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Olga Giagnoni

Chile
tiene historia
Relatos de hoy sobre el ayer
Chile tiene historia
Relatos de hoy sobre el ayer
Olga Giagnoni

Chile tiene historia

Relatos de hoy sobre ayer


983 Giagnoni, Olga
G Chile tiene historia: relatos de hoy sobre el
ayer / Olga Giagnoni. – – Santiago : RIL edito-
res, 2016.

100 p. ; 23 cm.
ISBN: 978-956-01-0278-2

  1 chile-historia.

Chile tiene historia.


Relatos de hoy sobre el ayer
Primera edición: junio de 2016

© Olga Giagnoni, 2016


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Nº 259.810

© RIL® editores, 2016

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Impreso en Chile • Printed in Chile

ISBN 978-956-01-0278-2

Derechos reservados.
Índice

I Parte
Los aborígenes de mi tierra

Viajando al más allá


Los atacameños...................................................................... 11

Mirando El Plomo
Los picunches......................................................................... 21

Conociendo la leyenda de Racloma


Los huilliches......................................................................... 25

Dialogando con mi ángel


1. La hazaña de Magallanes................................................... 33
2. Los pueblos canoeros (kewéscar y yaganes)........................ 40
3. Los nómadas terrestres (selk’nam)...................................... 52

II Parte
La Colonia y mis alas

La Colonia y mis alas......................................................... 61


Para los que aman el territorio y la historia de Chile
y aprecian el desenfado o la intimidad del cuento.
He unido en este libro
el rigor de la ciencia y la libertad del relato.

Agradecimientos

A los que escucharon o leyeron estos escritos,


por sus sugerencias y estímulos.
A los que se enfrentaron con mi laberinto de páginas,
por ayudarme a su orden y ajuste.
I Parte

Los aborígenes de mi tierra


Viajando al más allá

Los atacameños

Llegué hoy a esta región árida, calurosa y fría de mi patria, a


uno de los desiertos más inhóspitos del mundo, que en las cerca-
nías del trópico de Capricornio vigila atento el volcán Licancabur.
Cientos de turistas recorren las calles ocres y blancas de San
Pedro de Atacama. Entran a la iglesia, se persignan, contemplan
los santos policromados y salen por los tres pórticos del gran
muro de adobe que cerca al templo. En la plaza miran extasiados
los rosados frutos de los pimientos, luego corren hacia el Museo
Arqueológico del padre Le Paige y observan intrigados los ha-
llazgos del jesuita, sin saber aún la historia de crisol humano de
esta tierra. Los veo también en el cementerio de piso desolado
que, con sus coronas de flores de papel, testimonia la escasez de
agua, la ausencia de flores frescas, la presencia demoledora y dura
del desierto. Pasado el mediodía se dispersan en los restoranes y
hostales del lugar. Beben, comen y planifican sus andanzas más
allá del poblado, al valle de la Luna, a los géiseres del Tatio, a las
termas de Puritama o hacia los verdes oasis y albos salares que
interrumpen los colores dramáticos de la pampa, de la puna.
Yo no he venido a turistear, pretendo saber algo más sobre los
indios atacameños, ellos, los licanantay como se dice en kunza,
su idioma perdido, fueron los primeros habitantes de la región,
antes que el Imperio inca, con su implacable y astuto dominio,
les arrancara la pureza de su etnia. Busco a sus descendientes,
los famosos yatiris, curanderos como los machis araucanos, pero
entre los cuales, según dicen, algunos tienen poderes especiales
y son capaces de trasladarte al pasado más remoto. A través de
su mediación, uno puede comunicarse con sus antepasados, los

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Olga Giagnoni

chaviris, abuelos o gentiles, así los nombran, que permanecen


como fantasmas vagando por la pampa para no olvidar su pasado
trashumante, o flotando en sus escasas tierras cultivadas donde
crece la quinua, la papa, los tunales, las calabazas…
Conocedora de estas leyendas, comienzo a recorrer los lugares
aledaños, indagando entre los nativos por esos particulares yati-
ris, tan difíciles de encontrar. Nadie sabe nada, algunos sonríen,
otros bajan los ojos con cierto temor. Voy de oasis en oasis, para
qué les cuento tanta peregrinación, inquietud y cansancio hasta
contactar, en Larache, a una joven atacameña, quien, a lo mejor
para conformarme, me dice estas palabras:
—Siga buscándolos allá en los aillus1 de más al sur, ellos no
son unos médicos cualquiera, ellos han recibido su poder del señor.
Sigo así, rastreando, preguntando y preguntando. Entonces,
por fin, en el aillu de Solor alguien me confía en voz baja, con
cierta prevención, mirando hacia todos lados, el secreto que tanto
he buscado.
—Existe un antiguo matrimonio con dones especiales, que
transfiere sus poderes usando alucinógenos, más que sanadores
son antiguos chamanes. Sin embargo, es posible que no la reciban,
ya no curan a los enfermos ni practican sus rituales. Viven en los
límites del poblado, hacia la puna. Pruebe suerte, por ese sendero
llegará a su casa.
Con harto miedo, pero empeñada en develar el pasado del
pueblo atacameño, me dirijo hacia la casa donde habitan. La diviso
desde lejos, atiborrada de yerbas que brotan en tiestos de gredas,
en bacinicas desechadas, o se esparcen en sinuosas hileras en un
mínimo huerto, mientras retorcidos tamarugos y algarrobos dan
tenue sombra al umbral.
Está la puerta abierta, llamo con voz tímida, entro con cau-
tela, la mujer que me responde tiene unos setenta años y prepara
comida en un fogón. Su primera mirada oscura es de desdeño, de

1
Localidades de indígenas atacameños.

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I Parte. Los aborígenes de mi tierra

asombro. Entonces cobijando el susto, la saludo con amabilidad


extrema.
—Buenas tardes, señora, me ha costado mucho llegar acá, no
es mi intención molestarla, pero necesito ayuda. Yo sé que usted y
su marido me la pueden dar. A propósito, ¿él está en casa?
—Buenas tardes, no sé cómo pudo llegar hasta aquí. Mi
marido José anda con las llamas, allá, en unos pastos cercanos,
pronto va a volver. ¿Usted está enferma?
—Felizmente estoy sana, pero me gustaría contarles, a los dos
juntos, a qué he venido.
De repente, se torna más amigable y al verme tan fatigada
me ofrece asiento, agua y pan amasado. Cuando ni siquiera
había descansado lo suficiente, regresa don José. Se sorprende,
algo molesto, de mi inesperada visita, pero cuando su esposa le
comunica que no estoy enferma, sino que necesito ayuda de los
dos, su rostro se suaviza, se sienta frente a mí, convida a su esposa
y me ordena con voz áspera.
—¡Hable, nomás!
—Creo que solo ustedes podrían ayudarme en mi deseo,
porque según me han contado, tienen grandes poderes. He oído
mucho hablar de los primeros habitantes de estas tierras, de los
licanantay antes del dominio de los incas. Yo quiero hacer un viaje
hacia el más allá, comunicarme con sus antepasados, los chaviris,
saber cómo viven, qué piensan y hablan, qué sienten.
—¡A lo mejor podemos ayudarla, aunque debe someterse
a un largo ritual! Es cierto que tenemos esos poderes, ellos nos
fueron dados un verano, cuando éramos jóvenes y estábamos en
las vegas cordilleranas. Ese día, al atardecer, de repente se nubló
el cielo, retumbaron truenos en las alturas y un rayo quemante
cayó en nuestros cuerpos, botándonos al suelo. Cuando desper-
tamos nos sentimos diferentes, ya no éramos los mismos, aunque
no entendimos lo ocurrido. Con el tiempo, nos dimos cuenta que
teníamos poderes nunca vistos, dados por el Señor.
Entonces empezó a hablar doña Rosa.

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Olga Giagnoni

—Trataremos de servirla, haremos lo posible, pero no es


fácil comunicarse con nuestros antepasados, ellos desean estar
tranquilos, solo en relación profunda con la naturaleza. Usted
está cansada, en una rato más debería acostarse de espaldas en el
desierto, con la cabeza hacia el norte y los brazos extendidos, así
podrá recuperar energías para lo que debe venir.
—Rosa, haremos juntos un rito para lograr la petición de esta
dama! —ordenó don José—. Usted preparará los brebajes, yo le
ayudaré a recoger las hierbas al amanecer. Después iré a buscar
esas que usted sabe, sin ellas nada puede resultar.
Enmudecida de tanto trámite, no hallaba la hora de tender-
me en la tierra salobre del desierto. Cuando me acosté, como me
habían dicho, ya oscurecía y las estrellas comenzaron a aparecer,
una a una, en el cielo límpido de la pampa. Me quedé mirándolas,
identifiqué las más brillantes, Sirio, Canopus, hasta que se dibuja-
ron las constelaciones. Entonces, se fue disipando mi cansancio,
entrando a mi alma la serenidad del entorno.
—¡Ya, entre a casa! —mandó de repente el viejo yatiri—. Las
noches son muy frías en este desierto, acuéstese en este catre y
duerma.
Me taparon con una frazada de lana, pero sentí tanto vigor
que dije:
—Ya no tengo sueño, me siento fuerte.
—Espere, no converse, tómese esta infusión y en un instante
se quedará dormida. ¡Cuente hasta diez!
No alcancé a contar la decena cuando me sumí en un sueño
profundo.
Desperté temprano, ellos ya habían ido a recoger las hierbas
y preparaban en el mesón sus mixturas mágicas. Con los ojos
entreabiertos, vi que las machacaban en grandes morteros de
piedra y las hervían, por mucho tiempo, en un recipiente de greda.
Más tarde, encendieron velas y arrodillándose entonaron cortos
cánticos en lengua extraña. Por último, comenzaron a preparar un

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I Parte. Los aborígenes de mi tierra

sahumerio con hierbas, madera del monte y «basura del viento»2,


balbuceando oraciones imposibles de entender.
Entonces Rosa me vino a buscar, traía una túnica blanca de
lana delgada, una orla de lanas coloridas para mi frente y una
faja de cordel trenzado para la cintura.
—Póngase estas vestimentas, son indispensables para hablar
con los gentiles, desde ahora deberá ir haciendo todo lo que se le
ordene, no pregunte nada, no piense, déjese llevar.
El ritual comenzó… El aroma fuerte del sahumerio y de las
yerbas hervidas impregnaba el ambiente. Me sentaron frente a
ellos en la mesa. José sacó unas hojas de coca colocadas en un
pañuelo, que leyeron concentrados. Me dieron un vaso grande
de aloja3, sentí un desvanecimiento. Rosa se levantó, me puso la
mano en el corazón, en la cabeza y por último en la espalda. En
seguida fueron a buscar diversas infusiones que me dieron poco
a poco; eran brebajes verdes, marrones y amarillos. Por último,
desde unas tablillas de madera, me hicieron inhalar con una bom-
billa de caña unas hebras de tabaco sumidas en polvo. Entonces,
cayendo como en un letargo, comencé a levitar… quedando atrás
el viejo ceremonial andino, la casa, los chamanes.
Al recobrar la conciencia me encontré sola caminando por la
pampa. Allí reinaba el mayor silencio y la mayor soledad posible,
era un gigantesco y maravilloso escenario para estar con uno
mismo, un espacio propicio para observar, escuchar, aprender.
De improviso, divisé un pequeño y aislado villorrio de apre-
tadas calles y circundado por una gran muralla, decidí entrar.
Comencé a recorrerlo, expectante, entonces vi salir a dos hombres
y cuatro mujeres de una estrecha casa de piedra, con una sola
puerta, una sola ventana y cubierta de un techo plano de vegetales
y barro. Otras moradas parecidas se hacinaban en el lugar. ¡Sí,

2
Basura que se junta en las esquinas y rincones de una casa.
3
Bebida alcohólica preparada con las vainas del algarrobo. Cuando está fresca
es muy suave.

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Olga Giagnoni

estaba allí, eran las antiguas casas de los atacamas, atacameños


o licanantay!
Me acerqué a ellos, eran indios morenos y bajos. Con mi
metro sesenta y tres de estatura era bastante más alta que los va-
rones. Todos vestían túnicas, los hombres llevaban un poncho y
las mujeres un chal. Al acercarme a ellos pude advertir sus ropajes
de lana o de cueros sobados. En sus cabezas, algo deformadas,
portaban gorros ricamente adornados con plumas, trozos de cuero
y pelo humano. Estaban engalanados con anillos, aros, collares,
pulseras y prendedores de cobre, de plata u otras piedras semi-
preciosas, advertí el azul del lapislázuli, la negra brillantez de la
obsidiana y otros adornos de conchas de mar. Sus pies, callosos
y sucios, calzaban sandalias de cuero.
Debía conversar con ellos, era a lo que había venido, pero
antes de pronunciar una sílaba ellos me hablaron primero, lo
hicieron en kunza, su lengua de antaño. Para mi asombro, enten-
dí a la perfección sus palabras, incluso pude responderles en su
mismo idioma. ¡Por fin los había encontrado, eran los chaviris
que deambulaban en el desierto! ¡Mi mundo y el de ellos se había
conectado!
—¿Señores, cuéntenme, de dónde vienen, adónde van?
—Hace poco llegamos de la costa, llevamos a cambalachar
nuestras cosechas: papas, maíz, porotos, calabazas. Las trocamos
por guano de aves para abonar la tierra, pescados, mariscos y
conchas. Ahora iremos a la cordillera; nuestras llamas que cargan
las provisiones están cansadas y hambrientas, deben alimentarse
en los pajonales. Pero usted, tan sola, pase a nuestra casa a comer,
beber y conversar.
Entramos, había una única pieza donde la familia cocinaba,
comía y dormía. Saqué mis cuentas, esos gentiles no habían de-
jado de ser los cultivadores y pastores de la pampa, los grandes
andadores del desierto; practicaban aún el típico trueque con los
indios que habitaban a la orilla del mar. No habían olvidado su

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I Parte. Los aborígenes de mi tierra

pasado trashumante, su vocación de agricultores de oasis y que-


bradas, sus clanes familiares.
Me sirvieron sopa de quinua en su tradicional alfarería an-
tropomorfa, roja y negra, grabada con motivos geométricos. Me
dieron a tomar un cuenco lleno de aloja fresca e intrigados con
mi presencia se dispusieron a escucharme.
Aclaré mi voz carraspeando un poco, me alisé la túnica y
comencé el interrogatorio:
—¿Qué parentesco existe entre ustedes?
—Los hombres somos hermanos, cada uno con su mujer, las
otras señoras son tías lejanas de nuestros hijos —respondió el
más viejo de los viejos.
—¿Y ellos, dónde están?
Las mujeres irrumpieron en llanto…, quise asir mi pregunta,
pero ya estaba dicha. Las voces se alzaron y una historia confusa
salió de boca en boca. Solo después de oírla comprendí a cabalidad
por qué aún peregrinaban por el desierto. Esa etnia primitiva no
permitía el olvido, conservaba intacta la memoria colectiva de
su pueblo.
—¡Fue el Inca Túpac Yupanqui quien emprendió la conquista
de estas tierras, apoderándose de todos nuestros oasis! Los anexó
a su extenso territorio del Tahuantinsuyo, a su gran imperio. Ello
sucedió unos cien años antes de la llegada de los españoles y sus
caballos.
—Eran muy astutos, el Inca primero enviaba a sus espías, algu-
nos eran chasquis, esos jóvenes fuertes, ágiles y veloces corredores,
preparados para cruzar grandes distancias y que se relevaban en
los famosos tambos4, para acelerar las noticias. Ellos avisaban a
sus jefes si su ejército necesitaba más refuerzos, o determinaban
cuándo y cómo debían avanzar hacia las comarcas que serían
sometidas. Gracias a los chasquis el Inca recibía o daba informa-
ciones con la rapidez del viento.

