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Clara Borreguero Martín Historia Moderna.

CUARENTENA

Entre la permanencia y el cambio: aspectos


económicos, demográficos y sociales.
INTRODUCCIÓN.
Desde la década de 1680 el dinero circuló más rápidamente que en las décadas anteriores y la vida
económica conoció un fuerte impulso a lo largo del siglo XVIII que contribuyó a fortalecer las variadas
modalidades de la empresa capitalista: rentista, mercantil, financiera e industrial. Dicho esto, conviene
advertir que para este periodo debemos continuar empleando el concepto capitalismo en su sentido
más amplio y no como sinónimo de industrialización o atribuyéndole las características que el sistema
liberal le otorgará en el siglo XIX. Durante el Setecientos, la tradición continuó teniendo un notable peso,
las barreras sociales, jurídicas y fiscales continuaron condicionando en distintos sentidos el desarrollo
económico de buena parte del continente y las actividades NO industriales, aunque capitalistas,
mantuvieron una importancia relevante.

La agricultura continuó siendo en el siglo XVIII la actividad económica más destacada tanto por su
contribución a los ingresos de las Haciendas públicas de cada Estado como por su capacidad para generar y
mantener grandes fortunas. El capitalismo rentista dominó este sector productivo, en el que un número
cada vez mayor de grandes terratenientes admitían la filosofía del mercado, si bien se mantenían apegados
a los valores tradicionales de orden, autoridad y estatus. El capitalismo rentista supuso, por tanto, una
mezcla de lo viejo y lo nuevo, de agricultura comercial y herencia capitalista. El capitalismo mercantil
conoció un auge paralelo a la gran expansión del tráfico derivada de la hegemonía europea sobre el
comercio mundial y sus efectos contribuyeron a impulsar la agricultura y las manufacturas. El capital
mercantil se vinculó estrechamente al capital financiero, que canalizó buena parte de los beneficios del
gran comercio ofreciendo en contrapartida mecanismos idóneos de crédito para facilitar las actividades
comerciales. Los ideales de banqueros, aseguradores e intermediarios estaban, en el siglo XVIII, muy
próximos a los del capitalismo rentista, con el que mantenía una nutrida red de contactos personales
basados en la confianza mutua y la comunión con valores similares.

En cuanto al capitalismo industrial, ha sido percibido, por su relación directa con el proceso productivo,
como uno de los agentes de cambio más visibles. No obstante, hay que reconocer que incluso en Inglaterra,
la industrialización fue un proceso más lento de lo que tradicionalmente se ha afirmado. Hasta 1740 no hubo
un cambio destacado en la contribución de la industria a los ingresos hacendísticos británicos y no fue hasta
1820 cuando el peso cuantitativo de las nuevas industrias se impuso en el conjunto de la economía. El
número de fortunas amasadas por el capitalismo industrial no tiene comparación con las derivadas de
la tierra, el comercio o las finanzas, e incluso la influencia política de los industriales fue limitada hasta la
reforma de 1832.

LA AGRICULTURA. ENTRE TRADICIÓN Y RENOVACIÓN.


El siglo XVIII conoció en términos globales un incremento de la producción agraria que fue suficiente para
permitir un aumento demográfico sostenido. Sin embargo, tan sólo en algunos lugares el incremento de la
producción fue producto de una agricultura intensiva, capaz de eleva significativamente los rendimientos
mediante el uso de técnicas agronómicas o de utillaje renovado. En la mayor del continente europeo el
aumento de la producción derivó de la extensión de la superficie cultivada a través de sistemas de
cultivo tradicionales e instrumental que, en buena parte, era el mismo que el utilizado en siglos
anteriores.
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El paisaje rural de la Europa del siglo XVIII estuvo dominado por la rotación trienal y, en menor grado la
bienal, una persistencia de los útiles tradicionales, un abonado muy deficiente y una organización del
territorio en campos abiertos con fuertes coacciones comunitarias. Según el modelo clásico, la rotación
trienal se desarrollaba: en el primer año se cultivaban cereales de invierno (trigo o centeno); en el segundo
de primavera (avena o cebada) o leguminosas, dejando la tierra en barbecho el tercer año. La bienal estaba
limitada a la alternancia cereal-barbecho. La característica común de ambos sistemas de rotación residía en
la utilización sistemática del barbecho. La respuestas más generalizada a la mayor presión demográfica
no fue, salvo en contadas excepciones, intensificar la producción reduciendo la utilización del barbecho
sino roturar tierras incultas en las que se siguieron aplicando los mismos procedimientos de rotación.

La deforestación, el drenaje de tierras, la colonización de territorios despoblados fueron iniciativas que


ampliaron la superficie cultivada pero no influyeron en un incremento de la productividad. La estabilidad o
un aumento muy contenido de los rendimientos agrícolas era la situación dominante en Europa. El arado de
madera, la azada o la guadaña, siguieron siendo el fundamento técnico de la agricultura. Las posibilidades
de fertilizar la tierra con abonos eran muy limitadas y el estiércol animal, aunque muy estimado, quedaba
circunscrito al regadío y a la reducida cantidad de fertilizante que podía aportar el recorrido del ganado por
el barbecho.

La organización del territorio dedicado al cultivo en campos abiertos seguía siendo una realidad esencial de
la Europa occidental y se encuentra entre los primeros factores que condicionaban el funcionamiento de la
agricultura tradicional. El territorio cultivado era un intrincado puzle de parcelas de diversos propietarios
que condicionaba la actividad campesina. Numerosos caminos y sendas reducían la superficie cultivada y
era imposible cercar las parcelas porque ello impedía el paso de una a otra propiedad. La combinación de
parcelación con el sistema de rotación de cultivos daba lugar a la división del territorio en tres franjas en las
que se imponía a todos los propietarios un ciclo único de cultivos, permitiendo la utilización en común de la
parte dejada en barbecho, normalmente como lugar de pasto para el ganado.

El modelo británico:

Mientras en el continente los proyectos eran de índole general y teórico, en Inglaterra se avanzó
rápidamente en el campo de los progresos prácticos, tanto en las técnicas y el equipamiento como en la
ordenación racional del territorio cultivado.

En la década de 1730, el vizconde Townshend abandonó la política y se dedicó a aplicar técnicas


agronómicas que había aprendido urgentemente durante su estancia como embajador en Holanda en sus

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propiedades de Norfolk. La innovación principal consistió en introducir el nabo y el trébol en lugar de dejar
la tierra en barbecho, con lo que se aseguraba además la alimentación del ganado durante el invierno
(Norfolk System). El valor de la tierra se duplicó y otros nobles ingleses se interesaron por las novedades
agrarias y los beneficios que reportaban.

Contemporáneo de Townshend, el jurista Jethro Tull propagó los principios de la agronomía en una obra
publicada en 1731 “La nueva agricultura con azada”, donde preconizaba el uso de una variada gama de
aperos perfeccionados, además de diseñar una sembradora mecánica de gran éxitos. Otros británicos,
dotados del mismo espíritu empírico y emprendedor, contribuyeron con sus ideas a dinamizar la agricultura
mediante el uso de técnicas baratas que incrementaban la producción (lo que implicaba un menor precio de
venta al público).

Los progresos técnicos vieron garantizada su eficiencia al verse acompañados de transformaciones


profundas en el sistema de propiedad. Al igual que en Europa, los campos abiertos (open fields) seguían
definiendo el paisaje inglés en la primera década del siglo XVIII, condicionando el modo de cultivo a causa
de la parcelación y la irregular localización de la explotaciones. Mas allá de los campos abiertos se extendían
las tierras comunales, utilizadas por los campesinos como pasto, reserva de leña o turba. Las presiones de
los terratenientes, estimulados por los beneficios que reportaban una agricultura más racional y unos
ventajosos precios, llevaron al Parlamento a dictar centenares de leyes de cercamiento (enlosures acts)
que ordenaban el cercamiento de las propiedades privadas y las tierras comunales siempre que estuvieran
los propietarios de los 2/3 de la parroquia.

Las leyes de cercamiento permitieron una reordenación de la propiedad que acabó con la sincronización
de los trabajos a que obligaba el cultivo en hojas favoreciendo, en consecuencia, la iniciativa individual. En
contrapartida, produjo la proletarización de aquellos pequeños propietarios que se vieron obligados a
vender sus parcelas y la de los miembros de las categorías campesinas más humildes, quienes se vieron
privados del uso de las tierras comunales. Ambas categorías terminaron convirtiéndose en mano de obra
disponible para los sectores manufacturero, comercial y de servicios, que paralelamente estaba
protagonizando una fuerte expansión.

El interés por la agricultura se vio también estimulado por la corriente de pensamiento, fisiocracia, que
desde mediados del siglo XVIII puso a la agricultura en el origen de toda riqueza. Aparte de alejarse de los
principios mercantilistas y reclamar una actividad económica más libre, sin restricciones ni privilegios
(laissez-faire), se insistió en la importancia de la ley natural y de los derechos de propiedad. La
naturaleza humana implicaba, para los fisiócratas, el derecho de propiedad y de nada servía este derecho
sin la libertad de uso. Sobre una propiedad libre de la tierra cabía establecer un único impuesto, justo y
universal. El papel del gobierno debía quedar limitado a permitir la libre circulación de los productos y
renta procedentes de la agricultura y, de forma especial, el comercio libre de cereal. Algunos de estos
planteamientos fisiocráticos, como la libertad de comercio de grano, pudieron ser aplicados en diversos
países, pero los resultados fueron en general contraproducentes, y de hecho provocaron revueltas
campesinas. La causa principal del fracaso práctico de las ideas fisiocráticas estaba en que se tomaban
medidas sin previamente modificar las estructuras de propiedad heredadas, ni las condiciones fiscales y de
los mercados en las que vivía la población.

Mayor trascendencia para los campesinos tuvieron las sociedades creadas para ayudar y fomentar la
agricultura. Agrupaciones de individuos, casi siempre cercanos a las elites locales, se organizaron para
ayudar a difundir técnicas, máquinas y conocimientos entre los agricultores. Un movimiento más o menos
estimulado por los poderes públicos, pero que pobló prácticamente toda Europa de sociedades para el
fomento de la agricultura. La acción de estas sociedades se materializó en la organización de cursos para

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los campesinos, creación de premios para resolver problemas concretos o publicación de revistas , como
la Gaceta de Agricultura en Francia (1765) o la Crónica Alemana en Augsburgo (1774).

Cosechadora de Tull.

INDUSTRIA.
El sector industrial a lo largo del siglo XVIII está caracterizado por el desarrollo de la manufactura rural
dispersa, la agudización de la crisis del sistema gremial urbano y el inicio en Inglaterra del sistema fabril,
avanzadilla de la moderna industrialización, que se singularizaría por la utilización de máquinas en el
proceso productivo y la concentración de trabajadores en grandes establecimientos.

En lo que respecta a la manufactura dispersa, se convirtió en una fuente de ingresos suplementarios para el
campesinado. Esta constituía una actividad de temporada, sujeta a los ciclos de la agricultura. Productor-
campesino y mercader-empresario eran dos figuras clave en esta modalidad productiva. Estos últimos
adquirían la materia prima y la distribuían entre la población rural, encargada de su transformación, para
después recoger el producto y encargarse de su comercialización. La consecuencia de este proceso era que
el productor-campesino quedaba asimilado al trabajador asalariado. Las muchas ventajas que ofrecía a los
mercaderes este sistema, también conocido como verlagsystem o putting out system, lo convirtieron muy
pronto en el sistema dominante en Europa Occidental. La manufactura dispersa contaba con mano de obra
subocupada y barata y sus características permitían una expansión industrial extensiva (en la que el capital
no necesitaba ser invertido en costos fijos como locales, herramientas…) que se adaptaba con facilidad a las
fluctuaciones de la demanda.

Las corporaciones gremiales, como organización de productores, se basaban en el monopolio de


fabricación en un mercado estático y limitado. El gremio era, por definición, enemigo de la transformación
económica y de la competencia e inadecuado para atender a una demanda en expansión. Pese a que en la
primera mitad del siglo XVIII los gobiernos pretendieron reforzar la reglamentación artesanal con la
intención de vigilar la calidad de los productos, esta tutela estatal no logró evitar que las corporaciones
gremiales se vieran socavadas por la competencia invencible de los productos manufacturados en el mundo
rural, y la posición cada vez más agresiva del capital mercantil. En la segunda mitad del siglo, las críticas
hacia la estructura gremial se intensificaron, oscilando desde la que solicitaban su reforma hasta quienes
abiertamente la condenaban y pedían su desaparición en aras de un sector industrial libre de trabas y
reglamento. Sólo el peso de la costumbre y los valores tradicionales ajenos al mercado daban fuerza a los
artesanos agremiados para resistir tenazmente al creciente predominio del capitalismo mercantil. Las
deudas contraídas por muchos artesanos con mercaderes-empresarios les irían empujando a perder su
independencia y a tener que desarrollar su trabajo en las condiciones marcadas por estos.

El nuevo sistema fabril:

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Junto a la manufactura rural dispersa y el decadente sistema gremial se difundió también en el siglo XVIII
una fase que precedería a la de la producción basada en la máquina: la del gran taller en manos de un
capitalista o del propio Estado y organizado sobre la base de la división del trabajo y la utilización de mano
de obra asalariada. Suponía una importante innovación organizativa y permitía una mayor eficacia respecto
a la manufactura dispersa: los costos de transporte eran menores, la intensidad del trabajo era mayor y, al
posibilitar una producción estandarizada, se hacía posible un mayor control de calidad. Cuando aparecieron
en esta realidad evolucionada las innovaciones técnicas se produjo una transformación estructural en el
proceso de producción de bienes de consumo conocido como sistema fabril o, más genéricamente,
sistema industrial.

Inglaterra fue la pionera del proceso industrializador por la existencia combinada de un mercado
exterior e interior en expansión. Mientras el boyante comercio ultramarino británico abrió el nuevo y
amplio horizonte de las colonias a las ventas y al beneficio, el mercado interior inglés se amplió gracias al
crecimiento demográfico y a contar con un nivel de vida más alto de Europa.

Los sectores más sensibles a los alicientes del mercado fueron los que avanzaron con mayor rapidez en
el camino de la industrialización: la industria algodonera, la minera y la siderúrgica.

Los tejidos de algodón se beneficiaron de un mercado masivo que demandaba tejidos ligeros, baratos,
estampados y fácilmente lavables, apropiados para la ropa interiores y la indumentaria de verano. La fuerte
demanda a que se veía sometida la producción algodonera pronto evidenció las limitaciones de la
manufactura rural, en la que la dispersión geográfica del trabajo encarecía el transporte (y en consecuencia
el precio) y su domiciliación hacía imposible la intensificación. El gran taller resolvía estos obstáculos, pero
subsistía el desequilibrio entre la fase de hilatura y la de tejido, ya que se necesitaba el trabajo de muchas
hilanderas para dar trabajo a un solo tejedor. Las respuestas a este problema empírico fueron las máquinas:
la Lanzadera Volante de John Kay y la conocida como Spinning Jane, de James Hargreaves consiguieron
economizar el trabajado en el hilado y se verían perfeccionadas por las máquinas tejedoras de Richard
Arkwright en 1769 y la de Samuel Crompton en 1780, que incorporaron el motor de vapor a su
funcionamiento.

La minería y la siderurgia se encontraban íntimamente relacionadas: gracias a la hulla fue posible la


máquina de vapor, pero esta hizo posible a su vez una mayor y mejor explotación minera, así como un mejor
trabajo en la fabricación de metales, con la consiguiente facilidad en el empleo de herramientas y artefactos
mecánicos. El desarrollo de una tecnología basada en el hierro y el carbón fue una de las claves de la
transformación industrial británica en el siglo XVIII.

En el Continente la mecanización tuvo muy escasa incidencia y los progresos técnicos se produjeron de
forma lenta y trabajosa, teniendo que enfrentarse a la oposición de los pequeños artesanos que temían

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quedarse sin trabajo y a quienes la perspectiva de trabajar en una fábrica les suscitó en principio un claro
rechazo. La pequeña producción independiente, el gremio en decadencia y la manufactura rural dispersa
controlada por el capital mercantil eran las modalidades que predominaban en el mundo industrial de la
Europa continental en los albores de la Edad Contemporánea.

LOS DIFERENTES ÁMBITOS COMERCIALES.


Durante el siglo XVIII el comercio conoció un extraordinario impulso, logrando Europa dominar de manera
casi absoluta el tráfico mundial de mercancías. América y Asia quedaron plenamente incorporadas a la red
comercial europea, y la rivalidad entre Inglaterra y Francia por ejercer su hegemonía en estos grandes
espacios coloniales definió el carácter de la centuria.

- Comercio europeo: Pese a la espectacular expansión del tráfico transoceánico el comercio inter-
europeo mantuvo un lugar relevante y en Europa se efectuaban la mayor parte de las transacciones.
El área Báltica siguió proporcionando importantes cantidades de hierro, cereal y madera, pero el
predominio que Holanda tenía en el siglo XVII fue ocupado por Inglaterra, con una creciente
participación en el transporte de las flotas mercantes rusa, danesa y sueca. El Mediterráneo siguió
bajo predominio francés, con el gran puesto de Marsella como base de operaciones, pero con la
competencia cada vez mayor de Inglaterra en el área occidental y de Rusia en la oriental debido a
las ventajas comerciales obtenidas por Catalina II del Imperio otomano en la década de los setenta.
Frente a los avances del transporte marítimo, más barato y seguro, el comercio terrestre continuó
entorpecido por el deficiente estado de los caminos, lo reducido de la red viaria y la lentitud de los
transportes, lo que favoreció la creación de regiones económicamente autónomas. Este panorama
era un tanto diferente en Inglaterra, que introdujo innovaciones e iniciativas que favorecieron el
progreso industrial y agrícola: las técnicas británicas para el pavimentado de las carreteras y las
sociedades privadas para su construcción y mantenimiento sirvieron de complemente a la acción
estatal, hasta el punto de contar a finales de siglo con la red viaria mayor de Europa, perfeccionada
por una red de canales que comunicaban entre sí los centros de producción y consumo. En el resto
del continente los avances fueron sin embargo más modestos, si bien se obtuvieron algunos logros,
como la construcción en Saboya de carreteras que atravesaban los valles alpinos o el apoyo de lo
gobierno a la formación de ingenieros de caminos y puentes (École de Ponts et Chausées de Francia,
por ejemplo).

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- Comercio americano: El comercio entre Europa y América fue el que conoció un mayor
incremento en el siglo XVIII. La expansión de la economía atlántica dio a las potencias de la Europa
noroccidental un gran protagonismo del que derivó la rivalidad entre Inglaterra y Francia por el
dominio colonial, conflicto que se zanjó a favor de Inglaterra en 1763 (tras la Guerra de los Siete
Años). El desarrollo del comercio americano y el enfrentamiento franco-británico por la hegemonía,
se produjo en torno a tres ejes:
o La quiebra del monopolio español en América del Sur.
o El dominio del área del Caribe y su producción azucarera.
o La trata de esclavos.

El Tratado de Utrecht abrió una brecha en el monopolio español. Inglaterra logró el asiento de
negros por treinta años y el navío de permiso que anualmente desembarcaba en Portobello
(Panamá) mercancías inglesas. Más allá de las cláusulas del Tratado, los británicos ejercieron un
masivo comercio de contrabando que alcanzó importantes proporciones y que las autoridades
españolas fueron incapaces de reprimir. La demanda europea de productos tropicales, azúcar
en primer lugar, seguida de tabaco, café y cacao, desarrolló la agricultura de plantación en las
islas del caribe. En Inglaterra el consumo de azúcar alcanzó a mediados de siglo los 5 kg anuales
por cabeza, absorbiendo un tercio del consumo europeo del producto. Grandes intereses e
inversiones considerables se movían en torno a las plantaciones de caña, un monopolio inglés
que se vio en peligro por el espectacular crecimiento de la producción azucarera en las islas
antillanas francesas de Martinica, Santo Domingo y Guadalupe. El éxito inglés en la Guerra de
los Siete Años frenó esta competencia y aseguró el control británico del comercio de productos
tropicales. En cuanto a la trata de esclavos, estuvo íntimamente relacionada con el sistema de
plantación, que requería este tipo de mano de obra. Se trataba de un tráfico triangular ya
vertebrado a mediados del siglo XVII: los navíos europeos cargaban esclavos entre Cabo Verde y
Gabón, que vendían primordialmente en las Antillas donde embarcaban productos tropicales
para volver a sus puertos de origen en Europa. Este comercio humano era realizado por
franceses y británicos, si bien desde mediados de siglo los ingleses dieron muestras de una
mayor capacidad para dominar el mercado.

- Comercio asiático: Tres potencias europeas desarrollaron el comercio asiático en el siglo XVIII: los
holandeses, que en el siglo XVII habían reducido la presencia portugueses a algunos puntos,
centraron su pujanza en el archipiélago de Indonesia, encrucijada de las rutas entre India y China; los
franceses, tras la reorganización de la Compañía de las Indias Orientales en 1723, y los ingleses,
quienes incrementaron su actividad comercial e iniciaron su presencia y acrecentaron las relaciones
de la India tanto con el Golfo Pérsico como con China. Las tres potencias operaron a través de
Compañías privilegiadas de Comercio. La VOC holandesa tuvo el centro de su actividad en
Batavia, en la isla de Java, pero no sólo se dedicó al comercio, sino que puso todo su empeño en la
explotación de grandes plantaciones de café, canela y pimienta en las islas indonesias y en la gran
isla de Ceilán. La Compañía francesa de las Indias orientales inauguró una política de anexiones
territoriales en el continente indio aprovechando la desintegración del Imperio mogol tras la muerte
del emperador Aurangzeb, que provocaría un enfrentamiento abierto con los británicos a partir de
1744. por último, la East India Company inglesa afincada en Bombay en la costa occidental india, en
Madrás en la oriental y en Calcula en Bengala, se dedicó no sólo a la importación de té, telas de
algodón y seda, especias y tintes, sino a poner en contacto las regiones del Golfo Pérsico y el mar
Rojo con China, cuyo puerto de Cantón era el único enclave chino abierto a los europeos. Tras la
dura pugna sostenida entre las Compañías inglesa y francesa, que se zanjaría en favor de los
británicos con la firma de la Paz de París en 1763, Inglaterra pasó a una decidida conquista política

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de la India y a incorporar progresivamente el continente indostánico al estricto modelo colonial:


proveer de materias primas a la metrópoli de la que debía consumir manufacturas.

EL MUNDO DE LAS FINANZAS


Los cambios operados en el mundo financiero deben situarse en un nivel de importancia similar a las
transformaciones operadas en los sectores agrícola, industrial y comercial.

En el siglo XVIII el dinero circuló con una rapidez mucho mayor de lo que lo había hecho nunca,
convirtiéndose en un importante estímulo para la vida económica. La banca tuvo un considerable auge,
desarrollándose las instituciones bancarias estatales junto a la tradicional banca privada, y el sector
financiero presentó, junto a formas desarrolladas propias del moderno capitalismo, otras que mantenían
estrechos vínculos con las instituciones e incluso con los valores propios del Antiguo Régimen.

Junto a los mercaderes banqueros, como los Rothschild de Frankfurt o los banqueros judíos y hugonotes, los
estados europeos fueron creando instituciones bancarias oficiales cuyo ejemplo a seguir fue el Banco de
Inglaterra, fundado en 1694 como órgano crediticio del Estado y como regulador del mercado monetario.
La Banca de Ámsterdam, que había sido el centro más importante de las finanzas internacionales durante
el siglo XVII fue cediendo gradualmente su lugar de privilegio a Londres, convertido en el centro financiero
más atractivo seguro para depositar ventajosamente capitales. Este modelo sería ampliamente imitado en
Europa: Prusia fundó un banco estatal en 1765 con objeto de estimular la concesión de préstamos a
mercaderes; Catalina II de Rusia fundó en 1769 un banco emisor; Turgot creó en 1776 un banco estatal en
Francia en 1776, aunque con operaciones restringidas a la especulación comercial; y en España Cabarrús
fundó en 1782 el Banco de San Carlos para sostener los títulos de deuda pública (vales reales) emitidos para
financiar la guerra contra Inglaterra entre 1779 y 1785.

Sin embargo, por lo general, tanto la banca privada como la pública fue reacia a financiar con créditos el
sector manufacturero, no sólo por considerar más ventajosas las inversiones en el comercio
ultramarino o en el sector servicios sino por la incidencia de los valores aristocráticos en el sector
financiero. Los grandes banqueros y financieros generaron fortunas importantes y mantuvieron con la
aristocracia una amplia red de contactos personales basada en la confianza mutua, el parentesco y un
amplio abanico de valores compartidos, además de participar en intereses agrarios. En toda Europa se
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gestó una alianza duradera entre tierra y finanzas que dejaría una huella importante en la sociedad y en la
economía decimonónica. El ejemplo inglés, siendo el más representativo, es ilustrativo de una realidad
generalizada, en la que se amalgama lo viejo y lo nuevo: a finales del siglo XVIII los financieros de la City
habían fundado dinastías, adquirido patrimonios agrarios importantes y recibido títulos nobiliarios.

POBLACIÓN.
El siglo XVIII es un periodo de transición entre el “ciclo demográfico antiguo” y los comportamientos
demográficos que definen la Edad contemporánea. Si bien el crecimiento de la población europea fue
notable en este periodo, siguieron actuando con fuerza elementos del Antiguo Régimen biológico. La
sociedad del siglo XVIII, salvo contadas excepciones muy locales, se mantenía en situación precaria, con un
horizonte vital muy limitado, sometida a una alta mortalidad infantil, en lucha con enfermedades que tenían
un origen desconocido y por lo general mal alimentada. Dicho esto, no es menos cierto que algunas
modificaciones, duraderas, aunque modestas, indican que se estaba produciendo un giro hacia el régimen
demográfico contemporáneo, por ejemplo, la disminución de la mortalidad infantil, la eliminación de la
subalimentación crónica y el dominio de las epidemias más devastadoras, aunque los efectos de todos estos
factores no se dejarían notar hasta bien entrado el siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX.

El incremento demográfico:

Las estimaciones globales realizadas sobre la población en el antiguo Régimen ofrecen siempre cifras
aproximadas obtenidas de la proyección de datos aislados. Los recuentos de población adolecían de
muchos defectos estadísticos (básicamente ocultaciones con el fin de evadir impuestos). En cuanto a los
registros parroquiales son, sin duda, la fuente más privilegia para conocer los índices de natalidad,
nacionalidad y mortalidad, lo cual no implica que requieran un tratamiento muy minucioso y que sus
resultados sean muy limitados y reducidos a un espacio concreto. En consecuencia, las cifras globales que se
han aportado sobre la población europea del siglo XVIII son puramente indicativas. Se estima por lo general
que la población europea debió estar en 1700 en torno a los 115 millones de habitantes, situándose una
centuria más tarde en los 190 millones. De aceptar estos datos, el continente habría visto crecer su
contingente poblacional en un 65%, un adelanto importante si lo comparamos con el siglo XVII pero que
dista de poder ser considerado como “revolucionario”.

Dentro del continente europeo podemos distinguir entre áreas de crecimiento rápido, medio y vertiginoso:

 La Europa del crecimiento rápido : El país que experimentó un crecimiento mayor a lo largo del siglo
XVIII fue Gran Bretaña. En 1680 su población rondaba los 5 millones de habitantes (frente a los 22
de Francia). Sin embargo, en 1820 había alcanzado los 11,5 millones, lo que supone un crecimiento
de un 122%, un dato que contrasta con el crecimiento de Francia en este periodo (39%) y Provincias
Unidas (que tan sólo crecieron un modesto 8%). El incremento demográfico británico se aceleró
desde 1750 y se aprecia en el aumento de la esperanza de vida (entre 1670 y 1810 pasó de 32 a 38
años); aumentó la natalidad y disminuyó la mortalidad y la edad media de matrimonio entre las
mueres pasó de los 26 a los 23 años. El clima creado por el progreso económico sostenido, capaz de
asegurar una creciente producción de bienes y servicios per cápita posibilitó el crecimiento
continuado de la población.

 La Europa del crecimiento pausado : Está liderada por Francia, con sus 22 millones de habitantes, era
a comienzos del siglo XVIII el país más poblado de Europa, pero su superioridad demográfica se
atenuó a lo largo de la centuria debido a su crecimiento más pausado. Sus poco más de 29 millones
en 1800 eran el resultado de un incremento de tan sólo el 32%, un aumento mediocre comparado
con el ritmo británico o con los que se daban en el Este europeo. Este volumen de crecimiento se

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explica por el escaso desarrollo de la economía francesa, así como por el carácter peculiar de su
régimen demográfico (elevadas tasas de edad matrimonial y de celibato).

Otro país que conoció un crecimiento pausado fue España, que creció en un 37% a lo largo del siglo
XVIII, pasando de 8 millones de habitantes a 11. El caso español es llamativo porque la población
creció más en la primera mitad del siglo que en la segunda. También son destacables los contrastes
regionales: mientras la España Atlántica e interior creció moderadamente, la periferia mediterránea
logró una importante expansión gracias a la posibilidad de nuevas roturaciones de tierras y al aporte
inmigratorio.

La Península italiana en su conjunto tuvo un comportamiento semejante al español. Sus poco más
de 13 millones de habitantes en 1700 ascendieron hasta los 18 en 1800 (un crecimiento de un 38%),
con mayor incremento en la primera mitad del siglo y diferencias regionales muy marcadas. En el
caso italiano, la zona septentrional, más desarrollada económicamente, tuvo un crecimiento menor
que la zona septentrional, donde Nápoles, por ejemplo, conoció un crecimiento próximo al 50%.

 La Europa del crecimiento vertiginoso: La Europa del Norte y del Este conoció el mayor incremento
poblacional del siglo XVIII, favorecido por la abundancia de tierras y la escasez de mano de obra. El
estímulo a la colonización promovido en los territorios prusianos del este se tradujo en un
espectacular crecimiento demográfico en Pomerania, Prusia oriental y Silesia. Estas zonas se
vieron muy afectadas por la Guerra de los Treinta Años, de ahí que el Estado prusiano aspirara a
atraer contingentes de población mediante exenciones fiscales, concesión de tierras en arriendo y
privilegios para el fomento de la manufactura y el comercio. Junto al impulso inmigratorio, se
aprecia también una disminución de la edad matrimonial y un ligero descenso de las tasas de
mortalidad.

Ciertas zonas del Imperio ruso conocieron también una importante expansión. La población rusa
pasó de 15 millones de habitantes en 1719 a 37,5 en 1795 (en zonas de Ucrania y los Urales se
produjeron aumentos poblacionales de un 251%). Este porcentaje récord en el crecimiento europeo
fue el resultado de una política de estímulo semejante al del estado prusiano, si bien resulta menor
que el apreciado en determinadas regiones de América del Norte, donde la población aumentó de
300 mil habitantes en 1700 a 5 millones de habitantes en 1800 gracias a la inmigración y la
posibilidad de explotar amplias extensiones de tierras fértiles.

LA MORTALIDAD Y SUS CONDICIONANTES.


A la hora de explicar el crecimiento de la población europea en el siglo XVIII los demógrafos aluden a la
acción combinada de la reducción de la edad en que se contraen las primeras nupcias y un leve
descenso de la mortalidad. Sin embargo, el descenso de la mortalidad hay que calificarlo por lo general
como modesto. La mortalidad ordinaria siguió siendo elevada y la mortalidad infantil en el primer año
de vida no sufrió cambio alguno, ya que los remedios eficaces para neutralizar las infecciones intestinales y
pulmonares que causaban el fallecimiento de los recién nacidos no se generalizaron hasta bien entrado el
siglo XIX.

La mortalidad extraordinaria resultó menos virulenta, aunque no desapareció totalmente del horizonte
europeo debido a que los años consecutivos de malas cosechas (por ejemplo, en los países escandinavos en
1740-1743 o en 1763-64 en Italia) generalizaban las enfermedades causadas por la desnutrición y las
epidemias (en Nápoles ambas situaciones llegaron a generar 200.000 fallecidos en 1764). Por otra parte, las
ciudades continuaron siendo en el siglo XVIII lugares privilegiados para la muerte, con tasas de mortalidad
en torno al 50 por mil anual.

