Está en la página 1de 13

PROLOGUE

La noche apestaba a olor humano.

De pelaje pardo y gris, moteado por las sombras, el warg se detuvo detrás de un árbol y olfateó.
Un soplo de brisa le trajo el olor de los hombres por encima de otros olores más ligeros que
hablaban de zorro y liebre, foca y ciervo, e incluso de lobo. Sin embargo, aquellos eran olores
humanos también, el warg lo sabía, la peste era de pieles viejas, muertas y amargas casi
enterradas bajo la esencia más fuerte de humo y sangre y putrefacción. Sólo los hombres
arrancaban la piel de otras bestias para vestir su pelaje.

A diferencia de los lobos, los wargs no temen al hombre. Con odio y hambre enroscados en su
estómago, el warg emitió un ligero gruñido llamando a su hermano de un solo ojo y a su astuta
hermana pequeña. Sus compañeros de manada le siguieron los pasos en su carrera entre los
árboles. Todos habían percibido el olor. Mientras corrían, él veía a través de los ojos de los
demás y se distinguía a si mismo al frente del grupo. El aliento del grupo brotaba blanco y
caliente de sus fauces grises. El hielo se había formado entre sus zarpas, duro como la piedra,
pero la cacería había comenzado, la presa estaba a su alcance. Carne, pensó el warg, carne.

Un hombre solo era algo endeble. Grande y fuerte, con mirada penetrante, pero de oído escaso y
totalmente sordo al olfato. Ciervos y alces, e incluso las liebres eran más rápidas, osos y jabalís
más fieros en la lucha. Sin embargo, los hombres en grupo eran peligrosos. Mientras se
aproximaban a la presa, el warg escuchó el llanto de un cachorro, la corteza de la nieve recién
caída esa noche quebrándose bajo las patas humanas, el tintineo de las pieles endurecidas y las
largas garras afiladas que portaban los hombres.

Espadas, susurró una voz en su interior, lanzas.

Dientes de hielo colgaban de las desnudas ramas marrones de los árboles. Un-ojo surgió de entre
la maleza esparciendo la nieve a su paso. Sus compañeros de manada le siguieron. Subieron la
colina y bajaron la pendiente al otro lado hasta que el bosque se abrió ante ellos y de pronto los
hombres estaban allí. Uno era hembra. El bulto envuelto en pieles que abrazaba era su cachorro.
Dejadla para el final, susurro la voz, los machos son el peligro. Se gritaban unos a otros como
hacen los hombres, pero el warg podía oler su terror. Uno esgrimía un colmillo de madera tan
alto como él. Lo lanzó, pero su mano temblaba y el colmillo se perdió alto.

Entonces la manada calló sobre ellos.


Su hermano de un ojo derribó al que había lanzado el colmillo y le desgarró la garganta mientras
forcejeaba. Su hermana se deslizó detrás de otro hombre y lo eliminó por la espalda. Eso dejaba
a la hembra y su cachorro para él.

Ella tenía un colmillo también, pequeño, hecho de hueso, pero se le cayó cuando las fauces del
warg se cerraron alrededor su pierna. Mientras caía, la mujer protegía con ambos brazos su
ruidoso cachorro. Debajo de las pieles la hembra era todo pellejo y huesos, excepto sus pechos
que estaban llenos de leche. La carne más dulce era la del cachorro. El warg reservó las partes
más codiciadas para su hermano. La nieve se tiño de rosa y rojo alrededor de los cadáveres
mientras la manada saciaba su hambre.

A muchas ligas de allí, en una chabola de un único habitáculo, hecha de lodo y paja con techo de
ramas y un agujero para el humo y suelo de tierra prensada, Varamyr se estremeció y tosió y se
humedeció los labios. Sus ojos estaban rojos, sus labios agrietados, su garganta seca y árida pero
el sabor de sangre y grasa llenaba su boca, incluso cuando su estomago hinchado protestaba
pidiendo alimento. La carne de un niño, pensó recordando a Bump. Carne humana. ¿Tan bajo
había caído para desear carne humana? Casi podía oír a Haggon gruñirle “Los hombres pueden
comer la carne de las bestias y las bestias comer la carne de los hombres, pero el hombre que
come carne de otro hombre es una abominación”

Abominación. Esa había sido siempre la palabra favorita de Haggon. Abominación,


abominación, abominación. Comer carne humana era una abominación, aparearse como lobo con
otro lobo era una abominación, y apoderarse del cuerpo de otro hombre era la peor abominación
de todas. Haggon era débil, temeroso de su propio poder. Murió sollozando y solo cuando le
arrebaté su segunda vida. Varamyr había devorado su corazón. Me enseño todo y más, y la
última cosa que aprendí de él fue el sabor de la carne humana.

