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esta historia podría tener muchos principios diferentes. En realidad los ha tenido.

Una historia que


está viva, sin terminar es también una historia a la que cuesta encontrar el punto en el que todo
comenzó. ¿Es necesario llegar tan atrás? Tal vez. Si uno cree en cierta simetría, en cierta
correlación de fuerzas entre las causas y las consecuencias, cuanto más se llega a la raíz más
lejano es el horizonte que se puede alcanzar con la mirada. Cabe preguntarse si será necesario
tratar de llegar tan lejos en nuestra visión, en cualquier visión. En realidad la pregunta es
irrelevante. Es una historia como digo interminable, así que cualquier horizonte, por lejano que
parezca, siempre será limitado.

FAKE IT EASY

Las noticias falsas, las falsas noticias. ¿No es asombroso lo rápido que nos han invadido?
Recuerda en parte esas campañas militares en las que un ejército ocupaba un territorio
como un relámpago, sin encontrar “apenas resistencia”. ¿Cómo es posible que hayamos
dejado que algo tan contrario a lo que declaramos por principio nos haya conquistado tan
rápidamente? ¿Han vencido nuestra resistencia o es que ésta nunca se produjo?

Reconozcamos que hablamos de las fake news como de un fenómeno ajeno a nosotros. No
somos los creadores, así que debemos de ser las víctimas, claro, sin duda, de algún malvado
cerebro en la sombra (ese Putin) que orquesta desde su guarida secreta las oleadas de
desinformación para servir a sus oscuros intereses de dominio global. Es decir, Spectra. Eso o,
sencillamente, nos resignamos a pensar que es un precio a pagar por la multiplicidad de rendijas
que abre el mundo digital en una sociedad que apenas ha comenzado a intentar adaptarse a sus
nuevas leyes sin ley.

Ambos pretextos autoexculpatorios (el “no soy yo sino el Maligno”, y el “es que el mundo digital
es incontrolable”) se antojan de una simplicidad que llama la atención, especialmente en dos
tipos de reacción, la pública y la privada, la de las instituciones y la de la industria de la
información. Los teóricos guardianes de la veracidad informativa han hecho gala de unos reflejos
tan escasos como los de un boxeador a punto de besar la lona. Incluso asumiendo que la
irrupción de las fake news les haya pillado con la guardia baja en una primera oleada, ¿no resulta
extraño que siendo unos los gestores de los servicios de inteligencia y los otros los dueños y
conocedores de todo tipo de mecanismo de información y difusión hayan mostrado tan poca
diligencia para ayudar a su clientela a solucionar un problema que preocupa a más del 80% de
los ciudadanos?

Apenas unas semanas antes de las elecciones europeas, el Gobierno anunciaba la creación de
una unidad de vigilancia de fake news, sin que haya habido más noticia de ella desde entonces,
salvo el comentario añadido de que no se conseguiría una legislación europea al respecto hasta
2025. No news, bad news. Mientras, en las sedes de las empresas de comunicación, sobre todo
las esencialmente orientadas a la información, como las grandes cabeceras periodísticas,
tampoco se observa mucho más que la habitual cobertura que vienen dedicando desde hace
mucho tiempo a los asuntos digitales, asomando ese sesgo tremendista del que sangra por una
herida que aún no es capaz de cauterizar. A riesgo de equivocarme no he visto que ningún
periódico online, ningún servicio informativo de renombre haya dispuesto algo tan sencillo como,
por ejemplo, una sección permanentemente actualizada de bulos (una traducción al español que
me gusta especialmente, y que sirve tanto para “fake news” como para “hoax”).

En el MIT hace ya casi un año que desarrollaron un algoritmo para detectarlos con un 65% de
eficacia. Puede que alguien esté ya en ello, pero ¿a qué esperan las grandes compañías de
telecomunicaciones para ofrecer a sus millones de clientes una app preventiva de la intoxicación
informativa? Quizás habría que recordarles que la mujer del César no sólo debe ser honrada.

Unos y otros señalan la gravedad del asunto pero sus acciones desdicen las palabras. Y en cierta
medida lo mismo ocurre con nosotros, los consumidores, los ciudadanos. Si nos preguntan por
las fake news enseguida respondemos que la democracia está en peligro, pero como ocurre con
sus parientes cercanos, los hoax, rara vez nos paramos apenas a comprobar si el mensaje que
acabamos de reenviar nada más recibirlo era o no verdad.

Hay quien ha apuntado a los intereses económicos de los dueños de internet, los facebook,
whatsapp, linkedin… y otros beneficiarios subsidiarios del tráfico de datos que circula por ellas. Y
no deja de haber quien se acuerde de citar aquello de no dejar que la verdad te arruine una buena
historia, que se ha convertido en el estigma de los periodistas sin escrúpulos. Pero aún y con
todo el que haya intereses en difundir falsedades no explica la facilidad (¿felicidad?) con las que
nos las hemos creído y difundido. Esa colaboración necesaria, la de todos nosotros, me parece
más interesante de explorar, a fin de entender los mecanismos de eso que se llama posverdad y
que parece tan ligado al nuevo relato del mundo.

Las razones para esta divergencia entre la preocupación que declaramos y la reacción que no
adoptamos son, como siempre, de muy distinta naturaleza, pero ya que estamos en el terreno de
la comunicación y la percepción me ceñiré a él. Es fácil suponer que, una vez más, el fenómeno
de fake news no es novedoso sino la última vuelta de tuerca de algo que hemos ido construyendo
a lo largo del tiempo, que es parte intrínseca de nuestra construcción social, humana, y que,
simplemente, ha encontrado en el ecosistema digital las condiciones perfectas para su
propagación tumoral. Quizás si viajamos en el tiempo y nos detenemos en algunos momentos
puntuales de nuestra historia, sea más fácil distinguir esas semillas iniciales, esos brotes que han
terminado por cubrirnos de mala hierba informativa.

Escena 0. El Silencio de los Corderos (1991) Minuto 1:19:11. Una celda en medio de un gran
salón.

