos”, ("No dicho"

significa no manifiesto en la superficie, en el plano de la expresión) pero precisamente son

esos elementos no dichos los que deben actualizarse en la etapa de la actualización del

contenido.

Para ello, un texto (con mayor fuerza que cualquier otro tipo de mensaje) requiere ciertos

movimientos cooperativos, activos y conscientes, por parte del lector.), y es tarea del lector

rellenar esos espacios en blanco, pero no está solo, el autor lo ayudará. Como en toda

estrategia de juego, el autor debe plantearse un modelo de adversario un “Lector Modelo”.

Umberto Eco cita un ejemplo:

Si hago este movimiento, arriesgaba Napoleón, Wellington debería reaccionar de tal


manera. Si hago este movimiento, argumentaba Wellington, Napoleón debería
reaccionar de tal manera. En ese caso concreto, Wellington generó su estrategia mejor
que Napoleón, se construyó un Napoleón Modelo que se parecía más al Napoleón
concreto que el Wellington Modelo imaginado por Napoleón al Wellington Modelo. 5

5
ECO, Umberto, Lector in fabula, p. 79.
Como lo señala Eco, la analogía sólo falla por el hecho de que, en el caso de un texto, lo que

un autor quiere es que el adversario gane, no que pierda. De manera que prever el

correspondiente Lector Modelo no significa sólo "esperar" que éste exista, sino también

mover el texto para construirlo. Un texto no sólo se apoya sobre una competencia,: también

contribuye a producirla, dice el mismo Eco en sus Apostillas a El nombre de la rosa: “¿Qué

significa pensar en un lector capaz de superar el escollo penitencial de las cien primeras

páginas? Significa exactamente escribir cien páginas con el objetivo construir un lector

idóneo para las siguientes”.6 En síntesis, podemos concluir que un texto es un producto cuya

suerte interpretativa debe formar parte de su propio mecanismo generativo: generar un texto

significa aplicar una estrategia que incluye las previsiones de los movimientos del otro. Otra

cuestión que podría surgir es si quien escribe lo hace para la posteridad. La respuesta es no,

pues como no es Nostradamus, sólo puede modelar la posteridad basándose en la imagen de

los contemporáneos. De esta manera, al construir un Lector Modelo, el autor sabe que, si

logra atrapar al lector, lo llevará a la perdición, pero lo bonito de los pactos con el diablo es

que se sabe con quien se trata. Si no, ¿por qué el premio sería el infierno?

Así, pues, el texto está plagado de intersticios que hay que rellenar,; quien lo emitió preveía

que se los rellenaría y los dejó en blanco por dos razones. Ante todo, porque un texto es un

mecanismo perezoso (o económico) que vive de la plusvalía de sentido que el destinatario

introduce en él y sólo en casos de extrema pedantería, de extrema preocupación didáctica o

de extrema represión el texto se complica con redundancias y especificaciones ulteriores

(hasta el extremo de violar las reglas normales de conversación). En segundo lugar, porque, a

medida que pasa de la función didáctica a la estética, un texto quiere dejar al lector la

iniciativa interpretativa, aunque normalmente desea ser interpretado con un margen suficiente

6
ECO, Umberto, Apostillas a El nombre de la rosa, p. 57
de univocidad. Un texto quiere que alguien lo ayude a funcionar. En otras palabras: un texto

se emite para que alguien lo actualice.

A su vez, se debe tomar en cuenta accidentes casuales porque, aunque pueda parecer obvio:

la competencia del destinatario no coincide necesariamente con la del emisor; por ejemplo: si

una obra tiene lugar en el Museo de Louvre, el autor debe considerar la posibilidad de existan

lectores que no hayan oído hablar del museo, de que no tengan ese feedback 7, y arreglárselas

para que al recobrarlo más adelante sea como si el lector ya lo conociera sin necesidad de

explicar que es un museo ubicado en la capital de Francia, en el que se encuentran obras de

gran reconocimiento, tales como: La Gioconda de Leonardo Da Vinci o la Venus de Milo.

Esto revela que nunca se da una comunicación meramente lingüística, sino una actividad

semiótica en sentido amplio, en la que varios sistemas de signos se complementan entre sí.

Cada uno de los que se acercan a la literatura tiene de ella una visión distinta, como de una

novia compartida, dependiente de su experiencia y de las intenciones con las que se acerca a

ella. Para ilustrar lo anterior podemos recurrir a una vieja fábula hindú: un señor pidió a los

sabios de su reino tocar un objeto con los ojos cerrados, y decir sin ver, que era según ellos.

Hizo traer un elefante, uno tocó la oreja y dijo: es una palmera; otro una pata y dijo: una

columna blanda; el tercero la trompa y dijo: una serpiente; el otro la cola y dijo: una cuerda

(al que le tocó la entrepierna, cuentan, no se ha decidido aún). Moraleja de la fábula: la

literatura es un hecho demasiado grande para ser abarcado en su conjunto.

La tradición de exponer la ficción como una obra no de autor sino de un manuscrito

encontrado y comentado por el que firma la obra, se remonta al Quijote de Cervantes.

