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La Internacional Feminista Autoras Varias PDF
La Internacional Feminista Autoras Varias PDF
Verónica Gago
Marta Malo
Pastora Filigrana
Luci Cavallero
Helena Silvestre
Amarela Varela Huerta
Alondra Carrillo Vidal
Javiera Manzi Araneda
Kruskaya Hidalgo Cordero
Alejandra Santillana Ortiz
Belén Valencia Castro
La Internacional Feminista
Luchas en los territorios y
contra el neoliberalismo
Verónica Gago
Marta Malo
Pastora Filigrana
Luci Cavallero
Helena Silvestre
Amarela Varela Huerta
Alondra Carrillo Vidal
Javiera Manzi Araneda
Kruskaya Hidalgo Cordero
Alejandra Santillana Ortiz
Belén Valencia Castro
traficantes de sueos
Gago, Verónica
La Internacional Feminista : luchas en los territorios y contra el
neoliberalismo / Verónica Gago ; Marta Malo ; Lucía Cavallero. -
1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Tinta Limón, 2020.
132 p. ; 17 x 11 cm.
ISBN 978-987-3687-64-8
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depredadores del capitalismo patriarcal y colonial en
su fase actual con enorme eficacia política.
La huelga ha sido efectiva para convocar una serie
de conflictos y nutrir revueltas que la han convertido
en un proceso político de larga duración. Lo que ve-
mos como características sobresalientes de este ciclo
feminista es la amalgama de masividad y radicalidad.
Se trata de dos características que no siempre son
aliadas ni suceden en simultáneo y que el movimien-
to feminista ha logrado componer. Esa fuerza es tam-
bién lo que explica la virulencia de la contra-ofensiva
militar, económica y de los fundamentalismos religio-
sos, que en estos últimos tiempos han respondido a
los feminismos, como capacidad concreta de poner
en crisis simultáneamente una división sexual del tra-
bajo aún más dura en la precariedad, los mandatos
de género que la estructuran y las respuestas reaccio-
narias a la inseguridad laboral y existencial.
Nuevo internacionalismo
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Las metáforas acuáticas, sin embargo, plantean un
parentesco raro, interesante. En ese envión, el «sue-
ño irónico de un lenguaje común» —la lengua de
los manifiestos, a la que apeló Donna Haraway hace
tiempo— encuentra una nueva vitalidad hecha de
situaciones concretas, de escenas cotidianas y de
enormes movilizaciones que trazan una novedosa
cartografía internacionalista.
Efectivamente, un modo de constatar y delinear
la mutación y la importancia del movimiento femi-
nista actual es que, en toda su heterogeneidad, ha
tejido (y sigue haciéndolo) un plano global de in-
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Latina, renombrada como Abya Ayala. Es un inter-
nacionalismo que desafía tanto la imaginación geo-
gráfica como organizativa, porque está impregnado
de circuitos transfronterizos de las trabajadoras mi-
grantes, de las experiencias comunitarias que han
desobedecido históricamente a los Estados nación
y que hoy enfrentan la recolonización del continen-
te y de los espacios domésticos que se resisten a
su encierro y a su explotación silenciosa. Así es que
encuentra inspiración en las luchas autónomas de
Rojava y en las comunitarias de Guatemala, en las
estudiantes endeudadas de Chile y en las trabajado-
ras «uberizadas» de Ecuador, en las campesinas del
Paraguay y en las afrocolombianas del Cauca, pero
también en quienes resisten el fascismo en Turquía,
India y Argelia. Sin embargo, lo que nos interesa re-
marcar, más que países, son los territorios en los
que crece: son territorios históricamente no consi-
derados como transnacionales y paradójicamente
tampoco contabilizados como productivos en las
cuentas nacionales. Nos referimos a los territorios
domésticos, a los territorios indígenas, campesinos
y comunitarios y a los territorios del trabajo precario,
popular y callejero. En ese sentido, sur no es solo una
serie de países, sino una serie de territorialidades
que mayoritariamente están en los sures del planeta
pero que también han migrado a otras regiones. Por
eso este modo de feminismo transnacional acontece
también en la alianza entre las «temporeras» de la
frutilla, trabajadoras marroquíes en la agroindustria
intensiva, y los sindicatos del campo andaluz, como
lo cuenta en este libro Pastora Filigrana.
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2. Este internacionalismo le da al movimiento
feminista actual una proyección de masas, porque
produce formas de coordinación que se convierten
en citas y encuentros a lo largo y ancho del planeta,
haciendo reverberar maneras organizativas, consig-
nas comunes y formas de protesta. Vemos un doble
movimiento. Por un lado, organización molecular.
No se trata de un espontaneísmo ni de un aconte-
cimentalismo: dos nociones con las que se suele
remarcar lo efímero y desarticulado de un movi-
miento. Lo que sucede, por el contrario, es la pues-
ta en colaboración, coordinación y organización de
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«contraseñas» tácticas, que son apropiadas, replica-
das y reinventadas aquí y allá. De este modo, el tras-
nacionalismo feminista se prolonga, logra duración
y permite pensar su resonancia en situaciones que
a primera vista parecen no vinculadas. Por ejemplo,
la caravana migrante de la que habla Amarela Varela
en este libro contiene, tanto en las prácticas que
aglutina como en la perspectiva implicada desde la
que Amarela se acerca, un proceso que es de diag-
nóstico feminista sobre las formas del trabajo, con-
tra la victimización como única posición subjetiva y
sobre la violencia como fuerza productiva.
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nacional no es una exigencia de abstracción de las
luchas a favor de tener una única estrategia (lo que
replicaría en cierto modo la lógica de abstracción
de las finanzas), sino la coordinación de una fuer-
za que transmite maneras de comprender, que se
contagia por imágenes, que acumula prácticas y que
organiza una sensibilidad común para lo que viven-
ciamos y entendemos por explotación, por violencia,
por neoliberalismo, por racismo. El plano global que
experimentamos no es, entonces, la síntesis lejana
que nos obliga a «saltar» de nuestras luchas a una
coordinación más allá, sino que cualifica cada situa-
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y sensibilidades. Un guion sencillo, a la vez texto,
ritmo y movimiento, que señala la imbricación de
mandato de género, violencia sexual, violencia es-
tatal e instituciones patriarcales, viaja a gran velo-
cidad, como imagen incorporable y versionable en
los más variados contextos, capaz de hablar a la
singularidad de la situación local (la represión es-
tatal en Chile y Ecuador, la violencia de la explota-
ción laboral para las limpiadoras en México o para
las empleadas de hogar en Madrid, la lucha por la
autodeterminación en Rojava y contra el fascismo
del gobierno en Brasil) y, al mismo tiempo, produ-
cir internacionalismo desde los cuerpos, porque ¡si
tocan a una, tocan a todas! Si esto es posible, no
es solo por lo poderoso de la propuesta, sino por la
existencia en un sinnúmero de puntos del planeta de
tramas vinculares a la escucha, capaces y disponibles
para activarse ante lo que otras lanzan. Campañas
como #cuéntalo, donde miles de mujeres empeza-
ron a narrar en las redes sociales sus historias de
violencia y abuso sexual, construyendo punto a pun-
to una memoria colectiva de la violencia patriarcal,
son un antecedente. Sin embargo, la performance
de #LasTesis sale de la superficie digital para hacer-
se cuerpo común en una multiplicidad de espacios y
hacerlo como voz colectiva. Ya no es solo texto que
escribimos entre todas, sino performatividad com-
partida que rompe con la sumisión de género, con
toda victimización, y se hace presencia tanto como
mensaje, en lo que podría llamarse una manifesta-
ción global por relevos no planificada pero que, de
hecho, se sigue prolongando.
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4. Este trasnancionalismo tiene entonces una di-
mensión programática: conjuga de manera novedo-
sa los aspectos «reivindicativos» y revolucionarios.
Ambas dinámicas no se experimentan como contra-
puestas o solo en disyunción (la clásica oposición
reforma versus revolución). Vemos un feminismo
de masas que excede (sin excluir) las agendas, la
composición y los formatos de las leyes y entida-
des que venían haciendo «política de género» a la
vez que les pone nuevas exigencias y las radicaliza.
Es un feminismo de masas que no teme hablar de
revolución, no como teleología sino como acto de
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logrando denunciar y visibilizar con eficacia los es-
cenarios más duros de la represión estatal y com-
plejizando el debate sobre deuda, desarrollo e inclu-
sión en la «normalidad» neoliberal. En este sentido,
nos parece que es evidente el modo en que la per-
sistencia feminista de estos años ha reconfigurado
el antagonismo político.
Transversalidad feminista
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bilita formas de comprensión de lo que se juega ahí,
al mismo tiempo que permite inscribir estos territo-
rios en la disputa cuerpo a cuerpo con las fronteras
de valorización del capital. De esta suerte, a partir
de la integración de multiplicidad de conflictos, la
dimensión de masas queda redefinida desde prác-
ticas y luchas que han sido históricamente tildadas
de «minoritarias». Con esto, la oposición entre mi-
noritario y mayoritario se desplaza: lo minoritario
toma escala de masas como vector de radicaliza-
ción dentro de una composición que no para de ex-
pandirse. Se desafía así la maquinaria neoliberal de
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todo» o «queremos cambiarlo todo», son una ma-
nera de redefinir de qué está hecho ese «todo» que
no se sintetiza en el poder del Estado, aunque no se
desestime la posibilidad de dirigir al Estado deman-
das puntuales e, incluso, de disputar sus recursos.
Con su manía de «mezclarlo todo», el feminismo
está siendo capaz de producir diagnóstico práctico
sobre la «complejidad» del capitalismo patriarcal y
colonial contemporáneo desde cada lugar concreto.
Se visibiliza así la complejidad de la explotación y el
dominio de un modo que no redunda en impotencia
o cinismo, sino que evidencia y difunde las articula-
ciones subjetivas y cotidianas como factor estraté-
gico para enfrentar las lógicas de acumulación vio-
lenta de capital. Esto es: el movimiento feminista ha
actualizado, en una pedagogía feminista popular, la
relación orgánica entre violencia contra las mujeres
y cuerpos feminizados y acumulación de capital, y lo
ha hecho desde una práctica de insubordinación (no
solo como análisis teórico).
