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CAPITULO XXXIII - COMO MIRA JESÚS AL SACERDOTE

“Mi eterna mirada sobre mis sacerdotes, mirada purísima de amor, de


elección, los envolvió eternamente y abarcó no solo a su alma
predilecta, sino a miles de almas también, pues que cada sacerdote es
cabeza de otras muchas almas.
Yo al mirar eternamente a un sacerdote vi en él a un escuadrón de
almas por él engendradas con la fecundación del Padre, por él redimidas
en unión de mis méritos por él formadas, santificadas y salvadas, que
me darán gloria eternamente.
Esa mirada de la Trinidad, al engendrar en su mente un alma de
sacerdote, producida en Mí por el Padre y el Espíritu Santo, ya abarcaba
en el tiempo –por el concurso del sacerdote-, un mundo de otras almas
que a su tiempo engendraría él espiritualmente en mi Iglesia para
darme gloria.

La vida del sacerdote no es como la de cualquier extraño, una sola, no;


en la vida del sacerdote, Yo veo muchas vidas (en el sentido espiritual y
santo), muchas derivaciones de vida, muchos corazones que me darán
eternamente gloria.
Cada sacerdote, concebido eternamente por el Padre, tiene una especie
de eterna generación unida al Verbo. No es cualquier cosa la vida de un
sacerdote, tiene un origen espiritual y divino; tiene un germen del cielo;
tienen concurso de la Trinidad; tiene algo de infinito procedente del
Padre y de su fecundidad que comunica al sacerdote para que le dé
almas. Por eso es tan sublime, tan santa, tan sobre humana la vocación
de un sacerdote y su misión en la Tierra.
No hay idea en el mundo material ni en el intelectual de la grandeza de
un sacerdote. Yo fui y soy el Sacerdote Eterno; y como Yo vengo del
Padre, los sacerdotes –hermanos míos- vienen también de ese Padre
amado, y por el Espíritu Santo (que procede del Padre y del Hijo) son
sublimados.
Toda la Trinidad concurre en la formación de un sacerdote; y no hay
altura en el cielo ni en la tierra, después de la Trinidad y de María,
comparable con la del sacerdote.
Ya se verá si tiene por derecho, por consanguinidad –si cabe decirlo-
con la Trinidad, por sus inmensas prerrogativas, si tiene que ser Santo.
Pero, a pesar de traer el sello para el cielo, está en la tierra, y como
hombre está sujeto a las miserias del hombre; la vocación divina sin
embargo lo defiende, lo inclina a lo puro y a lo santo; y si llega a
descarriarse y a pisotear su santa vocación es por su culpa, pues que un
sacerdote tiene más medios, más gracia, doble poder para vencer las
tentaciones de los enemigos del alma. Nació para el Santuario, y el
Santuario tiene poderosos medios para librarlo.
La Trinidad tiene con las almas de los sacerdotes relaciones íntimas y
divinas, repito; y si el sacerdote no las ve, no las conoce, no las siente,
es porque cierra los ojos y el entendimiento y el corazón para no
sentirlas; pero existen muy hondas y profundas. De manera que, si es
alma interior y de oración, pura y crucificada, sin duda ninguna que las
divinas irradiaciones lo bañarán.
He bosquejado apenas el origen divino, aunque humano también, del
sacerdote; la altura de su generación particular y espiritual, engendrado
por el Padre y nacido por el Espíritu Santo en mí mismo Corazón;
porque los sacerdotes son fibras de mi Corazón, su esencia, sus mismos
latidos.
Pues bien; si de tan alta generación, especial y exclusiva para formar mi
Iglesia en la tierra vienen mis sacerdotes, ¿se comprende ahora el
porqué de mis doloridas quejas, el anhelo vivo, el derecho que tengo de
quererlos santos, de exigirles la perfección altísimo que espera de ellos
la Trinidad?
¡Oh, si mis sacerdotes reflexionaran en la sublimidad de su ser, en la
inconcebible predilección de la Trinidad que, como quien dice, apartó y
aparta para su Iglesia amada esas almas selectas y escogidas desde la
eternidad para su gloria!