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En cualquier caso, aun cuando los cambios en la mortalidad no eran espectaculares, sí se dieron factores
positivos como la desaparición de la peste en Europa occidental y la menor virulencia de otras
enfermedades; los modestos avances de la medicina y de la salubridad; la menor incidencia de las
carestías y, por último, los progresos alimentarios.

Durante cuatro siglos la peste había sido el flagelo de la población europea y la causante de un profundo
trauma psíquico arraigo en el inconsciente colectivo. Sin embargo, desde que la epidemia castigó Inglaterra
en 1665, la aparición de la peste se fue haciendo más esporádica y localizada, si bien en las primeras
décadas del siglo XVIII la enfermedad castigó Silesia, Polonia, los países escandinavos y Prusia, para
después trasladarse a Austria, Bohemia y Baviera. A finales de 1720 la peste infectó Marsella y provocó
pérdidas poblaciones cercanas a las 40.000 personas. Tras el virulento brote marsellés, la peste desapareció
del occidente europeo (salvo un pequeño brote en Mesina en 1743 y en Rusia en 1770).

La causa de la desaparición de la enfermedad ha sido motivo de especulación y debate entre los


historiadores. Se ha señalado la posibilidad de que los hombres desarrollaran una paulatina inmunidad a la
enfermedad, producto de un lento proceso de selección natural; también se ha insistido en la mejora de la
vivienda y en la sustitución de las casas de madera por las de ladrillo; la mejora en las condiciones de
salubridad urbana, que redujo la presencia de ratas y pulgas en las ciudades, o hasta la paulatina sustitución
de la rata negra, que se alimentaba de grano, por la gris, que vivía en las cloacas y no estaba próxima al
hombre. En cualquier caso, y aunque todas estas circunstancias pudieran incidir en la desaparición de la
enfermedad, lo cierto es lo que resultó determinante en su erradicación fue la introducción de medidas
administrativas en los puertos a los que arribaban posibles buques infectados, especialmente la
adopción generalizada de cuarentenas y cordones sanitarios, que incrementaron las posibilidades de evitar
el contagio (la epidemia de Marsella, por ejemplo, fue el resultado de la corrupción y la mala praxis de las
autoridades).

Si bien la peste fue erradicada, otras enfermedades continuaron causando gran número de víctimas, ya que
frente a la gran mayoría de las enfermedades infecciones, como tuberculosis, escarlatina, sarampión,
difteria o infecciones intestinales, la ciencia médica no dispuso de una terapia eficaz hasta el siglo XX. Sin
embargo, aunque estas amenazas continuaron presentes en el siglo XVIII, la mortalidad retrocedió gracias
a las mejoras en la nutrición, ya que cuando la tasa de mortalidad es alta, mejoras relativamente pequeñas
del nivel de vida hallan inmediato reflejo en un incremento de la población.

La vinculación entre alimentación e infección resulta controvertida. No todas las enfermedades son
igualmente sensibles a la mal nutrición y se pone en duda, por algunos demógrafos, la relación entre
carestía-epidemia-mortalidad, ya que se han dado crisis demográficas sin la necesaria intervención de una
epidemia y epidemias sin que existieran crisis de subsistencia. Dicho esto, está generalmente admitido que
la mala nutrición constituye un factor de agravamiento de las condiciones de supervivencia y un
multiplicador de las enfermedades cuando interaccionan al mismo tiempo la falta de higiene y la pobreza:

 Las condiciones higiénicas: Es poco probable que la mejora de higiene tuviera una importante
incidencia sobre la mortalidad. Sin embargo, aunque las condiciones higiénicas cambiaron de
manera muy poco apreciable en el siglo XVIII sí que hubo a finales de la centuria un incremento de
las preocupaciones higienistas. En Francia, Inglaterra y España se redactaron planes urbanísticos
e informes que coincidían en los beneficios que para la salubridad tendría la pavimentación de las
calles, la canalización de las inmundicias mediante eficientes redes de alcantarillado, el evitar el
hacinamiento y el logro de una mayor ventilación. Todos estos proyectos, que se llevaron a cabo
de manera modesta, tenían como objetivo limitar el alcance de las enfermedades transmitidas por
el agua, para lo que su purificación y un sistema eficaz de desagües era fundamental, y de
infecciones transmitidas por el aire, que sólo se podían controlar interrumpiendo las líneas de

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contagio por medio de la ventilación y la prevención del hacinamiento. En cuanto a la higiene


personal, se mantuvo en este siglo en un bajo nivel, y el baño era infrecuente incluso entre las clases
acomodadas. Por ello, aquellas enfermedades propagadas por la picadura de pulgas, mosquitos o
piojos no sufrieron un descenso significativo.

 Los progresos de la ciencia médica: Desde el punto de vista de la ciencia médica, el siglo XVIII conoció
avances muy importantes: hubo cambios notables en la educación médica, ampliándose los
conocimientos anatómicos y fisiológicos; se expandieron los servicios hospitalarios, los
dispensarios y la asistencia a la maternidad (obstetricia) y se introdujo la inoculación contra la
viruela. Sin embargo, desde el punto de vista de la demografía, estos avances tuvieron una eficacia
dudosa dado que el lapso de tiempo transcurrido entre la adquisición de los nuevos conocimientos y
los beneficios que recaían sobre el paciente era necesariamente largo.

El número de hospitales aumentó en todos los países europeos, pero eso no significaba que las
condiciones que reinaban en ellos evitaran la posibilidad de contagio. Los dispensarios para el
tratamiento de gente pobre tuvieron en Inglaterra un rápido desarrollo, pero su incidencia sobre la
mortalidad fue también exigua ya que estas instituciones servían fundamentalmente para difundir
la importancia de la higiene. Por el contrario, se lograron algunas mejoras en el uso de nuevas
técnicas obstetricias, por ejemplo, el uso de fórceps en el parto y la recomendación de mayor aseo
y ventilación. Los esfuerzos más notables en la medicina preventiva en este siglo se centraron en la
lucha contra la viruela. Para reducir los estragos que producía la enfermedad fue introducido en
Europa el método de la inoculación (1721), utilizado en Oriente Medio. Consistía en infectar a un
individuo sano con pus obtenido de un enfermo, lo que se entendía convertía en inmune a la
persona inoculada. La inoculación contra la viruela dio lugar a importantes controversias entre los
médicos. No obstante, a finales del siglo XVIII el médico Edward Jenner descubrió que las personas
que habían contraído la viruela en contacto con vacas habían quedado inmunizadas de la
enfermedad. Tras veinte años de experimentación, logró inocular pus de pústula de vaca infectada a
un ser humano (1796). La vacuna de Jenner no tardó en difundirse por Europa. En España el primero
en practicarla fue el médico Francisco Piguillén, quien inoculó en 1800 a cinco niños en Puigcerdá.
Como es obvio, los efectos de la vacuna se hicieron patentes en el siglo XIX.

 La nutrición: La idea de que la desnutrición era una de las principales causas de la mortalidad en la
Edad Moderna estaba muy arraigada en Europa desde que Robert Malthus publicara en 1798 su
Primer Ensayo sobre la Población. Aunque hoy en día no debe establecerse una asociación
automática entre los niveles de alimentación y la mortalidad, tampoco debe infravalorarse la
notable importancia que los recursos alimentarios tienen en el crecimiento demográfico.

No cabe duda de que la oferta alimentaria se vio incrementada en el siglo XVIII por varias
razones: la extensión de las roturaciones, la introducción de nuevos cultivos, la mejora del
transporte y una mayor regularidad en el suministro.

Las nuevas roturaciones permitieron, mediante la ampliación de la superficie cultivada,


incrementar la producción agraria, sobre todo del cereal, que siguió siendo el componente básico
de la dieta europea. La larga conservación del pan, la variedad que permitía su preparación y su
mayor baratura, junto a su poder calórico (once veces más barato que la carne y sesenta y cinco
veces más que el pescado fresco) explican la continuidad de su popularidad en el siglo XVIII.

Pero si bien el pan mantuvo su tradicional puesto privilegiado en la alimentación, el Setecientos


abrió definitivamente las puertas a nuevos cultivos, sobre todo la patata y el maíz, de origen
extraeuropeo. Los prejuicios existentes en torno a la patata, que era considerada alimento propio
del ganado, hicieron que su difusión fuera lenta y su triunfo no llegara hasta finales de la centuria.
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Su condiciones de adaptabilidad a terrenos húmedos y fríos, permitió ampliar la base alimentaria de


la población y amortiguar las fluctuaciones que acompañaban al cultivo del cereal. En la Europa
central e Irlanda se convirtió en una fuente de alimentos nueva y segura.

Igualmente, lenta fue la adaptación del maíz a los cultivos europeos, si bien en la España Atlántica
se había introducido en el siglo XVII como elemento dinamizador de la expansión de la población de
las comarcas del litoral gallego. Gracias a su alta productividad, su adaptación al barbecho y su
utilización como alimento humano y animal, el maíz logró acabar en aquellas comarcas donde su
cultivo se generalizó con las hambres recurrentes, como ocurrió en el Véneto, por ejemplo.

Finalmente, las mejoras del transporte y la mayor regularidad en el abastecimiento, gracias al


desarrollo de las comunicaciones y a los sistemas de distribución, contribuyeron notablemente a
que las crisis alimentarias y las carestías que las acompañaban quedaran circunscritas a situaciones
de penuria, más controlables y sin el tinte catastrófico que poseían en el pasado.

LA NATALIDAD.
Como hemos indicado, el aumento de las disponibilidades de alimentos, trabajo o medios de producción
constituye un aliciente para desactivar los elementos preventivos que frenan la natalidad: el celibato y
la elevada edad de las mujeres para contraer matrimonio. El espectacular crecimiento de regiones
abiertas a la colonización en Rusia y Prusia, o en América del Norte, son una prueba de los resultados de un
matrimonio universalizado en edades tempranas.

Por el contrario, allí donde la tierra escaseaba y existían reducidas posibilidades de acceder a la propiedad y
los estímulos para crear una familia eran menores, aumentaba la edad en que se contraían las primeras
nupcias, y, en consecuencia, se activaba un factor preventivo para reducir la natalidad. El caso de Galicia, en
España, o el de la Toscana, en Italia, pueden servirnos de ejemplo ya que no sólo presentan una nupcialidad
muy tardía, con más de 25 años de edad media de la mujer en sus primeras nupcias, sino también una
nupcialidad menos intensa, con un porcentaje de soltería femenina definitiva entre un 10 y un 20%.

Aunque esta explicación en clave económica puede ser generalizada, no se deben desdeñar otros
elementos, como los derivados de la regulación que la Iglesia hacía de muchos aspectos de la vida
familiar, la propia mentalidad colectiva o el derecho hereditario. Muchos de estos aspectos se ponen de
manifiesto en la debatida cuestión de la presencia o no de prácticas anticonceptivas en el siglo XVIII y su
incidencia sobre la fecundidad.

La Iglesia consideraba a la familia como una institución natural cuya función esencial era crear y reproducir
los valores cristianos, por lo que estimulaba, con su gran capacidad de persuasión, el matrimonio y la
procreación sin prestar consideración a cuestión de índole económica. Se discute si ya en el siglo XVIII las
motivaciones estrictamente socioeconómicas llegaron a desplazar significativamente a las estrictamente
morales, preconizadas por la Iglesia, y que se basaban en una fecundidad “natural”. El caso francés ha
llamado poderosamente la atención, dado que la fecundidad descendió considerablemente en la segunda
mitad del siglo. Entre las causas que se han barajado para explicar tal descenso entre las parejas casadas se
ha aludido a la posible difusión de las prácticas anticonceptivas. En el siglo XVIII el empleo de
preservativos y otros medios mecánicos para evitar la concepción, aunque conocidos, eran bastante raros.
Los medios más populares para impedir el embarazo eran la abstinencia, recomendada por Malthus, el
aborto, de dudosa eficacia y peligroso, y el coitus interruptus, tradicionalmente condenado por la Iglesia y
cuya generalización puede entenderse como un síntoma de la descristianización de la vida conyugal o como
una respuesta a los problemas derivados del crecimiento poblacional.

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A finales de siglo, las preocupaciones por el tamaño de una población que se consideraba habían crecido
en demasía se generalizaron hasta tal punto que Malthus advirtió en 1798 de los peligros de un
incremento poblacional descontrolado, que excedería los recursos alimenticios disponibles.

LAS TRANSFORMACIONES SOCIALES EN EL SIGLO XVIII.


Al hablar del siglo XVIII hay que dar por sentado que las características estructurales de la sociedad
siguieron siendo las mismas que las de los siglos anteriores; es decir, una sociedad de privilegios,
jurídicamente desigual, cuyo fundamento, tanto demográfico como económico o de poder político (en su
sentido más amplio) era el campo. Sobre esta base, sin embargo, operaron una serie de factores que
modificaron levemente este panorama. El avance del desarrollo del Estado moderno, el crecimiento de los
sectores burgueses y los problemas políticos y económicos de la nobleza con sus correspondientes
incidencias en el mundo rural, hicieron que los grupos sociales adquirieran una forma diferente. Esta
diferencias afectaron tanto al tipo y origen de los individuos que los formaban como a su mentalidad y
actividades. Sin embargo, siguieron encuadrándose en los estamentos tradicionales. El privilegio como
fundamento del orden social continúo existiendo, si bien el consenso respecto a su existencia y sus
manifestaciones ya no fueron como anterioridad.

Desde una perspectiva cronológica el siglo XVIII evidencia tres momentos: uno inicial, o primer siglo
XVIII, uno central y uno final. Si los tres momentos son claros globalmente considerados resulta muy difícil
precisar sus límites. El primer siglo XVIII enlaza directamente con la época anterior y con todos los
problemas derivados del final de la crisis del siglo XVII y su oscilante recuperación. Con independencia
de los cambios políticos que se gestaron entre 1698 y 1715, paree claro que buena parte de las realidades
sociales de este primer siglo XVIII tienen mucho que ver con la herencia social recibida. Es decir, la frontera
no es 1701: mucho de lo que existía en 1680 seguía estando vigente hacia 1720.

Las décadas centrales del siglo conforman el siglo ilustrado. Son los años de la recuperación definitiva
de la crisis, del aumento de la población, del asentamiento de nuevos gobiernos y nuevas relaciones
internacionales, todo ello acompañado de cambios sociales y culturales. Son años de apogeo de la nobleza
y de emergencia de los grupos burgueses.

El final del siglo es, en realidad, lo más significativo de este periodo, una época en la que se fraguan las
ideas y realidades del cambio social, político y económico que darán lugar a las grandes transformaciones
que pueden considerarse revolucionarias sin que ello implique que los cambios fueran ni inmediatos ni
absolutos.

 La nobleza:

El grupo social predominante por muchas razones continuó siendo la nobleza. Algunos autores distinguen
entre nobleza y aristocracia. La primera sería la condición general que da al grupo su predominio social
fundamentado en la herencia de la sangre, aunque unos sean nobles titulados y otros no. El segundo
concepto haría relación a las familias y personajes más encumbrados, por ejemplo, la alta nobleza, pero no
sólo. El siglo XVIII, especialmente en sus etapas finales, irá dando lugar al desarrollo de una aristocracia
encumbrada por la política y las finanzas que no siempre llegaron a ser nobles, aunque pudieran aspirar a
serlo y que, desde luego, llevaban un tren de vida similar al de la alta nobleza. Y existían no sólo en Europa
sino también en el mundo colonial americano y especialmente en los Estados Unidos. Son, en definitiva,
aristocracias de origen burgués.

El siglo XVIII sigue siendo de predominio nobiliario. Es cierto que se va produciendo el ascenso de la
burguesía, pero los nobles mantienen su preeminencia a lo largo de la centuria. En la primera parte del siglo
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se siguen dando en muchos lugares fenómenos de refeudalización, es decir, intentos de recuperación de


antiguos derechos perdidos ante los campesinos o de reforzamiento de su posición con nuevas medidas
impositivas antes inexistentes, una situación que afectó más a Europa del Este que al occidente del
continente. La preponderancia de la nobleza tendría un abrupto final en Francia con la supresión de los
privilegios señoriales, pero sólo en Francia. En los demás países el régimen señorial, con todos sus
privilegios, se mantendría hasta mucho tiempos después.

Hasta el momento final, la nobleza como institución y como forma de identidad social varió poco respecto
al pasado, sin embargo, los nobles como individuos cambiaron bastante. En especial, la Europa occidental
vivió una “crisis de la nobleza” que consistió en el cambio de sus componentes. A la ruina económica, el
agotamiento demográfico o la pérdida de poder político sufrido por muchos nobles durante la crisis del siglo
XVII, sucedió una fuerte leva de nuevos nobles nombrados por los monarcas entre finales de esta centuria y
comienzos del XVIII. En todos los países occidentales, la mayoría de los nobles titulados de mediados del
siglo tenían un origen muy reciente. Solamente se mantuvieron unas cuantas familias de la nobleza más
tradicional, que podían retrotraer sus linajes hasta el siglo XV, por lo que para la mayoría de ellos la
condición de nobleza de sangre suponía un eufemismo.

De entre los nuevos nobles muchos eran hidalgos, nobles no titulados; otros eran de origen burgués, no
poco de linajes muy modernos. Todos ellos llegaron a ser nobles por servicios al rey, tanto en lo económico
como en lo administrativo o en la milicia. En este siglo, por lo tanto, el ascenso social podía ser muy rápido.
La barrera estamental era más frágil que nunca, ya que el rey necesitaba crear nuevos nobles para
mantener la estructura estamental. A la situación nobiliar y privilegiada se adaptaban los nuevos nobles
con facilidad. La nobleza, en consecuencia, permaneció, aunque los nobles fueran otros. Este cambio del
componente personal de la nobleza influyó en el cambio de mentalidad del grupo: la defensa de sus
privilegios, por ejemplo, podía compaginarse con el mantenimiento de nuevas ideas económicas o
incluso políticas. La aceptación de la revolución por un buen número de nobles tuvo mucho que ver con
este cambio de personas.

En toda Europa los nobles eran pocos en número, aunque fuera una minoría influyente y cualificada. De esta
apreciación pueden exceptuarse algunos lugares, como Polonia, donde existía un tipo de nobleza baja cuya
situación no se diferenciaba de los campesinos. También en muchos lugares de España y de algunos otros
países existía la condición de “hidalguía universal”, que favorecía a los vecinos de ciertas localidades
privilegiadas. En cualquier caso, y aunque contabilizáramos a estas personas, el número de nobles seguía
siendo muy bajo. En Francia, por ejemplo, habría en 1789 unos 400.000 nobles en un país de 25 millones de
habitantes (1,6% de la población). El mismo número de nobles en España suponía aproximada un 4,5% en
una población que no llegaba a los 11 millones. En cuanto a Inglaterra, los nobles serían unos 300.0000,
aproximadamente un 5% de su población.

De todos modos, el número significaba poco dada la influencia de la que el grupo disfrutaba. Por ejemplo,
llama la atención la baja proporción de nobles en Francia. Su presencia social era muy fuerte, pero su
proporción numérica era la menor de toda Europa. Esta diferencia entre poder y número ha sido
interpretada como una de las causas de la virulencia antiseñorial en la Revolución Francesa. En Occidente,
la proporción de nobles en el total de la población era menor en el siglo XVIIII que antes. Aunque se
creaban nuevos nobles, sustituían a los que habían desaparecido. Probablemente el número total se
mantuvo relativamente estable, pero la población total no dejó de crecer. También aumentó el
protagonismo social de otros grupos e individuos en unas sociedades algo más complejas y desarrolladas
que antes. Por todo ello, el ser noble era a finales del siglo XVIII una situación social menos frecuente y
en cierto modo menos necesaria. Es decir, aunque mantuviera su predominio, la nobleza había dejado
de ser la referencia social inevitable.

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Los cambios en las personas no afectaron a las jerarquías nobiliarias, que siguieron siendo las mismas.
En algunos países, la vieja nobleza de espada trató de distanciarse de los nuevos nobles, pero, dada la
dinámica política del periodo, sólo pudieron lograrlo retirándose a sus posesiones rurales y abandonando la
vida en la corte y, en consecuencias, sus posibilidades de influir en política. En la práctica, los nobles más
antiguos que desearon mantener sus posiciones en el conjunto social no tuvieron más remedio que aceptar
la convivencia y la rivalidad por los cargos con los nuevos nobles. Además, en no pocos casos, antigua y
nueva nobleza se unieron por matrimonio en aras de unos objetivos mutuos: dinero a cambio de
ennoblecimiento.

A lo largo del siglo XVIII, las familias nobles con más éxito económico lograron sanear sus finanzas
ampliando y modernizando sus posesiones agrarias. En todos los países, la búsqueda de la gran
propiedad fue una constante como forma tanto de asegurar el patrimonio familiar y unas rentas saneadas
por encima de las fluctuaciones económicas, como una manera de responder al aumento de la demanda de
productos agrícolas por una población en crecimiento. Sin embargo, la fisiocracia y las formas capitalistas
de cultivo no fueron ajenas a muchos nobles; tampoco lo fueron las nuevas formas de concentración
parcelaria (enclosures en Inglaterra), que se fueron extendiendo a lo largo del siglo. Además, la nobleza
también se aprovechó de las innovaciones para explotar mejor otras riquezas de sus tierras como las minas
o las fraguas.

La riqueza agraria era la de mayor cuantía pero el dinamismo del dinero se encontraba ya de una
manera clara en los mundos mercantiles y financieros. Aunque los patrimonios agrícolas tenían más valor
que los activos de un comerciante, se produjo una clara mixtura de inversiones: los nobles no sólo invertían
en tierras sino también en actividades financieras.

Desde el punto de vista de influencia política, los nobles del siglo XVIII se enfrentaron a dos movimientos
concomitantes: la presión burguesa sobre los cargos administrativos y la influencia económica y la
búsqueda de eficacia técnica por parte de monarcas. La alta nobleza perdió en consecuencia el monopolio
de los principales puestos en el gobierno y la administración central en un proceso que fue en paralelo a
la tendencia de los reyes a recurrir a consejeros con conocimientos técnicos y prácticos de los que
carecía la nobleza. El ejército continuó siendo lugar para la nobleza, quizás porque lo castrense era un
componente fundamental de la educación nobiliaria, pero la formación de los ejércitos familiares favoreció
el desarrollo de la carrera militar como una profesión, lo que también abrió este sector a los burgueses.

Definición y límites:

Desde la perspectiva estamental, la burguesía no es un estamento sino un sector del estado llano o
tercer estado. Si analizamos la sociedad desde la fortuna, los burgueses no tienen que ser los más ricos,
pero poseen fortunas saneadas. Caracterizar a la burguesía desde su posición en la sociedad estamental
implica tomar en consideración que los burgueses no son privilegiados y, dentro del estado llano, no
trabajan con las manos, es decir, realizan actividades organizativas intelectuales, pero no son menestrales.
Esta caracterización tiene en cuenta el importante elemento de la honra, que sigue teniendo total vigencia
en este siglo. Por último, los burgueses son como su nombre indica, habitantes de las ciudades. Desde el
aspecto del dinero, la definición de un sujeto como burgués parte de que posea, al menos, una posición
acomodada. Tampoco podemos analizar la burguesía en términos de clase, como en el siglo XIX. En la
centuria anterior la situación es más compleja. A lo largo del siglo XVIII la burguesía va creciendo en
fuerza y número de sus componentes, pero el prestigio social seguirá estando del lado de la nobleza, de
ahí que los burgueses aspiren a ennoblecerse y lo logren en muchos casos. En este último aspecto
podemos realizar otra precisión. Dentro de la burguesía encontramos a grupos que aceptan las normas y el
orden estamental, es decir, aspiran a ennoblecerse; pero también, conforme avanza el siglo, apreciamos el
despertar de una cierta conciencia de clase, es decir, la constatación de que existe un lugar en la sociedad,

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con unas funciones determinadas, para los burgueses. El modo de ser burgués se afirmará en las últimas
décadas del siglo, un proceso que será paralelo a la reducción de las posibilidades de ennoblecimiento, la
crisis del privilegio y la aceptación por los mismos nobles, como hemos visto más arriba, de determinadas
ideas de la burguesía.

Durante el siglo XVIII se observa igualmente una progresiva preocupación por la jerarquización social. El
orden estamental multiplicará rangos, separados por los niveles de fortuna (no por el privilegio). La
identidad social de sus miembros quedará configurada sobre la base de las relaciones sociales que sus
componentes cultivan. En determinados niveles se mezclan burgueses con nobles titulados de rangos
inferiores. La movilidad social se convertirá en una realidad, aunque el estatuto jurídico siga representando
una barrera a superar.

La movilidad social del burgués varió a lo largo del siglo XVIII en los tres momentos que hemos indicado
más arriba. En las décadas iniciales se prolongó la situación heredada del siglo anterior en la que la
superación de la crisis produjo una fuerte movilidad en los niveles más altos de las fortunas burguesas. Los
grandes comerciantes y los altos financieros que habían surgido de la transformación social y económica
posterior a 1660 son los que han ocupado los huecos creados en los rangos de la nobleza. También los
cambios en la organización de la administración del estado han favorecido el encumbramiento de los
principales administradores. Con pocas excepciones, estos son los que se ennoblecen en aquellos
momentos.

En las décadas centrales del siglo se produjo la afirmación de la burguesía como grupo social consolidado.
Este fenómeno está ligado al crecimiento económico excepcional de esos años, así como al aumento de la
burocracia y las profesiones. Muchos comerciantes y administradores consiguieron ennoblecerse en
diferentes rangos de la administración y otros muchos lo hacen, aunque sin título, mediante la compra de
cartas de hidalguía, que les permite el acceso a un estatuto que les beneficiará a ellos a sus hijos. En muchos
casos, ello incluía una vinculación a la propiedad agraria. En definitiva, el número de burgueses aumenta,
sus actividades son ya imprescindibles en una sociedad cada vez más urbana y, a la vez, hay mayores
expectativas de ennoblecimiento.

Finalmente, en las últimas décadas del siglo la situación cambia. Se aprecia la contradicción que conlleva
las aspiraciones burguesas: resulta peculiar pedir un ámbito institucional sin privilegios para que la acción
social y económica discurra con libertad y a la vez desear ennoblecerse y disfrutar de privilegios. La paradoja
generó una opinión cada vez más contraria a los privilegios, al tiempo que aumentaba el número de
burgueses que no podían acceder a la nobleza y disminuyen las oportunidades porque los nobles intentan
oponerse a la degradación progresiva de su estatuto. El resultado será la afirmación definitiva de la
burguesía como fuerza social, a la espera de que cambie o mejore el orden institucional. El prestigio social
comienza a trasladarse a la burguesía, que posee dinero, desarrolla actividades económicas útiles y ocupa
puestos sociales encumbrados sin necesidad de ennoblecerse.

El cuadro descrito afectó con plenitud a los países donde el desarrollo social estaba en estadios más
avanzados, especialmente Gran Bretaña y Francia. En los países mediterráneos el proceso existe igual
en esencia, pero en menor intensidad. El número de burgueses es menor en ellos (como también en
Alemania) pero existen. Igualmente cabe recordar que la Europa del Este no experimentó un cambio
social tan rápido y, en consecuencia, la presencia de la burguesía es muy minoritaria.

Las diferencias geográficas se explican en razón del origen de lo burgués. Por su naturaleza, los grupos
burgueses están compuestos por individuos que se caracterizan por su profesión. Son profesionales que
viven de un trabajo que requiere una formación, unos estudios, que genera unas rentas acomodadas y que
no es manual. Allá donde este tipo de actividades estén más desarrolladas (comercio, banca, finanzas),
habrá mayor número de burgueses.
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Por otra parte, la actividad burguesa tiene que ver igualmente con factores estructurales que se
manifestaron con bastante fuerza en el siglo XVIII por primera vez en Europa . El aumento de la
población produjo un aumento de la demanda de bienes económicos y de servicios profesionales y
administrativos, lo que proporcionó un aumento de posibilidades para la actividad burguesa. Como
consecuencia, la actividad económica creció mucho en todos los sectores, a la vez que mejoraba la técnica y
avanzaba la ciencia. Los burgueses pudieron hacer esencialmente lo mismo que antes, pero lo hicieron
mejor, con más eficacia y en mayor número. Las administraciones estatales también crecieron a
consecuencia de la centralización y de la progresiva asunción de competencias por parte de los estados,
así como por la importancia y elevado coste de los conflictos bélicos. Todo esto entrañaba trabajo para
los burgueses. Dado que la ciudad se convirtió en el centro de operaciones de todas estas actividades,
podemos comprender mejor el aumento de la población urbana en esta época. La ciudad constituye el
espacio de la burguesía, que genera riqueza, empleo y moviliza flujos migratorios.

Principales grupos burgueses:

 La burguesía comercial: La burguesía de los negocios es la más característica entre la nueva


burguesía. Dentro de la burguesía de los negocios debemos diferenciar entre los burgueses
dedicados al comercio y a las finanzas. Los comerciantes eran, sobre todo, grandes comerciantes
internacionales. Estaban presentes fundamentalmente los grandes puertos que eran cabeza del
comercio europeo y americano. Se dedicaban a negocios de exportación e importación, sobre todo
con productos coloniales, y a la reexportación de estos últimos dentro del ámbito europeo. Aunque
existían compañías privilegiadas, el comerciante más característico trabajaban en compañías de
base familiar, formadas por pocos socios, que se relacionaban a su vez con otras similares ubicadas
en otros países europeos o en América. La familia, la amistad, la religión o el paisanaje eran factores
fundamentales para la relación mercantil, pues tales lazos eran canales de confianza que permitían
afianzar los tratos relativos a los negocios.

Estos grandes comerciantes solían ser los más ricos de su clase. Controlaban las firmas del comercio
internacional y de los seguros marítimos, unas actividades relativamente especializadas. En algunos
países se organizaban en consulados o en instituciones similares, pero no son muchos y su
influencia social es relativa.

Por debajo de ellos, en el interior del país, encontramos otros burgueses de menor capacidad
económica y prestigio social. Son los comerciantes que manejaban los tráficos internos, que
ponían en relación la producción y la demanda interiores, con las terminales de exportación e
importación. A semejanza de los anteriores, funcionaban por lazos de confianza. En Inglaterra, dada
la cercanía del mar y el hecho de que la misma capital sea un importante puerto, es más difícil
apreciar la diferencia entre los grandes comerciantes internacionales y los comerciantes de interior.
En algunos casos, estos grandes comerciantes del interior provenían de los antiguos gremios de
comerciantes. En el siglo XVIII, los gremios de comerciantes, aunque mantuvieron algunas normas
corporativas, evolucionaron hacia formas de organización capitalista y se beneficiaron de los
privilegios que les concedieron gobiernos y municipios, lo que les otorgó una clara ventaja
competitiva con respecto a otros comerciantes.

En un nivel inferior a los mundos mercantiles más adinerados encontramos a los pequeños
comerciantes de ciudad, los tenderos, o del campo, los buhoneros, que marcan una línea
fronteriza de lo burgués, dado que la mayoría de ellos trabajan con las manos y muchos no son
siquiera acomodados. El tendero urbano es el escalón más alto, no sólo por sus posibilidades de
hacer negocio sino por la relación que mantenía con otros grupos que le abastecían de unos
productos que exigían recurrir a comerciantes más elevados.

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 La burguesía financiera: El mundo de las finanzas es un sector igualmente variado. Hay una finanza
tradicional, la de los préstamos rurales y urbanos, que muchas veces está unida a la burguesía
rentista tradicional o a los terratenientes. Las instituciones eclesiásticas en el mundo católico, por
ejemplo, ejercieron un pape notable en este campo. Así pues, finanzas, sin más, como comercio, no
implican modernidad ni evolución en este siglo con respecto a otros. Probablemente, lo más
característico del siglo XVIII sea la interacción entre finanzas y comercio, así como el mayor
número de personas que participaban en ello: los comerciantes adinerados trataron de participar en
actividades financieras de alto nivel, que además de beneficios les proporcionaran relaciones para
aumentar sus negocios y ascender socialmente; por su parte, los grandes financieros que
controlaban flujos importantes de dinero, necesitaban enlazar con los comerciantes para asegurar
el abastecimiento de los productos que ofrecían a gran escala.

