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Como hemos podido verificar a lo largo de las páginas de este libro, una
comprensión cabal del concepto de exclusión social nos remite al concepto paralelo de
ciudadanía. Y, por ello, también a la propia cuestión central de la democracia en su
sentido más básico. Esta es la razón por la que en mi trilogía sobre la desigualdad, el
trabajo y la democracia he intentado conectar estas tres cuestiones básicas a la dinámica
de las sociedades avanzadas en los inicios del siglo XXI 1. De ahí, pues, que no resulte
sorprendente que concluyamos este libro con una breve consideración sobre la
democracia y la necesidad de avanzar hacia una nueva fase de su desarrollo que permita
superar el riesgo de la exclusión social: la etapa de la ciudadanía económica.
La democracia se ha desarrollado en una serie de etapas que han corrido paralelas
a la propia evolución de nuestras sociedades. Desde que la Revolución Francesa, y otros
procesos políticos concurrentes, pusieron en pie los basamentos de una nueva época se
ha venido avanzando en el reconocimiento práctico de los ideales de la emancipación
humana, como superación de las condiciones de desigualdad y subyugación social y
política existentes durante el ciclo de las sociedades agrarias tradicionales.
El complejo proceso de progreso civilizador que ha seguido la humanidad durante
los dos últimos siglos, en esta línea democratizadora, ha implicado tanto aspectos
económicos, como sociales y políticos, en una interrelación mutua.
1. DEMOCRACIA Y CIUDADANÍA
Desde la perspectiva de los países occidentales, la conquista de la democracia no
puede ser vista como una dinámica circunscrita en exclusiva a la esfera de las
instituciones, el equilibrio de poderes y las prácticas políticas de delegación de la
representación, sino que la conquista de la democracia ha sido un episodio mucho más
complejo, que ha implicado procesos vitales y maneras de estar y de formar parte de la
sociedad que han ido alejando progresivamente de las pautas asimétricas y
jerarquizantes propias de las monarquías agrarias absolutistas.
De hecho, para el común de los mortales, las conquistas de la democracia han sido
básicamente conquistas igualitarias. En el plano vital, más directo y sentido por todos, la
democracia ha sido experimentada por la mayor parte de la gente, no solamente como el
derecho de participar en la elección de los gobernantes, sino, sobre todo, como la
oportunidad de no vivir subyugados ni dominados. En la medida que en las sociedades
actuales la democracia es, en el fondo y en las formas una cuestión de poder, su más
directa referencia es la igualdad. Como he explicado con más detalle en otro lugar, en su
sentido más profundo la democracia connota igualdad 2.
Si nos atenemos a los procesos sociales concretos y a la experiencia de la mayor
parte de los ciudadanos, el significado de la democracia ha sido básicamente no tener
que ponerse de rodillas ante nadie, no vivir atemorizado o humillado, poder actuar y
comportarse con dignidad, ser una persona en toda la extensión de las posibilidades,
tener “seguridades” en la vida, no estar forzado a decir a todo “amén”. En suma, ser un
señor y no un siervo. La democracia inaugura un nuevo modelo de sociedad en la que
todos somos señores. Esa, pues, es la dirección en la que hay que continuar
profundizando, contribuyendo a establecer las condiciones sociales adecuadas para que
todos sean ciudadanos de primera y puedan ejercer su libertad de manera más plena y
segura.
Para lograr este objetivo hay que tener presente que la libertad tiene unas
dimensiones sociológicas que se conectan con la existencia de pautas democráticas y
simétricas en diferentes ámbitos de la vida social: en las organizaciones civiles, en el
trabajo, en las instituciones y hasta en la misma calle. Por lo tanto, este talante igualador
está presente -o debe estarlo- en las más diversas actividades sociales y relaciones
interpersonales, conformando una microdemocracia de la vida cotidiana, que se
encuentra en las antípodas de los modelos jerarquizantes, reverenciosos y asimétricos
propios de las sociedades del pasado. Modelos cuya influencia aún persiste, como
residuo de otras épocas, en ciertos espacios de las sociedades actuales.