Sin embargo, aquello lo había hecho un lobo. Él, con sus dientes humanos, nunca había comido
la carne de otro hombre. Nunca arrebataría el festín a su manada. Los lobos estaban tan
hambrientos como él, demacrados, ateridos por el frío y hambrientos, y las presas... dos hombres
y una mujer, un bebé en brazos, huyendo de una derrota para encontrar la muerte. Hubieran
muerto pronto en cualquier caso, de frío o de hambre. De este modo fue mejor para ellos. Un
acto de compasión.

“Compasión”, exclamó. Su garganta le dolió pero le reconfortó escuchar una voz humana,
aunque fuera la suya. El aire olía a fango y humedad, el suelo estaba frío y duro, y el fuego
emitía más humo que calor. Se movió tan cerca de las llamas como se atrevió, tosiendo y
tiritando alternativamente, su costado palpitaba en donde la herida se le había abierto. La sangre
había empapado sus pantalones hasta la rodilla y se había secado formando una dura costra
marrón.
Cardo le había avisado de que eso podría ocurrir. “Lo he cosido lo mejor que he podido” dijo
ella, “pero deberías descansar y dejar que se cure o la carne se abrirá de nuevo”.

Cardo había sido la última de sus compañeras, una mujer dura como una raíz vieja, plagada de
verrugas, curtida y arrugada. Los otros les habían abandonado por el camino. Uno a uno se
quedaron atras o continuaron adelante, buscando sus viejas aldeas o Milkwater, o Hardhome o
una muerte solitaria en los bosques. Varamyr no lo sabía ni le importaba. Debí haber poseído a
uno de ellos cuando tuve la oportunidad. Uno de los gemelos, o el hombre grande de la cicatriz
en el rostro, o el joven pelirrojo. Sin embargo, había tenido miedo. Alguno de los otros podría
haberse dado cuenta de lo que estaba ocurriendo. Entonces se hubieran vuelto contra él y le
habrían matado. Las palabras de Haggon le habían acosado y entonces la oportunidad se había
desvanecido.

Después de la batalla miles de ellos se habían abierto camino a través del bosque, hambrientos,
asustados, huyendo de la matanza que cayó sobre ellos en el Muro. Algunos habían hablado de
volver a sus hogares abandonados, otros de organizar un segundo asalto sobre la puerta, pero la
mayoría estaban perdidos, sin noción de a dónde ir o qué hacer. Habían escapado de los Cuervos
de capas-negras y de los caballeros de acero gris, pero enemigos más implacables los acosaban
ahora. Cada día abandonaban más cadáveres en los caminos. Algunos murieron de hambre, otros
de frío, otros de enfermedades. Otros asesinados por quienes habían sido sus hermanos de armas
cuando marcharon al sur con Mance Rayder, el rey más allá del muro.

Mance ha caido, los supervivientes se decían unos a otros con voz desesperada, Mance ha sido
apresado, Mance está muerto. “Harma está muerta y Mance ha sido capturado, el resto ha huido
y nos han abandonado” exclamo Cardo mientras cosía su herida. “Tormund, el Weeper, Six-
Skins (seis-pieles), todos ellos valientes guerreros. ¿Dónde están ahora?”.

Ella no me conoce, comprendió Varamyr, ¿y por qué debería? Sin las bestias no parecía un gran
hombre. Yo era Varamyr Seis-Pieles, quien compartía pan con Mance Rayder. Se había
autoproclamado Varamyr cuando cumplió diez años. Un nombre adecuado para un Lord, un
nombre apropiado para canciones, un nombre poderoso y temible. Sin embargo había huido de
los cuervos como un conejo. El terrible Lord Varamyr se había convertido en un cobarde, pero él
no podía permitir que ella lo supiera, así que le dijo que se llamaba Haggon. Después se preguntó
por qué de entre todos los nombres que podría haber elegido había sido ese el que surgió de sus
labios. Me comí su corazón y bebí su sangre, y todavía me acosa.

Un día, mientras huían, un jinete llegó galopando a través del bosque en un demacrado caballo
blanco, gritando que todos deberían ir a Milkwater, que Weeper estaba reuniendo guerreros para
cruzar el Puente de Cráneos y tomar la Torre de Sombra. Muchos lo siguieron; fueron más los
que no lo hicieron. Más tarde, un guerrero austero, envuelto en pieles y ámbar, fue de hoguera en
hoguera exhortando a todos los supervivientes a dirigirse al norte y tomar refugio en el valle de
los Thenns. ¿Por qué pensaría que iban a estar seguros allí cuando los propios Thenns habían
huído de ese lugar?, Varamyr nunca lo supo, pero cientos de ellos le siguieron. Cientos más se
marcharon con la bruja del bosque que tuvo la visión de una flota de barcos que llevaría a los
hombres libres hacia el sur. “Debemos buscar el mar,” aulló Mother Mole, y sus seguidores se
dirigieron hacia el este.