Entre los financieros de mayor nivel de la época eran fundamentalmente los asentistas y los
arrendatarios de impuestos. Los primeros destacaban por su poder económico y su capacidad de
gestión, que les permitía atender las necesidades del Estado: abastecer productos para el ejército y
la marina (especialmente en tiempos de guerra), grano en momentos de escasez o una importante
suma de dinero al monarca. Por su parte, los arrendatarios de impuestos eran los que sustituían a
los funcionarios de la administración en su labor recaudadora. La función entrañaba primero un
préstamo, pues el arrendatario adelantaba la cantidad que debían rendir un determinado impuesto,
y después su posterior recaudación. Esta última función entrañaba una importante capacidad de
organización, así como un amplio mundo de relaciones.

Otra faceta financiera de la época fue el desarrollo de la compra de acciones. Las acciones suponían
una participación activa del capital en empresas productivas. Un sector característico era el de las
compañías privilegiadas de comercio, que en todos los países movían una gran cantidad de
capitales. Los inversores eran muy variados y junto a los elementos burgueses (comerciantes y
miembros de la administración) había otros de sectores más tradicionales (nobles y clérigos), que
probablemente buscaban más colocar sus capitales en un campo seguro que desarrollar negocios
de empresa.

Más importante de cara al futuro fueron las compañías por acciones privadas que surgieron de la
necesidad de disponer de mayores inversiones para alcanzar objetivos más complejos. Este tipo de
sociedades fueron frecuentes para financiar empresas variadas: mercantiles, industriales, etc. En
Inglaterra destacaron las sociedades para la construcción de canales y carreteras, las sociedades de
seguros o las grandes empresas industriales relacionadas con la siderurgia (que también se dieron
en Francia). Otra característica del siglo es que las acciones coticen en bola. Un fenómeno que no
siempre tuvo resultados positivos, como lo demuestra la crisis financiera de 1721 o el fracaso en
Francia de la banca de Law dos años después.

 La burguesía industrial: En el siglo XVIII se produjo también el nacimiento de la burguesía


industrial, si entendemos esta categoría como la compuesta por aquellos personajes para quienes la
industria supuso una actividad central. Claramente no son burgueses los maestros de los gremios,
pues trabajan con las manos en sus talleres; sí es claramente un burgués el mercader-fabricante de
la industria a domicilio, pero se trata, en este caso, de un comerciante que además invierte en
industria y organiza una actividad industrial sobre la base de comprar la producción a los
campesinos y luego perfeccionarla y distribuirla.

Más típico del siglo XVIII es el fabricante-mercader. Es decir, fabricantes que en su origen fueron
maestros gremiales, pero se desvinculan de la barrera gremial y comercializan sus propios géneros.
Entre estos últimos encontramos a los maestros cuyos talleres han crecido, de modo que pasan de

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Clara Borreguero Martín Historia Moderna.

ser de jefes de taller a organizadores. Son representantes, por tanto, de las formas tradicionales
de la industria que van evolucionando en el Setecientos.

Otras formas industriales tradicionales, pero que siempre tuvieron una organización de tipo
capitalista, de ahí que podamos considerar a sus propietarios como burgueses, fueron las minas
(siempre que no pertenecieran a nobles), las fraguas y los astilleros. La necesidad de inversiones de
capital, la sofisticación tecnológica y la especificidad en muchos casos de los mercados, hizo que
estas actividades no entraran dentro de las organizaciones gremiales y que, además, necesitaran de
una gestión más especializada.

Por otra parte, en el siglo XVIII aparecen formas industriales nuevas favorecidas por el aumento
de la demanda. Personas, generalmente con antecedentes en el comercio, se decidieron a
establecer fábricas de nueva planta, que se aprovecharon tanto de los avances tecnológicos como
de la legislación que favoreció la libertad de creación de empresas. Las formas organizativas fueron
variadas, pero su dueño solía ser un organizador, un empresario, que se encuadraba entre lo
burgueses de la nueva industria. Este tipo de burgués proliferará en los albores de la Revolución
Industrial sobre todo en Gran Bretaña, aunque no sólo.

 Funcionarios y profesionales liberales:

Otro sector burgués característico es el de los funcionarios. En todos los países de Europa
occidental creció la complejidad de las administraciones, sobre todo de la administración central,
donde el fenómeno burgués se manifestó con mayor claridad. Las formas de organización
administrativa estaban cambiando: el gabinete en Gran Bretaña o los secretarios de Estado en
Francia y España, acabaron siendo el epicentro del gobierno y de las decisiones políticas frente al
papel que jugaban los tradicionales cuerpos consultivos (algunos de los cuales desaparecieron). Si
estos últimos estaban poblados de nobles, los nuevos puestos serán ocupados por la burguesía o
hidalgos aburguesados. Es cierto que muchos se ennoblecerán o recibirán títulos o grandezas, pero
su mentalidad sigue siendo burguesa de cara a las decisiones políticas y a la mentalidad sobre qué
es lo necesario para el progreso económico y social. El cambio social y de mentalidad fue evidente,
aunque siempre tan rápido como se ha dicho.

Como en otros sectores sociales, la administración es toda una jerarquía, desde quienes ocupan los
cargos más elevados, junto al rey, hasta los oficiales de menor rango. Los primeros eran
generalmente personas que se habían educado en la universidad y tenían una formación técnica que
les permitía desarrollar su labor. Su valía personal, además de las influencias, les fueron elevando en
la escala social. En rangos inferiores encontraríamos los empleados de los distintos departamentos,
tanto en la corte como en provincias, o la administración de justicia. Los juzgados y audiencias se
llenaron de profesionales que igualmente estudiaron en la Universidad y aspiraban a mejores
cargos.

En este siglo tuvieron además un especial desarrollo los profesionales liberales. Los abogados
tenían mucho prestigio y solían estar presentes en las instituciones municipales. Algo parecido
ocurría con los médicos. La fortuna y el prestigio de ambas profesiones no se extendía, sin
embargo, a los notarios y cirujanos, que trabajaban con las manos.

Otra profesión que proliferará en este periodo es la del intelectual, término genérico que puede
aplicarse a actividades muy variadas: profesores, filósofos, escritores de literatura y periodistas.
Identificar una tipología social en estos sujetos es arriesgado, ya que muchas gentes ejercían estas
actividades desde su posición social: noble, clérigo, funcionario. Pero también es característico de

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este siglo que cada vez más personas del estado llano vivieran de estas actividades, convirtiéndolas
en su medio de vida.

La mentalidad burguesa:

Abordar cómo pensaban los burgueses no es una tarea sencilla debido a la variedad de situaciones que
englobaba lo burgués, por lo que no podemos dejar de movernos entre estereotipos y generalizaciones. Si
hablamos desde extremos, la mentalidad burguesa se contrapone a la aristocrática. Esta última defiende los
valores tradicionales del orden estamental: fe e Iglesia establecida, privilegios de cuna tanto en lo social
como en lo económico y exclusividad de la función de gobierno. Frente a este planteamiento, la mentalidad
burguesa sería crítica con la fe y contraria a los privilegios y a la exclusividad de la presencia del noble
en los gobiernos. En lo tocante a la fe, el tipo más radical es el del libertino, que la repudia por completo.
No obstante, hay una amplia capa de burgueses que adaptan la fe a su vida. La conciencia cristiana
burguesa es, pues, una conciencia acomodaticia, que admita y practica unos aspectos de la religión y omite
otros. La moral burguesa es convencional. El burgués acepta, al menos teóricamente, la totalidad del
mensaje religioso pero su actuación en la práctica prefigura ya la hipocresía decimonónica.

En cuanto a los privilegios, la naturaleza del pensamiento burgués sí es clara. La actividad económica de
los burgueses chocaba con un mercado restringido por los privilegios. La lucha política y de opinión
contra los privilegios es por tanto una actitud claramente burguesa. Hasta dónde pretendían llegar los
burgueses en esa lucha es una cuestión que puede depender de cada persona, de cada interés y de cada
momento. Está claro que los burgueses fueron ganando la batalla contra los privilegios y que cada vez
pretendieron llegar más lejos: desde la libertad básica frente a los monopolios a la definición del liberalismo
económico, político y cultural. En este proceso la lucha de los burgueses tiene dos caras: por una parte,
está la conquista positiva y fructífera de la libertad; por otra está una actitud beligerante contra el
enemigo, lo cual derivará en anticlericalismo, persecución a la aristocracia y liberalismo económico
intransigente.

En otro orden de cosas, la mentalidad burguesa fue desarrollando la idea de un prestigio social que no
dependiera de la cuna sino de la valía personal. Se generalizó incluso una vía de ennoblecimiento no
necesariamente hereditaria y sin privilegios especiales, como la Orden de Carlos III en España, que valoraba
los méritos del trabajo y la aportaciones útiles a la sociedad en todos los campos, desde luego en lo político,
pero también en lo empresarial. Los valores de utilidad, trabajo eficaz y rendimiento económico, en una
época en la que también cambiaron las bases de la producción económica, son esencialmente
burgueses.

Respecto al poder, del burgués es inicialmente partidario del absolutismo en la medida en que entiende
que la fuerza del monarca puede ser la vía de la reforma hacia un sistema administrativo y social más
eficaz. No obstante, la mentalidad burguesa más radical terminó oponiéndose a una monarquía que no
podía liberarse de las restricciones estamentales y era incapaz de encabezar la reforma. La salida final
fue una monarquía constitucional, que admite la presencia burguesa en el gobierno y las instituciones
representativas. Con todo, el triunfo burgués que se advierte a finales de siglo sigue siendo el triunfo de una
elite reducida , si bien algo más amplia y abierta que la anterior.

• Trabajadores rurales y urbanos: La economía del siglo XVIII continuó siendo


predominantemente agrícola y, en consecuencia, el campesinado era el grupo social más
numerosos del continente: en Rusia el 90% de la población era campesina, mientras que en Francia
España, Polonia o Prusia alcanzaba cifras en torno al 80%. Tampoco varió sustancialmente la
imagen negativa que de él tenían lo restantes grupos sociales, para quienes el campesino era un
individuo ignorante y brutal, y sólo algunas voces ilustradas defendieron que la miserable existencia

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campesina no se derivaba de la naturaleza misma del campesinado sino del orden social y
económico en el que vivían.

El río Elba marcaba la línea divisoria entre dos mundos campesinos. Al oeste, la servidumbre había
desaparecido, si bien el régimen señorial continuaba muy extendido; en el este la servidumbre
no sólo se mantenía regulada por los códigos legales, sino que se vio fortalecida en algunos
países, como en la Rusia de Catalina II o en Polonia, donde el número de campesinos libres se vio
considerablemente reducido.

Dentro de los dos grandes ámbitos en que se dividía la Europa rural, la estratificación era compleja y
variada y cada país poseía su peculiaridades.

Inglaterra fue el país cuyo campesinado conoció cambios más importantes. Los yeomen,
arrendatarios pequeños propietarios que habían constituido en los siglos XVI y XVII una
emprendedora clase media rural, perdieron posiciones en la centuria siguiente a expensas de la
gentry y la aristocracia terrateniente. Durante el siglo XVIII las grandes explotaciones prosperaron a
costa de las pequeñas por la tendencia de la actividad agrícola a la concentración. Las más de 4000
Enclosure Acts aprobadas por el Parlamento perjudicaron notablemente a los yeomen, quienes al
perder el complemento de las tierras comunales y no disponer de suficiente capital, no tuvieron otra
alternativa que convertirse en trabajadores asalariados o emigrar a los nuevos centros
manufactureros. De igual modo, los grandes cambios que se produjeron en la producción agraria y
el fuerte incremento de la mano de obra campesina afectaron negativamente al jornalero, que vio
cómo las relaciones laborales tradicionales, en las que primaba el paternalismo, se veían sustituidas
por la una progresiva proletarización.

Si en Inglaterra los condicionantes de una economía avanzada comenzaron a ampliar la brecha


entre los propietarios y arrendatarios rurales y los jornaleros, en el continente fue la resistencia al
cambio lo que mantuvo a asalariados y aparceros en condiciones míseras. En Francia, los métodos
de cultivo seguían apegados a la tradición y cualquier circunstancia climática o de otro orden podía
romper fácilmente el frágil equilibrio de las economías locales, condenando al campesino al
hambre, la emigración, la mendicidad o al paro. Aunque el incremento de la producción agraria fue
notable, la situación del campesinado no experimentó ninguna mejora significativa. La presión del
régimen señorial, las detracciones fiscales de Iglesia y Estado o la desequilibrada distribución de la
propiedad, con la mitad de la tierra en manos de propietarios rentistas, eran las causas de un
permanente descontento que se manifestó con el estallido de la Revolución.

En España, un aspecto generalizado en los escritos de los viajeros que visitaron país en el siglo XVIII
fue la pobreza del campesinado, sobre todo de los jornaleros, cuyo número oscilaba en torno al 50%
de la población rural. En cualquier caso, conviene recordar que no todo el campesinado se hallaba
en una situación tan lamentable: los labradores, los medianos arrendatarios y los amparados por la
enfiteusis o contrato a largo plazo, extendido por Cataluña, Aragón o Valencia, conocieron una
mejora de su situación que contrastaba con la gran mayoría campesina, acosada por el peso de la
fiscalidad, las deudas, los recaudadores de diezmos, etc.

En la Península italiana los contrastes eran igualmente acusados. Las condiciones señoriales que
imponían los barones del reino de Nápoles estaban más próximas a las de Europa oriental que a las
de Italia septentrional, donde la propiedad alodial, libre de toda carga señorial, estaba más
extendida.

En la Europa oriental todos los aspectos de la vida campesina se hallaban bajo el control de los
señores y la servidumbre estaba tan generalizada que, por lo general, el campesino era un objeto

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casi propiedad del señor. Los trabajos obligatorios y gratuitos en la reserva señorial (las corveas)
eran muy onerosos y llegaban a imponerse durante varios días de sol a sol. En Rusia, la servidumbre
de la gleba no cesó de ampliarse durante el siglo XVIII, y con ella las facultades jurisdiccionales de lo
señores, quienes además de fijar las prestaciones en trabajo controlaban cualquier relación
económica de los siervos, infligían penas corporales, imponían o vetaban los matrimonios y estaban
facultados para vender a sus siervo con o sin la tierra a ellos asignada.

Si bien el campo continuó dando cobijo a una importante industria rural dispersa, la ciudad era en el
Setecientos el lugar donde convivían artesanos y trabajadores asalariados, junto a un número
creciente de mendigos y vagabundos.

El tejido urbano de la Europa occidental fue mucho más denso que en la Europa oriental, donde
la presencia y el peso de la ciudad era excepcional. En los Países Bajos más de la mitad de la
población se hallaba urbanizada, y Londres era a finales del siglo XVIII, con 750.000 habitantes, la
ciudad más populosa del mundo seguida de París, con unos 600.000. En contraste con occidente
Polonia tan sólo contaba con 5 ciudades que superaban los 20.000 habitantes y en Rusia otras
tantas sólo lograban alcanzar los 30.000.

En los centros urbanos de Europa Occidental se situaban las corporaciones artesanales


tradicionales, que regulaban todo el proceso productivo y las relaciones entre el maestro
artesano y la mano de obra dependiente. Basadas en criterios paternalistas, este tipo de
relaciones intentaban preservar la armonía en el seno de la comunidad laboral. Sin embargo, como
hemos visto más arriba, el desarrollo de modo de organización más competitivos fue creando en
las ciudades una masa laboral sujeta a condiciones de trabajo más duras e inciertas: la jornada
laboral se amplió hasta las 14 horas, la disciplina horaria y productiva se hizo mayor, y el salario en
metálico se convirtió en la forma habitual de adquirir una fuerza de trabajo cada vez más ligada a las
leyes del mercado. Estamos, pues, ante un rápido empeoramiento de las condiciones de vida del
trabajador que se mantendrá vigente durante la centuria siguiente.

Antes de que en la Inglaterra de las últimas décadas del siglo XVIII surgieron la Revolución industrial,
ya se daban por doquier signos del deterioro de las condicione laborales: las enfermedades eran
habituales, ya que los lugares de trabajo eran por lo general húmedos y malsanos, el trabajo
femenino e infantil se popularizó (se trataba de mano de obra más barata y menos problemática) y
su presencia en la manufactura textil y la minería fue cada vez más frecuente.

El progresivo menoscabo de las condiciones laborales incidió negativamente en la vida cotidiana, la


situación de las viviendas y en los comportamientos sociales de los grupos asalariados urbanos. En
el Setecientos se ahondó en los procesos de diferenciación social, incrementándose la distinción
entre barrios populares y residenciales. Al mismo tiempo, la proletarización que se estaba iniciando
generalizó la identificación de los obreros con los pobres, confiriendo al pauperismo una
dimensión de masas que no había tenido con anterioridad. La pobreza fue considerada en el siglo
XVIII como un mal necesario. Algunos intelectuales consideraban de hecho la indigencia como algo
adecuado, pues favorecía la existencia de una mano de obra dispuesta a efectuar los trabajos más
duros. El asalariado, con jornales de subsistencia y un futuro incierto ante sí, se hallaba a un paso de
la miseria, y la Ilustración siempre propugnó una reforma de la asistencia social que debía tener
como objeto diferenciar a los indigentes coyunturales, merecedores de ayudas organizadas y
trabajo, de los vagabundos de oficio, a los que el Estado debía aislar y reprimir como modo de
garantizar el orden público, al considerarse que el mundo de la miseria estaba estrechamente ligado
con la delincuencia.

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• ¿Qué cambios sociales?: Llegados a este punto conviene recordar que el siglo XVIII actúa como
puente entre una sociedad aun plenamente corporativa y otra donde ya ha triunfado y se desarrolla
el individualismo, circunstancia que no puede achacarse a los dos siglos anteriores de la Edad
Moderna. Esta apreciación se refiere a los países más avanzados en su transformación social de la
Europa occidental, incluidas algunas zonas americanas, cuyo ejemplo se irá extendiendo a otros
países a lo largo del siglo XIX. Dicho esto, debemos ser también conscientes de que no estamos
ante procesos acabados. En todas partes, incluso en Gran Bretaña, se dieron zonas en las que la
transformación social se notó en menor medida. Los desarrollos fueron, por lo tanto, altamente
desiguales, de ahí que las consideraciones en cuanto al cambio no puedan ser sino generalistas.

A lo largo del Setecientos el orden estamental perdió credibilidad. La consagración del


ciudadano, que no pertenece a ningún grupo social establecido, supuso el triunfo del individuo
y de su capacidad de acción social. El individualismo afectó a los sectores de la elite, donde se
observa la tendencia a unir vidas y fortunas de origen burgués o noble indistintamente. Por debajo
de nobleza y burguesía se irá conformando la clase media, que casi no existía como tal a comienzos
de 1700 y cuyo crecimiento, en cualquier caso, resultó muy desigual a lo largo de la centuria debido
a la desigualdad con que se desarrollaron los procesos de urbanización y la modernización del
ámbito rural.

A la vez que crecía la clase media, lo hacían también los sectores sociales menos favorecidos. La
riqueza aumentó considerablemente a lo largo del siglo, pero no así su distribución social. El auge
de la riqueza mercantil primero y luego industrial, y la compra de propiedades agrícolas por parte de
los burgueses, benefició sobre todo a estos sectores y a algunos terratenientes. En el otro extremo
de la escala social, las transformaciones económicas produjeron unas rupturas que llevaron a un
aumento progresivo de la pobreza, especialmente en el último tercio del siglo. El aumento de
población explica que pueda haber más persona que viven mejor y también más personas que viven
peor. Por ello, el desarrollo de las clases media no es contradictorio con una mayor polarización
social: los ricos son más ricos y los pobres más pobres. El problema es que no se trata sólo de un
hecho cuantitativo sino cualitativo. Mientras en la sociedad estamental el pobre era mirado con
compasión, incluso como una oportunidad para ejercer la caridad, en la sociedad liberal el pobre
constituye una desgracia social. La pobreza es culpa de los pobres porque son vagos y sólo el
progreso económico podrá sacarles de esta situación.

La polarización económica se vio acompañada de polarización cultural. La Ilustración incrementó


los grados de alfabetización, se preocupó por mejorar el acceso a la enseñanza y por el desarrollo de
sociedades científicas El avance fue notable, pero también aquí se notaba la dificultad de llegar a los
extremos sociales. De alguna manera, sólo la religión, tanto católica como protestante, hizo
esfuerzos por llegar a un mayor número de personas. Aunque esta circunstancia favoreció el
desarrollo de una nueva espiritualidad, no necesariamente hizo que las masas sociales fueran más
instruidas en otros aspectos. En consecuencia, el analfabetismo siguió teniendo una notable
extensión en el siglo XVIII y buena parte del XIX.

Como resultado lógico, el individualismo de las elites tuvo su respuesta en las acciones colectivas de
la masa, que protestó de distinto modo ante los diversos aspectos políticos, sociales o económicos
que condicionaban su mala situación. La desarticulación social que produjo la crisis del orden
estamental, por un lado, y el reforzamiento del absolutismo por otro, dejaron a las masas sin una
dirección clara. La falta de cultura en unos casos y el crecimiento de los niveles de alfabetización en
otros, que facilitaban la forja de una visión crítica y el deseo de acción, se combinaron con las malas
condiciones de vida y las crisis de abastecimientos para desencadenar la protesta social. Debido a

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ello, no deja de resultar paradójico que el siglo de mayor crecimiento económico sea el de
mayor conflictividad social en la Edad Moderna.

En cualquier caso, las protestas se inscriben en la mentalidad de la época, y los amotinados tendían
a exigir aquello a lo que la legalidad vigente les daba derecho. Los motivos fueron variados:
aumento de la presión fiscal, reclutamientos, protestas contra las enclosures en Inglaterra, rebajas
de sueldo de las actividades industriales… si bien, la causa inmediata del conflicto va casi siempre
unida a crisis de abastecimientos provocadas por malas cosechas que hacen más patente la
precariedad.

En otros casos, la revuelta popular es estimulada por la nobleza,, que se opone a las medidas
reformistas de los gobiernos; hay más espontaneidad popular, a veces teñida de deseos de
venganza, como el asalto a las propiedades señoriales en Francia en 1789-1790, o se aprecian
realidades más modernas, como el deseo de ampliar la base del electorado en Inglaterra, e incluso
otras que evidencian motivaciones religiosas, como los motines de 1780 contra los católicos en
Londres. En definitiva, si el liberalismo individualista triunfaba en unos aspectos, su lucha frente al
antiguo orden social le fue creando también nuevos enemigos. La pobreza y la marginación social
continuaron existiendo, al tiempo que empezó a desarrollarse un espíritu de confrontación social
que caracterizaría la Edad Contemporánea.

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Conflictos religiosos y minorías socioculturales en la


Europa moderna.
La Reforma protestante quebró la unidad de la Cristiandad occidental en los primeros años del siglo XVI. En
las décadas siguientes, el continente europeo se vio inmerso en un proceso de confesionalización que
desembocó en la configuración de diferentes “iglesias territoriales” cuyas relaciones no siempre fueron
pacíficas durante los siglos XVI y XVII, etapa de la Edad Moderna condicionada por el estallido de lo que la
historiografía ha denominado como “Guerras de Religión”.

La conflictividad entre confesiones durante este periodo es inseparable tanto de la mentalidad de la época
como del contexto histórico en el que se produjo la fragmentación de la Cristiandad occidental. Por una
parte, los fieles de las distintas Iglesias territoriales estaban convencidos de que profesaban la verdadera fe,
considerando herejes a aquellos con quienes no compartían confesión religiosa. Por la otra, la Reforma
protestante** y la Contrarreforma en el mundo católico se desarrollaron en una etapa de importante
inestabilidad derivada del reforzamiento de la autoridad monárquica, el desarrollo del aparato del Estado y
la pugna entre Corona, nobleza e instituciones representativas (Cortes y Parlamentos). En estas
circunstancias, la religión se convirtió en un elemento capaz de movilizar a la población en el curso de
conflictos que no siempre tenían que ver con cuestiones de fe en sentido estricto, sino que, analizados en
profundidad, respondían a problemas internos de carácter económico, político o diplomático.

La Reforma tuvo una última consecuencia: el incremento de minorías religiosas en territorios


caracterizados con anterioridad por la uniformidad en términos de fe. La presencia de estas minorías fue
percibida con suspicacia por las autoridades seculares y eclesiásticas de sus respectivos Estados, quienes
reaccionaron ante ellas con distinto grado de intolerancia: expulsión, persecución o promulgación de una
legislación que castigaba la diversidad.

CAUSAS DE LA REFORMA.
- Abusos morales y eclesiales:
o Nula ejemplaridad los titulares de la Santa Sede (los Papas de finales del siglo XV y las
primeras décadas del siglo XVI).
o Clero secular, carente de formación intelectual e inquietudes espirituales, incapaz de
acometer con responsabilidad su labor pastoral.
o Clero regular que vive al margen de la regla de su orden e incumple sistemáticamente los
votos de castidad, pobreza y obediencia a los que debían someterse.

*La nula ejemplaridad de los representantes de la Iglesia fue objeto de crítica y debate entre
los humanistas, representantes de la tendencia más avanzada de la intelectualidad europea
de principios del Quinientos.
- Anhelos de una religiosidad más auténtica:
o Proliferación de supersticiones y muestras exageradas de devoción popular: visiones,
milagros, peregrinaciones, romerías, recurso a la intercesión de santos, etc. contrarias al
espíritu del cristianismo primitivo.
o Instrumentalización de la devoción popular por parte de la Santa Sede con fines
económicos: mercadeo de reliquias e indulgencias (remisión parcial de la pena que uno
debía cumplir tras cometer un pecado a cambio de una suma de dinero).

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o La búsqueda de una religiosidad depurada de supersticiones, basada en el contenido del


Evangelio. La lectura de la Biblia se vio alentada por el auge de la imprenta, que favoreció su
mayor difusión entre la población. Paralelamente, el mejor conocimiento de las lenguas
latina, griega y hebrea por parte de los intelectuales humanistas permitió la depuración, e
interpretación más adecuada, de algunos pasajes bíblicos.
- Intereses sociales y políticos:
o Impopularidad de la jurisdicción pontificia en distintos Estados europeos.
o Pugna entre la jurisdicción real y la eclesiástica. La Reforma puso en entredicho la figura del
Papa y constituía una oportunidad para que las autoridades seculares reforzaran su
poder.
o La Reforma protestante implicó la supresión de las órdenes religiosas y las cofradías en los
territorios que la adoptaron, lo que entrañó la secularización de los bienes pertenecientes
a monasterios e instituciones eclesiásticas y reforzó el poder económico de los príncipes.

PRINCIPALES PROTAGONISTAS DE LA REFORMA.


1/ Martín Lutero (1483-1546):
Perteneciente a una familia de origen humilde, ingresó en la orden agustina en
1505, ordenándose sacerdote en 1507. Doctor en Teología, enseñaba las
Sagradas Escrituras en la Universidad de Wittenberg (Sajonia). A la altura de
1515 Lutero no sólo era un buen conocedor de los textos bíblicos sino también
de la realidad de la Santa Sede, que conoció de primera mano durante su visita
a Roma en 1510. Parte de su doctrina quedó recogida en las conocidas como
95 tesis de Lutero (texto cuya finalidad era ser discutido en el curso de un
debate académico) y se vería completada en otros escritos posteriores
durante la década de 1520.

2/ Huldrych Zwinglio (1484-1531):


Hijo de un magistrado rural del cantón suizo de San Galo, estudió en las
Universidades de Basilea, Berna y Viena, en las que destacó por su conocimiento
de las lenguas clásicas (latín y griego), el hebreo y su elocuencia oratoria.
Destacado predicador, Zwinglio se destacó tanto como humanista como por
reformador radical. Su doctrina (que expuso en la obra Comentarios sobre la
verdadera y la falsa religión) aspiraba a depurar la religión de toda tradición
histórica, por ejemplo, el culto a los santos, las imágenes, los sacramentos y las
manifestaciones externas del ritual, que consideraba contrarias a la esencia del
cristianismo primitivo.

3/ Juan Calvino (1509-15674):


Perteneciente a una familia acomodada estrechamente relacionada con
ambientes eclesiásticos, estudió leyes y teología en París, Orleáns y Bourges,
donde entró en contacto con intelectuales y humanistas comprometidos con la
nueva teología reformada. De nuevo en París, la defensa pública que Calvino
realizó de las tesis luteranas le obligó a huir de la capital francesa en 1533. En
Basilea redactó y publicó la obra que se convertiría en la base de su pensamiento,
La institución de la religión cristiana (1536). Ese mismo año se estableció en
Ginebra, ciudad que con el tiempo se convertiría en el principal foco de irradiación
del calvinismo.
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CAMBIOS DOGMÁTICOS, LITÚRGICOS Y ESTRUCTURALES (LUTERANISMO Y


CALVINISMO)
• Rechazo a la autoridad pontificia. Ruptura con la Santa Sede romana.

• Uno de los puntos centrales de la doctrina luterana se encuentra en las epístolas de San Pablo: “el
justo vivirá por la fe”. Lutero y los luteranos defienden el nulo valor salvífico de las obras. Sólo la fe y
la misericordia de Dios redime al pecador. A este respecto Calvino es más radical aún al esbozar la
teoría de la predestinación: Dios, en su infinita sabiduría, ha dispuesto para cada hombre, con
independencia de sus actos, que se salve o se condene para siempre.

• Si sólo la fe y la misericordia de Dios pueden salvarnos o, si como defendía Calvino, Dios ha decidido
de antemano quién se condena y quién accede a la gracia eterna, el recurso a la intercesión de la
Virgen, los Santos, la adoración de las reliquias, las peregrinaciones o la adquisición de
indulgencias, por ejemplo, carece de sentido. Por ello, luteranos, calvinistas y otras Iglesias
reformadas rechazan el culto a tales “intercesores”. Por sus virtudes, los santos y la Virgen pueden
ser modelos de vida a seguir para los creyentes, pero nada más.

• Se niega la existencia del purgatorio y sólo se reconocen tres sacramentos: bautismo, eucaristía
(entendida esta como una mera conmemoración del sacrificio de Cristo) y la confesión (este último
sacramento no era reconocido por los calvinistas).

• Los partidarios de la Reforma abogan por una relación más estrecha y personal con Dios. La palabra
de Dios debe ser el centro de la vida de todos los creyentes. Se encuentra recogida en la Biblia.
Todos los fieles deben tener acceso a ella, de ahí que se defienda la traducción de la Biblia en lengua
vernácula. Además, únicamente las Sagradas Escrituras contienen la palabra de Dios y deben actuar
de guía para los creyentes. Los miembros de las Iglesias reformadas rechazan, en consecuencia,
toda interpretación posterior de la palabra de Dios (disposiciones conciliares y papales, exégesis
de la Biblia realizadas por los padres de la Iglesia, etc.).

• Proclaman el sacerdocio universal. El fiel puede acceder directamente a la Biblia, acercarse a Dios a
través de su lectura sin necesidad de la intermediación de ningún sacerdote (u otro miembro de la
tradicional jerarquía eclesial) que ostente un estatus privilegiado en la comunidad. Los
reformadores conciben la Iglesia como una comunidad espiritual de quienes comparten la misma
fe y en la que todos son iguales en virtud del bautismo. Pueden existir sujetos que, por vocación,
enseñen la palabra divina o administren los sacramentos (los pastores), pero no por ello pertenecen
a un orden social diferente y, en consecuencia, no tienen por qué mantenerse célibes (pueden
casarse). La doctrina del sacerdocio universal tuvo, entre otras consecuencias, la disolución de
monasterios y otras instituciones eclesiásticas.

