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La Internacional Feminista

Luchas en los territorios y


contra el neoliberalismo

Verónica Gago
Marta Malo
Pastora Filigrana
Luci Cavallero
Helena Silvestre
Amarela Varela Huerta
Alondra Carrillo Vidal
Javiera Manzi Araneda
Kruskaya Hidalgo Cordero
Alejandra Santillana Ortiz
Belén Valencia Castro
La Internacional Feminista
Luchas en los territorios y
contra el neoliberalismo

Verónica Gago
Marta Malo
Pastora Filigrana
Luci Cavallero
Helena Silvestre
Amarela Varela Huerta
Alondra Carrillo Vidal
Javiera Manzi Araneda
Kruskaya Hidalgo Cordero
Alejandra Santillana Ortiz
Belén Valencia Castro

traficantes de sueos
Gago, Verónica
La Internacional Feminista : luchas en los territorios y contra el
neoliberalismo / Verónica Gago ; Marta Malo ; Lucía Cavallero. -
1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Tinta Limón, 2020.
132 p. ; 17 x 11 cm.

ISBN 978-987-3687-64-8

1. Política. 2. Feminismo. 3. Movimiento Político. I. Malo, Marta


II. Cavallero, Lucía III. Título
CDD 305.4201

Imagen de cubierta: Femimutancia


Diseño de cubierta: Diego Maxi Posadas
Índice

La Internacional Feminista. Luchas en los


territorios y contra el neoliberalismo
por Verónica Gago y Marta Malo | 9

Las jornaleras marroquíes de la fresa.


Feminismo antirracista o barbarie
por Pastora Filigrana | 25

De las finanzas a los cuerpos.


¡Vivas, libres y desendeudadas nos queremos!
por Luci Cavallero | 41

Del punto cero al futuro:


Luchas por vivienda y apuntespara una
gramática feminista de organización
por Helena Silvestre | 57

Apuntes para un feminismo antirracista


después de las caravanas de migrantes
por Amarela Varela Huerta | 75

Nuestras luces en la penumbra: potencia


feminista y urgencias destituyentes
por Alondra Carrillo Vidal y Javiera Manzi Araneda | 93

Tejiendo caminos: del paro nacional al


Parlamento Plurinacional y Popular de Mujeres y
Organizaciones Feministas del Ecuador
por Kruskaya Hidalgo Cordero, Alejandra | 109
Santillana Ortiz y Belén Valencia Castro
La Internacional Feminista. Luchas en
los territorios y contra el neoliberalismo

Verónica Gago1 y Marta Malo2

Una nueva época del movimiento feminista ya se


ha instalado. Estamos viviendo en ella. La organi-
zación de las huelgas internacionales de mujeres,
lesbianas, trans y travestis desde 2017 ha marcado
un umbral en la escala de la movilización, en la con-
ceptualización y en la constelación de luchas que se
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presentan como feministas. Es esta triple dimensión


del movimiento (multiplicidad de luchas, escala
geográfica y gramática común) la que ha producido
diagnósticos y prácticas concretas contra los modos

1 Es docente en la Universidad de Buenos Aires y en la Universidad


Nacional de San Martín e investigadora del Consejo Nacional de
Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Es autora de La
razón neoliberal. Economías barrocas y pragmática popular (2015)
y La potencia feminista. O el deseo de cambiarlo todo (2019). Es
miembro de la editorial independiente Tinta Limón. Ha sido parte
del colectivo de investigación militante Situaciones y actualmente
integra el colectivo feminista NiUnaMenos.
2 Es traductora e investigadora independiente. Es editora y coautora
de Nociones comunes. Ensayos entre investigación y militancia y de A
la deriva por los circuitos de la precariedad femenina. Ha participado
en iniciativas de investigación activista como Precarias a la deriva,
Observatorio Metropolitano, Ferrocarril Clandestino-Manos Invisibles.
Forma parte en la actualidad de Entrar Afuera, espacio de investigación
e intervención en torno a la salud, la educación y los cuidados.

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depredadores del capitalismo patriarcal y colonial en
su fase actual con enorme eficacia política.
La huelga ha sido efectiva para convocar una serie
de conflictos y nutrir revueltas que la han convertido
en un proceso político de larga duración. Lo que ve-
mos como características sobresalientes de este ciclo
feminista es la amalgama de masividad y radicalidad.
Se trata de dos características que no siempre son
aliadas ni suceden en simultáneo y que el movimien-
to feminista ha logrado componer. Esa fuerza es tam-
bién lo que explica la virulencia de la contra-ofensiva
militar, económica y de los fundamentalismos religio-
sos, que en estos últimos tiempos han respondido a
los feminismos, como capacidad concreta de poner
en crisis simultáneamente una división sexual del tra-
bajo aún más dura en la precariedad, los mandatos
de género que la estructuran y las respuestas reaccio-
narias a la inseguridad laboral y existencial.

Nuevo internacionalismo

La marea feminista (no secuenciable en olas, que


responden a una cronología y una temporalidad res-
tringida a Europa) ha revuelto las geografías y los
modos de hacer feminismos, de nombrar la rebe-
lión aquí y allá, y de modificar los criterios que dicen
cuáles son las prácticas de desacato que importan y
cuentan como tales. En este sentido, lo ha revuelto
todo, también los modos de historizar y hacer ge-
nealogías, con una radical impronta anticolonial.

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Las metáforas acuáticas, sin embargo, plantean un
parentesco raro, interesante. En ese envión, el «sue-
ño irónico de un lenguaje común» —la lengua de
los manifiestos, a la que apeló Donna Haraway hace
tiempo— encuentra una nueva vitalidad hecha de
situaciones concretas, de escenas cotidianas y de
enormes movilizaciones que trazan una novedosa
cartografía internacionalista.
Efectivamente, un modo de constatar y delinear
la mutación y la importancia del movimiento femi-
nista actual es que, en toda su heterogeneidad, ha
tejido (y sigue haciéndolo) un plano global de in-
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tervención, resonancias y coordinaciones. Estamos


hablando de un transnacionalismo que es ya existen-
te. No se trata de un programa a futuro, a diseñar y
construir como paso evolutivo del movimiento, sino
una dimensión que está presente desde el primer
momento y se va haciendo más tupida y rica por im-
pulsos sucesivos. Lo transnacional, podría decirse,
es un modo de existencia del feminismo, tal y como
viene expresándose desde que el grito de «Ni Una
Menos »y el llamado a la huelga feminista empeza-
ron a replicarse viralmente sin atender a fronteras
nacionales.
¿De qué manera se construye y logra consisten-
cia este nuevo internacionalismo? ¿Con qué histo-
rias se enhebra y a cuáles reinventa? ¿En qué radica
su fuerza? Queremos proponer algunos rasgos al
calor de esas preguntas.

1. Se trata de un internacionalismo impulsa-


do desde los sures, especialmente desde América

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Latina, renombrada como Abya Ayala. Es un inter-
nacionalismo que desafía tanto la imaginación geo-
gráfica como organizativa, porque está impregnado
de circuitos transfronterizos de las trabajadoras mi-
grantes, de las experiencias comunitarias que han
desobedecido históricamente a los Estados nación
y que hoy enfrentan la recolonización del continen-
te y de los espacios domésticos que se resisten a
su encierro y a su explotación silenciosa. Así es que
encuentra inspiración en las luchas autónomas de
Rojava y en las comunitarias de Guatemala, en las
estudiantes endeudadas de Chile y en las trabajado-
ras «uberizadas» de Ecuador, en las campesinas del
Paraguay y en las afrocolombianas del Cauca, pero
también en quienes resisten el fascismo en Turquía,
India y Argelia. Sin embargo, lo que nos interesa re-
marcar, más que países, son los territorios en los
que crece: son territorios históricamente no consi-
derados como transnacionales y paradójicamente
tampoco contabilizados como productivos en las
cuentas nacionales. Nos referimos a los territorios
domésticos, a los territorios indígenas, campesinos
y comunitarios y a los territorios del trabajo precario,
popular y callejero. En ese sentido, sur no es solo una
serie de países, sino una serie de territorialidades
que mayoritariamente están en los sures del planeta
pero que también han migrado a otras regiones. Por
eso este modo de feminismo transnacional acontece
también en la alianza entre las «temporeras» de la
frutilla, trabajadoras marroquíes en la agroindustria
intensiva, y los sindicatos del campo andaluz, como
lo cuenta en este libro Pastora Filigrana.

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2. Este internacionalismo le da al movimiento
feminista actual una proyección de masas, porque
produce formas de coordinación que se convierten
en citas y encuentros a lo largo y ancho del planeta,
haciendo reverberar maneras organizativas, consig-
nas comunes y formas de protesta. Vemos un doble
movimiento. Por un lado, organización molecular.
No se trata de un espontaneísmo ni de un aconte-
cimentalismo: dos nociones con las que se suele
remarcar lo efímero y desarticulado de un movi-
miento. Lo que sucede, por el contrario, es la pues-
ta en colaboración, coordinación y organización de
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tramas muy diversas, en escalas muy distintas. Por


otro, convergencias de masas. Las huelgas feminis-
tas, como sabemos, son impensables sin un trabajo
muy paciente de asambleas, reuniones y elaboracio-
nes programáticas. Pero, además, los dispositivos
asamblearios de organización feminista se trasladan
a los sindicatos, a las colectivas de arte, a las organi-
zaciones migrantes, e incluso desafían la estructura
de los partidos políticos en su vida cotidiana. Así,
la huelga como proceso político, a la vez que da un
horizonte común de organización, de investigación
práctica sobre las formas de vida y de explotación
en territorios concretos, habilita una multiplicación
de la forma asamblearia en continuo, que se hace
transversal a los distintos espacios, y produce un
modo singular de leer los conflictos. En esta ver-
dadera máquina de problematización (¿cuál es tu
huelga?, ¿cuál es tu lucha?, ¿qué hacemos?, ¿qué no
hacemos?) se elabora una inédita comunicación por
gritos de guerra, cantos y acciones que se vuelven

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«contraseñas» tácticas, que son apropiadas, replica-
das y reinventadas aquí y allá. De este modo, el tras-
nacionalismo feminista se prolonga, logra duración
y permite pensar su resonancia en situaciones que
a primera vista parecen no vinculadas. Por ejemplo,
la caravana migrante de la que habla Amarela Varela
en este libro contiene, tanto en las prácticas que
aglutina como en la perspectiva implicada desde la
que Amarela se acerca, un proceso que es de diag-
nóstico feminista sobre las formas del trabajo, con-
tra la victimización como única posición subjetiva y
sobre la violencia como fuerza productiva.

3. Vemos funcionar así un internacionalismo que


opera por conexión de luchas heterogéneas que sis-
tematizan un diagnóstico y una confrontación co-
mún. Las luchas no se reconocen entre sí por ads-
cripción a una estructura «mayor» o «externa». El
transnacionalismo que está proliferando es un méto-
do de conexión que ha logrado vincular las violencias
machistas con los despojos de los emprendimien-
tos neoextractivos que expropian tierras comunales,
con la militarización de las ciudades y con la avan-
zada de las iglesias como moralización de las vidas
desobedientes. Pero también es un método político
que ha desafiado el plano global de las finanzas al
trazar el vínculo entre esas violencias machistas y la
explotación financiera a través de la deuda privada y
el empobrecimiento generalizado por los planes de
ajuste, como explica Luci Cavallero para dar cuen-
ta de la densidad del grito feminista ¡Vivas, libres y
desendeudadas nos queremos! La dimensión trans-

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nacional no es una exigencia de abstracción de las
luchas a favor de tener una única estrategia (lo que
replicaría en cierto modo la lógica de abstracción
de las finanzas), sino la coordinación de una fuer-
za que transmite maneras de comprender, que se
contagia por imágenes, que acumula prácticas y que
organiza una sensibilidad común para lo que viven-
ciamos y entendemos por explotación, por violencia,
por neoliberalismo, por racismo. El plano global que
experimentamos no es, entonces, la síntesis lejana
que nos obliga a «saltar» de nuestras luchas a una
coordinación más allá, sino que cualifica cada situa-
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ción concreta. Constatamos un transnacionalismo


que hace cada lucha más rica y compleja sin pagar
el precio de abandonar su arraigo; que la hace más
cosmopolita, sin ceder a la desterritorialización que
nos despoja de proximidad. Este modo de conectar
crea una ubicuidad práctica: esa sensación que se
expresa cuando gritamos «¡estamos en todos la-
dos!». La ubicuidad del movimiento es la verdadera
fuerza. La que imprime una dinámica organizativa
en cada espacio que repercute en los otros, anu-
dando escalas que van desde pequeñas reuniones
de cinco personas a manifestaciones masivas, de
asambleas de barrio recurrentes a colectivos que se
juntan en una acción puntual.

El modo en el que la performance del colectivo


chileno #LasTesis ha circulado en los más variados
contextos constituye un ejemplo claro de este inter-
nacionalismo feminista no supraestructural, sino
que opera por conexión y transversalidad de luchas

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y sensibilidades. Un guion sencillo, a la vez texto,
ritmo y movimiento, que señala la imbricación de
mandato de género, violencia sexual, violencia es-
tatal e instituciones patriarcales, viaja a gran velo-
cidad, como imagen incorporable y versionable en
los más variados contextos, capaz de hablar a la
singularidad de la situación local (la represión es-
tatal en Chile y Ecuador, la violencia de la explota-
ción laboral para las limpiadoras en México o para
las empleadas de hogar en Madrid, la lucha por la
autodeterminación en Rojava y contra el fascismo
del gobierno en Brasil) y, al mismo tiempo, produ-
cir internacionalismo desde los cuerpos, porque ¡si
tocan a una, tocan a todas! Si esto es posible, no
es solo por lo poderoso de la propuesta, sino por la
existencia en un sinnúmero de puntos del planeta de
tramas vinculares a la escucha, capaces y disponibles
para activarse ante lo que otras lanzan. Campañas
como #cuéntalo, donde miles de mujeres empeza-
ron a narrar en las redes sociales sus historias de
violencia y abuso sexual, construyendo punto a pun-
to una memoria colectiva de la violencia patriarcal,
son un antecedente. Sin embargo, la performance
de #LasTesis sale de la superficie digital para hacer-
se cuerpo común en una multiplicidad de espacios y
hacerlo como voz colectiva. Ya no es solo texto que
escribimos entre todas, sino performatividad com-
partida que rompe con la sumisión de género, con
toda victimización, y se hace presencia tanto como
mensaje, en lo que podría llamarse una manifesta-
ción global por relevos no planificada pero que, de
hecho, se sigue prolongando.

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4. Este trasnancionalismo tiene entonces una di-
mensión programática: conjuga de manera novedo-
sa los aspectos «reivindicativos» y revolucionarios.
Ambas dinámicas no se experimentan como contra-
puestas o solo en disyunción (la clásica oposición
reforma versus revolución). Vemos un feminismo
de masas que excede (sin excluir) las agendas, la
composición y los formatos de las leyes y entida-
des que venían haciendo «política de género» a la
vez que les pone nuevas exigencias y las radicaliza.
Es un feminismo de masas que no teme hablar de
revolución, no como teleología sino como acto de
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insubordinación presente y en todos lados: en las


calles, en las casas, en las camas. Se resiste a ser
arrinconado a los temas «de mujeres» o «de mi-
norías», como algo eternamente lateral y, por lo
tanto, aplazable. Ensancha, golpe a golpe y gesto a
gesto, lo que puede pelearse y discutirse desde los
feminismos. Sostiene espacios comunales y forja
una nueva gramática organizativa desde las muje-
res de las favelas y sin-techo contra la urbanización
racista, clasista, depredadora, como cuenta Helena
Silvestre en este volumen en referencia a la expe-
riencia en Brasil. Interviene en coyunturas altamen-
te complejas (pensemos el paro en Ecuador, o en
el terrorismo de Estado a manos del gobierno de
Chile; en los debates extractivistas en Bolivia y en
Argentina; en la denuncia de las violencias guber-
namentales que hacen las feministas en Nicaragua
y Guatemala; en el debate sobre el endeudamiento
doméstico en Puerto Rico y en España; en la carac-
terización de la precariedad en Italia y en Francia),

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logrando denunciar y visibilizar con eficacia los es-
cenarios más duros de la represión estatal y com-
plejizando el debate sobre deuda, desarrollo e inclu-
sión en la «normalidad» neoliberal. En este sentido,
nos parece que es evidente el modo en que la per-
sistencia feminista de estos años ha reconfigurado
el antagonismo político.

Transversalidad feminista

El transnacionalismo feminista no solo se expresa


en el momento de movilización global, sino que se
vuelve «operativo» en los procesos políticos que a
primera vista parecen «locales» o «domésticos».
Y esto es porque hemos roto esa distinción políti-
ca, espacial y epistémica donde lo doméstico es lo
privado de autoridad política y de proyección plane-
taria. Creemos que esto se evidencia claramente en
los textos de este libro. En la analítica feminista de la
deuda y su conversión en clave de movilización, en
la perspectiva sobre la migración como secuencia de
luchas vitales en contextos de triple violencia (esta-
tal, de mercado y machista), en la ocupación de tie-
rras urbanas y suburbanas como disputa y produc-
ción de lo común y en la reinvención feminista de la
lucha sindical a partir de nuevos conflictos laborales
se «intersectan» escalas y formas de conflictividad
que multiplican los feminismos desde situaciones
concretas, configurando un mapeo transversal.
Hay, en cada una de estas realidades, un aliento
feminista, alimentado transnacionalmente, que ha-

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bilita formas de comprensión de lo que se juega ahí,
al mismo tiempo que permite inscribir estos territo-
rios en la disputa cuerpo a cuerpo con las fronteras
de valorización del capital. De esta suerte, a partir
de la integración de multiplicidad de conflictos, la
dimensión de masas queda redefinida desde prác-
ticas y luchas que han sido históricamente tildadas
de «minoritarias». Con esto, la oposición entre mi-
noritario y mayoritario se desplaza: lo minoritario
toma escala de masas como vector de radicaliza-
ción dentro de una composición que no para de ex-
pandirse. Se desafía así la maquinaria neoliberal de
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reconocimiento de minorías y de pacificación de la


diferencia. Esta transversalidad política se nutre des-
de los diversos territorios en conflicto y construye
una afectación común para problemas que tienden
a vivirse como individuales y un diagnóstico político
para las violencias que tienden a ser encapsuladas
como domésticas. Esto complejiza cierta idea de
solidaridad, aquella que lleva implícito un grado de
exterioridad ratificador de la distancia respecto de
otr*s. La transversalidad, por el contrario, prioriza
una política de construcción de proximidad y alian-
zas sin desconocer las diferencias históricas de in-
tensidad en los conflictos.

En esta transversalidad con la que se sale una y


otra vez de los temas y agendas asignados y se des-
borda para conectar aquello que se quiere mantener
compartimentado, el movimiento feminista en toda
su heterogeneidad se reapropia de manera nove-
dosa de la totalidad: consignas como «vamos por

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todo» o «queremos cambiarlo todo», son una ma-
nera de redefinir de qué está hecho ese «todo» que
no se sintetiza en el poder del Estado, aunque no se
desestime la posibilidad de dirigir al Estado deman-
das puntuales e, incluso, de disputar sus recursos.
Con su manía de «mezclarlo todo», el feminismo
está siendo capaz de producir diagnóstico práctico
sobre la «complejidad» del capitalismo patriarcal y
colonial contemporáneo desde cada lugar concreto.
Se visibiliza así la complejidad de la explotación y el
dominio de un modo que no redunda en impotencia
o cinismo, sino que evidencia y difunde las articula-
ciones subjetivas y cotidianas como factor estraté-
gico para enfrentar las lógicas de acumulación vio-
lenta de capital. Esto es: el movimiento feminista ha
actualizado, en una pedagogía feminista popular, la
relación orgánica entre violencia contra las mujeres
y cuerpos feminizados y acumulación de capital, y lo
ha hecho desde una práctica de insubordinación (no
solo como análisis teórico).
Al mismo tiempo, ha dado un nuevo giro a la
pregunta por los medios de producción: ¿qué sig-
nifica reapropiarse de ellos, si hoy los medios de
producción son, en buena medida, los medios de
reproducción? Los cuerpos y los territorios, los
cuerpos-territorio, como espacios generadores de
vida, memoria, vínculo, la lucha por su autodeter-
minación, se convierten en una cuestión central.
Defender la vida, aquí, ya no es defender una vida
desnuda, pura determinación biológica, que nues-
tros corazones sigan latiendo a cualquier precio,
sino defender formas de vida, como ensambla-

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jes colectivos concretos, que reclaman para sí los
medios para (re)producirse. Así, en las batallas en
cada frontera de la penetración neoliberal, atrave-
sadas de feminismo (desde la deuda doméstica a
la precarización, desde el neoextractivismo y sus
«zonas de sacrificio» a la militarización, desde la
criminalización de la fronteras a la producción de
«enemigxs internxs») se pone en juego la cuestión
de la propiedad y se produce un antagonismo políti-
co a partir de la revolución feminista.