Para muchas personas esta compleja malla de pautas y prácticas sociales de
carácter democrático e igualitario tiene un carácter inmediato y vivido, constituyendo uno
de los elementos que más se valoran en la experiencia de la vida societaria en un
régimen de libertad y, en definitiva, de copertenencia simétrica recíproca.
En este sentido general cobran pleno significado las famosas reflexiones de
Marshall sobre la expansión de la ciudadanía, como un proceso de conquista de
diferentes estadios de progreso democrático que, desde la perspectiva de finales de los
años cuarenta del siglo pasado, se contemplaba en tres grandes etapas: la ciudadanía
civil, la ciudadanía política y la ciudadanía social.
En sus célebres conferencias de Cambridge de 1949, después del periodo
especialmente conflictivo y convulso que siguió a la Gran Depresión y que condujo a las
inestabilidades sociales, los fascismos y la Segunda Guerra Mundial, las consideraciones
de Marshall explicitaban la necesidad de completar las dos primeras etapas de conquista
de la democracia (la civil y la política), con una tercera etapa de ciudadanía social, que se
entendía -como ya hemos reseñado- como una forma de enriquecer “la sustancia
concreta de la vida civilizada”, mediante una “reducción general de los riesgos y la
inseguridad”, mediante una “igualación a todos los niveles -decía Marshall- entre los más
y los menos afortunados, los sanos y los enfermos, los empleados y los parados, los
jubilados y los activos”. Es decir, se trataba de avanzar hacia el reconocimiento práctico
del derecho a unos mínimos de bienestar económico y seguridad para todos, el “derecho
a participar plenamente del patrimonio social y a vivir la vida de un ser civilizado de
acuerdo a los estándares predominantes en la sociedad” 3.
Una faceta importante que está implícita en teorizaciones como las de Marshall es
la constatación de que todas las grandes etapas de avance de la ciudadanía se han
correspondido con diferentes fases de evolución de las sociedades industriales y con
distintos grados de maduración política y de explicitación de nuevas necesidades sociales
y exigencias políticas.
La primera etapa se correspondió con la transición desde las sociedades agrarias
tradicionales a las sociedades industriales capitalistas, cuando las necesidades jurídicas y
económicas del nuevo orden y su mayor complejidad y movilidad evidenciaron la
necesidad de un marco más amplio de derechos de naturaleza eminentemente jurídica:
es decir, la capacidad funcional de actuar y “contratar” sin trabas feudales. En esta etapa,
las necesidades de legitimación y articulación de nuevo régimen llevaron a la
proclamación de los “derechos fundamentales” de la persona y al establecimiento de
mecanismos de voto censitario, en una democracia incipiente que se articulaba en torno a
partidos de “notables”.
En una segunda etapa, la mayor complejidad de las sociedades industriales suscitó
nuevas exigencias jurídicas y políticas, que vinieron urgidas por las demandas de
pujantes movimientos sociales y de ideas que se habían desarrollado al calor de las
nuevas condiciones de libertad: sindicatos, partidos de masas, corrientes culturales e
ideologías democráticas, etc. En este contexto se desarrolló la noción de ciudadanía
política, se conquistó el sufragio universal, surgieron los grandes partidos de masas y se
conformaron los Estados de Derecho modernos.
En la tercera etapa, la mayor sensibilización existente ante los problemas sociales
y el protagonismo ascendente de los sindicatos y los grandes partidos de raíz obrera
explicitaron la necesidad de completar -y equilibrar- la democracia liberal establecida, en
un sentido más social, que permitiera una distribución razonablemente equitativa de los
recursos y de las oportunidades vitales, en contextos políticos que se intentaba que
fueran menos conflictivos que aquellos que se conocieron en el periodo que precedió a la
Segunda Guerra Mundial. Esta fue la etapa de evolución hacia lo que Marshall calificó
como la “ciudadanía social” y que, a nivel práctico, tomó cuerpo en el modelo de Estado
de Bienestar, en una dirección de avance hacia una democracia social más completa e
igualitaria -en el sentido que antes indiqué-. Esta etapa implicó un significativo contraste
superador respecto al anterior modelo de democracia liberal, al que quieren retornar -con
mayor o menor éxito- los políticos neoliberales de finales del siglo XX y principios del XXI.
