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El portazo del coche cruzó calle abajo entre las hileras desiertas de adosados que

parecían tomar un profundo y último aliento antes de la salida del sol. Ella bloqueó el
móvil, le miro un segundo a los ojos y le preguntó, mientras empezaba a acelerar, qué
tal había salido el fin de semana. Bueno, contestó él, ya sabes, el finde…más de lo
mismo de siempre. Ella, que recordaba haberle oído hablar del cariño que tenía a sus
plantas (y del placer que le daba a él este cuidado) le imaginó regando las decenas de
macetas que se mal repartían por los alfeizares y esquinas de su piso. “Horticultor de
terraza” le llamaba ella algunos días especiales en los que a él no se le quitaba la sonrisa
de la cara por haber tenido tomates, o haberle florecido algún cactus. Él, aún algo
adormilado por quedarse hasta las tantas pegándose un atracón de gominolas y capítulos
de la última serie a la que se había enganchado, se preguntaba si a ella le habría
molestado el portazo en su coche nuevo.

Ambos trabajaban en una empresa de seguros, se pasaban los días, los años calculando
posibilidades. Es verdad que lo que iba a pasar ese día podría entrar dentro de sus
cálculos. Era, por tanto, verosímil, y con más probabilidades de las que se podría
admitir en, por ejemplo, un telediario. Sin embargo, a pesar de entrar en su esquema, a
ninguno se le podría haber pasado por la cabeza entonces que no iban a llegar al trabajo
y que tres horas más tarde estarían batiendo algún record macabro en una guardería.
Pero a un par de kilómetros un caballo marrón que parecía recién despertado de un
ataque nervioso apareció sin más, sin que ninguno se enterara. Esto sí era imposible que
entrara en ningún esquema calculable. El coche murió en el acto.

A su alrededor la carretera dividía un páramo enorme, ni raso ni espeso, ni árido ni


fértil, inhóspito en algún sentido: una especie de cementerio semidesierto de lavadoras
antiguas, televisores de tubo con la pantalla rota, botellas de plástico y zapatos
desemparejados. Aún con la esperanza de poder llegar al trabajo salieron del coche a
esperar a la grúa, perfectamente trajeados, hacia un sofá roído que quedaba frente a los
trazos amarillentos del sol que ya empezaba a clarear, que adormilaba al dar con cierta
contundencia en la cara pero que no llegaba a arrancarle del todo la palidez a las cosas.

Ella, que no pudo sentarse, buscó distraerse de la idea de que su nuevo coche estuviese
destrozado, preguntando por el caballo, por el puto caballo en sus palabras, que había
desaparecido sin más de aquella llanura desparramada de porquería. Fue entonces
cuando él, intentado ayudarla manteniendo su estrategia de evasión mental le preguntó
por el fin de semana. Ella le explicó que había ido a comer al campo con unos amigos,
que alguien trajo un frisbee y que inventaron un juego de puntos y pases entre los
árboles.

--Parece divertido.- Dijo él.

--Bueno, lo divertido realmente fue el ir sumando, inventando, revisando las reglas.


Cuando nos quedamos sin más que decir y empezamos a jugar el juego se hizo aburrido.
Al poco tiempo nos cansamos. Es una mierda muy cansada lo de estar aburrido, ¿no?—
Añadió.

-- Supongo. Dijo él sin saber cómo contestar.

Ella sonrió asintiendo y los dos se quedaron un rato callados. Empezaron a apercibirse
del sonido lento y sin tono, como una exhalación constante de las ciudades que
quedaban a lo lejos y que empezaba a hacer pesada la presencia de la quietud de aquel
páramo. Ya hacia un par de años que el silencio entre ambos –al menos en el coche–
había dejado de ser incómodo para ser el gesto de cierta complicidad. Pero en este
campo ambos empezaban a sentir ese silencio de relación algo hecha, incluso capaz de
una cierta ilusión o fantasía, insostenible.

--¿Cuánto llevabas en la oficina antes de que llegara yo?-- Preguntó él buscando que
esta no siguiera pensando en su coche muerto.

--Sólo un par de años.

--¿Sólo? Ya son unos pocos. Te habrá dado tiempo a inventarte muchos juegos.

-- No, la verdad. Sabes que siempre hay algo que hacer, incluso cuando todo está ya
hecho algo más te puedes sacar de la manga. La autoexigencia está muy bien vista.–Dijo
ella. Ahora, no quiero ser borde, pero preferiría dejar hablar.

Le miro, y antes de que empezara a sonreírle, pasó esquivando el coche un autobús azul
cargado de niños. Ella vio una mochila caer de una de las ventanillas que tres chavalines
habían tirado porque querían verla rebotar contra el suelo, porque no les caía bien el
propietario de la mochila y, en el tercer caso, porque sus otros dos compañeros querían
hacerlo. Él no lo vio, se había quedado con la mirada perdida en el suelo.

El horticultor de terraza y la inventora de juegos recogieron aquella mochila y vieron


que el autobús paraba en una casa solitaria a 500 m de donde estaban. Viendo que la
grúa no había llamado, que no tenían nada mejor que hacer, que aquella calma o aquella
lejanía de lo que era su día a día les provocaba cierto cansancio que no sabían gestionar,
decidieron darse un paseo a la casa que se levantaba a lo lejos. A ver si hacemos algo de
provecho esta mañana, pensaron ambos sin decirlo. Una especie de auto-redención.

El cubículo grisáceo o amarillento (según se mirase) con dibujos de planetas sonrientes


pintados en las paredes, recordaba a un bloque de lego tirado en medio de la nada
riéndose de la pareja o, al menos, de alguna manera ambos lo sintieron así. Poco antes
de llegar, cargando con la mochila del niño, y escuchando a los chavales en clase, ella
pensó en alto sobre lo bien que debían de estar pasándolo los pequeños. Él noto en la
palabra “pequeños” una ira contenida que no se veía capaz de aminorar, de dominar.
Estaríamos igual de no ser por el caballo, dijo él, y llamó a la puerta con dos golpes
secos y fuertes con los que dejo escapar algo de la impotencia que sentía. Abrió un
hombre alto y escuálido con la camiseta manchada preguntándoles, después del saludo
de cortesía, qué hacían ahí. No preguntó otra cosa, ni qué deseaban, ni quiénes eran,
sino exactamente qué hacían ahí. La pareja se miró a los ojos. Se miró por primera vez o
tal vez se miró como no se habían visto nunca y como no habían mirado nunca. No era
odio, pero había algo de eso, también de placer y de miedo pero sobre todo había
aburrimiento, un aburrimiento que había tocado fondo y que ambos empezaban a sentir
que volvía de vuelta.

Al pasar él dio otro portazo que se perdió rápidamente en aquella llanura.

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