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Siempre las letras argentinas en algo difirieron de las que dieron al

castellano los demás países del continente. A fines del siglo pasado se
produjo aquí un género singular, la poesía gauchesca; ahora ya son muchos
los escritores que se inclinan hacia la literatura fantástica y que no ensayan
una mera transcripción de la realidad.
Por razones obvias la visión que este volumen ofrece es necesariamente
parcial, no faltará ocasión en el porvenir de complementar estas páginas. En
ellas, pese a su brevedad, se oye nuestra voz que de algún modo es
incapaz de olvidar estas soledades del Sur.

Jorge Luis Borges


AA. VV.

Cuentos argentinos
La Biblioteca de Babel - 30

ePub r1.0
orhi 04.10.14
Título original: Cuentos argentinos
AA. VV., 1906

Editor digital: orhi


Colaborador: GONZALEZ
ePub base r1.1
Prólogo
Siempre las letras argentinas en algo difirieron de las que dieron al castellano los
demás países del continente. A fines del siglo pasado se produjo aquí un género
singular, la poesía gauchesca; ahora ya son muchos los escritores que se inclinan
hacia la literatura fantástica y que no ensayan una mera transcripción de la
realidad.
Según se sabe, el modernismo renovó, a fines del siglo XIX y a principios del XX
las diversas literaturas de la vasta lengua española. Esta renovación abarcó
principalmente el verso; en lo que se refiere a la prosa, no fue más allá de lo
musical y de lo decorativo. La única excepción digna de recuerdo la constituyen
Las fuerzas extrañas de Leopoldo Lugones (1874-1938). Este libro se publicó en
1906.
De los relatos que lo integran el más notable nos parece Yzur. Algún crítico ha
indicado el influjo de Edgar Allan Poe y de Wells, ambos escritores estaban al
alcance de todos y ninguno, salvo Lugones, aprovechó este influjo.
Hemos hablado del exceso decorativo en que incurrieron casi todos los
modernistas; el argumento de Lugones exigía que su narrador fuera un hombre
de ciencia, hecho que debemos agradecer, ya que le impuso un estilo severo. Pasó
casi inadvertido por ello mismo. La historia es singular; para no delatar su
contenido, sólo la juzgaremos a grandes rasgos. Puede ser leída de dos maneras.
La primera sería considerarla la narración de un experimento extraordinario; la
segunda es la crónica de dos seres que, a lo largo del tiempo, se enloquecen y de
algún modo amalgaman la bestialidad y la humanidad. La página final puede ser
realista, pero asimismo puede ser alucinatoria.
La carrera literaria de Adolfo Bioy Casares es harto extraña. Empieza por el
caos, tal es el adecuado nombre de uno de sus primeros libros y arriba a la
claridad clásica y a la trama originalísima. El calamar opta por su tinta no sólo es
un cuento fantástico, sino también un alegato contra la estupidez y la cobardía.
Nos da de modo magistral el ambiente de un pueblo de la llanura, que poco o
nada se parece a La pampa de los hombres de letras.
Como tantas narraciones fantásticas de la más novedosa actualidad, El destino es
chambón de Arturo Cancela y Pilar de Lusarreta, escrito hacia 1920, es
fundamentalmente un juego con el tiempo. Los Tres relatos porteños de Arturo
Cancela, de la lejana cepa judía, son ahora clásicos. La prosa que aquí se
incluye, de marcado acento satírico, conserva, sin la menor condescendencia
sentimental, un Buenos Aires ya perdido para nosotros.
Menos famosos que sus novelas, los cuentos de Julio Cortázar son acaso
mejores. El tema de la Casa tomada es la gradual intromisión del mundo
fantástico en este otro mundo que, por una manida convención, llamamos mundo
real. El estilo moroso conviene al creciente horror del relato.
Manuel Mujica Láinez es uno de los primeros escritores de la Argentina. Los
Ídolos no es quizá la más famosa de sus obras, pero bien puede ser la mejor. La
fábula historiada en La galera ocurre en tiempos del virreinato, pero el autor ha
tenido la elegancia de prescindir de arcaísmos incómodos. Todo es trabajoso,
tortuoso, polvoriento y destartalado como el viaje que nunca agota la llanura y
como el alma de la sórdida protagonista. El argumento nos depara un final que
asombra.
Autora del admirable libro de poemas Enumeración de la patria, Silvina Ocampo
ha logrado también no menos admirables volúmenes de prosa narrativa. Los
distingue una muy personal imaginación, un minucioso estilo visual y cierta
delicada aceptación de la crueldad humana y de la desdicha. Tal, en el cuento Los
objetos la suerte ineludible y gradual de Camila Ersky.
Federico Peltzer ejerce la abogacía y es camarista. El relato que figura en este
volumen acontece en un pueblo de la provincia de Buenos Aires, pero posee la
singular virtud de haber podido acontecer en cualquier sitio y en cualquier siglo.
No nos asombraría descubrirlo en el Libro de las Mil y Una Noches. Manuel
Peyrou (1902-1973) nació en el norte de la provincia de Buenos Aires. Chesterton
fue su primer maestro; luego pasó a duras narraciones de malevos y finalmente a
la novela satírica de los diversos gobiernos que ha padecido esta república. Una
sola vez que sepamos, ensayó el género fantástico. En su relato Pudo haberme
ocurrido el ayer y el hoy se confunden y su extraño abrazo es inútil.
María Esther Vázquez une a un estilo siempre límpido una imaginación
melancólica, acaso de remota raigambre celta. En El elegido se juntan con
felicidad dos sueños que las generaciones de los hombres siguen soñando desde
hace dos mil años. El desenlace es una justa rebeldía contra la impiedad de un
destino atroz y fantástico.
Por razones obvias la visión que este volumen ofrece es necesariamente parcial,
no faltará ocasión en el porvenir de complementar estas páginas. En ellas, pese a
su brevedad, se oye nuestra voz que de algún modo es incapaz de olvidar estas
soledades del Sur.

Jorge Luis Borges


Yzur
Leopoldo Lugones

Compré el mono en el remate de un circo que había quebrado.


La primera vez que se me ocurrió tentar la experiencia a cuyo relato están
dedicadas estas líneas, fue una tarde, leyendo no sé dónde, que los naturales de
Java atribuían la falta de lenguaje articulado en los monos a la abstención, no a la
incapacidad. «No hablan, decían, para que no los hagan trabajar».
Semejante idea, nada profunda al principio, acabó por preocuparme hasta
convertirse en este postulado antropológico:
Los monos fueron hombres que por una u otra razón dejaron de hablar. El hecho
produjo la atrofia de sus órganos de fonación y de los centros cerebrales del
lenguaje; debilitó casi hasta suprimirla la relación entre unos y otros, fijando el
idioma de la especie en el grito inarticulado, y el humano primitivo descendió a ser
animal.
Claro es que si llegara a demostrarse esto quedarían explicadas desde luego todas
las anomalías que hacen del mono un ser tan singular; pero esto no tendría sino una
demostración posible: volver el mono al lenguaje.
Entre tanto había corrido el mundo con el mío, vinculándolo cada vez más por
medio de peripecias y aventuras. En Europa llamó la atención, y de haberlo
querido, llego a darle la celebridad de un Cónsul; pero mi seriedad de hombre de
negocios mal se avenía con tales payasadas.
Trabajado por mi idea fija del lenguaje de los monos, agoté toda la bibliografía
concerniente al problema, sin ningún resultado apreciable. Sabía únicamente, con
entera seguridad, que no hay ninguna razón científica para que el mono no hable.
Esto llevaba cinco años de meditaciones.
Yzur (nombre cuyo origen nunca pude descubrir, pues lo ignoraba igualmente su
anterior patrón), Yzur era ciertamente un animal notable. La educación del circo,
bien que reducida casi enteramente al mimetismo, había desarrollado mucho sus
facultades; y esto era lo que me incitaba más a ensayar sobre él mi en apariencia
disparatada teoría.
Por otra parte, sábese que el chimpancé (Yzur lo era) es entre los monos el mejor
provisto de cerebro y uno de los más dóciles, lo cual aumentaba mis
probabilidades. Cada vez que lo veía avanzar en dos pies, con las manos a la
espalda para conservar el equilibrio, y su aspecto de marinero borracho, la
convicción de su humanidad detenida se vigorizaba en mí.
No hay a la verdad razón alguna para que el mono no articule absolutamente. Su
lenguaje natural, es decir, el conjunto de gritos con que se comunica a sus
semejantes, es asaz variado; su laringe, por más distinta que resulte de la humana,
nunca lo es tanto como la del loro, que habla sin embargo; y en cuanto a su
cerebro, fuera de que la comparación con el de este último animal desvanece toda
duda, basta recordar que el del idiota es también rudimentario, a pesar de lo cual
hay cretinos que pronuncian algunas palabras. Por lo que hace a la circunvolución
de Broca, depende, es claro, del desarrollo total del cerebro; fuera de que no está
probado que ella sea fatalmente el sitio de localización del lenguaje. Si es el caso
de localización mejor establecido en anatomía, los hechos contradictorios son
desde luego incontestables.
Felizmente los monos tienen, entre sus muchas malas condiciones, el gusto por
aprender, como lo demuestra su tendencia imitativa; la memoria feliz, la reflexión
que llega hasta una profunda facultad de disimulo, y la atención comparativamente
más desarrollada que en el niño. Es, pues, un sujeto pedagógico de los más
favorables.
El mío era joven además, y es sabido que la juventud constituye la época más
intelectual del mono, parecido en esto al negro. La dificultad estribaba solamente
en el método que se emplearía para comunicarle la palabra.
Conocía todas las infructuosas tentativas de mis antecesores; y está de más decir,
que ante la competencia de algunos de ellos y la nulidad de todos sus esfuerzos,
mis propósitos fallaron más de una vez, cuando el tanto pensar sobre aquel tema
fue llevándome a esta conclusión:
Lo primero consiste en desarrollar el aparato de fonación del mono.
Así es, en efecto, como se procede con los sordomudos antes de llevarlos a la
articulación; y no bien hube reflexionado sobre esto, cuando las analogías entre el
sordomudo y el mono se agolparon en mi espíritu.
Primero de todo, su extraordinaria movilidad mímica que compensa al lenguaje
articulado, demostrando que no por dejar de hablar se deja de pensar, así haya
disminución de esta facultad por la paralización de aquella. Después otros
caracteres más peculiares por ser más específicos: la diligencia en el trabajo, la
fidelidad, el coraje, aumentados hasta la certidumbre por estas dos condiciones
cuya comunidad es verdaderamente reveladora; la facilidad para los ejercicios de
equilibrio y la resistencia al marco.
Decidí, entonces, empezar mi obra con una verdadera gimnasia de los labios y de
la lengua de mi mono, tratándolo en esto como a un sordomudo. En lo restante, me
favorecería el oído para establecer comunicaciones directas de palabra, sin
necesidad de apelar al tacto. El lector verá que en esta parte prejuzgaba con
demasiado optimismo.
Felizmente, el chimpancé es de todos los grandes monos el que tiene labios más
movibles; y en el caso particular, habiendo padecido Yzur de anginas, sabía abrir la
boca para que se la examinaran.
La primera inspección confirmó en parte mis sospechas. La lengua permanecía en
el fondo de su boca, como una masa inerte, sin otros movimientos que los de la
deglución. La gimnasia produjo luego su efecto, pues a los dos meses ya sabía
sacar la lengua para burlar. Ésta fue la primera relación que conoció entre el
movimiento de su lengua y una idea; una relación perfectamente acorde con su
naturaleza, por otra parte.
Los labios dieron más trabajo, pues hasta hubo que estirárselos con pinzas; pero
apreciaba —quizá por mi expresión— la importancia de aquella tarea anómala y la
acometía con viveza. Mientras yo practicaba los movimientos labiales que debía
imitar, permanecía sentado, rascándose la grupa con su brazo vuelto hacia atrás y
guiñando en una concentración dubitativa, o alisándose las patillas con todo el aire
de un hombre que armoniza sus ideas por medio de ademanes rítmicos. Al fin
aprendió a mover los labios.
Pero el ejercicio del lenguaje es un arte difícil, como lo prueban los largos
balbuceos del niño, que lo llevan, paralelamente con su desarrollo intelectual, a la
adquisición del hábito. Está demostrado, en efecto, que el centro propio de las
inervaciones vocales, se halla asociado con el de la palabra en forma tal, que el
desarrollo normal de ambos depende de su ejercicio armónico; y esto ya lo había
presentido en 1785 Heinicke, el inventor del método oral para la enseñanza de los
sordomudos, como una consecuencia filosófica. Hablaba de una «concatenación
dinámica de las ideas», frase cuya profunda claridad honraría a más de un
psicólogo contemporáneo.
Yzur se encontraba, respecto al lenguaje, en la misma situación del niño que antes
de hablar entiende ya muchas palabras; pero era mucho más apto para asociar los
juicios que debía poseer sobre las cosas, por su mayor experiencia de la vida.
Estos juicios, que no debían ser sólo de impresión, sino también inquisitivos y
disquisitivos, a juzgar por el carácter diferencial que asumían, lo cual supone un
raciocinio abstracto, le daban un grado superior de inteligencia muy favorable por
cierto a mi propósito.
Si mis teorías parecen demasiado audaces, basta con reflexionar que el silogismo,
o sea el argumento lógico fundamental, no es extraño a la mente de muchos
animales. Como que el silogismo es originariamente una comparación entre dos
sensaciones. Si no, ¿por qué los animales que conocen al hombre huyen de él, y no
los que nunca le conocieron?…
Comencé, entonces, la educación fonética de Yzur.
Tratábase de enseñarle primero la palabra mecánica, para llevarlo progresivamente
a la palabra sensata.
Poseyendo el mono la voz, es decir, llevando esto de ventaja al sordomudo, con
más ciertas articulaciones rudimentarias, tratábase de enseñarle las modificaciones
de aquella, que constituyen los fonemas y su articulación, llamada por los maestros
estática o dinámica, según que se refiera a las vocales o a las consonantes.
Dada la glotonería del mono, y siguiendo en esto un método empleado por
Heinicke con los sordomudos, decidí asociar cada vocal con una golosina: a con
papa; e con leche; i con vino; o con coco; u con azúcar, haciendo de modo que la
vocal estuviese contenida en el nombre de la golosina, ora con dominio único y
repetido como en papa, coco, leche, ora reuniendo los dos acentos, tónico y
prosódico, es decir, como fundamental: vino, azúcar.
Todo anduvo bien, mientras se trató de las vocales, o sea los sonidos que se
forman con la boca abierta. Yzur los aprendió en quince días. Sólo que a veces, el
aire contenido en sus abazones les daba una rotundidad de trueno. La u fue lo que
más le costó pronunciar.
Las consonantes me dieron un trabajo endemoniado, y a poco hube de comprender
que nunca llegaría a pronunciar aquellas en cuya formación entran los dientes y las
encías. Sus largos colmillos y sus abazones, lo estorbaban enteramente.
El vocabulario quedaba reducido, entonces a las cinco vocales, la b, la k, la m, la
g, la f y la c, es decir todas aquellas consonantes en cuya formación no intervienen
sino el paladar y la lengua.
Aun para esto no me bastó el oído. Hube de recurrir al tacto como un sordomudo,
apoyando su mano en mi pecho y luego en el suyo para que sintiera las vibraciones
del sonido.
Y pasaron tres años, sin conseguir que formara palabra alguna. Tendía a dar a las
cosas, como nombre propio, el de la letra cuyo sonido predominaba en ellas. Esto
era todo.
En el circo había aprendido a ladrar como los perros, sus compañeros de tarea; y
cuando me veía desesperar ante las vanas tentativas para arrancarle la palabra,
ladraba fuertemente como dándome todo lo que sabía. Pronunciaba aisladamente
las vocales y consonantes, pero no podía asociarlas. Cuando más, acertaba con una
repetición de pes y emes.
Por despacio que fuera, se había operado un gran cambio en su carácter. Tenía
menos movilidad en las facciones, la mirada más profunda, y adoptaba posturas
meditativas. Había adquirido, por ejemplo, la costumbre de contemplar las
estrellas. Su sensibilidad se desarrollaba igualmente; íbasele notando una gran
facilidad de lágrimas.
Las lecciones continuaban con inquebrantable tesón, aunque sin mayor éxito.
Aquello había llegado a convertirse en una obsesión dolorosa, y poco a poco
sentíame inclinado a emplear la fuerza. Mi carácter iba agriándose con el fracaso,
hasta asumir una sorda animosidad contra Yzur. Éste se intelectualizaba más, en el
fondo de su mutismo rebelde, y empezaba a convencerme de que nunca lo sacaría
de allí, cuando supe de golpe que no hablaba porque no quería.
El cocinero, horrorizado, vino a decirme una noche que había sorprendido al mono
«hablando verdaderas palabras». Estaba, según su narración, acurrucado junto a
una higuera de la huerta; pero el terror le impedía recordar lo esencial de esto, es
decir, las palabras. Sólo creía retener dos: cama y pipa. Casi le doy de puntapiés
por su imbecilidad.
No necesito decir que pasé la noche poseído de una gran emoción; y lo que en tres
años no había cometido, el error que todo lo echó a perder, provino del
enervamiento de aquel desvelo, tanto como de mi excesiva curiosidad.
En vez de dejar que el mono llegara naturalmente a la manifestación del lenguaje,
llaméle al día siguiente y procuré imponérsela por obediencia.
No conseguí sino las pes y las emes con que me tenía harto, las guiñadas hipócritas
y —Dios me perdone— una cierta vislumbre de ironía en la azogada ubicuidad de
sus muecas.
Me encolericé, y sin consideración alguna, le di de azotes. Lo único que logré fue
su llanto y un silencio absoluto que excluía hasta los gemidos.
A los tres días cayó enfermo, en una especie de sombría demencia complicada con
síntomas de meningitis. Sanguijuelas, afusiones frías, purgantes, revulsivos
cutáneos, alcoholaturo de brionia, bromuro —toda la terapéutica del espantoso mal
le fue aplicada. Luché con desesperado brío, a impulsos de un remordimiento y de
un temor. Aquél por creer a la bestia una víctima de mi crueldad; éste por la suerte
del secreto que quizá se llevaba a la tumba.
Mejoró al cabo de mucho tiempo, quedando, no obstante, tan débil, que no podía
moverse de su cama. La proximidad de la muerte habíalo ennoblecido y
humanizado. Sus ojos llenos de gratitud, no se separaban de mí, siguiéndome por
toda la habitación como dos bolas giratorias, aunque estuviese detrás de él; su
mano buscaba las mías en una intimidad de convalecencia. En mi gran soledad, iba
adquiriendo rápidamente la importancia de una persona.
El demonio del análisis, que no es sino una forma del espíritu de perversidad,
impulsábame, sin embargo, a renovar mis experiencias. En realidad el mono había
hablado. Aquello no podía quedar así.
Comencé muy despacio, pidiéndole las letras que sabía pronunciar. ¡Nada! Dejelo
solo durante horas, espiándolo por un agujerillo del tabique. ¡Nada! Hablele con
oraciones breves, procurando tocar su fidelidad o su glotonería. ¡Nada! Cuando
aquéllas eran patéticas, los ojos se le hinchaban de llanto. Cuando le decía una
frase habitual, como el «yo soy tu amo» con que empezaba todas mis lecciones, o
el «tú eres mi mono» con que completaba mi anterior afirmación, para llevar a un
espíritu la certidumbre de una verdad total, él asentía cerrando los párpados; pero
no producía sonido, ni siquiera llegaba a mover los labios.
Había vuelto a la gesticulación como único medio de comunicarse conmigo; y este
detalle, unido a sus analogías con los sordomudos, hacía redoblar mis
preocupaciones, pues nadie ignora la gran predisposición de estos últimos a las
enfermedades mentales.
Por momentos deseaba que se volviera loco, a ver si el delirio rompía al fin su
silencio. Su convalecencia seguía estacionaria. La misma flacura, la misma tristeza.
Era evidente que estaba enfermo de inteligencia y de dolor. Su unidad orgánica
habíase roto al impulso de una cerebración anormal, y día más, día menos, aquél
era caso perdido.
Más, a pesar de la mansedumbre que el progreso de la enfermedad aumentaba en
él, su silencio, aquel desesperante silencio provocado por mi exasperación, no
cedía.
Desde un oscuro fondo de tradición petrificada en instinto, la raza imponía su
milenario mutismo al animal, fortaleciéndose de voluntad atávica en las raíces
mismas de su ser. Los antiguos hombres de la selva, que forzó al silencio, es decir,
al suicidio intelectual, quién sabe qué bárbara injusticia, mantenían su secreto
formado por misterios de bosque y abismos de prehistoria, en aquella decisión ya
inconsciente, pero formidable con la inmensidad de su tiempo. Infortunios del
antropoide retrasado en la evolución cuya delantera tomaba el humano con un
despotismo de sombría barbarie, habían, sin duda, destronado a las grandes
familias cuadrumanas del dominio arbóreo de sus primitivos edenes, raleando sus
filas, cautivando sus hembras para organizar la esclavitud desde el propio vientre
materno, hasta infundir a su impotencia de vencidas el acto de dignidad mortal que
las llevaba a romper con el enemigo el vínculo superior también, pero infausto, de
la palabra, refugiándose como salvación suprema en la noche de la animalidad.
Y qué horrores, qué estupendas sevicias no habrían cometido los vencedores con la
semibestia en trance de evolución, para que ésta, después de haber gustado el
encanto intelectual que es el fruto paradisíaco de las biblias, se resignara a aquella
claudicación de su extirpe en la degradante igualdad de los inferiores; a aquel
retroceso que cristalizaba por siempre su inteligencia en los gestos de un
automatismo de acróbata; a aquella gran cobardía de la vida que encorvaría
eternamente, como en distintivo bestial, sus espaldas de dominado, imprimiéndole
ese melancólico azoramiento que permanece en el fondo de su caricatura.
He aquí lo que, al borde mismo del éxito, había despertado mi malhumor en el
fondo del limbo atávico. A través del millón de años, la palabra, con su conjuro,
removía la antigua alma simiana; pero contra esa tentación que iba a violar las
tinieblas de la animalidad protectora, la memoria ancestral, difundida en la especie
bajo un instintivo horror, oponía también edad sobre edad como una muralla.
Yzur entró en agonía sin perder el conocimiento. Una dulce agonía a ojos cerrados,
con respiración débil, pulso vago, quietud absoluta, que sólo interrumpía para
volver de cuando en cuando hacia mí, con una desgarradora expresión de eternidad,
su cara de viejo mulato triste. Y la última noche, la tarde de su muerte, fue cuando
ocurrió la cosa extraordinaria que me ha decidido a emprender esta narración.
Habíame dormitado a su cabecera, vencido por el calor y la quietud del crepúsculo
que empezaba, cuando sentí de pronto que me asían por la muñeca.
Desperté sobresaltado. El mono, con los ojos muy abiertos, se moría
definitivamente aquella vez, y su expresión era tan humana, que me infundió horror;
pero su mano, sus ojos, me atraían con tanta elocuencia hacia él, que hube de
inclinarme de inmediato a su rostro; y entonces, con su último suspiro, el último
suspiro que coronaba y desvanecía a la vez mi esperanza, brotaron —estoy seguro
—, brotaron en un murmullo (¿cómo explicar el tono de una voz que ha
permanecido sin hablar diez mil siglos?) estas palabras cuya humanidad
reconciliaba las especies:
—AMO, AGUA, AMO, MI AMO…
El calamar opta por su tinta
Adolfo Bioy Casares