Hannibal Lecter:

Vuelve a los básicos, Clarice. Lee a Marco Aurelio. De cada asunto en particular pregunta qué es
en sí mismo. ¿Cuál es su naturaleza? ¿Qué es lo que hace él, este hombre al que buscas?

Clarice Starling:

Mata mujeres ...

Hannibal Lecter:

¡No! Eso es secundario. ¿Qué es lo primero que hace, lo esencial? ¿Qué necesidad satisface al
matar?

Clarice Starling:

Ira, resentimiento social, frustración sexual ...

Hannibal Lecter:

No. Lo que hace es codiciar. Esa es su naturaleza. ¿Y cómo empezamos a codiciar, Clarice?
¿Buscamos cosas que codiciar? Procura esforzarte en la respuesta.

Clarice Starling:

No. Solo ...

Hannibal Lecter:

No. Exacto. Comenzamos codiciando lo que vemos cada día. ¿No sientes las miradas cuando
recorren tu cuerpo, Clarice? ¿Y acaso no diriges tu mirada hacia las cosas que deseas?

¿Y qué es lo que vemos cada día que podamos codiciar? Eso es precisamente lo que muestran
las siguientes escenas.

Escena I. Algún momento entre 1800 y 1850. El salón de la casa de una familia burguesa.

No son reyes ni nobles ni representan a ninguna institución. No son artistas, no son conocidos ni
célebres más que para su grupo de íntimos y familiares. Sin embargo su rostro va a quedar
inmortalizado en una pintura al óleo, que están encargando a un retratista a la altura de su
presupuesto. El cuadro no será expuesto en ningún edificio oficial ni museo sino que está destinado
a ocupar un lugar en la pared de la estancia doméstica. Sólo para sus ojos y los de los invitados
ocasionales. No son los primeros, otros antes que ellos les han hecho desear ver su imagen reflejada
con el mismo tratamiento que hasta entonces sólo se reservaba para los miembros más notables de
la sociedad.

Aún faltan algunos años para que un invento llamado fotografía acelere el tiempo entre el encargo
del retrato y el producto final, aunque eso no impedirá que continúe habiendo público suficiente
como para que un pintor pueda ganar algo de dinero gracias a la vanidad de quien quiera verse (y
pueda pagárselo) como protagonista único de una obra de arte.

La guillotina revolucionaria ha certificado el fin (teórico) de la jerarquía que enaltecía a reyes,


nobles, altos clérigos y mandos militares, y establece el principio de igualdad como base del estado
contemporáneo y democrático. Pero no nos basta con decirlo, no basta con saberlo en el fondo; la
igualdad se demuestra también igualándonos en la forma. La nueva clase burguesa dominante
codicia los signos de poder que durante siglos se ha mostrado inalcanzable ante sus ojos. Comienza
la conquista de la representación pública de nuestra imagen.

De este modo, silencioso, sin que haya una reseña especialmente notoria en los libros de historia, en
el pequeño salón de la casa de un pequeño burgués se ha comenzado a desarrollar un fenómeno
clave en la construcción de un nuevo modelo de percepción de la propia identidad individual y
social que alcanzará su punto álgido dos siglos después. Entre medias, Andy Warhol hará del
profeta que certifique el descubrimiento del hombre de a pie, del ciudadano común, de mirarse/
admirarse, y desear que los demás participen de esa ceremonia del ensimismamiento.

Escena II. 1981. Sección de Imagen y Sonido de unos grandes almacenes.

Ante la inminente celebración de los Mundiales de fútbol, una España que todavía contempla gran
parte de su realidad en blanco y negro, se apresta a equiparse con el ya irrenunciable televisor en
color y su inseparable aliado de la década, el grabador-reproductor de vídeo. Parece mentira que el
color haya tardado más de tres décadas en ocupar la mayoría de los hogares de nuestro país, pero
sin duda es un atraso que ya no se repetirá nunca más. Estamos a punto de entrar en el Mercado
Común, o simplemente en el Mercado, y los siguientes artilugios los iremos adquiriendo al mismo
ritmo y velocidad que el resto de consumidores occidentales, compartiendo con ellos, por ejemplo,
el gran dilema del tecnoconsumidor de ese momento: ¿betamax o vhs? Una de esas batallas
comerciales comparables a la que años después protagonizarían mac y pc o iOS y Android, por citar
alguna. El resultado de aquel combate es ya irrelevante, toda vez que la cinta magnética es una
reliquia vintage sobre la manta de cualquier mercadillo callejero. Sin embargo, lo que está
ocurriendo en ese centro comercial es una revelación de imprevisibles consecuencias, casi una
revolución.

Junto al reproductor de vídeo las compañías electrónicas han desarrollado también una cámara
capaz de grabar la realidad en esa misma cinta magnética. El avance es considerable, si tenemos en
cuenta que hasta entonces grabar una película casera exigía un proceso moroso y complejo de
revelado, por no hablar de la escasa duración de las películas de Super 8 con las que se cargaban los
“tomavistas” (otro nombre-reliquia que define la inocencia del “cineasta” doméstico). Por primera
vez se puede grabar una hora, incluso más, y esa misma cinta en la que grabamos va directamente
de la cámara al reproductor (y al televisor) de casa sin ningún proceso intermedio.

Dejémoslo ahí de momento. Ya habrá ocasión de recuperar este momento revelador (sin revelado)
más adelante. Quedémonos en esa escena de la tienda de televisores, la pared plagada de monitores
encendidos a los que alguien ha decidido conectar una cámara de vídeo que apunta directamente a
los visitantes de la tienda. Cada vez que uno de ellos se pone delante del objetivo su cara se
multiplica por las pantallas e, inevitablemente, se desencadena una serie de reacciones que parten
del descubrimiento de la propia imagen en movimiento, la réplica o imitación de poses “televisivas”
y una exclamación dirigida a sus acompañantes: “miraaa, que salgo en la tele”.