De acuerdo con esta misma lógica evolutiva, la actual revolución tecnológica y la
correspondiente emergencia de un nuevo tipo de paradigma social -las sociedades
tecnológicas avanzadas- hacen necesarios nuevos desarrollos de la democracia que
puedan dar respuesta a los retos y exigencias de la etapa histórica emergente, tanto para
hacer frente a los problemas de la exclusión social, la precarización, la crisis del trabajo, la
dualización y las fracturas sociales como para propiciar los avances que las nuevas
condiciones técnicas y culturales permiten.
2. LIBERTAD E IGUALDAD
El grado óptimo de libertad alcanzable es aquel que se puede lograr entre
ciudadanos que sean lo más iguales entre sí que resulte factible en un contexto
compatible con el propio mantenimiento de un régimen de libertades; es decir, un régimen
en el que las intervenciones públicas compensatorias no lleguen a ser incompatibles con
el propio sentido profundo y el ejercicio práctico de la libertad.
Desde la perspectiva de principios del siglo XXI, debemos preguntarnos: ¿cuánto
es posible -y necesario- expandir en nuestras sociedades el grado de libertad e igualdad
alcanzadas? La experiencia histórica demuestra que aún es mucho lo que se puede
progresar en esta dirección y que en las democracias avanzadas pueden adoptarse
bastantes medidas que conduzcan a niveles mayores de igualdad entre los ciudadanos.
No sólo en la dirección de todas aquellas garantías que permitan lograr una igualdad real
en el disfrute de derechos, sino también en la línea de una equiparación razonable de
niveles de vida, a partir de unos estándares mínimos garantizados, así como de una más
efectiva igualdad de oportunidades educativas, de posibilidades laborales -en un marco
compatible con el reconocimiento de méritos, los esfuerzos y el espíritu de iniciativa- y, en
definitiva, en una optimización general de las perspectivas vitales.
Por ello, la libertad práctica a la que debe aspirarse en una democracia madura es
una libertad entre seres razonablemente iguales, tanto cultural como socialmente, seres
que no se encuentren ante situaciones agudas de desigualdad, de carencia, o de
taponamiento y/o limitación de perspectivas vitales que sean una cortapisa para el
ejercicio práctico de su libertad, para su forma de ejercer la condición ciudadana y, en
última instancia, para la puesta en práctica de sus capacidades efectivas de influir en el
curso social.
En realidad, quien padece una situación de exclusión social, quien se ve retraído a
una condición laboral o económica de segunda clase, o quien se encuentra en
condiciones sociales precarias, acaba siendo también un ciudadano de segunda clase,
cuyas oportunidades de participación y de influencia cívica se ven sometidas a una
secuencia paralela de secundarización política, de pérdida de importancia y hasta de
motivaciones. Los procesos de exclusión y de dualización social que tienen lugar en
nuestras sociedades en el plano económico y laboral tienen su correlato correspondiente
en la exclusión política y en la dualización ciudadana; sobre todo a medida que las
riquezas y el poder tienden a concentrarse en pocas manos, en una deriva que suscita
indudables riesgos de declive democrático y de mermas en la condición ciudadana.
La evolución que se está siguiendo en muchas sociedades en los inicios del siglo
XXI perfila un punto de inflexión negativa en el curso del progreso político y social al que
se había llegado en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Tal regresión
está dando lugar a problemas de articulación social y de funcionalidad económica y
política que, desde influyentes esferas del poder establecido, se intenta que queden
oscurecidos y minimizados ante la opinión pública. Pero estos problemas se están
traduciendo ya a diferentes planos, en una dinámica que puede afectar a la misma
médula profunda de nuestras sociedades.
3. LA ESPIRAL DESIGUALITARIA
En mi trilogía sobre “la desigualdad, el trabajo y la democracia” 4 he analizado con
algún detalle, y con abundante información empírica, cuáles son los principales problemas
que se plantean en el actual ciclo histórico, en el que, a su vez, se están abriendo grandes
oportunidades derivadas de la revolución tecnológica; una revolución de carácter global y
muy profundo que nos puede permitir hacer frente en mejores condiciones a retos
inveterados de nuestra especie: la lucha contra las enfermedades y el dolor, la posibilidad
de acabar con el hambre, con las necesidades y con las grandes carencias, la superación
de las fatigas y las largas jornadas laborales, la eliminación de muchas incomodidades e
inseguridades, etc.