En los últimos meses, esta capacidad del movi-


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miento feminista transnacional para reconfigurar el


antagonismo político ha tenido una nueva vuelta. En
Chile, hemos visto la puesta en acto de las consig-
nas y prácticas de la huelga feminista en proyección
de masas como huelga general plurinacional duran-
te octubre y noviembre de 2019. Es un acumulado
de experiencia que ha logrado cambiar la textura
de las luchas, sus maneras organizativas, sus fór-
mulas políticas, sus alianzas históricas. Lo vemos
expresado en las paredes. Tomemos dos ejemplos
de consignas-contraseñas: «Nos deben una vida»,
como síntesis para invertir la deuda, el quién debe a
quién, escrito en los bancos del país de los Chicago
Boys, con el mayor índice de endeudamiento per
cápita de la región. Frente al aumento de coste de
la vida cotidiana, es decir, frente a la extracción de
valor de cada momento de la reproducción social, se
plantea una desobediencia financiera con la consig-
na-práctica #EvasiónMasiva. Segundo ejemplo de
graffiti-síntesis: «Paco, fascista, tu hija es feminis-

21
ta», apunta a la desestabilización patriarcal profun-
da a la que responde el fascismo de nuestros días,
a su filigrana a la vez micropolítica y estructural.
Pero también sucede con el paro de octubre de 2019
en Ecuador: la dimensión reproductiva de la huel-
ga no solo se hace presente al sostener instancias
enormes de acopio de comida y de acogida de las
comunidades que llegan a la capital desde todo el
país, sino también como forma central a la hora de
estructurar la organización de la medida de fuerza,
de pensar la eficacia de las marchas, de incremen-
tar las defensas contra la represión, además de que
la discusión del aborto cruza como nunca antes las
asambleas plurinacionales y, en particular, se instala
en complicidad con la agenda indígena. Vemos, en
cada uno de estos contextos, una presencia del mo-
vimiento feminista en otros procesos de lucha y mo-
vilización, que se realiza tanto en términos prácticos
como epistémicos, políticos y sensibles.

Sabemos que, desde la crisis de 2008, el neoli-


beralismo, para sostener sus modos de explotación,
para contener la implosión social en cada territorio,
ha necesitado de una alianza cada vez más férrea
con el fascismo y formas varias de fundamentalis-
mo religioso, en particular para reordenar la re-pro-
ducción social en términos capitalistas, recolocar un
mandato de género en crisis y retrazar las líneas en-
tre lo humano y lo categorizado como menos-que-
humano (femenizado, racializado, naturalizado) que
sostienen la necropolítica. Muchos análisis vaticina-
ban ya un cierre duradero, con el triunfo electoral

22
de sendos gobiernos ultraconservadores en todo
el planeta y con el avance del fascismo social en el
plano micropolítico. El feminismo transnacional ha
aparecido como actor inesperado en la mesa o, me-
jor dicho, pateando la mesa del pacto capitalista pa-
triarcal. Se ha presentado para reabrir lo que parecía
clausurarse y lo ha hecho de nuevo con esa mezcla
de radicalidad y masividad, de fuerza internaciona-
lista y operatividad local, de conectividad y arraigo,
de totalidad y singularidad que hemos tratado de
describir en estas líneas. Algunas voces han inten-
tado un llamado al orden a estos transfeminismos
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desbocados e irreverentes, invitándolos a volver a


las casillas delimitadas de los «temas de mujeres»,
deslindadas de lo económico, lo sindical, lo financie-
ro, lo ecológico. Lo que se juega hoy en las disputas
por los sentidos del feminismo no es la división de
un movimiento que por otro lado siempre fue múl-
tiple y poliédrico. Se juega la capacidad de incidir en
el punto de sutura entre neoliberalismo y fascismo.
Se juega la potencia feminista misma que, como he-
mos visto, se cifra en su desbordamiento permanen-
te, en su deseo de cambiarlo todo.

23
Las jornaleras marroquíes de la fresa
feminismo antirracista o barbarie

Pastora Filigrana1

Hagamos un pequeño viaje en el tiempo, al momen-


to más álgido de las movilizaciones feministas en el
Estado español.
Desde septiembre de 2017, asambleas feminis-
tas se reúnen cada día 8 de mes para preparar lo
que será la primera huelga feminista del territorio.
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Ese mismo otoño, las calles se inundan durante el


juicio por violación múltiple a «La Manada»: el pro-
ceso se está convirtiendo una vez más en un enjui-
ciamiento a la chica violada y no a los violadores.
La convocatoria se hace viral y en redes y plazas se
grita: «Yo te creo» y «Escucha, hermana, aquí está
tu manada». Sucederá otra vez cuando, en abril, se
anuncie la sentencia que condena solo por «abuso»,
y no violación, e incluye un voto particular donde un
magistrado se atreve a decir que hubo disfrute de
todas las partes.2

1 Es abogada, especialista en Derecho Laboral y sindical y en


Derecho de Extranjería. Militante del Sindicato Andaluz de
Trabajadores y Trabajadoras (SAT) y activista por los derechos
humanos. Pertenece a la Red Antidiscriminatoria Gitana (RAG)
Rromani Pativ. Colabora asiduamente con la Revista Contexto.
2 En la madrugada del 7 de junio de 2016, durante las fiestas de
San Fermín de la ciudad de Pamplona/Iruña, un grupo de cinco
hombres, entre ellos un Guardia Civil y un militar de la Unidad

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Las calles parecen teñidas de morado feminista:
un feminismo capilar que reacciona como un solo
cuerpo contra la violencia machista. Algo parecido
se pudo ver en la huelga feminista convocada para
el 8 de marzo, no tanto en los puestos de trabajo,
pero sí en el espacio público. Ciudades tomadas
por una nueva rebeldía. En esa atmósfera, salta a
los medios de comunicación la denuncia por abu-
sos sexuales que presentan varias temporeras de la
fresa de Huelva. Algunos colectivos convocan a una
concentración. Sin embargo, la respuesta no es en
absoluto la misma: ni en número, ni en intensidad.
¿Qué ha pasado? ¿Ese cuerpo que gritaba «si tocan
a una, nos tocan a todas», no era exactamente uno?
Los debates se encienden. Hay quienes acusan: el
feminismo que se organiza en torno al 8 de marzo y
que se expresó también en las manifestaciones con-
tra La Manada es racista.

Indaguemos un poco más en esta maraña. Las


temporeras marroquíes de la recolección de la fre-
sa de Huelva son el ejemplo encarnado de las vio-

Militar de Emergencias, viola a una joven de 18 años en un portal y


comparte las grabaciones de la violación en un grupo de WhatsApp
llamado «La Manada». El juicio, celebrado en otoño de 2017,
tiene una fuerte cobertura mediática. Dos tribunales de Navarra
(Audiencia Provincial y Tribunal Superior de Navarra) dictan con-
dena por abuso sexual y dejan en libertad bajo fianza a los acusa-
dos, hasta que el Tribunal Supremo revisa el caso y les condena por
violación el 21 de junio de 2019. Las movilizaciones feministas, en
las redes y en las calles, marcaron todo el procedimiento.

26
lencias que necesita entrecruzar el neoliberalismo
económico para sostenerse y reproducirse. Hablo
de la violencia del chantaje de la renta a cambio de
trabajo, de cómo el racismo y el patriarcado allanan
el camino para que esa violencia se ejerza. Alguna
vez ya dije que la comarca fresera de Huelva es un
laboratorio donde podemos ver cómo funciona este
sistema que entrecruza la violencia capitalista, el
patriarcado, el racismo y la sobreexplotación de la
tierra y los recursos naturales.3 Todas las vertientes
del sistema-mundo neoliberal en una sola comarca.
La recolección del fruto rojo en un modelo de
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explotación intensiva como el de Huelva necesita


miles de brazos durante tres meses. En otros tipos
de explotaciones agrarias, como el cereal o el olivo,
hace tiempo que la maquinización del campo ha
sustituido a las manos para la recolección. Pero con
la fresa, y los frutos rojos en general, no se puede. La
única manera de abaratar costes y aumentar los be-
neficios de la patronal es recortando todo lo posible
en salarios.
Quizás la palabra interseccionalidad esté muy
manida y haya sido apropiada por el discurso hege-
mónico. Quizás tengamos que inventar una palabra
nueva. Pero no encuentro una mejor para describir
lo que quiero contar. La cuestión es que, para aho-
rrar en salarios, hay que recurrir a la fuerza de traba-
jo más barata que ofrezca el mercado. Y ese trabajo

3 Pastora Filigrana García. «El Laboratorio Neoliberal de la Fresa


de Huelva, Revista el Topo Tabernario, 2019, disponible en http://
eltopo.org/el-laboratorio-neoliberal-de-la-fresa-de-huelva/

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barato lo ponen las mujeres y, de entre ellas, las que
menos posibilidades de elección tienen, o sea, las
más pobres. Y las más pobres según el sistema de
ordenación colonial y racista del neoliberalismo, son
las mujeres racializadas con hijos o familiares a su
cargo que habitan el Sur Global.
Esto que he escrito no es una consigna: es una
realidad viva, tocable y visible en la comarca fresera
de Huelva. Los salarios de la población autóctona
masculina son mayores, porque tienen posibilida-
des de empleo mejores en la hostelería o en la cons-
trucción. Las mujeres autóctonas también están en
mejores condiciones, porque no se ven constreñidas
por las leyes de extranjería, que limitan el mercado
laboral migrante a los puestos de «difícil cobertura»,
es decir, aquellos en tan malas condiciones que na-
die con un mínimo de red y arraigo acepta. Las labo-
res agrícolas figuran desde hace tiempo en la lista de
la «difícil cobertura». La agricultura es también una
tarea donde hay cierta permisividad para el trabajo
sin «papeles» en condición de clandestinidad. Todo
ello asegura que los productores dispongan de una
mano de obra cautiva, porque no tiene otras alter-
nativas. Cautiva significa más explotable, más extor-
sionable.

A partir del año 2000, esta mano de obra se deja,


además, de seleccionar entre las personas inmigran-
tes que están ya en territorio español, pasando a con-
tratarse directamente en origen, durante las tempora-
das de recogida, con obligación de retorno cuando la
temporada acabe. En aquel momento, la patronal de

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la fresa impone un requisito claro: las personas con-
tratadas tienen que ser mujeres. La justificación dis-
cursiva es que las mujeres son más delicadas en esta
tarea agrícola de recolección del fruto rojo y además
son menos «conflictivas» en la convivencia. Detrás
de este discurso, sin duda, hay una concepción ma-
chista que entiende que las mujeres migrantes van a
suponer menor conflictividad sindical.
En un primer momento, los contingentes de
mujeres extranjeras se van a buscar a los países de
Europa del este. Sin embargo, la patronal no está
satisfecha con estas trabajadoras. Se quejan de su
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«exceso de autonomía»: «salen de noche», «beben


alcohol», «no quieren volver a su país cuando acaba
la campaña», «se echan novios españoles». El dis-
curso popular es que estas mujeres han «roto matri-
monios» en la zona y que buscan maridos españo-
les para quedarse. La solución que se encuentra son
los contingentes de trabajadoras marroquíes, que
tienen familia en su país de origen, al menos un hijo
menor, y están casadas o viudas.
Opera aquí una clasificación cultural de conflic-
tividades cargada de estereotipos a la vez racistas y
machistas. En el imaginario de la patronal, las mu-
jeres marroquíes tienen un plus de docilidad. «Son
musulmanas», «no van a discotecas, ni beben»,
«tienen un profundo respeto por su familia de ori-
gen», por ende, este es el subtexto, van a soportar
situaciones más arduas a cambio de no perder la
aceptación de su familia. Este «plus» queda rema-
chado por la posición de madres y esposas/viudas
de las mujeres seleccionadas, donde, al contrato la-

29
boral, se suma el contrato sexual marital para garan-
tizar obediencia.
Además, en la escala de valoración estética y
sexual hegemónica, las mujeres marroquíes se
encuentran más alejadas del arquetipo blanco y
rubio: su presencia no amenaza la jerarquía racial
autóctona, como sí parece hacerlo la de las tra-
bajadoras de Europa del este. Y esa jerarquía es
necesaria para la explotación laboral.
Parece haber una contradicción entre la denuncia
de la autonomía sexual de las jornaleras venidas del
este de Europa, que lleva a buscar mujeres supues-
tamente menos disponibles para el encuentro sexual
en Marruecos, y la constatación de que hay patronos
del campo onubense implicados en abusos sexua-
les contra jornaleras marroquíes. Es necesario tener
una idea global del contexto para entender cómo se
entrelazan de modo preciso la explotación laboral y
el acoso sexual en la región.
Los empresarios, antes de que comience la cam-
paña de recolección, hacen llegar al gobierno las
necesidades de mano de obra de sus empresas, así
como las características que necesitan que cum-
plan estas trabajadoras.4 Estas peticiones, a través
del Ministerio de Trabajo Español, son remitidas al
Ministerio homólogo en Marruecos y es la ANAPEC,

4 Como ya hemos mencionado, las principales características


requeridas tienen un sesgo claramente patriarcal: tener entre 18
y 45 años, acreditar experiencia en el trabajo agrícola, estar ca-
sadas, divorciadas o viudas y tener al menos un hijo menor de
edad a su cargo.

30
la agencia pública de colocación marroquí, la que
debe encargarse de la selección. La realidad es que
muchos de los empresarios freseros se trasladan a
Marruecos a presenciar la selección. Las asociacio-
nes de mujeres marroquíes narran que en muchos
casos la forma de selección tiene connotaciones hu-
millantes. Se realiza en plazas públicas de los pue-
blos donde las mujeres permanecen de pie durante
horas y son elegidas a dedo por los empresarios.
Las mujeres van llegando a Huelva de forma
escalonada entre febrero y marzo, según las nece-
sidades de cada empresa. Una vez allí se alojan en
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las fincas donde trabajan. Las fincas son lugares ais-


lados, a varios kilómetros de los centros urbanos y
con difícil acceso. Muchos testimonios de trabaja-
doras narran situaciones de semicautiverio, es de-
cir, una vez terminada la jornada laboral, no tienen
libertad deambulatoria para salir de las fincas. Los
días de salida están regulados por las empresas y
es muy común que estas salidas sean tuteladas por
los encargados de las fincas, quienes las acompañan
a los lugares públicos de los pueblos cercanos. Así
mismo, muchos testimonios cuentan que los pasa-
portes les son retirados en el momento de llegar a
las fincas, y solo les son devueltos al finalizar la cam-
paña, en el momento del retorno.
Desconocemos la magnitud de estas situaciones
y si son más o menos generalizadas; al ser propiedad
privada, el acceso a las fincas está limitado para las
ONG y sindicatos que trabajamos en el terreno. La
invisibilización es la norma. Esta situación de oscu-
rantismo es el caldo de cultivo perfecto para que se

31
originen todo tipo de abusos, con un altísimo margen
de impunidad. El incumplimiento del convenio res-
pecto al descanso y el salario, el cobro de la vivienda
a pesar de que esta debe correr a cargo de la empresa
y las limitaciones a la movilidad son las principales
quejas que nos han llegado durante años. Las denun-
cias por abusos sexuales han sido más limitadas y
mucho más difíciles de acreditar, aunque antes de las
denuncias que saltaron a la prensa en 2018, se pro-
nunciaron ya alarmantes sentencias condenatorias
por acoso sexual a algunos encargados de las fincas.5
No sabemos la dimensión exacta de estas violencias
sexuales, pero sí de todo aquello que permite su pro-
liferación de manera impune.
Cuando desde las Administraciones competentes
se anima a las mujeres a denunciar este tipo de abu-
so se está pidiendo algo muy difícil. Están pidiendo
que una trabajadora que sufre una situación de abu-
so sexual salga de la finca, camine varios kilómetros
por una carretera hasta el pueblo más cercano, se
dirija a un cuartel de la Guardia Civil e interponga

5 En 2014, la Audiencia Provincial de Huelva condenó a dos


empleadores por delitos contra la integridad moral y un delito
de acosos sexual contra 25 jornaleras extranjeras. Esta sola
situación debería haber sido suficiente para que se propiciaran
garantías para estas mujeres que se desplazan hasta Huelva
desde Marruecos, sin embargo no fue así. Si para la inmensa
mayoría de trabajadoras, por más cualificadas que sean sus
profesiones, las situaciones de acoso o abuso sexual en el
ámbito laboral son difícilmente denunciables y acreditables en
tribunales, imaginemos la dificultad en este tipo de contexto.

32
una denuncia. Todo esto, muy posiblemente, sin co-
nocer el idioma ni el camino al pueblo, y sin contar
con redes familiares o de amistad en el territorio. Ha
de tenerse en cuenta que muchas mujeres relatan
que la ordenación del trabajo en las fincas se hace
a través de una estricta segregación racial. Los en-
cargados forman las cuadrillas de trabajadoras por
nacionalidades. Marroquíes, autóctonas o rumanas
no se mezclan. Se practica, pues, un «divide y ven-
cerás» que impide la creación de las redes de apoyo
mutuo y solidaridad que podrían equilibrar la corre-
lación de fuerzas entre la empresa y las trabajadoras
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en caso de vulneraciones de derechos.


Los pasos dados y los protocolos activados desde
que las denuncias de abusos sexuales saltaron a la luz
pública en 2018 comparten este mismo tipo de mio-
pía. Se aplica un esquema de lucha contra la violencia
machista que obvia el contexto donde esta violencia
se despliega, obvia su entrecruzamiento con otras
violencias. Programas de sensibilización de género
para encargados de las fincas que tienen prácticas
sistemáticas de abuso y extorsión contra ellas, teléfo-
nos de atención de los que las trabajadoras no tienen
conocimiento o, en el sumun del absurdo, competen-
cias de investigación y resolución en casos de abuso
sexual en manos de las propias empresas, cuando
tanto los testimonios de las mujeres como las sen-
tencias condenatorias señalan la implicación directa
de los empleadores en estas situaciones.

Desde el año 2004, el Sindicato Andaluz de


Trabajadores, entonces aún Sindicato Obrero del

33
Campo, ha llevado a cabo tareas de información
a los jornaleros y jornaleras durante la campaña
de recolección del fruto rojo en Huelva. Se trata
de un trabajo básico de acción sindical. Durante
años hemos realizado esta labor en coordinación
con otros colectivos y sindicatos agrupados en la
Mesa del Temporero de Huelva, una red informal
de entidades que trabajan en la zona con voluntad
de denuncia pública. Los recursos y la capacidad
de acción del sindicato han sido limitados, pues
se trata de un sindicato minoritario que cuenta
con una financiación en gran parte autogestiona-
da a través de las cuotas de la afiliación. La con-
flictividad sindical en la zona es muy reducida y
los sindicatos mayoritarios mantienen un perfil
de intervención bajo. La explotación agrícola del
fruto rojo es el principal motor económico de la
comarca, lo que supone un factor importante de
contención social a las protestas sindicales. Las y
los sindicalistas del SAT han padecido todo tipo
de impedimentos para desarrollar la labor sindical.
Las trabajadoras suelen acudir a los lugares públi-
cos acompañadas por encargados de la fincas, por
lo que la interlocución con sindicalistas, o simple-
mente coger una octavilla, se dificulta. Existe una
fuerte connivencia social con la patronal fresera;
realmente supone un peligro posicionarse abierta-
mente en contra de ella.
En 2018, el SAT juega un papel clave en las de-
nuncias de abusos sexuales de las trabajadoras ma-
rroquíes. Las mujeres de la finca denunciada logran
contactar vía telefónica con las sindicalistas del SAT

34
que actúan en la zona: las condiciones de trabajo
y vivienda se les han hecho insostenibles. Cuando
las sindicalistas logran visitar la finca, encuentran a
un grupo de trescientas mujeres desesperadas. Se
decide conjuntamente emprender una acción de de-
nuncia pública. La respuesta de la empresa es la res-
cisión inmediata de los contratos de trabajo y el re-
torno forzado de las trabajadoras. Un grupo de ellas
logra escapar y busca apoyo en el SAT, que provee la
logística de cuidados necesaria durante unos meses
para que puedan emprender las acciones legales.
Este tipo de denuncia pública y judicial hubiera sido
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muy difícil si las trabajadoras hubieran seguido tra-


bajando para la empresa y habitando en la misma
finca, también si no hubieran logrado escapar a la
deportación.6
La visibilidad que cobra la noticia es una enorme
sorpresa para quienes llevamos más de una década
denunciando la vulneración de derechos fundamen-
tales en torno a la explotación de la fresa en Huelva.
De repente, las televisiones nos llaman; llegamos a
organizar una manifestación histórica de más de mil
personas en un contexto donde posicionarse en con-

6 A partir de las denuncias por abuso sexual, la Fiscalía abrió


una investigación que acabó archivada en el juzgado de instruc-
ción por falta de indicios de delito, sin que las mujeres afectadas
fueran ni siquiera llamadas a declarar. Tras el recurso del equi-
po de abogados que se encargó de la acusación, la Audiencia
Provincial de Huelva reabrió el caso, obligando al juzgado de ins-
trucción a continuar con la investigación. En el momento en que
se escribe este artículo la causa aún continúa abierta.