El salto de verse en una imagen estática a verse en acción no es sólo técnico. De pronto, la gente,
así, en general, se planta en el umbral de un mundo que, una vez más, estaba reservado a las élites, a
quienes tuvieran alguna virtud o pecado que se hiciera merecedor de enviar a un operador de
cámara para alimentar el espectáculo audiovisual. Más aún, en ese momento, el hasta ahora
espectador de las imágenes filmadas o grabadas por otros, se convierte en director, en creador de un
material audiovisual con el que, y es la primera vez que ocurre, puede interrumpir la programación
televisiva para emitir, aunque sea sólo dentro de su propio entorno doméstico, el contenido que él
mismo ha creado. Es decir, puede intervenir en la programación televisiva sin ningún esfuerzo, sólo
apretando una tecla.

En ese momento, Alfonso Arús tiene 20 años

Escena III. 18.09.1990. Martes, después de la cena. El salón de una vivienda, cualquier
vivienda.

En los años ochenta, el certero Juan Cueto, recientemente fallecido, había titulado como “El ojo del
cíclope” la columna sobre asuntos y contenidos televisivos que escribía semanalmente para “El
País”. El hecho de definir al televisor como ese ojo colosal, al que nada se escapaba (quizás de
haberse publicado en este siglo la hubiera titulado “el ojo de sauron”), introducía un aspecto
novedoso (visionario, si jugamos con las palabras), el de convertir al objeto observado en
observador, anticipando de algún modo este presente interactivo en el que somos vistos en la misma
medida en la que vemos.

Ese 18 de septiembre de 1990 en el que situamos la escena, la transformación del televisor en


televidente se hizo (por seguir jugando) evidente. Los españoles atendimos con especial pasión al
inicio de un programa cuyo contenido consistía en vídeos grabados por los propios espectadores,
vídeos caseros como se denominaron o, según el título del programa, “Vídeos de primera”. La
crítica televisiva no tardó en poner en la picota el formato, especialmente por lo que tenía de
exhibición impúdica de los propios espectadores, dispuestos a dejar caer a sus hijos por un barranco
con tal de tener un documento merecedor del millón de pesetas de entonces que el programa
entregaba al vídeo más votado por la audiencia. El público, en cambio respaldó sin ambages las
primeras temporadas de emisión con unas cifras de espectadores igualmente millonarias.

Al margen de los datos, que en este caso sí son relevantes, lo más llamativo de esa escena es la
escenografía del programa. Apenas un sofá y un televisor ocupan el centro del set, es decir, una
imagen especular de la habitación desde la que los propios telespectadores se concentran ante el
televisor. Aquel día la televisión giró sobre sí misma e hizo la primera demostración de
interactividad de un medio de comunicación masivo. Lo vulgar iniciaba su viaje de transformación
hacia lo estelar. Ese deseo sembrado por la burguesía del XIX había culminado su primera cumbre,
su primer ochomil; el vídeo grabado en casa ya no sólo era mirado/admirado por los miembros del
entorno privado, sino que se exhibía ante millones de otras familias y en prime time.

El pueblo llano había centrado la mirada de las cámaras con anterioridad, pero sólo por cuestiones
extraordinarias, como un suceso u otro evento de actualidad informativa, como contenido
documental, objeto de un estudio antropológico o social, o como originales intérpretes de algún
número artístico o extravagante. Ahora no era así, lo que se mostraba eran tropiezos, trompazos,
caídas o algún que otro “frikismo” (antes de que el nombre se popularizara) de lo más corriente y
cotidiano. Y la gran diferencia, que era el propio público el que se grababa a sí mismo, todavía de
un modo inocente, infantil, casi como en los principios del nickelodeon: carreras, resabalones y
trompazos.

A lo largo de la década de los noventa esa estelarización de lo vulgar fue dando pasos cada vez más
ambiciosos y generando un efecto simétrico y de signo contrario, el de la vulgarización de lo estelar.
Ambas corrientes tenderían hacia su confluencia final, hacia ese momento en el que estrellas y
vulgares terminarían por ser indistinguibles. Sólo había que esperar que se dieran las condiciones
necesarias, y no habría que esperar mucho para que eso ocurriera.

(ENTREACTO)

En 1990 la televisión española entró en la pubertad, con las hormonas revolucionadas gracias a
llegada de “las privadas”, que se sumaban así a la oferta audiovisual de las cadenas públicas
nacionales y autonómicas: nacía el zapping y al mando a distancia que se entregaba junto con el
televisor le descubrimos no sólo su utilidad sino también todo su significado: quien tenía el mando
tenía el mando. El estirón fue tan notable que al igual que un adolescente en plena metamorfosis, las
virtudes de la incipiente madurez de la industria televisiva arrastraban en idéntica medida un buen
puñado de efectos secundarios no siempre gratos a la vista o al oído.

De algún modo, la televisión pública nacional, TVE, ya había comenzado a prepararse para el
impacto del nuevo escenario. Un par de años antes del cambio de década, había comenzado su
emisión matinal en días laborables. El encargado de desarrollar aquel formato inédito en España fue
Jesús Hermida, que fue nuestro primer experto en asuntos americanos (los del norte, claro) y que
por tanto era el profesional idóneo para tratar de adaptar a nuestra realidad los míticos
“Today” (NBC) o “Good Morning America” (ABC).

Se llamó “Por la mañana” y mostró desde el primer momento no sólo la inteligencia de Hermida
para conducir un matinal y convertirlo en un icono de la cultura Pop. También mostró cuál iba a ser
la tónica que definiría el broadcast televisivo en los años que vendrían: la era del low cost.

Muy resumidamente se trata de lo siguiente: por la mañana no hay anunciantes porque no hay
audiencia. Sin publicidad, los recursos de producción de un programa se vuelven muy escasos casi
inexistentes. Así que lo que en el prime time nocturno puede costar un minuto, por la mañana tiene
que dar para costear una hora de televisión. A partir de ahí, ¿cómo se llenan horas de contenido
televisivo? Eliminando producción (es decir, un mismo set sirve para todo el día), eliminando
guión, evitando productos de ficción cuyo precio por pase no compensa la escasa audiencia que lo
verá, etc, etc.