4
Albergues donde descansaban y se alimentaban los chasquis.

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Olga Giagnoni

—¡Es verdad! Así fueron conquistando a diversos pueblos


hasta llegar a nuestras tierras, no sin antes librar duros combates.
—Nosotros teníamos los pucarás, fortalezas de piedra que
protegían nuestros villorrios, el más importante era el de Quitor,
al norte de San Pedro.
—Les pusimos una gran resistencia, sin embargo todo fue en
vano, los espías les avisaron que enviara más hombres; atacaron
entonces con cerca de diez mil… Finalmente nos derrotaron.
Yo los escuchaba atenta y me atreví a decirles:
—Cuenta la historia que el dominio inca fue benigno, que les
enseñaron a los vencidos muchas cosas, como el cultivo en andenes
en las pendientes. ¡Su civilización era más avanzada!
—¡Es que usted no sabe otras cosas! Ellos tenían los famosos
mitimaes…
—¿Mitimaes?
—Sí, los mitimaes eran poblaciones enteras o familias nume-
rosas que trasplantaban hacia los lugares conquistados. Su misión
era difundir la cultura inca, imponiéndonos sus costumbres, su
religión, su poder. A algunos de esos individuos los enviaban
después de un tiempo y por diversos motivos al Cusco, la capital
del imperio. ¡Dos de ellos se llevaron a nuestras hijas, nunca más
las volvimos a ver!
—¡A mi hijo mayor, que tenía dieciocho años y era muy fuerte
lo convirtieron en chasqui, tampoco lo vimos más!
—El resto de nuestra gran familia, que era muy belicosa y no
aceptó su dominio, fue desarraigada de nuestras tierras y forzada
a trasladarse a lugares pacíficos y leales al imperio. Era su cruel
castigo a las actitudes rebeldes. ¡Jamás nos informaron adónde
los llevaron, nunca más supimos de ellos!...
Así me fueron contando muchos otros testimonios entre
sollozos y lamentos. Yo estaba impresionada por tanto dolor,
conmovida por sus tristezas, por el duelo eterno de la familia
desecha y los territorios sometidos. Sin embargo, debía regresar,

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I Parte. Los aborígenes de mi tierra

no sin antes despedirme, agradecerles. Así lo hice, con reverencias,


consuelos y elogios a su hospitalidad.
Me alejé de ellos, agitando mis manos en lo alto, en adioses
postreros. Emprendí mi caminata con un andar pausado, pleno
de reflexiones. A mi corazón fue llegando la calma y también el
contento, después de todo mi deseo se había cumplido, había
vivido algo de sus vidas, de su historia, de sus congojas.
Me adentré en la pampa, era el regreso…, pero pronto, des-
concertada, advertí que la magia que me llevó a los gentiles se
había quebrado, entre los chamanes y yo se ubicaba un abismo,
la comunicación con ellos estaba perdida en la estéril inmensidad.
De mí se apoderó la angustia, la confusión, los llamé a gritos, a la
señora Rosa, a don José, invoqué con fervor a todos los santos,
pero solo el eco del desierto me devolvió la voz.
Pasó el tiempo…, el retorno de aquel viaje fantasma se hizo
imposible. Entonces, arrepentida de mi atrevimiento, olvidé la
osada búsqueda de los yatiris, borré sus rituales, sus brebajes
y sahumerios. Di media vuelta, volví al villorrio y me quedé a
vivir para siempre, entre los quehaceres y las nostalgias, de los
licanantay.

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Mirando El Plomo

Los picunches

Desde mi terraza siempre acostumbro a mirar hacia el oriente,


al gran muro andino, para encontrarme en las tardes con El Plo-
mo, la cumbre más alta visible desde Santiago que, con su aura
mágica, exhibe un glaciar de casco. Los hielos de esa montaña se
encogen en verano y se extienden soberbios después de las lluvias,
iluminándose de rojo, de cobre, de púrpura. Entonces sueño y me
remonto a más de quinientos años atrás… y veo subir por sus
laderas al elegido, a ese indio púber, bello, sin defecto alguno, un
príncipe de este valle. Lo observo, lo siento, llegando a la cima
con sus sandalias de cuero rotas y con los pies llagados.
El centro ceremonial está a 5.400 metros de altura, allí lo
dejarán sus acompañantes, es el ritual de la capacocha, uno de
los más importantes del Imperio inca. Desde antes, al niño le dan
hojas de coca para que soporte el interminable ascenso, también
llevan consigo pequeños objetos de oro y plata, y una bolsa con
sus dientes de leche como testimonio de su vida y ofrenda a Vi-
racocha1. Mi imaginación se desborda contemplando ese monte
sumido en un manto blanco y veo ahora cómo le suministran
brebajes de contenido alcohólico para adormecerlo, pues deberá
morir de sueño y de frío en la soledad de las alturas, mientras su
comitiva descenderá al valle, una vez cumplido el ceremonial de
esa misión insólita.
Se llama Kalipán, hermoso y libre de señal o mancha, como lo
exigen los dioses. Es hijo del curaca de Vitacura, jefe de la colonia
inca de ese lugar. Antes lo habían llevado al Cusco, a las ceremo-
nias de representantes de todos los lugares del vasto imperio del
1
Creador y dios absoluto de las culturas preincaicas.

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Olga Giagnoni

Tahuantinsuyo, ahora será ofrendado al huaca, centro sagrado al


que pertenece, a El Plomo.
Hace algún tiempo, cuando encontraron a ese joven indio y lo
bajaron a la ciudad encerrándolo en el Museo de Historia Natural
en una gran caja de vidrio, pude verlo de cerca. Me conmovió la
ternura y belleza serena de su rostro inclinado, me asombré con sus
pestañas en los párpados dormidos y con las decenas de diminutas
trenzas de su cabello enmarcando su cara plácida; orlaba su cabeza
un cintillo de pelo, también trenzado, y un adorno enarbolaba
su frente. Se había dormido en una postura casi fetal, abrazando,
como para abrigarse, sus rodillas encogidas. Me impactó su piel,
lucía intacta. No era una momia como se decía, sus vísceras es-
taban con él, no tenía vendajes…, era un testimonio indemne de
nuestro pueblo indígena antes de ser conquistado.
Desde ese suceso, no puedo mirar El Plomo sin pensar en ese
pequeño de mi tierra e imaginar su terrible ascenso, su abandono,
su sueño eterno. El apu o guardián del valle, como llamaba el Im-
perio inca a las montañas tutelares, no solo congeló al niño sino
a un trozo del pasado de este amado y azaroso territorio. Dan
fe de esta historia La Paloma y El Altar, los dos cerros contiguos
a El Plomo que, extrañamente con sus nombres, simbolizan el
alma pura del hermoso púber y la patética inmolación a la que
fuera sometido.
Vi entonces en la comarca de Vitacura a una pequeña india
picunche de tez oscura y satinada, que con sus ojos vidriados por
las lágrimas subía a un promontorio cercano y extendía su manta
tejida en una piedra gris, horadada por la lluvia. Se sentaba en
ella mirando insistente la montaña. Imaginaba el ascenso de su
amado amigo, el elegido, mientras la tristeza inundaba su corazón,
ahora solitario. Pensaba en sus manos tiernas, en su mirada oscura
y sentía un dolor que le traspasaba el alma y que debía ocultar
ante los suyos. Al atardecer, cuando El Plomo desaparecía entre
las sombras, regresaba a su tribu, comía algo y se revolcaba en
sueños espantosos que testimoniaban su irreparable pérdida y la

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I Parte. Los aborígenes de mi tierra

obligaban a levantarse, a tomar agua de toronjil para calmar su


inquietud y amortiguar la pena.
La piedra gris la esperaba día a día, mientras su mirada vol-
vía a perderse en las alturas, escuchaba cantar a los irreverentes
pájaros y el sonar de las hojas con el viento. También llegaba a
sus oídos el susurrar del río y no podía comprender ese ritmo de
vida sin pensar en la muerte de su amigo. «¡Callen todos!», quería
gritar enloquecida, pero su condición de india sumisa silenciaba
sus palabras y la más profunda congoja retornaba a su ser, sin
compañero.
Pasaba muy lento el tiempo de esa terrible espera, hasta que
un día vio llegar, desde lejos, a la fatídica comitiva que había lle-
vado al joven a la montaña. No se atrevió a acercárseles, habían
sido designados por los dioses. Los fieles ejecutores entraron a
la gran cuenca de Santiago al comenzar la primavera, satisfechos
de haber cumplido con la ofrenda que solicitaba el Inca para
afiatar su imperio, enviarles lluvias y ahuyentar los desastres, las
pestes, los estremecimientos de tierra. Esa tarde caminando hacia
a la piedra amiga, se cruzó ante ella una serpiente y en la noche,
en su quincha, oyó cantar al búho tres veces, salió de su hogar
a contemplarlo; el ave, parada en un árbol cercano, fijó en ella
su mirada penetrante y su cabeza giró dando una vuelta entera.
—¡Malos presagios! —se dijo—. Kilapán está muriendo, me
está enviando su señal y su deseo.
Entonces, al amanecer de esa turbia noche, desamarró sus
trenzas y emprendió la carrera al río, al Mapocho, que bajaba con
sus aguas turbulentas desde las nieves derretidas donde yacía el
niño. No tuvo duda alguna y sin pensarlo dos veces se lanzó al
agua que la arrastró hasta el mar…, hasta la otra orilla…, allí los
dos pequeños indios, los amigos, para siempre se encontrarían.
Los picunches, como es sabido, creían que después de la muerte
los esperaba una nueva vida.

23
Conociendo la leyenda de Racloma

Los huilliches

Sentada frente a la güija, en esa mesa de tres patas, le rogué


a la médium que me comunicara con un espíritu del pasado, del
tiempo de la conquista española. Quería conocer de primera
mano, mejor aun desde una indígena, su experiencia directa de
algún acontecer de esa época tumultuosa.
Después de los consabidos malabares de esa comunicación
insólita, entre las penumbras de la habitación se presentó un es-
pectro de esos tiempos lejanos. Con él pude establecer, entonces,
el más inédito de los diálogos.
—¿Quién eres? —le pregunté dudosa.
—Soy Kiyén, una india picunche1 que vivió en el siglo XVI
durante esa penosa conquista. Habitaba con mi tribu en el valle
del Mapocho y nací justo el año en que don Pedro de Valdivia
fundó allí la ciudad de Santiago del Nuevo Extremo.
—¿Podrías contarme algo interesante de tu existencia, pero
algo bello, que llegue al alma?
—¡Claro, no tengo problema, me gusta recordar esa época!
Me voy a referir a un suceso ocurrido cuando me sumé en Santiago
a las huestes hispanas, que al mando del famoso Capitán General
partieron al sur a conquistar nuevas tierras. Corría el año 1550,
yo estaba amancebada con uno de sus tenientes, a quien servía y
también amaba. Admiraba sus verdes ojos claros, su barba rubia
y su ser amable. Él quiso llevarme, claro que como yanacona2,
1
Rama septentrional del pueblo mapuche que habita entre el río Aconcagua
y el Itata.
2
Nombre que daban los españoles a los indígenas que tenían de servidumbre
ya fuera en sus encomiendas o integrados a sus formaciones militares como
indios auxiliares.

25
Olga Giagnoni

aunque a veces durante el largo camino me alzaba a la grupa de


su caballo negro. Podría relatar mil cosas de esa larga expedición
que, como es sabido, terminó en la horrorosa muerte de Valdivia
en Tucapel. Pero, en mi memoria permanece el más increíble y
hermoso episodio, del cual ahora solo queda una leyenda. Se lo
contaré, escúcheme.
—Te estoy oyendo, Kiyén. Sigue hablando.
—Habíamos ya llegado a las tierras de los huilliches3, más allá
del río Toltén, después de haber atravesado la extensa Araucanía
donde viven los mapuches. Nosotros, los picunches, hablábamos
su misma lengua, el mapudungun, igual que los huilliches y te-
níamos costumbres similares, aunque éramos menos belicosos.
—¿Qué pensaba Pedro de Valdivia de esa región de Chile?
—Él estaba embelesado con ese territorio; mientras avan-
zábamos por el valle central no dejaba de admirar sus lomajes
ondulantes, a veces suaves o más ásperos, llenos de pastizales
y bosques de robles, mañíos, alerces, ulmos, coihues…, lleno
de fragancias y de helechos gigantes. Observaba con asombro
los ríos claros, profundos, con islas arbóreas entre sus aguas y
donde por doquier brotaban las vertientes, regocijándose con la
suavidad del clima, aun en el corazón del estío. Por otra parte, los
nativos le habían informado de la existencia de minas de plata y
ricos lavaderos de oro, lo cual siempre despertaba la codicia entre
los huincas. Arribamos así, después de casi dos años, al valle del
Guadalabquén4 al borde río Calle-Calle que, en voz mapuche, es
el nombre de una planta de flores blancas que crece en sus orillas.
La interrumpí entonces, y con voz docta dije:
—Era la América ignota, al sur del sur, paralelo 40, latitudes
desconocidas para los hispanos y que Valdivia iba, soberbio, a ha-
cerla suya, a conquistarla para la Corona española. ¡Ah! Antes que
sigas, Kiyén, deseo preguntarte algo: ¿cómo te entendías con ellos?

3
Rama meridional del pueblo mapuche que habita entre el río Toltén y el
centro de Chiloé.
4
Nombre mapuche dado al valle que forma el río Calle-Calle y el Valdivia.

26
I Parte. Los aborígenes de mi tierra

—Yo muy pronto aprendí vuestro idioma, muchas veces hice


de intérprete, incluso en esta ocasión que voy a relatarle.
—¡Por supuesto! Ahora recuerdo haber leído en las crónicas
del Abate Molina que la lengua de ustedes es tan dulce, variada y
regular que aprenden rápido los idiomas europeos, adaptándose
fácilmente a su pronunciación y sintaxis.
—Yo no sé lo que usted me dice, pero para nosotros era muy
importante hablar bien la lengua patria y conservar su pureza, no
introduciendo jamás palabras extranjeras. En las asambleas o par-
lamentos con los españoles se utilizaba siempre el mapudungun,
todos preferían escuchar hasta un tedioso intérprete que degradar
nuestro lenguaje nativo.
—¡Eso no lo sabía!, pero prosigue, creo que hasta ahora no
me has contado el centro de esa historia.
—Bueno, cuando Valdivia contempló el río Calle-Calle, en
su devenir verde oscuro y silencioso, más enamorado quedó de
esos paisajes. Era tierra soñada para asentarse, para establecer su
dominio. Sin embargo, cuando alzó la vista, vio en su otra orilla a
una horda de tribus huilliches que los esperaba expectante. ¡Esa
tierra tenía dueños! Entonces, astuto como era, envió mensajeros
para consultarles si les permitían llegar hasta sus tierras. Para su
decepción, los caciques le negaron tal demanda, y alzando sus
armas; flechas, hondas, mazas y picas, se prepararon para la lucha.
—Lo suponía. ¡Debe haberse armado una batalla encarnizada!
—Espera…, porque entre ellos se encontraba Racloma, una
valerosa mujer de esos clanes, aunque en ese instante el corazón
le latía con tormento al saber por los espías de los toquis que los
invasores eran numerosos, con armas desconocidas para ellos, de
metales, de fuego. Además sus cuerpos y cabezas protegidos con
corazas, con cascos y montados en enormes animales, haciéndolos
más temibles y poderosos.
—¿Y cómo supiste de la existencia de Racloma?
—Ya lo sabrás, déjame continuar… Los dos pueblos se mira-
ban titubeantes desde lejos, separados solo por el río Calle-Calle,

27
Olga Giagnoni

la tensión reinaba en ambos bandos. Sin embargo, Valdivia se


dispuso a cruzarlo, aunque dudoso por la anchura y el caudal
lo escrutaba a conciencia ante la incertidumbre de arrastrar a
sus tropas a una desventura. Yo lo observaba atenta, cuando de
repente, ante el asombro del ejército invasor, emergió del río una
joven india de unos treinta años, luminosa en su hermosura, aun-
que de altivo y varonil ademán. Era Racloma. Había atravesado
a nado la corriente y se presentó al conquistador, hilvanando sus
palabras en un discurso insólito, propio de los mapuches, y que
el Capitán me ordenó traducir.
—¡Ah, por favor! ¿Me lo puedes repetir? Porque el cronista
ya nombrado afirma que los mapuches eran dueños del decir, y si
bien su idioma nunca fue escrito, su oratoria era practicada a tal
punto que si el primogénito de un ulmen5 no sabía arengar, era
excluido por esta única razón de la sucesión paterna.
—Te lo repetiré, lo guardo nítido en mi memoria. Dirigiéndose
a Valdivia, enfrentando su mirada, con su vestimenta y su pelo
oscuro chorreando agua del río, alzó su profunda voz, hablándole
del siguiente modo: «Bien pareces por tu talle y gallardía, lo que la
fama pública dice de ti y de tus soldados, que sois dioses y gente
que habéis venido de otras regiones cabalgando sobre la espuma
del mar. ¿Qué buscáis en nuestras tierras? ¿Qué pretensión es la
vuestra? ¿Quién os trae de tan lejos a tierras tan pobres? ¿Cuál
es tu propósito? Porque mis caciques están temerosos que gente
extraña venga a enseñorearse de sus tierras y están juntándose
para defenderlas e impedir el paso de este anchuroso río». Ante
sus palabras, Valdivia respondió: «¡Mi misión es de paz y no de
guerra!». «¡Pues no pases adelante!», repuso la atrevida mensajera,
«nosotros, los indios, somos fieles en los tratos, yo hablaré con
los caciques y les traeré a todos la paz si cumples con lo dicho.
Haré entonces que traigan embarcaciones para que con seguridad

