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castellano los demás países del continente. A fines del siglo pasado se
produjo aquí un género singular, la poesía gauchesca; ahora ya son muchos
los escritores que se inclinan hacia la literatura fantástica y que no ensayan
una mera transcripción de la realidad.
Por razones obvias la visión que este volumen ofrece es necesariamente
parcial, no faltará ocasión en el porvenir de complementar estas páginas. En
ellas, pese a su brevedad, se oye nuestra voz que de algún modo es
incapaz de olvidar estas soledades del Sur.
Cuentos argentinos
La Biblioteca de Babel - 30
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orhi 04.10.14
Título original: Cuentos argentinos
AA. VV., 1906
Más ocurrió en este pueblo en los últimos días que en el resto de su historia. Para
medir como corresponde mi palabra recuerden ustedes que hablo de uno de los
pueblos viejos de la provincia, de uno en cuya vida abundan los hechos notables:
la fundación, en pleno siglo XIX; algo después el cólera —un brote que felizmente
no llegó a mayores— y el peligro del malón, que si bien no se concretaría nunca,
mantuvo a la gente en jaque a lo largo de un lustro en que partidos limítrofes
conocieron la tribulación por el indio. Dejando atrás la época heroica, pasaré por
alto tantas otras visitas de gobernadores, diputados, candidatos de toda laya, amén
de cómicos y uno o dos gigantes del deporte. Para morderme la cola concluiré esta
breve lista con la fiesta del Centenario de la Fundación, genuino torneo de oratoria
y homenajes.
Como he de comunicar un hecho de primer orden, presento mis credenciales al
lector. De espíritu amplio e ideas avanzadas, devoro cuanto libro atrapo en la
librería de mi amigo el gallego Villarroel, desde el doctor Jung hasta Hugo, Walter
Scott y Goldoni, sin olvidar el último tomito de Escenas matritenses.
Mi meta es la cultura, pero bordeo los «malditos treinta años» y de veras temo que
me quede por aprender más de lo que sé. En resumen, procuro seguir el
movimiento e inculcar las luces entre los vecinos, todos bellas personas, platita
labrada, eso sí muy afectos a la siesta que hereditariamente acunan desde la edad
media y el oscurantismo. Soy docente —maestro de escuela— y periodista. Ejerzo
la cátedra de la péndola en modestos órganos locales, ora factorum de El Mirasol
(título mal elegido, que provoca pullas y atrae una enormidad de correspondencia
errónea, pues nos tomas por tribuna cerealista), ora de Nueva Patria.
El tema de esta crónica ofrece una particularidad que no quiero omitir: no sólo
ocurrió el hecho en mi pueblo; ocurrió en la manzana donde transcurre mi vida
entera, donde se halla mi hogar, mi escuelita —segundo hogar— y el bar de un
hotel frente a la estación, al cual acudimos noche a noche, en altas horas, el núcleo
con inquietud de la juventud lugareña. El epicentro del fenómeno, el foco si
prefieren, fue el corralón de Juan Camargo, cuyos fondos lindan por el costado este
con el hotel y por el norte con el patio de casa. Un par de circunstancias, que no
cualquiera vincularía, lo anunciaron: me refiero al pedido de los libros y al retiro
del molinete de riego.
Las Margaritas, el petit-hôtel particular de don Juan, verdadero chalet provisto de
florido jardín a la calle, ocupa la mitad del frente y apenas parte del fondo del
terreno del corralón, donde se amontonan incalculables materiales, como reliquias
de buques en el fondo del mar. En cuanto al molinete, giró siempre en el apuntado
jardín, al extremo de configurar una de las más viejas tradiciones y una de las más
interesantes peculiaridades de nuestro pueblo.
Un día domingo, a principios de mes, misteriosamente el molinete faltó. Como al
cabo de la semana no había reaparecido, el jardín perdió color y brillo. Mientras
muchos miraron sin ver, hubo uno a quien la curiosidad embargó desde el primer
momento. Ese uno infestó a otros, y a la noche, en el bar, frente a la estación, la
muchachada bullía de preguntas y comentarios. De tal modo, al calor de una
comezón ingenua, natural, destapamos algo que tenia poco de natural y resultó una
sorpresa.
Bien sabíamos que don Juan no era hombre de cortar el agua del jardín, por
descuido, un verano seco. Por de pronto lo reputamos pilar del pueblo. Con
fidelidad la estampa retrata el carácter de nuestro cincuentón: elevada estatura,
porte corpulento, cabello cano peinado en dóciles mitades, cuyas ondas dibujan
arcos paralelos a los del bigote y a los inferiores de la cadena del reloj. Otro
detalles revelan al caballero chapado a la antigua: breeches, polainas de cuero,
botín. En su vida, regida por la moderación y el orden, nadie, que yo recuerde,
computó una debilidad, llámela borrachera, mujerzuela o traspié político. En un
ayer que de buen grado olvidaríamos —¿quién de nosotros, en materia de infamia,
no arrojó su canita al aire?— don Juan se mantuvo limpio. Por algo le reconocieron
autoridad los mismos interventores de la Cooperativa, etcétera, gente muy poco
espectable, francamente pelandrunes. Por algo en años ingratos aquel bigotazo
constituyó el manubrio del que la familia sana del pueblo se mantuvo colgada.
Obligatorio es reconocer que este varón señero milita ideas de viejo cuño y que
nuestras filas, de suyo idealistas, hasta ahora no produjeron prohombres de temple
comparable. En un país nuevo, las ideas nuevas carecen de tradición. Ya se sabe,
sin tradición no hay estabilidad.
Por arriba de esta figura, nuestra jerarquía ad usum no pone a nadie, salvo a doña
Remedios, madre y consejera única de tan abultado hijo. Entre nosotros, no sólo
porque manu militari arregla cuanto conflicto le someten o no, la llamamos
Remedio Heroico. Aunque burlesco, el mote es cariñoso.
Para completar el cuadro de quienes viven en el chalet, ya no falta sino un
apéndice indudablemente menor, el ahijado, don Tadeíto, alumno del turno de la
noche de mi escuela. Como doña Remedios y don Juan no toleran casi nunca
extraños en la casa, ni en calidad de colaboradores ni de invitados, el muchacho
reúne sobre la testa los títulos de peón y dependiente del corralón y de sirvientillo
de Las Margaritas. Agreguen a lo anterior que el pobre diablo acude regularmente
a mis clases y comprenderán por qué respondo con cajas destempladas a cuantos,
por pifia y maldad pura, le endosan el sonsonete de un apodo. Que olímpicamente
lo rechazaran del servicio militar me tiene sin cuidado, porque de envidioso no
peco.
