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El último acto de un hombre, no es su biografía. Es tan solo su último acto.

Sea la muerte
benigna, el accidente fatal o el suicidio, ese momento final cierra una vida pero no extingue el
balance.

Su entorno político pretende dar grandeza y dignidad a una vida (y a un final) que no tuvieron
esas virtudes. Los peruanos que tuvimos que padecerlo durante cuarenta años, sabemos el
daño inmenso que Alan García Pérez causó al país.

En 1985, la inmensa mayoría de peruanos le concedieron manejar sus destinos porque ofreció
lo que tanto se necesitaba: estabilidad económica y paz. La respuesta de García a esa confianza
fue generar una hiperinflación descomunal de 7,600% y permitir el avance del sanguinario
terrorismo de Sendero Luminoso a cuyas huestes demenciales elogiaba por “su mística”. Hubo
pobreza y muerte. No pensó en los humildes que día a día con su esfuerzo sostienen este país.
Pero sí se ocupó de sí mismo: se marchó del gobierno con ilícita riqueza. Dijo que no iría a París
y a París marchó.

Volvió a tener la ocasión de gobernar el 2006. Entiéndase que gobernar es decidir sobre el
destino de seres humanos. Y en lugar del bienestar colectivo desaprovechó su segunda
oportunidad incurriendo en grotesca corrupción. Dijo yo no me corro y se estableció en
Madrid.

En suma, en dos gobiernos suyos este país no prosperó. Pero, en dos gobiernos suyos, Alan
García supo prosperar con dineros ilícitos.

El suicidio de García, aunque sea áspero decirlo, no es un gesto digno ni un acto de valentía. Es
un acto de megalomanía. Es el final de un personaje que habitó una soberbia descomunal y
decidió ser, él, su propio y único tribunal sentenciándose a una muerte violenta. En alguna
línea de Emil Cioran se lee que la soberbia de un suicida se resume en esta frase: “Está en mi
mano el que todo acabe”. No hay dios celestial ni tribunal terrenal frente al cual admita rendir
cuentas. Y nadie puede negar que Alan García tenía ese tipo de personalidad.

¿Cuál es el legado personal que deja García? Algunas frases infelices como “Demuéstrenlo
imbéciles”, un entorno sin méritos ni capacidades que se enriqueció notoriamente, el
hundimiento de un partido que fue histórico y una historia vinculada siempre a la corrupción.
En la mañana de su muerte, los medios internacionales señalaban que tenía el rechazo del 80%
de peruanos. Cuando un hombre congrega tanto rechazo, tanta crítica, tanta identificación con
la mentira y la ilegalidad, no necesita el dictamen de un tribunal. El disparo que él activó ha
sido su íntima y, a la vez, pública sentencia.
El balance de los daños que García causó al país, en lo material y en lo moral, es inmenso.
Causó pobreza e implantó malas artes en la vida nacional. Cada familia peruana tiene el
resumen propio de lo que le tocó vivir en sus gobiernos. Después, los periodistas y los
historiadores harán lo suyo: algunos serán equilibrados y otros dirán lo que les interese decir.

El gran sector de peruanos a quienes les encanta convertir a todo difunto en un hombre bueno
y noble, ese sector que construye (falsos) altares paganos para los muertos notables, debería
entender que la muerte de García es la huida que él eligió transitar y ese episodio fue una
decisión personal, no un drama. El drama real es que Alan García Pérez haya gobernado este
pobre país en dos ocasiones.

Tal vez su epitafio requiera de esta sentencia de Oscar Wilde: “Somos nuestro propio demonio
y hacemos de este mundo nuestro propio infierno”.

Ojalá exista, para el Perú, un futuro, el futuro que perdimos con él.

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