Sin embargo, en contraste con estas potencialidades, las vivencias y las
impresiones de muchos ciudadanos no son, precisamente, que estamos avanzando hacia
el mejor de los mundos posibles. Las encuestas de opinión revelan que la mayoría de la
población está muy preocupada por el problema del trabajo, por las dificultades para
encontrar empleos decentes y de calidad, sobre todo las nuevas generaciones. En
particular, en todas las encuestas que se hacen en España más del 60% menciona el
paro como el principal problema actual, seguido por un rosario de cuestiones sociales
(aumento de las desigualdades, inseguridad ciudadana, carestía de la vivienda, déficit de
servicios, etc.), que contrastan radicalmente con el exultante mensaje de optimismo que
se proclama desde las altas esferas del poder establecido y que se repite
machaconamente, como un eco hueco, desde los más diferentes resortes del poder
comunicacional. El resultado, en España y en muchos otros lugares, no puede ser más
“chocante”. “España va bien”, “los indicadores económicos son excelentes” -se dice- pero
la mayoría de la gente piensa que “a los españoles no les va tan bien”, incluso a “algunos
les empieza a ir mal”. ¿Los asuntos van bien para las “cosas”, pero mal para las
“personas”? ¡Menudo lío interpretativo!
Los que sostienen que “todo va bien” se apoyan en determinados datos
estadísticos -algunos de ellos cada vez más manipulados y retorcidos- y arguyen que el
PIB crece y aumentan espectacularmente ciertos niveles de consumo -a veces los más
ostentosos-. A todos aquellos afortunados a los que les va bien, es cierto -hasta ahora-
que cada vez les va mejor. Pero no es menos cierto que sectores de la población muy
amplios constatan cómo se están taponando sus oportunidades vitales, o las de sus hijos.
El recurso a retrasar, ocultar y manipular las estadísticas (sobre todo las de
empleo, rentas y bienestar social) y los esfuerzos de control de la difusión de los análisis
que ofrecen imágenes de la realidad diferentes a las que presenta la propaganda
oficialista, no pueden impedir que un número creciente de libros e informes den cuenta
precisa del curso regresivo de evolución que siguen nuestras sociedades en muchos
aspectos y, sobre todo, de las tendencias que apuntan hacia algunas dinámicas críticas.
Por eso, cada vez más personas entienden que, si no se rectifican a tiempo determinadas
perspectivas de evolución negativas, nuestras sociedades podrán entrar en un ciclo de
tensiones y desajustes que acabarán estallando por algún lado.
Los indicadores de desigualdad internacional que ofrecen los Informes sobre
Desarrollo Humano de la ONU (PNUD)5 tienen su correlato, a nivel nacional, en los datos
que muestran un aumento de las desigualdades de renta, sobre todo en los países más
ricos, especialmente en Estados Unidos y el Reino Unido.
En España, en particular, casi el 20% de la población tiene ingresos por debajo del
nivel de pobreza, mientras los casos de exclusión social tienden a aumentar 6. El problema
no estriba sólo en la extensión de la pobreza y la exclusión social, sino que sectores
bastante amplios de población están sufriendo una merma en sus niveles de vida, que se
ve agravada por una dinámica dualizadora que se encuentra afectada, a su vez, por
políticas económicas y fiscales regresivas. El encarecimiento de la cesta de la compra y la
incidencia de unos niveles de inflación que tienden a situarse por encima del aumento real
de ingresos (salarios o pensiones) de una parte de la población vienen a unir sus efectos
a las regresiones tarifarias en los impuestos de la renta, sobre el capital y sobre el
patrimonio, que dan lugar a que la carga fiscal caiga cada vez en mayor grado sobre los
impuestos indirectos y, en última instancia, sobre las rentas más bajas.