5
Cacique o lonco, jefe de una comunidad mapuche.

28
I Parte. Los aborígenes de mi tierra

pases el río». Dicho esto, Racloma se dio media vuelta y volvió


a cruzarlo a nado.
Yo, la interrumpí, evocando de nuevo al Abate Molina y
exclamando:
—¡La retórica de los indios chilenos era admirable, empleaban
el exordio y la apología!
—Ya estás diciendo cosas que no entiendo, pero en la otra
orilla Racloma habló con los huilliches, relatándoles la admira-
ción que le había causado el ejército visto: el lustre de sus armas,
la hermosura de la nueva gente, lo afable de su trato y que con
seguridad les robarían sus corazones, como a ella le habían roba-
do el suyo, que no dudasen de darles la paz y solicitarle amistad.
Entonces, como en un hechizo, cayeron las armas de los guerreros
y convirtiéndolas en remos, pasaron en sus canoas a recoger y dar
la bienvenida al invasor. Mientras tanto Valdivia, visiblemente
conmovido por las palabras de Racloma, y puesta su fe en ellas,
esperó confiado a los indios que venían a buscarnos. Con este
extraño y feliz suceso no existió contienda, atravesamos seguros
el profundo caudal de agua y el capitán español, ya al otro lado,
maravillado con la hermosura de la región, echó los cimientos
de una ciudad que bautizó con su propio nombre: Valdivia. Era
verano, febrero de 1552.
—Bien, ya le he contado, como usted me pidió, uno de los
pocos aconteceres bellos de la conquista. Ahora estoy cansada de
tanto hablar, regresaré al lugar desde donde vengo.
—¡Kiyén, no te vayas aún, solo dos cosas! ¿Cómo sabes tanto
de Racloma? ¿Qué fue de ti y del teniente que te llevaba en la
grupa de su caballo?
—Bueno, es lo último que le voy a contar, me están llamando…
El Capitán General decidió permanecer en Valdivia hasta marzo,
desde allí se dirigió más al sur, hasta llegar al lago Ranco. Yo me
quedé en la ciudad y Racloma me invitó a vivir en su choza, don-
de nos hicimos muy amigas, ella me enseñaba a nadar en el río y
me contaba de sus costumbres y de las lluvias de invierno de su

29
Olga Giagnoni

región. Yo le hablaba de Santiago, del gran muro andino que lo


rodeaba, de la sequía y el calor del verano, de la ciudad fundada
por el conquistador.
Pero cuando regresó don Pedro, quien no pudo cruzar el río
Bueno por su poderoso caudal, y viendo que ya se aproximaba el
mal tiempo, decidió de nuevo viajar hacia el norte.
—¿Qué pasó entonces, lo recuerdas?
—Esa es una larga historia… Paramos en Concepción, vol-
vimos a la capital, en esas ciudades Valdivia pasaba escribiendo
cartas al rey, recibiendo otras, sacando cuentas, repartiendo tierras
a sus fieles subalternos, enviándolos a misiones de conquista, a
fundar ciudades, en fin, a las tareas que él llamaba administrativas.
Así, encontrándonos de regreso en Concepción, llegó la prima-
vera de 1553. La quietud de los indios le hizo creer al esforzado
gobernador que la región de la Araucanía podía considerarse de-
finitivamente pacificada. Entonces nos arrastró a ella, levantando
los fuertes de Arauco, Tucapel y Purén, mientras los lavaderos
de oro, trabajados por los yanaconas, lo proveían de algunos
recursos para afianzar sus dominios, entretanto esperaba otros
más contundentes de España.
—¿Tú, Kiyén, nunca vacilaste en serle fiel?
—Yo y mi teniente lo acompañamos siempre, nunca duda-
mos de sus decisiones. Sin embargo, en la fatídica noche del Año
Nuevo de 1554, encontrándonos en Tucapel, fuimos sorprendidos
por una de las mayores rebeliones indígenas de esos tiempos. Ella
fue tramada en secreto y con la mayor cautela por los mapuches,
quienes al mando del joven toqui6 Lautaro, el gran estratega, nos
atacó como un relámpago, en oleadas sucesivas, diezmando toda
nuestra resistencia. Fue la temible venganza por el cruel combate
de Andalién, donde habían sido derrotados, humillados y mutila-
dos, y también por el vasallaje, cercano a la esclavitud impuesto
por los conquistadores. Los pormenores de esa masacre no los
6
Título que los mapuches conferían a quien elegían como su líder para en-
frentar una guerra.

30
I Parte. Los aborígenes de mi tierra

voy a contar, pero sí que allí mataron a mi teniente bien amado


y al gran Capitán.
—¿Y qué pasó contigo?
—Yo salí indemne, regresando de nuevo muerta de pena y
solitaria al valle de Santiago del Nuevo Extremo. Tuve la certeza
entonces de que los mapuches, capaces de haber detenido el avance
del Imperio inca, iniciaban ahora la interrupción de la conquista
española al sur del Biobío.

31
Dialogando con mi ángel

Kewéscar, yaganes y selk’nam

1. La hazaña de Magallanes
Años después, un tiempo vendrá, cuando el océano
rompa los vínculos de la creación, en que
el poderoso globo terrestre será abierto y la
diosa de los mares revelará nuevos mundos.
Séneca

«Ángel de mi guarda, dulce compañía, no me desampares ni


de noche ni de día». Con esta breve oración comenzaba siempre
a descender a los sueños profundos de mi infancia. Mi nana So-
fía me la había enseñado, plena de significado nunca la olvidé,
y aprendí a decirla desde no sé cuándo. Como la dije tanto, me
enviaron un ángel protector que es solo mío, él me reprende, me
advierte y me aconseja en mis momentos de pena, de incertidum-
bre. Ahora, cuando paso por alto esta plegaria, siento un terrible
abandono, pero cuando la reencuentro, ya sea tarde o temprano,
vuelve a mí la calma.
En estos últimos años, mi ángel me ha dicho que escriba,
que llene mi vida de palabras, y cuando lo intento y no hallo el
tema, se aparece en la noche, interrumpe mi sueño y me escoge
un proyecto, un argumento, un asunto o una trama. Le doy las
gracias entonces… y emprendo el vuelo. Pero allí me deja y se va
orondo, como el ángel de Nicanor Parra.
Antes de comenzar la difícil escritura del último proyecto
que me ha indicado, este de historia, de cuento, de magia y de
lugares, la tarea se me ha hecho más ardua, porque debo revisar

33
Olga Giagnoni

decenas de libros, de geógrafos, cronistas, historiadores… antes


de empezar a coser frases, con hechos ciertos y otros no tanto.
Medio rebelada con tanta investigación y costura, he decidido que
el ángel me acompañe en este último andar, ya que es hora de que
me ayude y no solo me oriente en lo que debo hacer.
—¡Ángel! me has dicho que ahora aborde el descubrimiento y
la conquista de Chile, y que lo mezcle con los habitantes originarios
de nuestro territorio, y más aun, que encare aquellos sucesos más
desconocidos, ojalá aquellos no relatados en abundancia. ¡Como si
yo supiera todo lo escrito sobre esta tierra! ¿Me puedes auxiliar?
—¡Claro, ándate al extremo sur, al estrecho de Magallanes, a
Tierra del Fuego, a sus canales, fiordos, islas, archipiélagos!
—¿Qué encontraré allí?
—No tanto, mi narradora, pero empieza con el descubrimien-
to del estrecho por ese hidalgo portugués al servicio de la corona
española, Fernão de Magalhães. Recuerda la historia «Todo co-
menzó con las especias».
—¡Ah, obvio, ángel mío! Era el siglo XV, el último de la
Edad Media. En Europa ya nadie podía ni quería que en sus co-
cinas y bodegas faltaran las especias del Oriente. Cansados de la
monotonía insípida de sus comidas, sus paladares reclamaban la
pimienta, la nuez moscada, el jengibre, la canela…, las que con
una cantidad ínfima aderezaban sus platos, encantándolos con
sabores extraños y excitantes.
—Pero recuerda también que las mujeres pedían cada vez más
perfumes de Arabia, hechos con almizcle, ámbar, aceites de flores;
además deseaban sedas de China y telas adamascadas de la India.
—¡Tienes razón, ser de luz! No olvido tampoco que los or-
febres querían perlas de Ceylán y diamantes azulinos de Narzin-
gar. La Iglesia demandaba por más incienso en sus altares y los
farmacéuticos por opio, alcanfor, resina de goma para preparar
sus bálsamos y drogas que exhibían en sus tiendas, en potes de
porcelana blanca, dibujada con la leyenda azul de «arabicum» o
«indicum».

34
I Parte. Los aborígenes de mi tierra

—¿Ves, mi protegida? ¡Ya estamos escribiendo parte de la his-


toria europea que impulsó el descubrimiento del Nuevo Mundo!
—Ángel, es verdad. Me asombra que en este planeta y en
todos los tiempos hayan existido modas, incitando a adquirir
determinados productos.
—¡Así es! En ese tiempo, la rareza y el exotismo del Oriente
había embriagado el alma de Europa; era lo refinado, lo distin-
guido, lo cortesano, era la moda. Pero esa apetencia tenía un alto
precio, hasta tal punto que, en algunas ciudades y estados, se
transaban con pimienta los bienes raíces, los derechos de adua-
nas y hasta las dotes nupciales. Incluso, se llegaba a decir, que un
hombre rico era «una bolsa de pimienta».
—Pero los productos del Oriente, ángel mío, viajaban por
mar, por montañas y desiertos, pasaban de mano en mano, era
una larga y fatigosa travesía hasta llegar al Mediterráneo. Allí
entonces, la pequeña y extraordinaria República de Venecia
monopolizaba su tráfico. Los barcos de su flota, atiborrados de
mercancías, entraban por el imponente Gran Canal, rematándolas
en Rialto a las factorías alemanas, flamencas e inglesas que las
vendían al resto de Europa.
—Sí, mi amparada, entonces ocurrió que cansadas de tal
arbitrio, los estados que orillaban el Atlántico, España y Portu-
gal osaron buscar otras rutas para llegar al Oriente. Ya muchos
estaban convencidos de la esfericidad de la Tierra, y al estar impe-
didos de viajar hacia el este, se lanzaron al oeste, por el Atlántico,
donde podrían acceder, si la Tierra efectivamente era redonda, a
las Indias misteriosas, comerciando con ellas, de modo directo,
aquellas especias tan caras y apetecidas.
—¡Claro, mi protector, cómo no lo voy a recordar! La hazaña
de Cristóbal Colón abrió esa nueva ruta, ello fue recibido con gran
sorpresa por Europa. A continuación se desató un fervor de aven-
turas y descubrimientos, entusiasmando a los reyes que financiaron
empresas a otros osados navegantes. A Américo Vespucio, por
ejemplo, quien se dio cuenta de que el continente descubierto no

35
Olga Giagnoni

eran las Indias, sino un Nuevo Mundo; o Vasco Núñez de Balboa


que, desde los altos de Panamá, fue el primer europeo en avistar
el Pacífico, un océano jamás visto por su grandeza, llamándolo
«mar del Sur». De inmediato se presentaron más desafíos, porque
el nuevo continente era un muro que impedía acceder a las exóticas
regiones de la India, la China, de Arabia y la Malasia. Se volvió
imperioso entonces buscar un paso marítimo para cruzarlo.
—Ya te advertí, mi compañera. ¡Al principio fueron las es-
pecias! Ahora puedes abordar la historia de Magallanes, a quien
España le encomendó una misión secreta: ¡buscar a toda costa
ese camino para llegar al Oriente y dar por primera vez la vuelta
al mundo! ¡Comienza ahora!
—Ángel, yo no abordaré la historia de Magallanes, como
tampoco el descubrimiento del estrecho que hoy lleva su nombre;
recuerda que estoy escribiendo parte de la historia de Chile, como
me indicaste, entonces solo me voy a referir a los pueblos que
habitaron el sur de mi patria.
—¡Por supuesto! Fue una manera de decir. Apúrate, te queda
poco tiempo. ¿Sabes algo de Magallanes?
—Bueno, por lo que me acuerdo, zarpó de un puerto del sur
de España al mando de cinco naves. Era septiembre de 1519.
Descubrió el estrecho que lleva su nombre el 1° de noviembre de
1520, al cual bautizó como «Canal de Todos los Santos». Por lo
tanto, descubrió Chile antes que Diego de Almagro.
—¡Como veo, bien poco sabes de su viaje!
—Cuéntamelo tú, entonces, ángel sabihondo.
—Mira, todo le fue muy difícil para ese portugués taciturno
e impenetrable que, dueño de esa misión secreta, ignorada por los
cuatro capitanes españoles comandantes de los otros navíos, nunca
les solicitó opiniones ni pidió consejos. Así, el autocrático y férreo
almirante fue víctima de numerosas conspiraciones, motines y
rebeliones, además de tempestades y naufragios, debiendo aplicar,
a veces, fieros castigos y hasta ejecuciones. Por último, lo mataron

36
I Parte. Los aborígenes de mi tierra

en las puertas del Oriente los indígenas de las islas Filipinas. ¿Y


sabes porqué demoró tanto en descubrir el paso hacia el Pacífico?
—No, no tengo idea.
—Porque los datos y mapas que llevaba distaban de ser fi-
dedignos, y una vez que arribó al litoral de Brasil, orilló la costa
hacia el sur, explorando concienzudamente cuanta bahía, desem-
bocadura de río, o entrada de mar había, creyendo que alguna
de ellas podía ser el anhelado paso hacia al Pacífico. Así, perdió
diecinueve días en una búsqueda inútil en el ancho estuario del Río
de la Plata, e incluso en la bahía de San Julián, ya en Argentina,
naufragó uno de sus barcos. Sin embargo, siguió adelante por el
inhóspito litoral patagónico, hacia el fin del mundo.
—¡Ya llevaba más de un año navegando! Ese portugués, Án-
gel, debe haber tenido una paciencia infinita para recorrer millas
y millas sin encontrarlo.
—No solo eso, los víveres escaseaban, los huracanes destroza-
ban mástiles y arrancaban velas, en fin… Es muy larga de contar
esa odisea. Pero no creas que cuando por último llegó al estrecho
en la lejana y fría latitud 52° sur exclamó: «¡Ya, por fin llegamos!».
—¿Y por qué no? Yo lo hubiese gritado a los cuatro vientos.
—En verdad, amiga, nada sabes. Apenas inició su travesía
se encontró con un laberinto de islas, cabos, fiordos, penínsulas
que se ensanchaba a veces en una ensenada y luego se estrechaba
en un canal, para después volver a ampliarse. Tuvo entonces que
dividir sus barcos para explorar cada abertura, cada posible paso.
Adelantaba así uno de sus navíos en búsqueda del mejor camino,
el cual luego regresaba, haciendo seguir al resto por esa encruci-
jada. ¡No había seguridad alguna que ese fuera el canal buscado!
Para colmo, entre este ir y venir, el almirante sufre una profunda
decepción; uno de sus galeones deserta y regresa a España, se le
acusa de maltrato, de sanguinario, de un extranjero que había en-
gañado al rey, de emprender una descabellada aventura sin querer
retornar de ese rastreo imposible. Fue solo el día en que Maga-
llanes comprueba que en el estrecho el agua es invariablemente

37
Olga Giagnoni

salada, que en las riberas las mareas dejan marcas regulares y


que las plomadas se hunden sin tocar fondo, cuando se abre una
verdadera esperanza en su corazón sombrío y atormentado. ¡La
desembocadura al mar debía estar cerca!
—¡Qué emocionante, Ángel, en verdad, ese estrecho es un
verdadero laberinto! Con razón se dijo, durante cientos de años,
que era el terror de los navegantes. Allí naufragaron decenas de
barcos. Inclusive hoy, disponiendo de prácticos y pilotos, además
de faros, balizas luminosas y radares; la amplitud cambiante de
mareas y corrientes, como su proverbial mal tiempo, hacen muy
difícil la navegación.
—Veo que estás bien informada. En verdad, lo de Magallanes
fue una hazaña de habilidad náutica, lo cruzó sin perder ninguna
de sus naves, a pesar de ser viejos y míseros galeones que, antes
de partir, fueron restaurados bajo sus órdenes. ¡Pero déjame con-
tinuar! En los últimos días de navegación por ese paso, el entorno
se les hace más amigable; a las abruptas cordilleras rocosas con
sus cimas nevadas se sucede el verde de las estepas y el viento se
torna más suave. Bajan entonces a descansar a tierra, se tienden
sobre la hierba, recogen una cantidad increíble de peces, mientras
manantiales de agua dulce refrescan a los marineros que, durante
largas semanas, no habían gustado sino la maloliente agua salobre
de los toneles a bordo. Allí esperan que regrese la pequeña embar-
cación, enviada por el almirante a buscar la salida de ese estrecho
inconcebible. Después de tres días, la ven regresar…, sus marineros
hacen señas alborozados. ¡Han encontrado la desembocadura de
ese vericueto y avistado el mar, el mar del Sur de Núñez de Balboa!
—Muy interesante, Ángel mío. ¿Aquí termina tu descripción?
—No, solo me falta el epílogo, es breve, aquí va… Magallanes
después de haber logrado su propósito inicial enseña sus cartas
a la tripulación: «Llegar al Oriente, dar la vuelta al mundo». Por
primera vez les consulta su opinión de seguir adelante, la gran
mayoría le es adversa. Sin embargo, el 22 de noviembre da la orden
de levar anclas e izar las velas. Pocos días después se consuma la

38
I Parte. Los aborígenes de mi tierra

travesía del estrecho que llevará su nombre para siempre. Dobla


el último cabo y penetra a las olas infinitas de un enorme océano
desconocido, rebautizándolo como «Pacífico», ya que en sus os-
curas aguas, en ese instante, reina la calma.
—Sacando cuentas, mi ser celestial, tardó casi un mes en cruzar
el estrecho. ¿Podrías, por último, explicarme esa denominación
de Tierra del Fuego que le fue dada a esos parajes estremecidos
de viento y de frío?
—Te lo dramatizaré, escucha. Los barcos avanzaban suave y
silenciosamente por esa abra umbría, que no había cruzado ser
humano alguno. No se veía nadie, no se oían voces. Sin embargo,
en la noche, en las tierras ribereñas, brillaban fuegos en la oscu-
ridad. Intrigados, piensan que algunos salvajes se ocultan entre
las sombras; el almirante entonces envía un bote a tierra firme,
los marineros solo encuentran unas pocas docenas de tumbas
abandonadas, una callada soledad.
—Bueno, ya te he relatado someramente esa travesía. Sin
embargo, yo sé muy poco de aquellos salvajes que habitaban esos
lugares, ahora tú debes hablarme de ellos, son los indios de tu
tierra, acuérdate que soy europeo.
—Cierto, a menudo se me olvida tu origen, ángel presuntuoso.
Pero no voy aceptar el tratamiento peyorativo que otorgas a esos
seres humanos que pudieron subsistir en esas latitudes de hielo,
de vientos y tormentas. Yo he investigado bastante sobre esos
cazadores y canoeros. ¡Siéntate, abre las orejas y escucha bien lo
que te voy a contar!...