Más ocurrió en este pueblo en los últimos días que en el resto de su historia. Para
medir como corresponde mi palabra recuerden ustedes que hablo de uno de los
pueblos viejos de la provincia, de uno en cuya vida abundan los hechos notables:
la fundación, en pleno siglo XIX; algo después el cólera —un brote que felizmente
no llegó a mayores— y el peligro del malón, que si bien no se concretaría nunca,
mantuvo a la gente en jaque a lo largo de un lustro en que partidos limítrofes
conocieron la tribulación por el indio. Dejando atrás la época heroica, pasaré por
alto tantas otras visitas de gobernadores, diputados, candidatos de toda laya, amén
de cómicos y uno o dos gigantes del deporte. Para morderme la cola concluiré esta
breve lista con la fiesta del Centenario de la Fundación, genuino torneo de oratoria
y homenajes.
Como he de comunicar un hecho de primer orden, presento mis credenciales al
lector. De espíritu amplio e ideas avanzadas, devoro cuanto libro atrapo en la
librería de mi amigo el gallego Villarroel, desde el doctor Jung hasta Hugo, Walter
Scott y Goldoni, sin olvidar el último tomito de Escenas matritenses.
Mi meta es la cultura, pero bordeo los «malditos treinta años» y de veras temo que
me quede por aprender más de lo que sé. En resumen, procuro seguir el
movimiento e inculcar las luces entre los vecinos, todos bellas personas, platita
labrada, eso sí muy afectos a la siesta que hereditariamente acunan desde la edad
media y el oscurantismo. Soy docente —maestro de escuela— y periodista. Ejerzo
la cátedra de la péndola en modestos órganos locales, ora factorum de El Mirasol
(título mal elegido, que provoca pullas y atrae una enormidad de correspondencia
errónea, pues nos tomas por tribuna cerealista), ora de Nueva Patria.
El tema de esta crónica ofrece una particularidad que no quiero omitir: no sólo
ocurrió el hecho en mi pueblo; ocurrió en la manzana donde transcurre mi vida
entera, donde se halla mi hogar, mi escuelita —segundo hogar— y el bar de un
hotel frente a la estación, al cual acudimos noche a noche, en altas horas, el núcleo
con inquietud de la juventud lugareña. El epicentro del fenómeno, el foco si
prefieren, fue el corralón de Juan Camargo, cuyos fondos lindan por el costado este
con el hotel y por el norte con el patio de casa. Un par de circunstancias, que no
cualquiera vincularía, lo anunciaron: me refiero al pedido de los libros y al retiro
del molinete de riego.
Las Margaritas, el petit-hôtel particular de don Juan, verdadero chalet provisto de
florido jardín a la calle, ocupa la mitad del frente y apenas parte del fondo del
terreno del corralón, donde se amontonan incalculables materiales, como reliquias
de buques en el fondo del mar. En cuanto al molinete, giró siempre en el apuntado
jardín, al extremo de configurar una de las más viejas tradiciones y una de las más
interesantes peculiaridades de nuestro pueblo.
Un día domingo, a principios de mes, misteriosamente el molinete faltó. Como al
cabo de la semana no había reaparecido, el jardín perdió color y brillo. Mientras
muchos miraron sin ver, hubo uno a quien la curiosidad embargó desde el primer
momento. Ese uno infestó a otros, y a la noche, en el bar, frente a la estación, la
muchachada bullía de preguntas y comentarios. De tal modo, al calor de una
comezón ingenua, natural, destapamos algo que tenia poco de natural y resultó una
sorpresa.
Bien sabíamos que don Juan no era hombre de cortar el agua del jardín, por
descuido, un verano seco. Por de pronto lo reputamos pilar del pueblo. Con
fidelidad la estampa retrata el carácter de nuestro cincuentón: elevada estatura,
porte corpulento, cabello cano peinado en dóciles mitades, cuyas ondas dibujan
arcos paralelos a los del bigote y a los inferiores de la cadena del reloj. Otro
detalles revelan al caballero chapado a la antigua: breeches, polainas de cuero,
botín. En su vida, regida por la moderación y el orden, nadie, que yo recuerde,
computó una debilidad, llámela borrachera, mujerzuela o traspié político. En un
ayer que de buen grado olvidaríamos —¿quién de nosotros, en materia de infamia,
no arrojó su canita al aire?— don Juan se mantuvo limpio. Por algo le reconocieron
autoridad los mismos interventores de la Cooperativa, etcétera, gente muy poco
espectable, francamente pelandrunes. Por algo en años ingratos aquel bigotazo
constituyó el manubrio del que la familia sana del pueblo se mantuvo colgada.
Obligatorio es reconocer que este varón señero milita ideas de viejo cuño y que
nuestras filas, de suyo idealistas, hasta ahora no produjeron prohombres de temple
comparable. En un país nuevo, las ideas nuevas carecen de tradición. Ya se sabe,
sin tradición no hay estabilidad.
Por arriba de esta figura, nuestra jerarquía ad usum no pone a nadie, salvo a doña
Remedios, madre y consejera única de tan abultado hijo. Entre nosotros, no sólo
porque manu militari arregla cuanto conflicto le someten o no, la llamamos
Remedio Heroico. Aunque burlesco, el mote es cariñoso.
Para completar el cuadro de quienes viven en el chalet, ya no falta sino un
apéndice indudablemente menor, el ahijado, don Tadeíto, alumno del turno de la
noche de mi escuela. Como doña Remedios y don Juan no toleran casi nunca
extraños en la casa, ni en calidad de colaboradores ni de invitados, el muchacho
reúne sobre la testa los títulos de peón y dependiente del corralón y de sirvientillo
de Las Margaritas. Agreguen a lo anterior que el pobre diablo acude regularmente
a mis clases y comprenderán por qué respondo con cajas destempladas a cuantos,
por pifia y maldad pura, le endosan el sonsonete de un apodo. Que olímpicamente
lo rechazaran del servicio militar me tiene sin cuidado, porque de envidioso no
peco.
El domingo en cuestión, a una hora que se me extravió entre las dos y las cuatro de
la tarde, llamaron a mi puerta, con el deliberado afán, a juzgar por los golpes, de
voltearla. Tambaleando me incorporé, murmuré: «No es otro», proferí palabras que
no están bien en boca de un maestro y como si esta no fuera época de visitas
desagradables abrí, seguro de encontrar a don Tadeíto. Tuve razón. Ahí sonreía el
alumno, con la cara tan flacucha que ni siquiera servía de pantalla contra el sol, de
lleno en mis ojos. A lo que entendí solicitaba a boca de jarro y con esa voz que de
pronto se ahuyenta, textos de primer grado, segundo y tercero. Irritadamente inquirí:
—¿Podrías informar para qué?
—Pide padrino —contestó.
En el acto entregué los libros y olvidé el episodio como si fuera parte de un sueño.
Horas después, cuando me dirigía a la estación y alargaba el camino con una vuelta
para matar el tiempo, advertí en Las Margaritas la falta del molinete. La comenté
en el andén, mientras esperábamos el expreso de Plaza de las 19.30 que llegó a las
20.54, y la comenté a la noche, en el bar. No me referí al pedido de textos, ni
menos aún vinculé un hecho con otro, porque al primero, ya dije, lo registré apenas
en la memoria.
Supuse que tras un día tan movido retomaríamos el tranco habitual. El lunes, a la
hora de la siesta, alborozadamente me dije: «Esta va de veras», pero todavía
cosquilleaba el fleco del poncho la nariz, cuando empezó el estruendo.
Murmurando: «Y hoy qué le ha dado. Si lo pesco a las patadas en la puerta pagará
lágrimas de sangre», enfilé las alpargatas y me encaminé al zaguán.
—¿Ya es una costumbre interrumpir a tu maestro? —espeté al recibir de vuelta la
pila de libros.
La sorpresa me confundió enteramente, porque oí por toda conversación:
—Pide padrino los de tercero, cuarto y quinto.
Logré articular:
—¿Para qué?
—Pide padrino —explicó don Tadeíto.
Entregué los libros y volví al lecho, en pos del sueño. Admito que dormí, pero lo
hice, ruego que me crean, en el aire.
Luego, camino de la estación, comprobé que el molinete no había retomado su
puesto y que el tono amarillo se difundía en el jardín. Conjeturé, por lógica,
despropósitos y en pleno andén, mientras el físico se lucía ante frívolas bandadas
de señoritas, la mente aún trabajaba en la interpretación del misterio.
Mirando la luna, enorme allá por el cielo, uno de nosotros, creo que Di Pinto,
entregado siempre a la quimera romántica de quedar como hombre de campo (¡por
favor, ante los amigos de toda la vida!), comentó:
—La luna se hizo de seca. No atribuyamos, pues, a un pronóstico de lluvia el retiro
de un artefacto. ¡Su móvil habrá tenido nuestro don Juan!
Badaracco, mozo despierto, que presenta un lunar, porque en otra época, aparte del
sueldo bancario, cobraba un tanto por delación, me preguntó:
—¿Por qué no apestillas al respecto al taradito?
—¿A quién? —interrogué por decoro.
—A tu alumno —respondió.
Aprobé el temperamento y lo apliqué esa misma noche, después de clase. Traté de
marear primero a don Tadeíto con la perogrullada de que la lluvia entona al
vegetal, para atacar por fin a fondo. El diálogo fue como sigue:
—¿Se descompaginó el molinete?
—No.
—No lo veo en el jardín.
—¿Cómo lo va a ver?
—¿Por qué cómo lo voy a ver?
—Porque está regando el depósito.
Aclaro que entre nosotros llamamos depósito a la última barraca del corralón,
donde don Juan amontona los materiales de poca venta, por ejemplo, estrafalarias
estufas y estatuas, monolitos y malacates.
Urgido por el deseo de notificar a los muchachos de la novedad sobre el molinete,
ya despachaba a mi alumno sin interrogarlo sobre el otro punto. Recordar y chillar
fue todo uno. Desde el zaguán don Tadeíto me miró con ojos de oveja.
—¿Qué hace don Juan con los textos? —grité.
—Y… —gritó de vuelta— los deposita en el depósito.
Alelado corrí al hotel, ante mis comunicaciones, tal como lo preví, cundió la
perplejidad entre la juventud. Todos formulamos alguna opinión, pues el buen
callar en aquel momento era un bochorno, y por fortuna nadie prestó oídos a nadie.
O quizá prestara oídos el patrón, el enorme don Pomponio del vientre hidrópico, a
quien los del grupo a gatas distinguimos de las columnas, mesas y vajilla, porque
la soberbia del intelecto nos ofusca. La voz de bronce, apagada por ríos de ginebra,
de don Pomponio, llamó al orden. Siete caras miraron para arriba y catorce ojos
quedaron pendientes de una sola cara roja y brillante, que se partía en la boca, para
inquirir:
—¿Por qué no se dan traslado en comitiva y piden explicación a don Juan en
persona?
El sarcasmo despabiló a uno, de apellido Aldini, que estudia por correspondencia y
lleva corbata blanca. Enarcando cejas me dijo:
—¿Por qué no ordenas a tu alumno que espíe las conversaciones entre doña
Remedios y don Juan? Después le aplicas la picana.
—¿Qué picana?
—Tu autoridad de maestro ciruela —aclaró con odio.
—¿Don Tadeíto tiene memoria? —preguntó Badaracco.
—Tiene —afirmé—. Lo que entra en su caletre, por un rato queda fotografiado.
—Don Juan —continuó Aldini— para todo se aconseja de doña Remedios.
—Ante un testigo como el ahijado —declaró Di Pinto— hablarán con entera
libertad.
—Si hay misterio, saldrá a relucir —vaticinó Toledo.
Chazarreta, que trabajaba de ayudante en la feria, gruñó:
—Si no hay misterio ¿qué hay?
Como el diálogo se desencaminaba, Badaracco, famoso por la ecuanimidad,
contuvo a los polemistas.
—Muchachos —los reconvino—, no están en edad de malgastar energías.
Para tener la última palabra, Toledo repitió:
—Si hay misterio, saldrá a relucir.
Salió a relucir, pero no sin que antes giraran días enteros.
A la otra siesta, cuando me hundía en el sueño, resonaron, cómo no, los golpes. A
juzgar por las palpitaciones, resonaron a un tiempo en la puerta y en mi corazón.
Don Tadeíto traía los libros de la víspera y reclamaba los de primer año, segundo y
tercero, del ciclo secundario. Porque el texto superior escapa a mi órbita, hubo que
comparecer en el negocio de librería de Villarroel, a vivo golpe en la puerta
despertar al gallego y aplacarlo posteriormente con la satisfacción de que don Juan
reclamaba los libros. Como era de temer, el gallego preguntó:
—¿Qué mosca picó al tío ese? En la perra vida compró un libro y a la vejez
viruela. Va de suyo que el muy chulo los pide en préstamo.
—No lo tome a la tremenda, gallego —le razoné con palmaditas—. Por lo
amargado parece criollo.