Umberto Eco, en el prólogo, juega con la idea de que, lejos de ser una obra original de

Umberto Eco, El nombre de la rosa sería una mera traducción al italiano de un conjunto de

traducciones previas.
7
Retroalimentación.
Eco inicia la novela describiendo cóomo, se encontró con un manuscrito en el año de 1968 en

Praga a la espera de que los tanques soviéticos entraran en la República Checa. Aquí nos

encontramos con las referencias al presente de la novela de Umberto Eco; la disputa entre el

papado y el imperio se podría equiparar, en el siglo XX, a la disputa entre la Unión Soviética

y Estados Unidos. El papado, en ese caso, sería la URSS, que pretende ser un poder espiritual

pero que de facto tiene un componente de poder terrenal, mientras que EEUU sería el

imperio, un poder terrenal que, no obstante, también tiene pretensiones espirituales, porque

EEUU no ejerce meramente como gran policía del mundo libre, sino que también crea un

imaginario que a través de sus productos culturales insufla una idea pro-capitalista en sus

países vecinos o aliados.

El libro se presenta como una traducción al italiano de una oscura versión neogótica francesa

de una edición latina del siglo XVII, de una obra escrita en latín por un monje alemán de

finales del siglo XIV. De manera que la novela es una matrioshka y esta descripción es la que

justifica las decisiones estilísticas de Umberto Eco, por ejemplo: ¿por qué se mantienen unos

pasajes en latín y otros no? Porque, dice Umberto Eco “El traductor al francés así los

mantuvo”.8

Al final de ese prólogo Umberto Eco hace un balance de la literatura de la última mitad del

siglo XX, que le tocó vivir:

En los años en que descubrí el texto del abate Vallet [refiriéndose al libro que
encontró en Praga] existía el convencimiento de que sólo debía escribirse
comprometiéndose con el presente, o para cambiar el mundo. Ahora, a más de
diez años de distancia, el hombre de letras. (restituido a su altísima dignidad)
puede consolarse considerando que también es posible escribir por el puro
deleite de escribir.9

8
Ver Prólogo a El nombre de la rosa.
9
Idem.
A lo que se refiere Umberto Eco en este pasaje, es a la transformación que hubo en la

literatura de la segunda mitad del siglo XX, en la que se expone por primera vez de manera

celebre la teoría de la muerte de autor, se puede encontrar en Barthes, Foucault y buena parte

de los autores del noveau roman, que intentan ir más allá de la narración como

cuentacuentos de una serie de hechos acaecidos en el tiempo y se va en busca de forma de

narrativa que sea pura descripción objetual. En los años 60 hay una suerte de compromiso

político formalista, en la que al mismo tiempo el arte político tiene una serie de pretensiones

formales y se entiende que el arte político por excelencia no es la novela fácil de proletario o

panfletaria, sino aquel tipo de aquel que busca la subversión de la realidad a través de la del

arte.

Eco visibiliza cóomo, al comienzo de los años 80, se produce una sustitución paulatina de la

narrativa por el arte visual como producto culto por excelencia. Evidentemente la novela dejó

de ser un producto de consumo de masas en los años 20 cuando apareció con gran pujanza el

cine. Incluso actualmente la narrativa ha quedado expulsada del terreno de lo culto. Hoy en

día, es común encontrarse con gente que está más o menos enterada de lo que sucede en el

mundo cultural, pero que tiene un conocimiento muy detallado del arte audiovisual,

principalmente el cine, las series y la música. Un claro ejemplo es que El nombre de la rosa

es más conocido por su adaptación cinematográfica que por sus 700 páginas, dice mucho del

contexto cultural en el que se desenvuelve esta narrativa.

Otro ejemplo de las estrategias usadas por Eco en la novela para sorprender al lector son los

pasajes en latín, pues el autor pidió a su editor y a la mayor parte de los traductores de El

nombre de la rosa, que no añadieran las traducciones de los fragmentos en latín en la misma

página que aparecían. Este trasiego entre la lectura del cuerpo del texto y las traducciones,

rompe la linealidad propia de la narrativa, pues,; a diferencia de otras artes, como la pintura,
en la que puede haber un cuadro en el que aparece el nacimiento de Cristo, su entrada en

Jerusalén y su crucifixión, las artes discursivas son sucesivas y no simultáneas.

Esto podría recordar a la escuela semiótica soviética, que postula que lo característico del arte

es justamente la alienación que genera respecto de la realidad, ya que, si el arte fuera lo

común usado de una manera común sería la pura realidad.

Recapitulando, el autor no es más que el que escribe como quien emite un mensaje

pero que requiere de un receptor para que surja la comunicación, o como en este caso, la

escritura. Además, el escritor debe considerar que sus lectores no tienen la misma

competencia que él, por lo tanto, se compromete a crear un Lector Modelo y a mover el texto,

para que la escritura pueda sostenerse por sí misma sin necesidad de información previa a su

lectura. Al mismo tiempo, la función básica de la lectura es entretener y el texto se basa de un

vaivén de tranquilidad y tensión, jugando con las expectativas del lector, basadas en sus

lecturas previas que se guardan en su memoria. De igual forma, cada lector puede tener una

idea diferente de la misma obra, a pesar de que sea exactamente la misma, debido a la

inmensidad del mundo literario y de la complejidad de cada ser humano, pero que unas sus

discrepancias con el paso del tiempo han explorado un mundo mágico y maravilloso llamado:

la literatura.

EXCELENTE (10). Me gustó mucho tu manejo de las fuentes teóricas. Me quedé con la duda

sobre qué tipo de lector busca Eco, ¿uno que sepa filosofía o uno que sepa latín, o es posible

leer la novela sin saber ninguna de las dos?


REFERENCIAS
Barthes, R. (1994). El susurro del lenguaje. Barcelona: Paidós.
Eco, U. (2005). El nombre de la rosa. Barcelona: Lumen.
Eco, U. (n.d.). Lector in Fabula.
Foucault, M. (1990). ¿Qué es un autor? Tlaxcala: Universidad Autónoma de Tlaxcala.

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