39
Olga Giagnoni

2. Los pueblos canoeros

—¿Ángel, estas ahí?


—Sí, tal como me indicaste, sentado a tus pies. ¡Pero me haré
visible al instante! Así podremos conversar mirándonos las caras.
—¡Qué bueno verte de cuerpo entero, ser de luz! Como ya
acordamos, ahora te voy a contar algo de esos pueblos originarios
del extremo sur de Chile…
—Perdona que te interrumpa, pero antes me gustaría saber
algo importante. ¿Por qué esa costa de tu país, de una melancólica
belleza, está llena de fiordos, canales y archipiélagos formando un
vericueto de nunca acabar?
—¡Poco sabes de geografía, mi ser del otro mundo! Te lo voy
a explicar. Al sur del seno de Reloncaví, nuestra cordillera de los
Andes se rompe en mil pedazos por los enormes ríos de hielo que
bajan por sus pendientes. Estos glaciares la van erosionando y
desgastan sus bases que son invadidas por el mar. De ese modo,
se formaron esos fiordos y canales con riberas de imponentes
acantilados. Las islas son aquellas tierras más altas que no han
sido sumergidas. ¿Entendiste?
—¡Claro, no soy tonto! Pero esa cordillera, según mis escasos
conocimientos, desaparece al sur del estrecho de Magallanes, ya
no existe en la Tierra del Fuego.
—No, Ángel, estás equivocado, la cadena andina continúa
allí, aunque pierde su imponente altura, se eleva más suave, sus
cumbres más altas no pasan de 2.000 metros. Solo después del
cabo de Hornos se hunde definitivamente en el mar.
—¡Ya, mujer sabelotodo, ahora vamos al grano! Te diré que
yo he oído hablar bastante de los alacalufes, que vivían entre el
golfo de Penas y ese endemoniado estrecho.
—Estás atrasado, Ángel, ya nadie habla de alacalufes, ese
nombre se los dieron los exploradores, los colonos; en su lengua
se autodenominan kawéscar, que significa «los que llevan una

40
I Parte. Los aborígenes de mi tierra

piel». Pero en esas heladas latitudes, aun más al sur, vivían también
otras dos etnias, que hablaban lenguas diferentes.
—¡Ah! Entonces eran tres pueblos distintos y cada uno con
su propio idioma.
—Así es. Sin embargo, todos tenían profundas creencias reli-
giosas y ritos de alta complejidad. No eran tan salvajes, como se
decía, desde la mirada arrogante de los europeos como tú.
—¡Perdóname, no quise ofenderte, mi chilenita, pero tenían
una apariencia de miedo!
—Seguramente, alguna vez los viste en Alemania, Francia,
Bélgica o Inglaterra, durante el siglo XIX, cuando grupos de ellos
fueron llevados por la fuerza, ya sea engañados o secuestrados,
para ser exhibidos en los Zoológicos Humanos. ¡Qué vergüenza,
qué pena! ¡Qué diría Dios, si te oyera, fugitivo del cielo! De ello
vamos hablar después, porque con esos desamparados pueblos
sucedieron cosas terribles.
—Aparte de los kawéscar, mujer terrícola, tengo entendido
que en esos laberintos marinos vivían los onas.
—Otra vez, Ángel, estás en un error. Así los llamaron por
mucho tiempo; hoy se respeta su nombre originario. Los onas son
los selk’nam, que eran cazadores y recolectores, es decir, nómadas
terrestres que habitaban en la Tierra del Fuego.
—¡Falta uno, los yaganes!
—Sí, los yaganes a quienes también se les dice yámanas. Ellos
vivían en el rosario de islas de la parte más austral del país, al sur
del canal Beagle, incluso en el archipiélago del cabo de Hornos,
uno de los lugares más hostiles, duros y tristes del planeta.
—Bueno, háblame de algunos de ellos, aunque antes me voy
a sacudir las alas que me molestan cuando estoy sentado.
—¡Párate o siéntate en esa piedra, porque es largo lo que te
voy a contar! Empezaré con los kawéscar y los yámanas que son
los pueblos canoeros o nómadas del mar, que coincidían mucho
en su forma de vivir.
—¿Canoeros?

41
Olga Giagnoni

—Sí, porque ellos navegaban, en esas tormentosas aguas, en


sus canoas hechas de cortezas de árboles, que calafateaban con
tierra arcillosa, impregnada de raíces y musgos. Eran embarcacio-
nes livianas, de cinco a seis metros de largo y uno de ancho, que
les permitían introducirse en los angostos o bajos canales, como
también encontrar refugio seguro, si amenazaba la tormenta. En
su fondo siempre mantenían brasas o ardía el fuego. La canoa era
el verdadero hogar de estas familias, en ella ocurría la mayor parte
de su existencia; en verdad pasaban poco tiempo en tierra firme.
—¡Alto! No me sigas contando, tengo algunas dudas, por
favor, acláramelas. ¿Por qué cuidaban tanto el fuego y pasaban
más en el mar que en la tierra?
—Ángel, hoy día estás bien poco avispado, hasta te ensuciaste
la túnica sentado en el suelo.
—¡Me la limpio con un soplo, y no sigas llamándome la
atención a cada rato!
—Bueno, hagamos las paces, te explicaré. Como para ellos
obtener fuego, era una operación muy larga y difícil, debían man-
tenerlo siempre encendido, hasta en sus precarias embarcaciones.
Respecto a tu otra pregunta, te diré que su sustento esencial estaba
en las aguas del mar, muy ricas en peces, mariscos, ballenas, lobos,
focas y aves marinas. Ellos iban de un lugar a otro a buscarlos,
sacando lo justo para alimentarse. No tenían horario de comidas,
solo lo hacían cuando tenían hambre, salvo en los casos de festines,
ya sea de bodas o ritos de iniciación.
—Quienes iban en las canoas supongo que eran los hombres.
—No, era una familia entera, el marido, la esposa y sus niños,
seis a ocho personas. La canoa la construían y la reparaban los
hombres, pero la mujer, sentada en la popa, la impulsaba con los
remos. El varón, desde la proa, la dirigía, iba atento, cazando fo-
cas, lobos o pescando. Los niños en el medio, cerca del fuego que
mantenía su madre y que colocaba en una especie de cojín de tierra,
musgos y hierbas verdes, con el fin de no quemar la embarcación,
allí cocinaban sus alimentos. También los pequeños se encargaban

42
I Parte. Los aborígenes de mi tierra

de achicar el agua con cuencos de madera o cueros de lobos. Todos


iban en cuclillas, en el fondo, manteniéndose inmóviles en dicha
postura, cuidando de no desestibar la ligera canoa.
—¡Qué entretenido!
—No sé si entretenido, Ángel, ya te viera vivir en una frágil
canoa y en esas latitudes de frío, lluvias y fuertes vientos. Yo creo
que sí pudieron subsistir en ese medio hostil fue gracias a que
su organización social era muy simple. La unidad básica era la
familia, que a menudo interactuaba con otras para sus partidas
de caza. No formaban clanes, no tenían jefes o autoridad alguna,
debían ser autosuficientes. Por lo tanto no recibían órdenes, como
tampoco podían solicitar algo o reclamar a nadie. Hombres y
mujeres se complementaban perfectamente, para sobrevivir era
necesario el trabajo de ambos sexos.
—¿Qué ocurría si la canoa naufragaba en ese mar tan agitado?
—Te vas a asombrar con mi descripción. Solo las mujeres sa-
bían nadar, y ello se lo enseñaban a sus hijas desde pequeñas. Así
cuando una canoa volcaba, lo que pasaba a menudo, los hombres
se ahogaban o debían rescatarlos las mujeres. Esto es un enigma,
nadie sabe el porqué de esta costumbre, pero así sucedía.
Esas benditas yámanas y kawéscar también realizaban otras
tareas. En primer término criar a sus hijos que cargaban a su es-
palda, amamantándolos hasta los tres o cuatro años. Regulaban de
esta forma, sin saberlo, la familia, que en consecuencia era peque-
ña. Además, cuando estaban en tierra, recolectaban vegetales de
las islas, recogían huevos, bayas, hongos o acarreaban leña. En las
costas les correspondía sumergirse en las gélidas aguas australes,
allí sacaban mariscos, como choritos, cholgas, ostiones, erizos y
crustáceos, usando canastos de juncos trenzados que fabricaban
ellas mismas.
—¡Amparada mía, creo que estás exagerando con eso de las
mujeres, entre ustedes son muy solidarias!
—No, mi Ángel, es la pura verdad, ya te he explicado
que la única diferenciación social era de género, ambos se

43
Olga Giagnoni

complementaban. Para tu conformidad, te diré que para los hom-


bres no era fácil pescar, lo hacían con una especie de recipientes
de ramas, o con arpones y largas lanzas con puntas dentadas que
elaboraban de hueso, madera o piedra. También hacían punzo-
nes y afilaban cuidadosamente conchas marinas, las cuales como
cuchillos les servían para cazar focas, lobos o descarnar ballenas.
—¿Y qué hacían cuando estaban en tierra firme?
—Allí iban a recuperar fuerzas. Para protegerse del frío y la
lluvia levantaban chozas cónicas o cupulares, con armazones de
ramas y cubiertas de cueros de lobos o focas, que los hombres
construían con la ayuda de toda la familia. Al centro de ellas
se colocaba el fuego, dejando una abertura superior para que
escapara el humo. Secaban así sus desnudos cuerpos mojados, se
acurrucaban juntos, mientras el recinto se calentaba rápidamente
debido a sus escasas dimensiones que no pasaban de dos o tres
metros de diámetro.
—¡Debían pasar mucho frío los pobres, menos mal que tenían
esas habitaciones!
—No creas que eran gran cosa, Ángel, eran míseros refugios,
solo cabía una familia; aunque tenían el cuidado de cubrir el piso
con una base de varas de maderas y una espesa capa de ramajes
verdes para evitar la humedad, también en el contorno, a nivel
del suelo, colocaban un rodete de musgos y follaje para que no
penetrara el frío. Su entrada eran baja, pequeña, cerrada con un
cuero suspendido, siempre ubicada a sotavento. Sin embargo, esos
albergues tenían la ventaja de ser fáciles de construir, ya que luego
de su escaso uso eran abandonados, dejando solo la base para que
pudiese instalarse otra familia y llevándose los toldos de cuero.
—¿Abandonados? ¡Ay amiga! Se me olvida que eran nómadas,
pueblos errantes, con un único destino cierto, sobrevivir. Segura-
mente no soñaban con el futuro, era solo el allí y el ahora. ¡Se me
llenan los ojos de lágrimas!
—No llores todavía, Angelito, luego te contaré cosas más
tristes…

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I Parte. Los aborígenes de mi tierra

—¿Más tristes aun? Porque yo sé también que andaban des-


nudos la mayor parte del tiempo, cubriéndose las espaldas y los
genitales con una corta capa de piel atada al cuello o la cintura,
y que no tenían gorros, ni zapatos, aunque sus cabellos largos y
espesos en algo los abrigarían.
—No sé si los protegían, pero sí sé que las mujeres, a pesar
de todo, se adornaban con collares que elaboraban con huesos
de ave o de pequeños caracoles que unían con nervios o tendones
de animales marinos y usaban pulseras de cuero en sus muñecas,
brazos y tobillos.
—¡Ah, las mujeres como siempre! Yo los vi a todos…
—Claro, tú los viste allá en Europa, pero te diré que en su
hábitat se frotaban sus cuerpos con aceite y grasa de foca para
aminorar las bajas temperaturas. Considera que no sabían tejer
o coser, como tampoco conocieron la cerámica. Los yaganes, por
ejemplo, en el medio ambiente que vivían, donde el torcido bos-
que magallánico solo cubre una estrecha franja costera, y luego
se extiende una zona rocosa de musgos y líquenes, y más arriba
la nieve y los hielos eternos; donde no existe tierra para cultivos,
donde soplan constantemente los bravos vientos del oeste con su
cortejo de lluvias y enormes olas, resulta evidente que su incipiente
cultura no pudo progresar.
—Es cierto, ahora entiendo… ¿Pero existe algo menos amargo,
que de ellos me puedas contar?
—Sí, mi amado ángel celestial, son cosas simples, pero a Dios
le gustarán. Cuando regreses al cielo, se las puedes describir.
—¡No seas atrevida, Dios lo sabe todo!
—¡Bueno, pero a lo mejor lo ha olvidado, son pueblos ya
extinguidos! El último kawéscar puro murió en Puerto Edén el
año 2008 y de la población yámana no queda ninguno.
—¡Dios nunca olvida nada, ya estás hablando necedades!
Mejor sigue con tu relato, estoy intrigado…

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Olga Giagnoni

—¡Bueno, Ángel, no te exaltes! Continúo. En esos pueblos


el matrimonio era absolutamente necesario. La mujer necesitaba
al cazador y el hombre a quien remara y recolectara mariscos…
—¿Eso nomás? Eres bien economicista.
—No me hagas reír, angelorum, sigo contándote. Los jóvenes
elegían libremente a su pareja, siempre que no fuera consan-
guínea. Se consideraban graves las relaciones sexuales prema-
trimoniales, ya que la mujer sola, si tuviera un hijo, no podía
sobrevivir. La boda se efectuaba cuando los parientes de la novia
lograban juntar la suficiente cantidad de alimentos como para
poder celebrar la fiesta. Una vez realizado el festín, los novios
estaban casados, y partían en su propia canoa. Todos los demás
hacían lo mismo, tomaban sus embarcaciones y se iban al mar.
—¿Así de simple?
—Sí, así de simple, pero escucha, como eran monógamos,
era muy apreciada la fidelidad conyugal. Entre los yámanas, si
el marido era flojo o maltrataba a la mujer, llegaba un cuñado a
reprenderlo y socialmente caía en descrédito, era la gran sanción,
el peor castigo y le resultaba muy difícil obtener otra compañera.
También existía la bigamia legítima; era el caso de la esposa que,
por sus años, no podía hacer los trabajos necesarios, entonces
autorizaba a su marido a tener otra mujer.
—Me parecen bastante especiales sus costumbres, mi prote-
gida, no sé si a Dios le agradarán. Ahora háblame sobre los hijos
de estos matrimonios tan originales.
—Ángel, ahora tengo que hacer algunas cosas en mi casa,
mañana puedes venir otra vez. Terminaré, entonces, de describirte
la vida de los canoeros y luego enfrentar aquella de los selk’nam,
los cazadores de las estepas de la Tierra del Fuego. ¡Hasta pronto,
anda con Dios!

