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Giovanni Papini - Historia de Cristo

consigue salvarse él de la muerte! Se ha vanagloriado de ser Hijo de Dios y


Dios no se mueve para arrancar del patíbulo a su primogénito. De modo que
siempre ha mentido: no es verdad que haya salvado a nadie, ni es verdad
que Dios sea su padre, y si ha mentido en eso, ha mentido también en lo
demás y merece esa muerte. No era menester esta prueba; pero también
esta prueba ha sido clara, como todo el mundo puede ver; nuestra
conciencia no puede estar más tranquila A estas horas, si fuese posible el
milagro, no estaría ahí agonizando; pero el cielo está vacío y el sol, linterna
de Dios, nos alumbra para que podamos ver mejor las contracciones de su
rostro y el estertor de su pecho.

Lástima — terminaban — que los Romanos no permitan nuestra antigua


pena contra los blasfemos, porque nos hubiéramos desahogado mejor
lapidándote, y cada cual hubiera tenido su parte de satisfacción en tomar tu
cabeza por blanco de nuestras piedras, en llenarte de golpes, de cardenales,
de sangre y revestirte de una túnica de piedras, y ocultarte bajo un montón
de cascotes. Una vez, ante la adúltera, dejamos las piedras; pero hoy nadie
se hubiera echado atrás y hubieras pagado por ti y por ella. También la cruz
es cosa buena; pero hay menos satisfacción para quien mira. ¡Sí al menos
estos extranjeros nos hubieran permitido dar un martillazo en los clavos!
¿No respondes? ¿No tienes ganas ya de predicar? ¿No logras bajar? ¿Por
qué no te dignas convertirnos también a nosotros? ¡Sí hemos de amarte,
demuéstranos primero que Dios te ama hasta el punto de hacer un gran
milagro para arrancarte a la muerte!

Pero el divino crucificado calla. El tormento de la fiebre que ya empieza no


es tan atroz como las palabras de los hermanos que lo crucifican una
segunda vez sobre la cruz de la espantosa ignorancia.

DI MAS

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Los Ladrones que habían sido crucificados con J esús empezaron a tenerle
mala voluntad por el camino, cuando le vieron libre del peso de la cruz. En
ellos nadie se fijaba, que hubiesen de morir ellos también de la misma
muerte, a nadie les conmovía; a Él le maltrataban pero se daban cuenta, al
menos, de que existía, y todos se preocupaban de Él y a Él acudían como si
estuviese solo. Por Él venía detrás toda aquella gente — gente importante,
gente instruida y de dinero — por Él lloraban las mujeres y hasta el
Centurión se conmovía. Este embaucador provinciano — pensaban — es el
Rey de la fiesta y llama la atención de todos como si, en efecto, fuera un rey.
Quién sabe si nos hubiera llegado a nosotros el vino con mirra, de no
haberlo Él rechazado con asco.

Pero uno de ellos, cuando oyó las grandes palabras del compañero
envidiado —"perdónalos, porque no saben lo que hacen" — se calló de
pronto. Aquella oración era para él tan nueva, le producía sentimientos tan
extraños a su espíritu y a toda su vida, que le recordó de improviso aquella
edad, la más olvidada, la primera, cuando él era también inocente y pensaba
que había un Dios al que se podía pedir paz como los pobres piden pan a la
puerta de los señores. Pero en ningún cántico, por mucho que quisiera
recordar, había una petición como aquélla, tan fuera de lo corriente, tan
inesperada en uno a quien van a matar. Con todo, aquellas inesperadas
palabras hallaban en el disecado corazón del Ladrón cierto enlace con algo
en que hubiera querido creer, especialmente en aquel momento que estaba
por comparecer ante un J uez más terrible que los de los tribunales. Aquella
oración de J esús hallaba un encastre imprevisto entre pensamientos que él,
el ladrón, no hubiera podido expresar con razones habladas, pero que le
parecían, de vez en vez, iluminaciones en la oscuridad de su destino. ¿Había
sabido con toda verdad lo que hacía? Y los demás, ¿habían pensado en él,
habían hecho por él lo que era menester para apartarlo del mal? ¿Había
habido alguien que de veras le quisiese, que le hubiera dado de comer
cuando tenía hambre y una capa cuando tenía frío, y una palabra de amistad
cuando surgían, en su alma amargada y solitaria, las tentaciones? A tener
un poco más de pan y de amor, ¿hubiera cometido lo que le había llevado al

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Calvario? ¿No estaba él también entre los que no saben bastante lo que
hacen? ¿No eran acaso Ladrones como él los Levitas que traficaban con las
ofrendas, los Fariseos que estafaban a las viudas, los Ricos que a fuerza de
usuras estrujaban a los desgraciados? Ellos eran los que le habían
condenado a muerte; pero, ¿qué derecho, en fin, tenían a matarlo si nunca
habían hecho nada por salvarlo y se manchaban con su mismo delito?