Al mismo tiempo, ha dado un nuevo giro a la
pregunta por los medios de producción: ¿qué sig-
nifica reapropiarse de ellos, si hoy los medios de
producción son, en buena medida, los medios de
reproducción? Los cuerpos y los territorios, los
cuerpos-territorio, como espacios generadores de
vida, memoria, vínculo, la lucha por su autodeter-
minación, se convierten en una cuestión central.
Defender la vida, aquí, ya no es defender una vida
desnuda, pura determinación biológica, que nues-
tros corazones sigan latiendo a cualquier precio,
sino defender formas de vida, como ensambla-
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jes colectivos concretos, que reclaman para sí los
medios para (re)producirse. Así, en las batallas en
cada frontera de la penetración neoliberal, atrave-
sadas de feminismo (desde la deuda doméstica a
la precarización, desde el neoextractivismo y sus
«zonas de sacrificio» a la militarización, desde la
criminalización de la fronteras a la producción de
«enemigxs internxs») se pone en juego la cuestión
de la propiedad y se produce un antagonismo políti-
co a partir de la revolución feminista.
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ta», apunta a la desestabilización patriarcal profun-
da a la que responde el fascismo de nuestros días,
a su filigrana a la vez micropolítica y estructural.
Pero también sucede con el paro de octubre de 2019
en Ecuador: la dimensión reproductiva de la huel-
ga no solo se hace presente al sostener instancias
enormes de acopio de comida y de acogida de las
comunidades que llegan a la capital desde todo el
país, sino también como forma central a la hora de
estructurar la organización de la medida de fuerza,
de pensar la eficacia de las marchas, de incremen-
tar las defensas contra la represión, además de que
la discusión del aborto cruza como nunca antes las
asambleas plurinacionales y, en particular, se instala
en complicidad con la agenda indígena. Vemos, en
cada uno de estos contextos, una presencia del mo-
vimiento feminista en otros procesos de lucha y mo-
vilización, que se realiza tanto en términos prácticos
como epistémicos, políticos y sensibles.
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de sendos gobiernos ultraconservadores en todo
el planeta y con el avance del fascismo social en el
plano micropolítico. El feminismo transnacional ha
aparecido como actor inesperado en la mesa o, me-
jor dicho, pateando la mesa del pacto capitalista pa-
triarcal. Se ha presentado para reabrir lo que parecía
clausurarse y lo ha hecho de nuevo con esa mezcla
de radicalidad y masividad, de fuerza internaciona-
lista y operatividad local, de conectividad y arraigo,
de totalidad y singularidad que hemos tratado de
describir en estas líneas. Algunas voces han inten-
tado un llamado al orden a estos transfeminismos
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Las jornaleras marroquíes de la fresa
feminismo antirracista o barbarie
Pastora Filigrana1
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Las calles parecen teñidas de morado feminista:
un feminismo capilar que reacciona como un solo
cuerpo contra la violencia machista. Algo parecido
se pudo ver en la huelga feminista convocada para
el 8 de marzo, no tanto en los puestos de trabajo,
pero sí en el espacio público. Ciudades tomadas
por una nueva rebeldía. En esa atmósfera, salta a
los medios de comunicación la denuncia por abu-
sos sexuales que presentan varias temporeras de la
fresa de Huelva. Algunos colectivos convocan a una
concentración. Sin embargo, la respuesta no es en
absoluto la misma: ni en número, ni en intensidad.
¿Qué ha pasado? ¿Ese cuerpo que gritaba «si tocan
a una, nos tocan a todas», no era exactamente uno?
Los debates se encienden. Hay quienes acusan: el
feminismo que se organiza en torno al 8 de marzo y
que se expresó también en las manifestaciones con-
tra La Manada es racista.
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lencias que necesita entrecruzar el neoliberalismo
económico para sostenerse y reproducirse. Hablo
de la violencia del chantaje de la renta a cambio de
trabajo, de cómo el racismo y el patriarcado allanan
el camino para que esa violencia se ejerza. Alguna
vez ya dije que la comarca fresera de Huelva es un
laboratorio donde podemos ver cómo funciona este
sistema que entrecruza la violencia capitalista, el
patriarcado, el racismo y la sobreexplotación de la
tierra y los recursos naturales.3 Todas las vertientes
del sistema-mundo neoliberal en una sola comarca.
La recolección del fruto rojo en un modelo de
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barato lo ponen las mujeres y, de entre ellas, las que
menos posibilidades de elección tienen, o sea, las
más pobres. Y las más pobres según el sistema de
ordenación colonial y racista del neoliberalismo, son
las mujeres racializadas con hijos o familiares a su
cargo que habitan el Sur Global.
Esto que he escrito no es una consigna: es una
realidad viva, tocable y visible en la comarca fresera
de Huelva. Los salarios de la población autóctona
masculina son mayores, porque tienen posibilida-
des de empleo mejores en la hostelería o en la cons-
trucción. Las mujeres autóctonas también están en
mejores condiciones, porque no se ven constreñidas
por las leyes de extranjería, que limitan el mercado
laboral migrante a los puestos de «difícil cobertura»,
es decir, aquellos en tan malas condiciones que na-
die con un mínimo de red y arraigo acepta. Las labo-
res agrícolas figuran desde hace tiempo en la lista de
la «difícil cobertura». La agricultura es también una
tarea donde hay cierta permisividad para el trabajo
sin «papeles» en condición de clandestinidad. Todo
ello asegura que los productores dispongan de una
mano de obra cautiva, porque no tiene otras alter-
nativas. Cautiva significa más explotable, más extor-
sionable.
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la fresa impone un requisito claro: las personas con-
tratadas tienen que ser mujeres. La justificación dis-
cursiva es que las mujeres son más delicadas en esta
tarea agrícola de recolección del fruto rojo y además
son menos «conflictivas» en la convivencia. Detrás
de este discurso, sin duda, hay una concepción ma-
chista que entiende que las mujeres migrantes van a
suponer menor conflictividad sindical.
En un primer momento, los contingentes de
mujeres extranjeras se van a buscar a los países de
Europa del este. Sin embargo, la patronal no está
satisfecha con estas trabajadoras. Se quejan de su
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boral, se suma el contrato sexual marital para garan-
tizar obediencia.
Además, en la escala de valoración estética y
sexual hegemónica, las mujeres marroquíes se
encuentran más alejadas del arquetipo blanco y
rubio: su presencia no amenaza la jerarquía racial
autóctona, como sí parece hacerlo la de las tra-
bajadoras de Europa del este. Y esa jerarquía es
necesaria para la explotación laboral.
Parece haber una contradicción entre la denuncia
de la autonomía sexual de las jornaleras venidas del
este de Europa, que lleva a buscar mujeres supues-
tamente menos disponibles para el encuentro sexual
en Marruecos, y la constatación de que hay patronos
del campo onubense implicados en abusos sexua-
les contra jornaleras marroquíes. Es necesario tener
una idea global del contexto para entender cómo se
entrelazan de modo preciso la explotación laboral y
el acoso sexual en la región.
Los empresarios, antes de que comience la cam-
paña de recolección, hacen llegar al gobierno las
necesidades de mano de obra de sus empresas, así
como las características que necesitan que cum-
plan estas trabajadoras.4 Estas peticiones, a través
del Ministerio de Trabajo Español, son remitidas al
Ministerio homólogo en Marruecos y es la ANAPEC,
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la agencia pública de colocación marroquí, la que
debe encargarse de la selección. La realidad es que
muchos de los empresarios freseros se trasladan a
Marruecos a presenciar la selección. Las asociacio-
nes de mujeres marroquíes narran que en muchos
casos la forma de selección tiene connotaciones hu-
millantes. Se realiza en plazas públicas de los pue-
blos donde las mujeres permanecen de pie durante
horas y son elegidas a dedo por los empresarios.
Las mujeres van llegando a Huelva de forma
escalonada entre febrero y marzo, según las nece-
sidades de cada empresa. Una vez allí se alojan en
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originen todo tipo de abusos, con un altísimo margen
de impunidad. El incumplimiento del convenio res-
pecto al descanso y el salario, el cobro de la vivienda
a pesar de que esta debe correr a cargo de la empresa
y las limitaciones a la movilidad son las principales
quejas que nos han llegado durante años. Las denun-
cias por abusos sexuales han sido más limitadas y
mucho más difíciles de acreditar, aunque antes de las
denuncias que saltaron a la prensa en 2018, se pro-
nunciaron ya alarmantes sentencias condenatorias
por acoso sexual a algunos encargados de las fincas.5
No sabemos la dimensión exacta de estas violencias
sexuales, pero sí de todo aquello que permite su pro-
liferación de manera impune.
Cuando desde las Administraciones competentes
se anima a las mujeres a denunciar este tipo de abu-
so se está pidiendo algo muy difícil. Están pidiendo
que una trabajadora que sufre una situación de abu-
so sexual salga de la finca, camine varios kilómetros
por una carretera hasta el pueblo más cercano, se
dirija a un cuartel de la Guardia Civil e interponga
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una denuncia. Todo esto, muy posiblemente, sin co-
nocer el idioma ni el camino al pueblo, y sin contar
con redes familiares o de amistad en el territorio. Ha
de tenerse en cuenta que muchas mujeres relatan
que la ordenación del trabajo en las fincas se hace
a través de una estricta segregación racial. Los en-
cargados forman las cuadrillas de trabajadoras por
nacionalidades. Marroquíes, autóctonas o rumanas
no se mezclan. Se practica, pues, un «divide y ven-
cerás» que impide la creación de las redes de apoyo
mutuo y solidaridad que podrían equilibrar la corre-
lación de fuerzas entre la empresa y las trabajadoras
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Campo, ha llevado a cabo tareas de información
a los jornaleros y jornaleras durante la campaña
de recolección del fruto rojo en Huelva. Se trata
de un trabajo básico de acción sindical. Durante
años hemos realizado esta labor en coordinación
con otros colectivos y sindicatos agrupados en la
Mesa del Temporero de Huelva, una red informal
de entidades que trabajan en la zona con voluntad
de denuncia pública. Los recursos y la capacidad
de acción del sindicato han sido limitados, pues
se trata de un sindicato minoritario que cuenta
con una financiación en gran parte autogestiona-
da a través de las cuotas de la afiliación. La con-
flictividad sindical en la zona es muy reducida y
los sindicatos mayoritarios mantienen un perfil
de intervención bajo. La explotación agrícola del
fruto rojo es el principal motor económico de la
comarca, lo que supone un factor importante de
contención social a las protestas sindicales. Las y
los sindicalistas del SAT han padecido todo tipo
de impedimentos para desarrollar la labor sindical.