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I Parte. Los aborígenes de mi tierra

—¡Amparada mía, ya he llegado de las alturas! Escucharé


muy atento el término de la historia, que tan gentilmente me estás
narrando. Me ibas a contar algo sobre los hijos de esos pueblos
canoeros…
—Parece, ángel mío, que venías volando muy aprisa, porque
hasta tu aureola la tienes torcida. ¡Respira hondo y acomódate
bien, pero antes endereza tu corona, no me gusta verte desorde-
nado!
—¡Ya estás dándome instrucciones otra vez! Recuerda que soy
yo quien te protege, si sigues con esas impertinencias te abandonaré,
entonces no tendrás a quien contar tus penas, tus dolores y preguntar
tus dudas.
—¡Perdóname, Ángel! En verdad, tienes razón, estoy arrepen-
tida, trataré de no reincidir. Sin tu compañía no sé qué haría…
—¡Basta ya de disculpas, empieza ahora!
—Bueno… Las mujeres canoeras daban a luz generalmente en
sus precarias chozas, ya que conocían los síntomas que anteceden
al parto; sin embargo a veces no alcanzaban a llegar a tierra y
debían tener sus hijos en la canoa. Se valían por sí mismas, o con
la ayuda de otras familias. Cortaban con los cuchillos de concha
el cordón umbilical, y de inmediato al nacimiento se daban un
baño de mar, lo cual repetían por una semana. Con esto evitaban
infecciones y podían reincorporarse muy pronto a sus labores.
El niño también era bañado, secado y puesto desnudo cerca del
fuego, sobre una piel. Los hijos eran, en verdad, la gran alegría
de la familia.
—¡Qué valientes eran esas mujeres!
—Si, las mujeres siempre hemos sido valientes, pero el naci-
miento no era todo, la educación de los niños era fundamental
para los padres. Además de lo enseñado por ellos, existía la cere-
monia de iniciación. Sus ritos consagraban el paso de la niñez a
la pubertad, con su correspondiente afirmación del sexo. Esta era
la actividad colectiva más importante de los pueblos canoeros.
Se efectuaba cuando habían logrado suficientes excedentes

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Olga Giagnoni

alimenticios como para interrumpir su eterno vagabundaje y


cuando se juntaban bastantes jóvenes en edad de iniciarse. Su
objetivo era adoctrinar a la juventud en todo lo imprescindible
para preservar sus costumbres, sus normas y mitos. Así podrían
sobrevivir en ese medio de extrema rudeza, como también esta-
blecer una grata convivencia entre ellos, sin roces innecesarios.
—¡Me parece bastante acertada esa ceremonia! Creo que era
un gran acuerdo sobre lo que todos debían cumplir, conviniendo
entre lo que era bueno y lo que era malo. ¿Sin embargo, me podrías
dar algunos ejemplos más concretos de esas enseñanzas?
—Claro, Ángel. Un claro ejemplo de ello era la instrucción
destinada a tener dominio de sí mismos, de su voluntad y de sus
cuerpos. Así los obligaban a permanecer en cuclillas durante
muchas horas, comiendo poco y en silencio, para que en caso
de tormenta, de hambre o de peligro estuvieran preparados para
soportar tiempos adversos. Les daban también a conocer a ca-
balidad los roles masculinos y femeninos que debían respetar y
acatar rigurosamente.
—¿Y dónde efectuaban esos ritos, alguien los dirigía?
—Una vez decidida la celebración, se nombraba un encargado
de ejecutarla; entonces las familias se reunían en un paraje donde
se levantaba una choza, adornando el recinto con colores blanco,
negro y rojo. A su vez ellos se engalanaban con tocados de plumas,
pintándose con barros claros y oscuros y entonando cánticos. Allí
esperaban la procesión de los aspirantes, quienes entraban acom-
pañados de sus respectivos padrinos. Esta ceremonia podía durar
varios días ya que también consultaba trabajos manuales donde
los púberes aprendían a fabricar armas y utensilios de pesca y caza
como arpones, flechas, hondas… Luego de varios días de practicar
los consabidos ritos se consideraba que los jóvenes estaban aptos
para participar en la vida de la comunidad.
—¿Y cómo antes, mujer terrestre, me contaste que no forma-
ban tribus, ni tenían jefes?

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I Parte. Los aborígenes de mi tierra

—¡Eso es cierto! Sin embargo, existía una mínima jerarquía,


como la de dirigir la ceremonia descrita, o el caso de los hechiceros
y chamanes que sanaban a los enfermos del cuerpo o de males
emocionales e invocaban a los espíritus de su mundo sobrenatural.
Pero, Ángel, no creas que cualquiera era chamán, ya que debían
tener un control total de sí mismos, lo cual los obligaba a some-
terse previamente a un exigente aprendizaje.
Te insisto, la mayor parte de su vida la desarrollaba cada
uno con su familia, navegando en su canoa, recorriendo canales
y archipiélagos en itinerarios al azar, ya que rara vez repetían una
misma ruta. Pasaban menos en tierra, donde cualquier lugar era
bueno, salvo que estuviese ocupado por otra familia, o hubiese
ocurrido una muerte reciente, señalada por una especie de crespón
de cuero y plumas, colocada en la ruca abandonada. Esta marca
aciaga testimoniaba una vida tronchada por los espíritus del mal.
—¡Lo tengo claro, mi protegida! Cada familia era esencial-
mente autónoma y no existían odiosas jerarquías. ¿Pero ellos se
reunían en alguna otra oportunidad, aparte de la ceremonia de
iniciación?
—Sí, en las bodas, como te he contado, o cuando varaba una
ballena y tenían comida para varios días. Como ves, eran casos
muy especiales. Claro que, a veces, al cruzarse con otra canoa,
podían pedir un tizón encendido si se les había apagado el fuego,
o ayuda para un parto o un naufragio. En verdad entre las familias
existía una gran reciprocidad.
—Todo lo que me has contado, mi protegida, es nuevo para
mí. Atando cabos, advierto también que existía una unión muy
íntima entre esos seres humanos y la naturaleza.
—Así ocurría, ángel mío. Ellos incluso concebían que una enti-
dad había creado todo lo existente, lo cual se manifestaba en todo
lugar, cosa o ser. De allí que siempre cuidaran al mundo natural.
—¿Pero, cuántos eran?
—No eran muchos, se estiman unos 5.000 kawéscar y 3.000
yámanas. Esa población se mantuvo más o menos constante, las

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Olga Giagnoni

familias eran pequeñas, el clima muy riguroso, carecían de asen-


tamientos definitivos; todos esos factores influyeron en el escaso
crecimiento de su población. A pesar de todo, fueron pueblos muy
antiguos, se calcula que vivieron en esas desoladas áreas desde hace
unos 10.000 años, adaptando su modo de vida a las posibilidades
que le ofrecía el medio. Como no presionaron sobre los recursos
naturales y estuvieron alejados de la población blanca, permane-
cieron mucho tiempo con sus costumbres y hábitos inalterados.
—¿Cómo se sabe eso, mi protegida?
—Por los hallazgos encontrados en varios sitios arqueológicos,
pero no vamos hablar de esto, en verdad me da lata, es muy com-
plicado, no me gustan los restos, los conchales… Prefiero la vida.
—Bueno, entonces cuéntame por qué los kawéscar y los yá-
manas se extinguieron.
—¡Ángel mío, es la triste historia de la llegada de los blancos!
Presta atención. A fines del siglo XVIII comenzaron a arribar
barcos balleneros y loberos que hicieron escasear sus alimentos
marinos y les transmitieron enfermedades desconocidas para ellos,
como la gripe, el sarampión y la tuberculosis, todo lo cual hizo
declinar su población. Más tarde, hacia 1860, familias completas
de estas etnias fueron llevadas a Europa y EE. UU. por encargo de
sociedades comerciales que lucraban con su exhibición al público
en las grandes ciudades. En esos viajes, de cuatro o seis meses, los
indígenas también solían enfermar y morir.
—¡Amparada mía, yo los vi. Tú lo sabes! Recuerdo esos
Zoológicos Humanos donde eran presentados con otras rarezas
de vuestra especie, como enanos, siameses, corcovados… Lo más
impresionante era contemplar a la gente, que pagaba para ver esas
atrocidades, mofándose y riéndose de ellos y hasta tirándoles carne
cruda. Ahora que conozco su infeliz historia, me arrepiento de
haberlos mirado y de extrañarme de su apariencia. ¿Cómo Dios
no envió a sacerdotes, personas buenas para cuidarlos?
—Ángel, sí, ello también sucedió. Llegaron órdenes religiosas
con el fin de protegerlos y evangelizarlos, como el caso de los

50
I Parte. Los aborígenes de mi tierra

salesianos que obtuvieron permiso para realizar su misión en la


isla Dawson. Ellos, de buena fe, quisieron transformar su vida nó-
mada en sedentaria, en especial la de los selk’nam, pero el cambio
de sus hábitos ancestrales fue contraproducente. Por ejemplo, les
pasaron vestimentas occidentales para que dejaran el aceite con
que frotaban sus cuerpos para protegerse del frío y de la lluvia;
sin embargo, estas ropas nuevas, al permanecer constantemente
húmedas, les provocaron nuevas enfermedades.
—En el año 1900 solo quedaban mil kawéscar y doscientos
yámanas; treinta años después, habían descendido a 250 y menos
de 50 respectivamente. ¡Hoy no queda ningún hombre o mujer
puros de esos pueblos canoeros!
—¡Pero, amiga mía, por lo menos se evangelizaron!
—¡A lo mejor, ser del cielo! Pero ellos que siempre habían
creído tanto en espíritus buenos, como malos, al contacto con Oc-
cidente su imaginario se transformó, dando paso al dominio de un
espíritu maléfico que, irremediablemente, los conducía a un reino
de muerte y pudrición. Fue quizás el presagio fatídico del fin de
su cultura, de su eterno peregrinaje por las islas y canales del sur.
El ángel y su protegida, acongojados, derramaron lágrimas
y se abrazaron. Luego se quedaron largo tiempo en silencio,
meditando la triste historia de los canoeros, pensando en su vida
azarosa y en su lenta muerte. Cuando llegó la noche, se durmieron
cansados de tanta pena. Pero al llegar el alba y apareció el sol, se
fueron caminando por el campo verde con dedales de oro en las
orillas. Volvió la risa, volvió el canto, y el ángel dijo: «Háblame
ahora de los selk’nam, ellos por lo menos vivieron en tierra firme».

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Olga Giagnoni

3. Los nómadas terrestres

—Ángel, sentémonos en la hierba, a la orilla de este estero.


Aquí estaremos tranquilos y terminaré de contarte la historia de
los pueblos australes de mi patria.
—¡Buena idea! Hace mucho calor, cerca del agua la brisa
sopla más fresca. ¡Te escucho!
—Ahora te hablaré de los selk’nam, que fueron conocidos
por mucho tiempo como onas. Ellos, al igual que los canoeros,
también fueron nómadas, aunque pedestres. Se desplazaban por
la Tierra del Fuego, por esas estepas de coirones que se extienden
desde el norte y por el centro de la gran isla, suministrando abun-
dantes pastos a los animales. En ese espacio húmedo y ventoso,
sus marchas fueron y volvieron. Portaban poco consigo, sabían
que mientras menos cosas lleva el nómada, más fácil es su andar.
Buscaban ávidos, expectantes, husmeando el horizonte la presa…
en especial del guanaco.
—¿Guanaco?
—Sí, Ángel, guanacos. ¿Que no los conoces?
—Te recuerdo nuevamente que soy europeo, en mis tierras no
he visto ninguno, ni siquiera he oído hablar de ellos.
—Con tus vuelos de altura, podrías mirar alguna vez hacia
abajo, entonces los hubieses visto.
—No te pongas pesada de nuevo, bien sabes que te he escu-
chado con atención, me interesa la historia de Chile y también
su loca geografía, pero existen cosas que no sé; creo importante
aprenderlas.
—El guanaco, mi ser celestial, es un hermoso animal. Posee
un cuello alto, erguido y una menuda y delicada cabeza oscura,
donde destacan grasndes, hermosos y tiernos ojos negros. Su pelaje
es largo, espeso, con la morbidez y la suavidad de la seda, de un
color ocre rojizo, menos en el vientre y el interior de sus patas,
donde se esparce la blancura.
—¡Qué bonitos! Cuéntame más de ellos.

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I Parte. Los aborígenes de mi tierra

—Viven en rebaños, formados por un macho y varias hembras


con sus crías. Cuando son acechados, por un depredador o por el
hombre, el macho, custodio de la manada, detecta el peligro y les
advierte con un balido. Como no tienen cuernos para defenderse,
emprenden veloz la fuga, ya que son muy rápidos en su carrera,
eludiendo cualquier obstáculo. A veces, ante la imposibilidad de
huir, aplican una hábil estrategia para proteger a los más pequeños
o vulnerables, rodeándolos en círculo y formando con sus cuerpos
un poderoso escudo.
—¡Pobres animalitos! ¿Dime para qué los cazaban?
—Ya estás preguntando lo obvio, Ángel, es evidente que sin
ellos no habrían podido sobrevivir. Para los selk’nam fueron pro-
videnciales, ya que con sus pieles se arropaban para defenderse
del intenso frío y su carne constituía su principal alimento.
—¿Y solo comían guanacos?
—No, también cazaban zorros, aves y otros animales
pequeños, ayudándose con perros que habían domesticado.
Además recolectaban frutos y plantas silvestres. Sin embargo,
deseo aclararte que los guanacos predominaban en el sur. En el
norte, en cambio, moraban los cururos o tucutucus, pequeños
roedores de una suave piel que cazaban con trampas. También
en las playas pescaban o sacaban mariscos y aprovechaban las
ballenas varadas o perseguían focas que mataban a golpe de
garrotes.
—¿Entonces habían diferencias entre esos nómadas?
—Sí, pero no hagamos más complejas las cosas, las diferencias
eran pequeñas y no voy a entrar en mil detalles. Además existen
varias contradicciones entre los que interactuaron con ellos, que
fueron testigos de su existencia primitiva.
—Entiendo. ¿Pero dime, mujer, cómo cazaban al guanaco si
esos animales son tan veloces?
—No era sencillo, porque el guanaco en su búsqueda de pastos
cambia constantemente de lugar, y como en la Tierra del Fuego
disponían de un amplio espacio esos pueblos debían moverse a

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Olga Giagnoni

la par que los animales para realizar su caza. Pero los selk’nam
eran altos, enhiestos, de robusta complexión y excelentes corre-
dores, contaban además con diversas armas para atraparlos. Estos
hombres, de arrogante figura, eran cazadores implacables que
abordaban completamente desnudos sus correrías, cargando solo
un arco y en su espalda el carcaj, donde guardaban las flechas.
Usaban también una piel triangular, atada a la frente como som-
brero, cumpliendo, según ellos, la función mágica, de inmovilizar
al guanaco en su rauda escapada.
—¿Me puedes explicar por qué cazaban desnudos y cómo
aguantaban el frío de esas latitudes?
—Lo hacían desnudos para moverse sin traba alguna. Cuando
el frío era muy intenso, mezclaban arcilla carbonizada con grasa
de guanaco, frotándosela por todo el cuerpo. De allí que algunos
blancos los llamaran también «hombres de barro».
—Supongo que algunas veces descansarían.
—Claro, Ángel, no iban a pasar corriendo. Incluso, en caso
de tormenta, también paraban, levantando un refugio cónico
con palos entrecruzados que cubrían con una capa formada por
varias piezas de piel, ya fuera de cururos o guanacos, cosidas con
hilos de tendones de este último animal. Allí pasaban la noche, o
algunos días, despojados de sus ropas, aunque siempre al abrigo
de una fogata.
—¡Ah! Esos fueron las fuegos que avistó Magallanes, de allí
el nombre de esa gran isla.
—Correcto, pero él, como tú sabes, no tuvo contacto con ellos.
Fueron los explotadores de los recursos marinos, los exploradores,
los misioneros quienes conocieron parte de su vida primitiva.
—¡Has investigado harto, mi protegida, te felicito!
—Sí, ya estoy cansada, me ha sido difícil ordenar los diversos
datos dispersos y no siempre similares de su existir.
—Pero para mí ha sido bastante interesante su historia, sigue
contándomela. A propósito, ¿los selk´nam se vestían igual que los
pueblos canoeros?

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I Parte. Los aborígenes de mi tierra

—No, eran más elegantes.


—No te rías de ellos…
—No me estoy riendo, Ángel, es que usaban unas vestimentas
de pieles de guanaco que los cubrían por entero, cayendo suelta
sobre ellos. Se las podían cerrar, abrir o quitar fácilmente y en los
refugios que erigían, en verdad unos simples toldos, las doblaban
y se sentaban sobre ellas. En el invierno, para andar sobre la nieve,
cubrían sus pies con tiras de piel con la lana hacia afuera dejando
grandes huellas al caminar.
—¿Eran entonces los famosos patagones?
—¡Acertaste! Los selk´nam eran de origen patagónico, des-
cendientes de antiguos pueblos pampeanos, bastante parecidos
con los tehuelches de la Patagonia argentina.
—¿Ellos también abandonaban las chozas que levantaban?
—No, Ángel, en el norte, al irse, la mujer enrollaba la piel y
los palos, arrastrando ese fardo hasta la próxima parada. En el
sur, donde existen bosques entre los coironales, no era necesario
guardar los palos, ya que allí eran más gruesos y abundantes,
entonces solo se llevaban la piel.
—Por lo que me estás contando, advierto que también existía
una diferencia de trabajo por sexo, al igual que los canoeros.
—Así es. Al emprender el rumbo, las mujeres cargaban las
pertenencias familiares, que era lo único propio, porque las tierras
eran de todos. Debían además cuidar a sus hijos que transpor-
taban a la espalda en una especie de escalerilla, bien abrigados.
También recolectaban vegetales, marisqueaban si estaban en la
costa, tejían los canastos, preparaban los cueros que secaban en
bastidores, raspándolos y golpeándolos para hacerlos flexibles y
coserlos cuando era necesario.
—Acepto, amparada mía, que las mujeres hicieran tantas
cosas, ya que ustedes tienen más habilidad para ello. ¡Pero trans-
portar como mulas de carga sus utensilios y cuanta cosa tuvieran
lo considero un abuso!