35
tra de la patronal fresera es jugar con «el comer» de
cientos de miles de personas.
Sin lugar a dudas la movilización feminista con-
tra las violencias machistas es el contexto que lo
permite. Las mismas pocas dudas genera el hecho
de que las movilizaciones en defensa de estas jor-
naleras no suponen ni un 5 % de la movilización
en torno al caso de La Manada. A las mujeres que
vivimos en Occidente y somos sujetos de plenos
derechos nos resulta más fácil empatizar con una
estudiante de Madrid que ha sido víctima de una
violación múltiple que con las violencias que sufre
una jornalera marroquí en una finca de la comarca
de Huelva o una mujer nigeriana víctima de una red
de prostitución en cualquier polígono industrial del
Estado español. La estudiante podríamos ser cual-
quiera de nosotras. Las otras, son las «otras».
Hay una gran distancia social entre la mayoría de
las activistas feministas y las mujeres inmigrantes
en general. En las asambleas y en los grupos políti-
cos se habla de antirracismo y de inmigración, pero
siento que a veces se vive como una realidad que
sucede en otro mundo paralelo que poco se mezcla
con el nuestro. Rara vez en nuestra vida afectiva y
social existen personas como las jornaleras marro-
quíes. Existen excepciones, como las luchas por los
derechos de las trabajadoras del servicio doméstico,
donde en determinados espacios han podido con-
solidarse redes políticas y afectivas de mujeres muy
diversas. Donde una investigadora de la universidad
madrileña y una trabajadora del servicio domésti-
co ecuatoriana pueden salir de cañas en calidad de

36
compañeras y amigas. Pero este fenómeno es algo
excepcional. A pesar de que compartimos barrios y
territorios, no es común que una mujer senegalesa
del top-manta, una mujer ecuatoriana que trabaja en
el servicio doméstico y una mujer autóctona con una
profesión liberal formen parte de la misma red afec-
tiva y social. Esta estratificación social en las vidas
cotidianas se traduce en una falta de alianzas políti-
cas. La fragmentación de clase social impide mayo-
res redes de solidaridad en el feminismo.
El racismo es una subjetividad impuesta a escala
global que atraviesa los cuerpos de todas las per-
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sonas que habitamos este mundo. Cuando aterri-


zamos en las prácticas concretas nos encontramos
con la ardua labor de romper estas barreras vitales.
La construcción de un feminismo antirracista supo-
ne en primer lugar desafiar estas barreras de estrati-
ficación social impuestas en el imaginario colectivo
y que nos separan a las unas de las otras.
Un año y medio después de aquellas denuncias,
la realidad no solo de Huelva sino de todas las zo-
nas de cultivo intensivo basadas en la sobreexplo-
tación de trabajo migrante vuelve a cobrar centrali-
dad. En todas ellas, el partido ultraderechista Vox ha
subido como la espuma, arrasando en localidades
clave como Lepe (Huelva), El Ejido (Almería), Torre-
Pacheco (Murcia) o Talayuela (Cáceres). ¿Cómo
se explica que justamente en las zonas cuyo creci-
miento acelerado de las últimas décadas depende
directamente de la mano de obra inmigrante, haya
arrasado un partido con un discurso belicista anti-
inmigrante?

37
Esbozo dos posibles respuestas, a modo de hi-
pótesis. No son respuestas contradictorias, sino
complementarias. Lo que ha dado a Vox el triunfo
en muchas localidades agrícolas, es el voto de los
empresarios del campo a la extrema derecha, que
difícilmente pueden desear las expulsiones masivas
de migrantes de las que habla Vox, puesto que su
riqueza depende de ellos. Lo que sin embargo quie-
ren es una mano de obra migrante más amenazada,
más clandestina y más perseguida, que trabaje más
por menos ante el miedo a las expulsiones. El voto a
Vox de la patronal del campo oculta, pues, un deseo
de un trabajo más barato y servicial de las personas
migrantes movidas por el miedo.
Habría, al mismo tiempo, otro voto a Vox, me-
nor, pero reseñable, de trabajadores del campo. Este
es un voto de impugnación a todo, un voto desde
un malestar vital que la ultraderecha es capaz de
canalizar contra las personas más vulnerables. En
esta fase del neoliberalismo muchas personas se
caen del barco, al tiempo que el acceso a los bie-
nes básicos para la vida es cada vez más difícil. La
competencia entre quienes están en estos escalones
bajos, donde se encuentra la migración, puede ser
la explicación para entender este voto. El caldo de
cultivo donde se gesta este tipo de fascismo social,
que legitima la violencia contra los más vulnerables,
parte de un malestar previo: no poder pagar el alqui-
ler, la temporalidad de los contratos, las condicio-
nes de vidas precarias. Si conseguimos señalar las
verdaderas causas de estos sufrimientos estaremos
frenando el auge de la extrema derecha.

38
En las luchas jornaleras en Almería, en las mo-
vilizaciones por la vivienda de la Plataforma de
Afectados por la Hipoteca, en las ocupaciones
de tierras, en el comedor popular de las Tres Mil
Vivienda... en esos espacios es donde he visto frenar
el fascismo social. Esas experiencias unen a gente
desde los mismos «dolores de barriga», autóctonas
e inmigrantes, y plantean una respuesta colectiva a
sus causas directas. El feminismo tiene el reto de
organizarse desde la base en esta micropolítica de
los lugares cotidianos, generando redes que sean
capaces de articular el descontento y de frenar la sin-
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razón de quienes apuntan como culpables a la gente


más vulnerable.

El feminismo es un movimiento político que


nace desde la emoción y el cuerpo. La organiza-
ción y el horizonte político se proyectan después,
a partir de este sufrimiento previo, este «malvi-
vir» por el hecho de ser mujeres que se siente en
cada cuerpo que conforma la movilización. No es
una hipótesis intelectual lo que empuja el movi-
miento, es un sentir latente en cada una, que en
el encuentro con otras va conformando la fuerza
política. Esta es la potencia feminista que está ha-
ciendo posible enfrentar el reto de organizar los
descontentos desde la base, desde las vidas coti-
dianas. Esta es la potencia que está consiguiendo
que la política salga de los espacios militantes y
conquiste espacios populares. Esta potencia es la
que está originando la masividad que vemos en
las calles.

39
Donde se impone la sinrazón de la élite de va-
rones blancos dueños del poder y la riqueza, el fe-
minismo es el sentido de lo común. Lo de tod*s y
no lo de unos pocos. La lucha de las jornaleras ma-
rroquíes frente a la patronal europea constituye un
pulso entre estas dos fuerzas. En las mujeres, en las
racializadas, en las jornaleras del Sur Global, en lo
que no debemos ser, está la salida.

40
De las finanzas a los cuerpos.
¡Vivas, libres y desendeudadas nos queremos!

Luci Cavallero1

A partir de la organización de las huelgas internacio-


nales (2017, 2018, 2019), el movimiento feminista de
Argentina produjo diagnósticos precisos sobre la re-
lación entre las violencias machistas y las violencias
económicas. Esto se hizo en asambleas, se tradujo en
consignas y logró componer alianzas políticas.
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Como parte de ese proceso, el Colectivo Ni Una


Menos junto a otras organizaciones convocó a una
acción en mayo de 2017 en la puerta del Banco
Central de la República Argentina con la consigna
«¡Vivas, libres y desendeudadas nos queremos!».2 El
objetivo fue, primero, trazar la relación entre violen-
cia financiera y violencia machista y, en ese mismo
acto, denunciar el proceso de endeudamiento ma-
sivo de las economías domésticas que se daba en
paralelo a la toma de deuda por parte del Estado. Se
trató de un momento clave, porque desde entonces
el movimiento feminista activó un gesto novedoso:

1 Socióloga e investigadora en la Universidad de Buenos Aires.


Es docente en la Maestría de Géneros en la Universidad Nacional
Tres de Febrero. Es co-autora del libro “Una lectura feminista de la
deuda” (2019). Es miembro del colectivo feminista NiUnaMenos.
2 Colectivo Ni Una Menos, «#DesendeudadasNosQueremos»,
Página12, 2 de junio de 2017, disponible en https://www.pagi-
na12.com.ar/41550-desendeudadas-nos-queremos

41
colocó el conflicto en el terreno de las finanzas y se-
ñaló su lógica invasiva sobre zonas cada vez más
amplias de la reproducción de la vida. Esta acción,
además, se relaciona a una discusión global más
amplia sobre qué significa cuestionar que el acceso
a derechos se realice a través de deuda, ya que la
particularidad en Argentina es que el proceso de en-
deudamiento generalizado se produjo a partir de la
conexión entre deuda y subsidios sociales entrega-
dos por el Estado (Gago, 2017).
En este texto voy a relatar un episodio que de-
muestra cómo esa consigna práctica (¡Vivas, libres y
desendeudadas nos queremos!) se ha seguido desarro-
llando al calor de un movimiento masivo, cómo ha
logrado enhebrarse con problemáticas diversas que
mapean, de hecho, esa lógica invasiva de las finan-
zas y, sobre todo, por qué es la lectura feminista de
la deuda lo que permite plantear en nuevos términos
la desobediencia financiera (Cavallero y Gago, 2019).
Me voy a referir concretamente a la experiencia de
resistencia a la urbanización compulsiva realizada
por el gobierno de Buenos Aires en una villa históri-
ca, que tiene la particularidad de ser un asentamien-
to ubicado en el mero centro de la ciudad y, en par-
ticular, en un área clave para los servicios logísticos
portuarios. Intentaré, entonces, marcar una secuen-
cia que va desde los paros internacionales feminis-
tas hasta el proceso de resistencia a la urbanización
y, en ese trayecto, señalar lo que ha producido el
señalamiento de las finanzas como objetivo a visibi-
lizar y confrontar desde el movimiento de mujeres,
lesbianas, travestis y trans.

42
La urbanización de la Villa 31 y 31 Bis

La Villa 31 y 31 Bis es un asentamiento cuyas ca-


racterísticas son las de un barrio periférico pero
que sin embargo está en el centro de la Ciudad de
Buenos Aires, cerca de la estación más importante
de ómnibus de larga distancia y rodeado de mega
emprendimientos inmobiliarios. Por su cercanía
con el puerto, su ubicación es estratégica y, por eso,
territorio de disputa con el capital inmobiliario. El
gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, que tiene
entre sus propios funcionarios a representantes de
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los grupos inmobiliarios más importantes, impulsa


una urbanización en la que se juega gran parte de su
suerte política. Esta villa es tomada, de hecho, como
un «laboratorio» sobre las políticas de reconversión
urbana que significan, ni más ni menos, que una po-
lítica de Estado para «destrabar activos territoriales,
ampliando las fronteras del mercado» (Rolnik 2019).

La resistencia a la urbanización de la Villa 31 y 31


Bis es ya una lucha histórica de sus habitantes por
reclamar su derecho a la ciudad y tiene organizacio-
nes y coordinaciones también históricas (Cravino,
2009, 2010; Vitale, 2013; Ons, 2016). Aquí me voy
a concentrar en el proceso iniciado a partir de octu-
bre de 2018, cuando la Legislatura de la Ciudad de
Buenos Aires aprobó el traslado de l*s vecin*s de la
zona de «Baja Autopista» (una zona de la villa que
concentra gran cantidad de viviendas autoconstrui-
das por sus habitant*s) a un complejo de viviendas
construido por el gobierno. Esta norma se sancionó

43
ignorando todas las instancias de coordinación con
l*s vecin*s, y haciendo uso de la mayoría parlamen-
taria del oficialismo. Desde ese momento, el gobier-
no de la Ciudad de Buenos Aires comienza un proce-
so de re-localización y urbanización compulsiva con
la oposición expresa de l*s vecin*s de la zona.
La particularidad de esta nueva propuesta de
urbanización es que ofrece títulos de las viviendas
sobre la base de la asunción de deudas hipotecarias
que resultan, al corto plazo, imposibles de pagar.
Simultáneamente, el gobierno metropolitano toma
200 millones de dólares prestados con el Banco
Mundial para la construcción de estas viviendas.3
Así, el intento de desplazar a la población de la Villa
31 y 31 Bis se da en paralelo al avance del capital
inmobiliario sobre las zonas portuarias de la ciudad
que están en un proceso de revalorización perma-
nente. Para propagandizar este modelo de «inte-
gración» urbana, el gobierno lanza una campaña
mediática a fin de contraponer a las protestas la ins-
talación de un Banco Santander y de una sucursal de
MacDonald en la zona de ingreso al barrio. La aper-
tura de estas multinacionales sucede en simultá-
neo al proceso de desalojo «legal» de la población,
conformando un dispositivo inmobiliario-financiero
para la valorización urbana. Esta estrategia, hay que

3 «¿El barrio de Carlos Múgica podría terminar en manos de


un solo acreedor no estatal?», Observatorio del Derecho a la
Ciudad, 3 de septiembre de 2019, disponible en https://obser-
vatoriociudad.org/2019-09-el-barrio-carlos-mugica-podria-termi-
nar-en-manos-de-un-solo-acreedor-no-estatal/

44
agregar, aparece como superadora respecto de pro-
yectos de épocas anteriores que proponían direc-
tamente la «erradicación» de las villas. En esta se-
cuencia, el protagonismo del proceso de resistencia
tiene a la asamblea feminista como un espacio fun-
damental para poner en común y denunciar los mo-
dos en que se avanza, desconociendo las instancias
de participación de l*s vecin*s. Esta es una novedad
en la propia historia de la villa.

La urbanización de la Villa 31 y 31 Bis de Buenos


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Aires discutida desde una perspectiva feminista

Voy a detallar esta secuencia más reciente porque


permite pensar cómo la Asamblea Feminista de la
Villa 31 y 31 bis reconfigura los términos de la de-
nuncia de la urbanización, qué tipo de alianzas
construye, y por qué y cómo logra situar al capital
financiero como blanco de la confrontación.

Este espacio comenzó a reunirse a fines de 2018


para organizar un paro nacional de mujeres en re-
pudio al accionar del poder judicial que aseguró la
impunidad de los femicidas de Lucía Perez.4 Las re-
uniones continuaron para discutir el aumento de las
violencias machistas, los diferentes conflictos que

4 Un fallo judicial que libera a los sospechosos del femicidio de


la joven Lucía Pérez que en 2016 provocó la furia y el repudio
masivo del movimiento feminista. Fue el detonante de la organi-
zación del primer paro nacional de mujeres.

45
se presentan en el barrio relacionados con la falta de
servicios básicos de salud, educación y vivienda y re-
cientemente, en noviembre de 2019, para organizar
la primera marcha del orgullo villera. Esta asamblea
reúne así una serie de dinámicas abiertas a partir
de los paros internacionales de mujeres, lesbianas,
travestis y trans en relación con las formas organi-
zativas y a su composición transversal que replica
la de las reuniones de organización de las huelgas
internacionales (Gago 2019).

La asamblea convocada para discutir la urbani-


zación se realiza en la casa de la Diversidad Trans
Villera; hay organizaciones territoriales, comedores
populares, partidos políticos, bachilleratos popula-
res, colectivos migrantes, colectivos de disidencia
sexual, agrupaciones feministas y sindicatos. La
transversalidad conseguida por el movimiento femi-
nista se actualiza así en cada territorio en conflicto,
en el modo de tejer alianzas y encuentros que van
más allá de los criterios de agrupamiento que seg-
mentan las luchas y jerarquizan lugares de enuncia-
ción según sea una voz experta, un dirigente sindi-
cal o un líder de un partido político. En la asamblea
feminista de la Villa 31 y 31 Bis la palabra circula y
todas las narraciones en relación con lo que implica
la urbanización en la vida cotidiana son escuchadas.
Lo que se actualiza también es la denuncia de la ló-
gica expansiva de las finanzas que se enhebra con la
problemática del acceso a la vivienda a través de en-
deudamiento: esto es lo que ha surgido como princi-
pal preocupación en las reuniones preparativas. Por

46
eso, el nombre de la convocatoria de la asamblea
del 30 de agosto ya propone una clave de lectura:
«Urbanización en clave feminista. Contra el endeu-
damiento y los mandatos de género». Nombra así la
especificidad de la politización feminista en relación
al avance de las finanzas y a cómo estas se apro-
vechan de los múltiples trabajos que las mujeres
realizan para sostener los hogares en un contexto
de empobrecimiento generalizado y de despojo de
la infraestructura pública. El llamado de la convoca-
toria produce también un desvelamiento del meca-
nismo que intenta naturalizar el acceso a derechos
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mediante deuda.
Los ejes que se problematizan en la asamblea
van desde un mapeo sobre quiénes y cómo se re-
siste en la villa a la avanzada del negocio inmobilia-
rio, donde los colectivos feministas tienen un lugar
protagónico, a cómo este proceso está relaciona-
do con el endeudamiento público y privado y con
los mandatos de género que «seleccionan» a l*s
beneficiari*s. La discusión de la asamblea se divide
en grupos sobre la base de los ejes «Precariedades y
deuda» y «Organización territorial feminista».
Lo que se denuncia, en primer lugar, es que el
proceso se está haciendo a espaldas de las diferen-
tes instancias de organización barrial. Esto se vincu-
la a la opacidad en los criterios de asignación de las
viviendas y la estrategia de negociación un* a un*.
Se denuncia que no se informa el valor de las nue-
vas viviendas y que las viviendas ofertadas por el go-
bierno son de calidad inferior a las que se pretende
desalojar para destruir. L*s vecin*s advierten que se

47
comenzaron a hacer demoliciones sin los permisos
necesarios para avanzar. Hay relatos de amedrenta-
mientos para quiénes no aceptan la relocalización, y
de discriminación hacia migrantes, a quienes se los
amenaza con la deportación en caso de no aceptar
la propuesta del gobierno.
La estrategia oficial combina amedrentamiento,
amenazas, demoliciones intempestivas y estrate-
gias de división entre las familias, entre inquilin*s y
propietari*s y entre migrantes y nativos. El gobier-
no realiza visitas casa por casa, entrevistando a l*s
miembr*s de los hogares por separado. También se
negocia distinto entre inquilin*s y propietari*s fomen-
tando enfrentamientos y miedos entre l*s vecinos que
acceden a la relocalización y quienes luchan por que-
darse en las casas que ell*s mism*s construyeron.

Un punto central de la discusión en relación con


la precariedad tiene que ver con la continuidad de
las actividades productivas que la mayoría de l*s
vecin*s de la villa realizan en sus casas. Las nue-
vas viviendas no están preparadas para que puedan
continuar con sus actividades autogestivas, que van
desde la carpintería y la mecánica hasta la herrería,
la lavandería y los pequeños comercios de venta.
Lo que se denuncia en la asamblea es que se l*s
quiere endeudar, y a la vez, se les quiere quitar la
posibilidad de seguir con sus actividades producti-
vas: endeudad*s y sin trabajo. La deuda se pone en
marcha como un mecanismo que simultánaemente
dinamiza la precarización y asegura el desalojo por
vías legales.

48
Las escrituras (títulos de las viviendas ofrecidas),
se dice también, son confusas y abusivas, y el con-
trato dice explícitamente que el no pago de una cuo-
ta implica entrar en mora, lo que pueda llevar a un
desalojo legitimando legalmente. De esta manera,
la titularización sobre la base de la deuda funciona
como una vía de desalojo legal y el proceso de finan-
ciarización actúa en este caso como anticipación de
«expulsiones» (Sassen 2014).
Pero el avance de la financiariazación no termina
en la titularización de las viviendas sobre la base de
la deuda; el proyecto que el gobierno aprobó en la
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Legislatura dispone además la posibilidad de vender


los títulos a terceros. De esta manera, l*s vecin*s,
luego de ser «producid*s» como deudor*s de un
Banco o un Fondo de Inversión, no tendrían más
«opción» que la venta de esas casas y terrenos que
se convirtieron en propiedad privada «regular». El
gobierno, a su vez, argumenta que los terrenos «li-
berados» por los desalojos, serán vendidos para
pagar deuda con organismos internacionales de
crédito, conformando así un circuito que liga intrín-
secamente endeudamiento público, endeudamiento
privado y expulsiones.
Lo que también se narra en la asamblea es un
proceso de despojo de servicios que antes proveía
el Estado, que luego fueron reemplazados por au-
togestión y que, en caso de las nuevas viviendas,
quedan a cargo de empresas con tarifas dolarizadas.
El endeudamieto de l*s «re-localizad*s» proviene
también de la nueva obligación de pago de servicios
muy caros.