• La organización jerárquica de las Iglesias reformadas no es uniforme. Entre los luteranos el pastor,
quien celebra la misa y administra los sacramentos, es elegido por el príncipe o las autoridades
civiles de la ciudad, en tanto existe un consistorio compuesto por expertos en derecho civil y
canónico (que no tienen por qué ser pastores) encargado de vigilar el cumplimiento de las
ordenanzas religiosas y administrar justicia en asuntos eclesiásticos. Entre los luteranos, existe una
clara diferenciación entre el poder civil y el religioso. Por el contrario, en el calvinismo cada
comunidad elige a pastores; ancianos, encargados de la corrección de las costumbres y de la
disciplina; diáconos, a quienes se adjudica todo lo relacionado con la beneficencia y la asistencia a
pobres; y doctores, quienes enseñan la palabra de Dios a los jóvenes. Pastores y ancianos
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conforman el Consistorio, órgano supremo en materia dogmática, moral e incluso política, que
interviene en materias de naturaleza civil y religiosa.

• Los miembros de las Iglesias reformadas abogan por una liturgia más participativa. La lengua
vernácula sustituye al latín durante la celebración de los ritos y se da especial relevancia a la
predicación, el canto de salmos y textos bíblicos, etc. Algunas sectas derivadas del anglicanismo,
como puritanos y cuáqueros, son más radicales a este respecto y convierten las reuniones de cada
congregación en un foro de debate de las Sagradas Escrituras.

• Los reformadores aspiran a dar cuerpo a una nueva moral, si bien algunas confesiones son más
radicales que otras en este punto. Todas las confesiones reformadas exaltan el valor del trabajo
como una forma de loar a Dios. Sin embargo, algunas de ellas defienden un cambio radical en las
costumbres. Calvinistas y puritanos imponen a sus fieles una vida fundamentada en la austeridad,
la catequesis y el estudio de las escrituras en la que el baile, el canto, las lecturas profanas, la bebida
y otras actitudes inmorales deben ser perseguidas y erradicadas.

ANGLICANISMO.
La ruptura de Inglaterra con la Santa Sede se produjo durante el reinado de
Enrique VIII Tudor (1509-1547). Tradicionalmente este proceso se ha vinculado con
el interés del monarca en divorciarse de su primera esposa, Catalina de Aragón, y
la reticencia del Papa a concederle la anulación matrimonial. Sin embargo, el
Cisma inglés no puede comprenderse en toda su complejidad sin tomar en
cuenta: a) el tradicional rechazo del poder real inglés a la jurisdicción pontificia; b)
la difusión en Inglaterra de las ideas reformistas, debatidas por teólogos e
intelectuales; c) la ruptura con Roma entrañaba el reforzamiento de la autoridad
real inglesa, así como importantes beneficios económicos para la Corona (disolución de los monasterios).

La ruptura de Inglaterra con la Iglesia romana estuvo dirigida por Thomas


Cromwell, Secretario de Estado de Enrique VIII, y Thomas Crammer, arzobispo de
Canterbury vinculado al luteranismo. En 1529 el Parlamento restringió la
jurisdicción pontificia en Inglaterra. En 1533, un tribunal eclesiástico británico
aprobó el divorcio de Enrique VIII de Catalina de Aragón. Al año siguiente (1534) el
Parlamento promulgó el Acta de Supremacía, que convertía al monarca en “Jefe
Supremo de la Iglesia inglesa”, consumando el Cisma entre Inglaterra y la Santa
Sede. Otro conjunto de leyes parlamentarias obligaba a nobles, clérigos y
burócratas a jurar fidelidad al soberano en calidad de cabeza de la Iglesia y
declaraba traidores (castigados con la pena de muerte) a quienes tildasen a
Enrique de “hereje”.

La adopción de la Reforma tuvo consecuencias inmediatas:

- Disolución de los monasterios y exclaustración de sus miembros.


- En términos dogmáticos y litúrgicos el tránsito de Inglaterra del catolicismo al anglicanismo no fue
tan reseñable. El reinado de Enrique VIII ha sido conocido como un periodo de catolicismo
enriciano debido a que la nueva Iglesia de Inglaterra mantuvo buena parte de la tradición doctrinal
y litúrgica romanas (episcopado, creencia en la existencia del Purgatorio, celibato eclesiástico,
vestimenta eclesiástica…). No obstante, la publicación el Book of Ten Articles en 1536 (especie de
confesión anglicana) redujo los sacramentos a 3 (bautismo, eucaristía y penitencia) y suprimió las
manifestaciones exteriores de religiosidad popular (imágenes, peregrinaciones, reliquias…).

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Clara Borreguero Martín Historia Moderna.

Tras la muerte de Enrique VIII en 1547, el Parlamento aprobó en 1549 la publicación del Common Prayer
Book (principal libro litúrgico de la Iglesia anglicana en lengua inglesa) y los Cuarenta y dos artículos de la Fe
(1552), texto que profundizaba las diferencias doctrinales entre anglicanismo y catolicismo y aproximaba al
primero al calvinismo (al asumir la doctrina de la predestinación).

El anglicanismo quedó definitivamente consolidado en Inglaterra a partir de la década de 1560, tras el


ascenso al trono de Isabel I y después del fallido intento de restaurar el catolicismo llevado a cabo por su
antecesora, María I Tudor, cuya acción represiva sobre los protestantes británicos le valió el apodo de
Bloody Mary (María “la Sanguinaria”). No obstante, buena parte de Irlanda (a excepción del Ulster) siguió
profesando la fe católica y la Iglesia anglicana, y por añadidura su soberana, debieron afrontar a partir de la
década de 1570 el doble desafío que representaban para el poder establecido tanto la minoría católica
como la minoría puritana, una deriva del anglicanismo que debe tal nombre a su interés en purificar la
Iglesia anglicana de todo residuo papista (católico).

CONTRARREFORMA CATÓLICA.
Desde finales del siglo XV surgieron en el seno de la Cristiandad occidental distintos sujetos, tanto laicos
como religiosos, que abogaron por el desarrollo de ciertas Reformas que purificaran de vicios a la Iglesia
católica y la acercaran nuevamente al espíritu del cristianismo primitivo. Estos reformadores carecían del
radicalismo que caracterizaba a sus homólogos protestantes (Lutero, Calvino, Zwinglio…). Es decir, estaban
interesados en introducir ciertos cambios en las costumbres del clero, pero en ningún caso cuestionaban la
autoridad pontificia ni la tradición dogmática y litúrgica del cristianismo.

España e Italia constituyeron dos de los focos principales de este movimiento inicial de Reforma católica. El
caso español debe mucho a la preocupación de los Reyes Católicos por el estado de la Iglesia. Los monarcas
se sirvieron del patronato regio (derecho concedido por el Papa que les autorizaba a presentar candidatos
para cualquier beneficio eclesiástico vacante) a la hora de ubicar a sujetos cultos y comprometidos con la
labor pastoral al frente de obispados y arzobispados. Además, se valieron de la Inquisición española
(fundada en 1478) para purgar de herejías el catolicismo de sus Estados.

Los Reyes Católicos no actuaron en solitario: contaron con la colaboración de clérigos comprometidos con
la Reforma católica. Entre todos ellos destacó el cardenal Cisneros, arzobispo de Toledo. Cisneros no sólo
fundó la Universidad de Alcalá con el fin de favorecer la mejor formación intelectual del clero y abrir la
teología española a las corrientes humanistas propias de finales del siglo XV. También impulsó la
publicación de la Biblia políglota, en latín, hebreo, griego y arameo.

La Reforma católica también afectó a las órdenes religiosas. Con algunas de las más antiguas se procedió a
la reforma (endurecimiento) de las reglas que regulaban el comportamiento de sus miembros. Sin embargo,
el principal aspecto a destacar a este respecto sería el surgimiento de nuevas congregaciones religiosas
(teatinos, somascos, barnabitas, capuchinos, ursulinas), masculinas y femeninas, volcadas en un apostolado
específico: la formación de sacerdotes, la atención de enfermos y huérfanos, la predicación, la educación de
niñas abandonadas…

De todas las congregaciones religiosas que vieron la luz a lo largo del siglo XVI la más relevante sería la
Compañía de Jesús. La orden jesuítica se formó a mediados de la década de 1530 pero no sería hasta 1540
cuando el papa Paulo III aprobó su institución. Los jesuitas se caracterizaban por su férrea estructura
jerárquica (al frente de la orden se encontraba un “padre general” con amplios poderes), por el
cumplimiento de un cuarto voto (obediencia al Papa), que se añadía a los tres tradicionales (castidad,
pobreza y obediencia), y por la diversidad de funciones que sus miembros desarrollaron. En este sentido, los
jesuitas se comprometieron en la evangelización de nuevos territorios (Indias occidentales y orientales) la

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Clara Borreguero Martín Historia Moderna.

defensa de la ortodoxia católica postridentina y la formación de las nuevas elites dirigentes católicas en sus
colegios, algunos de los cuales se convirtieron en importantes centros culturales de la Europa católica.

Concilio de Trento (1545-1563): Supuso el principal foro de


debate desde el que partió la respuesta católica a la Reforma
protestante. Se desarrolló a lo largo de casi dos décadas, durante
los pontificados de Paulo III, Julio III, Paulo IV y Pío IV. Su evolución
estuvo muy condicionada por los intereses políticos tanto de la
Santa Sede como de las principales Monarquías europeas, que
paralizaron los trabajos del Concilio en varias ocasiones. Además,
lo prolongado del Concilio terminó influyendo en la consumación
de la fractura de la Cristiandad occidental (para cuando
concluyeron sus sesiones el luteranismo había tomado arraigo en
Alemania y Escandinavia, el calvinismo en Suiza y el anglicanismo en Inglaterra).

- Trento reafirmó los principales dogmas de la fe católica frente a los protestantes (7 sacramentos,
versión latina de la Biblia, valor meritorio de las obras, sacerdote como intermediario entre Dios y la
humanidad…).
- Aunque Trento no introdujo cambios organizativos en la Curia romana sí renovó la figura del obispo
y el sacerdote. El obispo debía ser en lo sucesivo un hombre de ciencia y piedad, canonista o
teólogo, con el fin de desempeñar adecuadamente su función pastoral. Además, estaba obligado a
residir en su diócesis y visitarla frecuentemente, a predicar y a promover la formación moral e
intelectual del clero, así como a introducir posibles reformas mediante la convocatoria y reunión de
concilios provinciales. En cuanto al clero secular, reafirmó el celibato obligatorio, los signos
distintivos de su condición (tonsura y vestidura talar) y, a semejanza de los obispos, su labor
pastoral. El párroco debe centrarse en la predicación dominical, la enseñanza de la catequesis en los
niños, la cura de almas, la vigilancia en el cumplimiento de los mandatos de la Iglesia (confesión y
comunión). Con el fin de mejorar la instrucción de los sacerdotes y su nivel cultural se contemplaba
la erección de un seminario en cada diócesis. En lo concerniente al clero regular, se incrementó el
control que sobre él ejercían los obispos con el fin de garantizar la corrección y moralidad de sus
costumbres.
- Además, la Europa católica postridentina promovió las formas de piedad popular tradicionales
(rechazadas por los protestantes), aunque purificadas de excesos. Se impulsaron las procesiones, la
devoción a la Virgen y los Santos, la uniformidad y riqueza formal de los ritos y los elementos de
distinción litúrgica (vestimentas arzobispales, música sacra, etc.).
- La Santa Sede impondría un Misal (1570), un Breviario para el rezo (1568) y un texto de la Biblia
(1592) comunes para toda la Europa católica. Ahora bien, por reacción antiprotestante, la Biblia
continuó siendo un texto inaccesible al pueblo. La liturgia continuó siendo en latín y sólo la
mediación del clero en los sermones (predicación en lengua vernácula) la aproximaba a los
feligreses que no conocían esta lengua.
- Se reorganizó la Inquisición pontificia y se publicó el Índice de libros prohibidos (1559) con la finalidad
de impedir la circulación de ideas subversivas y contrarias a la ortodoxia en la Europa católica.

La aplicación de los decretos tridentinos en la Europa católica dependió de los príncipes y soberanos,
quienes se aseguraron de que lo dispuesto en Trento no afectara a los derechos y privilegios jurisdiccionales
que la Santa Sede les había concedido previamente. Felipe II comenzó a aplicarlos en 1564. En Francia,
debido a las “Guerras de Religión”, no se impondrían hasta 1615. En cuanto al Imperio, la Contrarreforma
no se aplicó hasta comienzos del siglo XVII.

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Clara Borreguero Martín Historia Moderna.

EXPANSIÓN DE LA REFORMA, CONTRARREFORMA CATÓLICA Y “GUERRAS DE


RELIGIÓN”:
La fragmentación de la Cristiandad en iglesias rivales abocó a un proceso de confesionalización que se
extendería durante la segunda mitad del siglo XVI.

- En primer lugar, y como ya hemos visto en parte, las distintas confesiones religiosas se vieron
obligadas a elaborar formulaciones dogmáticas que definieran su particular identidad, algo
innecesario mientras la Cristiandad se mantuvo unida (distintas confesiones de fe, los Treinta y
nueve artículos de la fe anglicanos o los decretos tridentinos para el mundo católico).
- En segundo lugar, se elaboraron compendios adaptados, a los predicadores y el pueblo, con el fin
de instruir a los fieles en la doctrina (catecismo mayor y menor de Lutero, la Institución de Calvino,
el catecismo romano de Pío V…).
- En tercer lugar, las diversas Iglesias se organizaron mediante normas que regularon el culto
litúrgico, el derecho canónico, la asistencia caritativa y educativa, etc. Durante la segunda mitad
del siglo XVI, dentro de la Iglesia católica se multiplicaron en número e importancia los visitadores
episcopales, al tiempo que en el mundo protestante adquirían relevancia los consistorios luteranos y
calvinistas, etc. En el caso anglicano, fue el Parlamento el encargado de elaborar distintas
“Disciplinas”, “Ordenaciones” o el Prayer Book. Además, la formación del clero se encomendó a
centros especializados (colegios eclesiásticos, seminarios…), al tiempo que se desarrollaba un
notable esfuerzo en la catequización de los jóvenes a través de gimnasios, colegios, academias,
escuelas parroquiales, etc.
- Para preservar la ortodoxia de la fe y perseguir cualquier movimiento heterodoxo, católicos y
protestantes desarrollaron recursos parecidos: instituciones inquisitoriales, censura de imprenta,
redacción de Índices de libros prohibidos o expurgados, etc.

Reforma y Contrarreforma dieron lugar a unas nuevas relaciones entre religión y política en el seno de una
Europa confesionalmente dividida, donde el Papa y el Emperador habían dejado de ser referencias
comunes. La configuración de Iglesias territoriales debió mucho a las autoridades seculares. “Una fe, una
ley, un rey” se convirtió en el ideal a alcanzar por todos los príncipes del siglo XVI y la primera mitad del XVII,
que debieron afrontar las consecuencias políticas de la ruptura religiosa. El gobierno sobre fieles de
confesiones diferentes y rivales no era deseable por motivos prácticos: la diferencia podía inclinar a la
disidencia, la conspiración, la rebelión o la alianza con los enemigos exteriores. En consecuencia, príncipes
católicos y protestantes abogaron por reprimir, de distinto modo, las minorías religiosas en el seno de sus
Estados, actuando con parecida intolerancia. Sólo en lugares como Francia y el Imperio, donde la violencia
de las pugnas político-religiosas derivó en violentas guerras civiles en las que ninguno de los contendientes
fue capaz de aniquilar al contrario, se alcanzó una cierta “tolerancia político-religiosa” que, por su fragilidad,
fracasaría durante el siglo XVII (Guerra de los Treinta Años, por ejemplo). A la postre, la identificación
exclusiva del príncipe con una determinada confesión reforzó su autoridad y su poder. En el mundo
protestante, la secularización de bienes eclesiásticos acrecentó el patrimonio de la Corona y, tanto en este
como en el ámbito católico postridentino, las instituciones eclesiásticas y sus miembros actuaron en diverso
grado como instrumentos al servicio del monarca.

Expansión de la Reforma y conflictos religiosos:

 Luteranismo: Entre 1520 y 1540 la Reforma luterana se extendió rápidamente en el Imperio, antes
en las ciudades que en los señoríos territoriales. Hacia 1535, 51 de las 85 ciudades libres del Imperio
habían aceptado la Reforma sin grandes tensiones, comenzando por Estrasburgo (1524). De modo
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Clara Borreguero Martín Historia Moderna.

parecido, los príncipes territoriales se atribuyeron, como responsables ante Dios de la salvación de
sus súbditos, la capacidad de imponer la Reforma bajo su supervisión. Entre 1525-1526 Prusia y
Hesse adoptaron la reforma; la Sajonia electoral y Brandeburgo en 1539; tres años después los haría
el ducado de Brunswick.

La afirmación de las Iglesias reformadas en el Imperio estuvo determinada por la pugna política y
militar. En 1531, 7 príncipes del Norte y el Centro de Alemania, además de 11 ciudades que
previamente habían adoptado la Reforma, firmaron una Liga defensiva en Smalkalda. En 1539,
formaban parte de ella más de 29 ciudades y 15 principados, incluidos los electores de Sajonia y
Brandeburgo. Sólo Baviera y los territorios bajo soberanía de la Casa de Habsburgo, cuyos
territorios se extendían por la zona Sur de Alemania, se mantuvieron fieles a la Santa Sede. En el
Sacro Imperio, el enfrentamiento confesional durante la primera mitad del siglo XVI no estuvo
determinado únicamente por cuestiones religiosas, también supuso un aspecto más de una doble
rivalidad, la que enfrentaba a los grandes señores católicos y luteranos y la que se dirimía entre
todos ellos y el emperador. A finales de la década de 1540, el emperador Carlos V pudo derrotar
militarmente a la Liga protestante de Smalkalda en la batalla de Mühlberg de 1547 (gracias al
apoyo que recibió del luterano Mauricio de Sajonia). En cualquier caso, el emperador no logró
recomponer el orden religioso en el Imperio en favor de una única confesión católica. La alianza
entre los príncipes protestantes y Enrique II de Francia obligó a Carlos V a aprobar la Paz de
Augsburgo (1555), entre luteranos y católicos. Los acuerdos de Augsburgo sancionaron la fractura
religiosa en el Imperio y facultaron a príncipes y ciudades a elegir la confesión religiosa de su
incumbencia e imponerla a sus súbditos. De la Paz de Augsburgo quedaron excluidos los
zwinglianos y los calvinistas, cuya doctrina apenas había penetrado en Alemania, quienes eran
considerados como representantes de la deriva radical de la Reforma.

Simultáneamente, el luteranismo se extendió en las dos grandes monarquías bálticas. La


implantación de la Reforma en Suecia fue paralela a la emancipación de este reino de Dinamarca-
Noruega. En 1527, la Dieta de Vasteraas impuso la religión luterana en Suecia. Apenas hubo
resistencia a la ruptura con Roma entre el pueblo, el clero y la nobleza, en parte porque sólo se
secularizaron los bienes eclesiásticos, pero hasta finales del siglo XVI apenas hubo innovaciones
litúrgicas. En Dinamarca-Noruega, el luteranismo fue adoptado en 1536, tras la Dieta de
Copenhague.

 Zwinglianos y calvinistas: La doctrina de Zwinglio se impuso con éxito en Zurich y Basilea, pero
fracasó al tratar de imponer la Reforma en toda la Confederación helvética. La liga de cantones y
ciudades católicas derrotó al líder reformista en la batalla de Kappel (1531), donde falleció.

Calvino adoptó parte del ideario de Zwinglio. El epicentro del calvinismo fue Ginebra, donde la
reforma había arraigado en la década de 1530, que se convertiría en foco de emanación de su
doctrina. La difusión del calvinismo se debió a las características de su organización (pequeñas
células religiosas) y al activo proselitismo de sus miembros. También debió mucho a las
convulsiones de la política interior de los territorios en los que se extendió y a su capacidad para
beneficiarse de ellos. En muchos casos, los calvinistas recurrieron a la violencia para imponerse a las
Iglesias católica, luterana y anglicana, bien asentadas a mediados del siglo XVI. La paz religiosa de
Augsburgo (1555) excluyó, como hemos visto, a los calvinistas. Sin embargo, exiliados de Francia y
los Países Bajos fundaron las primeras comunidades en el Noroeste del Imperio (en Wessel y
Emdem). En 1576, Federico IV, elector del Palatinado, impuso el calvinismo como religión de sus
estados. Su ejemplo sería seguido poco después por el conde de Nassau y otros señores laicos más.
El foco del calvinismo en Alemania se encontraría por tanto en su zona oeste, principalmente en la
franja Centro y Norte.
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Clara Borreguero Martín Historia Moderna.

El otro gran punto de emanación del calvinismo en Europa sería Francia, donde los calvinistas serían
conocidos como hugonotes (recuérdese que Calvino y sus primeros discípulos eran franceses
exiliados). Entre 1555 y 1562 Francia recibió un importante flujo de pastores calvinistas desde
Ginebra que atendieron las necesidades de las nuevas comunidades religiosas y contribuyeron a
difundir su doctrina entre la población. En 1559 los hugonotes reunieron su primer Sínodo Nacional
y 50 comunidades elaboraron una Confesión galicana y una Disciplina con el fin de regular el
funcionamiento de la iglesia hugonota. A partir de 1559, el calvinismo pudo expandirse con relativa
facilidad gracias a la debilidad del poder real francés durante la regencia de Catalina de Médicis y la
pugna entre Corona y alta nobleza que se produjo simultáneamente. En su lucha por reforzar su
poder frente a la Monarquía, la nobleza se organizó en dos bandos político-confesionales: los
Guisa encabezaron la vertiente católica del movimiento, en tanto la Casa de Borbón lideró a los
hugonotes. La nueva fe prendió en regiones periféricas del Sur y el Suroeste del reino (Delfinado,
Provenza, Languedoc, Bearn, Guyena) y el Norte (Normandía) y Centro del país (donde se
encontraba la importante plaza fuerte hugonota de La Rochelle). A finales del siglo XVI había 1,2
millones de hugonotes en Francia, la mayoría campesinos y artesanos, pero también juristas y
nobles. Después de ocho violentas guerras civiles (“Las Guerras de Religión francesas”) entre 1562
y 1598 ambos contendientes llegaron a una solución de compromiso. Enrique de Borbón, líder
hugonote, accedió al trono francés tras la extinción de la dinastía Valois, pero se convirtió al
catolicismo. En 1598 el nuevo rey promulgó el Edicto de Nantes, que concedía una amplia
tolerancia a los hugonotes: libertad de conciencia, pero culto restringido, privado, en las ciudades;
igualdad de oportunidades en universidades, tribunales y administración, así como la concesión a
los hugonotes de una serie de plazas militares “de seguridad”.

En los Países Bajos la aparición de las primeras células calvinistas galvanizó la resistencia
aristocrática y patriótica contra el gobierno de Felipe II de España y sus afanes uniformizadores en
materia religiosa. El calvinismo se divulgó en esta zona gracias a la acción proselitista de Guy de
Bray, formado en Ginebra, pero sobre todo debido a la respuesta del gobernador español, duque de
Alba, al ataque que los calvinistas realizaron contra las imágenes religiosas en el verano de 1566
(furia iconoclasta). La dureza de dicha represión fomentó la revuelta generalizada en los Países
Bajos y desembocó en la fractura de las provincias de los Países Bajos en dos ligas: la de Arras
(1579), en la zona Sur, de mayoría católica y que mantuvieron la obediencia a España; y la de
Utrecht, de mayoría calvinista y que, lideradas por Guillermo de Orange en un principio,
encabezaron la lucha contra la Monarquía Hispánica por alcanzar la independencia hasta 1648.

La reforma en el reino de Escocia fue alentada por John Knox, que evolucionó del luteranismo al
calvinismo después de exiliarse en Ginebra entre 1554 y 1555. La Reforma tuvo en Escocia
numerosos simpatizantes entre la nobleza. En 1560, una junta de eclesiásticos y lores acordó
romper con la autoridad del Papa, promulgar una Confesión escocesa y secularizar parte de los
bienes eclesiásticos, que fueron a parar a la Corona y la Iglesia. No obstante, en este momento las
autoridades seculares y religiosas de la Iglesia reformada escocesa no abolieron el antiguo
episcopado escocés. Fue el sucesor de Knox, Andrew Melville, quien culminó la Reforma en
Escocia. Su labor configuró el presbiterianismo escocés con la abolición del episcopado. En lo
sucesivo, cada comunidad parroquial elegiría a su pastor, diáconos y ancianos y un consistorio
local a los representantes de cada comunidad en la asamblea nacional eclesiástica (Kirk Session). La
Iglesia escocesa, doctrinalmente calvinista, se convirtió junto a la ginebrina en la más participativa
de todas las Iglesias reformadas.

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MINORIAS RELIGIOSAS Y SOCIOCULTURALES.


Autoridades seculares, católicas y protestantes, vieron con preocupación la presencia de minorías religiosas,
potencialmente disidentes, en el seno de sus Estados, de ahí que abogaran por el desarrollo de políticas que,
desde la mayor o menor intolerancia, tendieron a favorecer la paulatina asimilación de estos grupos
minoritarios por el mayoritario; su persecución a través de la Inquisición; su definitiva segregación a través
de la adopción de una legislación restrictiva; o su expulsión del Estado.

Además de Francia, donde ya hemos analizado la evolución de la minoría hugonota, los principales Estados
de Europa occidental donde existieron minorías religiosas o socioculturales fueron:

España:

- La actuación de Felipe II contra la minoría protestante y morisca en sus Estados de España fue
decisiva y radical desde los inicios de su reinado en 1556. En 1559 culminó la persecución iniciada
varios años antes contra grupos protestantes descubiertos en Sevilla y Valladolid. Los focos
luteranos en ambas ciudades, que incluían a gentes de muy diversa extracción social (aristócratas,
monjes jerónimos, campesinos y artesanos…) fueron purgados por la Inquisición en sendos Autos
de Fe celebrados entre 1559 y 1560 (uno de ellos contó con la propia presencia del rey) en los que
fueron condenados por herejía, algunos de ellos a la hoguera, la mayoría de los procesados. Con tal
dura reacción quedaron eliminadas las principales manifestaciones del protestantismo hispánico. La
represión se completó con la imposición de la censura mediante el Índice de libros prohibidos, la
persecución inquisitorial y la imposición de importantes limitaciones para estudiar en el extranjero
(evitando así la contaminación con cualquier idea heterodoxa o subversiva).
o Sin embargo, el principal foco de disidencia religiosa en España no lo constituyeron los
protestantes sino los moriscos. Desde finales del siglo XV la pervivencia musulmana entre la
mayoría católica de Castilla fue vista con especial suspicacia por la Corona y las autoridades
eclesiásticas. A comienzos del siglo XVI los mudéjares granadinos y castellanos fueron
obligados a convertirse al cristianismo o exiliarse (a los conversos se les conocería en lo
sucesivo como moriscos). Un cuarto de siglo más tarde, en 1525, Carlos V aprovechó la
revuelta de las Germanías en Valencia para forzar a los mudéjares de la Corona de Aragón a
hacer otro tanto. A comienzos del reinado de Felipe II poco se había hecho, no obstante,
para evangelizar y lograr una cristianización sincera entre los nuevos conversos. En estas
circunstancias, el monarca decidió forzar el proceso de aculturación de los moriscos y
emplear contra ellos a la Inquisición. Así, entre 1560 y 1609 casi una tercera parte de los
28000 procesados por este tribunal lo fueron por mahometismo, especialmente en
Zaragoza, Valencia y Granada. Sería en este último territorio donde la represión tuvo
mayores consecuencias. A partir de 1565 se prohibieron muchas costumbres moriscas
(traje, lengua, baños, fiestas) con el fin de favorecer la asimilación total de estos “cristianos
nuevos” granadinos. La actitud de Felipe II ponía fin así a la relativa tolerancia que su padre
y antecesor, Carlos V, había practicado en materia de costumbres. El resultado de las
iniciativas del nuevo rey provocó el levantamiento de los moriscos granadinos en la
Nochebuena de 1568, que se extendió por amplias zonas del antiguo reino de Granada. La
sublevación se prolongaría durante varios años (Guerra de las Alpujarras). Una vez
finalizada, y consumada la victoria de la Corona frente a los insurgentes, 80.000 moriscos
del reino de Granada fueron alejados de sus localidades de origen y distribuidos por la
Corona de Castilla. Pese a esta acción, desde la década de 1580 las autoridades eclesiásticas
y seculares españolas comenzaron a barajar seriamente la posibilidad de expulsar de los
reinos de España a la minoría morisca, decisión que se adoptó definitivamente en 1609
(expulsión de los moriscos).
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Inglaterra:

- Durante el reinado de Isabel I (1558-1603) dos fueron las minorías más destacadas en el reino inglés:
los católicos y los puritanos. Los católicos fueron en un principio los más numerosos. Muchos
clérigos católicos continuaron ejerciendo su ministerio gracias a la protección de la gentry rural. Sin
embargo, los católicos ingleses profesaron su fe en privado y fueron pocos los que se negaron a
aceptar el Acta de Supremacía y asistir a los sermones dominicales de la liturgia anglicana (a estos
últimos se los conocía como recusantes). Durante la década de 1560, la actitud de la reina hacia la
minoría católica fue de relativa tolerancia, en tanto en cuanto tan sólo les impuso que reconociesen
el Acta de fidelidad y asistieran con cierta frecuencia a los servicios de la Iglesia anglicana. La
situación cambiaría a partir de 1570, cuando proliferaron las conspiraciones católicas contra la
soberana; la llegada de misioneros católicos incrementó el número de recusantes; y el Papa Pío V
decretó la excomunión de Isabel. En la bula papal, el pontífice deponía a la reina por hereje y
ordenaba a los católicos negarle toda obediencia como soberana. A fin de cuentas, la excomunión
sirvió para empeorar la situación de los católicos ingleses sin lograr el objetivo de una sublevación
generalizada contra la Reina. Otro tanto sucedió con las conspiraciones alentadas por algunos
nobles católicos (como el duque de Norfolk). Fácilmente reprimidas, favorecieron sin embargo que
el Parlamento endureciera su postura contra esta minoría. No obstante, a la dura represión
reclamada por los Comunes ingleses, la Reina respondió manteniendo una relativa libertad de
conciencia: sólo serían condenados por traición aquellos ingleses que convirtieran a alguien al
catolicismo y negaran la obediencia de la Reina; además, se endurecieron las penas contra quienes
no acudieran a los servicios religiosos anglicanos. En lo sucesivo, sólo se podría ser católico de forma
oculta, practicando exteriormente el anglicanismo y previa jura de lealtad a la reina en calidad de
cabeza de la Iglesia inglesa.
- La otra gran minoría religiosa de la Inglaterra isabelina fueron los puritanos. Se les denominó así
porque pretendían purificar la Iglesia anglicana de residuos papistas. En sentido estricto, el
puritanismo no era una doctrina opuesta al anglicanismo sino un movimiento surgido dentro de la
Iglesia anglicana, con unas bases sociales muy diversas, que quería una piedad y una organización
eclesiástica más próxima al calvinismo. Las pretensiones básicas de la mayoría puritana no eran
tanto dogmáticas como litúrgicas. En esencia, pretendían adecuar la liturgia anglicana al modelo
calvinista, incrementar la instrucción doctrinal de los feligreses e incrementar la disciplina moral en
las parroquias. Los más radicales, conocidos como presbiterianos (no confundir con los
presbiterianos escoceses), buscaban además acabar con la estructura eclesiástica de tipo medieval
(el episcopado inglés) e instaurar una organización más participativa para los laicos que, tomando
como base las parroquias (presbiterios) se fuera agrupando regionalmente de forma ascendente
hasta los sínodos nacionales. El desafío puritano cristalizó en diversos episodios. Uno de los
primeros tuvo lugar en 1565, cuando algunos clérigos se opusieron a llevar ropas distintivas. En
respuesta, la reina ordenó perseguir a los disidentes y obligarles a portar, al menos, el sobrepelliz
eclesiástico. Desde mediados de la década de 1570 la ofensiva presbiteriana llegó también al
Parlamento, algunos de cuyos miembros reclamaron formalmente una mejor instrucción religiosa
del pueblo, la reforma de la liturgia y la reorganización de la Iglesia. Nuevamente, la respuesta de la
reina fue concluyente. Isabel I no estaba dispuesta a aceptar modificaciones en aquello que pudiera
afectar a su autoridad sobre la Iglesia y se opuso a las reformas obligando a retirarse a algunos
obispos anglicanos que habían alentado las reuniones para el estudio de la Biblia. Ahora bien, Isabel
I no sometió totalmente a los puritanos. El problema religioso inglés, profundamente complejo y
conflictivo, sería heredado en el siglo XVII por sus sucesores al trono, los Estuardo.