Referí los pedidos previos de textos primarios y mantuve la más estricta reserva en
cuanto al molinete, de cuya desaparición, según él mismo me dio a entender, estaba
perfectamente compenetrado. Con los libracos debajo del brazo, agregué:
—A la noche nos reunimos en el bar del hotel para debatir todo esto. Si quiere
aportar su grano de arena, allá nos encuentra.
En el trayecto de ida y vuelta no vimos un alma, salvo al perro barcino del
carnicero, que debía de estar de nuevo empachado, porque en sus cabales ni el más
humilde irracional se expone a la resolana de las dos de la tarde.
Adoctriné al discípulo para que me reportara verbatim de las conversaciones entre
don Juan y doña Remedios. Por algo afirman que en el pecado está el castigo. Esa
misma noche emprendí una tortura que, en mi gula de curioso, no había previsto:
escuchar aquellos coloquios puntualmente comunicados, interminables y de lo más
insulsos. De cuando en cuando llegó a la punta de mi lengua alguna ironía cruel
sobre que me tenían sin cuidado las opiniones de doña Remedios acerca de la
última partida de jabón amarillo y la franeleta para el reuma de don Juan; pero me
refrené, pues ¿cómo delegar en el criterio del mozo la estimación de lo que era
importante o no?
Por descontado que al otro día me interrumpió la siesta con los libros en
devolución para Villarroel. Ahí se produjo la primera novedad: don Juan, dijo don
Tadeíto, ya no quería textos; quería diarios viejos, que él debía procurar al kilo, en
la mercería, la carnicería y la panadería. A su debido tiempo me enteré de que los
diarios, como antes los libros, iban a parar al depósito.
Después hubo un período en que no ocurrió nada. El alma no tiene arreglo: eché de
menos los mismos golpes que antes me arrancaban de la siesta. Quería que pasara
algo, bueno o malo. Habituado a la vida intensa, ya no me resignaba a la pachorra.
Por fin una noche el alumno, tras un prolijo inventario de los efectos de la sal y
otras materias nutritivas en el organismo de doña Remedios, sin la más leve
alteración de tono que preparara para un cambio de tema, recitó:
—Padrino dijo a doña Remedios que tienen una visita viviendo en el depósito y
que por poco no se la lleva por delante los otros días, porque miraba a una especie
de columpio de parque de diversiones al que no había dado entrada en los libros y
que él no perdió el aplomo aunque el estado de la misma daba lástima y le
recordaba un bagre boqueando fuera de la laguna. Dijo que atinó a traer un balde
lleno de agua, porque sin pensarlo comprendió que le pedían agua y él no iba a
permitir cruzado de brazos que un semejante muriera. No obtuvo resultado
apreciable y prefirió acercar un bebedero a tocar la visita. Llenó el bebedero a
baldazos y no obtuvo resultado apreciable. De pronto se acordó del molinete y
como el médico de cabecera que prueba, dijo, a tientas los remedios para salvar a
un moribundo, corrió a buscar el molinete y lo conectó. A ojos vista el resultado
fue apreciable porque el moribundo revivió como si le cayera de lo más bien
respirar el aire mojado. Padrino dijo que perdió un rato con su visita, porque le
preguntó como pudo si necesitaba algo y que la visita era francamente avispada y
al cabo de un cuartito de hora ya picoteaba por acá y por allá alguna palabra en
castilla y le pedía los rudimentos para instruirse. Padrino dijo que mandó al ahijado
a pedir los textos de los primeros grados al maestro. Como la visita era
francamente avispada aprendió todos los grados en dos días y en uno lo que tuvo
ganas del bachillerato. Después, dijo padrino, se puso a leer los diarios para
enterarse de cómo andaba el mundo.
Aventuré la pregunta:
—¿La conversación fue hoy?
—Y, claro —contestó—, mientras tomaban el café.
—¿Dijo algo más tu padrino?
—Y, claro, pero no me acuerdo.
—¿Cómo no me acuerdo? —protesté airadamente.
—Y, usted me interrumpió —explicó el alumno.
—Te doy la razón. Pero no me vas a dejar así —argumenté—, muerto de
curiosidad. A ver, un esfuerzo.
—Y, usted me interrumpió.
—Ya sé. Te interrumpí. Yo tengo toda la culpa.
—Toda la culpa —repitió.
—Don Tadeíto es bueno. No va a dejar así al maestro, en la mitad de la charla,
para seguir mañana o nunca.
Con honda pena repitió:
—O nunca.
Yo estaba contrariado, como si me sustrajeran una ganancia de gran valor. No sé
por qué reflexioné que nuestro diálogo consistía en repeticiones y de repente
entreví en eso mismo una esperanza. Repetí la última frase del relato de don
Tadeíto:
—Leyó los diarios para enterarse de cómo andaba el mundo.
Mi alumno continuó indiferentemente:
—Dijo padrino que la visita quedó pasmada al enterarse de que el gobierno de este
mundo no estaba en manos de gente de lo mejorcito, sino más bien de medias
cucharas, cuando no de pelafustanes. Que tal morralla tuviera a su arbitrio la
bomba atómica, dijo la visita, era de alquilar balcones. Que si la tuviera a su
arbitrio la gente de lo mejorcito, acabaría por tirarla, porque está visto que si
alguien la tiene, la tira; pero que la tuviera esa morralla no era serio. Dijo que en
otros mundos antes de ahora descubrieron la bomba y que tales mundos fatalmente
reventaron. Que los tuvo sin cuidado que reventaran, porque estaban lejos, pero
que nuestro mundo está cerca y que ellos temen que una explosión en cadena los
envuelva.
La increíble sospecha de que don Tadeíto se burlaba de mí, me llevó a interrogarlo
con severidad:
—¿Estuviste leyendo Sobre cosas que se ven en el cielo del doctor Jung?
Por fortuna no oyó la interrupción y prosiguió:
—Dijo padrino que la visita dijo que vino de su planeta en un vehículo
especialmente fabricado a puro pulmón, porque por allá escasea el material
adecuado y que es el fruto de años de investigación y trabajo. Que vino como
amigo y como libertador, y que pedía el pleno apoyo de padrino para llevar
adelante un plan para salvar el mundo. Dijo padrino que la entrevista con la visita
tuvo lugar esta tarde y que él, ante la gravedad, no trepidó en molestar a doña
Remedios, para recabarle su opinión, que desde ya descontaba era la suya.
Como la pausa inmediata no concluía, pregunté cuál fue la respuesta de la señora.
—Ah, no sé —contestó.
—¿Cómo ah no sé? —repetí enojado de nuevo.
—Los dejé hablando y me vine, porque era hora de clase. Pensé yo solo: cuando
no llego tarde el maestro se pone contento.
Envanecida la cara de oveja esperaba congratulaciones. Con admirable presencia
de ánimo reflexioné que los muchachos no creerían mi relato, si no llevaba como
testigo a don Tadeíto. Violentamente lo empuñé de un brazo y a empujones lo llevé
hasta el bar. Ahí estaban los amigos, con el agregado del gallego Villarroel.
Mientras tenga memoria no olvidaré aquella noche:
—Señores —grité, a tiempo que proyectaba a don Tadeíto contra nuestra mesa—.
Traigo la explicación de todo, una novedad de envergadura y un testigo que no me
dejará mentir. Con lujo de detalle don Juan comunicó el hecho a su señora madre y
mi fiel alumno no perdió palabra. En el depósito del corralón, aquí nomás, pared de
por medio, está alojado —¿adivinen quién?— un habitante de otro mundo. No se
alarmen, señores: aparentemente el viajero no dispone de constitución robusta, ya
que tolera mal el aire seco de nuestra ciudad —todavía resultaremos competidores
de Córdoba— y para que no muera como pescado fuera del agua, don Juan le
enchufó el molinete, que de continuo humedece el ambiente del depósito. Es más:
aparentemente el móvil del arribo del monstruo no debe provocar inquietud.
Llegó para salvarnos, persuadido de que el mundo va camino de estallar por la
bomba atómica y a calzón quitado informó a don Juan de su punto de vista.
Naturalmente, don Juan, mientras degustaba el café, consultó con doña Remedios.
Es de lamentar que este mozo aquí presente —agité a don Tadeíto, como si fuera
monigote— se retiró justo a tiempo de no oír la opinión de doña Remedios, de
modo que no sabemos qué resolvieron.
—Sabemos —dijo el librero, moviendo como trompa labios mojados y gordos.
Me incomodó que me corrigieran la plana en una novedad de la que me creía único
depositario. Inquirí:
—¿Qué sabemos?
—No se amosque usted —pidió Villarroel, que ve bajo el agua—. Si es como
usted dice aquello de que el viajero muere si le quitan el molinete, don Juan le
condenó a morir. De acá pasé frente a Las Margaritas y a la luz de la luna vi
perfectamente el molinete que regaba el jardín como antes.
—Yo también lo vi —confirmó Chazarreta.
—Con la mano en el corazón —murmuró Aldini— les digo que el viajero no
mintió. Tarde o temprano reventamos con la bomba atómica. No veo escapatoria.
Como hablando solo preguntó Badaracco:
—No me digan que esos viejos, entre ellos, liquidaron nuestra última esperanza.
—Don Juan no quiere que le cambien su composición de lugar —opinó el gallego
—. Prefiere que este mundo estalle, a que la salvación venga de otros. Vea usted,
es una manera de amar a la humanidad.
—Asco por lo desconocido —comenté—. Oscurantismo.
Afirman que el miedo aviva la mente. La verdad es que algo extraño flotaba en el
bar aquella noche, y que todos aportábamos ideas.
—Coraje, muchachos, hagamos algo —exhortó Badaracco—. Por amor a la
humanidad.
—¿Por qué tiene usted, señor Badaracco, tanto amor a la humanidad? —preguntó
el gallego.
Ruborizado, Badaracco balbuceó:
—No sé. Todos sabemos.
—¿Qué sabemos, señor Badaracco? ¿Si usted piensa en los hombres, los encuentra
admirables? Yo todo lo contrario: estúpidos, crueles, mezquinos, envidiosos —
declaró Villarroel.
—Cuando hay elecciones —reconoció Chazarreta—, tu bonita humanidad se
desnuda rápidamente y se muestra tal cual es. Gana siempre el peor.
—¿El amor por la humanidad es una frase hueca?
—No, señor maestro —respondió Villarroel—. Llamamos amor a la humanidad a
la compasión por el dolor ajeno y a la veneración por las obras de nuestros grandes
ingenios, por el Quijote del Manco Inmortal, por los cuadros de Velásquez y de
Murillo. En ninguna de ambas formas vale ese amor como argumento para demorar
el fin del mundo. Sólo para los hombres existen las obras y después del fin del
mundo —el día llegará, por la bomba o por muerte natural— no tendrán ni
justificación ni asidero, créame usted. En cuanto a la compasión, sale gananciosa
con un fin próximo… Como de ninguna manera nadie escapará a la muerte ¡que
venga pronto, para todos, que así la suma del dolor será la mínima!
—Perdemos tiempo en el preciosismo de una charla académica y aquí nomás,
pared por medio, muere nuestra última esperanza —dije con una elocuencia que fui
el primero en admirar.
—Hay que obrar ahora —observó Badaracco—. Pronto será tarde.
—Si le invadimos el corralón, don Juan a lo mejor se enoja —apuntó Di Pinto.
Don Pomponio, que se arrimó sin que lo oyéramos y por poco nos derriba con el
susto, propuso:
—¿Por qué no destacan a este mozo don Tadeíto como piquete de avanzada? Sería
lo prudente.
—Bueno —aprobó Toledo—. Que don Tadeíto conecte el molinete en el depósito
y que espíe, para contarnos cómo es el viajero de otro planeta.
En tropel salimos a la noche, iluminada por la impasible luna. Casi llorando rogaba
Badaracco:
—Generosidad, muchachos. No importa que pongamos en peligro el pellejo. Están
pendientes de nosotros todas las madres y todas las criaturas del mundo.
Frente al corralón nos arremolinamos, hubo marchas y contramarchas, cabildeos y
corridas. Por fin Badaracco juntó coraje y empujó adentro a don Tadeíto. Mi
alumno volvió después de un rato interminable, para comunicar:
—El bagre se murió.
Nos desbandamos tristemente. El librero regresó conmigo. Por una razón que no
entiendo del todo su compañía me confortaba.
Frente a Las Margaritas, mientras el molinete monótonamente regaba el jardín,
exclamé:
—Yo le echo en cara la falta de curiosidad —para agregar con la mirada absorta en
las constelaciones—. Cuántas Américas y Terranovas infinitas perdimos esta
noche.
—Don Juan —dijo Villarroel— prefirió vivir en su ley de hombre limitado. Yo le
admiro el coraje. Nosotros dos, ni siquiera a entrar aquí nos atrevemos.
Dije:
—Es tarde.
—Es tarde —repitió.
El destino es chambón
Arturo Cancela y Pilar de Lusarreta