49
«Nosotras queremos los títulos de propie-
dad a nombre de las mujeres y sin deuda» dicen
las mujeres, lesbianas y trans en la asamblea. La
perspectiva feminista sobre la urbanización no se
agota en la denuncia del proceso de titularización
sobre la base de la deuda, sino que va más allá. Lo
que se problematiza y denuncia también es que los
títulos de propiedad que promete el gobierno se
otorguen con criterios heterosexistas y que actuén
como una forma de re-moralizar las vidas de las
mujeres, lesbianas y travestis. De hecho, se llega a
la conclusión que los títulos se otorgan a hombres
o a mujeres que viven en familias heterosexuales
y con hij*s. Es decir, el modo en que el gobierno
contabiliza l*s sujet*s merecedores de una vivien-
da produce un sistema de castigos para las vidas
por fuera de la familia heterosexual.
A las mal llamadas «madres solteras», que son
una mayoría en el barrio, y que son además jefas
de hogar, se las relega al final de un orden de me-
recimientos encabezado por los hombres y por las
mujeres de familias heterosexuales con hij*s. La
perspectiva feminista también produce un momento
afirmativo donde se discute cómo sería una ciudad
feminista, en la que hay espacio para narrar de que
manera quisieran vivir por fuera de las divisiones de
los espacios domésticos que produce la familia he-
terosexual como mandato de reclusión.
El modo feminista de politizar el espacio domés-
tico hace que se puedan iluminar lugares históri-
camente despreciados como zonas de producción
y extracción de valor (Federici, 2018). La asamblea

50
feminista se convierte también en un espacio don-
de se narran las diferentes tareas comunitarias y ba-
rriales que sostienen la reproducción de la vida. Se
valoriza el trabajo migrante, que es un componente
fundamental de la población de la villa, y el trabajo
comunitario de mujeres, lesbianas, trans y travestis.
Se arma una red que funciona como resistencia a la
estrategia de división del gobierno. El modo feminis-
ta de tejer redes y alianzas enfrenta la división entre
migrantes, propietari*s e inquilin*s, trabajador*s
y no trabajador*s, que es la forma en la que se es-
tructura una jerarquía de merecimientos que usa el
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gobierno en su negociación un* a un*, a la vez que


colectiviza el conflicto que se quiere privatizar casa
por casa.

Contra el despojo financiero: de la casa hacia el mundo

El movimiento feminista creó las condiciones para


que el endeudamiento de las economías domésticas
fuera considerado un problema de primer orden. En
múltiples conflictos se denunció cómo la abstrac-
ción financiera implica un proceso de devaluación
y negación de los cuerpos concretos que producen
valor. Al mismo tiempo, la politización de las finan-
zas desde el feminismo fue capaz de desarmar la
principal operación política de la deuda: privatizar
en cada casa y en clave de responsabilidad privada
aquello que debiera ser discutido colectivamente. El
gesto feminista sobre la deuda fue sacarla del confi-
namiento de la esfera privada-doméstica, y así cues-

51
tionarla como un mecanismo de individualización
con todas las implicaciones en términos de culpa
y vergüenza. En esta clave, hemos conceptualizado
cómo la deuda extrae valor de las economías domés-
ticas, de las economías no asalariadas, de las econo-
mías consideradas históricamente no productivas,
en tanto habilita que los dispositivos financieros se
conviertan en verdaderos mecanismos de coloniza-
ción de la reproducción de la vida (Cavallero y Gago,
2019). Esto se hace posible cuando cada instancia
de reproducción social se convierte en un momento
que puede ser explotado directamente por el capital
para transformarlo en un espacio de acumulación
(Federici, 2015).
De esta forma, la acción en la puerta del Banco
Central impulsada por el Colectivo Ni Una Menos, en
junio de 2017 con el lema «Vivas, libres y desendeuda-
das nos queremos» tuvo resonancias múltiples. En ju-
nio de 2018, sindicatos de todas las corrientes políticas
se apropiaron de esa consigna para hacer sus convo-
catorias a la marcha NiUnaMenos. Mientras tanto se
estaba iniciando uno de los procesos más acelerados
de endeudamiento público de la historia argentina, que
terminó con la negociación con el Fondo Monetario
Internacional (FMI), una devaluación brutal de los sa-
larios y un recorte del presupuesto público.
Con anticipación, desde la dinámica feminis-
ta, se logró trazar la conexión entre endeudamien-
to privado, doméstico, y endeudamiento público,
mostrando el tipo de máquina de obediencia que
se retroalimenta y que instala la matriz de la deuda
como régimen específico de explotación y extracción

52
de valor. Unos meses después, en octubre de 2018,
la reunión en Buenos Aires del Women20 (el grupo
de mujeres que hace parte del G-20) fue contestada
también desde el movimiento feminista, impugnan-
do el intento de apropiación neoliberal de las de-
mandas feministas en clave de «inclusión» financie-
ra para microemprendedoras.
Como parte de esta secuencia, durante julio de
2019, se inició un conflicto por el fin de las llamadas
«Jubilaciones de amas de casa». El gobierno neoli-
beral de Mauricio Macri a pedido del FMI daba de
baja las moratorias previsionales, que posibilitaban
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pagar en cuotas los aportes que las mujeres, ya sea


por trabajar en el ámbito doméstico o por trabajar
informalmente, no tienen para jubilarse en cantidad
necesaria.
En la resistencia a esa medida, se combinaron
una lectura feminista del trabajo con una lectura fe-
minista de la deuda. La alianza entre sindicalismo
y feminismo —construida en el ejercicio político de
las huelgas feministas de los últimos tres años—
ha permitido que el movimiento sindical proponga,
bajo la consigna #NiUnaJubiladaMenos, el recono-
cimiento del trabajo doméstico como prioridad de
la agenda laboral. Todos los sindicatos se moviliza-
ron en rechazo a la medida de Macri con la consigna
«Los aportes que me faltan los tiene el patriarcado»
(Cavalllero y Gago, 2019b).
La alianza sindical-feminista fue fundamental
porque permitió problematizar que el beneficio de
la moratoria sea una forma de acceder a un derecho
asumiendo una deuda con el Estado. El movimiento

53
feminista al ser capaz de invertir la jerarquía del re-
conocimiento del trabajo no-pago, invierte también
la carga de la deuda. No hay deuda con el Estado por
los aportes que les faltan a las mujeres y cuerpos
feminizados por el trabajo no remunerado realiza-
do en el ámbito doméstico o en trabajos informales,
sino que, al contrario, la deuda es del Estado, los
patrones y los patriarcas por haberse beneficiado de
ese trabajo gratuito.

El movimiento feminista en su confontación con


las finanzas ha desarrollado también una estrategia
internacionalista que empieza en cada casa y que
permite, desde ahí, reconstruir los circuitos financie-
ros globales, y conectar los momentos de desterrito-
rialización de las finanzas con sus aterrizajes violen-
tos en territorios y cuerpos concretos (Gago, 2019).
Desde cada espacio se mapea la supuesta «invisi-
bilidad» del capital financiero y se libra una batalla
contra su poder abstracto de mando. También en
cada lugar se cuestiona la producción de una mora-
lidad deudora al impugnar su relación con los man-
datos de género (la figura de la «buena pagadora»
ejemplar, sacrificada por su familia). Decir «desen-
deudadas nos queremos» en la villa y en el sindi-
cato, en la calle y en la universidad, es un método
político de desobediencia financiera que consiste en
ir de las finanzas a los cuerpos y, desde allí, disputar
a quién le pertenece la renta.

54
Bibliografía

Cavallero, Lucía y Gago, Verónica (2019a). Una lectura femi-


nista de la deuda, Buenos Aires, Fundación Rosa Luxemburgo.
_____ (2019b), «Los aportes que me faltan los tiene el
patriarcado», Buenos Aires, Revista Anfibia.
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proyecto urbano en contextos de pobreza, Javier Fernández Castro
(coord.), Buenos Aires, Instituto de la Espacialidad Humana.
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Gago, Verónica (2014), La razón neoliberal: economías bar-


rocas y pragmática popular. Buenos Aires, Tinta Limón.
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Sassen, Saskia (2014), Expulsiones, Buenos Aires, Katz.
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Bolivar y J. Erazo (coord.), Los lugares del hábitat y la inclusión,
Quito, CLACSO/FLACSO/MIDUVI, pp. 369-392.

55
Del punto cero al futuro:
luchas por vivienda y apuntes para
una gramática feminista de organización

Helena Silvestre1

Mirar al mundo que nos rodea y comprenderlo o lle-


narlo de significado para nosotras mismas es una
acción que presupone sujeto; un ojo que ve y com-
pone cierto cuerpo: territorio y lugar de tal mirada.
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Este texto tiene como objetivo describir los terri-


torios de favelas como una tierra fértil para el naci-
miento de formas organizativas capaces de fortale-
cer luchas2 hacia una sociedad emancipada, donde
la vida esté liberta. Su objetivo es recuperar la trayec-
toria de resistencia que produjo tales territorios, las
ocupaciones y los desalojos que los dibujaron (y los
dibujan), ubicando allí cuerpos femeninos en lucha
contra el desalojo forzado de comunidades o reali-
zando ocupaciones para la vivienda: la recuperación

1 Feminista afroindígena, favelada, militante de las luchas por la


vivienda, y participante de tomas de tierra en todo Brasil. Es edi-
tora de la Revista Amazonas y fundadora de la Escuela Feminista
Abya Yala y de Quilombo Invisível. Es autora del libro “Notas
sobre a fome”. Por su militancia, encontroó caminos para ser
activista, escritora, educadora popular e impulsora de coletivos
sobre juventud, género y racismo.
2 Inspiración en las obras de Beatriz do Nascimento acerca del
Quilombo y sus continuidades.

57
conflictiva de partes del territorio para reconstituir
comunes3 que nutren nuestras resistencias.
Este es un esfuerzo necesario, ya que sería con-
tradictorio reconocer a las mujeres indígenas —en
defensa de los bosques— o a las mujeres negras —
defendiendo territorios ancestrales inmateriales—
sin darse cuenta de cómo las mujeres de las favelas
son hijas de ellas, llevando adelante la continuación
de la resistencia resignada en regiones cercanas a
nosotr*s y nuestros cotidianos.
En este sentido, me baso aquí en mi propia ex-
periencia como mujer nacida y criada en una favela
y luego en la experiencia de casi dos décadas como
militante en el movimiento por vivienda en ocupa-
ciones de tierra urbana.
Para dar colores concretos: comencé la mili-
tancia en el movimiento por la vivienda desde una
Ocupación llamada Santo Días, que sucedió en
2003, en la región metropolitana de São Paulo, cuan-
do comencé a integrar el MTST, Movimiento de los
Trabajadores sin Techo. La ocupación de Santo Días
fue una de las muchas que ayudé a construir en la
provincia de São Paulo, así como otras ubicadas en
otras provincias. En estas ocupaciones asumí tareas
de articulación en la coordinación nacional de este
movimiento.4 En septiembre de 2010, debido a di-

3 Las ideas de comunes y punto cero en este texto están


inspiradas en trabajos de Silvia Federici.
4 Véase Philippe Revelli, «Os sem-teto às portas de São Paulo», Le
Monde Diplomatique, Brasi, 8 de noviembre de 2007, disponible en:
https://diplomatique.org.br/os-sem-teto-as-portas-de-sao-paulo-2/

58
ferencias políticas, que en ese momento tenían que
ver con la concepción de la organización, salí del
MTST y comencé a construir, en 2011, el movimien-
to Luta Popular,5 de l cual he sido parte hasta hoy y
que también realiza ocupaciones urbanas buscando
el derecho a la vivienda, así como ocupaciones de
tierras rurales para vivienda y agricultura familiar.
Las ocupaciones en las que ayudé siempre fue-
ran únicas; cada periferia —a pesar de los proble-
mas comunes— condensa una trayectoria particular
de personas y territorios con características propias.
Siempre han sido ocupaciones de grandes propie-
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dades urbanas ociosas, generalmente incrustadas


en áreas periféricas de la ciudad, que han reunido
a miles de personas que venían de situaciones de
alquiler casi insoportables, ya que consumen más de
la mitad de los ingresos de familias que viven con
hasta tres salarios mínimos.6

Mujeres de las favelas y sin-techo: ¿quiénes somos?

En Brasil, somos hijas del encuentro de mujeres es-


clavizadas y empobrecidas por la colonización, mu-

5 Véase el documental Ocupação Esperança reforça segurança


após ameaças de desconhecidos, noviembre de 2013, disponible
en https://www.youtube.com/watch?v=cX4aGKcDAso&feature=
youtu.be
6 Video «Ocupação Esperança, em Osasco, completa três
anos», 23 de agosto de 2016, disponible en https://www.youtu-
be.com/watch?v=BTJ-2XNqhRU

59
jeres despojadas y puestas en diásporas forzadas
que hicieron sus cuerpos hermanos a este territorio
en disputa. Negras, indígenas y afroindígenas —ex-
pulsadas de sus bosques, secuestradas de su conti-
nente y violadas— son el rostro de las comunidades
pobres que tejen, protegiendo la vida en medio de
los destrozos y donde, sin embargo, reconstruyen
tramas comunitarias.
Las favelas y las periferias de las grandes ciuda-
des brasileñas se formaron así. Son arreglos territo-
riales que provienen de multitud de choques, des-
alojos y nuevos intentos de reconfigurar la vida en
situaciones casi siempre peores.
Estos territorios encierran una yuxtaposición del
tiempo en capas, donde cada generación de muje-
res mantiene vivo el recuerdo de la masacre a la que
sobrevivió: desde la esclavitud de chivata a la escla-
vitud doméstica (entregadas a familias ricas como
empleadas), desde del matrimonio adolescente,
huyendo del hambre o de la sed, al trabajo en las
fábricas. Desde la cárcel, abandonadas, hasta el do-
lor de recoger en algún callejón el cuerpo de su hijo,
asesinado por las balas ya en régimen democrático.
Desde las escuelas disciplinarias de los cuerpos, se-
xistas y llenas de rejas, hasta las cárceles.

La violencia es la principal herramienta de acu-


mulación y de progreso —evidenciada en tiempos
de crisis, pero que cruza siglos—. El feminismo
ha hecho un gesto fundamental a cualquier inter-
vención que trata de romper con las estructuras
sociales que conocemos. El feminismo ha dado

60
carne y huesos a conceptos que se desarrollan en
nuestras vidas comunes, que se extienden a través
de todas las dimensiones, incluida la que han deno-
minado doméstica o privada, y que sustenta par-
te esencial de la reproducción de esta sociedad.
Encarnando en cuerpos el funcionamiento de los
engranajes que nos mortifican, el feminismo nos
revela un mosaico de mujeres latinoamericanas,
colonizadas, en su mayoría no blancas y con di-
ferentes trayectorias, vinculadas por la catástrofe
común del desalojo: el despojo que genera diás-
pora y desarraigo.
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Nuestros cuerpos y nuestros territorios están


abiertos a la extracción7 incesante que el capital lleva
a cabo para reproducirse, arrastrando todo con su
fuerza centrífuga que transforma la vida que encuen-
tra en algo cuantificable, intercambiable, en mercan-
cía, destruyendo y depredando lo que sea.
En nuestras cocinas se ven sus tentáculos, y la
comida, lista para comer, aparece como por arte de
magia si ocultamos el trabajo invisible de las muje-
res, ya lo sabemos. Pero ampliando la mirada, ve-
remos en nuestras favelas y comunidades las son-
das que transfieren vida y sangre de los pobres a
la ciudad oficial que, hermosa mercancía, oculta la
ciudad invisible de la que se alimenta. Son estruc-
turas similares a las que han dado poder civilizador
y progreso a algunas naciones, ocultando el trabajo
invisible de los pueblos esclavizados y explotados.

7 La idea de extractivismo en este texto está inspirada libremente


en las obras de Luci Cavallero y Veronica Gago.

61
El «robo» fundador de la colonización es en realidad
permanente.

El robo permanente y las favelas

Las favelas y las periferias se construyeron a través


la expulsión de los pueblos de las tierras comunes,
que a su vez se transformaron en activos económi-
cos y mercancía. Las poblaciones, expulsadas, no-
madearon por olas migratorias, arrastradas como
mano de obra a los procesos de industrialización
subasalariada, constituyendo ciudad en condiciones
precarias, reubicándose en asentamientos clandes-
tinos, colinas y periferias en busca de reconstruir la
vida. Las plantas buscan el sol y la vida busca una
forma de continuar.
La industrialización encontró, en Brasil, un país
territorialmente inmenso y un ejército de trabajado-
res disponibles que no tenían absolutamente nada,
porque fueron liberados de su condición de esclavos
pero no de su condición de humanos de segunda cla-
se, este sí un rasgo marcado de toda la clase traba-
jadora brasileña. Durante las décadas de 1960, 1970
y 1980, estos elementos ayudaron a diseñar nuestra
urbanización, produciendo también su complemen-
to ineludible, las favelas, la ciudad informal.
El derramamiento de sangre neoliberal de la
década de 1990 combinó transformaciones en el
mundo del trabajo con la crisis de las organizacio-
nes sindicales. En las favelas, las mujeres sufrieron
la violencia que acompaña al realineamiento capi-

62
talista. Lloraron en funerales de cementerios como
São Luis,8 en la periferia del sur de la ciudad de São
Paulo, mientras alimentaban, solas, a comunida-
des enteras y abrigaban —tanto cuanto podían— la
vida de los ataques de las balas, del hambre y de
las cárceles.
Las luchas en defensa de los territorios siempre
llevaron en sí mismas la defensa de la vida. Es sabi-
duría popular la conciencia de que no hay forma de
existir sin ocupar un lugar en el espacio y que este lugar
se constituye como nuestro territorio, desde donde
reedificamos comunidad, donde nos defendemos y
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nos rehacemos en defensa de los nuestros. Es ne-


cesario defenderse del hambre y del desabrigo y, por lo
tanto, comer y vivir son necesidades inevitables a la vida
que desea perdurar.
En los años noventa, a medida que aumentaron
las ocupaciones, los conflictos por el suelo urbano
se intensificaron, en un intento por detener los des-
alojos forzosos y las remociones. Las mujeres estuvie-
ron en todos los conflictos, anónimas e indispensables.
Bajo la niebla de una lectura patriarcal de qué
son las luchas, qué es organizarse, qué es político
y qué no, se ocultan los activismos de muchas mu-
jeres. Estos activismos invisibilizados —así como el
trabajo reproductivo y de cuidado— desaparecen de

8 El cementerio Jardim São Luiz ha enterrado 227,000 personas


desde 1981. En su mayoría jóvenes, negros o afrodescendientes.
Se encuentra al lado de otro distrito de barrios, Jardim Ângela,
que en 1996 fue declarado por la ONU como la región más
violenta del mundo debido a la cantidad de homicidios.

63
la narrativa que nombra las resistencias. Al mismo
tiempo, transfieren energías que alimentan a repre-
sentantes hombres y estructuras organizativas je-
rárquicas, incluso entre sectores progresistas. Sería
como otro momento de extractivismo patriarcal, pero
que tiene lugar en espacios supuestamente forjados
para contrarrestar la lógica extractiva del capitalismo.
Antes de pensar el feminismo, yo pensaba el te-
rritorio porque, organizada en movimientos de favela
u ocupaciones de tierra urbana, me impresionaba ver
que muchas elaboraciones acerca del «sujeto revolucio-
nario», acerca de la fábrica como espacio de organiza-
ción superior al barrio y sus consecuencias, no abarca-
ban todo lo que vivía yo.
El territorio ha sido tratado como elemento se-
cundario de la lucha de clases porque, para una cierta
lectura del capital, este no es el lugar de producción,
sino el de reproducción de la vida; y la vida como pers-
pectiva ha sido preterida por la óptica del trabajo y del
desarrollo. Por lo tanto, todas las actividades y relacio-
nes producidas allí se han descartado como interven-
ción política (potencial o concreta) y sus sujetos, en
su mayoría mujeres, han permanecido invisibles. El
movimiento feminista está, en este momento, rom-
piendo esta invisibilidad, porque incluso cuando se
le dio importancia a los conflictos de tierras urbanas,
este movimiento se llevó a cabo utilizando una cierta
gramática patriarcal que es incapaz de cosechar las re-
flexiones que le ofrece la realidad.
Una ocupación de tierra urbana puede suceder de
diversas maneras; la experiencia que alimenta este
texto es la mía, en ocupaciones que han proliferado

64
en territorios de las periferias de grandes metrópolis
brasileñas, desde el principio de los años 2000. La
presión sobre las economías domésticas convirtió el
alquiler en el principal costo de millones de familias
pobres que se ven atrapadas, cada mes, entre pagar el
alquiler o comprar alimentos. Muchas de estas están
encabezados por mujeres, ya sea insertadas de ma-
nera terriblemente precaria en el mercado laboral,
o manteniéndose a través de trabajos informales,
inestables, estacionales y / o ultra precarios.
Cuando llegamos a un terreno vacío, todo debe
hacerse, y al asumir un estado de conflicto permanen-
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te en el territorio del litigio, el Estado se presenta solo


como fuerza policial. Este actúa para salvaguardar
los derechos de propiedad de los especuladores in-
mobiliarios. Se deshace el fetiche de la racionalidad
masculina de las instituciones, las cuales se demues-
tran explotadoras, opresivas y crueles.