El clima de deterioro social se ve influido por los procesos de precarización laboral,
que están poniendo en cuestión los criterios de igualdad de todos ante las leyes (laborales
en este caso). De esta forma, los jóvenes, las mujeres, las personas con cualificaciones
más bajas (y menos demandadas), los emigrantes y otros sectores socialmente
infraposicionados, se están viendo sometidos a peores condiciones laborales y a niveles
de ingresos y de estatus más deteriorados, que les sitúan en unas posiciones objetivas de
ciudadanía devaluada, respecto al nivel al que se había llegado en las sociedades
avanzadas, a partir de las conquistas propias de la ciudadanía social, de la que habló
Marshall.
El problema no es solamente que, según las “discutibles” estadísticas oficiales
(EPA, cuarto trimestre 2003), la tasa de actividad entre las mujeres apenas supere en
España al 40%, o que el paro entre los jóvenes sea dos veces y media superior que entre
los mayores de 55 años y el subempleo cuatro veces y media superior, o que el 53% de
los jóvenes “afortunados” que han encontrado un trabajo tengan contratos temporales, o
que cerca del 60% de los empleados en empresas de trabajo temporal sean menores de
30 años, sino que el problema adquiere una dimensión más global, cuando se constata
que en países como España los datos oficiales muestran que más del 50% de la
población activa se encuentra en paro o en condiciones laborales precarias: bien por ser
ocupados con “bajos salarios” (o “trabajadores pobres”, como dice sin eufemismos la
OIT), bien por tener empleos temporales, bien por trabajar sólo a media jornada 7.
Los trabajadores temporales, según los datos del Ministerio de Trabajo, han llegado
a representar un tercio de la población activa ocupada y, teniendo en cuenta que estos
trabajadores tienen unos contratos con una duración media de 82,6 días en el caso de los
contratos por obra y servicio, y de 54,4 jornadas en el caso de los eventuales 8, se puede
colegir que estamos ante un problema de empleados sumamente temporales; tan
temporales que son parados “efectivos” durante buena parte del año.
A partir de estos datos -y de muchos otros que se analizan en este libro y en la ya
referida trilogía sobre “la desigualdad, el trabajo y la democracia”-, parece evidente que
nos encontramos ante una dinámica de precarización socio-laboral que está conduciendo
a un aumento de la exclusión social, a medida que determinadas prácticas regresivas
tienden a extenderse y que más personas se ven atrapadas en las redes de la
vulnerabilidad social, mientras que los gastos sociales tienden a decaer años tras año (en
España, por ejemplo, hemos descendido desde un 24,7% del PIB en gastos sociales en
1993 a un 19% en los inicios del siglo XXI).
6. LA CIUDADANÍA ECONÓMICA
La superación de los riesgos de las exclusiones y de las precarizaciones que se
están dando exigen medidas complementarias que restablezcan las condiciones
imprescindibles de unicidad social, de forma que todos los ciudadanos puedan alcanzar
un sentido equiparable de pertenencia a la comunidad y de dignidad en sus modos de
vida. Es decir, la solución al actual curso social fragmentador no debe plantearse
solamente en términos de intentar ofrecer unos “ingresos garantizados” (de manera
positivizadora), sino en términos de proporcionar una “actividad socialmente útil” (de
manera activadora). La alternativa al problema de una “ciudadanía decaída” y/o
“precarizada” no es -no debe ser- una “ciudadanía subvencionada” (que tiene que estar
circunscrita a los jubilados, los enfermos, las viudas y huérfanos y los casos extremos de
necesidad), sino una iniciativa política tendente a generar las condiciones propicias para
que todos los miembros de una sociedad tengan unas oportunidades razonables de
acceder al desempeño de una tarea en su sociedad, para la que puedan prepararse con
suficiente motivación durante sus años de estudio, y que proporcione niveles de ingresos
en concordancia con el nivel de riqueza y desarrollo alcanzado en su sociedad y con el
esfuerzo personal desplegado en su realización. Es decir, basada tanto en criterios de
equidad como de reciprocidad.
Los aspectos centrales a considerar en la conquista de la “ciudadanía económica”
son las garantías y oportunidades que existen -que se proporcionen- para tener una
actividad laboral, bien en el sistema productivo (como asalariado o autónomo o
empleador), bien en el sector público (que hay que potenciar y racionalizar y no destruir),
bien en el ámbito de las nuevas actividades que va a propiciar la revolución tecnológica y
las enormes oportunidades de crear riqueza que genera (nuevas actividades en los
servicios, en salud, cultura, ocio, calidad de vida, seguridad, educación permanente, etc.),
así como las nuevas actividades que se pueden generar en la esfera social y política
como consecuencia del desarrollo de la democracia postliberal (las que se requieren para
el mantenimiento y buen funcionamiento de todas las instituciones y mecanismos
permanentes que se pongan en marcha a tal fin).