“Por la mañana” estrenó en nuestras pantallas algo que los españoles apenas sabíamos que existía,
el culebrón. Los snobs se reían, la crítica se mofaba, pero la gente lo adoraba. Daba igual que
cuando el protagonista diera un portazo temblara toda la pared del decorado de cartón, que se vieran
colgando de la oreja los pinganillos por los que se dictaba a los actores lo que tenían que decir, o
que la misma escena se mostrara una y otra vez en distintos capítulos y que lo que se podía haber
contado en veinte durara doscientos. El culebrón había llegado para triunfar, y no sólo al mediodía,
sino a horas mucho más visibles, como se vería.

Sin embargo, el mayor golpe de timón se hizo sentir en el punto de vista de los nuevos contenidos a
emitir. Hasta entonces, lo que la “tele” decía iba a misa. “Lo he visto en la tele” era un argumento
tan o más potente que el actual “lo he visto en la wikipedia”. El rigor objetivo en el tratamiento de
la noticia era una condición sine qua non para cualquier cadena que se preciara de seria, más aún
una pública. Y entonces, sin preámbulo ni aviso, las horas muertas de la mañana abrieron la puerta
principal a la “opinión”. Era un subgénero importado de la radio, de las tertulias, que la tele nunca
había tenido demasiado en cuenta por su poca sustancia audiovisual (“gente sentada hablando” no
sonaba por aquel entonces como la definición de lo que podría ser un “taquillazo”). El caso es que
en la nueva tele de bajo coste irán adquiriendo protagonismo los “especialistas”, los
“comentaristas”, los tertulianos sin más aval que su simpatía y versatilidad…

“Lo han dicho en la tele” se va volviendo de repente líquido y casi gaseoso, evanescente. De todo se
puede opinar y el que más grita es el que más razón tiene. Si no en aquel primer programa de
Hermida, sí en todos los que seguirán cuando lleguen las demás cadenas de la parrilla. Como
cantaba Antonio Vega, aprendimos a mentir y no sentir temor. Las opiniones son libres siempre que
no se presenten como otra cosa, con la salvedad de que en el contexto televisivo adquieren un peso
de veracidad que es el propio medio el que la otorga.

En apenas dos movimientos sin gran trascendencia aparente, Culebrón y Tertulia, se apuntan ya
las claves de la televisión de los noventa y, con el tiempo, del futuro continuo mediático digital: lo
que era estelar, lujoso, de cuidada producción y estética inicia su pendiente hacia lo vulgar. En
paralelo lo que era común, invisible, ordinario, comienza su ascenso hacia lo estelar. Estas dos
tendencias avanzarán de un modo imparable anunciando la llegada del momento verdaderamente
interactivo, de ese cruce de vías a partir del cual ya no se podrá distinguir entre estrellas y
anónimos, dando origen a una nueva categoría de pobladores de las antenas, las celebrities. Ese
momento llegará alrededor del cambio de milenio y tendrá un título igualmente deudor de Ray
Bradbury: Crónicas Marcianas. De la década del low-cost audiovisual llegaremos a una nueva cota
de la interactividad que nos conduciría al otro lado del espejo. No diga realidad, diga "reality". Pero
eso será en la siguiente escena, ya en el próximo capítulo.

Escena IV (ficción dramática). Algún momento entre 1999 y 2000. Barcelona. Joan Ramón
Mainat y Javier Sardá

(Esta escena es -por supuesto- un fake. Probablemente nunca existió o existió a lo largo de muchas
otras escenas repartidas por el tiempo. Lo que sí es verdad es que los protagonistas eran grandes
amigos y que juntos dieron forma al programa en el que lo vulgar y lo estelar intercambiaron sus
lados del espejo ya para siempre. Tal vez la conversación se realizó en catalán, tal vez no, de ahí
que el nombre de Xavier Sardá esté transcrito en su fonética castellana, sin ánimo de molestar).

JRM: Las cifras de audiencia lo dejan claro, Javier, no están mal, pero no son lo que teníamos en
mente.

JS: No se puede más, el share es muy bueno, pero no hay más margen para crecer, no con un
presupuesto como el nuestro, bastante hacemos con lo poco que tenemos, mira a Navarro, tampoco
él pudo hacer mucho más en el Mississipi.

JRM: No lo creo, tiene que haber alguna manera de que toda esa gente que anda despierta a las
doce de la noche se enganche al programa y que empiece a entrar publicidad de la buena, de la
que deja dinero. A partir de ahí podemos pensar en hacer grande el programa, pero tenemos que
pensar algo nuevo, algo que no se haya hecho.

JS: Claro, algo que arrase en audiencia pero que no cueste un duro (nota: en aquel momento
España sigue usando su propia moneda). En televisión está todo inventado, Joan. Si quieres que la
gente te vea tienes que darle algo que no tengan otros. Si quiero una exclusiva tenemos que pagarla
y caro. Las estrellas cuestan, y lo sabes. Nosotros tenemos de lo otro, los frikis, cómicos y una
stripper, qué más quieres que encontremos a esas horas. Algún colaborador de medio pelo, como
mucho. Tenemos la suerte de haber dado con Boris, que Lecquio y él hacen bien su papel, pero es
todos los días muy parecido, no tenemos nada cada noche de la semana que la gente no esté
dispuesta a perderse.
JRM: Espera, espera, que a lo mejor sí tenemos algo. ¿Has visto lo que estamos preparando con
Mercedes? Lo del Gran Hermano, digo. En Holanda ha arrasado. La gente habla todos los días de
una casa, de unos tipos que son como cualquiera, que no hacen nada, solo estar ahí.

JS: Sí, lo conozco, pero no le veo qué tiene que ver eso con Crónicas. ¿A dónde quieres llegar?

JRM: A lo de las estrellas. Estamos convencidos de que las estrellas son las que hacen los
programas, pero a las estrellas quién las ha puesto ahí. ¿Quién ha hecho de la Preysler, de Lecquio,
de ti mismo, Javier, o de Boris alguien famoso? No son ellos, Javier, es la tele la que hace las
estrellas. No tenemos por qué esperar a que lo sean para pagarles una fortuna por salir en nuestros
programas. Basta con fabricarlas nosotros.