Todo debe hacerse y nadie más que nosotros los


ocupantes lo haremos. Las soluciones a los problemas
de agua, saneamiento, energía, infraestructura, seguri-
dad, alimentación, circulación, espacios comunes, en-
tre otros, se toman en nuestras manos en el ejercicio, no
siempre consciente, de ser nuestro propio gobierno.

Obviamente, las ocupaciones no son islas y su-


fren todas las contradicciones y problemas estruc-
turales que las rodean. Estas no son «zonas autó-
nomas» —lo que nos convierte en un pequeño
ejercicio de autogobierno en medio de la geografía
gobernada por lógicas que operan en contra.

65
Así, las ocupaciones funcionan como espejos de
la verdadera cara del sistema capitalista: la propiedad
y el lucro sobre todo, la vida no vale nada ante ellos y
el Estado existe para garantizar que esta lógica no cam-
bie. En guerra contra todo, las ocupaciones no se
mantienen sin una unidad práctica que se debe, pri-
meramente, a la necesidad imperiosa de vivir, pero
que, al unirse a miles de personas sin hogar un en
espacio común, se altera cualitativamente al despla-
zar el problema habitacional de la esfera privada al
espacio comunitario recién constituido.

El corazón en la cocina

La composición de las ocupaciones es innegablemen-


te femenina, no solo en cantidad sino también en el
grado de dedicación y actividad. Como las más preocu-
padas por el destino de su descendencia, las mujeres
se dividen entre las tareas domésticas, el cuidado de
los hijos, los subempleos y las actividades en las ocu-
paciones, imaginando —en el presente de sacrificio—
un futuro mejor, donde el fantasma del desempleo no
esté asociado al de vivir con niños en las calles.
Inmediatamente se produce la división sexual del
trabajo y mientras los hombres integran el trabajo de
construcción, seguridad, coordinación, articulación
«externa» y representación, las mujeres se instalan
en los trabajos de limpieza, organización, cuidado
de niños y cocina. Lo que pasa es que, así como las
ocupaciones evidencian el funcionamiento de las
instituciones, ellas también destacan la centralidad

66
de algunos trabajos como esenciales para el mante-
nimiento de la existencia, y el trabajo de las cocinas
se convierte en el más esencial para tod*s. En las
palabras de Aline, una joven ocupante, «[…] antes
de la ocupación, yo pensaba en cómo iba alimentar
mis hijos; después de la ocupación, pensábamos en
cómo alimentar a mil familias».
Sin recursos, las mujeres organizan grupos que
salen a los comercios y ferias para obtener donacio-
nes de alimentos para abastecer las cocinas comu-
nitarias. Escalas de trabajo están diseñadas sobre la
base de la capacidad de cada una para donar tiem-
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po; las comidas se preparan y sirven a tod*s.


Hechas de plástico o madera, las casuchas son
extremadamente precarias, un lugar reservado para
descansar y dormir, y todo lo demás sucede en el
espacio común de la tierra: no hay cocinas indivi-
duales, baños individuales, ni luz eléctrica indivi-
dual (por el riesgo de incendio) y ni agua del grifo.
Todas las tareas ocultas en el hogar están en exhi-
bición, a los ojos de tod*s, y las cocinas —lugar de
trabajo permanente, punto de referencia alrededor
del cual las personas se alimentan, lugar de comu-
nicación donde se pegan las advertencias y las de-
cisiones de asamblea— constituyen el corazón de
las ocupaciones.

Espejos invertidos

El espacio comunal de las ocupaciones supone una


cierta indefinición entre lo público y lo privado: la tie-

67
rra no pertenece al que la ocupa, pero no está ocu-
pada por el propietario; la casa es la tierra misma,
la propia ocupación en su conjunto y los límites del
núcleo familiar son transitoriamente dispersos en
las relaciones comunitarias, como una familia exten-
sa (con muchas contradicciones ahí presentes).
Esta aparente vaguedad parece facilitar que las
mujeres se autoorganicen y se sientan más seguras
para intervenir en los rumbos del cotidiano, simul-
táneamente de sus hogares y de su comunidad. Así,
las mujeres se insertan gradualmente en casi todos
los espacios colectivos, excepto aquellos que reco-
nocen como complejos y regidos por leyes externas
que creen no comprender, como la representación
pública y las mesas de negociación política o legal.
Ocupan todos los lugares donde la vida se repro-
duce, pero delegan a los hombres su «dirección» (o
bien son usurpadas). Luego viene un estado latente de
doble poder, porque quienes sostienen las dinámicas
vitales no disfrutan de ciertos aspectos del reconoci-
miento y la distancia que las mujeres mantienen res-
pecto de los espacios de representación-negociación
corresponde a la distancia de las «direcciones» en
relación al poder de reproducir la existencia.

Son las mujeres, no los «líderes», quienes cono-


cen las dificultades específicas de cada familia, quie-
nes conocen a los hijos de tod*s y la violencia sufrida
por muchas, así como las agresiones de los hombres
—incluso de los «representantes»—. Aunque los
hombres sean los narradores de la batalla colectiva,
son las mujeres las que proporcionan la información

68
clave que les permite articular el discurso.
En el entorno comunitario, las mujeres debaten,
se posicionan y aconsejan acerca de la violencia que
sufren ellas mismas u otras y, al desnaturalizar la
violencia, abren la puerta al cuestionamiento de las
jerarquías y la concentración del poder: no soportan
ser golpeadas y calladas, o ver golpeadas y calladas
a sus compañeras de trabajo.

Una gramática feminista de organización


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Sin una «dirección central» en la que se vean a sí


mismas y sus necesidades efectivamente represen-
tadas, las mujeres forjan una nueva gramática orga-
nizativa donde el trabajo colectivo y la ayuda mutua
son criterios más importantes que el reconocimiento
institucional. Esta es la razón por la cual, a menudo,
la autoorganización de las mujeres en ocupaciones
urbanas y favelas ha sido descalificada como despoli-
tizada e incluso prohibida por hombres líderes que las
ven como «disturbios» contra ellos. Esta autoorga-
nización está coherentemente alineada con el ejerci-
cio del autogobierno, el cuestionamiento del Estado,
del poder judicial y de la especulación, que subyacen
en el acto de ocupar: son los hombres quienes repre-
sentan —alimentando jerarquías que rechazan a las
mujeres— a quienes actúan con inconsistencia.
En las favelas, las mujeres se encuentran en los
centros de salud, en la entrada y salida de guarderías
y escuelas, en iglesias, huertos y ferias, en busca de
caridad y comida barata. En las ocupaciones, están

69
en las cocinas, en las marchas, trabajos de limpieza,
asambleas y ruedas de conversación alrededor de
los fuegos nocturnos. Su comunicación siempre ha
sido descalificada como chisme y no se limita a mo-
mentos oficialmente extraordinarios: es una comuni-
cación permanente que no reclama un solo difusor, es
comunicación viva a través de varios puntos dinámicos
de contacto sin establecer un momento, espacio o a al-
guien como la única fuente legítima de información.
A medida en que no se encuentran a sí mismas
en las instancias de «poder» y en la narrativa de
las comunicaciones oficiales, las mujeres son em-
pujadas a organizarse y actuar, produciendo redes
y modelos de organización no convencionales que
escapan a las jerarquías y que funcionan semiclan-
destinamente, al margen de las superestructuras polí-
ticas. Es por eso que, fuera del radar y sin un modelo,
podemos tejer respuestas autóctonas a partir de ne-
cesidades comunes, arraigadas orgánicamente. Estas
respuestas son nuevos comunes generados por nues-
tras luchas.

Ese funcionamiento impulsa una gramática po-


lítica en donde aparecen de manera muy central los
temas de salud, infancia, vejez, educación básica,
alimentación sana y suficiente, políticas de atención,
desalojos y violencia sobre territorios empobrecidos.
Este último evidenciado por el hecho de que las mu-
jeres son las principales portavoces en la lucha con-
tra el genocidio y el encarcelamiento: batallones de
madres, hermanas e hijas de hombres asesinados o
encarcelados con el alcance cada vez más profundo

70
y creciente del control sobre las poblaciones pobres
para que no se rebelen.
Todos estos temas —marginados en la gramáti-
ca masculina del trabajo y el desarrollo— son obje-
tivo primordial de la reorganización capitalista por
la que estamos atravesando. Este obliga a un nivel
más profundo en la escala de explotación y opresión
para mantener los lucros de las clases dominantes.
Aunque el capitalismo sea esencialmente patriarcal,
reconoce el peligro de esta gramática organizativa y
disputa, utilizando la cooptación, la domesticación
o la represión de los movimientos feministas. Así
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como al intensificar la violencia contra el muro de


las mujeres de las favelas que, en defensa de la vida,
actúan como barrera para la expansión del capital
con sus privatizaciones y medidas de «ajuste».
Más que eso: las mujeres empobrecidas, aunque
no se reconozcan en la palabra feminismo, cuando
son despojadas violentamente de casi todo, tocan
con sus cuerpos al punto cero, y emergen de él de-
fendiendo lo que queda de los mismos, al igual que
lo que aparece en la superficie, como la sustancia
que urge visibilizar y radicalizar en todas las luchas
anticapitalistas: la defensa de la vida.

Solo es posible defender la vida en su totalidad


si se está en contacto permanente con ella, sus con-
tradicciones y dimensiones más cotidianas e invi-
sibles; por lo tanto, no es posible concentrar poderes
legítimamente: concentrarse requeriría distanciarse y
la distancia obstaculiza la legitimidad. De esta lógica
surge, a veces, el cuestionamiento también de las

71
mujeres que quieren legitimarse desde privilegios de
clase, de jerarquías, o de la defensa de una supuesta
«racionalidad y pragmatismo político» que hace la
vista gorda de la reproducción de los mecanismos
machistas por parte de los líderes hombres y las or-
ganizaciones.
Estas redes y gramáticas feministas imponen
nombrar y hacer visibles todos los trabajos dispo-
nibles para servir a su existencia, poniendo en ja-
que las jerarquías entre tareas y los argumentos de
«autoridad técnica» o «teórica». Desmantelado el
fetiche, se les permite legítimamente hablar acerca de
los problemas de todas las mujeres que los viven, exten-
diendo la red feminista más allá de los lugares a los que
llega el término, arraigando su incidencia en la reali-
dad y renovándola con las nuevas contradicciones
y respuestas agregadas a cada nuevo momento de
expansión organizacional.

Revisitar —desde la perspectiva de esta gramá-


tica— la praxis de las mujeres en las favelas y ocu-
paciones es otro paso más que anhela rehacer la
unidad de la vida subordinada, entrelazando a mu-
jeres y a perspectivas diversas por vías impensables,
dentro de formas anacrónicas de organización que
han sido impermeables a los cambios que nos han
impactado como pueblos explotados a lo largo de
las últimas décadas.

Nuestra formulación abarca cada vez más dimen-


siones de la vida y la traducción de esta gramática
organizativa, en un desarrollo vivo y contradictorio,

72
se afirma en nuestra búsqueda de construir narrativas y
herramientas de lucha que puedan ser alteradas, com-
prendidas y operadas por cualquier mujer trabajadora,
favelada y madre.
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73
Apuntes para un feminismo antirracista
después de las caravanas de migrantes

Amarela Varela Huerta1


Para Guadalupe y para todas las niñas en Mesoamérica,
las que migran y las que consiguen quedarse

A modo de introducción2

En octubre de 2018 el mundo entero siguió el éxodo


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forzado de por lo menos una decena de caravanas


protagonizadas por más de veinte mil «migrantes»
en su mayoría hondureñ*s que huían de la miseria y

1 Es mamá. Doctora en Sociología por la Universidad Autónoma


de Barcelona. Es profesora/investigadora en la academia de
Comunicación y Cultura de la Universidad Autónoma de la Ciudad
de México. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores en
México. Ahora, investiga sobre migración y movimientos sociales,
migraciones de mujeres desde una mirada feminista. Ha publicado
el libro Por el derecho a permanecer y a pertenecer, una sociología
de la lucha de los migrantes (Traficantes de Sueños, Madrid; 2013) y
coordinado junto con Sandro Mezzadra y Blaca Cordero el volumen
colectivo América Latina en Movimiento (Traficantes de sueños,
Madrid, 2019). Ha publicado artículos académicos en revistas
indexadas y de divulgación científica.
2 Este trabajo fue concebido en el marco de un espacio de apren-
dizaje, sanación y contención feminista: el Diplomado de Estudios
Feministas Latinoamericanos de la UACM. Agradezco a mis compa-
ñeras y a mis profesoras ese espacio de escucha y diálogo.

75
la violencia, de las maras y de las maquilas del lugar
donde nacieron. Entre los caravaner*s, además de
hondureños, había nicaragüenses, estudiantes, fa-
milias de campesinos, que se fugaron de la persecu-
ción política del régimen de Daniel Ortega. También
los compusieron salvadoreñ*s, guatemaltec*s, fami-
lias garífonas que acumulaban en el cuerpo diversos
desplazamientos forzados.
Éxodo de familias, algunas de las cuales camina-
ban con niños que amamantan. Incluso había niños
y niñas no mayores de 15 años caminando solos
pero abrazados por los miles de caravaneros que
decidieron caminar en masa, fuera de las sombras,
a plena luz del día por las carreteras más peligrosas
del continente, esas que unen el circuito del extracti-
vismo minero, con la distribución de la industria de
la droga, con las grandes urbes fincadas a merced de
las maquiladoras de capital múltiple.
Y fue así que, entre octubre de 2018 y abril de
2019, los pueblos de las grandes capitales de
Mesoamérica vimos pasar por nuestra rutina coti-
diana contingentes de madres con niños en brazos,
mochilas al hombro y la determinación de huir de
pesadillas con una diversidad de actores y tramas.
Las mujeres que caminaban para preservar la vida
nos explicaron con sus cuerpos, con su caminar,
con sus carriolas, con palabras concretas pero aser-
tivas de dónde y de que huían, coincidiendo todas en
que sobre todo se fugaban de la reforma laboral en
Honduras, las microviolencias de sus «pares» (sus
maridos o familiares) o de la violencia de las maras,
los sicarios y/o la policía de ahí donde se fugaron.

76
Además, y de forma generalizada, de la intemperie
que provoca la impunidad con la que operan todos
esos actores frente a los gobiernos domésticos.
Las respuestas entre quienes escuchamos y vi-
mos a l*s caravaner*s fueron variadas: algunas de
nosotras ayudamos con agua, comida, refugio, ca-
minando por tramos con ellas, intentando viralizar
por las redes sociales las razones de su éxodo, el
proyecto de entregarse a la «migra» norteamerica-
na para demandar asilo político, refugio, papeles.
Muchas pusimos el cuerpo y llamamos a todos a
abrazar el caminar de los caravaneros. Considero
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muy importante dejarlo claro, la respuesta de las


personas, más allá de las organizaciones de la socie-
dad civil, de los pueblos que vieron pasar el éxodo
fue de solidaridad, activa y de apoyo manifiesto, lo
que llamamos «hospitalidad radical». También de
estupefacción. Las familias que vimos caminar nos
espejeaban en muchos sentidos.
En otros textos ya he propuesto la metáfora de
que las caravanas de 2018 son además de una forma
de autodefensa migrante, una novedosa forma de
transmigración en la región, un ejercicio de autocui-
dado colectivo (Glokner, 2019), una rebelión contra
el gobierno global de fronteras, más específicamente
contra los efectos del Plan Frontera Sur —la versión
mexicana de la política global que hoy intenta ges-
tionar las fronteras: externalización y securitización
(Varela, 2018).
Una de las metáforas que mejor expresan las
caravanas de migrantes, que intentaron desafiar
el neoliberalismo y la violencia que asfixia América

77
Central, es la que propuso el diario El Faro cuando
llamó a este éxodo un virtual «campo de refugiados
en movimiento». Nosotras completamos: el éxo-
do centroamericano puede ser explicado como un
virtual campo de refugiados en movimiento atrave-
sando un territorio en el que los gobiernos les han
declarado la guerra a sus ciudadanos empobrecidos
por el neoliberalismo.
Si bien estos éxodos recibieron muestras de xe-
nofobia institucional, pues las fuerzas policiales de
los países que atravesaron (Guatemala, México y
Estados Unidos) «cazaron», mantuvieron en deten-
ción sin debido proceso judicial y, finalmente, depor-
taron a buen número de núcleos familiares, hubo
también muestras de racismo social. Xenofobia
manifiesta que los pueblos migrantes de la región
opusieron de manera abierta en sus redes sociales,
en los medios masivos de información locales e, in-
cluso, con manifestaciones públicas en los lugares
por los que atravesaban.
Por todo ello, este trabajo se pregunta por los pro-
cesos sociales que, en forma compleja, se entrelazan
para explicar las motivaciones para los éxodos, las
condiciones en las que atravesaron las caravanas por
los países que transitaron y la respuesta abiertamen-
te contrainsurgente de los gobiernos de la región.
Preguntas que parten de una interpretación feminista
de las migraciones contemporáneas y que se plan-
tean como desafío más que teórico, abiertamente po-
lítico, a los movimientos de mujeres en el continente.
Este esfuerzo se ancla en el acompañamiento de
lo que llamamos «antropología de la emergencia»

78
(ReCruz, 2018), o el ejercicio de «caminar pregun-
tando» con los y las caravaneras. Una deriva investi-
gativa que sigue en proceso, tanto como que la vida
de esas familias sigue atrapada en dispositivos de
confinamiento y espera en las franjas fronterizas del
norte de México, dialogando ya a la distancia con
mujeres deportadas desde Estados Unidos y muje-
res que ya consiguieron atravesar las muchas y muy
militarizadas fronteras, para asentarse en ciudades
norteamericanas. Ciudades en las que los hijos que
caminaron con ellas ya van a la escuela y juegan en
los parques de barrios hiperprecarios, conviviendo
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con desplazados de muchas otras guerras globales.


Todas estas mujeres interlocutoras que conocí
en el marco de la Caravana o Éxodo centroameri-
cano de octubre de 2018, cuando acompañé como
activista, como madre mexicana, como profeso-
ra especialista en migraciones y como feminista
mesoamericana a las mujeres y a sus hijos que en
caravana, desafiaron la muerte, desacomodaron la
gramática de las migraciones, pusieron en crisis la
pornonecropolítica de la re/presentación de las mi-
graciones y nos recordaron a todas una forma de lu-
cha concreta por preservar del terror y la muerte la
vida propia y la de los hijos: la migración.
Así pues, en este ensayo me interrogo sobre la
naturaleza de esta nueva forma de agencia política
migrante, que es a la vez una novedosa forma de
transmigración y migración forzada. Haciendo uso
de la propuesta epistémica de la interseccionalidad
feminista (Viveros, 2016), adelanto pistas sobre
algunas de las preguntas motor del feminismo de

79
quienes somos antirracistas: ¿son las caravanas mi-
grantes una rebelión contra el gobierno global de las
migraciones? ¿Qué imaginario político se pone en
marcha en el acto de caminar en masa persiguiendo
la vida? ¿Qué palabras, conceptos, marcos referen-
ciales sirven para leer estos procesos y compren-
derlos en su complejidad? ¿Cuáles de estos marcos
quedan desbordados y cómo abrazar, además de
con la solidaridad hacia los caminantes, este nove-
doso fenómeno social desde la socioantropología
que piensa los movimientos sociales en lo contem-
poráneo?