De como Juan Pedro Rearte hizo su entrada en el siglo XX

El discutible principio popular de que «no hay dos sin tres» nunca fue más
objetable que en el caso de Juan Pedro Rearte. Este viejo criollo, que había sido
durante quince años cochero de la Compañía de Tranvías Ciudad de Buenos Aires,
se fracturó una pierna hacia fines de la centuria pasada. Fue el suyo un accidente
alegórico de fin de siglo: el tranvía que dirigía se llevó por delante la última
carreta, de bueyes que cruzaba las calles del centro. En «El Diario» de Láinez se
destacó este episodio urbano como un postrer incidente de la lucha entre la
Civilización y la Barbarie, y así, en virtud del descuido que le impidió detener los
caballos de su coche en la barranca de la Calle Comercio[1], Rearte fue investido
por el anónimo cronista, del carácter de símbolo del Progreso.
El involuntario agresor de la última carreta tucumana fue llevado al Hospital de
Caridad, en una de cuyas salas aguardó, con la paciencia de todos los humildes, a
que el tiempo le soldara los dos fragmentos de tibia, violentamente separados por
el choque y no menos violentamente puestos en presencia uno de otro por el
precipitado cirujano que le hizo la primera cura. El buen discípulo de Pirovano —
que tenía una obligación de carácter no profesional respecto a una de las posibles
asistentes a la quermese del Parque Lezama, organizada por las Damas del
Patronato—, a fin de ahorrar unos minutos, le acortó en cuatro centímetros la pierna
derecha al pobre conductor de tranvía.
En su premura por asistir a aquel acto de beneficencia, había tratado la fractura,
que era directa y total, como si fuese simple e incompleta, y dado que entre los
milagros que puede obrar la Naturaleza, que son muchos, no se cuenta, sin
embargo, el de corregir los errores de los médicos, Juan Pedro Rearte abandonó el
hospital cojeando y cojeando penetró en el siglo XX.
Breve paréntesis sobre Filosofía de la Historia

Hizo su entrada, en su nuevo carácter de inválido, con un poco de precipitación


(¿Qué rengo han visto ustedes que no camine apresuradamente, ni qué tartamudo
que no hable con atropello? La lentitud majestuosa es el signo más aparente de la
seguridad en el esfuerzo. Nuestros provincianos conocen instintivamente esta ley y
abusan de ella hasta el punto de combinar, en algunos casos, la solemnidad y la
tartamudez).
Insistimos en que el conductor Rearte adelantó improcedentemente su entrada en el
presente siglo, pues aún no se había dictado la ley de accidentes del trabajo que
debía ampararlo. Esta llegó a promulgarse tan sólo dieciséis años más tarde, pero
aunque él la hubiese presentido, no habría podido aguardar todo ese tiempo en el
hospital.
Es cierto que el efecto más notable de esa ley ha consistido en la prolongación de
las convalecencias. Cuando no regía, los heridos en el trabajo diario sanaban
rápidamente o se morían, que es la más completa curación para todos los daños,
aunque la más resistida…
Juan Pedro Rearte optó por restablecerse cuanto antes, sin recapacitar sobre la
injusticia de su destino ni sobre el egoísmo de la Empresa que, tras quince años de
trabajo, lo abandonaba a su infortunio.
Nada más extraño a su espíritu que tales especulaciones. Ellas pertenecen, por
entero, al historiador de este episodio, quien, como todos los historiadores, mezcla
en sus reflexiones el pasado y el presente, lo real y lo posible, lo que «fue», lo que
«hubo de ser» y lo que «habría debido ser».
La Filosofía de la Historia consiste esencialmente en ese anacronismo constante
que tuerce con la imaginación, en todos los sentidos, el inflexible determinismo de
los hechos.

El «Compadrito» y el orden social

Juan Pedro Rearte no pudo pensar, ni aun sentir confusamente, nada de lo expuesto
en el capítulo anterior, porque, al igual de todos los individuos de su profesión, era
lo que en el lenguaje familiar de entonces se llamaba «un compadrito». Ahora bien:
el compadrito era instintivamente conservador, como lo son todos los hombres
satisfechos de sí mismos[2], y nadie más vano de su persona que aquellos cocheros
de requintada gorra de visera, clavel tras de la oreja, pañuelo de seda al cuello,
pantalón abombillado a la francesa y breves botines de alto taco militar. El orgullo
de su condición evidenciábase a cada momento, en los arabescos que dibujaban en
el aire con la fusta al arrear los caballos; en los floreos con que exornaban en su
cometa de asta las frases más cabidas de los aires populares; en la vertiginosa
destreza con que daban vuelta a la manivela del freno; en la dulzura socarrona de
sus requiebros a las mucamas, y en el desprecio burlón de sus intimaciones a los
rivales en el tráfico.
Sólo cuando abandonaba la elevada plataforma —tribuna ambulante de galanterías
y denuestos— tornaba el cochero de tranvía a su humilde condición de proletario.
Pero esa vuelta a la oscuridad era demasiado breve para darle tiempo a reflexionar
sobre lo inane de su orgullo.
Trabajando diez horas al día, faltábales el ocio, engendrador de todos los vicios y,
en particular, del más terrible de todos ellos: el vicio filosófico del pesimismo y la
timidez…

Las reliquias de un contubernio

Sin embargo, en los días que siguieron a su salida del hospital, Rearte dispuso de
algunos momentos de ocio. Apenas en la calle, habíase encaminado a la
Administración de la Compañía, donde, tímidamente, como si hubiese desertado
por voluntad del puesto, formuló su deseo de volver al trabajo. Le hicieron dar
unos pasos «para ver cómo había quedado de la pierna», y aunque la renguera era
bien evidente, mister McNab, el administrador, dispuso que volviese a tomar
servicio dentro de quince días. Además, le dio cincuenta pesos, junto con el
consejo de que acortase tres centímetros el tacón del botín izquierdo para
restablecer, en parte, el equilibrio de su apostura. Rearte se gastó el dinero, si bien
no siguió el consejo.
En los quince días que transcurrieron hasta su vuelta al trabajo, casi no abandonó
su ordenada habitación de celibatario, que ocupaba desde hacía diez años en una
tranquila casa de la calle Perú. Consagró todo ese tiempo al cuidado de las dos
docenas de parejas de canarios que eran el lujo de su existencia y el orgullo de sus
condiciones de criador y pedagogo. De lo primero, porque toda aquella multitud
cantora tenía su origen en un solo casal legítimamente heredado de un compañero
de pieza, que seis años antes había alzado el vuelo con todos sus ahorros y sus dos
únicos trajes; y de lo segundo, porque poseía un arte especial para enseñar a los
pichones los temas melódicos que él ejecutaba en su corneta de tranviero.
De aquel malhadado contubernio[3] le quedaban a Rearte, además de la pareja de
canarios que, a modo de compensación, tan fecunda se mostrara, dos
cromooleografías y algunos volúmenes. Es inútil advertir que ni los cuadros ni los
libros se habían reproducido como los pájaros. Unos y otros seguían siendo los
mismos que había abandonado en su fuga el desleal compañero: «El mitin del
Frontón», en el que sobre un mar de tres mil galeras, todas iguales, se alzaba como
un peñasco la silueta de un orador ilustre; «La revolución de Julio», donde la
decoración belicosa del Parque contrasta con la actitud estudiadamente tribunicia
de Alem; «La Unión Cívica: su origen y sus tendencias, Publicación oficial»,
imponente mamotreto que el tranviero nunca se había atrevido a hojear; «Magia
Blanca y Clave de los Sueños», obra que frecuentemente le era solicitada en
préstamo por las vecinas; «El Secretario de los Amantes», a cuyo auxilio epistolar
nunca le ocurriera acudir y, por último, «Los negocios de Carlos Lanza», por
Eduardo Gutiérrez, crónica novelesca que había inspirado a Rearte una
asombradiza desconfianza hacia los bancos y las casas de cambio.

De cómo una sola y misma causa puede producir efectos contrarios

Después de aquel corto reposo doméstico que Rearte consagró a la enseñanza de


los primeros compases del vals «Sobre las Olas» a sus cuarenta y ocho canarios,
nuestro héroe volvió a la escena de sus triunfos. Volvió algo disminuido en su
estatura física, pero engrandecido moralmente por la gloriosa desgracia que le
valiera el suelto alegórico de «El Diario».
El oscuro conductor fue por algún tiempo el campeón del progreso, el destructor de
carretas, el símbolo de las grandes conquistas de su siglo en el campo de los
transportes urbanos.
Pero, como dice la «Imitación de Cristo», toda gloria humana es efímera, y después
de muy pocos meses de gozarla, el propio progreso de que le armaran campeón lo
dejó atrás.
Llegaron los tranvías eléctricos, y aunque Rearte pretendió convertirse en
«motorman» no lo pudo a causa de su cojera, que le dificultaba tañer la campana
avisadora. Durante el aprendizaje, cada vez que intentaba el advertidor taconazo,
perdía el equilibrio… Este episodio, que tanto regocijo causó a los otros
practicantes, fue motivo de amargas reflexiones para el pobre conductor.
«Así —se dijo para sí, con profunda melancolía—, el progreso me ha dejado rengo
y mi propia renguera me impide seguirlo y hace ahora de mí el campeón del
atraso.»
Y así fue, en efecto, pues concluida la electrificación de las líneas, míster Bright, el
nuevo administrador, lo destinó al enganche de acoplados en la estación Caridad.
Con una yunta de caballos cada vez más flacos, Rearte llevaba varias veces al día,
desde el interior de la estación hasta el centro de la calle, los viejos tranvías, cada
vez más viejos, destinados ahora a ser un modesto apéndice de los coches motores.
Llegó a ser, de esta manera, por espacio de varios minutos, la parodia de sí mismo:
de aquel Rearte conquistador y dicharachero que dibujaba con la fusta arabescos
en el aire, llevaba un clavel tras de la oreja y tocaba en la corneta «Me gustan
todas… Me gustan todas» cada vez que se encontraba con una negra.