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Olga Giagnoni

—Mira, Ángel, yo no sé bien, pero en el gran altiplano aún se


ven indias cargadas con mil enseres. Sin embargo, sus pertenencias
eran muy escasas y livianas, cada familia disponía de bolsos de
cuero y cestos de fibras vegetales para transportarlas y vejigas de
animales para llevar agua; las pieles, por otra parte, son bastante
ligeras…
—¿Y los hombres, solo cazaban?
—También pescaban, confeccionaban las armas y levantaban
los toldos o refugios para descansar de su eterno andar. La caza
era una actividad muy difícil y cansadora, supongo que también
ellos faenaban los animales. Además la fabricación de sus armas
les debía ocupar mucho tiempo. Yo, por lo menos, no sabría hacer
una flecha, una honda o esos cuchillos de esquirlas de ágata o jaspe.
—¡No te entiendo, mi narradora! Con los canoeros defendías
a las mujeres y ahora lo haces con los hombres. Parece que te
gustaron esos varones de arrogante figura… Bueno, pasemos a
otro tema, dime: ¿Vivían en familias autónomas?
—No, ángel mío. Las familias con parentesco sanguíneo se
organizaban en bandas de cuarenta a ciento veinte personas. Ello
les facilitaba la caza y, si bien no existía propiedad alguna sobre
las tierras, delimitaban los espacios para ejercerla; aunque a veces
si una banda violaba esta norma, se armaban encarnizadas luchas.
—Deduzco, amparada mía, que eran más desarrollados que
los nómadas del mar.
—Es verdad, al formar grupos sociales más cohesionados,
sus costumbres y normas eran menos simples. Eran generosos,
se prestaban mutua ayuda, practicaban el préstamo, el trueque
y respetaban ciertas prácticas propias de la vida en comunidad,
como no tocar la leña recogida y amontonada en un lugar por
otra banda, o la presa encontrada en una trampa o lazo. Además
cuidaban de sus apariencias, tenían ritos y creencias algo más
elaboradas…
—Háblame de ello.

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I Parte. Los aborígenes de mi tierra

—Bueno, te diré que en caso de ceremonias colectivas dedi-


caban mucho tiempo en acicalarse, se desenredaban el cabello
con una especie de peines de pocos dientes, hechos con barbas de
ballena o huesos de delfines y se pintaban cuidadosamente.
—¿Se pintaban como ahora lo hacen las mujeres?
—No, Ángel, eran pinturas corporales que usaban en los fu-
nerales, bodas u otros ritos. Usaban el negro, el blanco y el rojo,
los primeros los obtenían de tierras carbonatadas o de la creta
y para lograr el rojo cocían barros amarillos. Era impresionante
verlos con esa especie de tatuajes de líneas y puntos dibujados
armoniosamente en sus extremidades en el tronco e incluso en
sus rostros.
—¿Cuál era la ceremonia más importante para los selk´nam?
—Sin duda era la hain, el culto de iniciación que perseguía los
mismos fines de los pueblos canoeros. Sin embargo, la diferencia
estaba en que constituía un rito secreto, al cual tenían acceso solo
los hombres, quienes mantenían alejadas al mujeres con gritos
aterradores, rostros cubiertos con máscaras, más sus cuerpos
pintados. De este modo, las engañaban de ser espíritus de los
bosques, afirmando su superioridad sobre ellas, quienes debían
rendirles sumisión, obediencia y respeto.
—¡Bien machistas estos cazadores! Aunque después de la
ceremonia, seguramente, seguiría el festín.
—Claro, Ángel, era la bienvenida a una nueva generación, ya
preparada para conservar sus costumbres y tradiciones.
—¿Cuál era el principal manjar?
—Por supuesto los trozos de carne asada que acostumbraban
a consumir. Terminado el festejo las bandas se separaban y con-
tinuaban su ir y venir…
—No me has hablado de sus creencias.
—Creían en un ser supremo, Taumakel, y poseían al igual
que los canoeros una cosmogonía poblada de espíritus que per-
sonificaban las fuerzas de la naturaleza, como los derrumbes, las
tormentas, en fin. Sin embargo, no tenían imágenes, ni sacrificios

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Olga Giagnoni

o culto formal, menos sacerdotes; se comunicaban directamente


con sus divinidades, rogando su protección.
—Bien, mujer terrestre, en verdad te noto cansada, por último
relátame por qué también los selk´nam desaparecieron.
—… sus pisadas interminables las borró la lluvia, sus pieles
se las llevó el viento, sus tierras las ocuparon otros. Los abando-
naron los espíritus del bien… ¿Pero, ángel mío, por qué de nuevo
estás llorando?
—Estás divagando. ¡Cuéntame, cuéntame la verdad, alma de
esta tierra. Tú sabes bien lo que pasó!
—No me atrevo a hablar.
—No tengas miedo, yo siempre te aconsejo decir la verdad.
—Fue, ángel mío, el desdén, la codicia y la mentira. ¡El símbolo
de la desolación y el espanto que marcó el sur, incluso en pleno si-
glo XX! Fue la dramática historia, que se ocultó acallando testigos,
tergiversando los hechos, censurando textos, silenciando voces…
—¡Con eso no me dices nada!
—Es demasiado trágico, lee mejor el último libro que acaba
de llegar a Chile del historiador español José Luis Alonso Mar-
chante…
—¡No, no tengo acceso, cuéntame algo, aunque sea breve,
debo volver al cielo!
—Si tanto insistes, te diré que sufrieron al contacto con los
blancos, al igual que los canoeros, diversas enfermedades, la al-
teración de sus hábitos, su conversión al sedentarismo. A ellos,
que solo habían bebido agua, los diezmó el alcohol. Pero hubo
algo más que padecieron los selk´nam: el horror de su masacre.
—¿Oí bien, dijiste masacre?
—Sí, mi protector. A fines del siglo XIX la Tierra del Fuego
había concitado el interés de grandes compañías ganaderas y el
gobierno chileno había entregado miles de hectáreas para su co-
lonización. Allí, los colonos introdujeron la oveja que se adaptó
muy bien a esas tierras. La comercialización de su lana y de su
carne los llenó de riqueza. Así fueron expandiendo sus estancias,

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I Parte. Los aborígenes de mi tierra

que cercaban con alambradas, hasta terminar de instalarse en


territorio selk´nam. Lo increíble, Ángel, es que esto sucedió en
las primeras décadas del siglo XX. El guanaco, también dueño de
esas tierras, fue obligado a buscar refugio en lugares más altos,
donde escaseaba el pasto, y empezó a desaparecer de la mirada
de sus habituales cazadores. Los selk´nam, entonces, comenzaron
a pasar hambre.
—¿Y qué hicieron esos nómadas, a quienes les he tomado
tanto cariño?
—Los inocentes, estupefactos, vieron que las praderas estaban
ahora llenas de un animal más pequeño, cubierto de una grue-
sa lana blanca. «¿De dónde habrán llegado?», se preguntaron,
«seguramente lo enviaron nuestros espíritus del bien». Entonces
agradecidos decidieron darle caza, llamándolo «guanaco chico»
o «guanaco blanco»… y, entusiasmados, pasaron esas extrañas
alambradas, comenzando a coger las ovejas para alimentarse.
—Amparada mía, encuentro lógico como actuaron, porque
para ellos era algo absolutamente natural. Además, como me
contaste, no tenían el concepto de propiedad privada.
—¡Ay, Ángel, pero eso no lo entendieron los petulantes estan-
cieros, que enfurecidos con esos pueblos que miraban en menos
llegaron a pagar una libra esterlina por cada selk´nam muerto,
lo cual se confirmaba con la trágica presentación de sus manos
o sus orejas. «Exploradores, estancieros y soldados no tuvieron
escrúpulos en descargar sus Mauser contra los infelices indios,
como si se tratara de fieras o piezas de caza…»1.
—¡Calla, no sigas la historia, es demasiado triste para mí!
Yo vengo de la paz, de la misericordia, no soporto la crueldad, se
me nublan los ojos, tiembla mi voz. Antes de irme por un tiempo
largo, prefiero recordar contigo lo que me has contado de sus
vidas y de su hábitat.

1
José Luis Alonso Marchante. Párrafo censurado de Agostini, 1929.

59
Olga Giagnoni

El rumor del agua, adormeció al ángel y a su amparada,


arreció el calor y el intenso perfume de la pradera
cerraron los ojos, vino el reposo
y soñaron con los nómadas de la tierra y del mar.
Navegando y cazando con ellos,
revivieron los atrevidos tiempos de sus afanes, de su existir.

Al despertar ya no estaban los kawéscar, tampoco los yámanas


y menos los selk’nam.
Se habían ido… para siempre, para nunca más.
Solo quedan sus sendas, que jamás volverán a cruzar.

Entonces el ángel batió sus alas y emprendió el vuelo y me


empapé de sus lágrimas que, en forma de lluvia, cayeron esa tarde
en el pastizal.

60
II Parte
La Colonia y mis alas
Tomé las poderosas alas, aquellas grandes, hechas con las
plumas de los pájaros que vuelan más alto y más lejos; las aco-
modé firmes en mis brazos, colgué en mi cuello el antiguo reloj
del tiempo, le puse la fecha, año 1795, apunté la brújula hacia
el centro de Santiago y emprendí al pasado mi ansiado vuelo.
Descendí bruscamente en la ribera norte del río Mapocho, en
La Chimba, así llamaban a ese barrio donde todo era pobreza,
pero que cobijaba las más grandes y concurridas chinganas de la
Colonia. Abrí bien los ojos para ver sus entarimados, sus tablas,
sus telas y ramas colgantes, recorrí pausada el pintoresco callejón
que formaban unas con otras.
Al atardecer aparecieron las cantoras vestidas de largo con
vivos colores, sacaron guitarras y arpas mientras iban llegando
gañanes, caballos con huasos y grupos de caballeros en son de
juerga. Muy pronto se armó el bullicio; el desenfado de los bai-
les populares llenó el ambiente: la seguidilla rápida y alegre, el
frenético y acompasado fandango, y qué decir del zapateo. To-
das esas danzas, se comentaba, habían sido traídas de España y
transformadas en Chile, donde eran bailadas con tal entusiasmo
que hasta volaba el polvo del suelo de tierra apisonada. Pasaban
las horas y el trago arreciaba caldeando los ánimos, no faltaron
riñas, altercados e insultos, vi entre sombras sacar huascas e
incluso puñales. El alboroto era grande…, decidí alejarme, la
noche tibia y el limpio cielo de antaño calmaron el susto pasado
y mirando hacia arriba, al cielo oscuro lleno de estrellas, me fui
a descansar al fondo de la última y vacía chingana. Allí, en un
rincón, dejé mis alas.
El día siguiente era domingo, decidí cruzar el río. Vi un
puente a lo lejos, era imponente, casi majestuoso con sus grandes

63
Olga Giagnoni

torreones y arcadas, recordé la historia… Era el famoso puente


de Cal y Canto. Lo crucé en silencio entre numerosos paseantes
y seguí caminando al oriente, por la orilla del río, hasta llegar a
un lugar donde la gente miraba entusiasmada. Me fijé en dos ca-
balleros muy elegantes que descendían de sus caballos, mientras
sus criados se hacían cargo de ellos. Conversaban mucho y al
parecer esperaban a alguien, porque no se movieron hasta que, en
calesas, llegaron mujeres ataviadas con finos vestidos e infaltables
mantos. También bajó una niña muy dulce y hermosa. Los señores,
solícitos y galantes, las ayudaron a bajar de los coches. Luego se
encaminaron juntos hacia donde estaba la gente. Curiosa, comencé
a seguirlos para escuchar qué conversaban.
—Gaspar, compadre y benemérito Regidor. ¿Me podría contar
qué y cómo se está haciendo la obra que estamos viendo?
—Mi querido don Juan Manuel, usted ya sabe lo que he-
mos sufrido con el desborde del río, el gobernador ha decidido
reconstruir los tajamares del Mapocho con el fin de impedir la
inundación de la ciudad en sus crecidas. Acuérdese de lo sucedido
en 1783, cuando las aguas cubrieron completamente a Santiago
tras días de torrenciales lluvias.
—Lo recuerdo muy claro, yo calculo que estos tajamares
tienen más de dos metros de espesor y lo están haciendo con una
sólida albañilería de cal y ladrillo.
—Así es. Don Joaquín Toesca, el arquitecto italiano que cons-
truyó La Moneda y la Catedral, no solo está vigilando las obras,
sino que en persona les enseña a los albañiles cómo disponer y
pegar los ladrillos y piedras. Para el asombro de todos tendrá,
aparte de grandes cimientos, veintisiete cuadras de largo. Creo
que habrá tranquilidad por muchos años, siempre que la ciudad
no se extienda.
—No creo que ello pase —exclamó una señora española,
recién llegada a Chile y que los acompañaba—. ¡Santiago nunca
dejará de ser una aldea, está tan alejada del resto del mundo!

64
II Parte. La Colonia y mis alas

Me di cuenta de que su desventurada intervención produjo


una fuerte reacción del resto. Seguro eran criollos, porque todos
comenzaron a contestar en forma airada. Para calmarlos escuché
que el regidor decía:
—¡Vamos ahora al puente de Cal y Canto!
Me fui tras ellos, no quería perder sus interesantes expli-
caciones. Mientras caminábamos, deduje que esos tajamares se
extenderían, en el Santiago donde yo vivía, desde la plaza Baque-
dano hasta la calle Teatinos.
Cuando llegamos al puente que en verdad era soberbio, con
su pétrea estructura y mucho más ancho que el río, don Gaspar
comenzó a contar:
—Este puente fue realizado con la base y los ensambles de
dura piedra labrada. Dicen que para pegarlos se emplearon cien
mil huevos de gallina, cuya clara, mezclada con cal viva y reducida
a polvo fino, proporcionó un excelente cemento para pegar los
grandes bloques de piedra.
—Compadre —dijo Don Luis Manuel—, esta obra, si no me
equivoco, fue hecha gracias al Corregidor Zañartu, quien con su
voluntad de hierro lo hizo construir por los presidarios. Los puso
a cargo de un mayoral, donde varios de ellos perecieron por tantos
latigazos que les daba.
—Lo sabía, como también la cruel decisión que tomó con sus
dos pequeñas hijas, a quienes las encerró en el Convento de las
Carmelitas. Su historia es muy sórdida y triste, hablemos mejor
de otras cosas.
Yo estaba muy entusiasmada mirando y escuchando, cuando
de improviso la conversación se interrumpió con el grito de una
de las damas.
—¡Miren, allá abajo en la caja del río, hay dos bandas de
muchachos del pueblo batallando con piedras!
—Son las bandas de los chimberos y los santiaguinos —sen-
tenció el Regidor—. Es decir, entre los que habitan el barrio del
norte y del sur de la ciudad. A diario les gusta competir entre

65
Olga Giagnoni

ellos, son juegos muy duros y lo peor es que varones y damas de


alcurnia aplauden, avivando a unos y otros. Con ello premian su
destreza y coraje, así se entretienen.
—Los niños de este país son muy indóciles —rezongó la
vecina española—. Mis compatriotas me contaron que es muy
difícil mantenerlos quietos, están asombrados de la audacia de
sus travesuras; hasta los maestros en las escuelas se ven obligados
a recurrir a los azotes a calzón quitado.
—Es cierto —agregó don Juan Manuel—. Tienen mucha ener-
gía interior, son muy rudos; yo creo que ese espíritu les viene por
raza, llevan más de doscientos cincuenta años cruzándose blan-
cos, indios y mestizos. Además, con la gran mortalidad infantil,
sobreviven solo los más fuertes y estos revientan toda disciplina.
Mientras mirábamos la contienda, una gran piedra dio en el
rostro de un chimbero, la sangre le brotó de la boca de los ojos,
y cayó a lo largo de la ribera norte.
—¡No quiero ver más! —se lamentó llorando la niña que era
hija de don Juan Manuel.
—¡Regresemos! —exclamó impresionado el caballero.
La tomó en sus brazos y todo el grupo, al cual me había arri-
mado, se alejó conmovido. Los vi tomar presurosos los caballos y
subir a sus calesas, alejándose raudos en medio de la polvareda.
Su apacible paseo había terminado con un deplorable episodio.
Yo, entonces, volví triste a La Chimba a buscar mis alas.
Cuando recorrí el callejón, a esa hora silencioso, apuré el paso,
quería volar con luz clara, me podría perder en el tiempo si era
de noche, pero el barro y los desperdicios me impedían andar
más ligero, muchos perros me acosaron con ladridos de hambre,
hasta que al fin llegué a esa lejana ramada, me senté en el suelo
a descansar un poco, pensando que volver al presente sería más
rápido que retroceder al pasado.
Una vez recuperado el aliento, me levanté, respiré hondo,
estiré los brazos, en ellos colgaría mis amadas alas. Fui a buscar-
las al rincón oscuro… pero la angustia me devoró en un instante.

66
II Parte. La Colonia y mis alas

¡Las alas no estaban! Trajiné desesperada la ramada y palmo a


palmo los sucios alrededores de las chinganas, me brotaron las
lágrimas, sin ellas el regreso a mi tiempo sería imposible. Cansada,
sollozando, me fui dando cuenta, aturdida de espanto, que estaba
irremediablemente perdida en la Colonia.

Estaba atrapada en esa época, donde había volado con mis


poderosas alas. Su desaparición me inundó de desesperanza,
acosándome el miedo, la tristeza y el desamparo ante la imposibi-
lidad de retornar a mi tiempo. No he podido olvidar hasta ahora
aquellos días de desaliento, de impotencia, de la inmensa soledad
de estar cautiva en ese tiempo tan remoto y ajeno.
Pero, poco a poco, fui levantándome de ese abismo oscuro,
debía de torcer de algún modo esa situación anómala, al menos
conservaba el reloj del tiempo y mis fuerzas iban regresando. Me
impuse imaginar una salida de ese Santiago pretérito que, salvo
algunas señales, todo me era extraño.
Entonces, recordando la historia, concluí que debía buscar la
Plaza Mayor, era el rito consabido de la conquista española para
fundar ciudades. Allí, a lo mejor, podría encontrar algún indicio,
hacer un plan, hallar una apertura a esa encrucijada. Desde la
plaza sería fácil orientarme, de allí partían calles en ángulos rec-
tos formando manzanas, porque el trazado de la ciudad hispana
siempre era una cuadrícula perfecta. Santiago debía ser pequeño
y de escasos habitantes, tal vez podría ubicar a los caballeros
que había conocido a la orilla del río, parecían buenas personas.
¡Seguro, me ayudarían!
Resuelta, tomé mi mochila donde guardaba la brújula, el
brebaje para hacerme invisible, mapas, apuntes históricos y un
cuanto hay. Crucé el Mapocho por el Cal y Canto, siguiendo
derecho por la calle Puente, como le dicen ahora.