Varamyr hubiera ido con ellos si se hubiera encontrado con fuerzas. Sin embargo, el mar era
gris, frío y lejano y sabía que no viviría para verlo. Él había muerto diez veces y estaba muriendo
de nuevo, y esta sería su verdadera muerte. Una capa de piel de ardilla, recordó, apuñalado por
una capa de piel de ardilla.

Su dueña ya estaba muerta, su cabeza aplastada convertida en pulpa salpicada de trocitos de


hueso, pero la capa parecía caliente y gruesa. Estaba nevando y Varamyr había perdido sus
propias capas en el Muro. Sus prendas de dormir y sus mantas de lana, sus botas de piel de obeja
y sus guantes de cuero, su reserva de licor y su comida, los mechones de las mujeres con las que
se había acostado, incluso las anillas doradas para los brazos que Mance le había regalado, todo
perdido y abandonado. Ardí y morí y después corrí medio loco de dolor y miedo. Aquel recuerdo
todavía le avergonzaba, pero al menos él no había sido el único. Otros habían huído también,
cientos de ellos, miles. La batalla estaba perdida. Los caballeros habían llegado, invencibles en
su acero, matando a todo aquel que se enfrentara a ellos. Era huir o morir.

Sin embargo, a la muerte no se la engaña tan fácilmente. Cuando Varamyr se acercó a la mujer
muerta en el bosque, se arrodilló para arrancarle la capa y no vió al niño hasta que este se
avalanzó sobre él desde su escondite y le hundió el cuchillo de hueso en su costado y le arrebató
la capa de entre los dedos. “Su madre,” le dijo Cardo más tarde, cuando el niño ya había huído,
“era la capa de su madre, y cuando te vio robándola...”

“Ella estaba muerta,” respondió Varamyr, contraído mientras la aguja de hueso le atravesaba la
carne. “Alguien le aplasto la cabeza. Algún cuervo.”

“No fue un cuervo. Fueron hombres de Hornfoot. Yo lo vi.” La aguja tiró del hilo y su costado se
cerró. “Salvajes, ¿y quién queda para controlarlos?” Nadie. Si Mance está muerto, los hombres
libres están condenados. Los Thenns, gigantes y los Hombres de Hornfoot, los moradores de las
cavernas con sus dientes afilados, y los hombres de la orilla oeste con sus carros de hueso...
todos ellos condenados también. Incluso los cuervos. Puede que todavía no lo supieran, pero esos
hijos de puta de capas negras morirían con todos los demás. El enemigo estaba acercándose.

La voz áspera de Haggon resonó en su cabeza. “Morirás una docena de muertes, chico, y te
dolerá cada una de ellas... pero cuando tu verdadera muerte llegue, vivirás de nuevo. Dicen que
la segunda vida es más sencilla y dulce”.
Varamyr SeisPieles pronto averiguaría la verdad sobre eso. Podía saborear su verdadera muerte
en el humo que colgaba agrio en el aire, lo sintió en el calor bajo sus dedos cuando deslizó su
mano bajo la ropa y tocó su herida. Sin embargo había frío en su interior, en lo más profundo de
sus huesos. Esta vez sería el frío lo que le mataría.

Su última muerte había sido por fuego. Ardí. Al principio, en la confusión, pensó que un arquero
del Muro le había atravesado con una flecha en llamas... pero el fuego estaba dentro de él,
consumiendole. Y el dolor....

Varamyr había muerto nueve veces antes. Murió una vez atravesado por una lanza, otra vez
cuando los dientes de un oso desgarraron su garganta y una vez desangrado mientras daba a luz
un cachorro muerto. Murió por primera vez a los seis años, cuando el acha de su padre le
atravesó el cráneo. Ni siquiera eso había sido tan doloroso como el fuego en sus entrañas,
achicharrándolo hasta sus alas, devorándolo. Cuando intentó volar para evitarlo, su pánico
insufló aire a las llamas, avivándolas y haciendo que ardieran aún más intensamente. Un instante
antes había estado volando sobre el muro, sus ojos de águila repasando los movimientos de los
hombres abajo. De pronto las llamas habían convertido su corazón en cenizas y habían enviado
su espíritu gritando de vuelta a su verdadera piel y durante un breve momento se había vuelto
loco. El mero recuerdo era suficiente para estremecerle.

En ese momento se percató de que el fuego se había apagado.

Solo quedaba una maraña gris y negra de madera quemada, con algunas brasas brillando entre las
cenizas. Todavía sale humo, solamente necesita madera. Apretando los dientes por el dolor,
Varamyr se arrastró hasta la pila de ramas que Cardo había recogido antes de marcharse a cazar
y arrojó algunos palos a las cenizas. “Prende”, graznó, “Arde”. Soplo a las brasas y articulo una
plegaria impronunciable hacia los dioses de la madera y la colina y el prado.