Un accidente de tráfico

Quince años después de haberse resignado a ser un espectro de su prístina gloria


callejera, Rearte llegó a la estación más temprano que de costumbre. El «mal de
Bright» —y no ciertamente de aquel Bright de la Compañía Anglo Argentina—
hace a los hombres madrugadores. Lamentándose, con las palmas de las manos en
la cintura y maldiciendo entre dientes, sentóse el viejo conductor en el alféizar de
una ventana baja, bajo el cobertizo en que se alineaban los tranvías con el aire
juicioso de bestias en pesebre. Frente a él una canilla mal cerrada goteaba isócrona
y melancólicamente, agrandando con imperceptible tenacidad un ojo de agua que
avivaba con su brillo la hostil fisonomía del corralón.
—Debe haber estado así toda la noche —pensó—; cada vez son más descuidados
estos serenos. ¡Hijos de tal por cual! Conmigo habían de tratar e iban a andar
derechitos.
Quiso ajustar el robinete, pero tras varias pruebas infructuosas en las que no logró
más que salpicarse las botas y lastimarse un dedo, la canilla rebelde continuó
manando, acompañándose ahora de una especie de silbido afónico de maestra a fin
de curso. En pocos instantes el agua desbordó del cuenco de piedras que la
contenía y corrió sinuosa al cauce recto y seguro de las vías.
Aquella débil corriente trájole a la memoria los antiguos tiempos, cuando a las
cuatro gotas de lluvia inundábanse las mal niveladas calles de Buenos Aires. Por
las Cinco Esquinas… ¡qué barriales! Ni con las cuartas se salía del atolladero, y
era preciso esperar a que amainase, sentándose con los pasajeros en el respaldo de
los asientos para esquivar el agua que llegaba al estribo inundando a veces el
interior de los coches… Pero la gente era otra cosa; todos conocidos, todos amigos,
sabía uno con quién trataba y a quién llevaba; se podía echar un párrafo y fumar un
«Sublime» o un «Ideal» con cualquiera, y desde las puertas, en el verano, las
familias que tomaban el fresco le daban a uno recuerdos para la familia.
La campana, advirtiendo la hora reglamentaria de salida para el primer coche, le
hizo alejarse de la canilla, sonriendo a los recuerdos y, sumido aún en ellos, trajo y
enganchó al acoplado la hirsuta yunta de jamelgos. Eso era lo que nunca había
podido llevar con paciencia: ir manejando por las mejores calles de la ciudad, él,
criollo de pura cepa española, apreciador y amigo de las buenas bestias, esos
caballos escuálidos, aumentados como los cerdos con un revoltijo de afrecho y
agua.
«Verdad es —pensó— que ni eso valen.»
Ajustó las cadenas, trepó al pescante después de enrollarse al pescuezo la bufanda,
silbó entre dientes una diana alegre, arreó a los infelices caballejos con un
chasquido de lengua, y con un irónico «¡Vamos, Bonito! ¡Vamos, Pipón!» arrancó el
tranvía chirreando y crujiendo de todos sus goznes, junturas, vidrios y tablillas.
Fuera, ya debía esperarle «el eléctrico». Milagro que no tintineaba la campanilla
bajo el tacón chueco del gallego Pedrosa. Pero no: la vía estaba expedita y en la
helada neblina mañanera la ciudad se esfumaba empalidecida y melancólica como
una vieja fotografía.
El aire frío picoteó las sienes y las manos del conductor. De buena gana daría una
vuelta, pensó; pero le distrajeron las señas desesperadas que le hacía desde la calle
una mulata enorme, cargada con un canasto tapado por un paño blanco.
—¡Pare, pues! —le gritó—. ¿Anda distraído, mozo?
Rearte paró en seco y la negra izó la mole temblorosa de sus carnes fláccidas;
crujió el estribo al peso de su alpargata enorme y con un relámpago de blancura
entre el belfo pulposo, pidió al mayoral:
—¿Me alcanza la canasta ahora?
Accedió él galantemente, y mientras la negra rebuscaba en el bolsillo lleno de
migas y medallas los dos pesos del viaje, comentaron el tiempo:
—Fresquita la mañana, ¿eh?
—Güena pa bañarse en el río.
—Como pa quedarse pasmao.
Un poco más lejos, desde un balcón bajo, una chinita mofletuda le mandó parar,
mientras gritaba hacia el interior:
—¡El trangua, patrón, que pasa el trangua!
Salió agitadamente del portal un caballero solemne con levita y galera, que protestó
enérgicamente:
—¡Qué horario desastroso! ¡No hay forma de desayunarse, y aun así llega uno
tarde a todas partes! Pésimo servicio… abusos…
—Buenos días, don Máximo —cortó humildemente la mulata.
—Buenos, Rosario —y refiriéndose a algún sobreentendido—: ¿Están tiernitas?
—Acabadas de salir del sartén. Si gusta…
Aceptó el caballero solemne una empanada crujiente que puso escamas de oro en
la deslustrada solapa de su levita.
Rearte se acordaba de aquellas voces, aquel delicado aroma culinario; se sentía
remozado e involuntariamente llevóse la mano a la oreja para cerciorarse si estaba
en su puesto el clavel reventón, furtivamente arrancado de la clavelina del patio,
que florecía en una lata grande de café. No, no lo llevaba, pero ¡claro está! Si era
invierno…
—¡Salga de ahí, mocito, salga pronto de ahí, si no quiere que le cuente a su padre!
—gritó don Máximo a un muchacho que corría tras el coche con el designio
evidente de colarse.
—Así pasan las desgracias —comentó la negra.
Rearte dio a diestra y siniestra unos formidables latigazos que el chico esquivó
largándose y haciéndole la burla desde la calle.
Tocaban a misa en la Balvanera; la negra se santiguó devotamente, se descubrió
don Máximo. En el atrio, dos curas, panzón y sucio el uno, esmirriado e igualmente
sucio el otro, platicaban animadamente, el balandrán suelto y la teja en la mano.
Sin que le hicieran seña, detuvo el conductor la marcha del tranvía. Saliendo de
decir misa, todos los días lo tomaba el padre Prudencio Helguera.
Aguardó dos minutos con la gorra en la mano a que su reverencia se despidiese;
tosió discretamente don Máximo, carraspeó la negra y con un revuelo de faldas se
instaló el sacerdote saludando como quien otorga indulgencia plenaria.
Rosario disimulaba su canasto, afectando mirar por la ventanilla, dándose vuelta
los anillos de plata que relucían en su mato retinta y huesosa.
—¿Se madruga, don Máximo?
—¡Qué quiere su reverencia, padre Prudencio, con este pésimo servicio de la
Compañía!…
—La mañana está enormemente fresca, saludable respirar este aire, abre el
apetito… y después de la misa…
—¿Asistió usted a la conferencia de anoche, en el Colegio Nacional, padre?
—Me fue imposible; tenía que preparar un sermón…
—El salón de actos era chico para contener al público, con los 840 alumnos, los
profesores y los invitados…
—¿Sobre qué versó?
—Sobre los Evangelios…
El cura se revolvía en su asiento.
—¿Y tú, Rosario, siempre buena cristiana?
—Mientras no me manden cambiar…
—Y aunque mandaran… Tienen buen olor las de hoy.
Con un hilo de voz ofreció la negra:
—¿Si gusta?
Arrojó don Máximo unas monedas al regazo, diciendo:
—Está pago.
—De ninguna manera, de ninguna manera —protestó el cura con melindres, y
luego, distrayéndose—: ¿No hay noticias de nuestros sueldos?
—Que yo sepa…
—A nosotros no nos pagan desde marzo…
—Pues a nosotros, desde enero…
—Los sueldos del magisterio y del sacerdocio debían ser sagrados para el país; en
nuestras manos están su presente y su porvenir. Es escandaloso cuando pienso que
en la sesión de ayer se han votado doscientos mil pesos papel para el mobiliario
del archivo de los Tribunales…
Una jardinera de mazamorra cruzó al trote el pantano de Piedad y Andes,
empapando al mayoral y a los pasajeros.
—¡Cuartiador!
—¡Salvaje!
—Haya paz, haya paz —intervino el cura, conciliador.
Aprovechando la parada, dos viejas que pasaban por la calle indagaron desde la
ventanilla:
—¿Confesará mañana, padre Prudencio?
Su reverencia, preocupado en la honradez del comercio, se hacía llenar hasta los
bordes una medida de mazamorra con leche, de aquella mazamorra que aún
recuerdan los viejos y que desapareció con el empedrado.
Un sol pálido filtrábase a través del caparazón de neblina; la calle comenzaba a
poblarse y los gritos familiares de los abastecedores se juntaron a los cornetazos
del «tramway»; vendedores de leña y de periódicos, pasteleros, vascos con el tarro
al flanco de su cabalgadura y pregoneros de naranjas paraguayas y bananas del
Brasil hicieron pronto coro al concierto de la perrera, al que despertó todas las
mañanas la generación del 85.
—¿No quiere subir a dar una vuelta? La llevo de yapa —preguntó Rearte a una
morochita regordeta que lavaba el umbral de una casa.
Contestó ariscada la muchacha:
—Y usted ¿no quiere que de yapa le friegue la jeta?
Frente a la Piedad se llenó el tranvía; hizo lugar, muy deferente, el padre Prudencio
a una dama elegante con velito sobre los ojos y rosario enredado entre los dedos
muy finos. Ella respondió apenas con condescendencia e hizo un gesto amistoso a
un señor de barba rubia ya algo canosa.
—¿Tan tempranito y sola?
—De la iglesia; ya sabe que todos los meses vengo a comulgar expresamente. Y
usted ¿adónde va a estas horas y en «tramway»?
—Vuelvo, Teodorita, vuelvo…
—¡Y me lo dice! ¡Qué escándalo!
—Es que, desgraciadamente, vengo del club; toda la noche discutiendo el programa
de propaganda.
—Y eso, para que salga la candidatura de Juárez…
—Es a lo único que me atrevo a decirle a usted que no, Teodorita; don Bernardo
tiene el apoyo de la razón.
—Y Juárez, el del pueblo. Pero dígame, ¿entonces, no estuvo anoche en el Colón?
—No tengo el don de la ubicuidad. ¿Qué tal «Lucrecia»?
—«Lucrecia» mal; pero, en cambio, si hubiese visto a Guillermina…
—No sea murmuradora. Hablemos de otra cosa.
—¿Es que tiene miedo? En fin, como vuelvo de confesarme y he prometido no
pecar de lengua…
El caballero procuró distraerla.
—Entonces, ¿no es gran cosa la Borghi Mamo?
—No se lució, le aseguro. ¡Cuando uno recuerda aquella «Lucrecia» de la
Teodorini! ¿Y el bajo? ¡En «Vieni, mia vendetta» creí que se me rompían los
tímpanos!…
Estornudó un señor casposo con gruesos botines de elástico picados en los
juanetes, que leía las «Noticias» de «La Nación».
—Hombre, no está mal esto…
—¿Qué? —indagó un joven que se entretenía en hacer en voz alta anagramas con
los avisos que decoraban el interior del coche.
—Se piden felpudos en los tramways de San José de Flores, para evitar a los
pasajeros el frío en los pies yo sufro mucho de eso…
Un señor de bigotes ganchudos saludó deferentemente a otro con gabán avellana y
aire de extranjero.
—Lo felicito, amigo Icaza; su proposición a la Municipalidad, que tanto se
descuida en estos asuntos, me parece inmejorable…
—Es la única forma de acabar con las plagas de mosquitos y el contagio de tantas
enfermedades.
—¿De qué se trata? —preguntó desde la otra punta el doctor Vélez.
—Una cosa muy sencilla. Simplemente, arar diez manzanas de terreno alrededor de
los corrales y llevar allá por medio de cauces las aguas servidas para que
desaparezcan por absorción.
—Sin contar que con el riego y los abonos la tierra llegara a ser fertilísima.
El tranvía dio un retumbo que arrojó a los pasajeros unos contra otros, despertando
protestas terribles.
—¿Se ha hecho usted daño, Teodorita?
—¡Jesús, no vuelvo a tomar un «tramway» aunque tenga que pedir el coche en lo
de Cabral a las cuatro de la mañana!
—Estos vehículos deberían ser para hombres solos.
Comento el lector de «La Nación» un hecho terrible de las «Noticias».
—Figúrense ustedes, un pobre changador que descansaba tranquilamente sentado
en el cordón de la vereda, en la esquina de Cangallo y La Florida y pasa un carro
aplastándole el pie…
Dieron las siete en el reloj de San Ignacio. El profesor se despidió del sacerdote
con sus protestas habituales y éste, con los párpados entornados, comenzó a
musitar el rosario. Descendieron también la dama elegante y el caballero
distinguido. Dos señores que viajaban en la plataforma ocuparon los asientos
prediciendo la crisis del gabinete inglés.
—Caerán Gladstone y los suyos; la situación es inminente…
—Y, ¿qué opina usted del resultado de la gestión del doctor Pellegrini?
—Hábil diplomático, inteligencia superior, logrará el empréstito, seguramente…
Inquirió el más joven:
—Dígame, señor Poblet, ¿es cierto que se remata el campo de Rodríguez, en San
Juan?
—¡Qué esperanza, mi amigo! Don Ernesto está cada vez más platudo. ¡Gallego de
suerte, si los hay!
—Me informaron que se vendían treinta leguas sin base al lado de La Rosita y
supuse… Si usted me puede facilitar datos exactos… me interesa.
—¡Cómo no!, es el campito de los Arcadini, familia y vieja que pasea por Europa
mientras acá un pícaro les administra… El que lo compre se hará rico, tierra de
porvenir, amigo Cambaceres…
En aquel momento un apurado consultó el reloj.
—¡Qué embromar! ¡Las siete y veinte ya!
¡Cómo! Rearte había dejado a las flacas bestias seguir al paso, interesado por los
comentarios, y de pronto advirtió el retraso que llevaba… Era preciso llegar para la
cuarta al Bajo del Retiro a las siete y media…
Fustigó enérgicamente los caballos, que al galope tomaron la curva de Maipú con
peligro de descarrilar, y enderezaron hacia el norte.

Donde Juan Pedro Rearte da un salto de 30 años

Un estrépito formidable de cristales y tablas ahogaba el rumor de las


conversaciones de los pasajeros. Ungido por una impaciencia de pesadilla, Rearte
tocaba desesperadamente la corneta y cruzaba como una tromba las bocacalles.
Los vigilantes, de quepis con morrión y polainas blancas, lo saludaban
irónicamente al paso, y desde el alto pescante de sus cupés, los cocheros de largos
bigotes y barbita en punta lo incitaban a correr más.
Orgulloso de sus caballos, Rearte no hacía caso de los timbrazos desesperados de
los pasajeros…
De pronto se le nubló la visión y con un estampido de globo desapareció el paisaje
familiar: los vigilantes de quepis y polainas blancas, los cocheros de barba, las
jardineras de mazamorra, los vascos lecheros a caballo, las señoras de mantilla y
los caballeros de sombrero de copa… Hasta la doble hilera de casas bajas se
perdió en el horizonte fundiéndose como los últimos tramos de una vía férrea.
Rearte cerró los ojos con resignada tristeza para no ver aniquilarse los postreros
fantasmas de su mundo: un farolero que se alejaba elásticamente con su lanza al
hombro y un carro aguatero arrastrado pesadamente por tres mulas pequeñas.
Cuando volvió a abrirlos, se encontró tirado junto al umbral de una puerta y a la
sombra de una casa de siete pisos. Le rodeaba un círculo de gente a través de
cuyas piernas pudo ver en la calzada los escombros del acoplado y en un charco de
sangre los cuerpos inertes de los dos jamelgos.
Junto a él, un vigilante rubio interrogaba, libreta y lápiz en mano como un repórter
oficioso, a un «motorman» pálido y locuaz.
Rearte pudo darse cuenta de que había atropellado a un tranvía eléctrico, y por los
síntomas ya conocidos, advirtió que acababa de romperse la otra pierna.
Al recobrar la lucidez junto con el dolor, preocupóle únicamente saber la fecha del
día.
—¿Qué día es hoy? —preguntó ansioso.
—26 de julio —respondióle el practicante que le palpaba el tobillo.
—¿Qué año? —insistió Rearte.
—1918 —contestó el practicante, y añadió, como para sí—: la tibia parece
fracturada en tres partes.
—No es mucho para un salto de treinta años… —comentó filosóficamente el viejo
conductor.
Porque treinta años antes —el 26 de julio de 1888— se le habían desbocado los
caballos en el mismo trayecto y, según el médico, había estado a punto de
quebrarse los huesos de la canilla.
Después de esa reflexión estoica, Juan Pedro Rearte cerró los ojos, simulando un
desmayo. Le avergonzaba verse convertido en un objeto de curiosidad pública y
tener que responder a las preguntas apremiantes de los policías. Él hubiera deseado
que le interrogase uno de aquellos vigilantes de quepis con morrión, tan arbitrarios
y tan campechanos a la vez, los vigilantes de su juventud. Los de ahora le parecían
extranjeros, y declarar ante ellos se le antojaba abdicar de su nacionalidad.
Y le molestaba sobre todo el asombro del «motorman» que no cesaba de repetir:
«¿Pero cómo es posible que este armatoste haya cruzado toda la ciudad a esta hora
y a contramano? ¿Cómo es posible?…»
Rearte sabía cómo había sido posible, porque en los choques entre los alucinados y
la realidad, ellos poseen la clave inefable del misterio. Mas ¿cómo explicárselo a
aquel rudo sirviente de una máquina?