Las trabajadoras suelen acudir a los lugares públi-
cos acompañadas por encargados de la fincas, por
lo que la interlocución con sindicalistas, o simple-
mente coger una octavilla, se dificulta. Existe una
fuerte connivencia social con la patronal fresera;
realmente supone un peligro posicionarse abierta-
mente en contra de ella.
En 2018, el SAT juega un papel clave en las de-
nuncias de abusos sexuales de las trabajadoras ma-
rroquíes. Las mujeres de la finca denunciada logran
contactar vía telefónica con las sindicalistas del SAT
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que actúan en la zona: las condiciones de trabajo
y vivienda se les han hecho insostenibles. Cuando
las sindicalistas logran visitar la finca, encuentran a
un grupo de trescientas mujeres desesperadas. Se
decide conjuntamente emprender una acción de de-
nuncia pública. La respuesta de la empresa es la res-
cisión inmediata de los contratos de trabajo y el re-
torno forzado de las trabajadoras. Un grupo de ellas
logra escapar y busca apoyo en el SAT, que provee la
logística de cuidados necesaria durante unos meses
para que puedan emprender las acciones legales.
Este tipo de denuncia pública y judicial hubiera sido
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tra de la patronal fresera es jugar con «el comer» de
cientos de miles de personas.
Sin lugar a dudas la movilización feminista con-
tra las violencias machistas es el contexto que lo
permite. Las mismas pocas dudas genera el hecho
de que las movilizaciones en defensa de estas jor-
naleras no suponen ni un 5 % de la movilización
en torno al caso de La Manada. A las mujeres que
vivimos en Occidente y somos sujetos de plenos
derechos nos resulta más fácil empatizar con una
estudiante de Madrid que ha sido víctima de una
violación múltiple que con las violencias que sufre
una jornalera marroquí en una finca de la comarca
de Huelva o una mujer nigeriana víctima de una red
de prostitución en cualquier polígono industrial del
Estado español. La estudiante podríamos ser cual-
quiera de nosotras. Las otras, son las «otras».
Hay una gran distancia social entre la mayoría de
las activistas feministas y las mujeres inmigrantes
en general. En las asambleas y en los grupos políti-
cos se habla de antirracismo y de inmigración, pero
siento que a veces se vive como una realidad que
sucede en otro mundo paralelo que poco se mezcla
con el nuestro. Rara vez en nuestra vida afectiva y
social existen personas como las jornaleras marro-
quíes. Existen excepciones, como las luchas por los
derechos de las trabajadoras del servicio doméstico,
donde en determinados espacios han podido con-
solidarse redes políticas y afectivas de mujeres muy
diversas. Donde una investigadora de la universidad
madrileña y una trabajadora del servicio domésti-
co ecuatoriana pueden salir de cañas en calidad de
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compañeras y amigas. Pero este fenómeno es algo
excepcional. A pesar de que compartimos barrios y
territorios, no es común que una mujer senegalesa
del top-manta, una mujer ecuatoriana que trabaja en
el servicio doméstico y una mujer autóctona con una
profesión liberal formen parte de la misma red afec-
tiva y social. Esta estratificación social en las vidas
cotidianas se traduce en una falta de alianzas políti-
cas. La fragmentación de clase social impide mayo-
res redes de solidaridad en el feminismo.
El racismo es una subjetividad impuesta a escala
global que atraviesa los cuerpos de todas las per-
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Esbozo dos posibles respuestas, a modo de hi-
pótesis. No son respuestas contradictorias, sino
complementarias. Lo que ha dado a Vox el triunfo
en muchas localidades agrícolas, es el voto de los
empresarios del campo a la extrema derecha, que
difícilmente pueden desear las expulsiones masivas
de migrantes de las que habla Vox, puesto que su
riqueza depende de ellos. Lo que sin embargo quie-
ren es una mano de obra migrante más amenazada,
más clandestina y más perseguida, que trabaje más
por menos ante el miedo a las expulsiones. El voto a
Vox de la patronal del campo oculta, pues, un deseo
de un trabajo más barato y servicial de las personas
migrantes movidas por el miedo.
Habría, al mismo tiempo, otro voto a Vox, me-
nor, pero reseñable, de trabajadores del campo. Este
es un voto de impugnación a todo, un voto desde
un malestar vital que la ultraderecha es capaz de
canalizar contra las personas más vulnerables. En
esta fase del neoliberalismo muchas personas se
caen del barco, al tiempo que el acceso a los bie-
nes básicos para la vida es cada vez más difícil. La
competencia entre quienes están en estos escalones
bajos, donde se encuentra la migración, puede ser
la explicación para entender este voto. El caldo de
cultivo donde se gesta este tipo de fascismo social,
que legitima la violencia contra los más vulnerables,
parte de un malestar previo: no poder pagar el alqui-
ler, la temporalidad de los contratos, las condicio-
nes de vidas precarias. Si conseguimos señalar las
verdaderas causas de estos sufrimientos estaremos
frenando el auge de la extrema derecha.
38
En las luchas jornaleras en Almería, en las mo-
vilizaciones por la vivienda de la Plataforma de
Afectados por la Hipoteca, en las ocupaciones
de tierras, en el comedor popular de las Tres Mil
Vivienda... en esos espacios es donde he visto frenar
el fascismo social. Esas experiencias unen a gente
desde los mismos «dolores de barriga», autóctonas
e inmigrantes, y plantean una respuesta colectiva a
sus causas directas. El feminismo tiene el reto de
organizarse desde la base en esta micropolítica de
los lugares cotidianos, generando redes que sean
capaces de articular el descontento y de frenar la sin-
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Donde se impone la sinrazón de la élite de va-
rones blancos dueños del poder y la riqueza, el fe-
minismo es el sentido de lo común. Lo de tod*s y
no lo de unos pocos. La lucha de las jornaleras ma-
rroquíes frente a la patronal europea constituye un
pulso entre estas dos fuerzas. En las mujeres, en las
racializadas, en las jornaleras del Sur Global, en lo
que no debemos ser, está la salida.
40
De las finanzas a los cuerpos.
¡Vivas, libres y desendeudadas nos queremos!
Luci Cavallero1
41
colocó el conflicto en el terreno de las finanzas y se-
ñaló su lógica invasiva sobre zonas cada vez más
amplias de la reproducción de la vida. Esta acción,
además, se relaciona a una discusión global más
amplia sobre qué significa cuestionar que el acceso
a derechos se realice a través de deuda, ya que la
particularidad en Argentina es que el proceso de en-
deudamiento generalizado se produjo a partir de la
conexión entre deuda y subsidios sociales entrega-
dos por el Estado (Gago, 2017).
En este texto voy a relatar un episodio que de-
muestra cómo esa consigna práctica (¡Vivas, libres y
desendeudadas nos queremos!) se ha seguido desarro-
llando al calor de un movimiento masivo, cómo ha
logrado enhebrarse con problemáticas diversas que
mapean, de hecho, esa lógica invasiva de las finan-
zas y, sobre todo, por qué es la lectura feminista de
la deuda lo que permite plantear en nuevos términos
la desobediencia financiera (Cavallero y Gago, 2019).
Me voy a referir concretamente a la experiencia de
resistencia a la urbanización compulsiva realizada
por el gobierno de Buenos Aires en una villa históri-
ca, que tiene la particularidad de ser un asentamien-
to ubicado en el mero centro de la ciudad y, en par-
ticular, en un área clave para los servicios logísticos
portuarios. Intentaré, entonces, marcar una secuen-
cia que va desde los paros internacionales feminis-
tas hasta el proceso de resistencia a la urbanización
y, en ese trayecto, señalar lo que ha producido el
señalamiento de las finanzas como objetivo a visibi-
lizar y confrontar desde el movimiento de mujeres,
lesbianas, travestis y trans.
42
La urbanización de la Villa 31 y 31 Bis
43
ignorando todas las instancias de coordinación con
l*s vecin*s, y haciendo uso de la mayoría parlamen-
taria del oficialismo. Desde ese momento, el gobier-
no de la Ciudad de Buenos Aires comienza un proce-
so de re-localización y urbanización compulsiva con
la oposición expresa de l*s vecin*s de la zona.
La particularidad de esta nueva propuesta de
urbanización es que ofrece títulos de las viviendas
sobre la base de la asunción de deudas hipotecarias
que resultan, al corto plazo, imposibles de pagar.
Simultáneamente, el gobierno metropolitano toma
200 millones de dólares prestados con el Banco
Mundial para la construcción de estas viviendas.3
Así, el intento de desplazar a la población de la Villa
31 y 31 Bis se da en paralelo al avance del capital
inmobiliario sobre las zonas portuarias de la ciudad
que están en un proceso de revalorización perma-
nente. Para propagandizar este modelo de «inte-
gración» urbana, el gobierno lanza una campaña
mediática a fin de contraponer a las protestas la ins-
talación de un Banco Santander y de una sucursal de
MacDonald en la zona de ingreso al barrio. La aper-
tura de estas multinacionales sucede en simultá-
neo al proceso de desalojo «legal» de la población,
conformando un dispositivo inmobiliario-financiero
para la valorización urbana. Esta estrategia, hay que
44
agregar, aparece como superadora respecto de pro-
yectos de épocas anteriores que proponían direc-
tamente la «erradicación» de las villas. En esta se-
cuencia, el protagonismo del proceso de resistencia
tiene a la asamblea feminista como un espacio fun-
damental para poner en común y denunciar los mo-
dos en que se avanza, desconociendo las instancias
de participación de l*s vecin*s. Esta es una novedad
en la propia historia de la villa.