Una cuestión clave en la buena organización futura de las actividades económicas
y sociales es la que se relaciona con la necesidad de ajustar los tiempos laborales
“requeridos” a las posibilidades y las exigencias del sistema productivo, que en nuestros
días son bastante diferentes a las que existían en los períodos previos a la robotización y
la automatización avanzada: de la misma manera que en los inicios de la revolución
industrial también fueron diferentes a los parámetros que se alcanzaron en las sociedades
industriales maduras de finales del siglo XX, en las que el número de horas laborales al
año llegó a ser prácticamente la mitad de aquellas que se trabajaban a finales del siglo
anterior.
Ahora que la revolución tecnológica avanza a gran velocidad cuesta trabajo
entender cómo es posible que en determinados círculos políticos y empresariales no se
entienda algo tan obvio como la tendencia a la reducción drástica de la jornada laboral
media, dándose la paradoja de que mientras entre la opinión pública en España
predomina ampliamente el criterio de que es necesaria una “reducción de la jornada
laboral” (más del 67% y aumentando) 13, en cambio pocos de los grandes partidos hacen
propuestas suficientemente concretas y claras en este sentido.
Aparte del elemento nuclear del trabajo -que desde la perspectiva de los tiempos
de Marshall se contemplaba más bien en términos de “obligación” de trabajar- la noción
de ciudadanía económica se deberá desarrollar también en base a la puesta en
funcionamiento de servicios sociales más amplios y universales (como cuarto pilar
efectivo del Estado de Bienestar), de políticas que hagan accesibles las viviendas (tanto
en acceso como en alquiler, con créditos subvencionados, con suelo público, etc.), de
salarios sociales (o “rentas de inserción”) para casos extremos de necesidad, de lucha
contra la exclusión social (tanto con medidas paliativas como de inserción y motivación,
etc.), así como mediante un conjunto de iniciativas que tiendan a extender la democracia
en el ámbito de las actividades económicas (democratización del trabajo, presupuestos
participativos, fiscalidad con bonos de participación, iniciativas comunitarias, etc.).
En definitiva, el objetivo que debemos plantearnos es una resocialización general
de lo económico, que permita superar equilibradamente las tendencias actuales hacia la
privatización y la apropiación extrema, que están dando lugar a sociedades cada vez más
dualizadas y a un número ascendente de subciudadanos alienados de la economía. O, si
queremos decirlo de otra manera, a personas des-economizadas, cuando no
empobrecidas, en un contexto de creciente opulencia de una minoría.
Para lograr todo esto, lógicamente, se requieren recursos y garantías. De la misma
manera que en las sociedades avanzadas de finales del siglo XX y principios del siglo XXI
nos hemos acostumbrado a gastar una parte apreciable del PIB en Sanidad, Educación
Pública, Pensiones y otros servicios, de igual modo hay que entender que en el nuevo tipo
de sociedades que se están configurando habrá que gastar también recursos públicos
suficientes para garantizar el derecho social a la vivienda o el estatus de pertenencia a la
sociedad, mediante actividades sociales útiles que reporten los ingresos adecuados para
alcanzar una posición de suficiente autonomía personal. Y esto, como es evidente, en un
orden civilizado no puede dejarse al mero albur de la lógica del mercado o de las
alternancias políticas. Se trata de algo tan básico e insustituible que debe formar parte del
contrato social democrático, de las reglas básicas que regulan la vida social y política.