El Destino es chambón…

Ya en la ambulancia, con la locuacidad que le prestaba la morfina, Rearte dióse a


explicar el misterio:
—Es que el Destino es pícaro y chambón como los gringos… Estaba de Dios,
desde que subí a un tranvía, que había de quebrarme la pierna izquierda. Ya me la
hube de romper hace treinta años, pero me salvó un milagro. El 90, en Lavalle y
Paraná, el primer día de la revolución, tres balas atravesaron la plataforma a la
altura de la rodilla, sin rozarme siquiera el pantalón. Después, cuando el choque
con la carreta, el Destino se equivocó y me rompió la derecha. Y ahora, por miedo
de que me le escapase, ha urdido esta trampa para salir con la suya. ¡Vea que es
Diablo! ¿No?
Casa tomada
Julio Cortázar

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas
antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los
recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la
infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en
esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la
mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las
últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía,
siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos
resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos
bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que
no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me
murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los
cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso
matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por
nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y
esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse
con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos
justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal
se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía
tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran
pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias,
tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces
tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba;
era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a
perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana;
Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver
madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y
preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no
llegaba nada valioso a la Argentina.
Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo
importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer
un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin
escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de
pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una
mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No
necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el
dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una
destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos
plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se
agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con
gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más
retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza
puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina,
nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el
pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al
living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living;
tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que
conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta
de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la
izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que
llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la
casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se
edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de
la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la
limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será
una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay
demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los
mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da
trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento
después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles.
Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me
ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la
entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando
escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo,
como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación.
También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que
traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que
fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave
estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del
mate le dije a Irene:
—Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
—¿Estás seguro?
Asentí.
—Entonces —dijo recogiendo las agujas— tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor.
Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte
tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por
ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina
de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días)
cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.
—No está aquí.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun
levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya
estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y
ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo
preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos
alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al
atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de
Irene y las fuentes de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco
perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la
colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos
divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio
de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:
—Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para
que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a
poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.
(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude
habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de
la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a
veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio,
pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser,
presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y
frecuentes insomnios.
Fuera de eso todo estaba callado en la casa.
De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un
crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo
dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada,
nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una
cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en
ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los
dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta
pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche,
cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de
acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua.
Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina
o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó
la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos
quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la
puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el
codo casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la
puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre
sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el
zaguán. Ahora no se oía nada.
—Han tomado esta parte —dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las
hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían
quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
—¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? —le pregunté inútilmente.
—No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi
dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi
brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle.
Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la
alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en
la casa, a esa hora y con la casa tomada.
La galera
Manuel Mujica Láinez

¿Cuántos días, cuántos crueles, torturadores días hace que viajan así, sacudidos,
zangoloteados, golpeados sin piedad contra la caja de la galera, aprisionados en los
asientos duros? Catalina ha perdido la cuenta. Lo mismo pueden ser cinco que
diez, que quince; lo mismo puede haber transcurrido un mes desde que partieron de
Córdoba arrastrados por ocho mulas dementes. Ciento cuarenta y dos leguas
median entre Córdoba y Buenos Aires, y aunque Catalina calcula que ya llevan
recorridas más de trescientas, sólo ochenta separan en verdad a su punto de origen
y la Guardia de la Esquina, próxima parada de las postas.
Los otros viajeros vienen amodorrados, agitando las cabezas como títeres, pero
Catalina no logra dormir. Apenas si ha cerrado los ojos desde que abandonaron la
sabia ciudad. El coche chirría y cruje columpiándose en las sopandas de cuero
estiradas a torniquete, sobre las ruedas altísimas de madera de urunday. De nada
sirve que ejes y mazas y balancines estén envueltos en largas lonjas de cuero
fresco para amortiguar los encontrones. La galera infernal parece haber sido
construida a propósito para martirizar a quienes la ocupan. ¡Ah, pero esto no
quedará así! En cuanto lleguen a Buenos Aires la vieja señorita se quejará a don
Antonio Romero de Tejada, administrador principal de Correos, y si es menester irá
hasta la propia Virreina del Pino, la señora Rafaela de Vera y Pintado. ¡Ya verán
quién es Catalina Vargas!
La señorita se arrebuja en su amplio manto gris y palpa una vez más, bajo la falda,
las bolsitas que cosió en el interior de su ropa y que contienen su tesoro. Mira
hacia sus acompañantes, temerosa de que sospechen de su actitud, mas su
desconfianza se deshace presto. Nadie se fija en ella. El conductor de la
correspondencia ronca atrozmente en su rincón, al pecho el escudo de bronce con
las armas reales, apoyados los pies en la bolsa del correo. Los otros se
acomodaron en posturas disparatadas, sobre las mantas con las cuales improvisan
lechos hostiles cuando el coche se detiene para el descanso. Debajo de los
asientos, en cajones, canta el abollado metal de las vajillas al chocar contra las
provisiones y las garrafas de vino.
Afuera el sol enloquece al paisaje. Una nube de polvo envuelve a la galera y a los
cuatro soldados que la escoltan al galope, listas las armas, porque en cualquier
instante puede surgir un malón de indios y habrá que defender las vidas. La sangre
de las mulas hostigadas por los postillones mancha los vidrios. Si abrieran las
ventanas, la tierra sofocaría a los viajeros, de modo que es fuerza andar en el
agobio de la clausura que apesta el olor a comida guardada y a gente y ropa sin
lavar.
¡Dios mío! ¡Así ha sido todo el tiempo, todo el tiempo, cada minuto, lo mismo
cuando cruzaron los bosques de algarrobos, de chañares, de talas y de piquillines,
que cuando vadearon el Río Segundo y el Saladino! Ampía, los Puestos de
Ferreira, Tío Pugio, Colmán, Fraile Muerto, la esquina de Castillo, la Posta del
Zanjón, Cabeza de Tigre… Confúndense los nombres en la mente de Catalina
Vargas, como se confunden los perfiles de las estancias que velan en el desierto,
coronadas por miradores iguales, y de las fugaces pulperías donde los paisanos
suspendían las partidas de naipes y de taba para acudir al encuentro de la
diligencia enorme, único lazo de noticias con la ciudad remota.
¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Y las tardes que pasan sin dormir, pues casi todo el viaje se
cumple de noche! ¡Las tardes durante las cuales se revolvió desesperada sobre el
catre rebelde del parador, atormentados los oídos por la cercanía de los peones y
los esclavos que desafinaban la vihuela o asaban el costillar! Y luego, a galopar
nuevamente… Los negros se afirmaban en el estribo, prendidos como sanguijuelas,
y era milagro que la zarabanda no los despidiera por los aires; las petacas, baúles y
colchones se amontonaban sobre la cubierta. Sonaba el cuerno de los postillones
enancados en las mulas, y a galopar, a galopar…
Catalina tantea, bajo la saya que muestra tantos tonos de mugre como lamparones
las bestias uncidas al vehículo, los bolsos cosidos, los bolsos grávidos de monedas
de oro. Vale la pena el despiadado ajetreo, por lo que aguarda después, cuando las
piezas redondas que ostentan la soberana efigie enseñen a Buenos Aires su
poderío. ¡Cómo la adularán! Hasta el señor Virrey del Pino visitará su estrado al
enterarse de su fortuna.
¡Su fortuna! Y no son sólo esas monedas que se esconden bajo su falda con
delicioso balanceo: es la estancia de Córdoba y la de Santiago y la casa de la calle
de las Torres… Su hermana viuda ha muerto y ahora a ella le toca la fortuna
esperada. Nunca hallarán el testamento que destruyó cuidadosamente; nunca sabrán
lo otro… lo otro… aquellas medicinas que ocultó… y aquello que mezcló con las
medicinas… Y ¿qué? ¿No estaba en su derecho al hacerlo? ¿Era justo que la
locura de su hermana la privara de lo que se le debía? ¿No procedió bien al
protegerse, al proteger sus últimos años? El mal que devoraba a Lucrecia era de
los que no admiten cura…
El galope… el galope… el galope… junto a la portezuela traqueteante baila la
figura de uno de los soldados de la escolta. El largo gemido del cuerno anuncia que
se acercan a la Guardia de la Esquina. Es una etapa más.
Y las siguientes se suceden: costean el Carcarañá, avizorando lejanas rancherías
diseminadas entre pobres lagunas donde bañan sus trenzas los sauces solitarios;
alcanza a India Muerta; pasan el Arroyo del Medio… Días y noches, días y noches.
He aquí a Pergamino, con su fuerte rodeado de ancho foso, con su puente levadizo
de madera y cuatro cañoncitos que apuntan a la llanura sin límites. Un teniente de
dragones se aproxima, esponjándose, hinchando el buche como un pájaro
multicolor, a buscar los pliegos sellados con lacre rojo.
Cambian las mulas que manan sudor y sangre y fango. Y por la noche reanudan la
marcha.
El galope… el galope… el tamborileo de los cascos y el silbido veloz de las
fustas… No cesa la matraca de los vidrios. Aun bajo el cielo fulgente de astros,
maravilloso como el manto de una reina, el calor guerrea con los prisioneros de la
caja estremecida. Las ruedas se hunden en las huellas costrosas dejadas por los
carretones tirados por bueyes. Pero ya falta poco, Arrecifes… Areco… Luján… Ya
falta poco.
Catalina Vargas va semidesvanecida. Sus dedos estrujan las escarcelas donde
oscila el oro de su hermana. ¡Su hermana! No hay que recordarla. Aquello fue una
pesadilla soñada hace mucho.
El correo real fuma una pipa. La señorita se incorpora, furiosa. ¡Es el colmo!
¡Como si no bastaran los sufrimientos que padecen! Pero cuando se apresta a
increpar al funcionario, Catalina advierte dentro del coche la presencia de una
nueva pasajera. La ve detrás del cendal de humo, brumosa, espectral. Lleva una
capa gris semejante a la suya, y como ella se cubre con un capuchón. ¿Cuándo
subió al carruaje? No fue en Pergamino. Podría jurar que no fue en Pergamino, la
parada postrera. Entonces, ¿cómo es posible…?
La viajera gira el rostro hacia Catalina Vargas, y Catalina reconoce, en la penumbra
del atavío, en la neblina que todo lo invade, la fisonomía angulosa de su hermana,
de su hermana muerta. Los demás parecen no haberse percatado de su aparición. El
correo sigue fumando. Más acá el fraile reza con las palmas juntas y el matrimonio
que viene del Alto Perú dormita y cabecea. La negrita habla por lo bajo con el
oficial.
Catalina se encoge, transpirando de miedo. Su hermana la observa con los ojos
desencajados. Y el humo, el humo crece en bocanadas nauseabundas. La vieja
señorita quisiera gritar, pero ha perdido la voz. Manotea en el aire espeso, mas sus
compañeros no tienen tiempo de ocuparse de ella, porque en ese instante, con gran
estrépito algo cede en la base del vehículo y la galera se tuerce y se tumba entre
los gruñidos y corcovos de las mulas sofrenadas bruscamente. Uno de los ejes se
ha roto.
Postillones y soldados ayudan a los maltrechos viajeros a salir de la casilla.
Multiplican las explicaciones para calmarlos. No es nada. Dentro de media hora
estará arreglado el desperfecto y podrán continuar su andanza hacia Arrecifes, de
donde los separan cuatro leguas.
Catalina vuelve en sí de su desmayo y se halla tendida sobre las raíces de un
ombú. El resto rodea al coche cuya caja ha recobrado la posición normal sobre las
sopandas. Suena el cuerno y los soldados montan en sus cabalgaduras. Uno
permanece junto a la abierta portezuela del carruaje, para cerciorarse de que no
falta ninguno de los pasajeros a medida que trepan al interior.
La señorita se alza, mas un peso terrible le impide levantarse. ¿Tendrá quebrados
los huesos, o serán las monedas de oro las que tironean de su falda como si fueran
de mármol, como si todo su vestido se hubiera transformado en bloque de mármol
que la clava en tierra? La voz se le anuda en la garganta.
A pocos pasos, la galera vibra, lista para salir. Ya se acomodaron el correo y el
fraile franciscano y el matrimonio y la negra y el oficial. Ahora, idéntico a ella, con
la capa color de ceniza y el capuchón bajo, el fantasma de su hermana Lucrecia se
suma al grupo de pasajeros. Y ahora lo ven. Rehúsa la diestra galante que le ofrece
el postillón. Están todos. Ya recogen el estribo. Ya chasquean los látigos. La galera
galopa, galopa hacia Arrecifes, trepidante, bamboleante, zigzagueante, como un
ciego animal desbocado, en medio de una nube de polvo.
Y Catalina Vargas queda sola, inmóvil, muda, en la soledad de la pampa y de la
noche, donde en breve no se oirá más que el grito de los caranchos.
Los objetos
Silvina Ocampo

Alguien regaló a Camila Ersky, el día que cumplió veinte años, una pulsera de oro
con una rosa de rubí. Era una reliquia de familia. La pulsera le gustaba y sólo la
usaba en ciertas ocasiones, cuando iba a alguna reunión o al teatro, a una función
de gala. Sin embargo, cuando la perdió, no compartió con el resto de la familia, el
duelo de su pérdida. Por valiosos que fueran, los objetos le parecían
reemplazables. Sólo apreciaba a las personas, a los canarios que adornaban su casa
y a los perros. A lo largo de su vida, creo que lloró por la desaparición de una
cadena de plata, con una medalla de la virgen de Luján, engarzada en oro, que uno
de sus novios le había regalado. La idea de ir perdiendo las cosas, esas cosas que
fatalmente perdemos, no la apenaba como al resto de su familia o a sus amigas,
que eran todas tan vanidosas. Sin lágrimas había visto su casa natal despojarse, una
vez por un incendio, otra vez por un empobrecimiento, ardiente como un incendio,
de sus más preciados adornos (cuadros, mesas, consolas, biombos, jarrones,
estatuas de bronce, abanicos, niños de mármol, bailarines de porcelana, perfumeros
en forma de rábanos, vitrinas enteras con miniaturas, llenas de rulos y de barbas),
horribles a veces pero valiosos. Sospecho que su conformidad no era un signo de
indiferencia y que presentía con cierto malestar que los objetos la despojarían un
día de algo muy precioso de su juventud. Le agradaban tal vez más a ella que a las
demás personas que lloraban al perderlos. A veces los veía. Llegaban a visitarla
como personas, en procesiones, especialmente de noche, cuando estaba por
dormirse, cuando viajaba en tren o en automóvil, o simplemente cuando hacía el
recorrido diario para ir a su trabajo. Muchas veces le molestaban como insectos:
quería espantarlos, pensar en otras cosas. Muchas veces por falta de imaginación
se los describía a sus hijos, en los cuentos que les contaba para entretenerlos,
mientras comían. No les agregaba ni brillo, ni belleza, ni misterio: no hacía falta.
Una tarde de invierno volvía de cumplir unas diligencias en las calles de la ciudad
y al cruzar una plaza se detuvo a descansar en un banco. ¡Para qué imaginar
Buenos Aires! Hay otras ciudades con plazas. Una luz crepuscular bañaba las
ramas, los caminos, las casas que la rodeaban; esa luz que aumenta a veces la
sagacidad de la dicha. Durante un largo rato miró el cielo, acariciando sus guantes
de cabritilla manchados; luego, atraída por algo que brillaba en el suelo, bajó los
ojos y vio, después de unos instantes, la pulsera que había perdido hacía más de
quince años. Con la emoción que produciría a los santos el primer milagro, recogió
el objeto. Cayó la noche antes que resolviera colocar como antaño en la muñeca de
su brazo izquierdo la pulsera.
Cuando llegó a su casa, después de haber mirado su brazo, para asegurarse de que
la pulsera no se había desvanecido, dio la noticia a sus hijos, que no interrumpieron
sus juegos, y a su marido, que la miró con recelo, sin interrumpir la lectura del
diario. Durante muchos días, a pesar de la indiferencia de los hijos y de la
desconfianza del marido, la despertaba la alegría de haber encontrado la pulsera.
Las únicas personas que se hubieran asombrado debidamente habían muerto.
Comenzó a recordar con más precisión los objetos que habían poblado su vida; los
recordó con nostalgia, con ansiedad desconocida. Como en un inventario, siguiendo
un orden cronológico invertido, aparecieron en su memoria la paloma de cristal de
roca, con el pico y el ala rotos; la bombonera en forma de piano; la estatua de
bronce, que sostenía una antorcha con bombitas de luz; el reloj de bronce; el
almohadón de mármol, a rayas celestes, con borlas; el anteojo de larga vista, con
empuñadura de nácar; la taza con inscripciones y los monos de marfil, con
canastitas llenas de monitos.
Del modo más natural para ella y más increíble para nosotros, fue recuperando
paulatinamente los objetos que durante tanto tiempo habían morado en su memoria.
Simultáneamente advirtió que la felicidad que había sentido al principio se
transformaba en malestar, en un temor, en una preocupación.
Apenas miraba las cosas, de miedo de descubrir un objeto perdido.
Desde la estatua de bronce con la antorcha que iluminaba la entrada de la casa,
hasta el dije con el corazón atravesado con una flecha, mientras Camila se
inquietaba, tratando de pensar en otras cosas, en los mercados, en las tiendas, en
los hoteles, en cualquier parte, los objetos aparecieron. La muñeca cíngara y el
calidoscopio fueron los últimos. ¿Dónde encontró estos juguetes, que pertenecían a
su infancia? Me da vergüenza decirlo, porque ustedes, lectores, pensarán que sólo
busco el asombro y que no digo la verdad. Pensarán que los juguetes eran otros
parecidos a aquéllos y no los mismos, que forzosamente no existirá una sola
muñeca cíngara en el mundo ni un solo calidoscopio. El capricho quiso que el
brazo de la muñeca estuviera tatuado con una mariposa en tinta china y que el
calidoscopio tuviera, grabado sobre el tubo de cobre, el nombre de Camila Ersky.
Si no fuera tan patética, esta historia resultaría tediosa. Si no les parece patética,
lectores, por lo menos es breve, y contarla me servirá de ejercicio. En los
camarines de los teatros que Camila solía frecuentar, encontró los juguetes que
pertenecían, por una serie de coincidencias, a la hija de una bailarina que insistió
en canjeárselos por un oso mecánico y un circo de material plástico. Volvió a su
casa con los viejos juguetes envueltos en un papel de diario. Varias veces quiso
depositar el paquete, durante el trayecto, en el descanso de una escalera o en el
umbral de alguna puerta.
No había nadie en su casa. Abrió la ventana de par en par, aspiró el aire de la
tarde. Entonces vio los objetos alineados contra la pared de su cuarto, como había
soñado que los vería. Se arrodilló para acariciarlos. Ignoró el día y la noche. Vio
que los objetos tenían caras, esas horribles caras que se les forman cuando los
hemos mirado durante mucho tiempo.
A través de una suma de felicidades Camila Ersky había entrado, por fin, en el
infierno.
El profesor de ajedrez
Federico Peltzer