45
se presentan en el barrio relacionados con la falta de
servicios básicos de salud, educación y vivienda y re-
cientemente, en noviembre de 2019, para organizar
la primera marcha del orgullo villera. Esta asamblea
reúne así una serie de dinámicas abiertas a partir
de los paros internacionales de mujeres, lesbianas,
travestis y trans en relación con las formas organi-
zativas y a su composición transversal que replica
la de las reuniones de organización de las huelgas
internacionales (Gago 2019).
46
eso, el nombre de la convocatoria de la asamblea
del 30 de agosto ya propone una clave de lectura:
«Urbanización en clave feminista. Contra el endeu-
damiento y los mandatos de género». Nombra así la
especificidad de la politización feminista en relación
al avance de las finanzas y a cómo estas se apro-
vechan de los múltiples trabajos que las mujeres
realizan para sostener los hogares en un contexto
de empobrecimiento generalizado y de despojo de
la infraestructura pública. El llamado de la convoca-
toria produce también un desvelamiento del meca-
nismo que intenta naturalizar el acceso a derechos
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mediante deuda.
Los ejes que se problematizan en la asamblea
van desde un mapeo sobre quiénes y cómo se re-
siste en la villa a la avanzada del negocio inmobilia-
rio, donde los colectivos feministas tienen un lugar
protagónico, a cómo este proceso está relaciona-
do con el endeudamiento público y privado y con
los mandatos de género que «seleccionan» a l*s
beneficiari*s. La discusión de la asamblea se divide
en grupos sobre la base de los ejes «Precariedades y
deuda» y «Organización territorial feminista».
Lo que se denuncia, en primer lugar, es que el
proceso se está haciendo a espaldas de las diferen-
tes instancias de organización barrial. Esto se vincu-
la a la opacidad en los criterios de asignación de las
viviendas y la estrategia de negociación un* a un*.
Se denuncia que no se informa el valor de las nue-
vas viviendas y que las viviendas ofertadas por el go-
bierno son de calidad inferior a las que se pretende
desalojar para destruir. L*s vecin*s advierten que se
47
comenzaron a hacer demoliciones sin los permisos
necesarios para avanzar. Hay relatos de amedrenta-
mientos para quiénes no aceptan la relocalización, y
de discriminación hacia migrantes, a quienes se los
amenaza con la deportación en caso de no aceptar
la propuesta del gobierno.
La estrategia oficial combina amedrentamiento,
amenazas, demoliciones intempestivas y estrate-
gias de división entre las familias, entre inquilin*s y
propietari*s y entre migrantes y nativos. El gobier-
no realiza visitas casa por casa, entrevistando a l*s
miembr*s de los hogares por separado. También se
negocia distinto entre inquilin*s y propietari*s fomen-
tando enfrentamientos y miedos entre l*s vecinos que
acceden a la relocalización y quienes luchan por que-
darse en las casas que ell*s mism*s construyeron.
48
Las escrituras (títulos de las viviendas ofrecidas),
se dice también, son confusas y abusivas, y el con-
trato dice explícitamente que el no pago de una cuo-
ta implica entrar en mora, lo que pueda llevar a un
desalojo legitimando legalmente. De esta manera,
la titularización sobre la base de la deuda funciona
como una vía de desalojo legal y el proceso de finan-
ciarización actúa en este caso como anticipación de
«expulsiones» (Sassen 2014).
Pero el avance de la financiariazación no termina
en la titularización de las viviendas sobre la base de
la deuda; el proyecto que el gobierno aprobó en la
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49
«Nosotras queremos los títulos de propie-
dad a nombre de las mujeres y sin deuda» dicen
las mujeres, lesbianas y trans en la asamblea. La
perspectiva feminista sobre la urbanización no se
agota en la denuncia del proceso de titularización
sobre la base de la deuda, sino que va más allá. Lo
que se problematiza y denuncia también es que los
títulos de propiedad que promete el gobierno se
otorguen con criterios heterosexistas y que actuén
como una forma de re-moralizar las vidas de las
mujeres, lesbianas y travestis. De hecho, se llega a
la conclusión que los títulos se otorgan a hombres
o a mujeres que viven en familias heterosexuales
y con hij*s. Es decir, el modo en que el gobierno
contabiliza l*s sujet*s merecedores de una vivien-
da produce un sistema de castigos para las vidas
por fuera de la familia heterosexual.
A las mal llamadas «madres solteras», que son
una mayoría en el barrio, y que son además jefas
de hogar, se las relega al final de un orden de me-
recimientos encabezado por los hombres y por las
mujeres de familias heterosexuales con hij*s. La
perspectiva feminista también produce un momento
afirmativo donde se discute cómo sería una ciudad
feminista, en la que hay espacio para narrar de que
manera quisieran vivir por fuera de las divisiones de
los espacios domésticos que produce la familia he-
terosexual como mandato de reclusión.
El modo feminista de politizar el espacio domés-
tico hace que se puedan iluminar lugares históri-
camente despreciados como zonas de producción
y extracción de valor (Federici, 2018). La asamblea
50
feminista se convierte también en un espacio don-
de se narran las diferentes tareas comunitarias y ba-
rriales que sostienen la reproducción de la vida. Se
valoriza el trabajo migrante, que es un componente
fundamental de la población de la villa, y el trabajo
comunitario de mujeres, lesbianas, trans y travestis.
Se arma una red que funciona como resistencia a la
estrategia de división del gobierno. El modo feminis-
ta de tejer redes y alianzas enfrenta la división entre
migrantes, propietari*s e inquilin*s, trabajador*s
y no trabajador*s, que es la forma en la que se es-
tructura una jerarquía de merecimientos que usa el
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51
tionarla como un mecanismo de individualización
con todas las implicaciones en términos de culpa
y vergüenza. En esta clave, hemos conceptualizado
cómo la deuda extrae valor de las economías domés-
ticas, de las economías no asalariadas, de las econo-
mías consideradas históricamente no productivas,
en tanto habilita que los dispositivos financieros se
conviertan en verdaderos mecanismos de coloniza-
ción de la reproducción de la vida (Cavallero y Gago,
2019). Esto se hace posible cuando cada instancia
de reproducción social se convierte en un momento
que puede ser explotado directamente por el capital
para transformarlo en un espacio de acumulación
(Federici, 2015).
De esta forma, la acción en la puerta del Banco
Central impulsada por el Colectivo Ni Una Menos, en
junio de 2017 con el lema «Vivas, libres y desendeuda-
das nos queremos» tuvo resonancias múltiples. En ju-
nio de 2018, sindicatos de todas las corrientes políticas
se apropiaron de esa consigna para hacer sus convo-
catorias a la marcha NiUnaMenos. Mientras tanto se
estaba iniciando uno de los procesos más acelerados
de endeudamiento público de la historia argentina, que
terminó con la negociación con el Fondo Monetario
Internacional (FMI), una devaluación brutal de los sa-
larios y un recorte del presupuesto público.
Con anticipación, desde la dinámica feminis-
ta, se logró trazar la conexión entre endeudamien-
to privado, doméstico, y endeudamiento público,
mostrando el tipo de máquina de obediencia que
se retroalimenta y que instala la matriz de la deuda
como régimen específico de explotación y extracción
52
de valor. Unos meses después, en octubre de 2018,
la reunión en Buenos Aires del Women20 (el grupo
de mujeres que hace parte del G-20) fue contestada
también desde el movimiento feminista, impugnan-
do el intento de apropiación neoliberal de las de-
mandas feministas en clave de «inclusión» financie-
ra para microemprendedoras.
Como parte de esta secuencia, durante julio de
2019, se inició un conflicto por el fin de las llamadas
«Jubilaciones de amas de casa». El gobierno neoli-
beral de Mauricio Macri a pedido del FMI daba de
baja las moratorias previsionales, que posibilitaban
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53
feminista al ser capaz de invertir la jerarquía del re-
conocimiento del trabajo no-pago, invierte también
la carga de la deuda. No hay deuda con el Estado por
los aportes que les faltan a las mujeres y cuerpos
feminizados por el trabajo no remunerado realiza-
do en el ámbito doméstico o en trabajos informales,
sino que, al contrario, la deuda es del Estado, los
patrones y los patriarcas por haberse beneficiado de
ese trabajo gratuito.
54
Bibliografía
55
Del punto cero al futuro:
luchas por vivienda y apuntes para
una gramática feminista de organización
Helena Silvestre1
57
conflictiva de partes del territorio para reconstituir
comunes3 que nutren nuestras resistencias.
Este es un esfuerzo necesario, ya que sería con-
tradictorio reconocer a las mujeres indígenas —en
defensa de los bosques— o a las mujeres negras —
defendiendo territorios ancestrales inmateriales—
sin darse cuenta de cómo las mujeres de las favelas
son hijas de ellas, llevando adelante la continuación
de la resistencia resignada en regiones cercanas a
nosotr*s y nuestros cotidianos.
En este sentido, me baso aquí en mi propia ex-
periencia como mujer nacida y criada en una favela
y luego en la experiencia de casi dos décadas como
militante en el movimiento por vivienda en ocupa-
ciones de tierra urbana.
Para dar colores concretos: comencé la mili-
tancia en el movimiento por la vivienda desde una
Ocupación llamada Santo Días, que sucedió en
2003, en la región metropolitana de São Paulo, cuan-
do comencé a integrar el MTST, Movimiento de los
Trabajadores sin Techo. La ocupación de Santo Días
fue una de las muchas que ayudé a construir en la
provincia de São Paulo, así como otras ubicadas en
otras provincias. En estas ocupaciones asumí tareas
de articulación en la coordinación nacional de este
movimiento.4 En septiembre de 2010, debido a di-
58
ferencias políticas, que en ese momento tenían que
ver con la concepción de la organización, salí del
MTST y comencé a construir, en 2011, el movimien-
to Luta Popular,5 de l cual he sido parte hasta hoy y
que también realiza ocupaciones urbanas buscando
el derecho a la vivienda, así como ocupaciones de
tierras rurales para vivienda y agricultura familiar.