Los dioses no respondieron. Momentos después, el humo se extinguió. La pequeña cabaña


comenzó a enfriarse. Varamyr no tenía, yesca, ni pedernal, ni astillas secas. Nunca conseguiría
volver a encender el fuego, no el solo. “Cardo”, llamó con voz áspera y cortada por el dolor.
“Cardo!”.

La barbilla de Cardo tenía un holluelo y su nariz era plana, y tenía una verruga en la mejilla en la
que crecían cuatro pelos oscuros. Una cara fea, y dura, sin embargo hubiera dado cualquier cosa
por verla aparecer en la puerta de la cabaña. Debería haberla tomado antes de que se marchara.
¿Cuánto tiempo llevaba ausente?, ¿dos días?, ¿tres?. Varamyr no estaba seguro. El interior de la
cabaña estaba oscuro, y había estado entrando y saliendo del sueño sin saber si afuera era de día
o de noche. “Espera”, dijo ella, “volveré con comida”. Así que como un idiota esperó, soñando
con Haggon y Bump y todas las equivocaciones que había cometido en su larga vida, pero
habían pasado días y noches y Cardo no había regresado. Ella no va a volver.
Varamyr se preguntaba si acaso él mismo ya se había rendido. ¿Sabía ella lo que estaba
pensando o lo habría murmurado en sus sueños febriles?

Abominación, escuchó decir a Haggon. Era casi como si estuviera aquí en esta misma habitación.
-Ella es solo una mujer fea- se dijo Varamyr. -Yo soy un gran hombre. Yo soy Varamyr, el warg,
el cambiapieles, no es correcto que ella viva y yo muera.- Nadie contestó. No había nadie allí.
Cardo se había ido. Le había abandonado, como todos los demás.

Su propia madre le había abandonado también. Ella lloró por Bump, pero nunca lloró por mi. La
mañana que su padre la arrancó de la cama para entregarlo a Haggon, ella ni siquiera le miró. El
gritó y pataleó mientras era arrastrado hacia el bosque, hasta que su padre le golpeó y le ordeno
estar en silencio. -Tú debes estar con los de tu especie- fue todo lo que le dijo cuando lo arrojó a
los pies de Haggon.

No se equivocaba, Varamyr pensó, temblando. Haggon me enseño todo y más. Me enseño como
cazar y pescar, como descuartizar un cadaver y ensartar un pez, como encontrar el camino en
los bosques. Y me enseño el camino del warg y los secretos del cambiapieles, aunque mi don era
incluso más poderoso que el suyo.

Años más tarde había intentado encontrar a sus padres, para decirles que su pequeño Lump se
había convertido en el gran Varamyr SeisPieles, pero ambos estaban muertos y calcinados.
Esparcidos entre los árboles y los arroyos, entre las rocas y la tierra. Convertidos en polvo y
cenizas. Eso fue lo que la bruja de los bosques le dijo a su madre el día que Bump murió. Lump
no quería ser un montón de tierra. El pequeño Lump había soñado que un día los bardos
cantarían sus aventuras y todas chicas bonitas querrían besarle. Cuando crezca me convertiré en
el Rey más allá del Muro, se había prometido a si mismo. Nunca lo consiguió, pero estuvo cerca
de ello. Varamyr SeisPieles era un nombre temido. Cabalgaba a la batalla sobre la espalda de una
osa blanca de las nieves de trece pies de altura, tenía tres lobos y un gatosombra como
compañeros y se sentaba a la derecha de Mance Rayder. Fue Mance quien me trajo a este lugar.
No le debería haber escuchado. Debería haberme introducido en mi osa y haberle hecho
pedazos.

Antes de Mance, Varamyr SeisPieles había sido un señor menor. Vivía solo en una casa de
musgo y barro y madera que había pertenecido a Haggon, atendido por sus bestias. Una docena
de aldeanos le rendian tributo de pan y sal y sidra, le ofrecían fruta de sus árboles y hortalizas de
sus huertas. La carne la conseguía él mismo. Siempre que desaba alguna mujer enviaba a su
gatosombra a acecharla y cualquier mujer en la que él se fijara lo seguiría dócilmente a su cama.
Algunas venían sollozando, sí, pero venían. Varamyr les entregaba su semilla, tomaba un
mechón de sus cabellos para recordarlas, y las enviaba de vuelta. De vez en cuando, algún
aldeano heroe llegaba lanza en mano para matar a la bestia y salvar a su hermana, o amante o
hija. A esos los mataba, pero nunca hizo daño a las mujeres. A algunas incluso las bendijo con
hijos. Enanos, pequeños, escuchimizados, como Lump, y ninguno con el don.

