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parecían tomar un profundo y último aliento antes de la salida del sol. Ella bloqueó el
móvil, le miro un segundo a los ojos y le preguntó, mientras empezaba a acelerar, qué
tal había salido el fin de semana. Bueno, contestó él, ya sabes, el finde…más de lo
mismo de siempre. Ella, que recordaba haberle oído hablar del cariño que tenía a sus
plantas (y del placer que le daba a él este cuidado) le imaginó regando las decenas de
macetas que se mal repartían por los alfeizares y esquinas de su piso. “Horticultor de
terraza” le llamaba ella algunos días especiales en los que a él no se le quitaba la sonrisa
de la cara por haber tenido tomates, o haberle florecido algún cactus. Él, aún algo
adormilado por quedarse hasta las tantas pegándose un atracón de gominolas y capítulos
de la última serie a la que se había enganchado, se preguntaba si a ella le habría
molestado el portazo en su coche nuevo.
Ambos trabajaban en una empresa de seguros, se pasaban los días, los años calculando
posibilidades. Es verdad que lo que iba a pasar ese día podría entrar dentro de sus
cálculos. Era, por tanto, verosímil, y con más probabilidades de las que se podría
admitir en, por ejemplo, un telediario. Sin embargo, a pesar de entrar en su esquema, a
ninguno se le podría haber pasado por la cabeza entonces que no iban a llegar al trabajo
y que tres horas más tarde estarían batiendo algún record macabro en una guardería.
Pero a un par de kilómetros un caballo marrón que parecía recién despertado de un
ataque nervioso apareció sin más, sin que ninguno se enterara. Esto sí era imposible que
entrara en ningún esquema calculable. El coche murió en el acto.
Ella, que no pudo sentarse, buscó distraerse de la idea de que su nuevo coche estuviese
destrozado, preguntando por el caballo, por el puto caballo en sus palabras, que había
desaparecido sin más de aquella llanura desparramada de porquería. Fue entonces
cuando él, intentado ayudarla manteniendo su estrategia de evasión mental le preguntó
por el fin de semana. Ella le explicó que había ido a comer al campo con unos amigos,
que alguien trajo un frisbee y que inventaron un juego de puntos y pases entre los
árboles.
Ella sonrió asintiendo y los dos se quedaron un rato callados. Empezaron a apercibirse
del sonido lento y sin tono, como una exhalación constante de las ciudades que
quedaban a lo lejos y que empezaba a hacer pesada la presencia de la quietud de aquel
páramo. Ya hacia un par de años que el silencio entre ambos –al menos en el coche–
había dejado de ser incómodo para ser el gesto de cierta complicidad. Pero en este
campo ambos empezaban a sentir ese silencio de relación algo hecha, incluso capaz de
una cierta ilusión o fantasía, insostenible.
--¿Cuánto llevabas en la oficina antes de que llegara yo?-- Preguntó él buscando que
esta no siguiera pensando en su coche muerto.
--¿Sólo? Ya son unos pocos. Te habrá dado tiempo a inventarte muchos juegos.
-- No, la verdad. Sabes que siempre hay algo que hacer, incluso cuando todo está ya
hecho algo más te puedes sacar de la manga. La autoexigencia está muy bien vista.–Dijo
ella. Ahora, no quiero ser borde, pero preferiría dejar hablar.
Le miro, y antes de que empezara a sonreírle, pasó esquivando el coche un autobús azul
cargado de niños. Ella vio una mochila caer de una de las ventanillas que tres chavalines
habían tirado porque querían verla rebotar contra el suelo, porque no les caía bien el
propietario de la mochila y, en el tercer caso, porque sus otros dos compañeros querían
hacerlo. Él no lo vio, se había quedado con la mirada perdida en el suelo.