67
Olga Giagnoni

A las cuatro o cinco cuadras me encontré de lleno en la


Plaza de Armas y con la Catedral a un costado, en el mismísimo
lugar donde están ahora. Entré a la iglesia, me santigüé con el
agua bendita de la pila de mármol, me arrodillé en un escañó y
recé fervorosa rogando por irme de la Colonia. Al salir, vi otros
edificios importantes, uno de ellos era el Cabildo donde podían
participar los criollos; me acordé entonces de don Gaspar, el regi-
dor que conocí en los tajamares. Al lugar lo animaban vendedores
ambulantes que pregonaban sus mercancías, recorriendo la plaza
en mulas o caballos, con grandes canastas de cuero repletas de
damascos y peras. Me dio hambre, pero no tenía el dinero para
comprar nada. ¿Dónde comería, dónde me alojaría? Entonces,
comencé a fraguar con más detalles mi estadía en la Colonia y
mi posible regreso.
Observando con atención a una dama de edad que compraba
baratijas en una esquina, me acerqué a ella y después de saludarla,
ensayando por si acaso una reverencia, le pregunté:
—¿Sabe usted dónde está la casa de don Juan Manuel?
—¿Qué apellido tiene?
—No lo recuerdo, pero es un señor alto de ojos azules, que
tiene una calesa…
No terminé de hablar, porque de inmediato la señora exclamó:
—¡Ah! Don Juan Manuel Lizárraga, el criollo. Es hijo de un
vasco que murió ya hace años, su casa está cerca, camine cinco
cuadras hacia el poniente y una hacia el norte. Su residencia ocupa
todo un solar, tiene techo de tejas, vive con su familia que es muy
numerosa, él es un acaudalado comerciante y terrateniente, tiene
muchos criados…
—¡Muchas gracias! —la interrumpí, al ver que ya contaba
con los datos necesarios.
Presurosa me encaminé hacia allá, antes de llegar pensé que
no podría explicarle mi insólito arribo desde el futuro, no me
creería, entonces abrí mi mochila, bebí un poco del brebaje que
guardaba en un frasco de vidrio azul y me hice invisible.

68
II Parte. La Colonia y mis alas

De aquel modo pude penetrar, a través del portón de madera, a


su austera casona. La identifiqué al instante por sus gruesos muros
de adobe y tejas de greda. Ya adentro, comencé a husmear en esa
mansión aristocrática, quería recorrerla entera y también conocer
sus habitantes. Atravesé sus tres patios, en el tercero hallé la cocina,
entré, en un gran aparato de fierro ardía la leña, mientras que una
gorda mulata revolvía una olla negra donde hervían porotos. Unas
niñitas sentadas en sillas de pajas conversaban con ella.
—Voy a ir a pillar unas gallinas, la señora quiere preparar ave
para mañana. Tiene invitados —les dijo la cocinera.
Al oír esto, las pequeñas salieron corriendo hacia el huerto
donde estaba el gallinero y la mulata tras ellas. Al quedarme sola,
di un vistazo al recinto, la despensa por suerte se encontraba abier-
ta, aproveché entonces de sacar algunas vituallas; en una bolsa
puse damascos, fruta seca, almendras y cuanto encontré para saciar
el hambre. También en una botella eché chocolate caliente y salí
volando a buscar un lugar donde cobijarme. Lo hallé al lado de
la capilla, a la entrada de la morada, era un cuartucho estrecho
donde guardaban velas y ornamentos sacramentales, comí con
ansias, y cansada de haber caminado tanto me quedé dormida.
A la hora, desperté de súbito, quería seguir conociendo la
extensa casona. Visité primero al despacho del amo, allí en el gran
mesón de patagua estaba su carta del día anterior, leí la fecha,
27 de enero de 1795. Comencé a trajinar, abrí sus cajones, miré
sus papeles de negocios y cuentas, estaban escritos con una letra
fina llena de adornos, en la mesa yacía un frasco de tinta y varias
plumas de gansos. Al salir, en medio del silencio, olí los restos de
la abundante comida, mientras todos dormían esa bendita siesta
de los tiempos idos.
Luego me dirigí al primer patio, llegué al zaguán, me afirmé
en el enorme portón asegurado con barras de hierro y remachado
de clavos redondos. Por la puerta del costado, esa con mirilla, me
asomé a la calle empedrada, sentí a la ciudad enmudecida y vi al
sol relucir en lo alto.

69
Olga Giagnoni

Cuando entré de nuevo, la familia ya circulaba por los diversos


aposentos que rodeaban los patios; los escuché conversar, reír, dar
órdenes, orar, jugar… Decidí alejarme de tanto ajetreo y me fui al
fondo para conocer el huerto o quinta, como también lo llama-
ban. Era un extenso lugar cruzado de numerosas acequias, donde
hileras de hortalizas y árboles frutales mostraban el esplendor del
verano. Todo era calmo, el calor arreciaba.
Reparé en dos criados que afanados rastrillaban el suelo y
conducían el agua por distintas acequias. Los observé cuidadosa,
uno de ellos, de cara redonda, complexión robusta y ojos vivaces,
sin duda era indio, el otro, mestizo. Me acerqué para oír qué con-
versaban, estuve la tarde entera escuchándolos; mi mente urdía,
entretanto, osadas pistas para recuperar mis alas.
Al anochecer regresé a mi cuarto; todos rezaban en la capilla
contigua. Oí al Sereno vocear la hora y el tiempo. Puse atención al
suave resoplar de los caballos en las pesebreras y al ladrar de los
mastines que rondaban sueltos por el exterior oscuro. Extenuada
y oyendo el murmullo de los interminables rosarios, me embarqué
en un sueño agitado, colmado de sobresaltos y pesadillas.
Al día siguiente me levanté al alba, antes que nadie, no quería
ser vista. En esta ocasión no había ingerido mi pócima, estaba vi-
sible. En puntillas, para no despertarlos, me dirigí al huerto. Debía
conversar con el indio, a quien había oído hablar de los machis de
la Araucanía y de una mujer diestra en tejer lana y coser plumas.
Cuando entré a la arboleda lo vi arriba de un árbol recogiendo
damascos con un gran saco terciado en el pecho. Para confirmar
su origen lo saludé en mapudungun, el idioma mapuche.
—Marimari.
—Marimari —me contestó sonriendo, pero a la vez sorpren-
dido y alzando el sombrero.
Con esa única palabra en su lengua, nos hicimos compin-
ches. Se llamaba Pedro, para qué decir cuánto conversamos y al
acuerdo llegado: la india, armadora de plumas, que era su amiga,
podría quizás hacerme alas nuevas como le había explicado. En

70
II Parte. La Colonia y mis alas

compensación yo debía enviarle bebidas, alimentos, collares de


cuentas, espejos y otras cosas que le apetecían.
Hecho el pacto, me tomé la pócima mágica que llevaba es-
condida y me fui al segundo patio donde se reunía la gente. Era
hermoso, rodeado de corredores, plantas y flores y con una fuente
de piedra en el medio; me senté en un sillón de mimbre pensando
en lo conversado con Pedro.
Él no se había extrañado de mi singular relato, quizás porque
en sus creencias ancestrales podría pasar cualquier cosa, como la
de los blancos barbudos que llegaron a arrancarles su feraz terri-
torio y, más aun, montados en esos grandes animales que llamaban
caballos. Tampoco le asombró que yo viniera de un tiempo futuro
y que para volver necesitara otras alas. Se concentró, eso sí, en las
plumas que debían emplearse para armarme las nuevas.
—La mayor parte de ellas —me había dicho— deben ser de
cóndores, porque ellos vuelan muy alto en la cordillera andina y
hacen sus nidos en los riscos de los montes. Además tienen una
vista poderosa, de largo alcance que le servirá en el regreso. Debe
colocarles también plumas más cortas, pero de esos pájaros que
se trasladan de un lugar a otro, recorriendo grandes distancias,
como los picaflores y jilgueros.
—Claro —le había confirmado entusiasmada—, plumas de
aves migratorias. Yo conozco unas que vienen desde muy lejos, del
hemisferio norte e incluso del Ártico, como los blancos playeros,
¿los conoce?
—Sí, ahora que usted me dice, los he visto, son pájaros del
mar y vienen en enormes bandadas.
Después había agregado, mirándome dudoso:
—A mi amiga le gusta adornar los conjuntos de plumas con
vivos colores, deberá aceptar entonces, las verdes de los choroyes
o tricahues y también las plumas rojas del pecho de las loicas.
—Eso me gusta mucho, Pedro, además las loicas vuelan per-
pendiculares por los aires, eso me ayudará.

71
Olga Giagnoni

De manera inesperada, finalmente sentenció con voz grave


y un dejo de tristeza:
—Todo eso… demorará un tiempo largo.
Me tragué las lágrimas y me volvió el agobio. ¡Mi retorno de
la Colonia se postergaba de nuevo! Pero al minuto, suspirando,
tejiendo esperanzas, musité ferviente:
—¡Salvo que pudiera encontrar mis alas robadas!

Resignada a permanecer más tiempo en la Colonia, decidí


entretenerme conociendo bien todos los rincones de la mansión
de don Juan Manuel. Así recorrí las pesebreras, el galpón donde
guardaban las monturas, los arneses y donde también herraban
los caballos. Me subí a la calesa y a las carretas tiradas por bueyes
que llegaban del campo, repletas de cueros y sebos que exporta-
ban al virreinato del Perú. Visité el comedor, la capilla, la pieza
de costura, los dormitorios y las bodegas. Me introduje incluso
en las piezas de los criados y en la gran bodega que se alzaba en
el fondo. Por fin obtuve una completa visión de la casona y pude,
segura, desplazarme a mi antojo.
Ya fatigada de tanto trajín, comencé a individualizar a sus
diversos residentes, identifiqué a los patrones, a los hijos grandes
y pequeños, a los hermanos, los tíos, los cuñados, los primos y a
la servidumbre. Así pasaron varios días en espera de noticias de
Pedro, quien se había ido al sur, a la misión que le había encar-
gado: conseguirme nuevas alas para salir de esa antigua época de
mi tierra, del último siglo de la Colonia donde estaba atrapada.
Continué sacando comida de la cocina o de la despensa y
durmiendo en el cuarto, pero aburrida de estar tan sola, de la
necesidad de conectarme con otros, resolví tomarme la pócima
para hacerme invisible y espiar de cerca a la familia con el fin de
saber más de sus inquietudes, de sus preocupaciones.

72
II Parte. La Colonia y mis alas

Una tarde divisé a don Juan Manuel llegando al segundo patio,


asía de la mano a su hija Catalina, la niña que había visto llorar
en el puente de Cal y Canto cuando cayó herido el chimbero. Lo
vi detenerse frente a una criada, quien con una profunda venia,
le decía:
—Doña Leonora, su esposa, desea hablar con Vuestra Merced,
está en la sala donde acostumbra a recibir sus visitas.
—Gracias, voy de inmediato para allá. Usted, Catalina, diríjase
a su habitación.
Lo seguí a la sala. Allí estaba también su hermana, doña
Manuela, una joven rubia, refinada y jovial, aunque una tenue
melancolía cubría su rostro. El patrón se sentó junto a ellas, eli-
giendo una de las butacas de cuero. No alcanzaron a intercambiar
palabras cuando apareció nuevamente la criada para avisarle que
había llegado el regidor, don Gaspar, el padrino de Catalina.
—Hágalo pasar aquí de inmediato, él no puede esperar. Mi
compadre, como usted sabe, es un amigo de plena confianza de
la casa.
Después de un momento apareció el caballero. Entró a paso
largo, con sus ojos chicos y chispeantes rasgados en una am-
plia sonrisa, enarbolaba en círculos su bastón con marfil en el
puño, mientras en la otra mano sostenía el sombrero. Después
de los saludos de rigor, la dueña de casa les sirvió una copita de
mistela1, a su vez los señores comenzaron a conversar sobre los
acontecimientos de la semana, ya que don Gaspar, como regidor,
siempre estaba al tanto de las últimas noticias, no solo del país,
sino también de España, la lejana madre patria.
Esperando que terminaran de conversar y luego de un hondo
suspiro, doña Leonora se atrevió a decir:
—Mire Juan Manuel, aprovechando la presencia de nuestro
compadre y de su hermana, quienes saben mucho de este asunto,
deseo solicitarle algo muy importante.

1
Trago casero preparado con aguardiente y frutas maceradas.

73
Olga Giagnoni

—Diga nomás, estoy ansioso de escuchar su petición, debe


ser algo de gran interés.
—Se trata de que usted, si lo tiene a bien, me dé su beneplácito
para que nuestra hija Catalina vaya a una escuela. Me refiero a una
que acaban de abrir las Monjas Agustinas en su convento —dijo
y luego agregó, con voz anhelante para suavizar su demanda—:
Es solo para las niñas de alta sociedad.
—¿Pero cómo? Si en nuestro hogar ya ha aprendido a leer
y escribir, además sabe contar. ¡¿Qué más quiere una jovencita
como ella?!
—Bueno —le replicó con dulzura su esposa—, ella quiere
aprender más.
—Yo no sé para qué desea ser tan instruida, si después se
casará y deberá criar sus hijos y preocuparse de los quehaceres
del hogar.
—¡Hermano, escúcheme! —casi le llamó la atención doña
Manuela—. Me gustaría recordarle que Catalina ha aprendido
conmigo a leer y escribir, además de catecismo y algo de aritmé-
tica. A mi parecer, debe asistir a una escuela, si no olvidará todo
lo aprendido. A ese convento llegó hace poco de España, para
ocupar el cargo de abadesa, una monja con muchos estudios en
Europa, no siempre contamos con profesores tan preparados,
debemos aprovechar esta oportunidad.
—¡Claro compadre, su señora hermana tiene razón! ¿Cómo
a sus hijos mayores los mandó a la escuela pública del Cabildo y
aprendieron bastante?
—¡Ellos son hombres! Además, acuérdese que usted me con-
venció, a mí no me gustaba la idea, allí asistían niños de todas las
clases sociales, hasta mestizos pobres, incluso se hicieron amigos
de algunos malandrines. Sin embargo, reconozco, que al final
quedé conforme, aunque luego los mandé al Convictorio Carolino
para que aprendieran más. Después, el mayor estudió en la Real
Universidad de San Felipe y ya me ayuda en mis negocios, y el
segundo, como usted sabe, estudia en el Seminario para sacerdote.

74
II Parte. La Colonia y mis alas

—¡¿Ve, don Juan Manuel, que yo estaba en lo cierto?! También


ya es hora que se abran escuelas públicas para las niñas y aun para
los ignorados negros que tienen prohibido asistir a los colegios.
Catalina es muy inteligente, sería una pena que usted no la dejara
estudiar, y más aun en las Agustinas que tienen un gran prestigio.
—¡Oiga, compadre, usted se está pasando con sus ideas li-
bertarias, seguro que hasta piensa en la independencia de Chile
del rey de España!
Entre tragos de mistela, la conversación siguió acalorada…
hasta que por fin oí al amo dar su consentimiento, bajo la presión
mancomunada de su esposa, su hermana y de su amigo compadre.
Al escucharlos contentos, y superados tantos argumentos contra-
dictorios, me evadí silenciosa, tenía sed, me encaminé a la cocina.
Al entrar me envolvió un intenso ajetreo, se preparaba con
antelación un gran sarao 2. Cogí un vaso, lo llené de jugo de na-
ranjas y me lo zampé hasta el concho. Mientras bebía, observé a
los tíos mayores que, secundados por las sirvientas, preparaban
los tragos para la fiesta; mezclaban líquidos en tiestos diversos, y
afanosos le echaban hierbas, frutos, especias, creando horchatas
de almendras, alojas de culén3 y mistelas de apio, de guindas, de
coco; también los vi componer vinillos de aguardiente con clavo
y canela que los probaban de tanto en tanto, catando sus sabores
y riendo animados.
¡Ese sarao no me lo perdería! Estaba harta de permanecer
en el interior de ese hogar y presenciar solo su vida cotidiana. La
fiesta me seducía, contemplarla sería llevarme un fragmento de
las diversiones de una sociedad en la penumbra de los tiempos,
un documento vivo para guardar en mi memoria. Cuando volví
a la salita, anochecía, don Gaspar se retiraba, mientras la niña
Catalina, acompañada de una sirvienta, llegaba a despedirlo.

2
Reunión nocturna de personas distinguidas para divertirse con baile y música.
3
Planta medicinal, cuya corteza se usó en Chile para preparar un trago con
aguardiente, clavo, canela y azúcar.