Las ocupaciones en las que ayudé siempre fue-
ran únicas; cada periferia —a pesar de los proble-
mas comunes— condensa una trayectoria particular
de personas y territorios con características propias.
Siempre han sido ocupaciones de grandes propie-
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59
jeres despojadas y puestas en diásporas forzadas
que hicieron sus cuerpos hermanos a este territorio
en disputa. Negras, indígenas y afroindígenas —ex-
pulsadas de sus bosques, secuestradas de su conti-
nente y violadas— son el rostro de las comunidades
pobres que tejen, protegiendo la vida en medio de
los destrozos y donde, sin embargo, reconstruyen
tramas comunitarias.
Las favelas y las periferias de las grandes ciuda-
des brasileñas se formaron así. Son arreglos territo-
riales que provienen de multitud de choques, des-
alojos y nuevos intentos de reconfigurar la vida en
situaciones casi siempre peores.
Estos territorios encierran una yuxtaposición del
tiempo en capas, donde cada generación de muje-
res mantiene vivo el recuerdo de la masacre a la que
sobrevivió: desde la esclavitud de chivata a la escla-
vitud doméstica (entregadas a familias ricas como
empleadas), desde del matrimonio adolescente,
huyendo del hambre o de la sed, al trabajo en las
fábricas. Desde la cárcel, abandonadas, hasta el do-
lor de recoger en algún callejón el cuerpo de su hijo,
asesinado por las balas ya en régimen democrático.
Desde las escuelas disciplinarias de los cuerpos, se-
xistas y llenas de rejas, hasta las cárceles.
60
carne y huesos a conceptos que se desarrollan en
nuestras vidas comunes, que se extienden a través
de todas las dimensiones, incluida la que han deno-
minado doméstica o privada, y que sustenta par-
te esencial de la reproducción de esta sociedad.
Encarnando en cuerpos el funcionamiento de los
engranajes que nos mortifican, el feminismo nos
revela un mosaico de mujeres latinoamericanas,
colonizadas, en su mayoría no blancas y con di-
ferentes trayectorias, vinculadas por la catástrofe
común del desalojo: el despojo que genera diás-
pora y desarraigo.
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61
El «robo» fundador de la colonización es en realidad
permanente.
62
talista. Lloraron en funerales de cementerios como
São Luis,8 en la periferia del sur de la ciudad de São
Paulo, mientras alimentaban, solas, a comunida-
des enteras y abrigaban —tanto cuanto podían— la
vida de los ataques de las balas, del hambre y de
las cárceles.
Las luchas en defensa de los territorios siempre
llevaron en sí mismas la defensa de la vida. Es sabi-
duría popular la conciencia de que no hay forma de
existir sin ocupar un lugar en el espacio y que este lugar
se constituye como nuestro territorio, desde donde
reedificamos comunidad, donde nos defendemos y
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63
la narrativa que nombra las resistencias. Al mismo
tiempo, transfieren energías que alimentan a repre-
sentantes hombres y estructuras organizativas je-
rárquicas, incluso entre sectores progresistas. Sería
como otro momento de extractivismo patriarcal, pero
que tiene lugar en espacios supuestamente forjados
para contrarrestar la lógica extractiva del capitalismo.
Antes de pensar el feminismo, yo pensaba el te-
rritorio porque, organizada en movimientos de favela
u ocupaciones de tierra urbana, me impresionaba ver
que muchas elaboraciones acerca del «sujeto revolucio-
nario», acerca de la fábrica como espacio de organiza-
ción superior al barrio y sus consecuencias, no abarca-
ban todo lo que vivía yo.
El territorio ha sido tratado como elemento se-
cundario de la lucha de clases porque, para una cierta
lectura del capital, este no es el lugar de producción,
sino el de reproducción de la vida; y la vida como pers-
pectiva ha sido preterida por la óptica del trabajo y del
desarrollo. Por lo tanto, todas las actividades y relacio-
nes producidas allí se han descartado como interven-
ción política (potencial o concreta) y sus sujetos, en
su mayoría mujeres, han permanecido invisibles. El
movimiento feminista está, en este momento, rom-
piendo esta invisibilidad, porque incluso cuando se
le dio importancia a los conflictos de tierras urbanas,
este movimiento se llevó a cabo utilizando una cierta
gramática patriarcal que es incapaz de cosechar las re-
flexiones que le ofrece la realidad.
Una ocupación de tierra urbana puede suceder de
diversas maneras; la experiencia que alimenta este
texto es la mía, en ocupaciones que han proliferado
64
en territorios de las periferias de grandes metrópolis
brasileñas, desde el principio de los años 2000. La
presión sobre las economías domésticas convirtió el
alquiler en el principal costo de millones de familias
pobres que se ven atrapadas, cada mes, entre pagar el
alquiler o comprar alimentos. Muchas de estas están
encabezados por mujeres, ya sea insertadas de ma-
nera terriblemente precaria en el mercado laboral,
o manteniéndose a través de trabajos informales,
inestables, estacionales y / o ultra precarios.
Cuando llegamos a un terreno vacío, todo debe
hacerse, y al asumir un estado de conflicto permanen-
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65
Así, las ocupaciones funcionan como espejos de
la verdadera cara del sistema capitalista: la propiedad
y el lucro sobre todo, la vida no vale nada ante ellos y
el Estado existe para garantizar que esta lógica no cam-
bie. En guerra contra todo, las ocupaciones no se
mantienen sin una unidad práctica que se debe, pri-
meramente, a la necesidad imperiosa de vivir, pero
que, al unirse a miles de personas sin hogar un en
espacio común, se altera cualitativamente al despla-
zar el problema habitacional de la esfera privada al
espacio comunitario recién constituido.
El corazón en la cocina
66
de algunos trabajos como esenciales para el mante-
nimiento de la existencia, y el trabajo de las cocinas
se convierte en el más esencial para tod*s. En las
palabras de Aline, una joven ocupante, «[…] antes
de la ocupación, yo pensaba en cómo iba alimentar
mis hijos; después de la ocupación, pensábamos en
cómo alimentar a mil familias».
Sin recursos, las mujeres organizan grupos que
salen a los comercios y ferias para obtener donacio-
nes de alimentos para abastecer las cocinas comu-
nitarias. Escalas de trabajo están diseñadas sobre la
base de la capacidad de cada una para donar tiem-
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Espejos invertidos
67
rra no pertenece al que la ocupa, pero no está ocu-
pada por el propietario; la casa es la tierra misma,
la propia ocupación en su conjunto y los límites del
núcleo familiar son transitoriamente dispersos en
las relaciones comunitarias, como una familia exten-
sa (con muchas contradicciones ahí presentes).
Esta aparente vaguedad parece facilitar que las
mujeres se autoorganicen y se sientan más seguras
para intervenir en los rumbos del cotidiano, simul-
táneamente de sus hogares y de su comunidad. Así,
las mujeres se insertan gradualmente en casi todos
los espacios colectivos, excepto aquellos que reco-
nocen como complejos y regidos por leyes externas
que creen no comprender, como la representación
pública y las mesas de negociación política o legal.
Ocupan todos los lugares donde la vida se repro-
duce, pero delegan a los hombres su «dirección» (o
bien son usurpadas). Luego viene un estado latente de
doble poder, porque quienes sostienen las dinámicas
vitales no disfrutan de ciertos aspectos del reconoci-
miento y la distancia que las mujeres mantienen res-
pecto de los espacios de representación-negociación
corresponde a la distancia de las «direcciones» en
relación al poder de reproducir la existencia.
68
clave que les permite articular el discurso.
En el entorno comunitario, las mujeres debaten,
se posicionan y aconsejan acerca de la violencia que
sufren ellas mismas u otras y, al desnaturalizar la
violencia, abren la puerta al cuestionamiento de las
jerarquías y la concentración del poder: no soportan
ser golpeadas y calladas, o ver golpeadas y calladas
a sus compañeras de trabajo.
69
en las cocinas, en las marchas, trabajos de limpieza,
asambleas y ruedas de conversación alrededor de
los fuegos nocturnos. Su comunicación siempre ha
sido descalificada como chisme y no se limita a mo-
mentos oficialmente extraordinarios: es una comuni-
cación permanente que no reclama un solo difusor, es
comunicación viva a través de varios puntos dinámicos
de contacto sin establecer un momento, espacio o a al-
guien como la única fuente legítima de información.
A medida en que no se encuentran a sí mismas
en las instancias de «poder» y en la narrativa de
las comunicaciones oficiales, las mujeres son em-
pujadas a organizarse y actuar, produciendo redes
y modelos de organización no convencionales que
escapan a las jerarquías y que funcionan semiclan-
destinamente, al margen de las superestructuras polí-
ticas. Es por eso que, fuera del radar y sin un modelo,
podemos tejer respuestas autóctonas a partir de ne-
cesidades comunes, arraigadas orgánicamente. Estas
respuestas son nuevos comunes generados por nues-
tras luchas.
70
y creciente del control sobre las poblaciones pobres
para que no se rebelen.
Todos estos temas —marginados en la gramáti-
ca masculina del trabajo y el desarrollo— son obje-
tivo primordial de la reorganización capitalista por
la que estamos atravesando. Este obliga a un nivel
más profundo en la escala de explotación y opresión
para mantener los lucros de las clases dominantes.
Aunque el capitalismo sea esencialmente patriarcal,
reconoce el peligro de esta gramática organizativa y
disputa, utilizando la cooptación, la domesticación
o la represión de los movimientos feministas. Así
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71
mujeres que quieren legitimarse desde privilegios de
clase, de jerarquías, o de la defensa de una supuesta
«racionalidad y pragmatismo político» que hace la
vista gorda de la reproducción de los mecanismos
machistas por parte de los líderes hombres y las or-
ganizaciones.