El domingo en cuestión, a una hora que se me extravió entre las dos y las cuatro de
la tarde, llamaron a mi puerta, con el deliberado afán, a juzgar por los golpes, de
voltearla. Tambaleando me incorporé, murmuré: «No es otro», proferí palabras que
no están bien en boca de un maestro y como si esta no fuera época de visitas
desagradables abrí, seguro de encontrar a don Tadeíto. Tuve razón. Ahí sonreía el
alumno, con la cara tan flacucha que ni siquiera servía de pantalla contra el sol, de
lleno en mis ojos. A lo que entendí solicitaba a boca de jarro y con esa voz que de
pronto se ahuyenta, textos de primer grado, segundo y tercero. Irritadamente inquirí:
—¿Podrías informar para qué?
—Pide padrino —contestó.
En el acto entregué los libros y olvidé el episodio como si fuera parte de un sueño.
Horas después, cuando me dirigía a la estación y alargaba el camino con una vuelta
para matar el tiempo, advertí en Las Margaritas la falta del molinete. La comenté
en el andén, mientras esperábamos el expreso de Plaza de las 19.30 que llegó a las
20.54, y la comenté a la noche, en el bar. No me referí al pedido de textos, ni
menos aún vinculé un hecho con otro, porque al primero, ya dije, lo registré apenas
en la memoria.
Supuse que tras un día tan movido retomaríamos el tranco habitual. El lunes, a la
hora de la siesta, alborozadamente me dije: «Esta va de veras», pero todavía
cosquilleaba el fleco del poncho la nariz, cuando empezó el estruendo.
Murmurando: «Y hoy qué le ha dado. Si lo pesco a las patadas en la puerta pagará
lágrimas de sangre», enfilé las alpargatas y me encaminé al zaguán.
—¿Ya es una costumbre interrumpir a tu maestro? —espeté al recibir de vuelta la
pila de libros.
La sorpresa me confundió enteramente, porque oí por toda conversación:
—Pide padrino los de tercero, cuarto y quinto.
Logré articular:
—¿Para qué?
—Pide padrino —explicó don Tadeíto.
Entregué los libros y volví al lecho, en pos del sueño. Admito que dormí, pero lo
hice, ruego que me crean, en el aire.
Luego, camino de la estación, comprobé que el molinete no había retomado su
puesto y que el tono amarillo se difundía en el jardín. Conjeturé, por lógica,
despropósitos y en pleno andén, mientras el físico se lucía ante frívolas bandadas
de señoritas, la mente aún trabajaba en la interpretación del misterio.
Mirando la luna, enorme allá por el cielo, uno de nosotros, creo que Di Pinto,
entregado siempre a la quimera romántica de quedar como hombre de campo (¡por
favor, ante los amigos de toda la vida!), comentó:
—La luna se hizo de seca. No atribuyamos, pues, a un pronóstico de lluvia el retiro
de un artefacto. ¡Su móvil habrá tenido nuestro don Juan!
Badaracco, mozo despierto, que presenta un lunar, porque en otra época, aparte del
sueldo bancario, cobraba un tanto por delación, me preguntó:
—¿Por qué no apestillas al respecto al taradito?
—¿A quién? —interrogué por decoro.
—A tu alumno —respondió.
Aprobé el temperamento y lo apliqué esa misma noche, después de clase. Traté de
marear primero a don Tadeíto con la perogrullada de que la lluvia entona al
vegetal, para atacar por fin a fondo. El diálogo fue como sigue:
—¿Se descompaginó el molinete?
—No.
—No lo veo en el jardín.
—¿Cómo lo va a ver?
—¿Por qué cómo lo voy a ver?
—Porque está regando el depósito.
Aclaro que entre nosotros llamamos depósito a la última barraca del corralón,
donde don Juan amontona los materiales de poca venta, por ejemplo, estrafalarias
estufas y estatuas, monolitos y malacates.
Urgido por el deseo de notificar a los muchachos de la novedad sobre el molinete,
ya despachaba a mi alumno sin interrogarlo sobre el otro punto. Recordar y chillar
fue todo uno. Desde el zaguán don Tadeíto me miró con ojos de oveja.
—¿Qué hace don Juan con los textos? —grité.
—Y… —gritó de vuelta— los deposita en el depósito.
Alelado corrí al hotel, ante mis comunicaciones, tal como lo preví, cundió la
perplejidad entre la juventud. Todos formulamos alguna opinión, pues el buen
callar en aquel momento era un bochorno, y por fortuna nadie prestó oídos a nadie.
O quizá prestara oídos el patrón, el enorme don Pomponio del vientre hidrópico, a
quien los del grupo a gatas distinguimos de las columnas, mesas y vajilla, porque
la soberbia del intelecto nos ofusca. La voz de bronce, apagada por ríos de ginebra,
de don Pomponio, llamó al orden. Siete caras miraron para arriba y catorce ojos
quedaron pendientes de una sola cara roja y brillante, que se partía en la boca, para
inquirir:
—¿Por qué no se dan traslado en comitiva y piden explicación a don Juan en
persona?
El sarcasmo despabiló a uno, de apellido Aldini, que estudia por correspondencia y
lleva corbata blanca. Enarcando cejas me dijo:
—¿Por qué no ordenas a tu alumno que espíe las conversaciones entre doña
Remedios y don Juan? Después le aplicas la picana.
—¿Qué picana?
—Tu autoridad de maestro ciruela —aclaró con odio.
—¿Don Tadeíto tiene memoria? —preguntó Badaracco.
—Tiene —afirmé—. Lo que entra en su caletre, por un rato queda fotografiado.
—Don Juan —continuó Aldini— para todo se aconseja de doña Remedios.
—Ante un testigo como el ahijado —declaró Di Pinto— hablarán con entera
libertad.
—Si hay misterio, saldrá a relucir —vaticinó Toledo.
Chazarreta, que trabajaba de ayudante en la feria, gruñó:
—Si no hay misterio ¿qué hay?
Como el diálogo se desencaminaba, Badaracco, famoso por la ecuanimidad,
contuvo a los polemistas.
—Muchachos —los reconvino—, no están en edad de malgastar energías.
Para tener la última palabra, Toledo repitió:
—Si hay misterio, saldrá a relucir.
Salió a relucir, pero no sin que antes giraran días enteros.