El miedo lo puso en pie, tambaleante. Sujetándose el costado para contener la sangre que brotaba
de su herida, Varamyr se tambaleó hasta la puerta y apartó la cortina de piel para enfrentarse a
un muro blanco. Nieve. Por eso se había vuelto tan oscuro y tenebroso adentro. La nieve caída
había enterrado la cabaña.

Cuando Varamyr la empujó, la nieve se resquebrajó y se derrumbó, todavía suave y húmeda.


Afuera, la noche era blanca y muerta; finas nubes pálidas bailaban ante la luna plateada, mientras
miles de estrellas obserbaban distantes. Podía ver las formas abultadas de otras cabañas
enterradas bajo la nieve, y más allá la pálida sombra de un arciano cubierto de hielo. Al sur y al
oeste las colinas eran un basto desierto donde nada se movía excepto la nieve arrastrada por el
viento. “Cardo” Varamyr llamó débilmente, preguntándose si se habría ido muy lejos. “Cardo.
Mujer. ¿Dónde estás?”

A lo lejos, aulló un lobo.

Un escalofrío recorrió a Varamyr. Él conocía ese aullido tan bien como Lump había conocido la
voz de su madre. Un-ojo. El mayor de los tres, el más grande, el más fiero. Cazador era más ágil,
más rápido, más joven, Astuta era más sigilosa, pero ambos temían a Un-ojo. El viejo lobo era
audaz, implacable, salvaje.

Varamyr había perdido el control sobre sus otras bestias durante su agonía en la muerte del
águila. Su gatosombra huyó hacia los bosques, mientras su osa se revolvía contra quienes estaban
a su alrededor, destrozando a cuatro hombres antes de caer atravesada por una lanza. Hubiera
matado a Varamyr si hubiera estado a su alcance. La osa le odiaba, se enfurecía cada vez que él
se introducía en su piel o trepaba a su espalda

Sin embargo sus lobos….

Mis hermanos. Mi manada. Había dormido con ellos muchas frías noches, sus cuerpos peludos
apilados a su alrededor para mantenerle caliente. Cuando muera se alimentarán de mi carne y
dejarán sólo mis huesos para recibir el deshielo de primavera. Ese pensamiento le reconfortó.
Sus lobos a menudo habían cazado para él, parecía justo que él los alimentara finalmente. Podría
incluso comenzar su segunda vida, desgarrando la caliente carne muerta de su propio cadáver.

Los perros eran las bestias más fáciles de controlar; vivían tan cerca de los hombres que eran casi
humanos. Introducirse en la piel de un perro era como ponerse una bota vieja, su cuero estaba
suavizado por el uso. Como una bota, preparada para aceptar un pie, los perros están preparados
para aceptar un collar, incluso un collar invisible para los ojos del hombre. Los lobos eran más
difíciles. Un hombre puede tener amistad con un lobo, incluso dominar a un lobo, pero nunca
podrá domesticarlo completamente. “Los lobos y las mujeres se casan de por vida,” le decía
Haggon a menudo. “Si tomas uno, es como un matrimonio. El lobo será parte de ti a partir de ese
día, y tú serás parte de él para siempre. Ambos cambiaréis.”

A otras bestias es mejor ignorarlas, le dijo el cazador. Los felinos son vanidosos y crueles,
siempre dispuestos a traicionarte. Los alces y los ciervos son presas, lleva sus pieles demasiado
tiempo, y hasta el hombre más valiente se convertirá en un cobarde. Osos, jabalís, tejones,
comadrejas…. Haggon nunca los consideró dignos. -Hay pieles que nunca deberías llevar, chico.
No te gustaría en lo que te convertirías.- Los pájaros son los peores, recordó. -Los hombres no
deben dejar la tierra. Si pasas demasiado tiempo en los cielos, nunca querrás volver al suelo.
Conozco cambiapieles que han probado halcones, búhos, cuervos. Incluso en su propio cuerpo se
quedan absortos con la mirada perdida en el maldito cielo azul.

Sin embargo, no todos los cambiapieles pensaban igual. En una ocasión, cuando Lump tenía diez
años, Haggon le llevó a una reunión. Los wargs eran los más numerosos del grupo, los hemanos-
lobo, pero el niño descubrió que había otros más extraños y fascinantes. Borroq se parecía tanto a
su jabalí que todo solo le faltaban los colmillos, Orell tenía a su águila, Briar un gatosombra (en
el momento en que lo vio, Lump decidió que él también tendría uno), la mujer cabra Grisella...

Sin embargo, ninguno de ellos llegó a ser tan poderoso como Varamyr SeisPieles, ni siquiera
Haggon, alto y austero, con manos duras como la piedra. El cazador murió suplicando a Varamyr
después de que este le arrebatara a PielGris, expulsándole y reclamando la bestia para él. No
habrá segunda vida para ti, viejo. Varamyr TresPieles, se llamaba a si mismo en aquellos
tiempos. PielGris se convirtió en su cuarta piel, aunque el viejo lobo, débil y casi sin dientes
pronto siguió a Haggon a la muerte.