Estas redes y gramáticas feministas imponen
nombrar y hacer visibles todos los trabajos dispo-
nibles para servir a su existencia, poniendo en ja-
que las jerarquías entre tareas y los argumentos de
«autoridad técnica» o «teórica». Desmantelado el
fetiche, se les permite legítimamente hablar acerca de
los problemas de todas las mujeres que los viven, exten-
diendo la red feminista más allá de los lugares a los que
llega el término, arraigando su incidencia en la reali-
dad y renovándola con las nuevas contradicciones
y respuestas agregadas a cada nuevo momento de
expansión organizacional.
72
se afirma en nuestra búsqueda de construir narrativas y
herramientas de lucha que puedan ser alteradas, com-
prendidas y operadas por cualquier mujer trabajadora,
favelada y madre.
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73
Apuntes para un feminismo antirracista
después de las caravanas de migrantes
A modo de introducción2
75
la violencia, de las maras y de las maquilas del lugar
donde nacieron. Entre los caravaner*s, además de
hondureños, había nicaragüenses, estudiantes, fa-
milias de campesinos, que se fugaron de la persecu-
ción política del régimen de Daniel Ortega. También
los compusieron salvadoreñ*s, guatemaltec*s, fami-
lias garífonas que acumulaban en el cuerpo diversos
desplazamientos forzados.
Éxodo de familias, algunas de las cuales camina-
ban con niños que amamantan. Incluso había niños
y niñas no mayores de 15 años caminando solos
pero abrazados por los miles de caravaneros que
decidieron caminar en masa, fuera de las sombras,
a plena luz del día por las carreteras más peligrosas
del continente, esas que unen el circuito del extracti-
vismo minero, con la distribución de la industria de
la droga, con las grandes urbes fincadas a merced de
las maquiladoras de capital múltiple.
Y fue así que, entre octubre de 2018 y abril de
2019, los pueblos de las grandes capitales de
Mesoamérica vimos pasar por nuestra rutina coti-
diana contingentes de madres con niños en brazos,
mochilas al hombro y la determinación de huir de
pesadillas con una diversidad de actores y tramas.
Las mujeres que caminaban para preservar la vida
nos explicaron con sus cuerpos, con su caminar,
con sus carriolas, con palabras concretas pero aser-
tivas de dónde y de que huían, coincidiendo todas en
que sobre todo se fugaban de la reforma laboral en
Honduras, las microviolencias de sus «pares» (sus
maridos o familiares) o de la violencia de las maras,
los sicarios y/o la policía de ahí donde se fugaron.
76
Además, y de forma generalizada, de la intemperie
que provoca la impunidad con la que operan todos
esos actores frente a los gobiernos domésticos.
Las respuestas entre quienes escuchamos y vi-
mos a l*s caravaner*s fueron variadas: algunas de
nosotras ayudamos con agua, comida, refugio, ca-
minando por tramos con ellas, intentando viralizar
por las redes sociales las razones de su éxodo, el
proyecto de entregarse a la «migra» norteamerica-
na para demandar asilo político, refugio, papeles.
Muchas pusimos el cuerpo y llamamos a todos a
abrazar el caminar de los caravaneros. Considero
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77
Central, es la que propuso el diario El Faro cuando
llamó a este éxodo un virtual «campo de refugiados
en movimiento». Nosotras completamos: el éxo-
do centroamericano puede ser explicado como un
virtual campo de refugiados en movimiento atrave-
sando un territorio en el que los gobiernos les han
declarado la guerra a sus ciudadanos empobrecidos
por el neoliberalismo.
Si bien estos éxodos recibieron muestras de xe-
nofobia institucional, pues las fuerzas policiales de
los países que atravesaron (Guatemala, México y
Estados Unidos) «cazaron», mantuvieron en deten-
ción sin debido proceso judicial y, finalmente, depor-
taron a buen número de núcleos familiares, hubo
también muestras de racismo social. Xenofobia
manifiesta que los pueblos migrantes de la región
opusieron de manera abierta en sus redes sociales,
en los medios masivos de información locales e, in-
cluso, con manifestaciones públicas en los lugares
por los que atravesaban.
Por todo ello, este trabajo se pregunta por los pro-
cesos sociales que, en forma compleja, se entrelazan
para explicar las motivaciones para los éxodos, las
condiciones en las que atravesaron las caravanas por
los países que transitaron y la respuesta abiertamen-
te contrainsurgente de los gobiernos de la región.
Preguntas que parten de una interpretación feminista
de las migraciones contemporáneas y que se plan-
tean como desafío más que teórico, abiertamente po-
lítico, a los movimientos de mujeres en el continente.
Este esfuerzo se ancla en el acompañamiento de
lo que llamamos «antropología de la emergencia»
78
(ReCruz, 2018), o el ejercicio de «caminar pregun-
tando» con los y las caravaneras. Una deriva investi-
gativa que sigue en proceso, tanto como que la vida
de esas familias sigue atrapada en dispositivos de
confinamiento y espera en las franjas fronterizas del
norte de México, dialogando ya a la distancia con
mujeres deportadas desde Estados Unidos y muje-
res que ya consiguieron atravesar las muchas y muy
militarizadas fronteras, para asentarse en ciudades
norteamericanas. Ciudades en las que los hijos que
caminaron con ellas ya van a la escuela y juegan en
los parques de barrios hiperprecarios, conviviendo
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79
quienes somos antirracistas: ¿son las caravanas mi-
grantes una rebelión contra el gobierno global de las
migraciones? ¿Qué imaginario político se pone en
marcha en el acto de caminar en masa persiguiendo
la vida? ¿Qué palabras, conceptos, marcos referen-
ciales sirven para leer estos procesos y compren-
derlos en su complejidad? ¿Cuáles de estos marcos
quedan desbordados y cómo abrazar, además de
con la solidaridad hacia los caminantes, este nove-
doso fenómeno social desde la socioantropología
que piensa los movimientos sociales en lo contem-
poráneo?
80
pela la realidad. Una apuesta lo mismo política que
epistemológica (pues encontrar las formas de narrar
lo vivido también es político), porque la caravana,
las mujeres y los varones que la conformaron, los
niños que la caminaron, desacomodaron la «gramá-
tica de las migraciones» vigente hasta antes de su
caminar en masa.
Por gramática de las migraciones me refiero a
los discursos, pero también a las prácticas, con que
se comprenden, se narran y se gobiernan los movi-
mientos de personas en lo contemporáneo. Sin ser
exhaustiva en dicha gramática, existe una premisa
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81
por Mesoamérica desafiaron hasta desacomodar
esta gramática de las migraciones, este trabajo se
plantea compartir con las luchas feministas contem-
poráneas unas primeras líneas de fuga que se con-
virtieron en hipótesis para la escritura de este texto.
82
las noches y deshidrataciones por calor extremo
durante el día. Siendo entrevistadas (pero también
acompañadas, abrazadas) por un ejército paralelo a
las burocracias y los agentes de migración: los y las
periodistas.
Esta caravana, que los propios caminantes lla-
maron después «Éxodo Centroamericano» atravesó
México (un país frontera y tapón que está deportan-
do a 9 de cada 10 personas que intentan llegar desde
Mesoamérica a Estados Unidos, gracias a las políti-
cas de «externalización de fronteras» MadeInUsa)
en cinco semanas. A pie. Caminando con mochilas
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83
mentó. Atravesando ciudades pequeñas y grandes
metrópolis, los y las caravaneras consiguieron lle-
gar a Tijuana. Hasta su llegada a la franja fronteriza
con Estados Unidos, la caravana pudo ser pensada
como un acontecimiento político. Cuando ya en esa
ciudad fronteriza se le confinó a la espera, cuando
se le acorraló hasta la asfixia, el Éxodo se configuró
como una crisis humanitaria en la que las familias
gaseadas por agentes norteamericanos representan
un síntoma del neoliberalismo contemporáneo.
Entender en qué sentido operó una contrainsur-
gencia contra esta nueva forma de lucha migrante,
al mismo tiempo que novedosa estrategia de trans-
migración, sería motivo de otro ensayo, pues el re-
acomodo de las estrategias regionales y domésticas
de los países involucrados es un tema complejo y en
constante redefinición. Pero, adelantamos, podría
definitivamente resumirse en torno a tres tipos de
respuesta: confinamiento, militarización y deporta-
ción masiva de familias.
Sigamos enfocándonos en interpretar el éxodo
como una práctica de insurgencia que desacomodó
la gramática de la industria del terror en torno a la
migración, pues arrebató un número aún no calcu-
lado de dinero a polleros, secuestradores y agentes
migratorios que extorsionan a los miles de migran-
tes que cada año intentan migrar o regresar a casa
(EEUU) después de ser deportados. El éxodo tam-
bién desacomodó la industria de las migraciones,
la industria carcelaria, la industria de la solidaridad,
la hospitalidad en la migración, porque desafió por
su volumen y por el protagonismo de los propios
84
migrantes las formas en como se ha gestionado el
tránsito de estos colectivos por México.
85
Julieta Paredes (2014) y la lectura del sostenimien-
to de la vida por las tramas comunitarias que hace
Gladys Tzul Tzul (2016) pueden explicar la caravana
como una lucha de las mujeres por la vida.
A modo de conclusión
86
acuerdo de mantenernos vivas y celebrarlo.3 De ahí
la relevancia de proponer las caravanas y éxodos de
familias desplazadas desde América Central por el
terror, la miseria y las microviolencias patriarcales
como una lucha de mujeres, además de una lucha
migrante.
Sirva pues este relato desde la retaguardia, que
se basó en seguir el caminar de los y las caravane-
ras desde el terreno y desde el ciberespacio, apenas
como cronista, como aproximación a un feminismo
migrante y antirracista que comienza a trazar agen-
da común de forma manifiesta, pero que abreva de
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mecanismos para preservar la vida, sus fugas, nue-
vos repertorios de protesta y nuevos significados de
una apuesta del feminismo global: el derecho a vivir
una vida vivible.