Las luchas migrantes y los feminismos. Una apues-


ta por emparentarlos

En la literatura de las migraciones existe un subcam-


po que combina la sociología de los movimientos
sociales con la de los movimientos migratorios, a
esa mirada interdisciplinar la llamamos «sociología
de las luchas migrantes» (Varela, 2015). En un de-
bate amplio y multilingüe, esta sociología piensa la
acción colectiva de los migrantes, sus diferentes ex-
presiones y modalidades, estrategias, actores, alian-
zas y contextos. Pero ni ese andamiaje teórico da el
ancho para interpretar con la eficacia y en los tiem-
pos que esta, por otro lado, crisis humanitaria nos
demandó entonces, ni nos sigue ofreciendo claves
epistemológicas para interpretarla.
En ese sentido este ensayo es un esfuerzo en la
línea del activismo epistemológico al que nos inter-

80
pela la realidad. Una apuesta lo mismo política que
epistemológica (pues encontrar las formas de narrar
lo vivido también es político), porque la caravana,
las mujeres y los varones que la conformaron, los
niños que la caminaron, desacomodaron la «gramá-
tica de las migraciones» vigente hasta antes de su
caminar en masa.
Por gramática de las migraciones me refiero a
los discursos, pero también a las prácticas, con que
se comprenden, se narran y se gobiernan los movi-
mientos de personas en lo contemporáneo. Sin ser
exhaustiva en dicha gramática, existe una premisa
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(una fantasía compartida por diversos actores) de


que las migraciones pueden gobernarse para que
sean «seguras y ordenadas», para que obedezcan
las normas que el neoliberalismo ha impuesto
para atravesar fronteras y para que las personas,
que migraron o fueron desplazadas, permanezcan
en los lugares donde consiguieron asentarse de
forma «legal». A estas apuestas, las instituciones,
los expertos, los técnicos y uno que otro medio es-
pecializado llaman migration managment (Gosh,
2000). Apuestas aderezadas con el lenguaje del
derechohumanismo liberal que en las últimas dos
décadas ha engrosado la batería discursiva con la
que gobiernos, instituciones supranacionales y el
empresariado doméstico y multinacional han «en-
galanado» la suma de prácticas confinatorias para
migrantes, desplazados y refugiados en el mundo.
(Mezzadra y Neilsonm 2017).
Por ello, para interpretar en qué sentido las ca-
ravanas o los éxodos de familias centroamericanas

81
por Mesoamérica desafiaron hasta desacomodar
esta gramática de las migraciones, este trabajo se
plantea compartir con las luchas feministas contem-
poráneas unas primeras líneas de fuga que se con-
virtieron en hipótesis para la escritura de este texto.

Las caravanas de migrantes

En octubre de 2018 partió desde San Pedro Sula una


caravana conformada por familias hondureñas auto-
convocadas por redes sociales con rumbo a la fron-
tera de México y Estados Unidos. El objetivo de esa
caravana era muy concreto: atravesar tres países sin
pagar coyotes, caminando de día, todos juntos hasta
alcanzar las garitas de los pasos fronterizos que di-
viden América Latina de Estados Unidos, donde se
entregarían a los agentes migratorios estadouniden-
ses para demandar asilo político.
Organizadas en asambleas por departamentos
(provincias) o países, con el acompañamiento fiel y
continuado de monjas, antropólogas y jóvenes juris-
tas; presenciando la aparición furtiva de falsos profe-
tas, fueran periodistas, exdiputados, curas o jóvenes
activistas antifronteras. Conforme avanzó, la carava-
na fue creciendo en número de personas y en aten-
ción mediática hasta sumar más de 12 mil personas.
La mitad de ellas mujeres, niños y niñas, caminan-
do a destiempo de los contingentes de varones que
no las esperaban, durmiendo en las plazas o calles
de ciudades, en tramos carreteros sumamente pe-
ligrosos. Soportando temperaturas invernales por

82
las noches y deshidrataciones por calor extremo
durante el día. Siendo entrevistadas (pero también
acompañadas, abrazadas) por un ejército paralelo a
las burocracias y los agentes de migración: los y las
periodistas.
Esta caravana, que los propios caminantes lla-
maron después «Éxodo Centroamericano» atravesó
México (un país frontera y tapón que está deportan-
do a 9 de cada 10 personas que intentan llegar desde
Mesoamérica a Estados Unidos, gracias a las políti-
cas de «externalización de fronteras» MadeInUsa)
en cinco semanas. A pie. Caminando con mochilas
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y carriolas. Sufriendo fumigaciones «preventivas»,


hambre, sed, deshidrataciones, acoso policial. Pero
también develando con su caminar un país santuario,
construido de microprácticas de sus iguales, pueblos
de familias empobrecidas y subsumidas en lógicas de
terror por parte de ejércitos privados indirectos (con-
formados por sicarios y funcionarios públicos que tra-
bajan administrando diversas industrias criminales).
En el sur de México, la caravana fue recibida con
bandas municipales de comunidades indígenas que
además de ofrecer frijoles y tortillas, abrazaron con
música el éxodo que los dejaba estupefactos. En el
centro del país, el éxodo fue recibido en diferentes
puntos carreteros por grupos de ciudadanos que,
autoorganizados como cuando el terremoto de
2017, prepararon comida, acopiaron ropa de abrigo
o acercaron agua y suero a las familias que camina-
ban en el Éxodo.
Conforme se acercaban al norte, a Estados
Unidos, la solidaridad disminuyó y la xenofobia au-

83
mentó. Atravesando ciudades pequeñas y grandes
metrópolis, los y las caravaneras consiguieron lle-
gar a Tijuana. Hasta su llegada a la franja fronteriza
con Estados Unidos, la caravana pudo ser pensada
como un acontecimiento político. Cuando ya en esa
ciudad fronteriza se le confinó a la espera, cuando
se le acorraló hasta la asfixia, el Éxodo se configuró
como una crisis humanitaria en la que las familias
gaseadas por agentes norteamericanos representan
un síntoma del neoliberalismo contemporáneo.
Entender en qué sentido operó una contrainsur-
gencia contra esta nueva forma de lucha migrante,
al mismo tiempo que novedosa estrategia de trans-
migración, sería motivo de otro ensayo, pues el re-
acomodo de las estrategias regionales y domésticas
de los países involucrados es un tema complejo y en
constante redefinición. Pero, adelantamos, podría
definitivamente resumirse en torno a tres tipos de
respuesta: confinamiento, militarización y deporta-
ción masiva de familias.
Sigamos enfocándonos en interpretar el éxodo
como una práctica de insurgencia que desacomodó
la gramática de la industria del terror en torno a la
migración, pues arrebató un número aún no calcu-
lado de dinero a polleros, secuestradores y agentes
migratorios que extorsionan a los miles de migran-
tes que cada año intentan migrar o regresar a casa
(EEUU) después de ser deportados. El éxodo tam-
bién desacomodó la industria de las migraciones,
la industria carcelaria, la industria de la solidaridad,
la hospitalidad en la migración, porque desafió por
su volumen y por el protagonismo de los propios

84
migrantes las formas en como se ha gestionado el
tránsito de estos colectivos por México.

Así pues, propongo: el éxodo de familias de


Mesoamérica en caravana significó un ejercicio de
autocuidado colectivo que provocó un giro semántico
que todavía no encuentra signos precisos; y que, como
todos los giros copernicanos, se resisten a dejarse cris-
talizar en nuevos paradigmas. Otra vez, generando
más preguntas que respuestas: ¿Qué parte de las fugas
de estas mujeres son estrategias antipatriarcales que
abren horizontes de vida para quienes nos quedamos?
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¿Cómo abrazamos esas luchas las mujeres feministas?

Intuyo que entender el éxodo centroamericano


como acontecimiento político pasa por comprender
la potencia política de la imaginación que los carava-
neros desplegaron a partir de tres prismas:

La caravana como una rebelión. Donde el traba-


jo de Silvia Federici en torno a las rebeliones heré-
ticas que se opusieron hasta donde pudieron a la
transición epocal del feudalismo al capitalismo nos
da muchas pistas. Luchas de sujetos no ideológi-
camente conectados, pero cuyas prácticas latentes
manifiestas, las de las mujeres y el autogobierno
de sus cuerpos y sus recursos de sobrevivencia co-
tidianos, amenazaron al viejo y al nuevo régimen.
(Federici, 2004)

La caravana como un movimiento social de muje-


res preservando la vida. El feminismo comunitario de

85
Julieta Paredes (2014) y la lectura del sostenimien-
to de la vida por las tramas comunitarias que hace
Gladys Tzul Tzul (2016) pueden explicar la caravana
como una lucha de las mujeres por la vida.

La caravana como una insurgencia, de esas que


provocan cambios en la gramática de la multitud a
un ritmo diferente que las luchas trans y posmoder-
nas de la discoteca del posmarxismo, insurgencias
más a la manera de los ritmos del pachakutik que
nos dibujó Raquel Gutiérrez (2011). Luchas por la
autonomía que aseguren la sobrevivencia al margen
de la lógica de muerte del capitalismo neoliberal.

La caravana como una estrategia de autodefensa


migrante, de autocuidado colectivo (Glokcner, 2019),
como nuevo tipo de lucha migrante. Que es una for-
ma de recategorizar la agencia política migrante.
Considero que conforme juguemos las catego-
rías de cada prisma en diálogos poscaravaneros con
quienes lo protagonizaron, las intérpretes de las mi-
graciones y los feminismos iremos encontrando cer-
tezas, ecos, reflejos.

A modo de conclusión

En el marco del Primer Encuentro Internacional de


Mujeres que Luchan, celebrado en territorio zapa-
tista en marzo de 2018, luego de una intensa deli-
beración por parte de las ocho mil mujeres ahí re-
unidas de todas partes del mundo, se construyó el

86
acuerdo de mantenernos vivas y celebrarlo.3 De ahí
la relevancia de proponer las caravanas y éxodos de
familias desplazadas desde América Central por el
terror, la miseria y las microviolencias patriarcales
como una lucha de mujeres, además de una lucha
migrante.
Sirva pues este relato desde la retaguardia, que
se basó en seguir el caminar de los y las caravane-
ras desde el terreno y desde el ciberespacio, apenas
como cronista, como aproximación a un feminismo
migrante y antirracista que comienza a trazar agen-
da común de forma manifiesta, pero que abreva de
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los saberes de las luchas de mujeres que han preser-


vado, con diferentes prácticas, las tramas comunita-
rias que defienden no solo la vida de los amerindios
sino también a la naturaleza donde habitamos, la
madre tierra.
Una forma concreta de feminismo en el que las
protagonistas son mujeres y niñ*s que se mueven
para dejar atrás el terror y la miseria, que con la mi-
gración y las formas de autocuidado colectivo que
describimos antes aportan con sus estrategias, sus
luchas, sus devenires, sus dolores, sus rabias, sus
pesadillas, sus sueños, sus formas de nombrar la
barbarie y sus formas de sostener la esperanza, sus

3 Véase: «La Palabra Zapatista en el PEIM» en Luchadoras,


disponible en https://www.youtube.com/watch?v=vIAphvGwko8; y
«Decidimos vivir» en RompevientoTV, disponible en https://www.
jornada.com.mx/2019/11/01/opinion/024a1pol?fbclid=IwAR0Ypeg
ACmpL1qxmz_HH-yhubU88LPxddwC-z2SJkIKJbDoCPvw1tEvXadA;
consultados en octubre de 2019.

87
mecanismos para preservar la vida, sus fugas, nue-
vos repertorios de protesta y nuevos significados de
una apuesta del feminismo global: el derecho a vivir
una vida vivible.
Esta es pues una primera crónica que intenta te-
jer memoria de las caravaneras, si bien serán las mu-
chas Guadalupes, como la primera bebé nacida en el
éxodo, quienes, ya desde las universidades mexica-
nas y estadounidenses, a las que llegarán como inte-
lectuales orgánicas como dice Aurora Levins (2004),
quienes podrán narrar las genealogías de las luchas
de sus abuelas por mantener con vida a sus madres,
con vida y a salvo de las maras, de los narcos, de los
novios que golpeaban bien bolos (borrachos).
Que sirva pues este ejercicio de memoria como
un epílogo de lo que hay que propiciar desde las uni-
versidades y los feminismos que habitan las aulas:
las narraciones de las hijas del éxodo. Para que todas
las Guadalupe que nazcan en campos de refugiados
en movimiento elaboren sus tesis de grado con re-
latos sobre las luchas de sus madres; cuando, pasa-
dos los años, consigan acomodar las violaciones, el
encierro en hieleras donde los separaron, los años
que vinieron después de la «creíble» o la entrevista
para justificar su petición de asilo con jueces nortea-
mericanos, el tiempo con el grillete que las convirtió
en instrumentos de delación, en literales dispositi-
vos necropolíticos sembrados en comunidades que
las evitaron por el miedo de ser ellas mismas deteni-
das y deportadas, los tiempos difíciles de las tardes
del homework en que apenas pudieron asistirlas por
su monolingüismo, ese que se produce si trabajas

88
«sin papeles» o ilegalizada por el Estado y el merca-
do en jornadas de hasta 12 horas por 20 años, y en
los que te comunicas con tus pares en castellano y
por eso no aprendes inglés.
Guadalupe, sus amigas, sus primas que llegaron
después con coyote, o las que la estaban esperan-
do del otro lado del muro, serán ellas las que nos
cuenten, en sendos trabajos autobiográficos y etno-
gráficos qué carajo fue la caravana migrante en cuyo
marco sus madres, sus hermanas, sus primas y ellas
mismas consiguieron el derecho a seguir vivas y, si
bien explotadas y creciendo en medio de sociedades
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hiperracistas, también felices, festejando


Mientras llegan estas niñas, y todas las que so-
brevivan a la guerra total contra los migrantes que hoy
despliegan los gobiernos y ejércitos privados indi-
rectos de muchos países, trataremos de compren-
der ese momento histórico que propongo entender
como giro gramatical en donde las víctimas se vol-
vieron «caravaneras» y nos enseñaron a muchas
mujeres, madres, hijas, compañeras, que ellas, a su
manera practican un feminismo emergente, migran-
te y antirracista. La vida en diáspora que consiguió
fugarse del terror.

89
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91
Nuestras luces en la penumbra: potencia
feminista y urgencias destituyentes

Alondra Carrillo Vidal1 y Javiera Manzi Araneda2

Previo al 8 de marzo de 2019 y a la imagen que


cristalizaría las largas jornadas de trabajo, los diá-
logos extenuantes, las articulaciones múltiples
y los desvelos comunes, la impresión más recu-
rrente con la que nos encontrábamos al plantear
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la idea de una huelga general feminista era la in-


credulidad. No es de extrañar. Hablábamos de
huelga para llamar a paralizar trabajos que nunca
habían sido considerados como tales, hablábamos

1 Feminista, vocera de la Coordinadora Feminista 8M de Santiago,


Chile. Psicóloga clínica y parte del Grupo de Estudios Feministas
(GEF), desde donde desarrolla iniciativas de traducción e investi-
gación; junto al equipo buscan contribuir al desarrollo de un mar-
co epistemológico feminista socialista sobre la violencia de géne-
ro. Tuvo a su cargo la traducción y edición del dossier “Género
y Capitalismo: Debate en torno a Reflexiones Degeneradas”.
Militante de Solidaridad Feminista Comunista Libertaria.
2 Feminista, vocera de la Coordinadora Feminista 8M de Santiago,
Chile. Socióloga, archivera docente y curadora independiente.
Investiga los cruces entre cultura visual, política y movimientos
sociales desde los años 70 en América Latina. Co-autora del libro
“Resistencia Gráfica. Dictadura en Chile. APJ y Tallersol” (LOM,
2016). Actualmente es coordinadora de la Red Conceptualismos del
Sur e integrante del colectivo del Centro Social y Librería Proyección

93
de huelga para nombrar eso que aparecía como un
deseo incluso en quienes pensaban que nunca po-
drían parar. Planteamos este proceso en un país
donde el derecho a huelga no existe debido a las
transformaciones neoliberales que la redujeron a
su mínima expresión. Donde la expansión del tra-
bajo precario e informal ubica un límite de entrada
a las posibilidades de una acción colectivamente
organizada, que pudiera enfrentar los costos y las
tareas propias de una huelga efectiva. ¿Cómo no
iba ser incredulidad la respuesta cuando la repo-
sición de esta herramienta, se levantaba en clave
de proceso desde el movimiento feminista y no,
como pudiera haberse pensado, desde las voces
históricamente autorizadas para nombrar las he-
rramientas propias de la clase trabajadora? En esa
realidad, el llamado a la huelga general feminista
parecía una quimera, un delirio o simplemente un
ruido inaudible.
Las miles que fuimos haciendo nuestro este pro-
ceso y lo empujamos desde todas partes, viéndolo
multiplicarse con la capilaridad propia del impul-
so feminista, avanzábamos ante esa incredulidad
como quien avanza a tientas en un terreno oscuro.
Nos guiaba una suerte de convicción compartida
que nos llevó a caminar juntas, sostenidas por una
superficie que íbamos sintiendo, a cada paso, lo
suficientemente firme. Un soporte hecho de todas
las experiencias históricas de esta y otras latitudes
sobre las que descansaba la certidumbre de nues-
tra apuesta, como la expresión de una voluntad que
era, a su vez, expresión de una necesidad y un de-

94
seo, de un pensamiento colectivo en pleno proceso
de despliegue.3
La forma que asumió el llamado a la huelga en
nuestro país tuvo, desde el inicio, un tono singu-
lar que hoy atraviesa las caracterizaciones que se
desarrollan en otros territorios. Se trata de la par-
ticularidad de concebirla como general y feminista
y desplazar con ello la clave instalada hasta el mo-
mento en otros países en la forma del paro nacional
de mujeres. Esa particularidad se sitúa en parte en
las condiciones excepcionales de hablar de huelga
en un territorio como el nuestro, que convertía al
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llamado en una necesaria paradoja que desafiaba


la lógica inmediata y nos daba ocasión para torcer
su sentido restrictivo. Lo dijimos así: «Nos iremos a
la huelga en un país que nos la niega, para recupe-
rar y reinventar esa herramienta crucial en la lucha
política por una vida distinta».4 Fue precisamente
esa paradoja la que nos llevó a decir que para po-
der recuperar esa herramienta era necesario que la
huelga no fuese una sola cosa: la huelga debía con-
tener tantas formas de movilizarse como realidades
desde las cuales pensar nuestra participación, con
toda la radicalidad en que ello fuese posible. Por eso
fue que inventamos más de 100 formas de hacer
huelga, haciendo eco de la creatividad e imaginación
desplegada previamente en lugares como España
y Argentina. Huelga general feminista mediante la

3 Columna: «Este 8 de marzo la Huelga Feminista, ¡Va!»


publicada en The Clinic online el día 8 de enero de 2019.
4 Ibídem.

95
huelga de consumo, la huelga de cuidados, el paro
efectivo y el desarrollo continuo de una jornada de
protesta. La huelga, en fin, como una interrupción
de la normalidad, de esa normalidad que sindica-
mos desde el inicio como el problema y cuya impug-
nación encontraría su eco, luego, en las paredes de
la revuelta.
Porque no nos interesaba la posibilidad de ser
reemplazadas durante esa jornada en el inagotable
circuito de la explotación, productiva y reproductiva,
y porque íbamos a hablar de todo y expresar nuestra
fuerza en todas partes, le llamamos a esta huelga
una huelga general. Y le llamamos al mismo tiempo
general y feminista, más allá de la aparente contra-
dicción en que esto se le presenta a algun*s, porque
seríamos mujeres y disidencias —lesbianas, trans,
travestis, no binari*s—, quienes protagonizaríamos
este llamado que dirigimos al conjunto de la socie-
dad. Pondríamos por delante el programa contra la
precarización de la vida que construimos juntas en
el primer Encuentro Plurinacional de Mujeres que
Luchan.5 Una reflexión feminista que al ser transver-
salizada en las orientaciones y reivindicaciones de
los movimientos sociales, hizo de nuestras vidas, di-
versamente situadas y atravesadas por complejos de
violencias múltiples, un problema político.
La centralidad en la noción de precarización de
la vida surgió al momento de analizar que, tras años
de movilización feminista, estábamos inscritas en

5 Encuentro que hoy lleva el nombre de «Encuentro Plurinacional


de las y les que Luchan».