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Europa y el mundo en 1660.


ANTECEDENTES. LA PAZ DE WESTFALIA (1648):
La Europa de 1660 es un continente que arrastra las consecuencias de la Guerra de los Treinta Años (1618-
1648) y en el que ciertas potencias (como Francia, la Monarquía Hispánica, Suecia, Polonia y Rusia) acaban
de finalizar conflictos ligados de manera indirecta a esta gran conflagración bélica.

En el plano internacional, las relaciones entre Estados se vieron claramente afectadas por las consecuencias
de la Paz de Westfalia (1648). Tal y como señala J. H. Elliott, los acuerdos firmados en 1648 constituyeron
un “hito que marcó los inicios de una ordenación nueva y más racional de las relaciones entre Estados”.
Westfalia tuvo una serie de consecuencias entre las que podemos destacar:

1) Las Provincias Unidas y la Confederación Suiza vieron reconocida su plena soberanía


(independencia) por el resto de las potencias.

2) Westfalia alteró la estructura del Sacro Imperio y su organización política y religiosa, suprimiendo
el tradicional ascendiente político, jurídico y espiritual ejercido hasta entonces por el Papado y el
Emperador. La autonomía política de los príncipes alemanes se vio reforzada en detrimento de las
pretensiones centralizadoras del Emperador, al tiempo que la fragmentación confesional del Sacro
Imperio quedaba definitivamente consolidada.

3) Los Habsburgo perderán en lo sucesivo proyección internacional. La rama española de la


dinastía conservaba aún su gran imperio ultramarino, al igual que buena parte de sus posesiones
europeas, pero no sólo debió renunciar a sus pretensiones hegemónicas sobre el continente, sino
que también se convirtió en la gran derrotada del conflicto, al tiempo que afrontaba sus primeras
pérdidas territoriales: la secesión portuguesa por ejemplo o el reconocimiento definitivo de la
independencia de las Provincias Unidas. En cuanto a los Habsburgo de Viena, el balance de la guerra
tampoco fue positivo para ellos. Como se ha dicho, el emperador hubo de renunciar a sus
pretensiones centralizadoras sobre el Sacro Imperio, perdiendo de facto buena parte de su
influencia política sobre el ámbito alemán. Sin embargo, los Habsburgo de Viena recuperaron la
mayoría de los territorios perdidos durante la guerra (a excepción de Lusacia y parte de Alsacia) y
reforzaron su autoridad sobre el conjunto de sus dominios patrimoniales. Por último, la pérdida de
proyección en el Imperio permitió a la rama vienesa de la dinastía concentrar su acción y extender
su influencia sobre la Europa oriental otomana.

4) Francia y Suecia fueron definitivamente las grandes vencedoras de la guerra. Durante la


negociación de los acuerdos de Westfalia, ambas exigieron una serie de compensaciones
económicas y territoriales, además del derecho a desempeñar un papel más activo en los asuntos
del Sacro Imperio debido precisamente a la soberanía que ejercían sobre ciertos territorios (Alsacia,
Pomerania…) integrados en él. Francia reforzó su presencia en Alemania al reconocérsele la
absoluta soberanía sobre los obispados de Metz, Toul y Verdún, así como otros territorios en
Alsacia. En cuanto a Suecia, se convirtió en la principal potencia en el Báltico, al serle adjudicada la
parte occidental de Pomerania, las islas de Rugen, Usedom y Wollin y los arzobispados de Verden y
Bremen. Sólo el elector de Brandeburgo, poseedor de la Pomerania oriental y que poco después
verá reconocida su plena soberanía sobre Prusia oriental, será capaz de ejercer un cierto contrapeso
a la influencia ejercida por los suecos sobre la región báltica. Finalmente, Francia y Suecia se
convirtieron en los garantes de las libertades germánicas y de lo estipulado en los acuerdos de
Westfalia, en lo tocante al Sacro Imperio, frente a cualquier vulneración por parte del emperador y
otras potencias.
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5) Es de notar que Westfalia no afectó únicamente a Europa sino también a los dominios de las
potencias continentales en Ultramar. En virtud de la paz de Münster entre la Monarquía Hispánica
y las Provincias Unidas, se admitían los derecho neerlandeses sobre las colonias ocupadas a la
corona de Portugal en Asia, África y Brasil hasta 1641, al tiempo que Madrid reconocía a las
Provincias Unidas el derecho a navegar y comerciar en los territorios americanos que no estuvieran
bajo el dominio efectivo español. Además, los negociadores españoles obtuvieron de las Provincias
Unidas su renuncia a extraer sal de la Punta de Araya (en Venezuela) o que participasen en el
negocio de la trata de esclavos en América, comprometiéndose la Monarquía, en contrapartida, a
no ampliar sus posesiones en Filipinas. Desde estas perspectivas, Westfalia no sólo puso en
evidencia el creciente peso que comenzaban a tener los intereses coloniales en las relaciones
entre potencias sino que también constituyó la primera manifestación de lo que más tarde sería
un hecho incuestionable: las guerras no se librarían exclusivamente en Europa sino que sus
efectos se dejarían sentir sobre América, África y Asia. Y otro tanto ocurriría con la negociación
de la paz resultante de un conflicto generalizado, cuyas consecuencias adquirirían una
dimensión global que transcendía los límites del continente europeo.

Los acuerdos de Westfalia fueron interpretados tradicionalmente como un punto de inflexión en la historia
de Alemania y Europa (la Ilustración, por ejemplo, percibió esta paz como un síntoma del progreso que
estaba alcanzando la civilización europea y que se extendería durante la siguiente centuria). No obstante, la
historiografía más reciente ha realizado una interpretación más prudente de los “logros” de la paz de
Westfalia.

En primer lugar, los acuerdos distaron de garantizar la paz inmediata en Europa. De hecho, las dos
principales potencias vencedoras de la Guerra de los Treinta Años, Francia y Suecia continuaron inmersas en
conflictos localizados principalmente en Europa occidental y el Noreste del continente.

-Francia (que oficialmente entró en la guerra en 1635) siguió enfrentada a la Monarquía Hispánica
junto a Inglaterra hasta 1659, cuando ambas potencias firmaron la Paz de los Pirineos (por la que
España renunció al Rosellón y la Cerdeña, Artois y distintas plazas fuertes en Flandes, Luxemburgo
y Henao).

-Por su parte, Suecia, Dinamarca, Polonia y Rusia tenían intereses contrapuestos en el Norte de
Europa y la zona báltica que desembocó en la conocida como Guerra del Norte (1655-1660). El
resultado del conflicto, que finalizó con la negociación de las Paces de Oliva y Copenhague en
1660, supuso la constatación tanto de la hegemonía sueca sobre el Báltico como de la paulatina
emergencia de Brandeburgo como gran Estado del Norte de Alemania (el elector de Brandeburgo
obtuvo de Polonia el pleno reconocimiento de la soberanía sobre el ducado de Prusia).

En segundo lugar, Westfalia tampoco consolidó la noción de equilibrio de poderes entre potencias. Los
negociadores de la paz aspiraron a introducir principios más racionales en el desarrollo de las relaciones
internacionales y apostaron por la secularización de la política exterior, lo que se dejaría sentir en las
décadas finales del siglo. Sin embargo, la victoria de Francia en la Guerra de los Treinta Años y en su pugna
contra la Monarquía Hispánica inauguraría un periodo (1661-1700) de hegemonía francesa sobre el
continente europeo. En otras palabras, Westfalia no pudo contener el imperialismo de la Francia de Luis
XIV ni sus efectos para la estabilidad de Europa. De hecho, sólo en 1715, tras la Guerra de Sucesión
española, la firma de las Paces de Utrecht-Rastadt, el agotamiento de Francia y la desmembración de la
Monarquía Hispánica, podemos considerar consolidado el equilibrio de poderes entre potencias como
base de las relaciones internacionales europeas. Y aun así, en ningún caso debemos entender esta
situación como garantía para el desarrollo de unas relaciones más pacíficas entre los diferentes Estados

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del continente. Como veremos, la guerra continuó siendo en el siglo XVIII uno de los principales recursos
mediante los que las potencias dirimían sus diferencias.

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Por último, la historiografía reciente también ha cuestionado la capacidad de los acuerdos de Westfalia
para garantizar la tolerancia y la libertad religiosa en el continente europeo. De entrada, es de notar que
la noción de tolerancia religiosa no cobró fuerza en la mentalidad de la intelectualidad del continente hasta
mediados/finales del siglo XVIII, constituyendo de hecho uno de los principios fundamentales de la
Ilustración europea. Por otra parte, y en lo que se refiere a la noción de libertad religiosa, durante la segunda
mitad del siglo XVII continuaron existiendo amplios espacios de Europa en la que esta brilló por su ausencia.

En el caso del Sacro Imperio, más que libertad, lo que Westfalia garantizó fue la noción de territorialización
religiosa. Los calvinistas fueron incluidos en la Confesión de Augsburgo de 1555, pero otras minorías
confesionales continuaron sin ser reconocidas por las instituciones políticas y religiosas del Imperio.

Una situación semejante se aprecia en las Provincias Unidas e Inglaterra. En las primeras, los católicos
continuaron sometidos a distintas leyes que les impedían practicar su culto públicamente. En cuanto a las
islas británicas, no sólo los católicos sino también diferentes minorías religiosas como los cuáqueros, se
vieron afectados por una legislación (Test Acts) que restringían sus derechos políticos y civiles. No sería
hasta la Revolución Gloriosa en 1688 cuando Gran Bretaña garantizó una cierta tolerancia religiosa
(Toleration Act) y, aun así, los católicos continuaron estando sometidos a distintas restricciones de carácter
confesional, político y civil.

Por último, el caso francés es especialmente representativo de la vigencia que continuaba teniendo en la
Europa de la segunda mitad del siglo XVII el principio “un rey, una ley, una fe”. En la Francia de Luis XIV
observamos una reversión de las libertades garantizadas a los hugonotes a comienzos de la centuria. En
1685 el monarca francés promulgó el Edicto de Fontainebleau. El decreto, que revocaba el Edicto de
Nantes de 1598, colocaba a los hugonotes ante la disyuntiva de convertirse al catolicismo o abandonar el
país. Esta fue, aparentemente, la opción adoptada por la mayoría de ellos, que se exiliaron a las Provincias
Unidas, Suiza y Brandeburgo.

Paradójicamente, dada su imagen en


Europa, el Imperio otomano sería uno
de los Estados europeos en los que
existía un mayor grado de libertad
religiosa a finales del siglo XVII. El
sistema del millet vigente en él
garantizaba a sus minorías (judíos,
ortodoxos y en menor medida católicos)
una importante capacidad de
autogobierno, las condiciones
necesarias para prosperar, libertad de
culto y el mantenimiento de su derecho
privado. Los judíos, por ejemplo,
definieron esta etapa de su historia en la
futura Turquía como una “época
dorada”. Una situación que contrastaba con la que debían afrontar en el resto del continente. En este
sentido, aunque las necesidades económicas y financieras de sus Estados llevaron a los dirigentes europeos
a permitir el establecimiento de comunidades judías en sus territorios (por ejemplo, Cromwell en Inglaterra
o el emperador, quien después de expulsarlos de los territorios bajo soberanía de la Casa de Austria volvió a
admitirlos). Dicho esto, no debemos olvidar que los judíos continuaron sometidos a numerosas restricciones
de carácter legal, como también que la flexibilización de la postura de los gobernantes europeos hacia ellos
supuso una muestra de pragmatismo que no minimizó el tradicional anti-semitismo de la población europea
del periodo.
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En definitiva, la Europa de la segunda mitad del siglo XVII continuó percibiendo la desunión religiosa como
potencial generadora de inestabilidad y anarquía, de ahí la firme alianza entre Iglesia oficial y poder político
característica de este periodo.

Desde el punto de vista de las relaciones internacionales, la situación del continente europeo en 1660 se
caracteriza por:

- Una Francia que ha salido reforzada de los Tratados de Westfalia y los Pirineos (1648/1660) y que se
convertirá en la potencia hegemónica del continente en el último cuarto de siglo, durante el reinado
de Luis XIV.
- Una Monarquía Hispánica que ha renunciado a la hegemonía y que, aunque ha debido hacer frente a
pérdidas territoriales sigue siendo una de las principales potencias del continente. La Monarquía
Hispánica en tiempos de Carlos II evidenciará no sólo una importante capacidad de resistencia sino
también una clara capacidad de adaptación a los criterios secularizadores que dominan las
relaciones internacionales y que se plasmará en el viraje producido en sus relaciones con las
Provincias Unidas e Inglaterra.
- En el Norte de Europa las Provincias Unidas constituyen la gran potencia comercial, el Estado más
dinámico del continente en términos económicos y financieros. Por su parte, Inglaterra, tras la
experiencia revolucionaria de finales de los años 40’, ha restaurado la Monarquía de los Estuardo,
rivalizará con las Provincias Unidas por el dominio de los circuitos comerciales mundiales y, tras la
Revolución Gloriosa de 1688, se convertirá en símbolo de la lucha contra el Absolutismo
monárquico y se dé un nuevo modelo de “Monarquía limitada” en la que el monarca gobierna junto
al Parlamento.
- Por lo que respecta a Centroeuropa, el Sacro Imperio arrastrará hasta finales del siglo la
consecuencias económicas y humanas de la Guerra de los Treinta Años, en tanto la Austria de los
Habsburgo se beneficiará del declive del Imperio otomano y la inestabilidad de la Confederación
polaco-lituana para expandirse por Europa oriental e ir ganando territorio a los turcos.
- En cuanto a Suecia, verá consolidada su influencia sobre el espacio báltico, si bien su hegemonía
sobre esta región será contestada con éxito por Rusia y Prusia desde comienzos del siglo XVIII. Estos
dos últimos Estados constituyen potencias emergentes cuyo peso e influencia en la Europa del
Norte serán innegables desde finales del siglo XVII y a lo largo de la centuria siguiente.

TENSIONES POLÍTICAS Y SOCIALES:


A diferencia del siglo XVI, el XVII fue un periodo de contracción demográfica y económica cuyos efectos se
hicieron sentir, primero, en la Europa atlántica, pasando a continuación a la zona mediterránea y central del
continente. En este contexto, la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) y sus conflictos asociados tuvieron
un impacto socio-económico dramático: Alemania tuvo una pérdida poblacional media del 40% de su
población rural y el 33% de la urbana. Una caída similar se experimentó durante la Segunda Guerra Nórdica
(1655-1660) en Polonia, cuya población pasó de 3,8 a 2,5 millones de habitantes. En la Península ibérica
apreciamos un retroceso poblacional del 50% y en Italia del 25%. Francia, el país más poblado de Europa,
tuvo pérdidas de población del 20%, que sin embargo pudieron compensarse debido a la frecuente
combinación de ciclos demográficos positivos y negativos. En cuanto a Inglaterra, Provincias Unidas y los
países escandinavos, su población creció levemente a comienzos del siglo para estancarse desde mediados
de la centuria.

El descenso poblacional estuvo relacionado tanto con los efectos y consecuencias de las distintas
situaciones bélicas que aquejaron al continente (ocupación, devastación por los ejércitos, muertes
directas e indirectas del conflicto, traslados poblaciones, desnutrición y epidemias) como con las

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exigencias del Estado para hacer frente a tales conflictos (levas militares, incremento fiscal, adaptación
de los recursos económicos a una “economía de guerra”…).

La Guerra de los Treinta Años, por ejemplo, obligó a los Estados europeos a tratar de movilizar todos los
recursos fiscales y humanos a su disposición, lo que propició no sólo la vulneración de los tradicionales
privilegios que eximían a determinados grupos sociales, ciudades y corporaciones del pago de ciertos
impuestos sino también a elevar la fiscalidad y a introducir nuevos tributos . Estas circunstancias se
vieron acompañadas, por un lado, de la aparición de un grupo de financieros, militares y burócratas cuya
proyección política, económica y social fue percibida como una amenaza por las oligarquías tradicionales. Y,
por el otro, del interés de los monarcas europeos en valerse tanto de estos grupos sociales emergentes
como de la coyuntura existente en sus distintos Estados para reforzar su autoridad frente a estamentos e
instituciones políticas que podían limitar su poder y capacidad de decisión.

El conjunto de aspectos políticos, sociales, económicos y fiscales a los que acabamos de referirnos
permiten comprender la profunda inestabilidad política que afectó a las grandes potencias del
continente durante los años centrales del siglo XVII, periodo en el que buena parte de estas tensiones
desembocaron en revoluciones y revueltas de distinto grado de gravedad que, en cualquier caso, excedieron
los límites de los más habituales y fácilmente controlables motines de subsistencia. Una de las potencias
más aquejadas por esta inestabilidad fue la Monarquía Hispánica, que en la década de 1640 hubo de
afrontar las revueltas catalana, napolitana y siciliana, así como el movimiento secesionista portugués.
Inglaterra, por su parte, conoció desde la década de 1630 un periodo de tensión entre la Corona y el
Parlamento que culminó en el estallido de una guerra civil y el establecimiento de la Commonwealth y el
Protectorado de Cromwell (I Revolución inglesa). En cuanto a las Provincias Unidas y Francia, conocieron
también sendos movimientos revolucionarios de cierta gravedad en las décadas de 1640 y 1650.

El resultado de estas situaciones varió en las distintas zonas del continente, pero lo cierto es que, desde
un punto de vista general, la autoridad monárquica pasó a ser percibida como la principal garantía de
orden frente a la anarquía:

- En Francia el poder real salió reforzado. Luis XIV, encarnación del absolutismo monárquico, logró
reequilibrar la relación entre la Corona, la nobleza y las instituciones políticas tradicionales
(Parlamentos) pero ello no debe llevarnos a pensar que la práctica del poder en Francia pasara
exclusivamente por la imposición y, en consecuencia, eludiera la negociación con los grupos
político-sociales emergentes y tradicionales.
- En la Monarquía Hispánica, la Corona logró fortalecer su poder en Cataluña y la Península itálica
inmediatamente después de las revueltas que tuvieron lugar en estos espacios. Dicho esto, en
España se aprecia el mismo talante negociador hacia las oligarquías locales que en Francia, como
también un cambio en el equilibrio en las relaciones entre la Monarquía y la aristocracia, a favor de
esta última, durante los años centrales del reinado de Carlos II.
- La Inglaterra de la Restauración (1660) no fue capaz de solucionar las tensiones políticas, sociales
y religiosas que habían venido afectando a las islas británicas durante la primera mitad del siglo.
Habrá que esperar hasta la Revolución Gloriosa (1688) para que se restablezca el equilibrio entre la
Corona y las instituciones políticas representativas.
- En cuanto a los Habsburgo de Viena, cuya proyección política en el Sacro Imperio se vio
drásticamente reducida tras Westfalia, reforzaron su autoridad no sólo ya sobre Bohemia y los
territorios patrimoniales de la Casa de Austria sino también sobre los distintos espacios de Europa
oriental que irían incorporando a sus dominios a costa del Imperio otomano.

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EUROPA Y EL MUNDO DESDE 1660:


En la Europa de la segunda mitad del siglo XVII la relación de Europa con América, Asia y África se
mantuvo dentro de las directrices establecidas en la centuria anterior, variando de unas zonas a otras la
intensidad de esa relación. El continente americano mantuvo, por su vinculación con España y Portugal, así
como por la paulatina penetración de otros pueblos europeos (holandeses, franceses, ingleses y suecos), un
alto grado de integración respecto a la vida europea en comparación con Asia, donde la existencia de
poderosos imperios dejó la acción europea, hasta bien entrado el siglo XVIII, en segundo plano. África, el
continente más próximo a Europa, era también la más distante: salvo la franja mediterránea, dominada por
el Islam, que puede considerarse integrada en la historia europea, el resto del continente siguió siendo en su
mayor parte un territorio desconocido y bastante hostil a la penetración, por lo que sólo diferentes factorías
ubicadas en la costa testimoniarían la presencia de algunos Estados europeos que emplearon estos
establecimientos para drenar artículos y esclavos hacia otros puntos del globo.

En lo que se refiere a la América española, el siglo XVII supone un periodo de vitalidad de las instituciones
centrales (virreinato y Audiencia) que contrasta con el debilitamiento de las exportaciones tanto de metales
preciosos como de otros productos a consecuencia del declive de la economía metropolitana.

Por su parte, los portugueses habrán de afrontar las consecuencias del ataque holandés a sus dominios en
Brasil. La intervención holandesa en el continente evidencia el creciente interés de las potencias
europeas en América, así como el cuestionamiento definitivo del dominio exclusivo de Portugal y la
Monarquía Hispánica sobre la región. Tras el fin de los asentamientos holandeses en Brasil a mediados de
la década de 1650, las Provincias Unidas mantienen Curaçao y Surinam, puntos que se convertirán en
activos focos de contrabando.

Con anterioridad a las Provincias Unidas, Inglaterra había aprovechado las dificultades de la Monarquía
Hispánica para dominar y defender de manera efectiva espacios como las Antillas y el Norte del continente.
Desde comienzos del siglo XVII, los ingleses se habían establecido en Bermudas y Barbados y ocupado la isla
de Jamaica a mediados de la década de 1650, que se convertiría en un espacio privilegiado para la práctica
de la piratería, el contrabando y la trata de esclavos. Para entonces, los ingleses habían comenzado ya a
establecer colonias en la zona oriental del Norte del continente (futuros Estados Unidos), eliminando de
este espacio a holandeses y suecos.

La presencia francesa en Norteamérica supone una realidad desde comienzos del siglo XVII, con la
fundación de Quebec en 1608, origen del territorio conocido como Nueva Francia. En la segunda mitad de la
centuria, el estímulo otorgado por Colbert al mercantilismo y la política comercial francesa llevará a la
metrópoli a concentrar nuevamente su atención sobre la región, impulsando el desarrollo de nuevas
exploraciones en los años 70’. Por estos año, los franceses ocupan la Luisiana y disputan a los ingleses
Terranova y la bahía de Hudson.

Así pues, a finales del siglo XVII franceses e ingleses son los principales pueblos europeos, junto a la
Monarquía Hispánica, ubicado en el Norte de América. Los franceses parecen próximos a dominar la
franja septentrional. En cuanto a los ingleses, están firmemente establecidos en la facha oriental y tienen
como reto expandirse hacia el oeste.

La situación en Asia a mediados del siglo XVII se caracteriza por el inicio del declive del Imperio persa, el
estancamiento del Imperio chino, el aislamiento de Japón y la inestabilidad reinante en la India,
circunstancias todas ellas que fueron aprovechadas por las principales potencias europeas para favorecer
sus intereses comerciales en una época en que la política económica de los Estados estaba inspirada por el
mercantilismo. En el Imperio persa, holandeses y franceses cuentan con una posición comercial
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privilegiada, pues sus respectivas Compañías de las Indias orientales obtuvieron importantes privilegios que
les eximían del pago de impuestos aduaneros y les concedían prácticamente el monopolio del comercio
sedero. En el resto de Asia, Provincias Unidas, Inglaterra y Francia, de nuevo a través de sus Compañías de
las Indias Orientales, comenzarán a ocupar enclaves costeros desde los que monopolizar el desarrollo de
los intercambios comerciales Europa-Asia, desplazando en ciertos casos a los portugueses. Desde
comienzos del siglo, las Provincias Unidas han expulsado a los portugueses de Ceilán y Malaca; Francia
establecerá sendas factorías en Pontdicherry y Chandernagore; e Inglaterra, tras expulsar a los portugueses
de Ormuz, en el golfo pérsico, ocupará Madrás, Bombay y Calcuta en la India. Los establecimientos
europeos en Asia abogarán por la fórmula de la factoría, es decir, el establecimiento de un enclave costero
dotado de almacenes y guarnición militar desde el que canalizar el comercio con Europa.

Esta forma de establecimiento resultaba más barata para la metrópoli, en tanto en cuanto no implicaba la
penetración interior ni la colonización de un territorio (lo que hubiera reducido los beneficios) y se basaba en
el mantenimiento de relaciones teóricamente cordiales con las instituciones locales de cada región. Lo que
no excluía la fórmula de la factoría eran las frecuentes tensiones tanto con la población autóctona como con
otras potencias europeas. En este sentido, la expansión anglo-francesa en la India, como también en el
Norte del continente americano, sería el germen de la rivalidad colonial entre ambas potencias que
culminaría a mediados del siglo XVIII.

En cuanto a África, la situación del continente se encuentra caracterizada por la presencia de las tres
regencias dependientes del Imperio otomano en la zona central y oriental (Trípoli, Túnez y Argel), la
inestabilidad del sultanato marroquí y la presencia europea en enclaves como Ceuta, Melilla, Tánger
(disputada a los portugueses por los ingleses) Alhucemas.

Portugal continúa siendo la potencia que cuenta con una mayor presencia en el continente , contando
con numerosas factorías en las costas de Guinea, Senegal y El Congo, así como en la costa oriental del
continente. No obstante, desde comienzos del siglo XVII Portugal habrá de hacer frente a la
competencia de las Provincias Unidas, Francia e Inglaterra que, a través de sus distintas factorías,
aspirarán a lucrarse con los importantes beneficios que generaban las explotaciones auríferas y el comercio
de marfil, especias y humanos (el tráfico de negros).

En lo que respecta a las relaciones con Europa, la zona Noroccidental del continente se abre en la segunda
mitad del siglo al comercio con Inglaterra, Francia y Provincias Unidas, que establecen acuerdos informales
con los piratas berberiscos de las tres regencias a fin de que estos respeten a sus barcos mercantes.

Sin embargo, será la zona Sur del continente africano donde la colonización europea progresará más
decididamente debido a las exigencias de la navegación hacia Asia. Los portugueses hacen escala en el
Cabo de Buena Esperanza y, en 1652, las Provincias Unidas establecerán una colonia en El Cabo,
uniéndoseles en 1685 hugonotes franceses exiliados junto a los que conformarán una comunidad orgullosa
de su “blancura” y desconsiderada con mestizos y negros. Desde una perspectiva general, podemos decir
que África es una parte fundamental del comercio triangular que la vincula con Europa y América a través
del intercambio de lucrativas mercancías. A finales del siglo XVII la europeización del mundo es
prácticamente un hecho y culminará en su dominio de las principales rutas comerciales del globo, en un
proceso que se acelerará en la centuria siguiente y culminará con las colonizaciones de mediados y finales
del siglo XIX, favorecidas por la innegable superioridad tecnológica europea.

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TEORÍA POLÍTICA:
Desde finales del siglo XVI y a lo largo del siglo XVII los Estados europeos se vieron sometidos a diferentes
conflictos internos (políticos y religiosos) que impulsaron la búsqueda de una estabilidad que pasó en buena
parte de los casos por el reforzamiento de la autoridad real. Un poder monárquico fuerte fue entendido
como la máxima garantía de orden y bienestar. Dicha creencia contribuyó a la afirmación en los círculos
intelectuales, tanto católicos como protestantes, de la teoría del derecho divino de los reyes, según la cual
el poder emanaba de Dios, quien lo transmitía directamente a los monarcas. En el mundo protestante, de
hecho, el reforzamiento de la autoridad regia bebería del propio pensamiento luterano-calvinista, que
predicaba la obediencia pasiva de los súbditos a la autoridad. En el católico existirá semejante actitud
conformista ante el poder real. Los mejores exponentes del absolutismo monárquico serán la Francia de
Luis XIV (entre los católicos) y la Inglaterra de Jacobo I (entre los protestantes). Este proceso irá en paralelo
a la laicización de la teoría política que, presente ya en el siglo XVI a consecuencia de la difusión del
individualismo racionalista renacentista, se consolidará en la centuria siguiente y tendrá en Bodino, Hobbes
y los jusnaturalistas a sus principales exponentes, lo que contribuirá a ampliar la base doctrinal del
absolutismo.

Entre mediados y finales del siglo XVII, apreciamos, según Touchard, la existencia de un absolutismo
híbrido y en vías de ser rebasado. Híbrido porque se nutre de elementos tradicionales y nuevos (los
deberes del rey, la teoría del contrato, el derecho consuetudinario, utilitarismo y mercantilismo); y en vías
de ser superado porque, aunque alcanza su apogeo en buena parte de los países del continente, se verá
contestado y fracasará en Inglaterra, cuna de un nuevo modelo de monarquía “limitada”.

En cualquier caso, el absolutismo monárquico supone la tendencia política dominante en el continente


europeo durante el siglo XVII. En este periodo sólo Se registra una nota disonante, la representada por los
jusnaturalistas protestantes y la Escuela tomista española, que abordan las limitaciones del poder
absoluto. Ambas corrientes nutrirán el pensamiento político de Locke a finales del siglo, quien defenderá los
derecho individuales frente a la arbitrariedad del poder.

El absolutismo de raigambre religiosa:


El absolutismo en Francia se vio estimulado por Enrique IV, Luis XIII y favorecido por los ecos de la primera
revolución inglesa y la inestabilidad propiciada por las Frondas. En este ambiente se gestó y desarrolló el
absolutismo francés, respaldado doctrinalmente por la obra Reflexiones sobre el oficio del rey, escrita por el
propio Luis XIV, y por la Política extraída de la Sagrada Escritura, de Bossuet. La obra de este último,
predicador de la corte francesa y uno de los preceptores del heredero del trono, abordó dos grandes temas
de la tratadística política de la época: a) el origen de la sociedad y del poder real; b) el ejercicio del poder por
parte del monarca.

En cuanto al primer punto, Bossuet sostiene que el pecado original ha introducido un componente de
discordia entre los hombres que sólo una autoridad fuerte puede contener (punto de vista este último que
debe mucho a la obra de Hobbes, en el que Bossuet se inspiró). Esta autoridad fuerte se encuentra
encarnada en los reyes desde tiempo inmemorial a instancias de Dios, quien quiere que estos reflejen en la
tierra su gobierno paternal (una explicación simplista del origen del poder real que se basa en el contenido
de las Sagradas Escrituras).

En cuanto al ejercicio del poder, Bossuet sostiene que al ser el rey encarnación de toda autoridad y fuente
de todo derecho, su autoridad no puede ser compartida. Su autoridad es absoluta porque sólo de este modo
puede garantizar la estabilidad y felicidad de sus súbditos, ante quienes actúa como un padre con sus hijos

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(“autoridad paternal”). Los reyes son lugartenientes de Dios en la tierra, su poder deriva directamente de
Dios, lo que convierte su autoridad en sagrada e inapelable. El monarca debe ser obedecido salvo que sus
órdenes contravengan la ley divina. El principal deber del monarca es gobernar con justicia, huir de la
arbitrariedad y proteger la religión.

Buena parte de las ideas de Bossuet habían sido afirmadas a finales del siglo XVI por Jacobo I de Inglaterra
en su obra Verdadera ley de la monarquía libre (1598). En ella el monarca era definido como el legislador
supremo a cuyas leyes debía someterse pueblo (obediencia pasiva). La alternativa a la monarquía absoluta
era la anarquía. El origen de la Monarquía se encuentra en la voluntad de Dios, de ahí que los súbditos en
ningún caso puedan examinar la conducta regia. El monarca sólo es responsable ante Dios.

La doctrina del derecho divino de los reyes tuvo una gran importancia en el siglo XVII, pero resultaba
incompatible tanto con el avance científico y filosófico que se produjo en estos años como con cualquier
análisis racional, de ahí que surgieran diferentes autores que, aunque defendían el absolutismo, lo hacían
desde planteamientos de carácter laico.