¡Cómo quisiera Yo que los obispos infundieran esas ideas, poderosas y


verdaderas, más dieran esas ideas, poderosas y verdaderas, más y más
en el Corazón de los suyos para que apreciaran cada vez mejor el valor
inmenso de su vocación y la honra que tienen de pertenecerme de una
manera tan íntima, para estremecer a sus almas de gratitud e
impulsarlos vivamente a ser verdaderos sacerdotes santos!
¡Por qué lloro ante los procederes de los sacerdotes malos, de los tibios,
de los indiferentes, sino porque los amo? ¿Por qué me rompen el alma
sus ofensas, sus desvíos, sus decepciones de lo santo, de lo grande, su
falta de fe, su hielo en mi servicio, sino porque va de por medio la honra
y la gloria de la Trinidad?
Entiéndase bien que muy rara vez, y no con esta extensión, me he
quejado de mis sacerdotes en tantos siglos en los que he sido
martirizado por muchos con apostasías, con pecados horribles, con odio,
con ingratitudes sin nombre… Y ahora si hablo, si sollozo, si pido, es
para dar, es para perdonar y salvar, es para evitar ya que rueden los
escándalos por el mundo es por la honra de mi Padre, del Espíritu
Santo, de la Iglesia; ¡es por ellos!... ¡que me duele en lo más íntimo su
condenación, su perdición eterna!
Por eso clamo a quien puede y debe poner remedio; hay Obispos que
verán por mi Gloria, que me aman y que remediarán muchos males,
sino santificar, aumentar el caudal de virtudes y la perfección y la
santidad de muchos.
Si quiero dar un impulso en la vida espiritual a las almas ordinarias,
¡cuántos más a las almas dispuestas a recibir el rocío del cielo para
impartirlo después!
No sólo quiero advertir, sino santificar más y más; que la perfección en
la tierra no tiene límites y alcanza el cielo. Siempre se puede crecer en
las virtudes y en el amor; siempre puede el alma avanzar en los
caminos del cielo; siempre puede inmolarse y merecer y unirse a Mí en
grados casi infinitos, siempre puede subir. Y esto quiero de mis
sacerdotes: quitar lo malo y lo imperfecto que halla y elevarlos a la
sublime altura de santidad a que están llamados”.
CAPITULO XXXIV - ORIGEN DEL SACERDOTE
“Cuando el Padre engendró al Hijo desde toda la eternidad sin principio,
engendró con Él, en cierto sentido, a los sacerdotes. De allá procede la
generación espiritual y en cierta manera divina del sacerdote, en la del
sacerdote eterno, en el entendimiento y en el corazón del Padre que es
su voluntad, que es el Espíritu Santo. Tan alta, tan santa y distinguida,
nacida del amor –es decir, del concurso del Espíritu Santo con el Padre
(aunque el Espíritu Santo proceda del Padre), en aquel arrebato de
inefable amor, al engendrar al Verbo, todo igual al Padre-, fue la
concepción eterna de la Iglesia y de sus futuros sacerdotes.
Ya se recreaba desde aquella eternidad el Padre al ver a su Hijo
amadísimo en los sacerdotes, y por esto mismo los amaba. El Padre,
como frente a un espejo, refleja en el Hijo toda su perfección,
hermosura y querer. Y la luz que ilumina estas perfecciones eternas es
el mismo Espíritu Santo, que es luz, porque es amor; y es amor porque
es luz. Y en aquel espejo, el Verbo –iluminado por aquella refulgente y
divina luz, procede del Padre y del Hijo, es decir, del Espíritu Santo-,
sonreía el Padre al contemplar a sus sacerdotes santos, como nacidos,
como transformados en lo que El más ama, en lo único que ama, en el
Verbo, en donde todas las cosas ama.
Ya se verá si las vocaciones sacerdotales, pueden tener origen más alto,
más santo, más perfecto, engendradas por el Padre eternamente al
engendrar al Verbo, que lo reproducía en todos sus esplendores, con
toda la pureza, la fuerza y el amor y el amor infinito de la Divinidad. En
Dios, lo futuro es presente, y el Padre veía al verbo reflejado en su
Iglesia que lo poseería; y veía además una a una, todas las jerarquías
eclesiásticas, cuyo principio en la tierra es el sacerdocio, pero cuyo
principio divino es la Trinidad Santísima de quien proceden.
Y si ya veía también la Santísima Trinidad todos los defectos e
ingratitudes de los suyos, ¿por qué sin embargo fundó su Iglesia?
Por su amor, porque su amor es más grande que todo, lo abarca todo,
lo avasalla todo, pasa por todo; porque el amor es Dios, porque su
caridad es infinita, porque su ser es darse, comunicarse, difundirse;
porque las almas, imagen de la Trinidad, tienen tal atracción para la
Trinidad misma, que las ama con pasión infinita, con pasión de un Dios.
Y por eso dio el Padre a su propio Hijo para salvarlas; para que ese
reflejo de la Trinidad que lleva cada hombre volviera a la Trinidad
misma. Y para ese fin fundo su Iglesia; y para que la defendieran y