A la otra siesta, cuando me hundía en el sueño, resonaron, cómo no, los golpes. A
juzgar por las palpitaciones, resonaron a un tiempo en la puerta y en mi corazón.
Don Tadeíto traía los libros de la víspera y reclamaba los de primer año, segundo y
tercero, del ciclo secundario. Porque el texto superior escapa a mi órbita, hubo que
comparecer en el negocio de librería de Villarroel, a vivo golpe en la puerta
despertar al gallego y aplacarlo posteriormente con la satisfacción de que don Juan
reclamaba los libros. Como era de temer, el gallego preguntó:
—¿Qué mosca picó al tío ese? En la perra vida compró un libro y a la vejez
viruela. Va de suyo que el muy chulo los pide en préstamo.
—No lo tome a la tremenda, gallego —le razoné con palmaditas—. Por lo
amargado parece criollo.
Referí los pedidos previos de textos primarios y mantuve la más estricta reserva en
cuanto al molinete, de cuya desaparición, según él mismo me dio a entender, estaba
perfectamente compenetrado. Con los libracos debajo del brazo, agregué:
—A la noche nos reunimos en el bar del hotel para debatir todo esto. Si quiere
aportar su grano de arena, allá nos encuentra.
En el trayecto de ida y vuelta no vimos un alma, salvo al perro barcino del
carnicero, que debía de estar de nuevo empachado, porque en sus cabales ni el más
humilde irracional se expone a la resolana de las dos de la tarde.
Adoctriné al discípulo para que me reportara verbatim de las conversaciones entre
don Juan y doña Remedios. Por algo afirman que en el pecado está el castigo. Esa
misma noche emprendí una tortura que, en mi gula de curioso, no había previsto:
escuchar aquellos coloquios puntualmente comunicados, interminables y de lo más
insulsos. De cuando en cuando llegó a la punta de mi lengua alguna ironía cruel
sobre que me tenían sin cuidado las opiniones de doña Remedios acerca de la
última partida de jabón amarillo y la franeleta para el reuma de don Juan; pero me
refrené, pues ¿cómo delegar en el criterio del mozo la estimación de lo que era
importante o no?
Por descontado que al otro día me interrumpió la siesta con los libros en
devolución para Villarroel. Ahí se produjo la primera novedad: don Juan, dijo don
Tadeíto, ya no quería textos; quería diarios viejos, que él debía procurar al kilo, en
la mercería, la carnicería y la panadería. A su debido tiempo me enteré de que los
diarios, como antes los libros, iban a parar al depósito.
Después hubo un período en que no ocurrió nada. El alma no tiene arreglo: eché de
menos los mismos golpes que antes me arrancaban de la siesta. Quería que pasara
algo, bueno o malo. Habituado a la vida intensa, ya no me resignaba a la pachorra.
Por fin una noche el alumno, tras un prolijo inventario de los efectos de la sal y
otras materias nutritivas en el organismo de doña Remedios, sin la más leve
alteración de tono que preparara para un cambio de tema, recitó:
—Padrino dijo a doña Remedios que tienen una visita viviendo en el depósito y
que por poco no se la lleva por delante los otros días, porque miraba a una especie
de columpio de parque de diversiones al que no había dado entrada en los libros y
que él no perdió el aplomo aunque el estado de la misma daba lástima y le
recordaba un bagre boqueando fuera de la laguna. Dijo que atinó a traer un balde
lleno de agua, porque sin pensarlo comprendió que le pedían agua y él no iba a
permitir cruzado de brazos que un semejante muriera. No obtuvo resultado
apreciable y prefirió acercar un bebedero a tocar la visita. Llenó el bebedero a
baldazos y no obtuvo resultado apreciable. De pronto se acordó del molinete y
como el médico de cabecera que prueba, dijo, a tientas los remedios para salvar a
un moribundo, corrió a buscar el molinete y lo conectó. A ojos vista el resultado
fue apreciable porque el moribundo revivió como si le cayera de lo más bien
respirar el aire mojado. Padrino dijo que perdió un rato con su visita, porque le
preguntó como pudo si necesitaba algo y que la visita era francamente avispada y
al cabo de un cuartito de hora ya picoteaba por acá y por allá alguna palabra en
castilla y le pedía los rudimentos para instruirse. Padrino dijo que mandó al ahijado
a pedir los textos de los primeros grados al maestro. Como la visita era
francamente avispada aprendió todos los grados en dos días y en uno lo que tuvo
ganas del bachillerato. Después, dijo padrino, se puso a leer los diarios para
enterarse de cómo andaba el mundo.
Aventuré la pregunta:
—¿La conversación fue hoy?
—Y, claro —contestó—, mientras tomaban el café.
—¿Dijo algo más tu padrino?
—Y, claro, pero no me acuerdo.
—¿Cómo no me acuerdo? —protesté airadamente.
—Y, usted me interrumpió —explicó el alumno.
—Te doy la razón. Pero no me vas a dejar así —argumenté—, muerto de
curiosidad. A ver, un esfuerzo.
—Y, usted me interrumpió.
—Ya sé. Te interrumpí. Yo tengo toda la culpa.
—Toda la culpa —repitió.
—Don Tadeíto es bueno. No va a dejar así al maestro, en la mitad de la charla,
para seguir mañana o nunca.
Con honda pena repitió:
—O nunca.
Yo estaba contrariado, como si me sustrajeran una ganancia de gran valor. No sé
por qué reflexioné que nuestro diálogo consistía en repeticiones y de repente
entreví en eso mismo una esperanza. Repetí la última frase del relato de don
Tadeíto:
—Leyó los diarios para enterarse de cómo andaba el mundo.
Mi alumno continuó indiferentemente:
—Dijo padrino que la visita quedó pasmada al enterarse de que el gobierno de este
mundo no estaba en manos de gente de lo mejorcito, sino más bien de medias
cucharas, cuando no de pelafustanes. Que tal morralla tuviera a su arbitrio la
bomba atómica, dijo la visita, era de alquilar balcones. Que si la tuviera a su
arbitrio la gente de lo mejorcito, acabaría por tirarla, porque está visto que si
alguien la tiene, la tira; pero que la tuviera esa morralla no era serio. Dijo que en
otros mundos antes de ahora descubrieron la bomba y que tales mundos fatalmente
reventaron. Que los tuvo sin cuidado que reventaran, porque estaban lejos, pero
que nuestro mundo está cerca y que ellos temen que una explosión en cadena los
envuelva.