JS: Lo cuentas muy fácil, pero lo acabas de decir tú mismo, qué van a hacer en el programa si lo
único que saben hacer es estar en una casa, como cualquiera. No tienen nada especial. ¿Cómo les
vamos a convertir en alguien famoso?

JRM: A ver cómo te lo explico, porque lo empiezo a ver muy claro. Los famosos de siempre llegan a
la tele porque tienen un pasado. Venden lo que han hecho de especial o de relevante, aunque sea
casarse con un noble o un cantante, ganar Eurovisión, desnudarse en una peli o estar en la cárcel,
da igual, es su pasado lo que te cuentan una y otra vez para que no se nos olvide por qué los hemos
convertido en “nuestros” famosos. Pero estos que no conoce nadie no tienen pasado, se lo pueden
inventar, es más, se lo podemos inventar, su pasado y su presente, lo que queramos. Ellos, que no
han hecho nada para ser famosos son los que más van a pelear por no perder ese futuro de fama
que les vamos a proponer. Ya verás, serán capaces de cualquier cosa, de decirlo, y si me apuras, de
hacerlo. A los famosos de siempre les pesa su imagen pública, a los anónimos no. Yo les he visto en
Gran Hermano, Javier, la cámara les vuelve locos, y ni sabían la audiencia que tenían, daba igual.
Van a ver el pilotito rojo y van a quedar hipnotizados.

JS: Bien, pongamos que sí, que los convertimos en famosos. El problema vuelve al punto de
partida, empezarán a cobrar como famosos…

JRM: No, precisamente, ahí tenemos la oportunidad. Vamos a disponer de famosos en nómina, a
sueldo, no por programa, sino por mes. Imagina lo que va a ocurrir. Van a firmar un contrato en
exclusiva por una cantidad que para nosotros es nada y para ellos un mundo, cediendo sus
derechos de imagen, todo, a cambio de una seguridad que no han conocido jamás y a cambio de
una fama con la que ni soñaban. Y lo mejor va a ser lo que va a ocurrir con los famosos “de pata
negra”.

JS: ¿Qué no van querer venir más?

JRM: Jajajaa, qué va, todo lo contrario. Cuando vean lo que sus “vulgares competidores” son
capaces de hacer delante de una cámara se darán cuenta de que o cubren la apuesta o se quedan
fuera de juego. Entrarán, Javier. Los tendremos a nómina, les daremos el guión de su propia vida
pública, con quién se acuestan y con quién se pelean. Y solo para nuestra cadena, Javier. ¿Querías
algo en exclusiva? Ahí lo tienes. La audiencia, los anunciantes vendrán detrás de estas nuevas
estrellas, esperando ver qué nuevo límite son capaces de cruzar. Ah, Javier, lo vas a pasar muy
bien…

JS: Pero la gente se dará cuenta tarde o temprano de que todo eso que les enseñamos es una farsa.

JRM: No, no, ni mucho menos. Nadie se dará cuenta, porque los primeros que van a querer vivir
esa farsa a cualquier precio van a ser ellos. Eso, o volver a su vida de mierda. Y si ellos se lo creen,
¿quiénes somos los demás para ponerlo en duda?
 

Escena IV. primavera de 2001. Una tarde de día laborable. Oficina en Madrid de Gestmusic/
Endemol.

Por aquel entonces andaba yo empeñado en sacar adelante un proyecto de canal temático que
aspiraba a ser “el MTV de los libros” (y que terminaría siendo con el tiempo un programa de media
hora en el canal autonómico valenciano con el título de Fahrenheit). Gracias al contacto de uno de
mis socios en aquella aventura llegamos a la oficina de Isabel Raventós, una profesional del medio
como pocas y una conocedora también de la gran mayoría de sus entresijos, corresponsable entre
otras cosas de Saber y Ganar, uno de los pocos quiz show televisivos de escuela “clásica” que han
sobrevivido al cambio de época, uno de aquellos en los que el espectáculo todavía reside en el
conocimiento fuera de serie del que hace gala el concursante.

Dando muestras de una generosidad que no sería la última vez que tendría la ocasión de presenciar,
Isabel se prestó a que conversáramos sobre libros y televisión en una atmósfera absolutamente
marciana, dicho sea literalmente ya que Gestmusic/Endemol, de la que entonces Isabel era su
Directora Internacional, era la productora que firmaba los grandes artefactos audiovisuales de
mayor éxito: Gran Hermano, Operación Triunfo y, claro está, Crónicas Marcianas. Pero lo que se
me quedó grabado de la conversación en aquel coqueto chalecito de la colonia madrileña de El Viso
fueron dos elementos sin los cuales no estaría escribiendo esta miniserie: el primero, entender el
papel crucial de Joan Ramón Mainat en la metamorfosis televisiva hacia la apoteosis de lo fake, y el
segundo, muy relacionado con el anterior, ese momento al despedirnos en el que Isabel me lanzó la
pregunta que menos podía esperar: ¿y a ti, qué tipo de reality se te ocurre?

No supe que responder, así, de inmediato. Pero ése es el poder de una pregunta en el aire. Aquella
noche comencé a analizar qué era lo que definía al reality como género. Había sido espectador
interesado -sin llegar a apasionado- de la primera edición de GH, cuando Mercedes Milá se
autoexculpó (y con ella a todos los fans de aquel “guilty pleasure”) al calificarlo de “experimento
sociológico”, y tenía claro (como todos, como la propia Milá) que no era la búsqueda de la verdad
científica lo que alimentaba aquel show. Cada reedición del mismo formato, e incluso del mismo
programa en sus sucesivas temporadas, era una nueva vuelta de tuerca a esa realidad de la que
aparentemente se partía como contenido sustancial. Lo más parecido que se me ocurre de lo que
hace el reality con la realidad es imaginar una galería de espejos deformantes (sí, los del esperpento
del callejón del gato de Valle Inclán y de las atracciones de feria) enfrentados unos a otros, de tal
forma que cada nuevo reflejo acentúa la deformación hasta volver irreconocible la imagen inicial, al
igual que ocurre con las frases con las que jugamos al “teléfono estropeado”.