96
un relato que nos narraba como víctimas de las vio-
lencias que habíamos salido a denunciar y gritar a
viva voz, agotando desde allí nuestra capacidad de
hablar de nosotras mismas. Con la intención de mo-
vernos de ese lugar, en enero de 2018 nos llamamos
a pasar a la ofensiva como sujetas políticas. Nos lla-
mamos a hablar de nuestra vida entera, y de cómo la
violencia patriarcal es inseparable e incomprensible
por fuera de todas las condiciones de esa vida que
queríamos cambiar en su totalidad. La precarización
de un sistema de salud público colapsado y desfi-
nanciado, y de un sistema de salud privado con-
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trolado por empresarios fundamentalistas que nos


niegan el derecho a decidir sobre nuestros cuerpos
y vidas; de la imposibilidad, permanente y crecien-
te, de acceder a la vivienda; del trabajo precario y
flexible como respuesta neoliberal para nuestra «in-
tegración» al mercado laboral; de un extractivismo
depredador que persigue y asesina a quienes luchan,
que fuerza a migrar de nuestros territorios o a vivir
expuestas a la contaminación y sus efectos en las
vidas de nuestras comunidades; de un sistema de
pensiones diseñado para la especulación financiera,
estructuralmente ciego al trabajo reproductivo, de
crianza y de cuidados; de una legislación migratoria
racista que crea terrenos de absoluta vulnerabilidad
y desprotección; de vínculos personales imposibili-
tados de gozarse, por la falta de tiempo y espacio
para compartir la vida misma, por la persecución
lesboodiante, por los mandatos binarios que ri-
gidizan nuestras formas de desear y de habitar el
mundo; en fin, estas y otras múltiples formas de

97
violencias que estructuran nuestras vidas y que solo
se acentúan con el tiempo. A ese entramado subte-
rráneo, visible indefectiblemente como resistencia y
límite a nuestra acción contra la violencia patriarcal,
le llamamos precarización de la vida. Nos propu-
simos luchar contra ella, mediante la huelga como
proceso, y abrir de ese modo un nuevo momento en
la historia de nuestro país, en sintonía con el vértice
histórico que veíamos abrirse en todo el mundo ante
un escenario de crisis global. Una crisis que, sabía-
mos, no haría sino agudizarse.

La revuelta en la revuelta: feminismo y urgencias


destituyentes

Al inicio de la semana de ese primer 8M de huel-


ga, temprano por la mañana del lunes 4 de marzo,
centenares de mujeres y disidencias realizamos una
acción que quedaría marcada en la memoria colec-
tiva. Coordinadamente y moviéndonos una vez más
como un mismo cuerpo, intervinimos la red del
Metro de Santiago para hacer aparecer, sobre ella,
una nueva red articulada con la memoria de las que
nos habían antecedido. Muchas y al mismo tiempo,
cambiamos los nombres de más de 50 estaciones
de metro encontrando la confianza en nosotras mis-
mas y en nuestra capacidad de intervenir una ciudad
que no nos nombra. Hoy, que miramos ese momen-
to atravesadas irreversiblemente por la experiencia
de la revuelta popular, salta a la vista la reiteración
del Metro como un lugar en el que se escenifica la

98
imagen que condensa el gesto de rebeldía que ante-
cede el momento del estallido. Nosotras, nosotres,
irrumpiendo en el espacio público con una memo-
ria viva: la de sindicalistas, feministas obreras de
la pampa salitrera, defensoras de la tierra, el agua
y las semillas, travestis, artistas, intelectuales, par-
tisanas, mapuche, pobladoras. Esa, nuestra apari-
ción pública, fue la imagen condensada que anticipó
el 8 de marzo en que tendría lugar la movilización
más grande de la posdictadura en Chile. Sería lue-
go, en octubre, que las y los estudiantes secundarios
se abrirían paso entre las rejas de una estación de
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metro, saltarían los torniquetes, se deslizarían bajo


ellos y harían aparecer una imagen que fue el antece-
dente del salto destituyente de la revuelta.

En los primeros días del estallido, las calles y mu-


ros de Santiago y de las distintas ciudades y pueblos
de Chile sufrieron un cambio de piel. Los muros que
solían sostener el mandato higiénico del borramien-
to permanente a toda intervención callejera, fueron
desbordados por rayados de distinto color y forma
que compartían la expresión más intensa de un mo-
mento de negación colectiva. Caligrafías anónimas
que cubrieron de consignas las paredes de bancos,
instituciones públicas, farmacias, negocios, uni-
versidades y panderetas con la necesidad cierta de
decir no muchas veces y de todas las maneras po-
sibles a una normalidad que nunca fue la deseada
y que siempre fue el problema. Se expandía como
un contagio latente a partir de la consigna abierta
del «NO+» y la multiplicidad de sus apropiaciones:

99
«No + abusos», «No + represión» «No + muer-
tes» «No + AFP», «No + educación de mercado»,
«No + TPP11», «No + miedo», «No + sexismo en
la educacion», «No + impunidad», «No + deudas»,
«No + femicidios». Fue, esto también, un eco de un
momento anterior, cuando en 1983, a diez años del
Golpe de Estado, el Colectivo de Acciones de Arte
(CADA) realiza su primer llamado a la «Acción No
+», haciendo aparecer los gritos ahogados por la
censura y la represión del régimen que anticiparon
la ruptura que vendría con las jornadas de protesta
nacional. En pleno estallido, los «no +» vuelven a
emerger y a prefigurar una vez más el deseo de otra
vida, de una vida sin miedo, de una vida mejor.

Este momento destituyente desató la embestida


no sólo al presente, sino también a las continuida-
des de la violencia colonial en la ciudad. Destituir
tomó esa forma material del derrumbe de una his-
toria patrimonializada en monumentos de inva-
sores y patriarcas. Cristóbal Colón en Arica, Pedro
de Valdivia en Temuco, Francisco de Aguirre en La
Serena, entre otros insignes, que cayeron como par-
te de un acontecimiento que fue poética y épica de la
potencia descolonizadora de la revuelta. Hacer caer
estos símbolos del orden, esos que se pensaban
imperturbables fue una de las demostraciones más
poderosas de lo irreversible de este momento. Las
ciudades no volverían a ser las mismas.
Lo que estaba en curso, incluso antes de levanta-
miento del viernes 18 de octubre, es la potencia de
lo que hemos nombrado como un momento desti-

100
tuyente. Saltar el torniquete devino en una imagen
que hizo de la desobediencia civil de secundarias y
secundarios, frente al alza del transporte público,
un acontecimiento político popular del que tod*s
nos hicimos parte. Y así como los rayados carga-
ban el filo de una poética insurgente, las cuñas en
televisión ya mostraban la transversalidad de la
impugnación que se avecinaba. Quizás una de las
más elocuentes es la realizada en el contexto de un
matinal televisivo por parte de una vecina en la es-
tación del Metro Plaza de Maipú: «Yo no estoy de
acuerdo que estén diciendo que esto es vandalismo.
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Esto no es vandalismo. La gente está protestando


porque ya no damos más de los robos. Nos roban
de las AFP, del agua, “la luz” y más encima los pa-
sajes. Todo el año han estado subiendo los pasajes.
Nosotros somos de la tercera edad y no nos alcan-
za como para estar pagando tanto pasaje. Así que
yo se lo digo a ustedes».6 Lo que apareció enton-
ces fue un giro radical en clave de lucha de clases
a las políticas sectorizadas y de focalización que la
transición había instalado para resolver demandas
puntuales, ajustes medios e impugnaciones parcia-
les con reformas acotadas y sostenidas en un mode-
lo subsidiario. Como si se hubiese vuelto ciega de
pronto a la distancia entre sus políticas focalizadas
y la pulsación creciente de nuestra vida toda y de su
potencia cada vez más incontenible, la ministra de
Transporte declaró el 15 de octubre sobre las y los

6 Intervención en el Matinal «Bienvenidos» durante despacho


en vivo, la mañana del 18 de octubre de 2019.

101
estudiantes: «No tienen un argumento, no aumentó
la tarifa para ellos». El subsecretario del Interior, por
su parte, con igual ceguera aparente, planteó: «Me
llama la atención que el pasaje de metro no subió
para los estudiantes, y ellos toman esa causa como
una forma de protesta».7 La respuesta más contun-
dente pudo verse en las mismas estaciones, donde
contra todo pronóstico, la reacción ante las jorna-
das de evasión masiva fuertemente reprimidas, fue
la entonación multitudinaria de un canto de otros
tiempos que sonaba una vez más con una actuali-
dad inesperada: «El pueblo unido, jamás será venci-
do». Nunca fueron 30 pesos.

El rechazo a las condiciones precarias del presen-


te y la incertidumbre general ante un futuro sosteni-
do en deudas y créditos fue parte de este primer im-
pulso de la irrupción. Los No+ se diseminaron como
los rastros de una inundación irreversible, lo que, en
palabras de Sarah Ahmed, muestra la intensificación
de algo que no es otra cosa que aquella insistencia
muy propia del feminismo donde el no, lo sabemos
bien, es un trabajo político. Una vez más tenemos la
necesidad de decir que no varias veces, incluso de
decir «No es No» como hemos gritado antes para
afirmar el lugar de nuestra voluntad frente al abuso.
Decir que no a una forma de vida para destituirla,
para destituir la represión policial y la persecución

7 Véase https://www.elmostrador.cl/dia/2019/10/15/gobierno-
cuestiona-evasiones-masivas-de-estudiantes-en-el-metro-no-
aumento-la-tarifa-para-ellos/

102
estatal, destituir la gobernabilidad neoliberal, la nor-
malidad transicional y la tecnocracia como adminis-
tración de lo mismo, destituir al fin la precarización
de nuestras vida y todas la violencias que atraviesan
nuestros cuerpos. Destituir es necesariamente ima-
ginar otro posible y comenzar a constituir sus, nues-
tras, formas en el proceso.
Nuestras formas, aquellas que habíamos esta-
do experimentado y ensayando durante los últimos
años, irrumpieron como síntesis histórica en un
momento crucial del estallido. La potencia feminista
reverberó como una revuelta dentro de la revuelta
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el viernes 29 de noviembre en que nos convocamos


desde distintos territorios a replicar en todas partes
la performance: «Un Violador en tu Camino» del
colectivo Las Tesis. En esos días la incertidumbre
sobre el porvenir de la protesta aparecía como una
inquietud insalvable: «¿Qué venía ahora?». Y fue
entonces ese temblor del pavimento caliente con
el coro rotundo de cientos de mujeres y disidencias
gritando al unísono «el violador eres tú», bailando
«y la culpa no era mía, ni dónde estaba, ni cómo
vestía», y apuntando a los responsables de la vio-
lencia política sexual, «son los pacos, los jueces, el
presidente», lo que nos trajo una vez más la certeza.
La certeza de que no volveríamos a callar, ni a dejar
que pasara a un segundo plano la urgencia que te-
níamos por no vivir más bajo el signo de la violen-
cia y al mandato de vivirla como un asunto privado.
La transformación radical de las claves de la política
traía consigo, para nosotras, la necesidad imposter-
gable de que esa experiencia que nos había moviliza-

103
do, en este momento crucial de apertura, tuviese el
lugar que le correspondía. Y fue con esa potencia de
lo ineludible que volvimos a hacer aparecer la fuerza
de nuestra acción política como presencia, como de-
nuncia, como grito de guerra.
Han pasado ya cuatro meses desde que estalla-
mos, y nos parece necesario reafirmar la cualidad
destituyente de la revuelta popular. Radica en ello su
potencia como un momento de imaginación radical
que lejos de anticipar respuestas o cierres preesta-
blecidos, abrió y sigue abriendo cursos aun inespe-
rados sobre las formas de hacer política y sostener
la vida. Lo político se expande así como una activi-
dad que toma las calles y las plazas, los espacios
de deliberación se intercalan con redes de cuidado,
la elaboración de demandas y propuestas no es ya
tarea de iluminados o del congreso, es tarea de ve-
cinas y vecinos, de compañer*s de marchas, de la
primera línea, de sindicalistas, de secundari*s, de
poblador*s, de amig*s y de tant*s que se han apren-
dido a conocer y construir junt*s en estos cuatro
meses de revuelta. Es por ello que insistimos en lo
destituyente, por la necesidad de sostener esta di-
ferencia tras el acontecimiento de octubre, frente a
la repetición de lo mismo que en Chile conocemos
muy bien como «la medida de lo posible».

Nuestras luces en la penumbra

Las claves en que se ha desarrollado el debate político


en nuestro país han desplazado el énfasis hacia los

104
desafíos constituyentes de la revuelta; como feminis-
tas hemos sido parte de esa reflexión y de ese deba-
te en múltiples espacios. Sin embargo, nos interesa
relevar aquí este afán destituyente que se convirtió
muy pronto en una de las cuestiones que más rápi-
damente se intentó sofocar y sustituir por propues-
tas que pudieran «conducir» en clave afirmativa las
«demandas» de la revuelta. Frente a esta tendencia,
encarnada por diversos actores sociales que veían en
esta «pura negatividad» una falencia a ser solventada
por las «claridades» de una orientación política «se-
ria», como feministas opusimos una lectura diversa:
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la necesidad de contribuir a seguir haciendo avanzar


esa potencia negativa que permitía ir profundizando
la apertura histórica que constituye este momento.
Contra quienes nos llamaron a vaciar las calles para
demostrar esa supuesta «conducción y disciplina» se
pronunció la realidad incontestable de un 25 de octu-
bre en que salimos millones a llenar las calles desde
Plaza de la Dignidad. Fueron esos momentos los que
nos permitían avanzar pronunciando un NO rotundo
que era sin embargo, al mismo tiempo, todo menos
una desorientación sino, como en otros momentos
que nosotras mismas habíamos protagonizado, una
luz propia. La demostración de nuestra potencia bus-
cando los caminos por los cuales conducir su fuer-
za, sin que hubiese nadie que pudiera decirnos hasta
dónde podríamos llegar si seguíamos insistiendo en
la porfía compartida de rebelarnos.

El 15 de noviembre se suscribió en nues-


tro país un Acuerdo por la Paz Social y la Nueva

105
Constitución. En medio de un escenario de terro-
rismo de Estado, se desarrolló este pacto político
entre diversos sectores del parlamento8 que com-
prometieron con esto sus voluntades de sostener
al gobierno criminal de Sebastián Piñera,9 a cambio
de la posibilidad de reescribir la Constitución de la
República. Ante esa búsqueda en la que estábamos
inmersas, ante esa exploración que nos iba dotando
de orientaciones propias, el Acuerdo fue como apa-
gar la luz. A ese apagón le siguió un despliegue en el
terreno mismo de la imagen: la plaza de la Dignidad
cubierta de un manto blanco como el eco ominoso
de las operaciones de limpieza en la dictadura. Una
acción concertada y continua de la prensa que ex-
presa sin tapujos los efectos de su monopolio. Una
política legislativa, amparada por casi todos los sec-
tores que participan en la política institucional, para
cerrar filas en la defensa de sí mismos y garantizar la
plena legalidad de la persecución política. La inten-
ción deliberada de devolvernos una imagen opaca
en la que no podamos vernos, de confundirnos, ha-
cernos vacilar, retroceder y acatar las nuevas condi-
ciones de lo posible.
Afortunadamente, las feministas habíamos cami-
nado ya alguna vez a tientas. Habíamos ensayado
la confianza en los pasos que damos a oscuras, sin

8 Que cuentan, al día de hoy, con un 2 % de aprobación por


parte de la población.
9 Que cuenta, al día de hoy, con cinco informes de misiones de
derechos humanos que demuestran la vulneración sistemática
de derechos humanos en el contexto de la revuelta.

106
más retroalimentación que la sonoridad de nues-
tras propia s voces orientándonos en la penumbra.
Habíamos descubierto la potencia de ir encendien-
do luces propias que nos permitieran trazar los
contornos de nuestro cuerpo colectivo. Podemos
reconocer este trayecto en el que nos vamos cons-
tituyendo como fuerza y en el que vamos constitu-
yendo nuevos horizontes políticos. Hoy, que somos
parte y latido interior de una revuelta en pleno curso,
podemos volver a encender esas luces tenues con
las cuales vernos, volver a poner por delante la in-
certidumbre sobre lo que podemos. Ese temblor con
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el que se anticipa nuestro inminente reventar puede


ser la devuelta de la confianza que necesitamos con
urgencia.

Ahora que estamos juntas, ahora que sí nos ven.

107
Tejiendo caminos: del paro nacional al
Parlamento Plurinacional y Popular de Mujeres
y Organizaciones Feministas del Ecuador

Kruskaya Hidalgo Cordero, Alejandra Santillana Ortiz y


Belén Valencia Castro1

¡Si Dolores y Tránsito vivieran,


con nosotras estuvieran!
¡Somos las nietas del primer levantamiento!2
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Escribimos desde un nosotras que ensambla no


solo a las tres voces que escriben este texto, sino
que entreteje las conversaciones cotidianas, asam-
blearias y situadas que han ido surgiendo en el paro
de octubre y luego de este. Conversaciones colecti-

1 Las biografías de las autoras, por una cuestión de extensión,


fueron colocadas al final del apartado.
2 Consignas cantadas en la marcha de mujeres del 12 de octubre
de 2019 en medio del paro y el levantamiento. Dolores Cacuango
y Tránsito Amaguaña son dos referentes históric*s de la lucha
indígena y popular en Ecuador. Nacieron a inicios del siglo XX,
se formaron en los sindicatos agrarios, crearon la Federación
Ecuatoriana de Indios, FEI en 1944 y dirigieron la primera huelga
de trabajadores en Olmedo, Cayambe. Son símbolos de lucha
y organización, tanto para el movimiento indígena y el campo
popular, como para un feminismo de clase y anticolonial que ha
ido surgiendo en los últimos años. Por último, la memoria del
levantamiento indígena de 1990 acompañó la movilización de
octubre y conectó dos procesos históricos que cambiaron al país.

109
vas que se dan en la cama, la casa, las asambleas,
los parlamentos y la calle. Diálogos que han llevado
a profundizar nuestras vivencias de rebelión, lucha
y combate frente a las violencias ejercidas por el
Estado ecuatoriano y el gobierno de Lenin Moreno
sobre los pueblos y cuerpos, nuestros cuerpos-terri-
torios, y sobre todas las esferas de nuestras vidas.

Las reflexiones de este escrito surgen de las con-


versaciones, debates, vivencias y sueños que se han
gestado colectivamente frente a dos procesos que tu-
vieron lugar en Ecuador entre 2019 y 2020 y que mo-
dificaron de manera profunda, el sujeto múltiple, la
correlación de fuerzas y el carácter de lucha en el país:
el paro nacional de octubre del 2019 y el Parlamento
Plurinacional y Popular de Mujeres y Organizaciones
Feministas del Ecuador. Este texto es un ensayo en
voz alta, que propone algunas pistas e intuiciones,
para pensar desde el feminismo, el momento actual
de movilización y organización social en nuestro país.

La restauración conservadora y el retorno de la


noche neoliberal

El 1 de octubre de 2019, el presidente del Ecuador,


Lenin Moreno, anunciaba el Decreto 883, que incluía
seis medidas económicas y doce reformas económi-
cas y laborales, tras la firma en marzo del mismo
año, de un acuerdo entre el Estado ecuatoriano y el
Fondo Monetario Internacional (FMI) para acceder a
un primer crédito de 4.200 millones de dólares.

110
Entre las medidas del Decreto, figuraba la elimi-
nación de los subsidios al diésel y la gasolina. En
una economía dolarizada como la ecuatoriana, los
costos de producción son sumamente altos. Una
medida de tal envergadura, implicaba un impacto
directo en la elevación generalizada de los precios,
mucho más cuando el 40 % de la producción está
fuertemente ligada a los combustibles. A nombre
de transparentar los costos y de organizar la política
económica del Ecuador alrededor del ajuste fiscal,
la eliminación de los subsidios significaba un in-
cremento en el precio del transporte y en los cos-
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tos de movilización, y esto a su vez en el precio de


los alimentos, los medicamentos, las herramientas
de trabajo. ¡El pueblo sabe que, si sube la gasolina,
sube todo! Y es que una medida como esta afecta
la vida de los sectores populares, de l*s pequeñ*s y
median*s productor*s, de las capas medias precari-
zadas. Como parte del Decreto, se incluía la reforma
en los contratos ocasionales que se renovarían con
un 20 % menos de remuneración (recordemos que
son mayormente las mujeres las que cuentan con
este tipo de contratos). Este paquetazo se enmar-
ca en una política sistemática de reducción del sec-
tor público. Paralelamente, el gobierno de Moreno
establece la devolución automática de los tributos
para los grupos exportadores, condona por quinta
vez las deudas fiscales de los empresarios y deter-
mina la eliminación del anticipo del impuesto a la
renta. Es decir, los grandes beneficiarios de lo que se
denominó paquetazo neoliberal eran las élites eco-
nómicas del país, mientras que las condiciones para

111
la reproducción de la vida de las mayorías, se veían
drásticamente afectadas.