El Absolutismo laico y radical:


Si el absolutismo religioso se nutre doctrinalmente de las Sagradas Escrituras el absolutismo laico y radical
parte del pensamiento de Maquiavelo, para quien sólo una autoridad monárquica fuerte, sin limitaciones,
podría poner coto a la inestabilidad reinante en la Italia renacentista. El pensamiento maquiavelista sería
retomado por Bodino en su obra Los seis libros de la República. En su argumentación, Bodino considerada
que la familia es el origen de la sociedad organizada y el Estado, entidad que aparece cuando varias familias
se unen bajo una misma autoridad con objetivos comunes. El elemento que cohesiona a este grupo humano
es la soberanía, entendida como una potestad superior a todos y no sometida a leyes, que se caracteriza por
ser absoluta e indivisible y fuente de Derecho. Las leyes emanan del poder y este puede presentarse bajo la
forma de monarquía, aristocracia o democracia. De las tres, Bodino considera que la primera es la más
perfecta, pues únicamente un rey sin dependencias ni vínculos de ningún tipo será capaz de garantizar la
estabilidad y el bienestar de su pueblo. El monarca sólo se encuentra limitado al ejercer el poder por las
leyes naturales, que proceden de Dios y entre las que destaca el respeto a la vida y la propiedad.

Otro ejemplo de absolutismo radical lo encontramos en Thomas Hobbes, quien escribió su obra Leviatán
(1651) mientras se encontraba en el exilio a consecuencia de la Guerra Civil inglesa. De hecho, desde un
punto de vista general, Leviatán supone una clara denuncia de la guerra civil y la anarquía, que Hobbes
considera el peor de los males. Más en particular, la obra aborda el origen del Estado, que actúa como poder
coactivo capaz de poner coto al estado de guerra generalizada existente entre los hombres antes de su
surgimiento.

Hobbes emplea la teoría del pacto o contrato social a fin de construir un discurso relativamente racional
sobre el que fundamentar el poder absoluto del Estado. En la obra de Hobbes el hombre es un individuo
asocial. Antes de entrar a formar parte de la sociedad, el ser humano vive en el estado de naturaleza, una
etapa en la que tiene derecho a todas las cosas. Al ser así, el estado de naturaleza se convierte en un estado
de guerra generalizado entre los hombres que, impulsados por sus instintos, se enfrentan por la
consecución de los bienes. En el estado de naturaleza “el hombre es un lobo para el hombre”, un enemigo
declarado de los demás, ya que su deseo de poder será siempre mayor. El medio más eficaz de conservar la
paz entre los hombres es que cada uno de ellos renuncie a sus propios derechos y a su propia libertad
mediante un pacto entre individuos que haga cesar el estado de guerra propio del estado de naturaleza. El
pacto social es necesario, pero no es suficiente para establecer la paz. Se debe instituir un poder por encima
de todas las partes. Surge así el Estado soberano, que Hobbes identifica con el Leviatán (en alusión al
monstruo marino que aparece descrito en la Biblia). El poder de Leviatán (Estado) es absoluto porque deriva
de la suma de los poderes individuales que los hombres han cedido mediante el pacto. Al renunciar a sus
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derechos y su poder en beneficio del Estado, una acción irrevocable y voluntaria, Hobbes no reconoce el
derecho de resistencia frente a la autoridad política. Las leyes civiles (la ley positiva) emanarán del poder
soberano, único y sumo legislador. A él le corresponde también la administración de la justicia, el
nombramiento de los funcionarios civiles, el derecho a premiar o castigar a los súbditos y la posibilidad de
conferir dignidades y honores. En consecuencia, es el poder soberano quien determina la amplitud de la
libertad individual: el particular sólo tiene plena libertad en las acciones respecto a las cuales las leyes no
dicen nada. El carácter absoluto del Estado se extiende también a la esfera religiosa. Si en el estado de
naturaleza el hombre puede venerar a Dios según el modo que crea es el más adecuado, una vez establecido
el pacto social el individuo cede este derecho al Estado. En la sociedad de Leviatán sólo puede haber un
culto religioso: la diversidad religiosa es causa de malestar y controversia. La autoridad política se presenta
como mediadora religiosa. El soberano civil será la cabeza de la Iglesia y decidirá sobre las disputas
doctrinales.

La Escuela española y los jusnaturalistas:


En todos los tratadistas españoles desde finales del siglo XVI está presente la distinción entre sociedad civil
y sociedad religiosa. La primera debe tender al bien común, pero sin inmiscuirse en cuestiones
sobrenaturales, que competen a la Iglesia. La política queda subordinada a la teología pues sus raíces son
cristianas.

Los teóricos españoles más destacados son Vitoria, Soto, Suárez Molina. Todos parten de la idea de
que el hombre es un ser sociable porque así lo ha querido Dios, su creador. De esta sociabilidad nace la
sociedad humana, que da origen a la sociedad política. Toda sociedad necesita una autoridad, que
también proviene de Dios y que es resultado de un doble pacto. Por el primero, los hombres se unen en
sociedad, por el segundo, los asociados ceden su soberanía a un tercero para que haga uso de ella
según determinadas CONDICIONES. Tal cesión se traduce en la forma de gobierno, que puede ser
monárquico, aristocrático y democrático, si bien el primero es el más perfecto.

La gran diferencia entre los pensadores españoles y Hobbes, por ejemplo, es que los primeros poseen una
noción más positiva del hombre que el segundo. El hombre es un ser sociable y virtuoso, dotado de moral.
La moral está por encima de la ley, idea de la que deriva la teoría del tiranicidio: si un monarca actúa contra
los intereses de sus súbditos y se convierte en un tirano, es lícito rebelarse y eliminarle. El rey es el
lugarteniente de Dios en la tierra, pero existen límites a su soberanía: el respeto a las leyes y derechos
naturales de los súbditos (vida, propiedad, libertad).

La doctrina del derecho natural será defendida, y desarrollada, por los tratadistas políticos protestantes,
liberándola de cualquier dependencia teológica. Pensadores como Hugo Grocio, Leibniz o Altusio
evidenciarán la ambivalencia de la teoría del contrato, que puede servir como base de apoyo al absolutismo
o como elemento desde el que vertebrar la crítica al sistema y construir una argumentación en apoyo de la
soberanía popular. Así, para algunos pensadores protestantes, el contrato de gobierno da origen a la
autoridad política, que tan sólo es receptora de la soberanía y administradora de la misma ya que ésta
es intransferible y pertenece al pueblo, idea de la que se hará eco Locke.

La crítica al absolutismo:
A lo largo del siglo XVII avanzará la crítica al absolutismo, que incorporará tanto defensores como
componentes teóricos y prácticos. Uno de los espacios en los que esta crítica se encuentra más enraizada es
en Inglaterra. Durante la primera Revolución inglesa surgirá grupos, minoritarios ciertamente, que
defenderán la igualdad de todos los hombres, como los levellers o los diggers.

Las aportaciones de Spinoza y Locke son igualmente destacables. En Spinoza encontramos la réplica
continental al pensamiento de Hobbes. En su Tratado teológico-político, publicado en 1670, coincide con
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Clara Borreguero Martín Historia Moderna.

Hobbes en el hecho de que el Estado debe tener un fundamento racional y no teológico. La función del
Estado es garantizar la paz y la seguridad, no violar los derechos de los gobernados. El Estado debe
administrar la soberanía, de la que es depositario, con el fin de garantizar el interés colectivo y otorgar la
máxima libertad posible a los gobernados.

En cuanto a Locke, en su Tratado sobre el gobierno civil (1689) se aproxima a Spinoza al atribuir al Estado la
finalidad de garantizar la felicidad y la paz. Como Hobbes, Locke emplea la fórmula del pacto o contrato
social para justificar el origen de la sociedad civil, primero, y del Estado, después. El fin que justifica la
formación de la sociedad civil es la salvaguarda de los derechos naturales; el poder debe respetarlos y
garantizarlos pues son inalienables al ser humano y, por tanto, los hombres no pueden renunciar a ellos. Si
el poder perjudica los derechos naturales, Locke reconoce a los gobernados el derecho a sublevarse, pues el
Estado es tan sólo el depositario y administrador de una soberanía que reside en último término en los
gobernados. El pacto social en Locke no es, como en Hobbes, irreversible. Al ser voluntario y fruto del
consenso, los individuos pueden revocarlo, es decir, Locke reconoce el derecho de resistencia ante un poder
arbitrario que no respeta la legalidad.

Para Locke, la fuerza que da vida a una comunidad política es hacer buenas leyes. El filósofo entiende por
ello que el poder legislativo es el poder supremo. El poder ejecutivo no puede de ninguna forma ser superior
a él, como tampoco conviene que ambos poderes sean ejercidos por una misma persona o institución
(separación de poderes), lo que alejaría el espectro de la arbitrariedad y la tiranía.

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El estado ilustrado: ¿despotismo o absolutismo?


INTRODUCCIÓN:
La expresión “Despotismo Ilustrado” fue empleada por primera vez por la historiografía romántica a
mediados del siglo XIX. Aunque algunos historiadores actuales prefieren hablar de “Absolutismo Ilustrado”,
en tanto en cuanto consideran contradictorio ligar el adjetivo “ilustrado” al término “Despotismo”, que
implica ejercicio tiránico y arbitrario de poder, hoy en día “Despotismo Ilustrado” sigue siendo la expresión
utilizada generalmente para aludir a lo que supuso una realidad peculiar de la Europa Absolutista del siglo
XVIII.

En cualquier caso, hablemos de “Despotismo Ilustrado” o de “Absolutismo ilustrado”, debemos entender


este concepto como la aplicación de ciertas ideas ilustradas a la práctica de gobierno propia de la
Monarquía absoluta. Como una serie de teorías y aspiraciones, en palabras de George Livet, que fueron
utilizadas por los monarcas para dar apariencia intelectual y racional a una política interesada y escasamente
novedosa, pues sus objetivos (por parte de la Monarquía) hundían sus raíces en las últimas décadas del siglo
XVII.

CARACTERÍSTICAS GENERALES DEL DESPOTISMO ILUSTRADO:


Los elementos que caracterizan al Despotismo Ilustrado son básicamente dos:

a) La influencia de las ideas ilustradas en el terreno de la cultura y la acción gubernamental,


interesada en desarrollar diferentes reformas y que pretende favorecer “paternalmente” la
felicidad pública de los súbditos y el prestigio de la dinastía en el ámbito internacional.

b) La aplicación de una política destinada a contener los privilegios nobiliarios y eclesiásticos, cuyo
intereses estamentales habían constituido un tradicional obstáculo para el fortalecimiento del poder
de monarca.

En virtud de ambas características, podemos circunscribir cronológicamente el Despotismo Ilustrado entre


1740, fecha de la subida al trono de Federico II de Prusia y María Teresa de Austria, y 1790, cuando el
estallido de la Revolución francesa da paso a una realidad nueva que cierra la vía de las “reformas
prudentes” encabezadas por los monarcas “ilustrados”.

Los protagonistas de esta colaboración entre las ideas de la Ilustración y el Estado fueron monarcas como los
ya mencionados Federico II de Prusia y María Teresa de Austria (junto a su hijo, José II), Catalina II de Rusia,
Carlos III de España, el gran duque Pedro Leopoldo de Toscana, y ministros que ejercieron un gran
ascendiente sobre estos soberanos como el marqués de Pombal en Portugal o Bernardo Tanucci en Nápoles.

El programa de los gobiernos “ilustrados” de la segunda mitad del siglo XVIII estuvo caracterizado por seis
aspectos fundamentales:

- Reforzar la tendencia centralizadora del Estado, es decir, mejorar el funcionamiento de la


maquinaria estatal gracias a una mayor y más eficaz burocracia.
- Reorganizar la fiscalidad, limitando las exenciones e incrementando la participación del Estado en la
recaudación con el fin elevar los ingresos de la Hacienda pública.
- Clarificar el procedimiento judicial mediante la recopilación de corpus legislativos y la aplicación de
ciertos principios utilitaristas y humanistas al campo penal.

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- Incrementar la actividad económica mediante la puesta en vigor de innovaciones técnicas y las


ciencias aplicadas con el fin de eliminar los obstáculos que hasta entonces habían hecho imposible
el progreso en el seno de una sociedad ordenada.
- Promocionar la cultura y el saber científico creando instituciones que promovieran la educación.
Los gobiernos debían dotar a sus súbditos de los recursos morales, técnicos, científicos y económicos
que les permitieran progresar y avanzar en el proceso escalonado de la civilización.
- Secularizar la monarquía absoluta y las normas sociales, diferenciándolas de la fe, con el fin de
hacer viable la práctica de una cierta tolerancia hacia otras religiones, a las que no había que
reprimir violentamente como en los siglos XVI y XVII.

LA APORTACIÓN DE LAS IDEAS ILUSTRADAS.


Los puntos programáticos del Despotismo ilustrado tenían un fin último: hacer compatible el fortalecimiento
del poder del monarca con el desarrollo equilibrado y ordenado de la sociedad. En este sentido, algunas de
las ideas ilustradas resultaron muy oportunas para justificar teóricamente la potenciación del aparato
administrativo y la imposición de la disciplina social.

El Despotismo Ilustrado otorgó además una nueva dimensión a la relación entre la cultura y el poder. Los
ilustrados entraron al servicio de monarcas que expresaban, al menos teóricamente, su voluntad de
promover cambios inspirados en las ideas de la Ilustración. De la colaboración entre el poder y los
intelectuales ambas partes obtenían ventajas: los filósofos que ensalzaban y justificaban la política

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Clara Borreguero Martín Historia Moderna.

gubernamental recibían honores y pensiones, si bien es cierto que no todos ellos se movieron únicamente
por intereses personales, sino que en numerosos casos existió una clara identificación entre la reformas
preconizadas por la Ilustración y las aplicadas por la Monarquía.

No obstante, pese a ser coincidentes en sus objetivos, los motivos de esta mutua colaboración diferían. Si
para los ilustrados el móvil de su apoyo al absolutismo era el resultado de un análisis racional que les llevó a
comprender que el poder podría promover las reformas e ideales que defendían desde el orden y la
estabilidad, las motivaciones de la monarquía fueron por el contrario el resultado de una finalidad
estrictamente política, basada en el interés de reforzar el poder del Estado empleando todos los recursos a
su alcance. Debido a ello, los reyes se apropiaron de las ideas ilustradas y las adaptaron parcial y
sesgadamente a sus programas. Como indicó François Bluche: los filósofos hubieran deseado que el Estado
estuviera al servicio de la Ilustración, sin embargo, la monarquía puso la Ilustración a disposición del Estado.

El mejor ejemplo de la instrumentalización interesada por las monarquías europeas de las ideas ilustradas lo
encontramos en el ataque a los privilegios de la Iglesia. La Ilustración prestó el lenguaje apropiado con lo
que justificar una acción de contenido claramente político. El interés de los monarcas en reducir la
inmunidad fiscal de la Iglesia y someterla a su autoridad encontró en la secularización del poder defendida
por los ilustrados un magnífico argumento del que podían servirse para limitar la jurisdicción eclesiástica
(regalismo).

En otros ámbitos ajeno al eclesiástico, los grandes condicionamientos económicos, sociales y políticos a que
se veía sometida la acción de gobierno hicieron inviable la aplicación de ciertas ideas ilustradas o, cuando
menos, influyeron en que sólo se llevaran a la práctica aquellas que respetaban las estructuras sobre las
que se asentaba el Antiguo Régimen.

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Clara Borreguero Martín Historia Moderna.

LA PRÁCTICA DEL DESPOTISMO ILUSTRADO EN EUROPA SEPTENTRIONAL:


Como se ha indicado en la introducción a este tema, muchos de los objetivos programáticos del
Despotismo ilustrado ya habían sido esbozados por los gobernantes europeos desde las últimas décadas
del siglo XVII, pero fue a partir de 1740 cuando las nuevas ideas de la filosofía ilustrada comenzaron a
combinarse con objetivos tradicionales de la acción de gobierno, como la creación de una administración
eficiente y centralizada, la limitación de la influencia de la Iglesia y los privilegios eclesiásticos, la codificación
de las leyes o el debilitamiento de los organismos de representación estamental.

Cada uno de los monarcas y ministros considerados como impulsores del Despotismo Ilustrado tuvieron su
propio estilo de gobierno, de ahí que la historiografía reciente tienda a prestar mayor atención no a los
contenidos programáticos de este movimiento, sino a la manera concreta en que los problemas fueron
abordados. En otras palabras, los historiadores se centran en la actualidad en los aspectos prácticos del
Despotismo Ilustrado, no en las intenciones generales de sus impulsores, bajo las que podía subyacer una
mayor o menor buena fe.

En Europa septentrional fueron cuatro los soberanos que aplicaron políticas que podemos relacionar con el
Despotismo Ilustrado: Federico II de Prusia, Catalina II de Rusia y María Teresa y José II de Austria.

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De izqda. a dcha.: Federico II de Prusia, Catalina II de Rusia, María Teresa y José II de Austria.

De todos los monarcas ilustrados del Norte de Europa, Federico II es el que ha recibido mayor atención
historiográfica. Paradigma de las virtudes prusianas de autosacrificio, esfuerzo voluntarista y elevado sentido
del deber, el monarca se vio influenciado tanto por los ilustrados franceses, con los que mantuvo una
intensa y directa relación, como por el pensamiento ético-político alemán de finales del siglo XVII,
principalmente Samuel Pufendorf, para el que la moral del orden debía guiar la maquinaria del Estado.
Ambas influencias contribuyeron a cimentar la imagen de Federico II como el “primer servidor del Estado”;
como un monarca guiado por el “amor a la patria” que antepuso los intereses del Estado a los puramente
dinásticos.

Por su parte, Catalina II ha ido objeto de un tratamiento historiográfico igualmente diverso. En el siglo XVIII
la zarina gozó de una buena reputación no sólo por su habilidad para presentarse ante la opinión pública
europea como una soberana partidaria del progreso y la utilidad pública sino también por la afición de los
Ilustrados ante lo exótico (a ojos de los ilustrados, Rusia suponía una compleja combinación de valores
europeos y asiáticos). Sin embargo, en las últimas décadas la acción de gobierno de la zarina ha sido objeto
de una interpretación más equilibrada. Los historiadores han distinguido dos etapas en su reinado,
diferenciando entre una primera época de gobierno caracterizada por el impulso reformista y una segunda
mucho más conservadora que reforzó el nexo entre la monarquía y la nobleza.

En cuanto a los reinados de María Teresa de Austria y José II, han sido objeto igualmente de una renovada
atención por los historiadores. Hasta comienzos del siglo XX, el periodo de gobierno de María Teresa fue
considerado como un periodo marcado por la intolerancia religiosa y el conservadurismo que contrastaba
con el espíritu radical y reformista que caracterizó a José II. Hoy en día, sin embargo, la historiografía tiende
a considerar el reformismo de José II como una continuación de la obra iniciada en su día por María Teresa
en terrenos como la centralización estatal, la fiscalidad, la justicia o la educación. Tan sólo en el ámbito de la
tolerancia religiosa pueden apreciarse diferencias entre madre e hijo.

La política económica:
La política económica de Federico II estuvo encaminada a hacer de Prusia una gran potencia continental. El
monarca estimuló la colonización de las tierras del Este (sobre todo tras las cuantiosas pérdidas en vidas
humanas que arrastró Prusia durante la Guerra de los Siete Años). El apoyo del Estado a la repoblación
forestal, el impulso del regadío, la distribución gratuita de semillas o las ventajas de carácter fiscal y militar
concedidas por el gobierno, favorecieron la inmigración extranjera en Prusia (250.000 inmigrantes se
establecieron en el país entre 1763 y 1786). El sector manufacturero se vio también favorecido gracias a la
aplicación de una política proteccionista en la que el Estado participaba aportando capitales y mano de obra.
Y otro tanto ocurrió con las industrias minera y metalúrgica. Desde 1768, el monarca impulsó la creación de

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Clara Borreguero Martín Historia Moderna.

un Departamento gubernamental destinado a impulsar la aplicación de nuevas tácticas de trabajo y


experimentación que se aplicaron a la cuenca minera del Rhur. Los logros de la política económica de
Federico II fueron, no obstante, limitados: pese a los intentos de difundir las innovaciones agronómicas, los
cambios técnicos fueron escasos, el monarca no alteró sustancialmente las relaciones entre señores y
siervos y los cambios en la cuenca minera del Rhur fueron modestos (aunque más efectivos a medio plazo).
En consecuencia, la Prusia de Federico II siguió siendo un Estado marcadamente rural.

Catalina II alcanzó el trono gracias a un complot palaciego contra su marido, Pedro III. Con el fin de ganarse
la aceptación de la nobleza, la zarina tuvo que hacer importantes concesiones a este grupo social . La
nobleza rusa mantuvo el monopolio de la propiedad de la tierra, reforzó su dominio sobre los siervos (a los
que podían sentenciar sin posibilidad de que los tribunales públicos intervinieran) y gozó del privilegio de
destilar y vender vodka, al tiempo que comercializaba el excedente de grano. Dicho esto, también es verdad
que la zarina supo desarrollar algunos aspectos de las ideas ilustradas, que escritores como Voltaire o
Diderot contribuyeron a magnificar. Así, durante su reinado Catalina II atacó los privilegios de la Iglesia,
disolvió un gran número de conventos y sus tierras y siervos pasaron a ser propiedad del Estado
(solucionando así el déficit estatal generado por la Guerra de los Siete Años). También se preocupó por la
situación de los siervos. En este punto, llegó a premiar un ensayo condenatorio de la servidumbre en un
concurso organizado por la Sociedad Imperial Económica Libre, pero sus intenciones no pasaron de ser
humanitarias. La zarina aspiraba a regular las relaciones entre hacendados y siervos, impidiendo la
sobreexplotación de estos últimos, no a abolir la servidumbre. De hecho, la zarina abandonó toda pretensión
paternalista hacia los siervos desde finales de la década 1770 , cuando una gran revuelta en la regiones del
Volga y el Don exigió precisamente la desaparición de la servidumbre (que se mantendría vigente hasta
1861).

Las reformas administrativas y la búsqueda de una mayor centralización:


El desarrollo de la administración militar que permitiera un ejército permanente poderoso fue la función
más importante del Estado prusiano. Federico II perfeccionó la herencia militar de su padre y orientó la
administración estatal a la organización, formación y aprovisionamiento del que se convirtió en el mayor
ejército de Europa. Los soldados prusianos recibían sus pagas puntual y regularmente, sus raciones eran
excelentes y el Estado desarrolló una red asistencial para soldados inválidos y huérfanos de militares que no
tenía comparación en Europa. Con el fin de limitar la coste económico que podía suponer el mantenimiento
de un ejército de casi 200.000 hombres, la administración prusiana asignó temporalmente cupos de
soldados (setenta en cada compañía) a trabajos agrícolas e industriales. Aunque esta medida no favorecía el
mantenimiento de la disciplina y el nivel de preparación, era el único medio posible de que Prusia pudiera
compatibilizar el desarrollo de su economía con el mantenimiento de un gran ejército.

Por otra parte, Federico II profundizó la centralización y burocratización de la administración estatal


prusiana. Durante su reinado, el monarca impulsó la especialización en el seno del Directorio General
(organismo colegiado creado en 1723 con el fin de tratar los asuntos clave de la acción de gobierno,
especialmente Finanzas y Guerra) mediante la creación de ministerios de minas, bosques, construcción y
justicia, cuyo personal era elegido de acuerdo con su formación intelectual y méritos ( creciente
profesionalización).

La política administrativa de Catalina II tras las revueltas de 1773-1774 se dirigió a fortalecer los lazos de la
Corona con la nobleza y a garantizar el orden público. Con el fin de armonizar los intereses de la nobleza con
la Monarquía la zarina promulgó en 1785 la Carta de la Nobleza, que reconocía explícitamente a este grupo
social privilegios como el derecho exclusivo a adquirir tierras con siervos; permiso para comerciar y construir
fábricas; exención fiscal; fuero judicial propio, etc. A cambio, la nobleza se comprometía a servir en la
administración estatal.
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A fin de lograr un control más efectivo del extenso territorio ruso e impulsar la participación de la nobleza en
las instituciones de gobierno, Catalina II promulgó en 1775 la Reforma Provincial. En virtud de esta, el
territorio imperial quedó dividido en 50 gobernaciones (inspiradas en las Intendencias francesas), al frente
de las cuales se situaba un gobernador elegido por la zarina, sin vínculos con el territorio y dotado de
amplios poderes (judiciales, fiscales, militares). Cada una de estas 50 gobernaciones se dividían a su vez en
distritos, a cuya cabeza se ubicaba un noble local que debía colaborar con el gobernador en la recaudación
fiscal y en el mantenimiento del orden público.

En cuanto a la Monarquía hasbúrgica, tenía la peculiaridad de ser una entidad no sólo extensa
territorialmente hablado sino también diversa en términos étnicos y culturales. Los Habsburgo gobernaban
sobre 25 millones de alemanes, checos, eslovacos, húngaros, croatas, eslovenos, polacos rutenos, rumanos,
flamencos e italianos de religión católica, protestante, judía y ortodoxa. Con el fin de limitar en la medida de
lo posible el potencial disgregador presente en la diversidad del Imperio habsbúrgico, María Teresa de
Austria y sus ministros alentaron la burocratización, profesionalización y racionalización de la administración.
En 1749 se procedió, en aras de una mayor especialización, a desligar el tratamiento de los asuntos
financieros y judiciales de los puramente políticos y diplomáticos y, en 1760, se estableció un Consejo de
Estado (presidido por la emperatriz) que actuó como máximo órgano encargado de coordinar los negocios
de las distintas ramas de gobierno.

La necesidad de incrementar los recursos estaba en relación con dos aspectos: el interés en potencia el
ejército y hacer frente al déficit causado por la Guerra de los Siete Años. A semejanza del resto de monarcas
ilustrados, María teresa y José II recurrieron a los bienes de la Iglesia. Entre 1767 y 1771 el conde Kaunitz,
uno de los principales ministros de María Teresa, introdujo inicialmente estas medidas en Lombardía (Italia),
donde limitó las exenciones fiscales que gozaba la propiedad eclesiástica y redujo el número de
instituciones religiosas, festividades eclesiásticas y peregrinaciones. Estas iniciativas se aplicaron
posteriormente a los dominios centroeuropeos de los Habsburgo.

Tras la muerte de María Teresa en 1780, José II perpetuó la centralización administrativa impulsada por su
madre. Durante su reinado creó una nueva red territorial compuesta por Distritos que se encontraban bajo
el dominio de gobernadores designados a su vez por el propio Emperador. Además, José II trató de que las
cargas fiscales se distribuyeran más equitativamente, lo que suponía limitar los privilegios fiscales de la
nobleza y abolir el pago de diezmos eclesiásticos. Los intentos reformistas de José II, a los que se añadieron
la abolición de determinados aspectos de la servidumbre en 1781, generaron una importante oposición
nobiliaria. En razón de ello, a la muerte de José II en 1790 su hermano y sucesor, Leopoldo II, anuló estas
medidas y regresó al sistema fiscal vigente en tiempos de María Teresa, restableciendo además la
servidumbre en su forma tradicional.

Justicia y tolerancia:
Federico el Grande de Prusia impulsó un ambicioso proyecto de codificación legislativa que encomendó al
jurista Samuel von Cocceij con el propósito de preparar una reforma general del derecho. En 1781 se hizo
público un nuevo reglamento que reordenaba con criterios modernos el procedimiento judicial. La tortura,
en desuso desde su llegada al trono, fue abolida de manera definitiva en 1754, medida que se enmarca en la
perspectiva de tolerancia propia del pensamiento ilustrado con el que Federico comulgaba. En el ejército se
reconoció también la pluralidad de confesiones religiosas. Así, el monarca respetó la fe mayoritariamente
católica de Silesia cuando fue anexionada, legisló favorablemente a favor de los judíos para reducir la
discriminación a la que estaban sometidos y permitió que los jesuitas ejercieran labres educativas tras la
supresión de la Compañía de Jesús por la Santa Sede en 1773.

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En cuanto a Catalina II, logró en Occidente un cierto renombre como monarca ilustrada al convocar en 1766
una Comisión para la Codificación del derecho. La Comisión, formada por 573 representantes de todos los
grupos sociales no siervos, recibió de la zarina una “Instrucción” en la que defendía que el fin de la
monarquía era fomentar la felicidad pública. Además, el documento exaltaba la tolerancia y condenaba la
tortura como contraria a la naturaleza y la razón. La “Instrucción” de Catalina II, inspirada en Montesquieu,
era una mezcla de difusas aspiraciones reformistas cuyo principal objetivo fue exaltar la imagen de Catalina
ante la opinión pública europea. De hecho, la Comisión no alcanzó resultados significativos por inoperante y
fue disuelta dos años después.

En el Imperio habsbúrgico la realización más importante en el terreno de la reforma judicial durante el


reinado de María Teresa fue la elaboración de un Código penal que entró en vigor en 1770. Aunque el
documento mantenía la pena de muerte y la tortura, al tiempo que contemplaba castigos por lo general
bastante severos, ponía fin a los procesos por brujería que tantas muertes habían causado en la Europa
central durante las décadas anteriores. El Código penal josefino de 1787, que sustituyó al anterior, es
considerado por el contrario uno de los primeros códigos penales modernos: la pena de muerte era limitada
a un determinado número de delitos y la tortura quedó definitivamente abolida (aunque los delitos políticos
continuaban siendo castigados con severidad).

No obstante, fue en el ámbito de la tolerancia donde las aportaciones de José II fueron más destacadas. A
diferencia de la intolerancia que caracterizó a María Teresa de Austria, el reinado de José II no tuvo
parangón entre las monarquías continentales del siglo XVIII. La política religiosa de José II, conocida como
“josefinismo”, estaba apoyada en una doble convicción: afirmar la soberanía del Estado sobre la Iglesia y
regular la religiosidad, labor que incumbía al Estado y no ya a la Iglesia. En 1781, José II promulgó la Patente
General de Tolerancia, que permitía la emancipación de los judíos y la incorporación a la administración y la
universidad de luteranos y calvinista. Se llamaba así a colaborar en aras del progreso a todas las fuerzas
disponibles con independencia de sus convicciones religiosas. Desde ese mismo año, José II intervino en la
esfera eclesiástica, aboliendo la Inquisición, suprimiendo ciertas órdenes religiosas, obligando al clero
regular a depender de los obispos (cuyo nombramiento estaba impulsado por el emperador) y legislando
contra formas de religiosidad popular que, en su opinión, fomentaban el fanatismo y la superstición. Esta
última medida encontró la oposición de las clases populares, muy apegadas a la religiosidad tradicional.

Los proyectos reformistas de José II serían abandonados a causa de la ofensiva anti-ilustrada que siguió al
estallido de la Revolución francesa y que coincidió con la muerte del emperador en 1790.

Educación y cultura:
Las iniciativas de Federico el Grande de Prusia en el ámbito cultural se fundamentaron en el principio de
tolerancia, si bien siempre tendieron a reforzar el papel del Estado. En este sentido, Federico II fue favorable
a la difusión de la instrucción, incluso entre las mujeres, pero no llegó a entender la educación como valor
en sí misma y a promoverla sin reservas, ya que, ante todo, el sistema educativo debía respetar y consolidar
la jerarquía social tradicional.

En cuanto a María Teresa y José II, su labor en el terreno de la educación fue importante, sobre todo tras la
disolución en 1773 de la Compañía de Jesús. Con los bienes de los jesuitas el gobierno austriaco proyectó
financiar la reorganización de la educación primaria, a la que José II otorgó siempre un papel fundamental.
Así, el monarca decretó que la educación elemental se extendiera entre los 7 y los 12 años, prestando
atención, junto a la lectura y la escritura, a disciplinas científicas y a la formación técnica y profesional
además de a la historia.

LA PRÁCTICA DEL DESPOTISMO ILUSTRADO EN LAS PENÍNSULAS IBÉRICA E ITALIANA.