Empecemos con una premisa sencilla, la misma que planteó Agatha Christie en Diez Negritos. Unos
desconocidos se ven atrapados en un espacio limitado del que no pueden salir, y del que van siendo
eliminados por una inteligencia que les supera. Sólo sobrevivirá quien acierte a resolver cuál es la
clave por la que son eliminados y consiga neutralizarla. ¿Simpatía, escándalo, histrionismo,
sigilo…? Lejos de descubrir la verdadera personalidad de quienes están encerrados, a lo que
asistimos es a una multiplicidad de técnicas de camuflaje y supervivencia, de ocultamiento de los
flancos vulnerables, de la simplificación de las propias facetas hasta mostrar solo una caricatura de
trazo grueso.

Así, en cada nueva edición de GH bastará con introducir un nuevo factor de dificultad para la
adaptación del individuo a su jaula de cristal. Los diseñadores del “experimento”, en realidad los
creadores de cada nuevo “show de Truman” toman los datos y la información que extraen de los
participantes para someterlos a un proceso creativo, “pre-guionizarlos”, y así, juntar, por ejemplo, a
un racista y a un negro, a un homófobo y a un homosexual, a cada síndrome con su antítesis… de
tal forma que el conflicto esté servido. A mayor presión en las condiciones (no solo de espacio,
también de tiempo) menos control de las reacciones y más dosis de “espectáculo”, es decir, más
atención del público. Se ha escrito y comentado ya mucho sobre el tema, pero lo que aquí me
interesa destacar es cómo a medida que se va retorciendo el género de “reality” (famosos, granjas,
islas y todas sus combinaciones y permutaciones) podemos vislumbrar lo que va a ocurrir en la
década siguiente, en ese momento en el que la jaula de cristal (de grafeno) se vuelva global, y todos
nos sintamos observados, juzgados, medidos y, en caso de no ser lo suficientemente valorados por el
publico, descartados y expulsados del juego.

Puede que sí, que GH finalmente cumpliera con su eslogan de experimento sociológico, pero desde
luego no para prevenir los trastornos de un planeta mediatizado hasta el extremo, sino en todo caso
para estimular su crecimiento desordenado y explosivo. Una vez convertidos en personajes de una
ficción audiovisual, la misma distancia entre realidad y reality se terminará trasladando a nuestras
pantallas y canales individuales, a cada smartphone, y de ahí a nuestras vidas. La advertencia
orwelliana contra los totalitarismos que daba título al programa no llegó a tener en cuenta este giro
inesperado de la trama, que el “gran hermano” no fuera un tirano invisible, sino que quienes
ejerciéramos la vigilancia, el control, la coerción y la exclusión fuéramos nosotros mismos; que
termináramos llegando a la dualidad, a la esquizofrenia casi, de ser el juez más feroz de nuestro
propio personaje mediático, y que la vida que eligiéramos mostrar pudiera terminar por convertirse
en la única que deseáramos tener.

Los tertulianos de las mesas de los programas televisivos de mañana, tarde y noche ya no
necesitaban comentar una noticia real para ocupar minutos de programación. Tal y como había
previsto Mainat, podían dedicarse a analizar algo que la propia televisión se había inventado. Ya no
era la realidad la que se colaba en el guión, sino el propio guión, el que se volvía realidad por el
mero hecho de salir en pantalla. Se avanza así en la construcción de un entorno audiovisual
autárquico y autorreferente, en el que el espectador, una vez dentro, al igual que ocurre en los
casinos de Las Vegas, termina por perder de vista lo que ocurre en el exterior. Mientras el televisor
es un electrodoméstico, sin embargo, las consecuencias de esa inmersión no son apreciables; fuera
de casa la vida continúa. Pero de pronto, alrededor de 2010, ese aparente equilibrio se quiebra en
millones de pedazos, en el momento en el que el televisor comienza a salir de casa y acompañarnos
a todas partes en nuestros bolsillos, primero, y sin casi despegarse de la mano después. El
smartphone no matará al televisor sino todo lo contrario, lo volverá omnipresente...

NOTA: En sus inicios, y dada la coincidencia temporal, se desató un cierto debate entre quienes
defendían Gran Hermano y quienes lo atacaban poniéndose del lado de Operación Triunfo, por su
objetivo de premiar el talento artístico. La polarización de la audiencia siempre es beneficiosa para
ambos contendientes, que deja de tener simples espectadores para tener seguidores, prosélitos. OT
se basaba en el mismo fundamento de reducir presupuestos de producción convirtiendo a los
anónimos en estrellas. Donde antes actuaban famosos cantantes y músicos ahora sólo era necesario
un decorado grandilocuente en el que desplegar un inmenso karaoke. Llamarlo “talent” no deja de
ser un ingenioso etiquetado para otra variante más de la realidad “realitizada”.
Escena VI. Abril de 2019. Oficina del editor de un periódico de referencia.

No, ya no. Desde hace tiempo no hay personal para comprobar si los datos que aparecen en los
artículos que nos envían para publicar son ciertos. Aquello de “corroborar los datos” se dejó de
hacer en el diario, y solo se mantiene como práctica para lo que se publica en el suplemento
semanal.

(Quién sabe si las propias empresas periodísticas no habrán considerado que el auge de las noticias
falsas terminará por devolverles a los clientes perdidos. Jugar con fuego tiene el riesgo de que en
vez de apostar por aquellas cabeceras de prestigio que garanticen la verdad de una información,
terminemos por dudar de todas ellas, de ser indiferentes y, por tanto, completamente vulnerables a
lo que nos quieran contar, simplemente basándonos en nuestro sentimiento como aval para otorgar
nuestra confianza).

Escena VII. Mayo de 2019. Bruselas. Cuartel general de campaña de un partido político.

¿Qué hacemos? Pues fácil, lo mismo que los de enfrente. Ellos publican fakes continuamente y
nosotros también.