La increíble sospecha de que don Tadeíto se burlaba de mí, me llevó a interrogarlo
con severidad:
—¿Estuviste leyendo Sobre cosas que se ven en el cielo del doctor Jung?
Por fortuna no oyó la interrupción y prosiguió:
—Dijo padrino que la visita dijo que vino de su planeta en un vehículo
especialmente fabricado a puro pulmón, porque por allá escasea el material
adecuado y que es el fruto de años de investigación y trabajo. Que vino como
amigo y como libertador, y que pedía el pleno apoyo de padrino para llevar
adelante un plan para salvar el mundo. Dijo padrino que la entrevista con la visita
tuvo lugar esta tarde y que él, ante la gravedad, no trepidó en molestar a doña
Remedios, para recabarle su opinión, que desde ya descontaba era la suya.
Como la pausa inmediata no concluía, pregunté cuál fue la respuesta de la señora.
—Ah, no sé —contestó.
—¿Cómo ah no sé? —repetí enojado de nuevo.
—Los dejé hablando y me vine, porque era hora de clase. Pensé yo solo: cuando
no llego tarde el maestro se pone contento.
Envanecida la cara de oveja esperaba congratulaciones. Con admirable presencia
de ánimo reflexioné que los muchachos no creerían mi relato, si no llevaba como
testigo a don Tadeíto. Violentamente lo empuñé de un brazo y a empujones lo llevé
hasta el bar. Ahí estaban los amigos, con el agregado del gallego Villarroel.
Mientras tenga memoria no olvidaré aquella noche:
—Señores —grité, a tiempo que proyectaba a don Tadeíto contra nuestra mesa—.
Traigo la explicación de todo, una novedad de envergadura y un testigo que no me
dejará mentir. Con lujo de detalle don Juan comunicó el hecho a su señora madre y
mi fiel alumno no perdió palabra. En el depósito del corralón, aquí nomás, pared de
por medio, está alojado —¿adivinen quién?— un habitante de otro mundo. No se
alarmen, señores: aparentemente el viajero no dispone de constitución robusta, ya
que tolera mal el aire seco de nuestra ciudad —todavía resultaremos competidores
de Córdoba— y para que no muera como pescado fuera del agua, don Juan le
enchufó el molinete, que de continuo humedece el ambiente del depósito. Es más:
aparentemente el móvil del arribo del monstruo no debe provocar inquietud.
Llegó para salvarnos, persuadido de que el mundo va camino de estallar por la
bomba atómica y a calzón quitado informó a don Juan de su punto de vista.
Naturalmente, don Juan, mientras degustaba el café, consultó con doña Remedios.
Es de lamentar que este mozo aquí presente —agité a don Tadeíto, como si fuera
monigote— se retiró justo a tiempo de no oír la opinión de doña Remedios, de
modo que no sabemos qué resolvieron.
—Sabemos —dijo el librero, moviendo como trompa labios mojados y gordos.
Me incomodó que me corrigieran la plana en una novedad de la que me creía único
depositario. Inquirí:
—¿Qué sabemos?
—No se amosque usted —pidió Villarroel, que ve bajo el agua—. Si es como
usted dice aquello de que el viajero muere si le quitan el molinete, don Juan le
condenó a morir. De acá pasé frente a Las Margaritas y a la luz de la luna vi
perfectamente el molinete que regaba el jardín como antes.
—Yo también lo vi —confirmó Chazarreta.
—Con la mano en el corazón —murmuró Aldini— les digo que el viajero no
mintió. Tarde o temprano reventamos con la bomba atómica. No veo escapatoria.
Como hablando solo preguntó Badaracco:
—No me digan que esos viejos, entre ellos, liquidaron nuestra última esperanza.
—Don Juan no quiere que le cambien su composición de lugar —opinó el gallego
—. Prefiere que este mundo estalle, a que la salvación venga de otros. Vea usted,
es una manera de amar a la humanidad.
—Asco por lo desconocido —comenté—. Oscurantismo.
Afirman que el miedo aviva la mente. La verdad es que algo extraño flotaba en el
bar aquella noche, y que todos aportábamos ideas.
—Coraje, muchachos, hagamos algo —exhortó Badaracco—. Por amor a la
humanidad.
—¿Por qué tiene usted, señor Badaracco, tanto amor a la humanidad? —preguntó
el gallego.
Ruborizado, Badaracco balbuceó:
—No sé. Todos sabemos.
—¿Qué sabemos, señor Badaracco? ¿Si usted piensa en los hombres, los encuentra
admirables? Yo todo lo contrario: estúpidos, crueles, mezquinos, envidiosos —
declaró Villarroel.
—Cuando hay elecciones —reconoció Chazarreta—, tu bonita humanidad se
desnuda rápidamente y se muestra tal cual es. Gana siempre el peor.
—¿El amor por la humanidad es una frase hueca?
—No, señor maestro —respondió Villarroel—. Llamamos amor a la humanidad a
la compasión por el dolor ajeno y a la veneración por las obras de nuestros grandes
ingenios, por el Quijote del Manco Inmortal, por los cuadros de Velásquez y de
Murillo. En ninguna de ambas formas vale ese amor como argumento para demorar
el fin del mundo. Sólo para los hombres existen las obras y después del fin del
mundo —el día llegará, por la bomba o por muerte natural— no tendrán ni
justificación ni asidero, créame usted. En cuanto a la compasión, sale gananciosa
con un fin próximo… Como de ninguna manera nadie escapará a la muerte ¡que
venga pronto, para todos, que así la suma del dolor será la mínima!
—Perdemos tiempo en el preciosismo de una charla académica y aquí nomás,
pared por medio, muere nuestra última esperanza —dije con una elocuencia que fui
el primero en admirar.
—Hay que obrar ahora —observó Badaracco—. Pronto será tarde.
—Si le invadimos el corralón, don Juan a lo mejor se enoja —apuntó Di Pinto.
Don Pomponio, que se arrimó sin que lo oyéramos y por poco nos derriba con el
susto, propuso:
—¿Por qué no destacan a este mozo don Tadeíto como piquete de avanzada? Sería
lo prudente.
—Bueno —aprobó Toledo—. Que don Tadeíto conecte el molinete en el depósito
y que espíe, para contarnos cómo es el viajero de otro planeta.
En tropel salimos a la noche, iluminada por la impasible luna. Casi llorando rogaba
Badaracco:
—Generosidad, muchachos. No importa que pongamos en peligro el pellejo. Están
pendientes de nosotros todas las madres y todas las criaturas del mundo.