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La España de Carlos III, el Portugal del ministro Pombal, los estados italianos de Parma y Nápoles,
gobernados por la Casa de Borbón, y el Gran Ducado de Toscana, desarrollaron las mismas aspiraciones de
centralización, reforzamiento del poder fiscal y dirección ideológica de la sociedad que Prusia, Rusia o
Austria. La homogeneidad católica de estas monarquías meridionales concedió, sin embargo, una gran
relevancia política a las relaciones entre la Iglesia y el Estado, lo que daría un tinte peculiar a su acción
reformadora. En consecuencia, lo que caracteriza la acción de los gobernantes ilustrados de la segunda
mitad del siglo XVIII en las penínsulas ibérica e italiana es: por un lado, su tendencia a reservar a la religión
una función estrictamente espiritual y, por otro, su deseo de utilizar la estructura temporal de la iglesia
para impulsar sus programas de reforma inspirados en la Ilustración.

Los protagonistas del Despotismo ilustrado en la Europa meridional:


Desde el punto de visto historiográfico Carlos III es uno de los monarcas españoles de mayor prestigio. A ello
han contribuido, sin duda, sus planteamientos reformistas, pero también la coyuntura revolucionaria
posterior a 1789, en la que los partidarios de la vía del Despotismo Ilustrado contribuyeron a forjar el mito
del monarca con fin de relanzar sus planteamientos teóricos en un momento en que la Revolución francesa
contribuyó a que fueran abandonados.

Por vinculaciones familiares y afinidades políticas, el reformismo de Carlos III tuvo su prolongación en los
enclaves borbónicos del ducado de Parma y del reino de Nápoles. En ambos estados, que compartían
espacio geográfico con la Santa Sede, se debatió el papel y significación de la Iglesia en el Estado y la
sociedad. El impulso reformador no provino tanto de Felipe de Parma y Fernando IV de Nápoles como de sus
competentes ministros, Guillermo du Tillot y Bernardo Tanucci. El primero era un ferviente regalista, lector
de la Enciclopedia y fisiócrata convencido, que gobernó Parma entre 1756 y 1771. El segundo, Tanucci, fue
nombrado por Carlos III para que gobernase Nápoles durante la minoría de edad de su hijo Fernando
(después de que el monarca se trasladara a España en 1759) y era un jurista de gran cultura y defensor del
desarrollo de políticas regalistas (afirmación de los derechos de la Corona sobre la Iglesia).

En el caso de Toscana, gobernada entre 1765 y 1790 por Pedro Leopoldo de Habsburgo, el despotismo
ilustrado del gran duque es especialmente pragmático y muy ligado a los problemas concretos del país. Por
último, el despotismo ilustrado en Portugal estuvo impulsado por el principal ministro de José I, el marqués
de Pombal, hidalgo lisboeta que tenía experiencia en el ámbito de la diplomacia y que ascendió a la alta
nobleza gracias a sus méritos.

Las reformas económicas:


Las reformas económicas de Carlos III y del Gran duque de Toscana se centraron en liberar la actividad
productiva de ciertas trabas que entorpecían su desarrollo. En la agricultura española se liberó el comercio
de granos en 1765, pasándose a defender los intereses de los productores frente a la tradicional protección
al consumidor con el fin de estimular la producción agraria y asegurar el abastecimiento de una población en
crecimiento. Toscana, por ejemplo, se convirtió desde los años 60’ del siglo XVIII en uno de los centros de
difusión de las doctrinas librecambistas para la agricultura más dinámicos de la Europa meridional, liberando
el comercio de granos, a semejanza de España, en 1767.

Los gremios, enemigos de la libre competencia en el sector industrial, vieron restringidos igualmente sus
privilegios. Los gobiernos de Nápoles, Toscana y España combatieron los prejuicios sociales que recaían
sobre el trabajo manual, si bien es cierto que mantuvieron un decidido proteccionismo sobre el sector
manufacturero con el fin de estimular tanto la industria catalana como la más tradicional industria sedera
toscana. En cualquier caso, el comercio español con las colonias americanas quedó relativamente
liberalizado en 1778, al autorizarse el comercio directo entre 13 puertos españoles y 22 americanos.

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Clara Borreguero Martín Historia Moderna.

En cuanto a Portugal, cuando Pombal se convirtió en ministro el país evidenciaba importantes signos de
atraso económico debido al control ejercido sobre el comercio por compañías privilegiadas, especialmente
inglesas. Debido a ello, el objetivo de Pombal fue impulsar el desarrollo comercial mediante la formación de
estructuras empresariales y capitalistas que contaban con la protección (y apoyo financiero) del Estado,
convertido en garante de su viabilidad.

Reformas administrativas y regalismo:


En el terreno de las reformas administrativas Carlos III aceleró la tendencia centralizadora evidenciada ya
por los primeros Borbones, al tiempo que procuraba agilizar la administración manteniendo un cierto
equilibrio entre el sistema polisinodial (Consejos de gobierno) y las instituciones unipersonales (Secretarías
del Despacho). Los Consejos, tradicionales órganos colegiados, fueron conservados, si bien con unas
funciones más honoríficas que efectivas. Sólo el Consejo de Castilla mantuvo amplias competencias y sus
fiscales (encargados del mantenimiento del orden y la ley en todo el reino), en especial Campomanes, se
convirtieron en los principales planificadores del reformismo carolino. Paralelamente, Carlos III impulsó y
consolidó las seis secretarías del Despacho, verdaderos ministerios de Estado, Guerra, Hacienda, Gracia y
Justicia, Marina e Indias. La coexistencia de instituciones colegiadas y unipersonales producía problemas de
competencias y coordinación. Con el fin de asegurar la viabilidad y colaboración entre ambos tipos de
instituciones Carlos III creó en 1787 la Junta Suprema de Estado, órgano de carácter consultivo que reunía
semanalmente a los Secretarios del Despacho bajo la presidencia del Secretario de Estado y que actuaba a
modo de Consejo de Ministros.

En cualquier caso, sería el desarrollo de una política regalista el elemento esencial de la política de Carlos III.
El monarca y sus ministros, todos ellos católicos, no estaban dispuestos a tolerar la intervención en sus
dominios de la Iglesia, dependiente de Roma y con amplia autonomía en su administración, jurisdicción y
sistema tributario. El regalismo suponía, por tanto, una política destinada a hacer prevalecer los derechos
inherentes a la soberanía del monarca, sobre los derechos propios de la Santa Sede. La acción regalista de
Carlos III se concretó en: expulsión de España de la Compañía de Jesús en 1767; implantación en la
Universidad de enseñanzas que se distanciaban de la ortodoxia católica, pero sustentaban los ideales del
Despotismo Ilustrado; y subordinación de la jerarquía eclesiástica al poder del monarca, para lo cual el rey
seleccionó, gracias a la facultad que le otorgaba el Concordato de 1753, a los candidatos a las sedes
episcopales más sumisos a la autoridad monárquica.

La política regalista y el ataque a los privilegios y propiedades eclesiásticas es algo que tuvo en común el
Despotismo ilustrado en España, Portugal, Parma y Nápoles. En estos tres últimos Estados los jesuitas
sufrieron el mismo destino que en España, quedando confiscados los bienes propiedad de la Compañía. En
Parma la oposición Iglesia-Estado fue bastante enconada. Las propiedades eclesiásticas suponían un
atractivo para las finanzas parmesanas, de ahí que entre 1764 y 1768 Guillermo du Tillot introdujera
diferentes medidas que culminaron en la desamortización parcial de los bienes eclesiásticos; la imposición
al clero de determinados tributos; la abolición de la Inquisición y la reforma de la Universidad (con la
consiguiente pérdida de influencia del clero sobre esta institución). Como en Parma, en Nápoles la expulsión
de los jesuitas en 1767 fue el punto de partida para la confiscación de sus bienes y su reparto entre cierto
número de campesinos emprendedores. No obstante, sería en Toscana donde se alcanzaron resultados más
destacados. El gran ducado no sólo desarrolló una política de redistribución de tierras estatales entre los
aparceros, sino que también procuró mejorar la calidad de los cultivos fomentando la educación agrícola del
campesinado. Además, el gran duque Pedro Leopoldo reformó el código penal en 1786; suprimió la tortura y
la pena de muerte; y llegó a proyectar la concesión de un texto de carácter constitucional (muy moderado)
que contemplaba la existencia de una Asamblea representativa de carácter consultivo y que debía operar de
manera consensuada con el duque.

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Clara Borreguero Martín Historia Moderna.

El estallido de la Revolución en Francia terminó invirtiendo las tendencias reformadoras manifestadas por
los monarcas del Despotismo ilustrado. Desde 1789, los ministros ilustrados se vieron sustituidos en buena
parte de Europa por políticos conservadores decididos a defender (y perpetuar) la estructura política,
económica y social del Antiguo Régimen y que encontraron en el reformismo de las décadas anteriores el
germen del radicalismo revolucionario que caracterizó los años 90’ del siglo XVIII.

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Clara Borreguero Martín Historia Moderna.

La Europa barroca: Cortes, conflictos y reordenación de


fronteras.
EL BARROCO COMO MOVIMIENTO CULTURAL.
El siglo XVII es el siglo del Barroco, un término que tiene dos grandes acepciones desde el punto de vista
histórico. Se puede entender, en primer lugar, como un estilo artístico, musical o literario, a partir de una
visión centrada en los aspectos estéticos y formales. Un estilo que abarca un periodo amplio, comprendido
desde finales del siglo XVI hasta bien entrado el XVIII.

En segundo lugar, se puede entender el Barroco, desde un punto de vista más amplio, como el estilo de vida
de una época determinada, con unos característicos modos de pensar, sentir y actuar. En este sentido, los
límites cronológicos son más precisos, básicamente el siglo XVII, con su nacimiento a partir de 1600 y unas
fronteras espaciales más concretas, la Europa del sur y centro oriental, con áreas extraeuropeas que se
vieron influidos por este fenómeno.

La expresión “cultura del Barroco” denomina a las manifestaciones culturales (literarias, artísticas, etc.) que
se desarrollan en una época de crisis y enfrentamientos como es la primera mitad del siglo XVII. Durante
este periodo se van a dar intensas luchas de tipo económico, particularmente entre los países que tienen
intereses coloniales y los que aspiran a tenerlos (Portugal, Monarquía Hispánica, Francia, Inglaterra y
Provincias Unidas). Hay igualmente luchas entre el norte y el sur de Europa, con unos planteamientos ante la
nueva economía-mundo bastante diferentes. Por último, dentro de este contexto de enfrentamientos,
continúan también con gravedad los enfrentamientos religiosos (por ejemplo, la Guerra de los Treinta Años).
No menos destacado es el enfrentamiento en las formas de gobierno, ya que, si bien la mayoría de los países
continúan siendo monarquías autoritarias, hay casos en los que las Asambleas representativas (Cortes y
Parlamentos) comenzarán a cobrar un peso creciente (Inglaterra y la República de las Provincias Unidas).

Paralelamente, estamos ante un periodo en el que se incrementan las diferencias nacionales y se


profundizan las divergencias en el mantenimiento de los intereses estratégicos, lo favorece la extensión de la
conflictividad a amplias zonas de Europa, con su consiguiente reflejo en América y Asia. Además, son de
notar las tensiones en lo que se refiere a la respuesta que otorgan los diversos sectores sociales a la crisis de
la primera mitad de la centuria. La crisis es respondida con lo que se ha conocido como “reacción señorial”
que agudiza las presiones sobre los dependientes y potencia la inestabilidad social. La fuerzas sociales más
conservadoras se alían con el poder monárquico, esperando que el orden establecido se mantenga. Por
último, en el plano artístico también hay un enfrentamiento con las formas clásicas anteriores, que se
consideran superadas y que desembocan en una nueva corriente estética a la que se conoce como Barroco.

Se ha dicho con frecuencia que la cultura del Barroco es una “ cultura dirigida”. Aunque hoy en día se tiende
a otorgar una mayor capacidad de acción a los creadores, parece claro que hay vías importantes de
propaganda y adoctrinamiento por parte de las fuerzas dominantes, que ven en la cultura no sólo una
formas de expresión de su poder sino una manera de reproducir el sistema de valores sociales y propiciar la
adhesión, o cuanto menos el respeto, de la masa al mismo. El Barroco aparece como una respuesta cultural
originada desde el poder para hacer frente a los componentes negativos de la crisis, encauzando así el
universo de inseguridades de los hombres y mujeres de la época en beneficio de los poderes establecidos.
Así, por ejemplo, el Barroco alienta una Literatura o una Historia, por ejemplo, encargadas en muchas
ocasiones por sujetos cercanos al poder. Además, para que el mensaje sea fácilmente compresible, se
generalizan los estereotipos, que en su simplicidad permiten la asimilación de los valores que se pretende

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Clara Borreguero Martín Historia Moderna.

transmitir. Entre esos valores se aprecia un gusto conservador que incita a la perpetuación de los esquemas
establecidos. El conservadurismo del Barroco es, por tanto, evidente.

La cultura del Barroco se proyecta sobre grandes grupos humanos, las masas, por lo que tiene una deriva
tanto urbana como rural, tanto letrada como iletrada, pues pretende generar adhesiones en todo lugar y en
todo momento. De esta forma, una de las interpretaciones más difundidas que se han hecho de este
fenómeno es la que considera al Barroco como reflejo e instrumento de la Contrarreforma. Sus
representaciones están cargadas de triunfalismo y propagan los valores del Concilio de Trento. Se pretende
dar una imagen de la Iglesia que sea atractiva para los fieles. La Iglesia hace un enorme esfuerzo para llegar a
la población a través de la construcción de majestuosas instituciones religiosas, la realización de procesiones
y la celebración de numerosas festividades públicas.

No es extraño, por tanto, que el Barroco sea un arte exuberante y glorificador, que alaba la grandeza. Su
mayor intensidad se da en países como España e Italia, con una importante impronta eclesiástica, señorial-
campesina y con regímenes absolutistas o con tendencias al absolutismo. Ello no quita, sin embargo, que el
Barroco pueda ser también en ocasiones un arte negro y pesimista que refleja también grandes dosis de
frustración. Es el arte de los Cristos retorcidos por el tormento y las Dolorosas, así como de la obsesión por la
muerte (piénsese por ejemplo en las obras de Caravaggio, José de Ribera o Valdés Leal).

El Barroco tiene también su respuesta o contrapunto en el clasicismo. De hecho, este es un movimiento


artístico y estético que se ha considerado muchas veces como la antítesis del primero. El clasicismo supone,
ante todo, acatamiento de las reglas, claridad, orden, medida, unidad y gusto por la perfección. De este
modo, la imaginación se supedita a la razón. Lo que se pretende es llegar a la majestuosidad, ensalzar el
poder del soberano sin la exuberancia que caracteriza a las representaciones del Barroco.

Balance historiográfico de ¿un siglo de crisis?:


El siglo XVII es un siglo de tensiones en Europa. La historiografía moderna ha señalado tradicionalmente que
esta centuria se caracteriza por una crisis generalizada que contrasta con la época inmediatamente anterior
y posterior. Durante mucho tiempo se debatió sobre si se trataba de una recesión prolongada o si, más bien,
Europa se encontraba ante un proceso de cambio estructural. El signo económico más evidente era el de la
recesión caracterizada por la bajada de precios después del alza del siglo anterior, sobre todo a partir de
1630. A ello contribuía especialmente el descenso de la afluencia de los metales preciosos de América,
aunque también el declive demográfico, la caída de la producción agrícola, las dificultades en la actividad
manufacturera (especialmente en los centros textiles del norte de Italia y el sur de los Países Bajos) y el
evidente declive financiero y comercial de la década de 1620

El panorama de la investigación actual se han matizado mucho estas afirmaciones, sobre todo en lo que
concierne a la consideración de una crisis generalizada. Se tiende a pensar en una mayor complejidad del
fenómeno y en una desigualdad en las consecuencias de la recesión económica. Desde luego, la afluencia de
metales preciosos no disminuyó (si se toman en cuenta las cifras del abultado contrabando). Además, la
bajada de precios no tiene por qué derivar automáticamente en una crisis económica, ya que si bien para
unos es negativa (vendedores) para otros es positiva (compradores). Por lo tanto, los efectos son desiguales,
aunque es cierto que pudo haber una serie de crisis de diferente intensidad y extensión que coincidieron en
el tiempo.

En cuanto a las causas y consecuencias de estas crisis, Hobsbawm defendió que respondían al tránsito de
una estructura feudal a otra capitalista y la recesión era la consecuencia del último obstáculo puesto por las
fuerzas feudales al desarrollo de la burguesía. Trevor Roper entendía que la crisis era consecuencia de unos
problemas socio-políticos derivados del excesivo desarrollo del aparato del Estado, con su incremento fiscal

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Clara Borreguero Martín Historia Moderna.

y centralización política y administrativa. Para Lublinskaya, una de las consecuencias de la crisis fue el apoyo
que el absolutismo político otorgó a la burguesía, grupo social dinamizador de la economía.

Así, la depresión fue más importante en el sector agrícola que en el industrial o comercial y se dio más en los
países mediterráneos (en los que comenzó antes) que en la Europa oriental. En cambio, en Inglaterra o las
Provincias Unidas no sólo no se puede hablar de crisis generalizada sino de un proceso de crecimiento y
reorientación de las actividades económicas.

Desde el punto de vista geográfico, hubo un


desplazamiento de los centros de actividad del
Mediterráneo hacia el Atlántico, donde se dio un
cierto incremento demográfico y se potenció el
proceso de urbanización. Hubo también un paso
importante hacia la integración de los mercados,
con un fenómeno claro de la economía-mundo
(incremento de los circuitos comerciales que unían
todos los continentes). Así pues, los supuestos
efectos de la crisis fueron, en realidad,
transformaciones que afectarían a la economía del
siglo siguiente e incluso del siglo XIX (desarrollo del
capitalismo moderno, industrialización, etc.).

Una triple crisis:


El siglo XVII europeo (sobre todo su primera mitad) se caracteriza por la incidencia de lo que la historiografía
ha definido como una triple crisis (demográfica, económica y político-social):

- Crisis demográfica: el número de habitantes de Europa comenzó a descender entre los años finales
del siglo XVI hasta la segunda mitad del siglo XVII debido a la incidencia de tres factores
especialmente perjudiciales para el crecimiento poblacional: epidemias (especialmente la peste,
pero también el tifus, el cólera y la disentería), hambre y guerra. Los dos primeros factores están
estrechamente relacionados. Normalmente, las epidemias sobrevenían como colofón a periodos de
hambre y escasez propiciados por la pérdida de cosechas. Las hambrunas, que afectaban con
especial virulencia a los sectores más desfavorecidos de la población, solían producirse bien por una
sucesión de malas cosechas, consecuencia de las inclemencias climatológicas, bien porque la
deficiente estructura agrícola provocaba escasez y desabastecimiento de cereales. La mortalidad por
hambre se iniciaba en primavera, cuando ya se conocía que la cosecha de ese año sería insuficiente y
los especuladores comenzaban a acaparar trigo con el fin de aumentar su precio en el mercado. En
cuanto a la guerra, resulta difícil conocer de manera precisa el impacto demográfico que causaba. En
el caso concreto del siglo XVII, la guerra tiene una doble incidencia demográfica: por un lado, están
las pérdidas directas que origina y por otro las bajas producidas por derivación (saqueos,
destrucciones, leva de jóvenes para que se unan al ejército, incremento de los impuestos para
financiar los conflictos…). En conjunto, parece que las guerras del siglo XVII fueron más letales que
las del siglo XVI y el XVIII tanto por sus efectos directos como indirectos, pues nos proporcionan
ejemplos de destrucción en batallas campales, asaltos a ciudades y saqueos de territorios.
Especialmente mortífera sería la guerra de los Treinta Años (1618-1648), durante la cual las pérdidas
de población en algunas regiones alcanzaron niveles comprendidos entre el 50 y el 70% de sus
habitantes originarios. Pérdidas que se agravaban con la acción de otros factores: emigración (huida
del ejército hacia zonas no amenazadas por el conflicto), pérdida de cosechas (destrucción de las
mismas) y desarrollo de enfermedades contagiosas (debido a la falta de higiene, el hacinamiento y
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Clara Borreguero Martín Historia Moderna.

los desplazamientos de una zona a otra de gentes mal alimentadas). Por todo ello, el continente
europeo continúa dominado por un régimen demográfico de tipo antiguo, caracterizado por la alta
natalidad y mortalidad y una baja esperanza media de vida (poco más de treinta años).
- Crisis económica: está generada por las fluctuaciones de precios (especialmente perjudicial
es su aumento durante la primera mitad del siglo); el incremento del gasto público debido
al mantenimiento y aumento de ejércitos, flotas y el sostenimiento del creciente personal
administrativo del Estado (lo que se traduce en mayores impuestos); y las deficiencias del
capitalismo en esta centuria. Las razones de esta crisis son diversas:
o En algunos Estados, como los territorios peninsulares de la Monarquía Hispánica, se
produce una clara ausencia de metales preciosos (oro y plata), lo que compromete
su desarrollo económico;
o Se desarrolla una pugna entre gremios y manufactura. Los primeros eran
corporaciones muy jerarquizadas que aspiraban a controlar las características de la
producción y distribución de determinados productos manufacturados. Frente a
ellos comienza a incrementarse el número de talleres manufactureros, centros de
producción en los que prima la división del trabajo manual en operaciones parciales.
La producción manufacturera se va a beneficiar del empobrecimiento de la
población agrícola. La crisis agraria disminuye el número de pequeños propietarios,
que pasan a convertirse en jornaleros del campo. El trabajo agrícola se caracteriza
por el paro estacional. Durante estos periodos, los trabajadores del campo
encuentran empleo al servicio de los propietarios de las manufacturas. Estos les
proporcionan la materia prima y los instrumentos de trabajo para que desarrollen
una parte de lo que será el producto final a cambio de un salario. Los productos de
las manufacturas son de menor calidad que los que realizan los gremios, pero más
baratos, por lo que tienen mayor difusión entre la población. En consecuencia, el
paulatino auge de la manufactura comienza a arruinar a los gremios, que van a ser
percibidos como instituciones que lastran el desarrollo económico de los Estados.
o Incidencia de la guerra y las inclemencias climatológicas en el sector agrario, en el
que predomina la tradición en las técnicas de cultivo (rotación trienal) y la
agricultura extensiva.
- Crisis en las relaciones políticas entre la sociedad y el Estado: las manifestaciones de la
crisis socio-estatal son muy variadas, ya que se encuentran condicionadas por factores
locales (propios de cada Estado) que no son fáciles de analizar desde una perspectiva
general. Por ello, el historiador español Antonio Domínguez Ortiz aconseja diferenciar entre
revueltas motivadas por el hambre y levantamientos derivados de la creciente presión del
Estado moderno en formación, cuyas exigencias se manifestaban en forma de guerras
frecuentes y cargas fiscales excesivas que no afectaban por igual a toda la población. Siendo
un poco más concretos, podemos encuadrar las sublevaciones producidas durante el siglo
XVII en cuatro categorías diferentes:
o *Revoluciones de alcance nacional, como la inglesa o la holandesa.
o *Revueltas con posibilidades de convertirse en revoluciones: los casos de Cataluña y
la Fronda en Francia.
o *Golpes de estado de corte secesionista: como es el caso de Portugal.
o *Motines urbanos como los sicilianos y napolitanos.
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Clara Borreguero Martín Historia Moderna.

- En todos estos movimientos subversivos es posible encontrar algún elemento común


(oposición a un sistema fiscal cada vez más oneroso, por ejemplo), pero sólo los que
tuvieron una autoridad fuerte para organizar y dirigir a los descontentos tuvieron
posibilidades de triunfo. Las sublevaciones que no reunieron estas características
terminaron siendo controlados y reprimidas por el poder establecido.

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Clara Borreguero Martín Historia Moderna.

Guerra y reordenación de fronteras durante la primera


mitad del siglo XVII.
LA GUERRA DE LOS TREINTA AÑOS (1618-1648):
Se trata de una gran guerra europea, con repercusiones en los demás continentes, que se prolongará
durante más de treinta años y tendrá un profundo impacto en términos económicos y humanos. La
perspectiva historiográfica tradicional ha definido este conflicto como una de las últimas contiendas
confesionales libradas entre el protestantismo internacional y la Contrarreforma católica. Indudablemente,
la religión contribuyó a justificar ideológicamente las alianzas gestadas entre los bandos enfrentados,
pero en general el factor confesional se convirtió en un instrumento al servicio de la propaganda
política con el fin de movilizar las conciencias populares y levantar ejércitos en un esfuerzo continuado
durante varias décadas. En este sentido, la guerra avivó la colaboración entre los regímenes calvinistas y
luteranos, formando nuevas coaliciones internacionales. Sin embargo, existieron otros intereses políticos
superiores: dinásticos y sucesorios, rivalidades hegemónicas en distintas zonas de Europa e intereses
económicos, como el dominio de los mercados del mar del Norte, el Báltico, el Mediterráneo y el mundo
extraeuropeo.

A comienzos del siglo XVII, los príncipes católicos alemanes comenzaron a aplicar los decretos tridentinos
en el Sacro Imperio (fundamentalmente Baviera y los territorios patrimoniales de la Casa de Austria:
Austria, Estiria, Carintia, Carniola, Bohemia, Moravia y Lusacia). En este contexto, los principios de la frágil
paz de Augsburgo (1555) comenzaron a quebrarse. Con el fin de defenderse de una posible recatolización
del Imperio, los príncipes protestantes (luteranos y calvinistas) se aliaron en la Unión Evangélica (1608),
encabezada por el elector palatino, a la que Baviera y la Casa de Austria respondieron con la creación de la
Liga Católica. La difícil convivencia religiosa en Bohemia, cuya nobleza se rebeló contra la Casa de Austria y
ofreció la corona al elector palatino, desencadenó el conflicto. La rama vienesa de la Casa de Austria contó
con el apoyo de la Monarquía Hispánica..

No obstante, muy pronto, y debido a la diversidad de intereses en juego al margen del elemento
confesional, la guerra se transformaría de una guerra interna, de ámbito alemán o centroeuropeo, en una
guerra internacional. Dinamarca, primero, y Suecia, después, entrarán en el conflicto en apoyo de la Unión
Evangélica con el fin de asegurar su proyección política y económica en el Norte de Alemania y el Báltico. En
cuanto a Francia, intervendría en la guerra a partir de 1635, también en alianza con los protestantes, con el
objetivo de poner fin a la hegemonía de la Monarquía Hispánica en Europa.

El agotamiento de los contendientes después de 30 años de conflicto favoreció la negociación de la Paz de


Westfalia en 1648. En virtud de esta:

- Los calvinistas fueron reconocidos como reformados pertenecientes a la Confesión protestante de


Augsburgo.
- La Casa de Austria, aunque derrotada, pudo reforzar su política confesional en los territorios bajo
su soberanía.
- Suecia fue reconocida como la potencia hegemónica en el Báltico, además de obtener
Pomerania, Verden y Bremen.
- Francia obtuvo parte de Alsacia.
- Baviera obtuvo parte del Palatinado y se convirtió en un electorado más del Imperio (el número de
electores pasó de 7 a ocho).

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Clara Borreguero Martín Historia Moderna.

CONFLICTOS SIMULTÁNEOS Y/O ASOCIADOS A LA GUERRA DE LOS TREINTA


AÑOS:
La guerra entre la Monarquía Hispánica y las Provincias Unidas (1621-1648):

Las Provincias Unidas estaban constituidas por la unión de las siete provincias del Norte de los Países Bajos
(Holanda, Zelanda, Frisia, Overijssel, Güeldres, Utrecht y Groninga) que se sublevaron en 1568 contra la
Monarquía Hispánica de Felipe II y proclamaron su independencia de la Corona española, de manera
unilateral, en 1581. La sublevación de las Provincias Unidas fue respondida militarmente por la Monarquía

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Clara Borreguero Martín Historia Moderna.

Hispánica, desarrollándose un conflicto que se prolongó intermitentemente durante 80 años (de ahí que
haya sido conocido por la historiografía como “Guerra de los Ochenta Años”). En 1609, la Monarquía
Hispánica y las Provincias Unidas firmaron la Tregua de los Doce Años, que expiró en 1621. Ambas
potencias reanudaron las hostilidades con el fin de lograr una victoria significativa en el campo de batalla
que les permitiera entablar negociaciones desde una posición de fuerza. En un principio el conflicto fue
favorable a la Monarquía Hispánica, que desarrolló una estrategia que combinaba la acción militar con la
guerra económica (apoyo a la piratería, embargos comerciales, bloqueos de puertos y ríos). Sin embargo, a
partir de 1628 la contienda sería propicia a las Provincias Unidas. Ese mismo año la Marina neerlandesa
capturó la Flota de Indias en la bahía de Matanzas (Cuba), haciéndose con el cargamento de oro que debía
partir con destino a Sevilla (y permitiría a la Monarquía Hispánica financiar la guerra). Durante la década de
1630, las Provincias Unidas ocuparon diferentes enclaves en la zona Norte del Brasil portugués (recuerden
que en ese momento Portugal y su imperio ultramarino formaban parte de la Corona española), África y
consolidaron su posición en el Extremo Oriente asiático. En cualquier caso, la suerte de la guerra se decidiría
en Europa, en concreto con la importante victoria neerlandesa en la batalla naval de las Dunas (1639), a la
que debemos añadir ciertas victorias terrestres en Flandes que amenazaron Bruselas y Amberes, dos de los
puntos más importantes de los Países Bajos del Sur (bajo soberanía de la Monarquía Hispánica). La
concordia entre ambas potencias se alcanzaría en la conocida como Paz de Münster (1648), por la que la
Monarquía Hispánica reconocía la independencia de las Provincias Unidas y los derechos neerlandeses
sobre las colonias ocupadas a Portugal en Asia, África y Brasil hasta 1641. Tras la firma de la paz, la
Monarquía Hispánica y las Provincias Unidas protagonizarían un acercamiento que culminaría en la firma de
un Tratado de navegación y comercio en 1650.

Conflicto hispano-francés:
La firma de la Paz de Westfalia (1648) no puso fin a la
guerra entre Francia y la Monarquía Hispánica,
enfrentadas desde 1635 en una lucha por la hegemonía
en Europa. Francia, aliada con Inglaterra desde 1654,
invadió Cataluña y atacó los Países Bajos del Sur (bajo
soberanía de la Monarquía Hispánica), al tiempo que
Inglaterra se apoderó de la isla de Jamaica. La captura de
la flota de Indias en 1657 y 1658, la victoria anglo-francesa
en la batalla naval de las Dunas (1658) y la toma de
Dunquerque, Menin e Ypres (en los Países Bajos) por
parte de Francia, obligaron a la Monarquía Hispánica a
negociar la Paz de los Pirineos (1659). Según los
términos de este acuerdo, los condados catalanes del Rosellón, Conflent y la Cerdaña, así como parte de
Artois, Hainaut y Luxemburgo, en los Países Bajos, pasaron a Francia, convertida en la principal potencia
hegemónica del continente.

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EL ABSOLUTISMO.
A lo largo del siglo XVII continúa el proceso de laicización de la teoría política a consecuencia del
racionalismo individualista difundido por el Renacimiento, que tuvo en Maquiavelo su primer ejemplo.
Frente al peso que tuvieron los valores cristianos en el desarrollo de la práctica política hasta los primeros
años del siglo XVI, en la centuria siguiente cobra fuerza el concepto de “razón de Estado”: los intereses
geoestratégicos y dinásticos de una Monarquía sirven para justificar enfrentamientos entre potencias, o
para que los príncipes se alejen de la senda moral trazada por los tratadistas políticos medievales (firma de
tratados y alianzas con potencias de distinta confesión religiosa por ejemplo, ruptura unilateral de acuerdos
entre potencias, etc.). Esta situación corre en paralelo al reforzamiento del poder real, que pasa por el
desarrollo de la administración y la burocracia dependiente del príncipe; el aumento de la carga fiscal; y el
incremento de la Marina y las fuerzas armadas al servicio de la Corona.