Reglas y procedimientos que lógicamente tienen que ajustarse a las circunstancias de
cada momento. Por ello, de la misma manera que la transición desde las sociedades
agrarias a las sociedades industriales condujo a una nueva formulación del contrato social
y político -que fue perfeccionándose en sucesivas fases-, ahora la transición hacia las
sociedades tecnológicas avanzadas plantea la necesidad de una nueva actualización del
contrato social y político básico, de acuerdo a las necesidades y a las posibilidades
concretas de la nueva etapa histórica. Y en esta nueva definición sociopolítica, la noción
de ciudadanía económica debe jugar un papel similar al que desempeñó en el anterior
ciclo de evolución la idea de ciudadanía social. Obviamente, el nuevo avance requiere
una maduración suficiente de las condiciones y de las percepciones públicas que permita
alcanzar un grado razonable de consenso socio-político, como ocurrió antes con la noción
de ciudadanía social.
La cuestión, ahora, estriba en saber si en las sociedades de los primeros años del
siglo XXI seremos capaces de establecer los fundamentos de este nuevo consenso social
necesario con suficiente inteligencia y capacidad de anticipación, antes de vernos
forzados a sufrir la eventual experiencia de un ciclo altamente erosionador y conflictivo,
cuyas tensiones y disfunciones permitan ver a todos con claridad que es necesario
continuar perfeccionando y desarrollando nuestros sistemas socio-políticos.
En definitiva, hay que entender que la democracia es el resultado de un proceso
complejo de construcciones y reelaboraciones sociales y políticas, que requieren esfuerzo
y voluntad constante. No es algo que haya surgido por sí solo en el curso espontáneo de
la evolución social, o al mero dictado de los intereses económicos privados. Si queremos
decirlo de otra manera, la democracia no es una flor salvaje nacida de la lógica del
mercado, sino el resultado del despliegue práctico de una voluntad política explícita que
no puede decaer. Como una flor de invernadero, la democracia tiene que ser cuidada con
esmero, con mimo, atendida día a día, plantada y replantada, esqueje a esqueje, con
imaginación redoblada, de acuerdo a las necesidades que surgen en cada momento
histórico, en esa gran perspectiva general de humanización que inspira el ideal
-armonizado y armonizador- de la libertad de los iguales. En definitiva, el ideal de la
dignidad humana socialmente reconocida y garantizada.
NOTAS
* Una primera versión de este texto se publicó en la revista Sistema, nº 173, marzo 2003, págs. 3-14.
1 Vid. José Félix Tezanos, La sociedad dividida. Estructuras de clases y desigualdades en las sociedades
tecnológicas, Biblioteca Nueva, Madrid, 2001; El trabajo perdido. ¿Hacia una civilización postlaboral?, Biblioteca
Nueva, Madrid, 2001; y La democracia incompleta. El futuro de la democracia postliberal, Biblioteca Nueva,
Madrid, 2002.
2 José Félix Tezanos, La democracia incompleta. El futuro de la democracia postliberal, op.cit.,Vid, en particular, el
capítulo 17.
3 Vid. en T.H.Marshall y Tom Bottomore. Citizenship and social class, Pluto Press, Londres, 1992, págs. 8, 12, 28.
4 Vid. José Félix Tezanos, La sociedad dividida, El trabajo perdido y La democracia incompleta, op.cit.
5 Vid., por ejemplo, PNUD, Informe sobre Desarrollo Humano 2003. Mundi Prensa, Madrid, 2003. La serie se inició
en 1990.
6 Vid., por ejemplo, Lene Mejer, Social exclusion in the UE members States, Eurostat, Statistics in FOCUS, Theme 3,
1/2000.
7 Vid., en tal sentido, José Félix Tezanos, El trabajo perdido, op.cit., pág. 99.
8 Vid. Consejo Económico y Social, España 2001, Memoria sobre la situación socioeconómica y laboral, CES,
Madrid, 2002, págs. 282-283. En el caso de los contratos a tiempo parcial, el número de jornadas realizadas es,
igualmente, de sólo 70,8 (Ibid. pág. 284).
9 PNUD, Informe sobre Desarrollo Humano 2002, op.cit., págs. 2 y 19.
10 FAO, The State of Food Insecurity in the World 2001, Roma, 2001; y Ibid., 2003.
11 PNUD, Informe sobre Desarrollo Humano 2003, op.cit., pág. 290.
12 Vid. Ernst U. Von Weizsäcker, “El siglo del medio ambiente”, Temas para el debate, nº 62, enero de 2000, pág. 26.
13 Datos del GETS, Encuesta sobre Tendencias Sociales 2003, Editorial Sistema.