Varamyr podía poseer casi a cualquier bestia que deseara, someterla a su voluntad, hacer suya su
carne. Perro, lobo, jabalí o tejón….

Cardo, pensó.

Hagoogn lo llamaría abominación, el pecado más negro de todos, pero Haggon estaba muerto,
devorado y reducido a cenizas. Mance lo hubiera maldecido también, pero Mance estaba muerto
o capturado. Nadie lo sabrá nunca. Seré Cardo la esposa de la lanza, y Varamyr SeisPieles
estará muerto. Su don moriría con su cuerpo, supuso. Perdería a sus lobos y viviría el resto de
sus días como una débil mujer con verrugas… pero viviría. Si ella vuelve. Y si tengo fuerzas
suficientes para poseerla.

Una oleada de mareo barrió a Varamyr. Se encontró sobre sus rodillas, con las manos enterradas
en la nieve. Agarró un puñado y llenó su boca con ella restregándola contra su barba y sus
dientes rotos, mientras la engullía. El agua estaba tan fría que apenas podría tragarla y de nuevo
fue consciente de que estaba ardiendo de fiebre.

La nieve derretida solo consiguió aumentar su hambre. Era comida lo que su estómago
reclamaba, no agua. Había dejado de nevar, pero el viento era más fuerte llenando el aíre de
cristales que azotaban su cara mientras se arrastraba, con la herida de su costado abriéndose y
cerrándose de nuevo. De su aliento brotaban jirones blancos de vaho. Cuando llegó al arciano,
encontró una rama caída lo suficientemente larga para usarla como muleta. Apoyándose
pesadamente sobre ella, se dirigió hacia la cabaña más próxima. Quizás los aldeanos hubieran
olvidado algo cuando huyeron… un saco de manzanas, algo de carne seca, cualquier cosa que
pudiera mantenerle vivo hasta que Cardo regresara.

Casi había llegado cuando la muleta se partió bajo su peso y sus piernas cedieron bajo él.

Cuanto tiempo permaneció allí tirado con su sangre tiñendo la nieve, Varamyr no lo sabía. La
nieve me enterrará. Sería una muerte dulce. Dicen que al final sientes calor, calor y sueño. Sería
agradable sentir calor de nuevo, aunque le daba pena pensar que nunca vería las tierras verdes,
las tierras cálidas más allá del Muro sobre las que Mance solía cantar. “El mundo más allá del
Muro no es para los nuestros” Haggon decía a menudo. “Los hombres libres temen a los
cambiapieles, pero también nos respetan. Al sur del Muro, los vasallos/arrodillados nos cazan y
nos despedazan como a los cerdos”.

Me advertiste, pensó Varamyr, sin embargo fuiste tú quien me enseño Guardiaoriente. Él todavía
no habría cumplido los diez años. Haggon cambió una docena de cuerdas de ámbar y un trineo
repleto de pellejos por seis odres de vino, un bloque de sal y una tetera de cobre. Guardiaoriente
era mejor para comerciar que el Castillo Negro; allí era donde llegaban los barcos, cargados con
mercancía procedente de las míticas tierras más allá del mar. Los cuervos conocían a Haggon
como cazador y amigo de la Guardia de la Noche, y recibían con agrado las noticias que traía de
vida más allá de su Muro. Algunos incluso sabían que era un cambiapieles, pero nunca hablaban
de eso. Fue allí, en Guardaoriente, junto al mar, que el niño que una vez fue, comenzó a soñar
con las cálidas tierras del sur.

Varamyr sentía los copos de nieve derretirse en sus cejas. Esto no es tan malo como arder. Me
dormiré para no despertar, que comience mi segunda vida. Sus lobos estaban cerca. Los podía
sentir. Dejaría su débil carne atrás, se convertiría en uno de ellos, cazando por las noches y
aullando a la luna. El warg se convertiría en un verdadero lobo. ¿Pero en cuál?

No en Astuta. Haggon lo hubiera llamado abominación, pero Varamyr a menudo se deslizaba en


su piel mientras ella era montada por Un-ojo. No quería pasar su nueva vida como una perra, a
menos que no tuviera otra elección. Cazador se adaptaría mejor, el macho joven… aunque Un-
ojo era más grande y fiero, y era Un-ojo el que montaba a Astuta cada vez que estaba en celo.
“Dicen que lo acabas olvidando”, Haggon le explicó, unas semanas antes de su muerte.

“Cuando la carne del hombre muere, su espíritu vive dentro de la bestia, pero cada día que pasa
su memoria se va desvaneciendo y la bestia es menos warg y más lobo, hasta que no queda nada
del hombre y sólo la bestia permanece.”