Esta es pues una primera crónica que intenta te-
jer memoria de las caravaneras, si bien serán las mu-
chas Guadalupes, como la primera bebé nacida en el
éxodo, quienes, ya desde las universidades mexica-
nas y estadounidenses, a las que llegarán como inte-
lectuales orgánicas como dice Aurora Levins (2004),
quienes podrán narrar las genealogías de las luchas
de sus abuelas por mantener con vida a sus madres,
con vida y a salvo de las maras, de los narcos, de los
novios que golpeaban bien bolos (borrachos).
Que sirva pues este ejercicio de memoria como
un epílogo de lo que hay que propiciar desde las uni-
versidades y los feminismos que habitan las aulas:
las narraciones de las hijas del éxodo. Para que todas
las Guadalupe que nazcan en campos de refugiados
en movimiento elaboren sus tesis de grado con re-
latos sobre las luchas de sus madres; cuando, pasa-
dos los años, consigan acomodar las violaciones, el
encierro en hieleras donde los separaron, los años
que vinieron después de la «creíble» o la entrevista
para justificar su petición de asilo con jueces nortea-
mericanos, el tiempo con el grillete que las convirtió
en instrumentos de delación, en literales dispositi-
vos necropolíticos sembrados en comunidades que
las evitaron por el miedo de ser ellas mismas deteni-
das y deportadas, los tiempos difíciles de las tardes
del homework en que apenas pudieron asistirlas por
su monolingüismo, ese que se produce si trabajas
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«sin papeles» o ilegalizada por el Estado y el merca-
do en jornadas de hasta 12 horas por 20 años, y en
los que te comunicas con tus pares en castellano y
por eso no aprendes inglés.
Guadalupe, sus amigas, sus primas que llegaron
después con coyote, o las que la estaban esperan-
do del otro lado del muro, serán ellas las que nos
cuenten, en sendos trabajos autobiográficos y etno-
gráficos qué carajo fue la caravana migrante en cuyo
marco sus madres, sus hermanas, sus primas y ellas
mismas consiguieron el derecho a seguir vivas y, si
bien explotadas y creciendo en medio de sociedades
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Bibliografía
90
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Plan Frontera Sur», Animal Político (en línea), 13 de noviem-
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_____ (2012), «Luchas migrantes»: un nuevo campo de
estudio para la sociología de los disensos», Andamios. Revista
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Viveros, Maya (2016), «La interseccionalidad: una apro-
ximación situada a la dominación», Debate feminista, núm.
52, pp. 1-17.
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Nuestras luces en la penumbra: potencia
feminista y urgencias destituyentes
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de huelga para nombrar eso que aparecía como un
deseo incluso en quienes pensaban que nunca po-
drían parar. Planteamos este proceso en un país
donde el derecho a huelga no existe debido a las
transformaciones neoliberales que la redujeron a
su mínima expresión. Donde la expansión del tra-
bajo precario e informal ubica un límite de entrada
a las posibilidades de una acción colectivamente
organizada, que pudiera enfrentar los costos y las
tareas propias de una huelga efectiva. ¿Cómo no
iba ser incredulidad la respuesta cuando la repo-
sición de esta herramienta, se levantaba en clave
de proceso desde el movimiento feminista y no,
como pudiera haberse pensado, desde las voces
históricamente autorizadas para nombrar las he-
rramientas propias de la clase trabajadora? En esa
realidad, el llamado a la huelga general feminista
parecía una quimera, un delirio o simplemente un
ruido inaudible.
Las miles que fuimos haciendo nuestro este pro-
ceso y lo empujamos desde todas partes, viéndolo
multiplicarse con la capilaridad propia del impul-
so feminista, avanzábamos ante esa incredulidad
como quien avanza a tientas en un terreno oscuro.
Nos guiaba una suerte de convicción compartida
que nos llevó a caminar juntas, sostenidas por una
superficie que íbamos sintiendo, a cada paso, lo
suficientemente firme. Un soporte hecho de todas
las experiencias históricas de esta y otras latitudes
sobre las que descansaba la certidumbre de nues-
tra apuesta, como la expresión de una voluntad que
era, a su vez, expresión de una necesidad y un de-
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seo, de un pensamiento colectivo en pleno proceso
de despliegue.3
La forma que asumió el llamado a la huelga en
nuestro país tuvo, desde el inicio, un tono singu-
lar que hoy atraviesa las caracterizaciones que se
desarrollan en otros territorios. Se trata de la par-
ticularidad de concebirla como general y feminista
y desplazar con ello la clave instalada hasta el mo-
mento en otros países en la forma del paro nacional
de mujeres. Esa particularidad se sitúa en parte en
las condiciones excepcionales de hablar de huelga
en un territorio como el nuestro, que convertía al
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huelga de consumo, la huelga de cuidados, el paro
efectivo y el desarrollo continuo de una jornada de
protesta. La huelga, en fin, como una interrupción
de la normalidad, de esa normalidad que sindica-
mos desde el inicio como el problema y cuya impug-
nación encontraría su eco, luego, en las paredes de
la revuelta.
Porque no nos interesaba la posibilidad de ser
reemplazadas durante esa jornada en el inagotable
circuito de la explotación, productiva y reproductiva,
y porque íbamos a hablar de todo y expresar nuestra
fuerza en todas partes, le llamamos a esta huelga
una huelga general. Y le llamamos al mismo tiempo
general y feminista, más allá de la aparente contra-
dicción en que esto se le presenta a algun*s, porque
seríamos mujeres y disidencias —lesbianas, trans,
travestis, no binari*s—, quienes protagonizaríamos
este llamado que dirigimos al conjunto de la socie-
dad. Pondríamos por delante el programa contra la
precarización de la vida que construimos juntas en
el primer Encuentro Plurinacional de Mujeres que
Luchan.5 Una reflexión feminista que al ser transver-
salizada en las orientaciones y reivindicaciones de
los movimientos sociales, hizo de nuestras vidas, di-
versamente situadas y atravesadas por complejos de
violencias múltiples, un problema político.
La centralidad en la noción de precarización de
la vida surgió al momento de analizar que, tras años
de movilización feminista, estábamos inscritas en
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un relato que nos narraba como víctimas de las vio-
lencias que habíamos salido a denunciar y gritar a
viva voz, agotando desde allí nuestra capacidad de
hablar de nosotras mismas. Con la intención de mo-
vernos de ese lugar, en enero de 2018 nos llamamos
a pasar a la ofensiva como sujetas políticas. Nos lla-
mamos a hablar de nuestra vida entera, y de cómo la
violencia patriarcal es inseparable e incomprensible
por fuera de todas las condiciones de esa vida que
queríamos cambiar en su totalidad. La precarización
de un sistema de salud público colapsado y desfi-
nanciado, y de un sistema de salud privado con-
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violencias que estructuran nuestras vidas y que solo
se acentúan con el tiempo. A ese entramado subte-
rráneo, visible indefectiblemente como resistencia y
límite a nuestra acción contra la violencia patriarcal,
le llamamos precarización de la vida. Nos propu-
simos luchar contra ella, mediante la huelga como
proceso, y abrir de ese modo un nuevo momento en
la historia de nuestro país, en sintonía con el vértice
histórico que veíamos abrirse en todo el mundo ante
un escenario de crisis global. Una crisis que, sabía-
mos, no haría sino agudizarse.
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imagen que condensa el gesto de rebeldía que ante-
cede el momento del estallido. Nosotras, nosotres,
irrumpiendo en el espacio público con una memo-
ria viva: la de sindicalistas, feministas obreras de
la pampa salitrera, defensoras de la tierra, el agua
y las semillas, travestis, artistas, intelectuales, par-
tisanas, mapuche, pobladoras. Esa, nuestra apari-
ción pública, fue la imagen condensada que anticipó
el 8 de marzo en que tendría lugar la movilización
más grande de la posdictadura en Chile. Sería lue-
go, en octubre, que las y los estudiantes secundarios
se abrirían paso entre las rejas de una estación de
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«No + abusos», «No + represión» «No + muer-
tes» «No + AFP», «No + educación de mercado»,
«No + TPP11», «No + miedo», «No + sexismo en
la educacion», «No + impunidad», «No + deudas»,
«No + femicidios». Fue, esto también, un eco de un
momento anterior, cuando en 1983, a diez años del
Golpe de Estado, el Colectivo de Acciones de Arte
(CADA) realiza su primer llamado a la «Acción No
+», haciendo aparecer los gritos ahogados por la
censura y la represión del régimen que anticiparon
la ruptura que vendría con las jornadas de protesta
nacional. En pleno estallido, los «no +» vuelven a
emerger y a prefigurar una vez más el deseo de otra
vida, de una vida sin miedo, de una vida mejor.
100
tuyente. Saltar el torniquete devino en una imagen
que hizo de la desobediencia civil de secundarias y
secundarios, frente al alza del transporte público,
un acontecimiento político popular del que tod*s
nos hicimos parte. Y así como los rayados carga-
ban el filo de una poética insurgente, las cuñas en
televisión ya mostraban la transversalidad de la
impugnación que se avecinaba. Quizás una de las
más elocuentes es la realizada en el contexto de un
matinal televisivo por parte de una vecina en la es-
tación del Metro Plaza de Maipú: «Yo no estoy de
acuerdo que estén diciendo que esto es vandalismo.
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estudiantes: «No tienen un argumento, no aumentó
la tarifa para ellos». El subsecretario del Interior, por
su parte, con igual ceguera aparente, planteó: «Me
llama la atención que el pasaje de metro no subió
para los estudiantes, y ellos toman esa causa como
una forma de protesta».7 La respuesta más contun-
dente pudo verse en las mismas estaciones, donde
contra todo pronóstico, la reacción ante las jorna-
das de evasión masiva fuertemente reprimidas, fue
la entonación multitudinaria de un canto de otros
tiempos que sonaba una vez más con una actuali-
dad inesperada: «El pueblo unido, jamás será venci-
do». Nunca fueron 30 pesos.