Esto pensaba en su corazón sobresaltado, mientras esperaba que le clavasen


a él también. La proximidad de la muerte, — ¡y de qué muerte! — aquella
plegaria inaudita del que no era ladrón, pero había de sufrir la misma pena
que los ladrones; el odio que deformaba los rostros de los mismos que le
habían condenado a él también, trabajaban su pobre alma herida
inclinándola a sentimientos que no había experimentado nunca desde la
infancia, a sentimientos cuyo nombre no sabía siquiera, pero que podían
asemejarse al arrepentimiento y a la ternura.

Cuando estuvieron los tres en la cruz, el otro Ladrón, aun entre el espasmo
producido por los clavos, continuó insultando a J esús. Y probaba a su vez a
vomitar de su boca, rodeada de babosa pelambre, los desafíos de los J udíos.

— ¿No eres el Cristo? Pues sálvate a ti mismo y a nosotros contigo.

Si era verdaderamente el Hijo de Dios, ¿por qué no pensaba en libertar


también a sus compañeros de desgracia? ¿Por qué no se apiadaba de ellos?
Luego tenían razón — argüía — los de abajo: era un embustero, un hijo de
nadie, un abandonado, un maldito. Y el sarcasmo del rabioso Ladrón se
aumentaba por despecho de una esperanza fallida. Una esperanza que
apenas si había asomado como sueño inverosímil de una salvación
milagrosa. Pero un desesperado espera hasta en lo imposible, y aquel
desengaño casi le parecía una traición.

Pero el Buen Ladrón, que hacía un rato le escuchaba y escuchaba también lo


que vociferaban los demás rabiosos allá abajo, se dirigió al compañero:

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— ¿Ni siquiera tienes miedo de Dios, tú que te hallas aquí sufriendo el


mismo suplicio? En cuanto a nosotros, es justicia, porque recibimos la pena
digna de nuestras acciones; pero él no ha hecho nada de malo.

El Ladrón ha llegado, a través de la conciencia de su culpa, a la certidumbre


de la inocencia del misterioso perdonador que tiene al lado. Nosotros hemos
cometido crímenes dignos de castigo; pero éste "no ha hecho nada de malo"
y, sin embargo, se le castiga igual que a nosotros; ¿por qué, pues, le
insultas? ¿No temes que Dios te castigue por haber humillado a un inocente?

Y le volvía a la mente lo que había oído contar de J esús, pocas cosas, y para
él poco claras. Pero sabía que había hablado de un Reino de paz y que él
mismo habría de presidir. Entonces, en un ímpetu de fe, como si invocase
cierta comunidad entre aquella sangre que brotaba al mismo tiempo de sus
manos de criminal y la de aquellas manos de inocente, prorrumpió en estas
palabras:

— ¡J esús, acuérdate de mí cuando vayas a tu Reino! Hemos sufrido juntos;


¿no reconocerás al que estaba a tu lado en la cruz; al único que te ha
defendido cuando todos te ofendían?

Y J esús, que a nadie había respondido, volvió la cabeza cuanto podía hacia
el Ladrón compasivo, y le respondió

— En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el Paraíso.

No le promete nada terrestre; ¿de qué le aprovecharía que le desclavasen de


la cruz y se arrastrase unos cuantos años más, llagado y menesteroso, por
los caminos del mundo? No ha pedido, en efecto, como el otro, ser salvado
de la muerte. Se contenta con que le recuerde después de la muerte, cuando
vuelva glorioso. J esús, en vez de la vida temporal y perecedera, le promete la
vida eterna, el Paraíso, y sin tardanza: "hoy mismo".

Ha pecado. Ha quitado a los ricos una parte de su riqueza; tal vez ha robado

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también a los pobres. Pero J esús ha tenido siempre por los pecadores
enfermos de una enfermedad más atroz que las del cuerpo, una compasión
que no ha querido esconder. ¿No ha venido, acaso, para devolver el calor del
establo a la oveja perdida entre las zarzas del campo? Un solo instante de
verdadera contrición le basta. El ruego del Ladrón fue inmediatamente
escuchado.

El Buen Ladrón es el último convertido por J esús en el tiempo de su vida


mortal.

Nada más sabemos de él; solamente su nombre, conservado por un


apócrifo. La Iglesia, fundada en aquellas promesas de Cristo, lo ha recibido
entre sus santos con el nombre de Dimas.

LA OSCURI DAD
####La respiración de J esús se hacía cada vez más trabajosa. De le dilataba
el pecho con afanosa convulsión por aspirar un poco más de aire; la cabeza
le martilleaba, por causa de las heridas; el corazón le latía acelerado,
vehemente, como si quisiera escapársele; la fiebre ardorosa de los
crucificados le quemaba todo el cuerpo, como si la sangre se hubiera
convertido en sus arterias en fuego corriente. Estirado en aquella incómoda
postura; clavado en el madero sin libertad alguna de movimientos;
sostenido por las manos que se le desgarraban si se abandonaba, pero que
cansaban mucho el tronco azotado y maltrecho si, para no gravitar sobre
ellas, se mantenía recto, descansando sobre los clavos de los pies, aquel
cuerpo joven y divino, que tantas veces había sufrido en fuerza de contener
un alma demasiado grande, era ya una hoguera de dolor en que ardían, al
mismo tiempo, todos los dolores del mundo.

La crucifixión era, en verdad, como confesó un gran retórico y verdugo que

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