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DI MAS
Los Ladrones que habían sido crucificados con J esús empezaron a tenerle
mala voluntad por el camino, cuando le vieron libre del peso de la cruz. En
ellos nadie se fijaba, que hubiesen de morir ellos también de la misma
muerte, a nadie les conmovía; a Él le maltrataban pero se daban cuenta, al
menos, de que existía, y todos se preocupaban de Él y a Él acudían como si
estuviese solo. Por Él venía detrás toda aquella gente — gente importante,
gente instruida y de dinero — por Él lloraban las mujeres y hasta el
Centurión se conmovía. Este embaucador provinciano — pensaban — es el
Rey de la fiesta y llama la atención de todos como si, en efecto, fuera un rey.
Quién sabe si nos hubiera llegado a nosotros el vino con mirra, de no
haberlo Él rechazado con asco.
Pero uno de ellos, cuando oyó las grandes palabras del compañero
envidiado —"perdónalos, porque no saben lo que hacen" — se calló de
pronto. Aquella oración era para él tan nueva, le producía sentimientos tan
extraños a su espíritu y a toda su vida, que le recordó de improviso aquella
edad, la más olvidada, la primera, cuando él era también inocente y pensaba
que había un Dios al que se podía pedir paz como los pobres piden pan a la
puerta de los señores. Pero en ningún cántico, por mucho que quisiera
recordar, había una petición como aquélla, tan fuera de lo corriente, tan
inesperada en uno a quien van a matar. Con todo, aquellas inesperadas
palabras hallaban en el disecado corazón del Ladrón cierto enlace con algo
en que hubiera querido creer, especialmente en aquel momento que estaba
por comparecer ante un J uez más terrible que los de los tribunales. Aquella
oración de J esús hallaba un encastre imprevisto entre pensamientos que él,
el ladrón, no hubiera podido expresar con razones habladas, pero que le
parecían, de vez en vez, iluminaciones en la oscuridad de su destino. ¿Había
sabido con toda verdad lo que hacía? Y los demás, ¿habían pensado en él,
habían hecho por él lo que era menester para apartarlo del mal? ¿Había
habido alguien que de veras le quisiese, que le hubiera dado de comer
cuando tenía hambre y una capa cuando tenía frío, y una palabra de amistad
cuando surgían, en su alma amargada y solitaria, las tentaciones? A tener
un poco más de pan y de amor, ¿hubiera cometido lo que le había llevado al
Calvario? ¿No estaba él también entre los que no saben bastante lo que
hacen? ¿No eran acaso Ladrones como él los Levitas que traficaban con las
ofrendas, los Fariseos que estafaban a las viudas, los Ricos que a fuerza de
usuras estrujaban a los desgraciados? Ellos eran los que le habían
condenado a muerte; pero, ¿qué derecho, en fin, tenían a matarlo si nunca
habían hecho nada por salvarlo y se manchaban con su mismo delito?
Cuando estuvieron los tres en la cruz, el otro Ladrón, aun entre el espasmo
producido por los clavos, continuó insultando a J esús. Y probaba a su vez a
vomitar de su boca, rodeada de babosa pelambre, los desafíos de los J udíos.
Y le volvía a la mente lo que había oído contar de J esús, pocas cosas, y para
él poco claras. Pero sabía que había hablado de un Reino de paz y que él
mismo habría de presidir. Entonces, en un ímpetu de fe, como si invocase
cierta comunidad entre aquella sangre que brotaba al mismo tiempo de sus
manos de criminal y la de aquellas manos de inocente, prorrumpió en estas
palabras:
Y J esús, que a nadie había respondido, volvió la cabeza cuanto podía hacia
el Ladrón compasivo, y le respondió
Ha pecado. Ha quitado a los ricos una parte de su riqueza; tal vez ha robado
también a los pobres. Pero J esús ha tenido siempre por los pecadores
enfermos de una enfermedad más atroz que las del cuerpo, una compasión
que no ha querido esconder. ¿No ha venido, acaso, para devolver el calor del
establo a la oveja perdida entre las zarzas del campo? Un solo instante de
verdadera contrición le basta. El ruego del Ladrón fue inmediatamente
escuchado.
LA OSCURI DAD
####La respiración de J esús se hacía cada vez más trabajosa. De le dilataba
el pecho con afanosa convulsión por aspirar un poco más de aire; la cabeza
le martilleaba, por causa de las heridas; el corazón le latía acelerado,
vehemente, como si quisiera escapársele; la fiebre ardorosa de los
crucificados le quemaba todo el cuerpo, como si la sangre se hubiera
convertido en sus arterias en fuego corriente. Estirado en aquella incómoda
postura; clavado en el madero sin libertad alguna de movimientos;
sostenido por las manos que se le desgarraban si se abandonaba, pero que
cansaban mucho el tronco azotado y maltrecho si, para no gravitar sobre
ellas, se mantenía recto, descansando sobre los clavos de los pies, aquel
cuerpo joven y divino, que tantas veces había sufrido en fuerza de contener
un alma demasiado grande, era ya una hoguera de dolor en que ardían, al
mismo tiempo, todos los dolores del mundo.