Escena final. El otro lado del espejo. 2008-2018

En 2008 ocurren dos hechos aparentemente inconexos: la aparición del iPhone 3G y la desaparición
de Lehman Brothers. A ellos habría que añadir un tercero que nos permite empezar a celebrar el
nacimiento del fake como categoría, como mundo. En ese mismo año Facebook duplica su cifra de
usuarios y supera los 100 millones. No es casual que un año antes hubiera incorporado su versión
para móviles y habilitado la publicación de vídeos, y lo que es más significativo, que las grandes
empresas hubieran comenzado a realizar fuertes inversiones en la red social creada por Zuckerberg.

Esos tres hechos tomados en conjunto trascienden su papel de antecedentes para convertirse en
detonantes de nuestra apasionada entrega a la nueva realidad-ficción. Tal vez en ausencia de uno de
ellos se hubiera neutralizado el auge de esta “fiebre” colectiva que hoy ya no nos despierta ninguna
extrañeza, pero lo cierto es que cada uno de ellos aportó un elemento clave para que se diera la
reacción en cadena que causaría la mayor explosión mediática de la historia.

En esencia lo que la caída de Lehman Brothers provoca en 2008 es que aquel 15 de septiembre, a
la 1:45 am (hora local) ya no hubo forma de escabullirnos de la verdad: todo era falso. Con este
“todo” me refiero a que se convirtió en mentira aquello que no podía, que no debía haberlo sido
jamás. De un modo u otro habíamos asumido la mentira del político, del delantero que cae en el
área pequeña, del vendedor de mercadillo o del amante sorprendido in fraganti. Pero cómo imaginar
que la Banca, tanto la grande e intocable como la sucursal del barrio, la Iglesia, los medios, nuestro
puesto de trabajo, el valor de nuestra vivienda, y hasta el Rey, nos tuvieran engañados. Cómo
íbamos a imaginar un show tan colosal en el que todos fuéramos Truman. Cómo no dejar de pensar
que nosotros mismos habíamos sido colaboradores necesarios de la mayor de las estafas. Fue, más
que un shock financiero, el cortocircuito de nuestra forma de vida en todos sus aspectos y niveles.

La sociedad que se iría recomponiendo con enormes sacrificios de aquel enorme varapalo, de aquel
momento de revelación del fraude global ya no volvería nunca a ser la misma. Salvando las
distancias, algo muy similar a lo que ocurrió con la población alemana tras la derrota del nazismo y
el descubrimiento de los horrores que habían preferido no ver.
Pero a diferencia de la firmeza alemana demostrada desde entonces ante cualquier mínimo indicio
de revitalización del nazismo, nuestro descubrimiento del fraude no condujo a un compromiso
similar, a excepción de aquel brote extraordinario y fugaz que se llamó 15M. En gran parte, quizás,
porque el engaño, el propio como el ajeno, se convertiría en una herramienta de supervivencia para
los tiempos duros que sobrevendrían. No quedó otro remedio que mentirnos y autoconvencernos de
que la crisis sería algo pasajero, que tendría fin y todo sería como antes, el trabajo y el sueldo y el
precio de nuestra casa y nuestra capacidad de consumo y nuestras vacaciones y… no fue así. Por
seguir en el mundo de los términos griegos, lo que llamábamos crisis se revelaría catarsis, pese a
que todavía hoy muchos (empresas, gobiernos, personas) pretendan ignorarlo.

Facebook se convierte, y junto a ella el resto de redes sociales, en el gran refugio para ese
autoengaño. A partir de 2008 la escalada de sus cifras de usuarios es supersónica y su hegemonía
será prácticamente absoluta hasta fechas muy recientes. Facebook se erige, así, como el canal de
canales, de los que cada individuo es al mismo tiempo creador, productor, editor, distribuidor y
comercializador de los contenidos que “emite”, sean propios o no. Es por tanto el medio donde se
termina de consolidar el imperio de lo subjetivo frente a lo objetivo.

Evidentemente, en los comentarios propios cada cual es libre de hacer de su capa un sayo y decir lo
que quiera de sí mismo, sin mayor exigencia de veracidad que la que uno mismo se fije. Sin
embargo, en los contenidos compartidos el usuario hace de amplificador de una noticia de la que no
ha realizado ninguna comprobación sobre su autenticidad. En parte porque no la necesita, al fin y al
cabo su muro es un medio aparentemente personal, para amigos y familiares; y en parte también
porque cada vez nos importa menos el contenido que compartimos y más el comentario con el que
lo acompañamos.

De este modo, los millones de espectadores hasta entonces limitados a lanzar nuestras quejas y
alabanzas a quien tuviéramos al lado, comenzamos a replicar ante propios y, sobre todo, extraños, lo
mismo que habíamos visto hacer a miles de tertulianos y opinadores del mass media. En plena
crisis, esa satisfacción inmediata de poder exhibir nuestro aplauso o disgusto (llegando incluso al
insulto) se convierte en un ansiolítico del que podemos disponer sin medida y sin receta. Más aún,
siguiendo el ejemplo de nuestros referentes televisivos, empezamos a vigilar y preocuparnos por
nuestro “rating”, nuestro “share”, nuestra popularidad en términos de audiencia. De pronto
escuchamos a un amigo del que no suponíamos tanta pasión por la opinión de los demás lamentarse
de los pocos “me gusta” que ha obtenido su último comentario o vanagloriarse de lo contrario.
Como consecuencia, paulatinamente comenzamos también a cuidar que lo que publicamos guste y a
descartar lo que nos parece que no tendrá suficiente repercusión, mientras descuidamos el principio
de honradez, de veracidad. Cualquiera que haya estado vivo durante los últimos quince años puede
echar mano de los mil y un ejemplos de “maquillaje” de tantos recuerdos, sentimientos,
experiencias… que no eran lo que decían ser cuando se publicaron.