Frente al corralón nos arremolinamos, hubo marchas y contramarchas, cabildeos y
corridas. Por fin Badaracco juntó coraje y empujó adentro a don Tadeíto. Mi
alumno volvió después de un rato interminable, para comunicar:
—El bagre se murió.
Nos desbandamos tristemente. El librero regresó conmigo. Por una razón que no
entiendo del todo su compañía me confortaba.
Frente a Las Margaritas, mientras el molinete monótonamente regaba el jardín,
exclamé:
—Yo le echo en cara la falta de curiosidad —para agregar con la mirada absorta en
las constelaciones—. Cuántas Américas y Terranovas infinitas perdimos esta
noche.
—Don Juan —dijo Villarroel— prefirió vivir en su ley de hombre limitado. Yo le
admiro el coraje. Nosotros dos, ni siquiera a entrar aquí nos atrevemos.
Dije:
—Es tarde.
—Es tarde —repitió.
El destino es chambón
Arturo Cancela y Pilar de Lusarreta
El discutible principio popular de que «no hay dos sin tres» nunca fue más
objetable que en el caso de Juan Pedro Rearte. Este viejo criollo, que había sido
durante quince años cochero de la Compañía de Tranvías Ciudad de Buenos Aires,
se fracturó una pierna hacia fines de la centuria pasada. Fue el suyo un accidente
alegórico de fin de siglo: el tranvía que dirigía se llevó por delante la última
carreta, de bueyes que cruzaba las calles del centro. En «El Diario» de Láinez se
destacó este episodio urbano como un postrer incidente de la lucha entre la
Civilización y la Barbarie, y así, en virtud del descuido que le impidió detener los
caballos de su coche en la barranca de la Calle Comercio[1], Rearte fue investido
por el anónimo cronista, del carácter de símbolo del Progreso.
El involuntario agresor de la última carreta tucumana fue llevado al Hospital de
Caridad, en una de cuyas salas aguardó, con la paciencia de todos los humildes, a
que el tiempo le soldara los dos fragmentos de tibia, violentamente separados por
el choque y no menos violentamente puestos en presencia uno de otro por el
precipitado cirujano que le hizo la primera cura. El buen discípulo de Pirovano —
que tenía una obligación de carácter no profesional respecto a una de las posibles
asistentes a la quermese del Parque Lezama, organizada por las Damas del
Patronato—, a fin de ahorrar unos minutos, le acortó en cuatro centímetros la pierna
derecha al pobre conductor de tranvía.
En su premura por asistir a aquel acto de beneficencia, había tratado la fractura,
que era directa y total, como si fuese simple e incompleta, y dado que entre los
milagros que puede obrar la Naturaleza, que son muchos, no se cuenta, sin
embargo, el de corregir los errores de los médicos, Juan Pedro Rearte abandonó el
hospital cojeando y cojeando penetró en el siglo XX.
Breve paréntesis sobre Filosofía de la Historia
Juan Pedro Rearte no pudo pensar, ni aun sentir confusamente, nada de lo expuesto
en el capítulo anterior, porque, al igual de todos los individuos de su profesión, era
lo que en el lenguaje familiar de entonces se llamaba «un compadrito». Ahora bien:
el compadrito era instintivamente conservador, como lo son todos los hombres
satisfechos de sí mismos[2], y nadie más vano de su persona que aquellos cocheros
de requintada gorra de visera, clavel tras de la oreja, pañuelo de seda al cuello,
pantalón abombillado a la francesa y breves botines de alto taco militar. El orgullo
de su condición evidenciábase a cada momento, en los arabescos que dibujaban en
el aire con la fusta al arrear los caballos; en los floreos con que exornaban en su
cometa de asta las frases más cabidas de los aires populares; en la vertiginosa
destreza con que daban vuelta a la manivela del freno; en la dulzura socarrona de
sus requiebros a las mucamas, y en el desprecio burlón de sus intimaciones a los
rivales en el tráfico.
Sólo cuando abandonaba la elevada plataforma —tribuna ambulante de galanterías
y denuestos— tornaba el cochero de tranvía a su humilde condición de proletario.
Pero esa vuelta a la oscuridad era demasiado breve para darle tiempo a reflexionar
sobre lo inane de su orgullo.
Trabajando diez horas al día, faltábales el ocio, engendrador de todos los vicios y,
en particular, del más terrible de todos ellos: el vicio filosófico del pesimismo y la
timidez…
Sin embargo, en los días que siguieron a su salida del hospital, Rearte dispuso de
algunos momentos de ocio. Apenas en la calle, habíase encaminado a la
Administración de la Compañía, donde, tímidamente, como si hubiese desertado
por voluntad del puesto, formuló su deseo de volver al trabajo. Le hicieron dar
unos pasos «para ver cómo había quedado de la pierna», y aunque la renguera era
bien evidente, mister McNab, el administrador, dispuso que volviese a tomar
servicio dentro de quince días. Además, le dio cincuenta pesos, junto con el
consejo de que acortase tres centímetros el tacón del botín izquierdo para
restablecer, en parte, el equilibrio de su apostura. Rearte se gastó el dinero, si bien
no siguió el consejo.
En los quince días que transcurrieron hasta su vuelta al trabajo, casi no abandonó
su ordenada habitación de celibatario, que ocupaba desde hacía diez años en una
tranquila casa de la calle Perú. Consagró todo ese tiempo al cuidado de las dos
docenas de parejas de canarios que eran el lujo de su existencia y el orgullo de sus
condiciones de criador y pedagogo. De lo primero, porque toda aquella multitud
cantora tenía su origen en un solo casal legítimamente heredado de un compañero
de pieza, que seis años antes había alzado el vuelo con todos sus ahorros y sus dos
únicos trajes; y de lo segundo, porque poseía un arte especial para enseñar a los
pichones los temas melódicos que él ejecutaba en su corneta de tranviero.