ampararan y salvaran a las almas, dio tan alta generación, en el seno
del Padre, a los sacerdotes.
Y con este fin vine Yo al mundo, para que me conocieran, imitaran mi
vida, mis virtudes, mi amor al Padre y glorificaran a la Eternidad,
dándole almas santas y volviendo a la Divinidad lo que tienen las almas
de divino, un soplo del Altísimo, una imagen de la Trinidad, un reflejo
inmortal de Dios mismo.
Por eso valen tanto las almas, por venir de la Trinidad para volver a Ella
y glorificarla eternamente. Más para salvar y santificar esas almas en el
destierro, creé a mis sacerdotes, y engendrados por el Padre, nacieron
en mi Corazón por el amor, es decir, por el Espíritu Santo.
En el entendimiento del Padre fueron engendrados eternamente; y
cuando el Verbo se hizo hombre, en su Corazón nació la Iglesia. Y en
ese costado abierto por la lanza tuvieron su cuna los sacerdotes de la
Iglesia, siglos antes anunciada, pero cuyo principio fue mi sacrificio de la
Cruz, en lo alto del Calvario, a la sombra de María.
Pentecostés fue el principio de su extensión por el Espíritu Santo. Mi
vida fue su anuncio; el Calvario, su cuna con María; y fueron
sancionados divinamente en mi Ascensión a los cielos.
Y así engendrados mis sacerdotes y nacidos en mi Corazón, ¿Cómo no
amarlos con pasión divina, con el amor infinito de la Trinidad? ¿Cómo no
los ha de ver el Padre con la ternura misma con que me ve a Mi?¿Cómo
no ha de querer asemejarlos al Verbo hecho hombre, en sus virtudes,
en su Cruz, si los lleva en su alma? Y ¿cómo el Espíritu Santo –que es el
alma de la Iglesia, porque es El como el alma del amor-, no ha de
querer a sus sacerdotes perfectos, y poseerlos, avasallarlos y guardarlos
en la intimidad de Sí mismo, y derretirlos al contacto mismo de sus
Dones que queman, y ampliar así mismo su capacidad de poseerlo?
¿Cómo no tener derecho la Trinidad a quererlos muy santos y perfectos,
si deben reflejar su origen, si nacieron en mi Corazón, si tienen que ir al
cielo y que poblar el cielo?
Dios no puede amar más que a Sí mismo y a todas las cosas en Él. Él es
amor, y los sacerdotes en rigor ¿no tuvieron el principio divino de sus
vocaciones en el seno del Padre?, ¿no participaron de las facultades
intimas del Padre, como son la fecundación y el amor? Ellos, repito,
deben engendrar almas para el cielo, deben llevar lo que tienen de
divino a la Divinidad misma, lo que tienen de la Trinidad, a la Trinidad
misma, y evitar que caigan en el fango esos tesoros inmortales.
El cielo no es sino la extensión de la Santísima Trinidad; la extensión, la
dilatación del amor en el amor mismo. Y todo amor debe volver al amor,
su centro; y todo el desequilibrio del hombre está en olvidar ese divino
amor, en sustituirlo con las concupiscencias y desviarse de ese amor
que debe llevarlo a su centro, que debe volverlo al cielo.
Las almas salieron de la Trinidad y para su eterna dicha deben vivir –en
la tierra y en el cielo- de la Trinidad. Y para este fin fue creada la Iglesia
y con este fin engendrados los sacerdotes, el de llevar las almas a la
Trinidad por los medios puestos a su alcance en la Iglesia.
Y si toda alma debe vivir de la Trinidad para volver a Ella, ¿con cuánta
mayor razón los sacerdotes?
Las almas son una extensión también de la Trinidad, su cielo en la
tierra, y como a Ella se les debe respetar y amar en lo que tienen de
inmortal y divino.
Los sacerdotes son como una creación aparte, con más carismas,
formados con más amor, queridos con más predilección; y por tanto,
deben corresponder fidelísimamente a esta elección de la Trinidad,
transformándose en Mí crucificado, porque sólo la virtud de la Cruz
nunca queda infecunda.
Todo puede fracasar, menos un sacerdote crucificado por mi amor en
sus deberes, en su conducta, en sus relaciones, en su proceder, en su
intimidad Conmigo (olvidado de sí mismo), en su esfuerzo para
glorificar, en sí y en las almas, a esa Trinidad inefable de donde vino y a
donde va.
Ésta es la razón de mis quejas en estas confidencias de mi alma. Quejas
de amor dolorido, pero siempre de amor; quejas de caridad, porque en
lo mío todo es caridad; quejas para curar, quejas para perfeccionar,
quejas para premiar.
¿Se ve claro con todo esto el ideal de mi Padre en cada sacerdote,
reproducirme a Mí? ¿Se ve claro el anhelo del Espíritu Santo en
santificar más y más a esos corazones? ¿Se ve claro mi fin de caridad al
desear ardientemente una reacción poderosa, efectiva y real, en todos
mis sacerdotes para bien de sus almas, de la Iglesia y del mundo, y
gloria de la Trinidad?”

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