A ello contribuye también lo que empieza a denominarse “el fenómeno Youtuber” una gran ilusión
reeditada esta vez con la promesa de convertir los vídeos personales en grandes éxitos, primero de
audiencia y a continuación de ingresos. Como en los tiempos de Jack London la nueva fiebre del
oro nos lanza a la carrera por encontrar nuestra propia mina. Sin embargo, lo que es éxito para uno
no garantiza que lo sea para los demás. El primero es un pionero, los siguientes, unos imitadores. El
99% de los youtubers se limitan a hacer lo que han visto hacer antes tanto en el propio Youtube
como en los programas de televisión. Con un presupuesto raquítico y unos medios compuestos por
una webcam y una habitación en la mayoría de los casos, el nuevo audiovisual individual se puebla
de… tertulianos. Gente que comenta videojuegos, películas o canciones, gente que opina de
política, deporte o restauración, gente que habla, sentada o en la calle, que no para de hablar. La
televisión low-cost vive su big bang. Ella misma ha alimentado durante años a esa bestia que
comienza a devorar su modelo de negocio y cuestionar su supervivencia.
Teníamos la motivación, teníamos la oportunidad. Para culminar un crimen ya solo era necesario
disponer del arma. Y nos la pusieron en la mano, reluciente y cargada con dinamita, es decir 3G y
WiFi.

El reemplazo del teléfono para “hablar” por el teléfono “inteligente” (¡qué estupendos adjetivos
crea el marketing!) no solo consiguió que este se convirtiera de inmediato en un objeto de deseo (la
opción sin lugar a opción era seguir con el teléfono “tonto”) sino que sin siquiera cambiar de
nombre cambiara por completo su significado. Eso y nuestro modo de mirarlo. Literalmente. El
teléfono pasó de ser “mirado” apenas durante los instantes de marcar un número o aceptar una
llamada (y alguna partida de “snake”, claro) a que nos doliera mantener la vista apartada de él. Es
decir, de su pantalla. Por fin la pantalla había caído en nuestras manos. Pero por sí sola la pantalla
no era suficiente para desencadenar la revolución que se inicia aquel año.

Los nuevos modelos de teléfono inteligente incorporan una característica que a priori parecía
apenas un gadget más, pero que será el que transforme de una vez y para siempre el ecosistema
mediático: la cámara de foto y vídeo. Sin los smartphone la publicación de los contenidos
personales de los usuarios habría estado mucho más limitada, pero la cámara abre la puerta a un
nuevo capítulo en la historia de las comunicaciones humanas, un nuevo paradigma, quinientos años
después del de Gutenberg. Es el momento en el que todos podemos ser por fin autores sin más
criterio que el propio, sin necesidad de crear más contenido que simplemente exhibir fragmentos de
nuestra vida.

Los primeros en notar ese cambio fueron precisamente las agencias internacionales de noticias. El
último día del año 2006 un vídeo abría las cabeceras de todos los informativos de televisión, el de la
ejecución de Saddam Hussein. Es un vídeo de calidad pésima pero tiene la virtud de ser el único. En
eso no se diferencia de cualquier otra exclusiva emitida con anterioridad. La gran novedad es que
ese vídeo no ha pasado por ninguna agencia de prensa antes de llegar a las redacciones sino que ha
sido subido directamente a YouTube. Había sido grabado con un teléfono móvil.

2008. Años de depresión, de escasez de oportunidades laborales, de vuelta a la vida casera. Años en
los que podemos desahogarnos y sentirnos escuchados, respondidos, correspondidos, desafiados,
reafirmados solos, frente al teclado, construyendo a golpe de post, de selfie, de tuit nuestro
personaje público, muy parecido a nosotros salvo que no tiene por qué mostrar nada que no
deseemos que se vea. Años de entretenimiento y evasión al alcance de la mano, de aplicaciones
“gratuitas” con las que poder jugar sin interrupción, sin tiempos muertos.

2018. Deseamos aquello que vemos cada día, que decía el Dr. Lecter. Después de generaciones
siendo los espectadores de otros, en la última década hemos disfrutado del goce enorme de ser
nosotros los leídos y observados por los demás. En nuestro cotidiano consumo mediático hemos
reemplazado el estar informados por sentirnos cohesionados. A partir de ahí, las fake news solo
tienen que entrar donde saben que serán bien recibidas.

Cada contenido que llega a nuestro móvil, a nuestra pantalla, no lo sometemos ya, por tanto, al
escrutinio de su autenticidad sino de su utilidad para atraer la atención de los demás. Los hoax, las
fake news, las fotos que retocamos, las historias que “vivimos”, los “followers” que compramos, los
“éxitos” que publicamos hacen de combustible y ni su origen ni su verdad nos preocupan tanto
como declaramos en voz alta. Más de un 80% de la gente dice que las fake news representan una
grave amenaza para la democracia. La encuesta no revela (no sabemos si llega a preguntar) cuál es
el porcentaje de los que se preocupan por averiguar si el contenido que comparten y comentan es o
no fake. Como tampoco debe de ser fácil de medir, ni de preguntar y mucho menos de contestar en
qué medida nuestros perfiles sociales están llenos de verdades que solo lo son a medias.
EPÍLOGO

En Matrix los humanos tienen la imagen que les gustaría tener, y no la que tienen en realidad. En
Minority Report se retrata un hampa dedicada a proveer de identidades offline que permitan escapar
del control total de cámaras y sensores. Una sociedad que ha descubierto las satisfacciones del fake
difícilmente aceptará volver a la cruda y sincera realidad. Por un lado, es de esperar que en algún
momento aflore una nueva economía de la desconfianza. Por ejemplo, Uma Thurman sometiendo a
una prueba de ADN un pelo de Ethan Hawke en Gattaca para estar segura de que él es quien dice
ser. En contraposición, es previsible que surja una industria que ofrezca la posibilidad de escapar de
nuestra propia ilusión; de vendernos una dosis para regresar por tanto tiempo como nuestro crédito
se pueda permitir a una realidad real, desconectada; de borrar o al menos neutralizar nuestra
presencia virtual, de mantener una doble vida en la que poder volver a ser eso que cada vez nos
cuesta más reconocer en la pantalla en la que nos contemplamos: a nosotros mismos.

Madrid, verano de 2019

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