Varamyr sabía que aquello era cierto. Cuando reclamó el águila que había sido de Orell, pudo
sentir al cambiapieles revelarse dentro de ella ante su presencia. Orell había sido asesinado por el
cambia-capas Jon Nieve y el odio hacia su asesino era tan fuerte que Varamyr se encontró
odiando al chico también.

En cuanto vio al gran huargo blanco cazando en silencio a su lado entendió lo que era Nieve. Un
cambiapieles siempre puede percibir a otro. Mance me debería haber permitido poseer a ese
huargo. Hubiera sido una segunda vida digna de un rey. Lo hubiera podido someter, no tenía
ninguna duda. El don era poderoso en Nieve, pero su juventud era inexperta, todavía luchaba
contra su naturaleza en lugar de aprovecharla en su esplendor.

Varamyr podía ver los rojos ojos del arciano observándole desde el tronco blanco. Los dioses me
están examinando. Le recorrió un escalofrío. Había hecho cosas terribles. Había robado, matado,
violado. Se había alimentado de carne humana y bebido la sangre de hombres agonizantes
mientras manaba de sus gargantas destrozadas. Había cazado enemigos en los bosques, cayendo
sobre ellos mientras dormían, desgarrando sus entrañas y esparciéndolas por el suelo embarrado.
Qué dulce sabía su carne. -Eso lo hizo la bestia, no yo- dijo en un áspero susurro. -Ese fue el don
que me entregasteis.

Los dioses no respondieron. Su aliento colgaba pálido y brumoso en el aire. Podía sentir el hielo
formándose en su barba. Varamyr SeisPieles cerró los ojos.

Soñó un viejo sueño de una cabaña junto al mar, tres perros gimoteando, el llanto de una mujer.
Bump. Llora por Bump, pero nunca lloró por mi.

Lump había nacido un mes antes de la fecha prevista, y enfermaba tan a menudo que nadie
esperaba que sobreviviera. Su madre esperó hasta que cumplió los cuatro años para ponerle un
nombre, y para entonces ya era demasiado tarde. El pueblo entero se había acostumbrado a
llamarle Lump, el nombre que su hermana Meha le había dado cuando todavía estaba en el
vientre de su madre. Meha también le había puesto el nombre a Bump, pero el hermano pequeño
de Lump nació en la fecha correcta, grande y rosado y robusto, mamando ansiosamente de los
pechos de su madre. Ella iba a llamarle como su Padre. Sin embargo Bump murió. Murió
cuando tenía dos años y yo tenía seis, dos días antes del día del nombre.
-Vuestro pequeñín está ahora con los dioses- dijo la bruja del bosque a su madre, mientras esta
lloraba. -Ya nunca sufrirá ningún daño, ni pasará hambre, ni llorará. Los dioses lo han enviado a
la tierra, a los árboles. Los dioses están a nuestro alrededor, en las rocas y los arroyos, en los
pájaros y en las bestias. Vuestro niño Bump se ha ido para unirse a ellos. A partir de ahora
formará parte del mundo y de todas las cosas que hay en él.

Las palabras de la vieja mujer atravesaron a Lump como un cuchillo. Bump puede verme. Me
está observando. Lo sabe. Lump no podría esconderse de él, no podría refugiarse bajo la falda de
su madre o escapar con los perros para evitar la furia de su padre. Los perros. Loptail, Sniff,
Growler. Eran buenos perros. Eran mis amigos.

Cuando su padre encontró a los perros husmeando alrededor del cadaver de Bump, no pudo saber
cuál de ellos lo había hecho, así que dirigió su hacha contra los tres. Sus manos temblaban tanto
que necesitó dos golpes para silenciar a Sniff y cuatro para derribar a Growler. El olor de la
sangre quedo prendido en el aire y los lamentos de los perros moribundos fueron terribles, a
pesar de ello Loptail obedeció cuando Padre le llamó. Él era el mayor de los tres perros, y su
adiestramiento fue superior a su miedo. Cuando Lump se introdujo en su piel ya era demasiado
tarde.

No, Padre, por favor, trató de decir, pero los perros no pueden hablar el lenguaje de los hombres,
y todo lo que emitió fue un gemido lastimero. El hacha partió en dos el cráneo del viejo perro y
dentro de la cabaña el niño dejó escapar un grito. Así fue como lo averiguaron. Dos días después,
su padre lo arrastro a los bosques. Llevaba su hacha, y Lump pensó que planeaba matarlo igual
que había hecho con los perros. Sin embargo, en lugar de eso, lo entregó a Haggon.

Varamyr despertó bruscamente, entre violentas convulsiones. -Levántate, gritaba una voz,
-levanta, tenemos que irnos. Hay cientos de ellos.- La nieve le había cubierto con un fino manto
blanco. Tanto frío. Cuando intentó moverse, descubrió que su mano se había quedado congelada
pegada al suelo. Se le desgarró la piel cuando consiguió liberarla. -Levanta- gritó ella de nuevo,
-ya vienen.