Qué viva la resistencia… caraju


De los pueblos y comunas… caraju
Bloqueando muchos lugares… caraju
Conseguimos el respeto… caraju3

Ante este anuncio, la Confederación de


Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE)
junto al Frente Unitario de Trabajadores (FUT),
el Frente Popular y el Colectivo Unitario de
Organizaciones Indígenas, Populares y Sociales pro-
clamaban el inicio de medidas de hecho e indefini-
das en todo el territorio nacional. Era el comienzo
de once días de insurrección popular que arrancó
el miércoles 2 de octubre. La convocatoria se volvió
autoconvocatoria y fue sostenida los primeros días
por las federaciones de estudiantes secundari*s y
universitari*s, los barrios, las mujeres y los colec-
tivos urbanos. Se fueron sumando l*s trabajadores
de las centrales sindicales y otros sectores labora-
les. Para el quinto día, los pueblos y nacionalidades

3 Incorporamos a nuestro texto, fragmentos de «Que viva la


resistencia caraju!» cantado en el contexto del levantamiento de
octubre, por las hermanas indígenas (véase: https://www.facebook.
com/conaie.org/videos/710769996101830/) y que se incluyó en
el juicio popular a la minisitra de gobierno, Maria Paula Romo,
organizada por el Parlamento Plurinacional y Popular de Mujeres y
Organizaciones Feministas del Ecuador (dsiponible en http://www.
informatepueblo.com/2020/01/un-juicio-popular-condena.html).

112
llegaron a Quito en un histórico levantamiento in-
dígena. El pueblo ecuatoriano y las organizaciones
sociales, populares e indígenas sostuvieron once
días el paro, a pesar del estado de excepción, la mili-
tarización parcial del país y el despliegue del aparato
policial en las calles del Ecuador.
Pese al eslogan inicial del gobierno de Moreno
dispuesto a dialogar con todos los sectores, la repre-
sión en esos once días fue brutal. El gobierno disper-
só y buscó aplacar las manifestaciones militarizan-
do Quito, que paulatinamente se veía asediada por
vehículos antimotines circulando. En la zona centro
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de la ciudad, donde se desarrollaron la mayoría de


manifestaciones se respiraba gas lacrimógeno; la
policía disparaba perdigones a quema ropa, ame-
drentando a l*s manifestantes con caballos y perros
y restringiendo el libre uso del espacio público. En
los once días de paro, a la par que el pueblo salía
a las calles, las fuerzas represivas del Estado dete-
nían ilegalmente a dirigentes estudiantiles e indíge-
nas que eran trasladados a unidades de flagrancia
donde se violó el debido proceso. Paralelamente, la
policía bombardeaba la Casa de la Cultura y las uni-
versidades que funcionaban como centros de aco-
gida y refugio. En el paro, fue la policía en mayor
medida y los militares en las áreas rurales, quienes
desplegaron toda su violencia misógina, racista, cla-
sista y aparofóbica utilizando —como bien señaló la
compañera kayambi Blanca Chancosa— «de forma
letal armas no letales»; estrategia represiva que se
instaura en toda América Latina frente a las masivas
movilizaciones y protestas de los pueblos.

113
Por otra parte, el morenismo apoyado en los
grandes grupos económicos del país,4 estableció
un cerco mediático ejecutado por los medios ma-
sivos. De esta manera, ocultó lo que ocurría en las
calles y la responsabilidad del Estado. A la par, creó
la idea de un enemigo interno: pasaron de ser los
estudiantes vándalos que destruían la ciudad a las
hordas correístas que querían provocar un golpe de
Estado, al pueblo indígena infantilizado y cargado de
resentimiento social que buscaba tomarse el país,
al migrante antisocial y delincuente financiado por
el castrochavismo. De esta manera, se alentaba a
los sectores medios y altos conservadores del país
a que desplegaran sus discursos de odio cargados
de concepciones clasistas, racistas y xenófobas que
justificasen la violencia estatal.5

4 Recordemos que el gobierno de Moreno se ancla en una coalición


de clase que recupera el entronque propiamente neoliberal:
agroexportadores, importadores y banqueros.
5 Una de las declaraciones más nefastas de esos días fue la que
hizo el líder de la derecha socialcristiana y exalcalde de Guayaquil,
Jaime Nebot, que ante la pregunta que le hiciera un periodista sobre
si toda la fuerza pública y personal municipal sería suficiente en caso
de que los manifestantes indígenas llegaran a Guayaquil, señaló
«recomiéndeles que se queden en el páramo». El páramo es un
ecosistema de altura que va entre los 3400 hasta los 5000 m.s.n.m,
y fue un espacio históricamente asignado a poblaciones indígenas
en el momento de la organización colonial y posteriormente en la
entrega de tierras. Los pueblos y nacionalidades que habitan en
estas zonas son los principales cuidadores y criadores del agua.
Enviarlos simbólicamente al páramo, equivale a reafirmar el

114
Los once días de protestas dejaron 11 asesinad*s,
1.340 herid*s, 1.192 detenid*s ilegalmente, cientos
de desaparecid*s, y decenas de personas que per-
dieron un ojo producto de la violencia policial. Para
un pueblo que ha derrocado tres presidentes, frena-
do un Tratado de Libre Comercio, y gran parte de
las políticas de ajuste en las décadas anteriores, la
violencia y saña impartida por el Estado en octubre,
constituye un hecho inédito.

Cuando llegan militares… caraju


Nos lanzan gases al cuerpo… caraju
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Con eso no nos asustan… caraju


Mejor cogemos coraje… caraju

Nosotras que sostenemos la vida, también


sostuvimos el paro

En sol, en lluvia y en viento… caraju


Luchamos por los derechos… caraju
Comiendo granos del campo… caraju
Soportamos la tormenta… caraju

El paro nacional no se explica sin el enorme trabajo


afectivo y material que permitió su sostenimiento.
Las dinámicas de solidaridad, horizontalidad, reci-
procidad, autogestión y diálogo fueron determinan-
tes para paralizar once días. Las mujeres fuimos fun-
damentales.

carácter colonial y racista del Estado, pero también la negación de


estos como sujeto político con decisión sobre el país.

115
En estos once días de movilización, las mujeres
del campo y la ciudad luchamos de diferentes mane-
ras. Disputamos el rol asignado por el heteropatriar-
cado que nos confina únicamente al sostenimiento
de los cuidados en el ámbito doméstico. Nos rebe-
lamos contra ese destino manifiesto, y es que como
nos recuerda una compañera militante de Acción
Antifascista: «Durante el paro, las mujeres no solo
cumplimos el rol de cuidado de la vida, nosotras fui-
mos parte de la lucha en primera línea. Se cree que
las mujeres solo nos debemos a las tareas domésti-
cas para el sostenimiento de los procesos, ya sea en
la preparación de ollas comunitarias, proporcionan-
do primeros auxilios, sosteniendo los espacios de
descanso, pero también, y de manera contundente,
nosotras combatimos, estuvimos dirigiendo la pelea
y ejecutando acciones ofensivas contra el gobierno
neoliberal».
El paro fue un espacio que modificó la tempora-
lidad colectiva y subjetiva, a la vez que desacomo-
dó nuestro lugar en la reproducción. Las mujeres
estuvimos lanzando piedras, con el pañuelo verde,
pateando gases lacrimógenos, construyendo barri-
cadas, repartiendo agua con bicarbonato y masca-
rillas, abasteciéndonos de piedras y adoquines que
sacábamos de las veredas, recogiendo palos, puer-
tas y cartones para elaborar escudos y cascos, que-
mando llantas, improvisando carretillas, guaridas y
camillas. Hicimos de la incertidumbre y la impro-
visación un método de sobrevivencia y solidaridad.
Simultáneamente, las compañeras indígenas y cam-
pesinas que llegaron a Quito y que dormían en refu-
gios y centros de acogida levantados rápidamente,
caminaban protestando, con l*s wawas al hombro o
en la espalda, mostrándonos el sentido comunitario
que tienen los pueblos y nacionalidades en torno a
la maternidad. Frente a la separación sistemática de
la vida pública y privada, que coloca la crianza en el
lugar de lo doméstico; las mujeres de las comunida-
des colocaban su experiencia en el apego corporal
y el lugar de lo público. Para los pueblos indígenas,
l*s wawas no forman parte de una vida separada y
encerrada, son parte de la vida y sus complicacio-
nes. Sea en el campo, sea en las asambleas de ca-
bildo, sea en los paros. Como contaban las com-
pañeras indígenas de la Ecuarunari, «ellas también
habían llegado de la mano de sus madres a antiguos
levantamientos».

Mientras tanto, otras mujeres, algunas femi-


nistas de la ciudad, asumían la responsabilidad de
levantar cocinas comunitarias para alimentar tres
veces al día a quienes protestaban, de organizar
centros de acogida para el descanso diario de l*s
manifestantes, de armar centros infantiles para el
cuidado de l*s wawas, donde se impartían juegos y
talleres; las estudiantes de medicina, las médicas y
enfermeras convencidas de que su labor era salvar
vidas, y conscientes de su sobreexplotación y preca-
rización, conformaron brigadas médicas para aten-
der a l*s herid*s. Otras generaron redes temporales
para recoger alimentos, vestimenta, cobijas, medi-
cinas y equipar los ya instalados centros de acopio
que se concentraban en las universidades y sedes
de las organizaciones. En esos días, hubo compañe-
ras feministas cubriendo el paro a través de medios
alternativos; mientras escribían textos, pronuncia-
mientos, crónicas, tomaban fotos y enviaban infor-
mación a nivel nacional e internacional, a la par,
también sostenían las calles. Otras, a la distancia,
en sororidad transnacional, organizaban plantones,
marchas, conversatorios y pronunciamientos apo-
yando el Paro e informando a la comunidad interna-
cional de lo que pasaba en el país. Nuestra consigna
era sin duda romper el cerco mediático.

Por su parte, las mujeres de pueblos y naciona-


lidades intentaban simultáneamente, cambiar la ló-
gica guerrerista y violenta del Estado y buscaban es-
trategias para interpelar la humanidad en la policía:
no nos maten más, dejen de reprimirnos exigían.
Fueron ellas quienes convocaron a las organizacio-
nes de mujeres y feministas de Quito, a una asam-
blea en la mañana del 12 de octubre donde se re-
solvió convocar inmediatamente a una marcha que
retire el foco de violencia de las estancias cercanas al
parque El Arbolito (epicentro de la resistencia) y que
a la vez visibilice en otros sectores de la ciudad, las
demandas que organizaban la protesta: el cese de la
violencia estatal y la derogación del decreto 883.
La marcha se movilizó hacia el norte de la ciudad,
a un sector que concentra gran parte del movimiento
financiero y de las clases acomodadas, y terminó su
recorrido en la estatua de Isabel la Católica, ubicada
en las calles 12 de octubre y Madrid. Con el acto sim-
bólico de arrojar pintura roja sobre Isabel la Católica;
y el recordatorio justo que hizo Blanquita Chancosa,
líder indígena del pueblo Kayambi, sobre los 527 años
de resistencia de los pueblos, dejamos en claro que
estábamos allí para defender la vida digna contra el
saqueo, el despojo y el olvido. Las voces de todas re-
cordaban que nunca más el poder tendría la como-
didad de nuestro silencio, y que romper ese silencio
pasaba desde ese momento, por la necesidad urgen-
te de construir un movimiento plurinacional, popular,
antirracista, antipatriarcal y anticapitalista.
Esa misma tarde, el gobierno hacía un nuevo
intento desesperado para frenar la protesta y de-
cretó toque de queda, que como en los anteriores
intentos, fue desobedecido por el pueblo ecuatoria-
no. Quienes formaban parte de Mujeres contra el
Paquetazo convocaron a un cacerolazo para la no-
che de ese mismo día. En todo Quito el sonido de
las cacerolas marcaba para el continente una nueva
poética sonora de la desobediencia y la dignidad.
En toda la ciudad, incluso en algunos de los barrios
acomodados, el pueblo dejaba claro que no quería
más represión, para nosotr*s las vibraciones de los
cacerolazos eran las vibraciones del desacato.

De la resistencia a la lucha

El levantamiento nos mostró que, pese a las debili-


dades, contradicciones y crisis interna del movimien-
to indígena, la CONAIE lograba reafirmarse como
representante de las demandas populares, e inter-
locutor legítimo frente al Estado. Es así que luego
de varios días de protestas, y con once asesinad*s,
el gobierno de Moreno aceptaba la exigencia de un
diálogo. El 13 de octubre se transmitió en señal
abierta por televisión nacional la primera mesa entre
el presidente y sus ministros y dirigentes indígenas
de varias organizaciones, incluidas la Federación
de Indígenas Evangélicos, FEINE, la Ecuarunari, el
Movimiento Indígena y Campesino de Cotopaxi y el
Pueblo Sarayacu.
Mediante un discurso plurinacional y de clase,
la CONAIE denunció las políticas racistas, violen-
tas, extractivas, de sabotaje, saqueo y criminaliza-
ción del Estado Ecuatoriano. A diferencia de otros
sectores que planteaban la suspensión del Decreto
883, la CONAIE llevó el mensaje de sus bases y del
pueblo ecuatoriano: la derogatoria inmediata del
883, la renuncia de María Paula Romo del Ministerio
de Gobierno y de Oswaldo Jarrín del Ministerio de
Defensa, libertad para l*s detenid*s ilegalmente, el
cese de la persecución y criminalización de líderes
sociales, y la elaboración colectiva de medidas eco-
nómicas redistributivas que garanticen los derechos
del pueblo. Ante la contundencia de la protesta y el
casi inexistente respaldo a Moreno, el Decreto 883
fue derogado. Esta victoria temporal determinó para
el conjunto del campo popular, un cambio sustan-
cial en su modo de percibirse y también de entender
el país. La noción de organización y de colectividad
se articuló con una conciencia sobre la injusticia y
sus causas, sobre los intereses de clase. Y de la re-
sistencia de los años anteriores, pasamos a la lucha.
Teníamos en nosotr*s la capacidad, el deseo y la ra-
zón histórica para construir ya no solo acciones defensivas
ante la política del Estado, también propuestas y plantea-
mientos para el conjunto del Ecuador.
El paro fue una lucha que se descentra del individuo
y que pone en evidencia la explotación de los territorios
comunes, las formas crueles de empobrecimiento, explota-
ción, tortura y violencia sistemática a la que están expues-
tos los sectores populares, principalmente las mujeres y
los cuerpos racializados, feminizados y migrantes del país.
Fue como decimos, una expresión de la lucha de clases
que arrojó un nuevo tiempo, el tiempo de las claridades y
los decantamientos.
Luego de las revueltas en Haití y las movilizaciones en
Puerto Rico, en 2019, la lucha del pueblo ecuatoriano se
enmarca dentro de las insurrecciones populares que, a
lo largo del año pasado, se fueron sucediendo en el Abya
Ayala. Y por lo pronto, la insurrección del Ecuador es la
única que ha logrado dos victorias temporales: la derogato-
ria de un decreto neoliberal y el archivo (semanas después)
de la Ley de Crecimiento Económico que reforzaba, a tra-
vés de cientos de artículos, la receta del FMI para el país.
El paro y el levantamiento no solo redefinieron los es-
cenarios políticos, fue también un laboratorio para nuevas
generaciones que no habían vivido los levantamientos de
la década de 1990, ni las enormes movilizaciones contra
el ALCA y los TLC, ni las caídas de presidentes. Nosotras
sabemos, que esa memoria que pasa por el cuerpo, es la
memoria que se instala, siembra y decanta para dar paso
a algo que, sin ser del todo novedoso, alumbra un nuevo
tiempo colectivo.
Por lo pronto, el 25 de octubre de 2019, el movimien-
to indígena en diálogo con el FUT y las organizaciones
del Frente Popular, convocaron a la conformación del
Parlamento de los Pueblos. Asisten una multiplicidad de
organizaciones, colectivos y movimientos sociales urbanos
y rurales, de todo el país. Las mesas de trabajo creadas,
buscaban recoger las demandas y propuestas alternativas
de todos los actores involucrados en el paro, para elaborar
un documento alternativo al modelo económico y social del
gobierno. Este documento entregado a la Asamblea y a la
presidencia, constituiría la base para levantar parlamentos
a nivel nacional: Loja, la Amazonía, Imbabura, Pichincha.
El Parlamento de los Pueblos fue lo que cosechamos, pero
fue también, semilla para la creación de un espacio de arti-
culación y encuentro entre mujeres.

De siembra a cosecha: política en femenino y disputas de


los feminismos

Comiendo granos del campo… caraju


Soportamos la tormenta… caraju

En años anteriores el movimiento de mujeres y feministas


del Ecuador presentaba conflictos alrededor de la poca ca-
pacidad de articulación con otras, sobre todo con otras de
sectores populares, pueblos y nacionalidades, y disidencias
sexuales y de género. La representación política dentro del
movimiento estuvo marcada por dinámicas institucionales
y ongeístas, que mantenían un discurso que, desde la pers-
pectiva de género, no lograba problematizar la conexión de
las violencias económicas y sociales con la violencia ma-
chista. El paro nacional deja en claro, como dice Verónica
Gago, que «la cuestión de clase ya no puede ser abstraída
de la dimensión colonial, racista y patriarcal sin rebelarse
como categoría encubridora de jerarquías».
La política racista y xenófoba del gobierno de Moreno
será un detonante que permite a las organizaciones de
mujeres y feministas reconocer cuál es la posición política
dentro la cual se enmarcan las organizaciones. Es el tiem-
po de las claridades y el paso a la lucha, que permite sos-
tener la presencia de mujeres organizadas y feministas en
el Parlamento de los Pueblos. Son ellas quienes dialogan y
construyen en colectivo con otras organizaciones sociales,
la necesidad de posicionar y trabajar con las mujeres como
fuerza política y como parte del sujeto múltiple del paro.
Antirracismo, anticapitalismo y antipatriarcado, son luchas
que ya no pueden caminar fragmentadas. La presencia fí-
sica y la política del cuerpo colectivo y en diálogo, permite
por ejemplo que el Parlamento de los Pueblos acoja en el
documento propuesta, la necesidad urgente de despenali-
zar el aborto por violación y de exigir al Estado cumplir con
su obligación de prevenir y erradicar la violencia machista.
En estas primeras semanas del año, el Parlamento de
Mujeres se ha ampliado. ¿Cómo amasamos políticas anti-
patriarcales, anticoloniales y anticapitalistas en la vida coti-
diana y en el quehacer político? ¿Cómo creamos lenguajes
y prácticas bisagras entre culturas políticas y experiencias
distintas de mujeres que atraviesan distintos lugares de
opresión y privilegio? ¿Cómo desestructuramos el colo-
nialismo interno que se remite a habitar el mundo y hacer
política? ¿Qué hacemos para que nuestras diversidades no
sean jerarquías que reproduzcan injusticias? ¿Qué formas
de hacer política queremos recuperar de la larga tradición
de lucha de este país, y cuáles necesitamos transformar?
Tenemos ante nosotras la enorme posibilidad de que oc-
tubre sea el inicio de otra forma de hacer política; de que
el cuerpo presente, que oye y reflexiona con las otras, sea
más importante que la circulación saturada de información
en redes; de ampliarnos en otros lenguajes, formas, de-
mandas, territorios. Por ahora, lo que sí sabemos, es que el
ejercicio de interpelación interna requiere hacer de los fe-
minismos populares y plurinacionales, y de la subjetividad
femenina en lucha, una forma encarnada y desbordada de
construir con l*s otr*s.

a. Lesbofeminista en senda decolonial, forma parte de la Red


Interuniversitaria de Estudios Feministas sobre las Violencias contra
las Mujeres, la Coalición Interuniversitaria contra el Acoso Sexual y la
red alumni de la organización feminista de India CREA. Colabora con
diversos centros de investigación e incidencia política en Ecuador y
México. Es parte del Parlamento Plurinacional y Popular de Mujeres y
Organizaciones Feministas del Ecuador y de Ruda Colectiva Feminista.

b. Feminista de izquierda, participa en la Coalición Interuniversitaria


contra el Acoso Sexual en Ecuador, del Foro Feminista contra el G20 y
de la Asamblea Feminista Autónoma e Independiente de la Ciudad de
México. Es investigadora del Instituto de Estudios Ecuatorianos y del
Observatorio de Cambio Rural, y forma parte de los Grupos de Trabajo
Estudios Críticos del Desarrollo Rural y Red de Género, feminismos
y memorias de América Latina y el Caribe. Es parte del Parlamento
Plurinacional y Popular de Mujeres y Organizaciones Feministas del
Ecuador y de Ruda Colectiva Feminista.

c. Feminista y ciclista. Es investigadora del lnstituto de Estudios


Ecuatorianos (lEE). Sus temas de investigación se centran en mujeres
rurales, movimientos sociales y campesinos, trabajo y precarización
laboral, y metodologías feministas de educación popular. Forma parte
de la Red de Mujeres en Bici Latinoamérica. Es parte del Parlamento
Plurinacional y Popular de Mujeres y Organizaciones Feministas del
Ecuador y de Ruda Colectiva Feminista.

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