7 Véase https://www.elmostrador.cl/dia/2019/10/15/gobierno-
cuestiona-evasiones-masivas-de-estudiantes-en-el-metro-no-
aumento-la-tarifa-para-ellos/
102
estatal, destituir la gobernabilidad neoliberal, la nor-
malidad transicional y la tecnocracia como adminis-
tración de lo mismo, destituir al fin la precarización
de nuestras vida y todas la violencias que atraviesan
nuestros cuerpos. Destituir es necesariamente ima-
ginar otro posible y comenzar a constituir sus, nues-
tras, formas en el proceso.
Nuestras formas, aquellas que habíamos esta-
do experimentado y ensayando durante los últimos
años, irrumpieron como síntesis histórica en un
momento crucial del estallido. La potencia feminista
reverberó como una revuelta dentro de la revuelta
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do, en este momento crucial de apertura, tuviese el
lugar que le correspondía. Y fue con esa potencia de
lo ineludible que volvimos a hacer aparecer la fuerza
de nuestra acción política como presencia, como de-
nuncia, como grito de guerra.
Han pasado ya cuatro meses desde que estalla-
mos, y nos parece necesario reafirmar la cualidad
destituyente de la revuelta popular. Radica en ello su
potencia como un momento de imaginación radical
que lejos de anticipar respuestas o cierres preesta-
blecidos, abrió y sigue abriendo cursos aun inespe-
rados sobre las formas de hacer política y sostener
la vida. Lo político se expande así como una activi-
dad que toma las calles y las plazas, los espacios
de deliberación se intercalan con redes de cuidado,
la elaboración de demandas y propuestas no es ya
tarea de iluminados o del congreso, es tarea de ve-
cinas y vecinos, de compañer*s de marchas, de la
primera línea, de sindicalistas, de secundari*s, de
poblador*s, de amig*s y de tant*s que se han apren-
dido a conocer y construir junt*s en estos cuatro
meses de revuelta. Es por ello que insistimos en lo
destituyente, por la necesidad de sostener esta di-
ferencia tras el acontecimiento de octubre, frente a
la repetición de lo mismo que en Chile conocemos
muy bien como «la medida de lo posible».
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desafíos constituyentes de la revuelta; como feminis-
tas hemos sido parte de esa reflexión y de ese deba-
te en múltiples espacios. Sin embargo, nos interesa
relevar aquí este afán destituyente que se convirtió
muy pronto en una de las cuestiones que más rápi-
damente se intentó sofocar y sustituir por propues-
tas que pudieran «conducir» en clave afirmativa las
«demandas» de la revuelta. Frente a esta tendencia,
encarnada por diversos actores sociales que veían en
esta «pura negatividad» una falencia a ser solventada
por las «claridades» de una orientación política «se-
ria», como feministas opusimos una lectura diversa:
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Constitución. En medio de un escenario de terro-
rismo de Estado, se desarrolló este pacto político
entre diversos sectores del parlamento8 que com-
prometieron con esto sus voluntades de sostener
al gobierno criminal de Sebastián Piñera,9 a cambio
de la posibilidad de reescribir la Constitución de la
República. Ante esa búsqueda en la que estábamos
inmersas, ante esa exploración que nos iba dotando
de orientaciones propias, el Acuerdo fue como apa-
gar la luz. A ese apagón le siguió un despliegue en el
terreno mismo de la imagen: la plaza de la Dignidad
cubierta de un manto blanco como el eco ominoso
de las operaciones de limpieza en la dictadura. Una
acción concertada y continua de la prensa que ex-
presa sin tapujos los efectos de su monopolio. Una
política legislativa, amparada por casi todos los sec-
tores que participan en la política institucional, para
cerrar filas en la defensa de sí mismos y garantizar la
plena legalidad de la persecución política. La inten-
ción deliberada de devolvernos una imagen opaca
en la que no podamos vernos, de confundirnos, ha-
cernos vacilar, retroceder y acatar las nuevas condi-
ciones de lo posible.
Afortunadamente, las feministas habíamos cami-
nado ya alguna vez a tientas. Habíamos ensayado
la confianza en los pasos que damos a oscuras, sin
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más retroalimentación que la sonoridad de nues-
tras propia s voces orientándonos en la penumbra.
Habíamos descubierto la potencia de ir encendien-
do luces propias que nos permitieran trazar los
contornos de nuestro cuerpo colectivo. Podemos
reconocer este trayecto en el que nos vamos cons-
tituyendo como fuerza y en el que vamos constitu-
yendo nuevos horizontes políticos. Hoy, que somos
parte y latido interior de una revuelta en pleno curso,
podemos volver a encender esas luces tenues con
las cuales vernos, volver a poner por delante la in-
certidumbre sobre lo que podemos. Ese temblor con
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Tejiendo caminos: del paro nacional al
Parlamento Plurinacional y Popular de Mujeres
y Organizaciones Feministas del Ecuador
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vas que se dan en la cama, la casa, las asambleas,
los parlamentos y la calle. Diálogos que han llevado
a profundizar nuestras vivencias de rebelión, lucha
y combate frente a las violencias ejercidas por el
Estado ecuatoriano y el gobierno de Lenin Moreno
sobre los pueblos y cuerpos, nuestros cuerpos-terri-
torios, y sobre todas las esferas de nuestras vidas.
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Entre las medidas del Decreto, figuraba la elimi-
nación de los subsidios al diésel y la gasolina. En
una economía dolarizada como la ecuatoriana, los
costos de producción son sumamente altos. Una
medida de tal envergadura, implicaba un impacto
directo en la elevación generalizada de los precios,
mucho más cuando el 40 % de la producción está
fuertemente ligada a los combustibles. A nombre
de transparentar los costos y de organizar la política
económica del Ecuador alrededor del ajuste fiscal,
la eliminación de los subsidios significaba un in-
cremento en el precio del transporte y en los cos-
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la reproducción de la vida de las mayorías, se veían
drásticamente afectadas.
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llegaron a Quito en un histórico levantamiento in-
dígena. El pueblo ecuatoriano y las organizaciones
sociales, populares e indígenas sostuvieron once
días el paro, a pesar del estado de excepción, la mili-
tarización parcial del país y el despliegue del aparato
policial en las calles del Ecuador.
Pese al eslogan inicial del gobierno de Moreno
dispuesto a dialogar con todos los sectores, la repre-
sión en esos once días fue brutal. El gobierno disper-
só y buscó aplacar las manifestaciones militarizan-
do Quito, que paulatinamente se veía asediada por
vehículos antimotines circulando. En la zona centro
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113
Por otra parte, el morenismo apoyado en los
grandes grupos económicos del país,4 estableció
un cerco mediático ejecutado por los medios ma-
sivos. De esta manera, ocultó lo que ocurría en las
calles y la responsabilidad del Estado. A la par, creó
la idea de un enemigo interno: pasaron de ser los
estudiantes vándalos que destruían la ciudad a las
hordas correístas que querían provocar un golpe de
Estado, al pueblo indígena infantilizado y cargado de
resentimiento social que buscaba tomarse el país,
al migrante antisocial y delincuente financiado por
el castrochavismo. De esta manera, se alentaba a
los sectores medios y altos conservadores del país
a que desplegaran sus discursos de odio cargados
de concepciones clasistas, racistas y xenófobas que
justificasen la violencia estatal.5
114
Los once días de protestas dejaron 11 asesinad*s,
1.340 herid*s, 1.192 detenid*s ilegalmente, cientos
de desaparecid*s, y decenas de personas que per-
dieron un ojo producto de la violencia policial. Para
un pueblo que ha derrocado tres presidentes, frena-
do un Tratado de Libre Comercio, y gran parte de
las políticas de ajuste en las décadas anteriores, la
violencia y saña impartida por el Estado en octubre,
constituye un hecho inédito.
115
En estos once días de movilización, las mujeres
del campo y la ciudad luchamos de diferentes mane-
ras. Disputamos el rol asignado por el heteropatriar-
cado que nos confina únicamente al sostenimiento
de los cuidados en el ámbito doméstico. Nos rebe-
lamos contra ese destino manifiesto, y es que como
nos recuerda una compañera militante de Acción
Antifascista: «Durante el paro, las mujeres no solo
cumplimos el rol de cuidado de la vida, nosotras fui-
mos parte de la lucha en primera línea. Se cree que
las mujeres solo nos debemos a las tareas domésti-
cas para el sostenimiento de los procesos, ya sea en
la preparación de ollas comunitarias, proporcionan-
do primeros auxilios, sosteniendo los espacios de
descanso, pero también, y de manera contundente,
nosotras combatimos, estuvimos dirigiendo la pelea
y ejecutando acciones ofensivas contra el gobierno
neoliberal».
El paro fue un espacio que modificó la tempora-
lidad colectiva y subjetiva, a la vez que desacomo-
dó nuestro lugar en la reproducción. Las mujeres
estuvimos lanzando piedras, con el pañuelo verde,
pateando gases lacrimógenos, construyendo barri-
cadas, repartiendo agua con bicarbonato y masca-
rillas, abasteciéndonos de piedras y adoquines que
sacábamos de las veredas, recogiendo palos, puer-
tas y cartones para elaborar escudos y cascos, que-
mando llantas, improvisando carretillas, guaridas y
camillas. Hicimos de la incertidumbre y la impro-
visación un método de sobrevivencia y solidaridad.
Simultáneamente, las compañeras indígenas y cam-
pesinas que llegaron a Quito y que dormían en refu-
gios y centros de acogida levantados rápidamente,
caminaban protestando, con l*s wawas al hombro o
en la espalda, mostrándonos el sentido comunitario
que tienen los pueblos y nacionalidades en torno a
la maternidad. Frente a la separación sistemática de
la vida pública y privada, que coloca la crianza en el
lugar de lo doméstico; las mujeres de las comunida-
des colocaban su experiencia en el apego corporal
y el lugar de lo público. Para los pueblos indígenas,
l*s wawas no forman parte de una vida separada y
encerrada, son parte de la vida y sus complicacio-
nes. Sea en el campo, sea en las asambleas de ca-
bildo, sea en los paros. Como contaban las com-
pañeras indígenas de la Ecuarunari, «ellas también
habían llegado de la mano de sus madres a antiguos
levantamientos».
De la resistencia a la lucha