De aquel malhadado contubernio[3] le quedaban a Rearte, además de la pareja de
canarios que, a modo de compensación, tan fecunda se mostrara, dos
cromooleografías y algunos volúmenes. Es inútil advertir que ni los cuadros ni los
libros se habían reproducido como los pájaros. Unos y otros seguían siendo los
mismos que había abandonado en su fuga el desleal compañero: «El mitin del
Frontón», en el que sobre un mar de tres mil galeras, todas iguales, se alzaba como
un peñasco la silueta de un orador ilustre; «La revolución de Julio», donde la
decoración belicosa del Parque contrasta con la actitud estudiadamente tribunicia
de Alem; «La Unión Cívica: su origen y sus tendencias, Publicación oficial»,
imponente mamotreto que el tranviero nunca se había atrevido a hojear; «Magia
Blanca y Clave de los Sueños», obra que frecuentemente le era solicitada en
préstamo por las vecinas; «El Secretario de los Amantes», a cuyo auxilio epistolar
nunca le ocurriera acudir y, por último, «Los negocios de Carlos Lanza», por
Eduardo Gutiérrez, crónica novelesca que había inspirado a Rearte una
asombradiza desconfianza hacia los bancos y las casas de cambio.
Un accidente de tráfico
El Destino es chambón…
Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas
antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los
recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la
infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en
esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la
mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las
últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía,
siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos
resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos
bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que
no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me
murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los
cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso
matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por
nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y
esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse
con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos
justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal
se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía
tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran
pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias,
tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces
tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba;
era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a
perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana;
Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver
madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y
preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no
llegaba nada valioso a la Argentina.
Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo
importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer
un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin
escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de
pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una
mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No
necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el
dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una
destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos
plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se
agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con
gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más
retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza
puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina,
nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el
pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al
living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living;
tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que
conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta
de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la
izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que
llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la
casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se
edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de
la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la
limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será
una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay
demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los
mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da
trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento
después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles.
Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me
ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la
entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando
escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo,
como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación.
También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que
traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que
fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave
estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del
mate le dije a Irene:
—Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
—¿Estás seguro?
Asentí.
—Entonces —dijo recogiendo las agujas— tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor.
Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte
tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por
ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina
de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días)
cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.
—No está aquí.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun
levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya
estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y
ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo
preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos
alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al
atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de
Irene y las fuentes de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco
perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la
colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos
divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio
de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:
—Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para
que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a
poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.
(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude
habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de
la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a
veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio,
pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser,
presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y
frecuentes insomnios.
Fuera de eso todo estaba callado en la casa.
De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un
crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo
dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada,
nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una
cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en
ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los
dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta
pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche,
cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de
acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua.
Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina
o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó
la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos
quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la
puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el
codo casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la
puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre
sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el
zaguán. Ahora no se oía nada.
—Han tomado esta parte —dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las
hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían
quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
—¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? —le pregunté inútilmente.
—No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi
dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi
brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle.
Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la
alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en
la casa, a esa hora y con la casa tomada.
La galera
Manuel Mujica Láinez
¿Cuántos días, cuántos crueles, torturadores días hace que viajan así, sacudidos,
zangoloteados, golpeados sin piedad contra la caja de la galera, aprisionados en los
asientos duros? Catalina ha perdido la cuenta. Lo mismo pueden ser cinco que
diez, que quince; lo mismo puede haber transcurrido un mes desde que partieron de
Córdoba arrastrados por ocho mulas dementes. Ciento cuarenta y dos leguas
median entre Córdoba y Buenos Aires, y aunque Catalina calcula que ya llevan
recorridas más de trescientas, sólo ochenta separan en verdad a su punto de origen
y la Guardia de la Esquina, próxima parada de las postas.
Los otros viajeros vienen amodorrados, agitando las cabezas como títeres, pero
Catalina no logra dormir. Apenas si ha cerrado los ojos desde que abandonaron la
sabia ciudad. El coche chirría y cruje columpiándose en las sopandas de cuero
estiradas a torniquete, sobre las ruedas altísimas de madera de urunday. De nada
sirve que ejes y mazas y balancines estén envueltos en largas lonjas de cuero
fresco para amortiguar los encontrones. La galera infernal parece haber sido
construida a propósito para martirizar a quienes la ocupan. ¡Ah, pero esto no
quedará así! En cuanto lleguen a Buenos Aires la vieja señorita se quejará a don
Antonio Romero de Tejada, administrador principal de Correos, y si es menester irá
hasta la propia Virreina del Pino, la señora Rafaela de Vera y Pintado. ¡Ya verán
quién es Catalina Vargas!
La señorita se arrebuja en su amplio manto gris y palpa una vez más, bajo la falda,
las bolsitas que cosió en el interior de su ropa y que contienen su tesoro. Mira
hacia sus acompañantes, temerosa de que sospechen de su actitud, mas su
desconfianza se deshace presto. Nadie se fija en ella. El conductor de la
correspondencia ronca atrozmente en su rincón, al pecho el escudo de bronce con
las armas reales, apoyados los pies en la bolsa del correo. Los otros se
acomodaron en posturas disparatadas, sobre las mantas con las cuales improvisan
lechos hostiles cuando el coche se detiene para el descanso. Debajo de los
asientos, en cajones, canta el abollado metal de las vajillas al chocar contra las
provisiones y las garrafas de vino.
Afuera el sol enloquece al paisaje. Una nube de polvo envuelve a la galera y a los
cuatro soldados que la escoltan al galope, listas las armas, porque en cualquier
instante puede surgir un malón de indios y habrá que defender las vidas. La sangre
de las mulas hostigadas por los postillones mancha los vidrios. Si abrieran las
ventanas, la tierra sofocaría a los viajeros, de modo que es fuerza andar en el
agobio de la clausura que apesta el olor a comida guardada y a gente y ropa sin
lavar.
¡Dios mío! ¡Así ha sido todo el tiempo, todo el tiempo, cada minuto, lo mismo
cuando cruzaron los bosques de algarrobos, de chañares, de talas y de piquillines,
que cuando vadearon el Río Segundo y el Saladino! Ampía, los Puestos de
Ferreira, Tío Pugio, Colmán, Fraile Muerto, la esquina de Castillo, la Posta del
Zanjón, Cabeza de Tigre… Confúndense los nombres en la mente de Catalina
Vargas, como se confunden los perfiles de las estancias que velan en el desierto,
coronadas por miradores iguales, y de las fugaces pulperías donde los paisanos
suspendían las partidas de naipes y de taba para acudir al encuentro de la
diligencia enorme, único lazo de noticias con la ciudad remota.
¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Y las tardes que pasan sin dormir, pues casi todo el viaje se
cumple de noche! ¡Las tardes durante las cuales se revolvió desesperada sobre el
catre rebelde del parador, atormentados los oídos por la cercanía de los peones y
los esclavos que desafinaban la vihuela o asaban el costillar! Y luego, a galopar
nuevamente… Los negros se afirmaban en el estribo, prendidos como sanguijuelas,
y era milagro que la zarabanda no los despidiera por los aires; las petacas, baúles y
colchones se amontonaban sobre la cubierta. Sonaba el cuerno de los postillones
enancados en las mulas, y a galopar, a galopar…
Catalina tantea, bajo la saya que muestra tantos tonos de mugre como lamparones
las bestias uncidas al vehículo, los bolsos cosidos, los bolsos grávidos de monedas
de oro. Vale la pena el despiadado ajetreo, por lo que aguarda después, cuando las
piezas redondas que ostentan la soberana efigie enseñen a Buenos Aires su
poderío. ¡Cómo la adularán! Hasta el señor Virrey del Pino visitará su estrado al
enterarse de su fortuna.
¡Su fortuna! Y no son sólo esas monedas que se esconden bajo su falda con
delicioso balanceo: es la estancia de Córdoba y la de Santiago y la casa de la calle
de las Torres… Su hermana viuda ha muerto y ahora a ella le toca la fortuna
esperada. Nunca hallarán el testamento que destruyó cuidadosamente; nunca sabrán
lo otro… lo otro… aquellas medicinas que ocultó… y aquello que mezcló con las
medicinas… Y ¿qué? ¿No estaba en su derecho al hacerlo? ¿Era justo que la
locura de su hermana la privara de lo que se le debía? ¿No procedió bien al
protegerse, al proteger sus últimos años? El mal que devoraba a Lucrecia era de
los que no admiten cura…
El galope… el galope… el galope… junto a la portezuela traqueteante baila la
figura de uno de los soldados de la escolta. El largo gemido del cuerno anuncia que
se acercan a la Guardia de la Esquina. Es una etapa más.
Y las siguientes se suceden: costean el Carcarañá, avizorando lejanas rancherías
diseminadas entre pobres lagunas donde bañan sus trenzas los sauces solitarios;
alcanza a India Muerta; pasan el Arroyo del Medio… Días y noches, días y noches.
He aquí a Pergamino, con su fuerte rodeado de ancho foso, con su puente levadizo
de madera y cuatro cañoncitos que apuntan a la llanura sin límites. Un teniente de
dragones se aproxima, esponjándose, hinchando el buche como un pájaro
multicolor, a buscar los pliegos sellados con lacre rojo.
Cambian las mulas que manan sudor y sangre y fango. Y por la noche reanudan la
marcha.
El galope… el galope… el tamborileo de los cascos y el silbido veloz de las
fustas… No cesa la matraca de los vidrios. Aun bajo el cielo fulgente de astros,
maravilloso como el manto de una reina, el calor guerrea con los prisioneros de la
caja estremecida. Las ruedas se hunden en las huellas costrosas dejadas por los
carretones tirados por bueyes. Pero ya falta poco, Arrecifes… Areco… Luján… Ya
falta poco.
Catalina Vargas va semidesvanecida. Sus dedos estrujan las escarcelas donde
oscila el oro de su hermana. ¡Su hermana! No hay que recordarla. Aquello fue una
pesadilla soñada hace mucho.
El correo real fuma una pipa. La señorita se incorpora, furiosa. ¡Es el colmo!
¡Como si no bastaran los sufrimientos que padecen! Pero cuando se apresta a
increpar al funcionario, Catalina advierte dentro del coche la presencia de una
nueva pasajera. La ve detrás del cendal de humo, brumosa, espectral. Lleva una
capa gris semejante a la suya, y como ella se cubre con un capuchón. ¿Cuándo
subió al carruaje? No fue en Pergamino. Podría jurar que no fue en Pergamino, la
parada postrera. Entonces, ¿cómo es posible…?
La viajera gira el rostro hacia Catalina Vargas, y Catalina reconoce, en la penumbra
del atavío, en la neblina que todo lo invade, la fisonomía angulosa de su hermana,
de su hermana muerta. Los demás parecen no haberse percatado de su aparición. El
correo sigue fumando. Más acá el fraile reza con las palmas juntas y el matrimonio
que viene del Alto Perú dormita y cabecea. La negrita habla por lo bajo con el
oficial.
Catalina se encoge, transpirando de miedo. Su hermana la observa con los ojos
desencajados. Y el humo, el humo crece en bocanadas nauseabundas. La vieja
señorita quisiera gritar, pero ha perdido la voz. Manotea en el aire espeso, mas sus
compañeros no tienen tiempo de ocuparse de ella, porque en ese instante, con gran
estrépito algo cede en la base del vehículo y la galera se tuerce y se tumba entre
los gruñidos y corcovos de las mulas sofrenadas bruscamente. Uno de los ejes se
ha roto.
Postillones y soldados ayudan a los maltrechos viajeros a salir de la casilla.
Multiplican las explicaciones para calmarlos. No es nada. Dentro de media hora
estará arreglado el desperfecto y podrán continuar su andanza hacia Arrecifes, de
donde los separan cuatro leguas.
Catalina vuelve en sí de su desmayo y se halla tendida sobre las raíces de un
ombú. El resto rodea al coche cuya caja ha recobrado la posición normal sobre las
sopandas. Suena el cuerno y los soldados montan en sus cabalgaduras. Uno
permanece junto a la abierta portezuela del carruaje, para cerciorarse de que no
falta ninguno de los pasajeros a medida que trepan al interior.
La señorita se alza, mas un peso terrible le impide levantarse. ¿Tendrá quebrados
los huesos, o serán las monedas de oro las que tironean de su falda como si fueran
de mármol, como si todo su vestido se hubiera transformado en bloque de mármol
que la clava en tierra? La voz se le anuda en la garganta.
A pocos pasos, la galera vibra, lista para salir. Ya se acomodaron el correo y el
fraile franciscano y el matrimonio y la negra y el oficial. Ahora, idéntico a ella, con
la capa color de ceniza y el capuchón bajo, el fantasma de su hermana Lucrecia se
suma al grupo de pasajeros. Y ahora lo ven. Rehúsa la diestra galante que le ofrece
el postillón. Están todos. Ya recogen el estribo. Ya chasquean los látigos. La galera
galopa, galopa hacia Arrecifes, trepidante, bamboleante, zigzagueante, como un
ciego animal desbocado, en medio de una nube de polvo.
Y Catalina Vargas queda sola, inmóvil, muda, en la soledad de la pampa y de la
noche, donde en breve no se oirá más que el grito de los caranchos.