Cardo había vuelto a por él. Le sujetaba por los hombros y le estaba sacudiendo, gritándole en la
cara. Varamyr podía oler su aliento y sentir su calor en sus mejillas heladas. Ahora, pensó, hazlo
ahora o muere.

Reunió todas las fuerzas que le quedaban, se impulsó fuera de su propia piel y se introdujo en
ella.

Cardo arqueó la espalda y gritó.


Abominación. ¿Lo había dicho ella o había sido él o Haggon? Nunca lo supo. Su vieja carne cayó
a la nieve cuando los dedos de ella la soltaron. La mujer se retorció violentamente, chillando. Su
gatosombra solía resistirse salvajemente y su osa de las nieves se había vuelto medio loca
durante un tiempo, derribando árboles y rocas, y lanzando zarpazos al aire, pero esto era peor.
-Sal, sal!- escuchó como gritaba su boca. Su cuerpo se tambaleó, cayó y volvió a levantarse, sus
manos se agitaron, sus piernas se sacudieron en todas direcciones como en una danza grotesca
mientras su espíritu y el de ella luchaban por la carne. Ella aspiró una bocanada del gélido aíre, y
Varamyr pudo disfrutar durante un latido de lo maravilloso de su sabor y la fuerza de su cuerpo
joven, hasta que sus dientes se cerraron con fuerza y su boca se llenó de sangre. Cardo alzó sus
manos hacia su cara. Él intento detenerlas, pero no obedecieron, y se clavaron en sus ojos.
Abominación, recordó ahogándose en dolor y sangre y locura. Cuando intentó gritar, ella escupió
la lengua.

El mundo blanco giró y se derrumbó. Por un instante fue como si estuviera dentro del arciano,
observando a través de sus profundos ojos rojos a un moribundo que convulsionaba débilmente
en el suelo mientras una mujer demente bailaba ciega y ensangrentada bajo la luna, llorando
lágrimas rojas y arrancándose las ropas. De pronto ambos desaparecieron y se sintió elevándose,
derritiéndose, su espíritu volando en el aire frío. Estaba en la nieve y en las nubes, era un
gorrión, una ardilla, un roble. Una lechuza espinosa voló silenciosamente entre los árboles,
cazando una liebre; Varamyr estaba dentro de la lechuza, dentro de la liebre, dentro de los
árboles. Bajo el suelo helado, en las profundidades, los gusanos escarbaban ciegos en la
oscuridad, también estaba dentro de ellos. Soy el bosque y todo lo que hay en él, pensó,
exultante. Un centenar de cuervos alzaron el vuelo, graznando a su paso. Un gran alce emitió un
berrido, asustando a la cría que lo seguía. Un huargo que dormía alzó su cabeza para gruñir al
aire vacío. Antes de que sus corazones volvieran a latir, el se había marchado buscando el suyo,
Un-ojo, Astuta y Cazador, su manada. Sus lobos lo salvarían, se dijo.

Ese fue su último pensamiento como hombre.

Su verdadera muerte llegó súbitamente; sintió un golpe de frío, como si le hubieran arrojado en
las heladas aguas de un lago congelado. Después se encontró corriendo sobre las nieves
iluminadas por la luna con sus compañeros de manada tras él. La mitad del mundo en tinieblas.
Un-ojo, comprendió. Auyó, y Astuta y Cazador le imitaron.

Cuando alcanzaron la cima de la colina los lobos se detuvieron. Cardo, recordó, una parte de él
se entristeció por lo que había perdido y otra parte por lo que había hecho. Más abajo, el mundo
se había congelado. Dedos de hielo trepaban reptando por el arciano, intentando unirse. El
poblado antes vacío ya no estaba desierto. Sombras de ojos azules caminaban entre los montones
de nieve. Algunos vestían de marrón, otros de negro y otros estaban desnudos, su carne era
blanca como la nieve. El viento soplaba entre las colinas, cargado de sus aromas: carne muerta,
sangre seca, pieles que apestan a mugre, putrefacción y orina. Astuta emitió un gruñido y mostró
sus dientes, su pelaje erizado. Ni hombres. Ni presas. Ni nada.

Los seres de abajo se movían pero no estaban vivos. Uno a uno, alzaron sus cabezas hacia los
tres lobos de la colina. El último en mirar fue el cuerpo que había sido Cardo. Vestía lana, pieles
y cuero cubiertos por una capa de escarcha que crujió cuando se movió y brilló a la luz de la
luna. Carámbanos rosa pálido colgaban de sus dedos, diez largos cuchillos de sangre congelada.
Y en los huecos donde habían estado sus ojos brillaba una pálida luz azul, otorgando a sus
vulgares rasgos una belleza misteriosa que nunca tuvieron en vida.

Puede verme.

También podría gustarte