Cuando al hombre se lo presentaron, en el Club Social del pueblo, no entendió bien


el apellido; pero el otro, evidentemente, no era de ahí.
El individuo era alto, canoso y con barba muy cuidada, como los dandys de la
época de Mansilla. En seguida propuso jugar al ajedrez. En realidad el hombre
apenas sabía mover las piezas, pero aceptó.
Todas las tardes, con paciencia, el forastero le daba lecciones. No jugaban, sino
que estudiaban métodos para lograr una buena posición después de la apertura,
combinar en el medio juego, rematar bien los finales. Un día, el profesor le dijo:
—¿Sabe que está jugando muy bien? Ya conoce casi tanto ajedrez como yo.
—El hombre se sintió halagado, pero no quiso alardear.
—En el «casi» está la diferencia —dijo.
—Sí, puede ser, —contestó el otro, como si pensara en que ya era tiempo de irse a
otro pueblo menos aburrido.
El aprendizaje duró todavía una semana. Cuando el domingo llegó, el profesor dijo:
—Mañana me iré del pueblo; es lunes… Pero, antes, vamos a dar la última lección.
Empezaron. La partida era pareja y no se vislumbraban posibilidades para ninguno
de los dos. Estaban en el medio juego y el profesor, que parecía preocupado, no
había tenido oportunidad de señalar ningún error, como hacía habitualmente ante
una jugada débil o incorrecta del hombre. De pronto lo miró, y dijo:
—¿Quiere que juguemos en serio?
El alumno pareció no comprender: todo el tiempo había jugado en serio. El
profesor aclaró:
—Quiero decir que sigamos esta partida hasta el final, ¿entiende? Sin que yo le
indique nada. Un modo de medir sus fuerzas…
El hombre miró el tablero, repasó la posición y la consideró a la luz de todo lo que
sabía. La partida era equilibrada y tenían las mismas piezas. Pero algo le gustaba.
Era como una intuición de que iba a ganar, como un deseo de competir, de
arriesgarse.
Miró el rostro impasible del profesor.
—¡Bueno!, —dijo.
Entonces el otro movió una pieza (le tocaba jugar a él), y susurró:
—Mate.
Era cierto.
—Es admirable —dijo el alumno. Aparentemente no había ningún peligro.
Estábamos iguales…
—Así es, aparentemente —señaló el profesor.
El hombre, ya resignado, comentó, mientras se levantaban:
—Es malo fiarse mucho, ¿no? Esta ha de ser la última lección… ¿Cómo me dijo
que se llamaba?
El profesor contestó:
—Dios.
Pudo haberme ocurrido
Manuel Peyrou

Recuerdo que salí de la oficina de un amigo, en San Martín y Corrientes, y


comprobé la hora en el reloj de la compañía Transradio, destruido meses después
en el bombardeo de la Alianza. Eran las diez. La mañana era fresca, aunque
estábamos en febrero. El aire, fino, vibraba eléctricamente en el ámbito de la calle.
Arriba, hacia el Este, se movían algunas nubes delgadas. Volví el rostro y distinguí,
a lo lejos, el Obelisco, con su ventana diminuta. Decidí caminar hasta mi casa y en
seguida me distraje, recogiendo sólo alguna bocina estridente o el tóxico resoplido
de los escapes. Porque uno no va siempre completamente distraído. Y tampoco va
completamente atento a lo que ocurre a su alrededor. Yo iba así: mitad y mitad, si
es que pueden medirse la atención o la indiferencia. Además, después de muchos
años de vivir en Buenos Aires, uno tropieza con muchos lugares, rincones,
esquinas, que le hacen una seña desde el pasado. Entonces, no somos nosotros los
que estamos atentos. Son esos lugares los que saltan a nuestro paso y nos dicen:
recuerda.
Por ejemplo, ¿cuántas veces he mirado el reloj de la compañía Transradio?
Centenares de veces. Y siempre el reloj marcaba la hora presente y luego otra, y
otra. Bien. Yo doblé por Corrientes y al llegar a unos veinte metros de la entrada
del subterráneo Lacroze miré casualmente el rosto de un hombre que avanzaba en
sentido contrario. Repito que lo miré casualmente. No había nada en él que me
impulsara a fijar mis ojos en su persona. No era un rostro familiar; tampoco era un
rostro importante, ni por hermoso ni por desagradable. No era el pasado que
saltaba delante de mí y decía: recuerda. No. Sin embargo, mecánicamente me fijé
en él, y en el corto trazo de la corbata de moño, bajo el delgado mentón. Dos
segundos después, lo descarté y pensé en otras cosas. Seguí caminando y pasé
frente al cine Rotary. Sin detenerme, miré un cartel anunciador y volví en seguida la
vista hacia adelante. Entonces ocurrió el suceso que es motivo de este relato. Es
decir, ocurrió el hecho que motivó mi asombro y luego mi inquietud y luego el
deseo irrefrenable de averiguar la verdad. Al mirar hacia adelante —repito— vi
nuevamente al hombre que me había cruzado metros antes. Lógicamente, me
sorprendí. ¿El hombre había retrocedido rápidamente veinte o treinta metros para
luego marchar otra vez en el anterior sentido? Era posible, pero extraño. Seguí
pensando en la rareza del episodio y de pronto me sacudió algo como un chispazo
mental. No. El hombre no estaba vestido en la misma forma. Aunque yo no había
reparado claramente más que en su rostro, era indudable que la primera vez llevaba
una corbata de moño y ahora llevaba una larga, clara. No estaba muy seguro, pero
me pareció que también el traje era diferente. Por supuesto, la observación de ese
detalle me produjo asombro y molestia. Para tranquilizarme pensé que puede haber
dos hombres muy parecidos, o dos hermanos mellizos, y que en ese caso la única
particularidad del suceso sería la de que uno de ellos camina detrás del otro. En
medio de estas reflexiones, pasé frente al Círculo de Armas y luego frente al local
donde hace años estaba una boite llamada Charly. Faltaban pocos metros para
llegar a Maipú. Entonces, ya francamente alarmado, vi venir al hombre por tercera
vez.
La tercera vez el hombre había pasado con un impecable traje de brin blanco. Esa
noche, solitario en mi departamento, mientras los reflejos de neón se filtraban a
través de las cortinas y el rumor metropolitano se aquietaba, consulté varios
tratados científicos. Leí que existe una ilusión de la memoria que consiste en creer
que reconoce, hasta el último pormenor, el conjunto psicológico que forma el
contenido total y actual de la conciencia en un momento dado, como si reviviera
integralmente un instante ya vivido. Esto no estaba mal. Yo podía haber revivido el
mismo instante varias veces. Pero, ¿por qué el hombre cambiaba de traje?
Entonces, ¿no era el mismo instante? Leí también que existen otros casos
producidos por trastornos de la memoria. Puede existir el falso reconocimiento de
lo que no ha sido realmente percibido una primera vez, o la creencia en la novedad
de lo que ya ha sido percibido. El primer caso no variaba fundamentalmente el
planteo anterior. Y si lo que yo tomaba por novedosos eran realmente encuentros
anteriores reales con el hombre, volvía al punto de partida: la extraordinaria
experiencia de ver a un hombre marchar detrás de sí mismo varias veces en el
curso de doscientos metros.
Aquí fue donde arrojé el tratado al suelo y sentí un temblor. El temblor de los
relatos fantásticos leídos o escuchados en mi vida. Ahora yo era el protagonista, en
una trama en que la inquietud y el ensueño se unían. Uno de esos hechos que nos
imponen un cambio en la noción del tiempo, que nos hacen asomar a una ventana
sideral y vertiginosa. Pero era muy tarde. El sueño y el cansancio me dominaban y
cubrían como una marea: alcancé a imaginar un plan de acción; después,
lentamente, naufragué en el blando y tenebroso oleaje.
Sí. Era eso lo que tenía que hacer, me dije y me repetí cuando por la mañana
caminaba por la calle Lavalle hacia la oficina de mi amigo. Mi plan, por otra parte,
era de una sencillez extrema. Consistía en visitar a aquél, que es gerente de una
importante librería, hablar con él la misma cantidad de minutos que la mañana
anterior y salir hacia la calle a las diez en punto (yo recordaba claramente haber
interrumpido la conversación al ver que el reloj marcaba las diez menos un
minuto). Ya en el escritorio de mi amigo, todo ocurrió como lo había pensado,
salvo la conversación, que fue incoherente por mi parte y matizada de asombro por
la suya. Esto era lógico, porque yo estaba nervioso y trataba de cubrir una cantidad
de tiempo, sin poder preocuparme mucho de la lógica de mis respuestas. Me
preguntó, por ejemplo, por qué yo no había colocado una partida de libros de un
poeta joven (soy corredor de librería). En vez de contestarle que al poeta joven
nadie quería leerlo, le respondí con unas disculpas absurdas, que aumentaron su
asombro. En fin, transpirando y mirando el reloj llegué hasta las diez menos un
minuto. Me despedí y salí, tratando de caminar con el mismo ritmo que recordaba
haber empleado la mañana anterior. En la esquina comprobé la hora en el reloj de
la compañía Transradio. Seguro de continuar mi plan en forma correcta, inicié la
marcha por la calle Corrientes. Al llegar frente a la entrada del subterráneo, vi
venir al hombre; luego, al pasar frente a la librería lo vi venir de nuevo; finalmente,
unos metros antes de llegar a la esquina de Maipú, observé que por tercera vez, y
como el día anterior, marchaba hacia mí y cruzaba a mi lado.
Durante un mes seguí realizando la experiencia todas las mañanas, con la única
variante, respecto a los primeros días, de que inicié la marcha desde la esquina.
Van a continuación las observaciones realizadas, las conjeturas y algo que me
ocurrió una noche, hace algún tiempo, que dejaré para el final.
Una de las primeras revelaciones que tuve durante ese mes vertiginoso fue la de
que los encuentros con el hombre significaban para él (y para mí, por supuesto) el
transcurso de un lapso. Es decir, que las diferentes imágenes no eran, por decirlo
así, distintas copias de una fotografía. No. El tiempo transcurría para él. Lo
comprendí observando su peinado, su traje, sus corbatas, que siempre eran
diferentes o tenían algún detalle que variaba con los días o en un mismo día. En
una palabra, el sujeto iba desde el pasado al presente o desde éste al pasado.
Durante varios días dudé sobre cuál era la solución correcta. Luego gracias a mi
extraordinaria memoria, que todo el mundo conoce y que es una de las pocas cosas
de que puedo enorgullecerme, resolví el problema. El hombre venía hacia el
presente: yo todas las mañanas veía su vida hacia atrás. ¿Cómo lo averigüé?
Gracias a mi memoria, como ya lo he dicho.
Observé que la cara, la vestimenta, la corbata que veía todas las mañanas en
segundo término, eran las que el día anterior había visto en primer lugar, apenas
iniciada mi marcha en Corrientes y San Martín. Y todos los días la primera cara,
mejor dicho, la primera cara, el primer peinado, el primer atuendo del mismo
hombre, eran diferentes. Luego, cada mañana, yo veía ese día y los días anteriores
de ese hombre, sus cotidianas y pretéritas marchas hacia su oficina o su casa.
Estoy ya adivinando la sonrisa irónica del posible lector. Estoy adivinando sus
posibles preguntas. ¿Notaba yo decrepitud creciente en el hombre cuyo pasado se
ofrecía a mis ojos? ¿O notaba atisbos de rejuvenecimiento a medida que las
imágenes se alejaban? Contesto sin vacilar. No podía yo notar ninguna de las dos
cosas porque el espacio de tiempo durante el cual el fenómeno se traducía era de
días solamente. Envejecemos de un día para otro, pero no se nota. El caso es que
pensando en aquellas preguntas se me ocurrió otra. Yo estaba viendo el día actual
de un hombre y luego, para atrás, sus días anteriores y próximos. Bien. ¿Y si yo de
alguna manera, ya colocado en esa especie de canal del tiempo, pudiese ver meses
y años de su pasado? Y luego vino, naturalmente, una interrogación más, que me
produjo ansiedad. ¿Y si yo pudiese ver, no el pasado de ese desconocido que no
me interesa en lo más mínimo, sino el de mi madre, o el de mi pobre Giselle,
muerta hace tantos años? ¿Si yo pudiese ver, por ejemplo, la noche del 31 de
diciembre de 1937, en Les Ambassadeurs? ¿Qué camino, qué canal utilizaría para
ello? Pocos días tardé en comprender que para pasar a una etapa tan asombrosa
tenía primero que completar la primera. Es decir, experimentar con el desconocido,
para llegar después al objetivo ulterior.
Después de unos días en que no pude ubicar a mi personaje, una mañana lo vi
venir. Yo estaba frente a la entrada del subterráneo y él marchaba apurado, como si
estuviera con atraso. ¿Era el hombre de hoy, o el de ayer o el de anteayer? No me
detuve a averiguarlo.
Apenas pasó, empecé a caminar detrás de él.
Me divertía pensar que detrás de nosotros venían otras versiones del mismo
hombre, otros días, como hojas de un calendario que en algún punto se iban a
juntar. Llegó a un edificio situado a la altura del doscientos, entró, saludado por el
portero. Yo entré detrás de él en el ascensor esperé, sin mirarlo, a que descendiera.
Marchó unos metros por un pasillo, siempre seguido por mí, y entró. Entonces
decidí abordarlo. Estaba sentado ya, delante de unos papeles. Tosí, golpeé
levemente la puerta, y levantó la vista. Luego dijo: «Adelante». Su voz me produjo
un ligero escalofrío: me pareció haberla escuchado en alguna parte, hace mucho
tiempo. Pero el rostro me era absolutamente desconocido.
Entré, me senté y ensayé los gambitos habituales antes de entrar en materia. Noté
que era hombre de pocas palabras o que estaba muy ocupado. Me instó a que
concretara.
—Le va a parecer absurdo lo que me propongo —le previne—; pero puedo y debo
hacer un experimento asombroso con el tiempo.
—¿Con el tiempo? —dijo, con una ligera palidez y una voz que se enronqueció.
¿Con el tiempo?
—Sí. Yo he descubierto que puedo llegar al pasado de las personas, pero necesito
colaboración…
Me miró con una ligera sonrisa.
—¿Colaboración? ¿De quién?
—De las personas a cuyo pasado quiero llegar. De usted, por ejemplo.
En ese instante noté dos cosas. El hombre había bajado la mano y había tocado
algo en el escritorio. Lejos, muy lejos, me pareció oír un timbre. La otra cosa que
noté fue más alarmante. Ya la voz del individuo me había causado una impresión
extraña, como escuchar un tono familiar, olvidado y luego recordado. Pero lo que
me preocupó fue que el hombre empezó a parecerme conocido, con una dolorosa
sensación de no poder avanzar más en ese reconocimiento. Mejor dicho, me
recordaba algo. Podía haberlo conocido. Pero, ¿dónde? ¿cuándo? Se lo pregunté y
me negó con dureza. Se puso antipático y tocó nuevamente algo debajo del
escritorio. Estaba a punto de odiarlo, pero traté de convencerlo.
—Por intermedio de usted quiero llegar al pasado de otras personas. Usted será
solamente el objeto de un experimento asombroso. Quizá luego usted quiera
también conocer otras vidas, otras personas.
Su irritación aumentó y yo empecé a comprender. En ese momento se abrió la
puerta y apareció un individuo bajo, servil.
—¿Llamó, señor?
—Sí. Acompañe a este hombre a la calle. Si molesta llame a un agente.
Me sacaron casi a empellones; pero como no resistí más que verbalmente, no me
causaron mayores molestias. Anduve varias cuadras, mascullando maldiciones y,
cuando me calmé, me fui a mi departamento. No salí en toda la tarde y por la
noche me acosté muy temprano. Llegó, pues, al momento de relatar lo que soñé —
si lo que ocurrió fue un sueño— y las consecuencias del mismo. Yo estaba en la
cama, de espaldas, y por la ventana entraron muchas imágenes, como láminas, del
rostro del hombre, que se fueron pegando a la primera hasta formar un rostro
animado, largo, ancho y con profundidad. No movió los labios, pero escuché su
voz como si me viniera desde adentro o tuviera un teléfono de radiooperador
colocado en las orejas. Sus palabras me desolaron. Dijo: «Detente. No pretendas
mirar hacia atrás. Sé que puedes ver a tu madre. Pero la verás primero muerta,
luego decrépita, luego más joven, pero entonces ya la verás desdibujada. Y
entonces no la reconocerás. También verás la noche del 31 de diciembre de 1937
en Les Ambassadeurs y verás a Esther, pero también verás lo que no quieres ver».
No sé cuánto tiempo siguió hablando, pero ya no lo escuchaba. Con horror había
comprendido lo que ese rostro significaba para mí. Era, y es, alguien que me ha
causado un mal inmenso, pero que nunca pude desenmascarar. Alguien a quien
siempre vi de espaldas, que me hirió sin mostrarse, que siempre cerró la ventana y
se ocultó cuando avancé para verle la cara.
Me desperté transpirando. Anduve un rato como sonámbulo por la pieza y luego
tomé mi decisión. Esta vez yo sabía dónde podía encontrarlo. Por las dudas, tomé
mi pequeño Smith-Wesson 32 y salí. Como estaba cerca, fui caminando. De paso,
fortalecía mi decisión y me entonaba. Llegué a la oficina, tomé el mismo ascensor
y caminé por el pasillo. La puerta estaba abierta. Entré, pero no vi a nadie. Golpeé
las manos y apareció, muy atento, el hombre bajo, servil, que me había sacado a
empellones el día anterior. Le pregunté por «el señor que atiende allí», señalando el
escritorio. Me contestó que en ese escritorio no atendía nadie, que sólo era
ocupado para acumular expedientes que los ordenanzas dejaban y luego sacaban
para llevar a otras oficinas. El hombre era amable, pero ante mi insistencia empezó
a poner cara de extrañeza. Me disculpé y salí. No sé cuántas horas anduve como
aturdido, caminando por la calle, hasta que maquinalmente llegué a mi casa y me
acosté. Creo que en un momento de lucidez hice algún proyecto para el día
siguiente. Pero al día siguiente no ocurrió nada, y tampoco después. Han pasado
varios meses, durante los cuales he vigilado diariamente, a la hora oportuna, el
tramo de la calle donde aquella mañana de febrero vi llegar al hombre. No lo he
vuelto a ver. Sin embargo, no desespero de encontrarlo algún día y averiguar quién
es.
El elegido
María Esther Vázquez