Al reforzar su autoridad, la Corona se enfrentará tanto a la alta nobleza (que aspira a continuar
desarrollando un papel destacado en la escena política) como a las tradicionales Asambleas generales
representativas (Parlamentos y Cortes). El monarca pretende monopolizar los principales resortes del
poder, dar cuerpo a una legislación común que elimine, reforme o actualice leyes y privilegios de origen
medieval y garantizar la uniformidad religiosa en sus dominios. Los objetivos de los reyes del siglo XVII
quedarían sintetizados en la expresión: “mismo rey, misma ley, misma fe”.

La Monarquía y el poder absolutos del Estado (ahora verán que no es la misma cosa) tendrían numerosos
defensores y algunos detractores a lo largo del siglo XVII. Los teóricos de la Monarquía absoluta recurrirían a
la doctrina del derecho divino de los reyes para justificar el reforzamiento sin precedentes de la autoridad
monárquica.

La doctrina del derecho divino toma como fuente las Sagradas Escrituras, en particular las Epístolas de San
Pablo, que defienden el carácter sagrado de la autoridad regia. San Pablo define a los príncipes como
Ministros de Dios y sus lugartenientes en la tierra. “Por ellos ejerce Dio su imperio. Dios da a cada pueblo su
Gobernador”.

La autoridad del rey no sólo es sagrada, sino que también es tan natural como la que el padre de familia
ejerce sobre sus vástagos y subordinados. La obediencia debida a Dios, al padre y al monarca no puede ser
restringida ni violentada. La no resistencia y la obediencia pasiva son prescripción divina.

El rey es el único artífice de las leyes y libertades de sus súbditos; en consecuencia, puede suprimirlas o
alterarlas en el momento en que lo estime conveniente. El rey no debe rendir cuenta de sus actos a nadie:
sólo es responsable ante Dios. Su autoridad es absoluta porque si no fuera así no podría hacer el bien ni
reprimir el mal. Los únicos contrapesos al poder real son el temor a Dios y la ley natural. El respeto a la ley

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Clara Borreguero Martín Historia Moderna.

natural (que emana de la razón y nos permite distinguir entre el bien y el mal) implica que el monarca no
puede vulnerar ni la vida ni la propiedad de sus súbditos. No obstante, si el soberano debe obrar en contra
de la mayoría, su decisión es plenamente legítima y debe ser aceptada en tanto en cuanto siempre actuará
tomando en consideración el interés primordial del Estado.

Las asambleas generales representativas (Cortes y Parlamentos) sólo resultan aceptables en tanto que
mecanismos de consulta y siempre y cuando sus atribuciones no coaccionen la libertad de acción del
monarca ni le priven de su potestad de hacer las leyes. El propósito último del soberano es extender la
obediencia con el fin de garantizar la seguridad, la vida y las propiedades de sus súbditos. La quiebra de la
obediencia debida al rey no sólo atenta contra la ley divina, sino que puede derivar en anarquía y guerra
civil.

Los principales teóricos defensores de la Monarquía absoluta y el derecho divino de los reyes serían Robert
Filmer, cuya obra El Patriarca vio la luz a finales de la década de 1680, y Jacobo Bossuet, cuyos escritos
fueron muy populares en la Francia de Luis XIV.

El pacto social: reforzar o limitar el poder absoluto del Estado.


Durante el siglo XVII algunos intelectuales defendieron que el origen del Estado se encontraría en el pacto
social entre hombres. Un concepto ambivalente que servía tanto para justificar el poder absoluto como para
limitar su alcance.

El defensor más significativo del poder absoluto del Estado sería Thomas Hobbes (1588-1679). El fin último
de su pensamiento es el establecimiento de la paz y el orden entre los hombres. Su doctrina política se
encuentra muy condicionada por los sucesos acaecidos en Inglaterra durante la primera mitad del siglo XVII
(la Revolución inglesa, guerras civiles y la muerte de Carlos I).

La teoría del pacto social fue empleada por Hobbes en su obra


Leviathan (1651) para construir un discurso relativamente
racional (sin tomar como referencia las Sagradas Escrituras)
sobre el que fundamentar el poder absoluto del Estado (no
especifica si ese Estado debe ser monárquico, democrático u
oligárquico).

Hobbes considera que los hombres son individuos asociales,


dominados por instintos, de ahí que deban renunciar (mediante
el pacto social) a la libertad y derechos de los que disfrutaban en
su origen (estado de naturaleza) en favor de un poder mediador
que garantice la ley, el orden y el disfrute de la propiedad entre los seres humanos.

Para Hobbes, pacto social y renuncia dan lugar al Estado, al que llama Leviatán en alusión al monstruo
bíblico que aparece en las Sagradas Escrituras. El poder del Estado-Leviatán es absoluto porque deriva de la
suma de los derechos individuales a los que los hombres han renunciado de manera irrevocable.

El carácter absoluto del Estado se extiende también a la esfera religiosa. Si en el estado de naturaleza el
hombre puede venerar a Dios según el modo que crea es el más adecuado, una vez establecido el pacto
social el individuo cede este derecho al Estado. En la sociedad de Leviatán sólo puede haber un culto
religioso: la diversidad religiosa es causa de malestar y controversia

Si Hobbes emplea la teoría del pacto social con el fin de justificar el carácter absoluto del poder del Estado,
John Locke (1632-1704) utiliza el mismo concepto con fines contrarios, esto es, con la voluntad de limitar el
poder político.

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Clara Borreguero Martín Historia Moderna.

Locke expuso los principales planteamientos de su pensamiento político en sus Tratados sobre el gobierno
civil (1689). Al semejanza de Hobbes, Locke sostiene que el origen de la sociedad civil y el Estado se
encuentra en el pacto entre individuos. Ahora bien, si para Hobbes los individuos renuncian de manera
irreversible a su libertad y derechos a beneficio del Estado, mediante el pacto social, para Locke dicho
pacto no sólo NO es irrevocable, sino que también plantea que el Estado debe respetar los derechos
naturales de los hombres (vida, libertad y propiedad) que son inalienables a todos los seres humanos.

Con el fin de evitar que el poder del Estado se vuelta arbitrario y opresivo, Locke plantea que el poder
legislativo y el ejecutivo no deben recaer en la misma persona, es decir, la separación de poderes.
Igualmente, sostiene la separación Iglesia-Estado y el principio de tolerancia religiosa que, sin embargo, no
se extiende hasta los católicos y los ateos, a quienes considera una amenaza para la cohesión de la sociedad
civil.

PRIMERAS REACCIONES AL ABSOLUTISMO: EL CICLO REVOLUCIONARIO DEL


SIGLO XVII.
Las décadas centrales del siglo XVII registraron un amplio y variado repertorio de sublevaciones, revueltas y
revoluciones cuyo rasgo común es la oposición generalizada a la monarquía absoluta en escenarios tan
diversos como Inglaterra, Portugal, Cataluña, Francia, Holanda, Nápoles y Sicilia. A pesar de lo heterogéneo
de estos movimientos subversivos, podemos detectar en ellos algunos elementos comunes:

- Antagonismos sociales.
- Poca definición ideológica que sustente estos movimientos (buena parte de ellos no
plantean una alternativa de cambio político y social radical, sino que aspiran a solucionar
problemas coyunturales o a restablecer el equilibrio entre Corona e instituciones
representativas).
- Impotencia inicial del poder establecido para controlar el alcance de estos movimientos.

La crisis de la Monarquía Hispánica: la revuelta catalana, el golpe secesionista portugués y los


motines urbanos de Nápoles y Sicilia:
Los principales problemas de orden político-social en la Monarquía Hispánica se desarrollarían durante el
reinado de Felipe IV (1621-1640) y el valimiento de su “ministro principal”, Don Gaspar de Guzmán, conde-
duque de Olivares (1621-1643). Olivares alentó el desarrollo de una activa política exterior (intervención en
la Guerra de los Treinta Años, reanudación de la guerra contra las Provincias Unidas) y de un nutrido
programa de reformas interiores. Estas abarcaban tres puntos fundamentales:

- *Reforma administrativa y socio-económica: lucha contra la corrupción y la venalidad


(venta de cargos públicos), reducción del gasto de la corte (austeridad) y medidas que
favorecieran el aumento de la población.
- *Reforma financiera: creación de Montes de Piedad y Erarios, instituciones financieras que
debían estimular el acceso de los particulares al crédito, así como la financiación de los
gastos de la Real Hacienda.
- *Reforma legislativa: centralización de la Monarquía Hispánica tomando como base las
leyes e instituciones de Castilla. Se aspira a alentar una mayor colaboración entre los
distintos territorios bajo soberanía del rey de España con el fin de que todos ellos
contribuyan, militar y financieramente y según sus posibilidades, a la política exterior de la
Monarquía (Unión de Armas).

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Clara Borreguero Martín Historia Moderna.

Las pretensiones del Conde-Duque chocaban con las tradiciones políticas, institucionales y legales (fueros)
de los territorios que conformaban la Monarquía Hispánica, de ahí la reticencia que suscitaron los planes de
Olivares en algunos de ellos.

- La resistencia fue especialmente virulenta en Cataluña, que se rebeló en 1640 contra la


Corona española. La rebelión catalana fue impulsada por un sector de la oligarquía política
y comercial del Principado, defensora de los fueros catalanes y de sus intereses económicos,
que veían amenazados por los planes de integración de Olivares. A su vez, la insurrección
contó también con el apoyo del campesinado, afectado por la presencia en su territorio del
ejército real que debía luchar contra los franceses (recuerden que la paz con Francia no se
alcanzó hasta 1659).
 En el curso de la revuelta, y tras la muerte violenta del virrey, la Diputación de las
Cortes y el Concejo municipal barcelonés asumieron el gobierno de Cataluña. Muy
pronto, las autoridades políticas catalanas perdieron el control de la situación. En
este sentido, lo que en un principio parecía una revuelta contra la Corona española
terminó adquiriendo tintes de revolución social, en la que los campesinos se
enfrentaron a la nobleza terrateniente y los desposeídos de las ciudades a las
oligarquías urbanas. En este contexto, en 1641 las autoridades catalanas
reconocieron como soberano al rey de Francia. El dominio francés en Cataluña fue
especialmente negativo en términos políticos, militares y económicos y llevó a una
parte de las autoridades catalanas a replantearse su fidelidad a Felipe IV. En
1652, Barcelona se rindió a los ejércitos reales, reincorporándose a la Monarquía
Hispánica y volviendo el Principado a la obediencia.
 La Unión de Armas y la activa política exterior española durante el valimiento del
conde-duque de Olivares también tuvieron su impacto en Portugal. El interés del
conde-duque en elevar la fiscalidad en Portugal suscitó la resistencia de la elite
comercial portuguesa y produjo distintas sublevaciones que en un principio
pudieron ser controladas por las fuerzas reales. La situación cambió a partir de
1640: a) para entonces, las Provincias Unidas habían ocupado distintos enclaves en
América, África y Asia que amenazaron los intereses económicos portugueses; b) la
derrotada española en la batalla naval de las Dunas (1639) puso de manifiesto la
incapacidad de la Monarquía Hispánica para defender a Portugal y su Imperio; c) la
Monarquía Hispánica debía afrontar no sólo su participación en la Guerra de los
Treinta Años y en la lucha contra las Provincias Unidas sino también la rebelión
catalana. En estas circunstancias resulta comprensible el éxito del golpe palaciego
que encabezó el duque de Braganza en 1640 y que le convirtió en el nuevo rey del
Portugal independiente. La Monarquía Hispánica no reconocería la independencia
portuguesa hasta 1668.
- Motines urbanos: los casos de Nápoles y Sicilia. Las revueltas de Nápoles y Palermo
estuvieron motivadas por la creciente presión fiscal de la Corona española, los abusos de la
nobleza frente a sus vasallos y el declive de los puertos del Mediterráneo ante el auge de los
puertos atlánticos. Su origen es social y económico, aunque también apreciamos una deriva
política: en Sicilia, artesanos y pequeños comerciantes exigen una mayor representación en
las instituciones municipales de Palermo. En Nápoles, con la protección de Francia, se
estableció una república napolitana independiente de la Monarquía Hispánica. No obstante,
la fragilidad del movimiento en ambos reinos y la falta de cohesión en los intereses de sus
impulsores, favoreció que las fuerzas españolas pudieran someter ambas sublevaciones en
1648.

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Clara Borreguero Martín Historia Moderna.

- Las Frondas: se desarrollan en Francia entre 1648 y 1653, en el contexto de la minoría de


edad de Luis XIV bajo la regencia de su madre, Ana de Austria. Desde un punto de vista
general, las Frondas son movimientos subversivos contra la figura del primer ministro de
origen italiano, el cardenal Mazarino (que gobernará Francia hasta su muerte en 1661).
Mazarino continuará con la política de reforzamiento de la autoridad real iniciada en la
segunda mitad de la década de 1620, que se verá acompañada desde 1635 con un
incremento considerable de los impuestos. El reforzamiento del poder del soberano chocará
con la oposición de:
o La alta nobleza (que ha disfrutado de una notable influencia durante las Guerras de
Religión francesas y que ve con sospecha el ascenso de una baja nobleza, conocida
como nobleza de toga, que cuenta con conocimientos jurídicos y voluntad de
servicio al rey).
o El Parlamento de París, institución de justicia que aspira a controlar las decisiones
reales cuestionando su legalidad.
o Las Frondas supusieron un movimiento complejo y de intereses contrapuestos que
instrumentalizaron el descontento social entre el pueblo de París. Fue precisamente
la disparidad de intereses entre todos sus participantes (antigua nobleza, populacho
y miembros del Parlamento parisino) lo que permitió a Mazarino y a la regente Ana
de Austria restablecer el orden en la capital y, con él, la autoridad real, cuyo
fortalecimiento culminaría durante el reinado de Luis XIV.

Revoluciones de alcance nacional: Gran Bretaña y las Provincias Unidas:


• Las Revoluciones británicas (1642 y 1688): las revoluciones británicas supusieron el
enfrentamiento entre dos concepciones de Monarquía, la que sostienen los Estuardo, en especial
Carlos I (1625-1649) y Jacobo II (1685-1688) y la surgirá de la Revolución Gloriosa (1688), en la que el
poder regio se ve limitado por el Parlamento. Carlos I y Jacobo II defendieron la primacía del poder
soberano ante las exigencias de mayor protagonismo político del Parlamento inglés (que
proclamaba su derecho a votar los impuestos, reunirse periódicamente y limitar la autoridad del
soberano en materia legislativa). Las pretensiones de Carlos I desembocarían en una guerra civil
que se prolongó durante siete años y terminó con la decapitación del monarca, acusado de tirano.
En cuanto a Jacobo II, su autoritarismo, además de la política de tolerancia que desarrolló ante los
católicos, favorecieron el estallido de una nueva revolución en 1688 (Revolución Gloriosa), de la
que emergería un modelo de Monarquía limitada (inspirada en las ideas de Locke) y regida por el
Bill of Rights (1689), en la que la soberanía recaería en el rey y el Parlamento. Por lo tanto, Gran
Bretaña durante el siglo XVII marcha a contracorriente. Mientras en el resto del continente se afirma
el Absolutismo, las islas británicas se convertirán en el modelo de gobierno liberal por excelencia
durante los siglos XVIII y XIX.

• El caso holandés: la República de las Provincias Unidas (conformada por las siete provincias que se
independizaron de los Países Bajos y de la Monarquía Hispánica en 1581 y de las que la más
poderosa es Holanda) constituye un modelo de gobierno basado en el equilibrio de poderes entre
el poder local y el poder federal (entre el poder de ciudades y municipios y el de los Estados, que se
reúnen anualmente en los Estados Generales, con sede en La Haya, cuyas atribuciones son
parecidas a las del Parlamento británico). Una situación de equilibrio similar se aprecia entre las
figuras del Estatúder, máxima autoridad militar y encargado de hacer ejecutar las leyes, y el Gran
Pensionario, encargado de la política exterior. Extrañamente, tan complejo sistema atraerá
estabilidad a las Provincias Unidas, convertidas en la potencia comercial mundial durante el siglo
XVII.

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EL MERCANTILISMO COMO RESPUESTA A LA CRISIS ECONÓMICA.


Durante la segunda mitad del siglo XVII la respuesta del Estado a los graves desafíos económicos de esta
centuria se basó en la intervención y el control, bajo unas premisas que los historiadores han englobado
conceptualmente en el término mercantilismo. La finalidad de la intervención tenía un carácter
fundamentalmente político. Para hacer frente a las mayores necesidades financieras del Estado ya no se
consideró suficiente el simple incremento de la presión fiscal, sino que había que favorecer el aumento de la
riqueza de los súbditos y potenciar el consumo de los productos elaborados en su territorio.

Lo que realmente se perseguía no era el bienestar de la población sino el incremento de la actividad


económica con el fin de que esta aumentase los ingresos de la hacienda real. Del mismo modo, no todos
los sectores de la economía contaron con la misma importancia. Así, frente a la trascendencia que se
otorgaba a la producción manufacturera, la agricultura apenas concitó la atención de los mercantilistas. Los
elementos básicos del mercantilismo serían tres:

-Proteccionismo económico;

-Apología del trabajo y de los intercambios comerciales;

-Atención a la balanza comercial.

El proteccionismo económico se basa en la aplicación de unos aranceles excesivamente altos para los
productos extranjeros. Al ser más caros los productos procedentes de fuera del reino, la población está
obligada a consumir los creados en el interior. Con ello, no se enriquecía a otras potencias europeas sino a
los productores locales y el metal precioso no cruzaba las fronteras.

Los Estados buscan expandir el comercio de su país a costa de la reducción de las oportunidades de negocio
de los rivales. Ahora bien, para que esta estrategia tenga éxito, debe estimularse la producción interior a
gran escala, de ahí la importancia del desarrollo de la manufactura frente a la producción gremial, que
cristalizaría en la creación de manufacturas estatales para el desarrollo de sectores considerados como
estratégicos, por ejemplo, la minería, la metalurgia o la elaboración de artículos de lujo.

Por otra parte, los Estados europeos no sólo están interesados en el desarrollo de los mercados interiores
sino también en expandir sus redes de comercio exterior. Con el fin de mejorar su competitividad apoyarán
la creación de Compañías comerciales, sociedades privadas creadas con capital de distintos inversores, a
las que los Estados no sólo dotaban de privilegios para que comerciaran de forma exclusiva (en régimen de
monopolio) con determinadas áreas geográficas; también defendían con la fuerza militar los derechos de
estas Compañías frente a las estructuras mercantiles de otras potencias europeas competidoras. En este
caso el objetivo que se perseguía era convertir el comercio internacional en un medio de adquisición de
nuevos mercados que favorecerían la expansión de la producción nacional y la riqueza del país. Las
Compañías comerciales más exitosas serían las creadas por las Provincias Unidas e Inglaterra para
comerciar con las Indias orientales y occidentales y sus productos.

El mercantilismo adoptó algunas medidas que favorecieran el crecimiento de la población y, en


consecuencia, de la mano de obra productiva: se realizaron esfuerzos para atraer la inmigración de
artesanos extranjeros especializados en sectores económicos que se deseaba potenciar; se castigó la
emigración que contribuyese a difundir los “secretos de producción” del país; se crearon talleres y
establecimientos correccionales en los que se recluía a los pobres y se trataba de reconvertirles en súbditos
disciplinados y laboriosos (también se criticó la distribución de limosnas individuales por considerarse que,
con ellas, se fomentaba la mendicidad y la ociosidad) y se trató de desterrar los prejuicios sociales que
menospreciaban el trabajo, la inversión productiva y ensalzaban el vivir de las rentas.

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LA REVOLUCIÓN CIENTÍFICA.
El siglo XVII es un siglo de crisis y conflictos, pero también de cambio científico e intelectual en el que van a
desarrollarse nuevos saberes filosóficos y jurídicos asentados sobre unas bases más racionales. La fe ciega
y la obediencia a los dictados del pensamiento oficial de la Iglesia ya habían sufrido un fuerte golpe en las
décadas anteriores, debido a la crítica humanista y renacentista. Sin embargo, fue en el siglo XVII cuando
los intelectuales comenzaron a profundizar en la esencia del pensamiento, en la epistemología (la
capacidad humana para conocer) y en el método (las formas para obtener nuevos saberes), desligando
estos procesos de la revelación o la creación divina.

Los filósofos aspirarán a delimitar y separar los campos de conocimiento que correspondían a la Fe y a la
Razón e intentarán conocer la realidad natural sin tener que recurrir a las directrices filosóficas y religiosas
del sistema aristotélico-tomista. Pionero en la renovación del ámbito filosófico sería René Descartes, en
cuyo Discurso del método reconoció que no admitía como verdad nada que no fuese evidente a la razón. La
filosofía cartesiana implicaba que el hombre, mediante su sola razón, podía acceder a la totalidad del
conocimiento, sin necesidad de la guía obligada de una religión que le ayudase a distinguir lo verdadero de
lo erróneo.

Si Descartes es precursor del Racionalismo, Francis Bacon y John Locke defenderán el Empirismo, es
decir, la importancia de la experiencia captada por los sentidos para lograr el conocimiento. Para ambos, la
práctica científica haría la misma función que en racionalismo efectuaban la especulación intuitiva y la
deducción intelectual. De hecho, Locke defenderá que no existían ideas innatas, sino que la mente de todo
recién nacido era como una hoja de papel en blanco (tabula rasa) sobre la cual las experiencias imprimían
todo el conocimiento. Por último, el holandés Baruch Spinoza desautorizaría la validez de cualquier
sistema religioso como base del conocimiento.

También el trabajo científico se situará en unas coordenadas diferentes al difuminarse la sujeción del sabio
a la Iglesia y relajarse la vinculación entre investigación y docencia. En este periodo, la Universidad se
convertirá en el reducto de la tradición; los científicos actuarán en medios extrauniversitarios, se
reunirán en Academias y se mantendrán en contacto entre ellos mediante la correspondencia. Durante el
siglo XVII se producen considerables avances en el campo de la matemática gracias a los trabajos de
Descartes, Fermet y Pascal en torno a la geometría y el cálculo infinitesimal; en el ámbito de la astronomía,
Galileo y Kepler afirman el heliocentrismo; Ray y Tournefort avanzan en la clasificación de las especies
animales y vegetales; y Newton, en sus Principia mathematica (1687), expone la teoría de la gravitación. En
lo que respecta a la medicina, se mantiene como la ciencia más apegada al pasado, pues el magisterio de
Aristóteles, Hipócrates y Galeno se mantiene vigente. No obstante, existen médicos que mantienen una
actitud más crítica con la tradición y apuestan por la experimentación (con cadáveres) y la observación
directa de los enfermos. Gracias a ello Harvey, médico de la corte inglesa, demostrará la circulación de la
sangre y las funciones del corazón, venas y arterias.

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Descartes (izqda.), Newton (dcha.)

CONFLICTOS Y REORDENACIÓN DE FRONTERAS EN LA SEGUNDA MITAD DEL


SIGLO XVII.
El imperialismo francés durante el reinado de Luis XIV:
-Luis XIV reinó entre 1643 y 1715 pero no sería hasta 1661 cuando, tras la muerte de su primer ministro, el
cardenal Mazarino, comenzó a gobernar efectivamente. Su reinado constituiría la culminación del
Absolutismo regio en Francia; una tendencia cuya aplicación estuvo muy condicionada por el recuerdo que
el monarca tuvo de las Frondas, producidas durante su infancia. Los objetivos de Luis XIV fueron los
siguientes:

- Limitar el poder de las autoridades intermedias (Parlamentos, asambleas provinciales, alta


nobleza…).
- Aumentar la riqueza de Francia (protección de la manufactura y el comercio) con el fin de
poder incrementar la fiscalidad. Luis XIV y sus ministros defienden ideas mercantilistas.
- Desarrollo de una eficiente maquinaria burocrática. Aparecen nuevas figuras que controlan
las instituciones tradicionales (Parlamentos) y gobernadores provinciales, por ejemplo, los
intendentes, que representan al monarca en provincias, vigilan el desarrollo de las
asambleas provinciales y la actividad de los Parlamentos (recuerden que en Francia son
instituciones de justicia) y se encargan de la recaudación de los impuestos.
- Desarrollo de un ejército permanente que hace uso de innovaciones técnicas y cuenta con
generales capaces.
- Atraer a la alta nobleza a la corte. En la corte, presidida por el rey, la alta nobleza
desempeñará cargos honoríficos privados de poder fáctico.
- Afirmación de la uniformidad religiosa en Francia. Revocación del Edito de Nantes en 1685.
Los hugonotes deberán o convertirse al catolicismo o abandonar Francia. La mayoría
adoptará esta última opción.

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Clara Borreguero Martín Historia Moderna.

Con el fin de hacer frente a las


ambiciones internacionales de Luis XIV se
formaron diferentes coaliciones
internacionales, la más destacada de
todas ellas fue la Liga de Augsburgo
(1689), compuesta por Provincias Unidas,
Monarquía Hispánica, Gran Bretaña y el
Imperio. Las potencias de la Liga de
Augsburgo se enfrentaron a Francia en la
conocida como Guerra de los Nueve
Años (1690-1697).

Aunque la Liga de Augsburgo contuvo la


expansión francesa en los últimos años
del siglo XVII, durante el reinado de Luis
XIV Francia amplió de manera
considerable sus fronteras a costa de la
Monarquía Hispánica y el Imperio con la
incorporación del Franco Condado, Luxemburgo, Alsacia y otras regiones fronterizas entre Francia y los
Países Bajos del Sur como Artois.

Luis XIV desarrolló así mismo una política exterior imperialista o expansiva cuyos objetivos fueron aumentar
las fronteras de Francia y contener la competencia comercial de las Provincias Unidas.

La política exterior de Luis XIV estuvo dirigida contra: Provincias Unidas, Países Bajos del Sur (gobernados
por la Monarquía Hispánica) y el Este del Sacro Imperio Romano Germánico.

LA GUERRA DE SUCESIÓN ESPAÑOLA (1700-1713)


La muerte sin sucesión de Carlos II de España en noviembre de 1700 y la designación como su heredero de
Felipe de Borbón, futuro Felipe V, propiciaron el estallido de la Guerra de Sucesión española. El emperador
Leopoldo I de Habsburgo, pariente de Carlos II, reclamó la Monarquía Hispánica en nombre de su hijo
menor. Las pretensiones del emperador serían apoyadas por Inglaterra, Provincias Unidas, Portugal y otras
potencias menores de Alemania e Italia. En cuanto a la Francia de Luis XIV, defendería los derechos al trono
español de Felipe V.

Los intereses de los distintos participantes en este conflicto fueron diversos:

- Luis XIV aspiraba a consolidar el prestigio de la Casa de Borbón y los intereses económicos
de Francia mediante la vinculación dinástica de su reino a la Monarquía Hispánica (los
mercados españoles y americanos resultaban sumamente atractivos para los franceses).
- Gran Bretaña y Provincias Unidas entendían, con razón, que la presencia de un Borbón en el
trono español perjudicaría su dominio del mar y sus intereses comerciales. Deseaban
quebrar definitivamente el monopolio comercial español en América.
- En cuanto al emperador, actuó movido por sus intereses dinásticos. Dado que su familia
pertenecía a la misma dinastía (los Habsburgo) que el fallecido Carlos II, entendía que era su
hijo menor y no los Borbones quien debía heredar la Monarquía Hispánica.

La Guerra de Sucesión se prolongó durante más de una década. Francia y la Monarquía Hispánica fueron
incapaces de imponerse al poder combinado de Inglaterra, Provincias Unidas, Portugal y el Imperio. La Paz
de Utrecht (1713) garantizó la continuidad de Felipe V en el trono español. No obstante, la Monarquía

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Clara Borreguero Martín Historia Moderna.

Hispánica se vio privada de sus territorios en Europa (Países Bajos e Italia) a beneficio de los Habsburgo,
aunque pudo mantener sus posesiones en América. La principal beneficiada por la paz fue Gran Bretaña,
que obtuvo importantes beneficios comerciales en la América española, además de Gibraltar y Menorca, lo
que reforzó su dominio sobre las rutas marítimas en el Mediterráneo. Además, Gran Bretaña impuso un
nuevo concepto en el desarrollo de las relaciones internacionales: el equilibrio de poderes entre Estados. La
remodelación del mapa europeo tras la Paz de Utrecht eliminó la figura de la potencia hegemónica en el
continente. En lo sucesivo existiría un equilibrio entre los dos Estados continentales con gran proyección
internacional: Francia y el Imperio austriaco, junto a otros Estados menores, y la gran potencia marítima en
que se había convertido Gran Bretaña. Estos tres Estados debían defender el orden territorial y el equilibrio
de fuerzas forjado en Utrecht.

EL IMPERIO OTOMANO Y EL NORTE DE ÁFRICA DURANTE EL SIGLO XVII.


El siglo XVII, sobre todo su segunda mitad, supone una época de declive para el Imperio Otomano, salvo el
paréntesis 1656-1676. Durante la centuria, se suceden sultanes indolentes (muy diferentes del gran
Solimán), lo que favorece la proliferación de intrigas cortesanas, la inestabilidad política y la
descomposición interna.

Durante los primeros veinte años del siglo XVII, el Imperio Otomano se enfrentó a distintas revueltas
producidas en Anatolia, Siria y Líbano. Igualmente, los jenízaros, conscientes de su poder, participarán en
diferentes complots que tendrán como consecuencia la deposición de algunos sultanes y la destitución de
grandes visires. La inestabilidad en el Imperio implicará que deba mantenerse neutral durante la Guerra de
los Treinta Años y no pueda sacar partido de las dificultades de la Casa de Austria para continuar
expandiéndose por Centroeuropa.

La ausencia de un poder fuerte al frente del Estado Otomano favoreció así mismo la inestabilidad en las
provincias, cuyos gobernadores (beys) asumirán cada vez una mayor independencia. Tal sería el caso de
Argel, Túnez y Trípoli. El siglo XVII será una época de esplendor para Argel, convertida en una potencial
naval que atacará la totalidad de barcos cristianos que surcan el Mediterráneo. Sus pequeñas fragatas
maniobraban con habilidad ante los grandes navíos de las potencias europeas. Aunque con menos éxito,
Túnez y Trípoli también practicaron la piratería corsaria. Los productos tomados a los navíos cristianos
atacados se distribuían por Europa (y se convertían en dinero) gracias a los intermediarios judíos y a las
facilidades otorgadas por algunos puertos cristianos como Livorno, que les permitían descargar su
mercancía.

A lo largo de este periodo, los deys y beys de Argel, Túnez y Trípoli alcanzaron una creciente libertad,
negándose incluso a aceptar la entrada en sus territorios de cualquier oficial otomano enviado desde
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Estambul para ejercer la administración directa de las provincias. No obstante, y a pesar de defender su
autonomía de manera más explícita, deys y beys continuaron manteniéndose leales al sultán e incluso
solicitando, por motivos de prestigio, que este les enviase el caftán que tradicionalmente lucían los
representantes otomanos en provincias.

Menos brillante serían las perspectivas de Egipto, en el Oeste, para la que la fragilidad del poder otomano
conllevó una inestabilidad interna que perjudicó sus perspectivas comerciales, y de Marruecos,
especialmente durante la primera mitad del siglo XVII. Marruecos vive una cruenta contienda sucesoria tras
la muerte de Al-Mansur en 1603 que fragmenta la unidad del sultanato hasta 1666. El ascenso al trono en
1672 de Muley Ismail, el más importante monarca de la dinastía alauita restablecerá la estabilidad y la
unidad en el territorio. Muley Ismail se sirvió de los corsarios marroquíes para expulsar a los cristianos de
Tánger (evacuada por los ingleses en 1684), La Manora, Larache y Arzila (abandonadas por los españoles).
Al mismo tiempo, sometió a un duro bloqueo a los puestos de Mazagán, Melilla, Alhucemas y Vélez de la
Gomera, además de Ceuta, que se mantuvo sitiada más de veinticinco años. Por último, el sultán estimuló el
comercio marroquí. Durante su reinado Fez se convertiría en el gran almacén de Berbería y Muley Ismail
favorecería la actividad de comerciantes judíos y cristianos, desde refugiados hugonotes a ingleses,
holandeses y franceses.

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