Los objetos
Silvina Ocampo
Alguien regaló a Camila Ersky, el día que cumplió veinte años, una pulsera de oro
con una rosa de rubí. Era una reliquia de familia. La pulsera le gustaba y sólo la
usaba en ciertas ocasiones, cuando iba a alguna reunión o al teatro, a una función
de gala. Sin embargo, cuando la perdió, no compartió con el resto de la familia, el
duelo de su pérdida. Por valiosos que fueran, los objetos le parecían
reemplazables. Sólo apreciaba a las personas, a los canarios que adornaban su casa
y a los perros. A lo largo de su vida, creo que lloró por la desaparición de una
cadena de plata, con una medalla de la virgen de Luján, engarzada en oro, que uno
de sus novios le había regalado. La idea de ir perdiendo las cosas, esas cosas que
fatalmente perdemos, no la apenaba como al resto de su familia o a sus amigas,
que eran todas tan vanidosas. Sin lágrimas había visto su casa natal despojarse, una
vez por un incendio, otra vez por un empobrecimiento, ardiente como un incendio,
de sus más preciados adornos (cuadros, mesas, consolas, biombos, jarrones,
estatuas de bronce, abanicos, niños de mármol, bailarines de porcelana, perfumeros
en forma de rábanos, vitrinas enteras con miniaturas, llenas de rulos y de barbas),
horribles a veces pero valiosos. Sospecho que su conformidad no era un signo de
indiferencia y que presentía con cierto malestar que los objetos la despojarían un
día de algo muy precioso de su juventud. Le agradaban tal vez más a ella que a las
demás personas que lloraban al perderlos. A veces los veía. Llegaban a visitarla
como personas, en procesiones, especialmente de noche, cuando estaba por
dormirse, cuando viajaba en tren o en automóvil, o simplemente cuando hacía el
recorrido diario para ir a su trabajo. Muchas veces le molestaban como insectos:
quería espantarlos, pensar en otras cosas. Muchas veces por falta de imaginación
se los describía a sus hijos, en los cuentos que les contaba para entretenerlos,
mientras comían. No les agregaba ni brillo, ni belleza, ni misterio: no hacía falta.
Una tarde de invierno volvía de cumplir unas diligencias en las calles de la ciudad
y al cruzar una plaza se detuvo a descansar en un banco. ¡Para qué imaginar
Buenos Aires! Hay otras ciudades con plazas. Una luz crepuscular bañaba las
ramas, los caminos, las casas que la rodeaban; esa luz que aumenta a veces la
sagacidad de la dicha. Durante un largo rato miró el cielo, acariciando sus guantes
de cabritilla manchados; luego, atraída por algo que brillaba en el suelo, bajó los
ojos y vio, después de unos instantes, la pulsera que había perdido hacía más de
quince años. Con la emoción que produciría a los santos el primer milagro, recogió
el objeto. Cayó la noche antes que resolviera colocar como antaño en la muñeca de
su brazo izquierdo la pulsera.
Cuando llegó a su casa, después de haber mirado su brazo, para asegurarse de que
la pulsera no se había desvanecido, dio la noticia a sus hijos, que no interrumpieron
sus juegos, y a su marido, que la miró con recelo, sin interrumpir la lectura del
diario. Durante muchos días, a pesar de la indiferencia de los hijos y de la
desconfianza del marido, la despertaba la alegría de haber encontrado la pulsera.
Las únicas personas que se hubieran asombrado debidamente habían muerto.
Comenzó a recordar con más precisión los objetos que habían poblado su vida; los
recordó con nostalgia, con ansiedad desconocida. Como en un inventario, siguiendo
un orden cronológico invertido, aparecieron en su memoria la paloma de cristal de
roca, con el pico y el ala rotos; la bombonera en forma de piano; la estatua de
bronce, que sostenía una antorcha con bombitas de luz; el reloj de bronce; el
almohadón de mármol, a rayas celestes, con borlas; el anteojo de larga vista, con
empuñadura de nácar; la taza con inscripciones y los monos de marfil, con
canastitas llenas de monitos.
Del modo más natural para ella y más increíble para nosotros, fue recuperando
paulatinamente los objetos que durante tanto tiempo habían morado en su memoria.
Simultáneamente advirtió que la felicidad que había sentido al principio se
transformaba en malestar, en un temor, en una preocupación.
Apenas miraba las cosas, de miedo de descubrir un objeto perdido.
Desde la estatua de bronce con la antorcha que iluminaba la entrada de la casa,
hasta el dije con el corazón atravesado con una flecha, mientras Camila se
inquietaba, tratando de pensar en otras cosas, en los mercados, en las tiendas, en
los hoteles, en cualquier parte, los objetos aparecieron. La muñeca cíngara y el
calidoscopio fueron los últimos. ¿Dónde encontró estos juguetes, que pertenecían a
su infancia? Me da vergüenza decirlo, porque ustedes, lectores, pensarán que sólo
busco el asombro y que no digo la verdad. Pensarán que los juguetes eran otros
parecidos a aquéllos y no los mismos, que forzosamente no existirá una sola
muñeca cíngara en el mundo ni un solo calidoscopio. El capricho quiso que el
brazo de la muñeca estuviera tatuado con una mariposa en tinta china y que el
calidoscopio tuviera, grabado sobre el tubo de cobre, el nombre de Camila Ersky.
Si no fuera tan patética, esta historia resultaría tediosa. Si no les parece patética,
lectores, por lo menos es breve, y contarla me servirá de ejercicio. En los
camarines de los teatros que Camila solía frecuentar, encontró los juguetes que
pertenecían, por una serie de coincidencias, a la hija de una bailarina que insistió
en canjeárselos por un oso mecánico y un circo de material plástico. Volvió a su
casa con los viejos juguetes envueltos en un papel de diario. Varias veces quiso
depositar el paquete, durante el trayecto, en el descanso de una escalera o en el
umbral de alguna puerta.
No había nadie en su casa. Abrió la ventana de par en par, aspiró el aire de la
tarde. Entonces vio los objetos alineados contra la pared de su cuarto, como había
soñado que los vería. Se arrodilló para acariciarlos. Ignoró el día y la noche. Vio
que los objetos tenían caras, esas horribles caras que se les forman cuando los
hemos mirado durante mucho tiempo.
A través de una suma de felicidades Camila Ersky había entrado, por fin, en el
infierno.
El profesor de ajedrez
Federico Peltzer