Yo volví de la muerte muchas veces


a padecer la vida…

No he podido seguir leyendo. Comprendo —a lo largo de mi vida casi infinita he


comprendido muchas cosas— que la imaginación del poeta lo lleve a fantasías
como la de esos dos primeros versos del poema; pero yo me pregunto: ¿Puede
algún hombre saber o intuir qué se siente cuando se vuelve de la muerte? En
realidad, creo que yo mismo ya casi lo he olvidado.
El poema está firmado por alguien cuyo nombre he visto impreso a menudo en este
país. Ahora leo únicamente los suplementos ilustrados de los periódicos. Cuando
hace unos dos siglos salieron los primeros diarios me parecieron una novedad; leía
todo lo que podía, política, editoriales, economía. Después también me cansé de
eso y en los últimos cuarenta años, desde que llegué a la Argentina, leo únicamente
los suplementos de los domingos; es una costumbre a la que me he obligado a
aferrarme y que olvidaré también cuando deba irme de Buenos Aires. Creo que
tendré que hacerlo pronto; ya hay demasiada gente que me conoce. Ahora las cosas
son más difíciles que antes; policía internacional, pasaportes, telégrafo, radio,
aviones.
Retomo el poema: Yo volví de la muerte muchas veces. ¡Qué estupidez! Con volver
una es suficiente. Hace años que no pensaba en esas cosas. En la vida que me he
hecho ahora, bastante solitaria, a veces por días enteros tengo la ilusión de ser
realmente el hijo de un coleccionista de antigüedades, cuya casa y clientes he
heredado. Clientes que han envejecido mientras yo conservo mi aspecto de hombre
joven y prematuramente agobiado, cansado quizá; también es esto, dicen ellos, soy
asombrosamente parecido a mi supuesto padre.
Creo que podré seguir unos años más así, luego desapareceré como siempre.
A veces olvido, me decía, pero cosas cotidianas, la lectura de un poema —por
ejemplo— me devuelven a mi condena de siglos. A menudo ocurren hechos más
terribles. La semana pasada, sin ir más lejos, mi vecino, que admira algunas de las
baratijas que hay en mi casa, me invitó a un concierto. Era una función muy
importante —aseguró— y me dejé llevar. En tales reuniones no suele verse nada
interesante; claro que las esmirriadas ropas de este siglo no permiten el lucimiento
de hombres ni mujeres. La música, en cambio, es más llevadera. En el entreacto mi
vecino quiso salir; lo acompañé y, de pronto, la vi; era el mismo rostro de aquella
muchacha que conocí en la corte de Lorenzo el Magnífico, cuando Florencia nacía
para la belleza y para la gloria. Era un rostro extraño y espléndido. De todos
aquellos que pasaron por mi vida recuerdo muy pocos, pero esa mujer me dio
tantas felicidades y desdichas que creo tardaré, todavía, mucho en olvidarla. Ante
la insistencia de mis miradas, la muchacha volvió los ojos hacia mí, la saludé con
una inclinación de cabeza y ella, creyendo reconocerme, sonrió, como la otra, la
italiana, a quien amé tanto y cuyo nombre, sin embargo, he perdido.
Después de mis hermanas, de Marta, sobre todo, de una egipcia que compré en
Roma y de una galesa que murió en mis brazos, pocas mujeres me impresionaron
como aquella italiana, cuyo rostro había vuelto a encontrar. Pero mi italiana, era
más joven que esta argentina; tenía poco menos de veinte años cuando su marido la
llevó de Florencia. La última noche que pasamos juntos me regaló un espejo de
plata. Murió joven; feliz de ella.
El encuentro del teatro me trastornó y esa noche, en la oscuridad de mi cuarto,
solo, recordé aquella época y otras más lejanas, remotas ya, y rostros y vidas que
amé y odié; y a un hombre al que maté para robarle, en Córdoba, cuando Almanzor
era califa; y a aquel Carlos de Inglaterra, que vi morir a manos del verdugo; y mi
casa en Palestina; y a mi madre cociendo pan; y los ojos de aquel hombre que me
llamó, para mi mayor honra y mi mayor desdicha, su amigo; y la piedra del
sepulcro a mis espaldas.
No sé para qué escribo estas cosas. Nada espero de los hombres ni de mí mismo.
Me conozco hasta el hartazgo y espero, sin embargo, que aquél, mi amigo, me
permita descansar. A veces voy a la iglesia y le hablo. No me oye; he olvidado su
lenguaje. Un día, en Santiago de Compostela —aún las torres de la catedral no
habían sido levantadas—, me confesé con un padre peregrino; de todos los que me
han escuchado, él fue el único que me creyó y me confortó sin pensar que era un
poseso. Me aconsejó que buscara la compañía de los hombres, mis hermanos; que
no envidiara su suerte mortal y que los amara, si fuera posible, como mi amigo los
amó; no, no es posible. No me importa nada de los hombres. Antes, hace mucho,
los buscaba en la desesperación, después en el tedio. Estoy cansado, he aprendido
lenguas extrañas y las he olvidado; he visto casi todos los cielos del planeta y los
he olvidado; he estudiado ciencias y la alquimia y la medicina y las estrellas y sus
cambios a través de los tiempos; aprendí la antigua botánica y Emiliano Paladio
Rutilio me enseñó agricultura; y conozco todos los animales de la tierra, hasta los
insectos más minúsculos; desde la música a la poesía, las artes me cautivaron y he
olvidado casi todo; solamente no he podido olvidar aquella terrible hora en que fue
sellado mi destino. El tiempo se detuvo para mí, no envejece mi cuerpo, mi rostro
conserva aquel color un poco pálido del momento en que me encontró; no hay sol
que oscurezca mi piel, ni accidente físico que pueda dañarme, ni cataclismo que
me aniquile; debo esperar indefectiblemente el día señalado.
Yo había enfermado después que él dejó mi casa, donde estuvo un tiempo; mis
hermanas lo adoraban y yo también. Era noble y alegre, dueño de una alegría total,
perfecta y sabia. Miraba con largueza los hombres y las cosas, aun las más ínfimas,
y sabía decir maravillosamente, aunque no entendiéramos a veces sus palabras.
Fuimos mucho tiempo amigos y a pesar de que nunca lo acompañé en sus viajes,
me gustaba estar a su lado y oírlo hablar. Sin embargo, siendo su amigo, me sentía
siempre asombrado y casi anonadado frente a él. Me imponían sus maneras, sus
gestos; la majestad entera, puedo decir, que se desprendía de su paso cuando
andaba, de su reposo cuando dormía, y, sobre todo, del aliento que alcanzaba
aquello que lo rodeaba, iluminándolo.
Una noche, como digo, después que él dejó mi casa, se levantó una terrible
tormenta. Una de mis hermanas estaba fuera y salí a buscarla. La lluvia y el frío me
enfermaron y al día siguiente no pude levantarme. Me postró una fiebre cada vez
más alta. Vinieron los doctores, se les dio una arroba de aceite fino y una libra de
ungüento de nardo puro —el mejor perfume— a cada uno, pero yo languidecía. Se
llamó al sacerdote y cuando ya no pude hablar, ni ver, ni sentir más que la
oscuridad y el silencio, me prepararon para morir, y, como yo era el único varón de
la casa, mis hermanas hicieron traer del templo un sudario de lino. Una de ellas, en
su desesperación, lo mandó llamar con un mensajero que le dio la triste nueva. Su
bondad y su sabiduría eran la única esperanza.
Guardo de aquella época el recuerdo que sobrevive a las pesadillas; noches de
fiebre, angustia y delirio. Los rostros de mis hermanas sobre mí y las manos frescas
en las mías sudorosas. Luego, la noche total; él, aparentemente, llegó tarde. Mis
hermanas fueron a recibirlo, cuatro días después cuando entró en la aldea. Llorando
se echaron en sus brazos; iban con las cabezas cubiertas con los mantos que
estaban, por su duelo, manchados de ceniza. Él también lloró; ¡habían sido tan
felices las horas de la clara amistad! Después, no tuvo amigos y yo tampoco. Alzó
los ojos al cielo desolado del atardecer y quedó silencioso. Luego, lentamente,
recogió su humilde hábito de predicador sin templo y marchó hacia la colina de los
sepulcros. Allí se hizo mostrar, por quienes lo acompañaban, el mío. A la vista de
la piedra que lo cubría volvieron a sus ojos las lágrimas, pero rehaciéndose, con
voz clara y grave, pidió que movieran la piedra. Ante aquello que parecía
insensato, algunas voces intentaron una protesta. Frente a su gesto adusto la tumba
fue abierta.
El viento, lúgubre rumor, andaba sobre las ramas estrechas de los árboles, y la
luna, recién aparecida, desolaba los montes. Elevándose por encima del viento, su
voz dijo, tres veces, las necesarias palabras: Lázaro, sal afuera.
Alzado del túmulo, cubierto aún por el sudario y ligadas las manos por el cordón
de los muertos, sumiso y ciego, salí a la noche de Betania. Su voz, ahora dulcísima,
agregó: Desatadle y dejadle ir. Rescatado de la sombra silenciosa, el aire de la
noche parecíame embriagador; no sabía yo qué había pasado por mí y conmigo,
pero todo mi cuerpo, agradecido y espléndido, como recién vuelto del amor, latía
en la vida.
Esa noche mi hermana lo ungió de nardo; no hubo noche más feliz para mí. Pero ha
pasado tanto tiempo. ¡Jesús, príncipe del día! Por qué me abandonaste en esta tierra
hostil, que no me deja cambiar ni envejecer; que no me deja morir… Y me
pregunto, preguntándote, por qué y para qué yo, Lázaro, fui el elegido y el
olvidado.
Notas
[1]Humberto I aún paseaba triunfante por las ciudades de Italia la corona y los
gallardos bigotes heredados de su padre… <<
[2]

Es el descontento de sí mismo, ya sea por la oscuridad de origen, por un defecto de


conformación física o por ausencia de condiciones espirituales brillantes, lo que
lleva a muchos hombres a la acción revolucionaria.
Y, por el contrario, en todo espíritu rebelde hay un gran fondo de timidez. La
actividad revolucionaria es la reacción violenta de los tímidos que trastornan la
sociedad a fin de darse ánimos. Lo cual es lo mismo que prender fuego a una casa
ajena para entrar en calor.
A veces suele ocurrir que en el curso de la acción revolucionaria, cuando ésta es
afortunada, los tímidos pierden su cortedad y entonces vuélvense conservadores.
Tal es la secreta causa psicológica de la defección de tantos arrebatados profetas
que han dejado a medio camino la emancipación de su pueblo sólo porque lograron
antes su propia liberación espiritual.
Cuando yo pierda mi timidez literaria, escribiré sobre este asunto una comedia
llena de sagaces observaciones —entre otras, las de que la austeridad, virtud
revolucionaria por excelencia, es una actitud natural en todos los cortos de genio
—, comedia que titularé Los rodeos del tímido y que, estoy desde ya seguro, no
tendrá buen éxito. Otra cosa sería si la estrenase en París y se titulara: Le détour
du tunide. <<
[3]Contubernio.(Del lat. contubernium.) Habitación con otra persona. Diccionario
de la Real Academia Española. <<

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