75
Olga Giagnoni

—El próximo sábado, ahijada, la voy a venir a buscar en


compañía mis hijos, quiero que conozcan el Cabildo por dentro.
Don Juan Manuel, a quien le gustaba controlar todo, exclamó:
—¡Ello me interesa compadre, yo también iré con ustedes!
Manuela y Leonora creo que también querrán acompañarnos.
El sábado, tal como lo habían conversado, las dos familias se
juntaron y yo, muy entusiasmada, me encaramé con prontitud en
la calesa; deseaba conocer más de ese Santiago de antaño. Prime-
ro fuimos a misa a la Catedral, luego nos dirigimos a la esquina
nororiente de la Plaza de Armas donde estaba el Cabildo, ubicado
en el mismo lugar de la Municipalidad de ahora. En ese paseo
pude conocer mejor a Catalina, era una pequeña muy inquieta,
quería saber todo y siempre estaba preguntando.
—Padrino, antes que entremos, cuénteme qué hacen ustedes,
los regidores, en el Cabildo, ¿por qué es tan importante?
—Aquí tomamos muchas decisiones relacionados con el go-
bierno de la ciudad. Nos preocupamos de su aseo y ornato para
un mayor bienestar de los habitantes. Ahora, por ejemplo, hemos
dispuesto que exista alumbrado público en las principales calles
del comercio. ¡Esta ciudad está muy oscura!
—¿Cómo van iluminar las calles? —volvió a preguntar la niña.
—Vamos a poner faroles con velas, protegidos por vidrios y
colgados de pescaderas de fierro. Claro que solo en once cuadras,
para más no alcanza el presupuesto.
—¿Y de qué otras cosas se preocupan? —insistió Catalina.
—También actuamos de jueces locales, es decir, resolvemos los
conflictos que surgen entre los vecinos. Aquí hay muchas rencillas,
aunque, por lo general no muy graves, ya sea porque los mordió
un perro, o pasó un caballo corriendo por la calle, otras veces por
el ruido en la casa del lado, o un árbol que molesta en el muro
medianero… En fin, nunca falta algo para motivar discusiones.
Después de este diálogo entramos a visitar el interior del
Cabildo y recorrimos las dos salas de sesiones escuchando las
explicaciones de don Gaspar. En la primera, donde se sesionaba

76
II Parte. La Colonia y mis alas

en invierno, yacían braseros de bronce ahora apagados, y en el


muro principal destacaba imponente una pintura con los reyes
de España, Carlos IV y María Luisa, que lucían vestidos con toda
la pompa de la corona; ella con alhajas preciosas y él lleno de
medallas y con la banda de su investidura terciada en el pecho.
Luego nos dirigimos a la Sala de Verano, donde se reunían en esta
época del año por ser más fresca; me pareció muy distinguida con
sus cortinas de damasco carmesí bordadas con flores de oro y el
suelo cubierto con una alfombra roja de guardas amarillas.
Desde allí nos fuimos a pie hacia la casa de La Moneda.
Cuando caminábamos a su alrededor, de improviso el Regidor se
detuvo, preguntándole a los niños:
—¿Saben lo que se hace ahí adentro, pequeños?
—¡Nooo! —corearon todos,
—¡Esto! —exclamó, metiéndose la mano al bolsillo y sacando
unas monedas de plata que extendió en la palma de su mano—. En
esta casa es donde por primera vez se acuñan monedas en Chile.
Por ello, este edificio se construyó tan sólido y seguro, a prueba
de cualquier robo o terremoto. ¡Miren las rejas que protegen sus
ventanas! Son las firmes y apetecidas rejas de Viscaya.
—Ellas se fabrican en la tierra donde nacieron mis padres —
remató orgulloso, como descendiente de vascos, don Luis Manuel.
—¡Así es! Este monumental edificio es de líneas muy sobrias
y muy simples. Yo admiro este nuevo estilo, son las ideas que ha
impuesto Toesca —agregó don Gaspar.
—Lo más importante, compadre, es que al contar con mone-
das del país se está activando mucho el comercio.
—Usted siempre con su espíritu práctico, Juan Manuel, por
eso debe estar tan rico.
—A mi parecer, compadre, creo que no estamos tan mal
como usted dice. En este último tiempo hemos contado con
muy buenos gobernadores españoles, ellos han hecho grandes
obras en la ciudad. Además con la ampliación del comercio por
Su Majestad, Chile se ha abierto al tráfico internacional. Ahora

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Olga Giagnoni

podemos importar productos de Asia, gracias a la Compañía de


las Filipinas estamos inundados de productos finos de la India
y la China, sedas, muebles, porcelanas, marfiles… Lástima que
Chile carezca de productos que pueda exportar a esas regiones y
solo podamos vender nuestro trigo y otros productos agrícolas y
ganaderos a las demas colonias de América.
—¡Se le olvidó mencionar ese odioso contrabando, que se hace
a vista de nuestras autoridades hispanas! Además, Juan Manuel,
usted solo ve su casa y el centro de Santiago, pero cuando uno
va a la periferia, allí sí que da pena. La miseria es muy grande en
los rancheríos, no sé cómo pueden vivir seres humanos en esas
covachas.
—Es que a la mayoría de esos mestizos no les gusta mucho
trabajar, están enviciados con el alcohol. Además lo poco que
ganan se lo gastan en las chinganas, las carreras de caballos o las
riñas de gallos.
—¡Es para olvidar su miseria, compadre! Los pobres ni si-
quiera tienen agua, deben ir a buscarla a las acequias cercanas
para hacer su comida.
Yo entretanto meditaba cómo esos dos amigos podían ver las
cosas tan diferentes. En eso, interrumpió doña Leonora, diciendo:
—¡Se hace tarde para ir a comer… Se secará el asado!
Me di cuenta de que la intervención del ama de casa obedecía
a su forma disimulada de poner término a las acostumbradas disi-
dencias entre el regidor y el rico terrateniente. Además, el apetito
arreció con la mención de la carne, así que todos subimos a los
coches, que avanzaron trepidando por las calles pavimentadas
con piedras de huevillo, mientras el cochero azuzaba las mulas.
Cuando llegamos a la mansión me volvió la inquietud, busqué
a Pedro por todos lados, pero no estaba en parte alguna. ¿Qué
le habría pasado? ¿Por qué no regresaba? Me era preciso encon-
trar mayor información sobre la tan mentada Araucanía y sobre
la india experta en coser plumas, sin ella era imposible volver a
tener mis alas. Alguno de los criados debía saber algo, tenía que

78
II Parte. La Colonia y mis alas

seguirlos, escucharlos, conectarme con ellos. El tiempo pasaba


inexorable. A lo mejor hasta sería preciso ir a buscarlo a ese sur
lejano, pleno de mitos y leyendas. Sin embargo, ello significaba
introducirme en un peligroso territorio de dominación indígena
que, hasta la fecha, había sido imposible de ser conquistado por
los españoles. Plena de incógnitas y de incertidumbres me retiré
a mi cuarto, al lado de la capilla. En la noche, cuando todos
durmieran, encendería velones en el altar y clamaría a todos los
santos por su bendita ayuda.

Desesperada por no saber nada de Pedro, decidí ir hablar con


el otro peón que trabajaba en el huerto, se llamaba Mateo, era un
mestizo oscuro, de pocas palabras. Él ya me había visto cuando
conversaba con su compañero y también escuchado parte de lo
que hablamos.
—Mateo, ¿ha sabido algo de Pedro?
—No.
—¿Por qué no ha regresado?
—Está enfermo, allá en la Araucanía.
—¿Cómo lo sabe?
—Le mandó a avisar al patrón.
—¿Cómo se llama su amiga india, a la que fue a ver?
—Racloma.
—¿Usted sabe dónde vive?
—En La Frontera.
—¿Y dónde está La Frontera?
—Está muy lejos.
—¿Cómo se puede llegar allá?
—A caballo o en carreta… y yo no sé más.
El trabajador se dio media vuelta y siguió conduciendo el
agua por los diversos surcos y acequias del huerto. Al menos había
conseguido algunos indicios de Pedro, pero debía averiguar más.

79
Olga Giagnoni

Entonces, armándome de valor, comencé a elucubrar la arriesgada


hazaña de ir a buscarlo a la Araucanía.
Angustiada, volví a la casa, me tomé la pócima para hacerme
invisible y busqué a las mujeres. Ellas eran de más palabras, de
historias, chismes y cuentos; algo podría recabar de sus conversa-
ciones. Busqué a Leonora, la esposa del amo, que en ese momento
se encontraba en su amplio y altísimo dormitorio conversando
con sus hermanas y cuñadas. Estaba también la niña Catalina. Las
damas charlaban sobre las grandes calamidades que había sufrido
la capital, del asedio e incendio sufrido en 1541 por los indios, del
terremoto de mayo de 1647 y recordaban la última gran avenida
del Mapocho de la cual habían sido testigos. La conversación se
hacía interminable. Mientras tanto yo prestaba atención a Cata-
lina que, cobijada en la falda de su tía Manuela, observaba con
insistencia un gran medallón que colgaba en su cuello, hasta que
descubrió, esbozando una ligera sonrisa y tocándola con suavidad,
una diminuta cerradura.
Terminada la reunión, todas se dispersaron, pero la niña
siguió a su tía y yo las seguí a ambas. Mientras caminábamos, la
pequeña le preguntó curiosa:
—Tía, cuénteme, por favor, ¿qué misterio encierra ese meda-
llón que siempre lleva en el pecho?
Manuela, instintivamente se lo tocó sorprendida y algo mo-
lesta, aunque luego reaccionó, acariciándole los cabellos, mur-
murando con ternura:
—Ahora iremos a comer, ve a mi habitación después de la
siesta, te contaré la historia, pero es un secreto. ¿Sabes guardar
un secreto?
—¡Sí, tía, lo juro!
Después que almorzaron, me dirigí a la habitación de Cata-
lina, quien recostada en su lecho y moviendo incesante sus ojos
claros pensaba ensimismada. Entonces saqué mis gotas mágicas
y me transformé en una delgada columna de vapor para penetrar
en su revuelta cabeza.

80
II Parte. La Colonia y mis alas

Mi tía Manuela quedó viuda tan joven, ese meda-


llón algo tiene que ver con su esposo Beltrán, en casa
nunca se menciona su muerte, lo único cierto es que
era un apuesto oficial de los Dragones de la Reina.
¡Qué pase pronto el tiempo para juntarme con ella!

Terminada la siesta, seguí a la niña donde su tía, quien después


de abrazarla, la sentó a su lado, se sacó el medallón y le mostró un
símbolo de amor grabado en relieve sobre su contratapa de oro.
Luego lo abrió con sumo cuidado y comenzó a describirle su con-
tenido mientras sus lágrimas caían en reguero… Eran recuerdos de
su esposo, un cadejo de pelo, una insignia de su uniforme y, en el
fondo, su rostro pintado en una miniatura. Catalina conmovida,
se incorporó para ver mejor la imagen de Beltrán.
—¡Tía, qué lindo era, parece un príncipe de cuento! Pero él
ya murió hace tanto tiempo, no llore más, tome un sorbo de este
mate…
Después de dejar la bombilla, Manuela siguió hablando:
—No importa el tiempo que haya pasado, nosotros nos ju-
ramos amor eterno, más allá de la vida, él me esperará en el cielo
y continuaremos amándonos siempre. Era tan tierno, tan guapo,
más aun cuando lucía su tenida de Dragones; las mujeres me lo
envidiaban, pero él solo tenía ojos para mí. Este medallón es su
recuerdo, mi pena y mi secreto, no deseo que nadie sepa que él
está allí, acompañándome. Bueno, mi niña, si te he contado mi
secreto es porque deseo que me hagas una promesa.
—¡Lo que me pida, tía, yo la cumpliré!
—Cuando muera, sobrina, tú deberás preocuparte de que me
entierren con el medallón, nadie debe sacármelo y menos abrirlo,
nadie debe quedarse con estos recuerdos, son solo míos.
—Se lo prometo —pronunció solemne la pequeña, enjugán-
dose un lagrimón.
Yo, sin presencia y sin palabras, las observaba. Era un antiguo
relato de amor, una escena distanciada más de doscientos años
atrás, un trozo de historia íntima para llevarme al siglo XXI. Sentí

81
Olga Giagnoni

el privilegio de escucharla. Percibí la tristeza y la desolación de


Manuela y también la desazón de Catalina, seguramente por haber
escuchado por primera vez un secreto y haber hecho esa inesperada
promesa. Pero también sentí la hermosa complicidad que existía
entre ambas, ese vínculo que se crea con la estrecha convivencia.
Sin embargo, pasado unos minutos de recogimiento, la niña
anhelante le pidió a su tía:
—¡Pero usted debe contarme por qué y cómo murió el tío
Beltrán! Yo quiero saber, aquí nadie habla jamás de lo sucedido.
—Otro día te lo contaré, cuando me abandone la pena, ahora
salgamos al patio, necesito una bocanada de aire fresco… Además
debemos prepararnos para el sarao de mañana.

—¡Ave María Purísima, las ocho han dado y sereno!


Era la consabida voz del hombre que recorría las calles pre-
gonando la hora y el tiempo, que resonaba lejana, mientras oía
desde mi aposento el estrépito de los carruajes en las piedras, al
llegar al primer patio con los invitados a la fiesta. Me asomé de
inmediato. Desfilaban orondos, en medio de las reverencias de los
lacayos, las damas ataviadas con lujosos vestidos y los señores
con pelucas amarradas en coletas y medias de seda. Eran recibidos
a la entrada de la cuadra4 por el dueño de casa, después de ser
anunciados con gran circunloquio.
El sarao había sido organizado con el fin de dar la bienve-
nida al nuevo Oidor de la famosa Real Audiencia, el tribunal
más importante de las colonias hispanas. Sus jueces eran los que,
después de oír los alegatos de defensores y acusados, dictaban las
sentencias más importantes. Este organismo, formado solo por
españoles, excluía a los criollos, que eran hijos de ellos, pero naci-
dos en América. Sin embargo, el más esperado era el Gobernador
4
Salones de las casas de mayor alcurnia de la Colonia, que separaban el primer
patio del segundo.

82
II Parte. La Colonia y mis alas

del Reino de Chile, don Ambrosio Benavides, a quien don Juan


Manuel se había atrevido a invitar con la esperanza de que lo
honrara con su asistencia.
Antes de que llegaran las conspicuas autoridades, decidí
entrar a la cuadra. Me admiré de verla tan iluminada con arañas
de cristal, recién compradas, donde se reflejaban las llamas de
sus velas. Reparé también en los muebles nuevos, uno precioso,
incrustado con nácar y marfil, varios sillones lacados, un gran baúl
de cuero repujado, en fin, habían echado la casa por la ventana.
Incluso, al pasar, oí comentar que la residencia de los Lizárraga
se había transformado en una de las más distinguidas mansiones
de la aristocracia santiaguina.
Para qué decir cómo vestían las damas de la familia, la cos-
turera no había levantado cabeza cosiendo las telas tornasoladas,
los rasos y terciopelos, y afanosa había armado los miriñaques,
una prenda interior rígida y almidonada que ahuecaba las sayas
o polleras y que dejaba ver los pies, como era la moda. Todas
las señoras lucían amplios escotes y complicados peinados con
trenzas y trencillas, suntuosas joyas, delicados perfumes hechos
en casa y hasta lunares postizos. Me sentí ridícula con mi traje de
viaje, mi mochila y el viejo reloj del tiempo colgado en el cuello.
Menos mal que nadie podía verme. Por fin llegó la carroza del
Gobernador que venía con el nuevo jurisconsulto.
Terminada la ansiosa espera y después de ser anunciados
y saludados, comenzó la música, mientras los sirvientes hacían
circular bandejas con confites y bebidas.
Me arrimé cerca de ellos para oír sus comentarios.
—¿Quién es esa señora vestida de negro que toca el clavicor-
dio, con acordes y melodías tan dulces? —preguntó el Gobernador.
—Es mi hermana, doña Manuela, viuda de don Beltrán, el
conocido capitán de los Dragones —respondió el dueño de casa.
—¡Ah, conozco ese caso! Cuando termine, preséntemela, sé
bastante de música… y le puedo decir que toca divino. Yo me re-
tiraré temprano, tengo muchos asuntos de gobierno que resolver.

83
Olga Giagnoni

Como usted debe saber, prácticamente no asisto a este tipo de


reuniones, pero no podía dejar de acompañar al Oidor.
Las voces se callaron cuando los músicos contratados; violi-
nistas y flautistas además de un alto y delgado arpista comenza-
ron a tocar diversas piezas de bailes, todos muy ceremoniosos y
cortesanos, nada que ver con los que había visto en La Chimba,
ellos eran los favoritos de la gente de alcurnia, como el minué y
la contradanza, bailados con complicados pasos y figuras, en una
solapada competencia.
Me acerqué de nuevo a don Ambrosio que le confidenciaba
al Oidor:
—Me gustan mucho las chilenas por su espontaneidad y des-
envoltura, parece como si uno las conociera desde toda la vida.
En ese momento, justo a la medianoche, fuertes palmadas
reclamaron silencio y uno de los mozos con librea roja exclamó:
—¡A la mesa, señores, que a comer y a misa, una vez nomás
se avisa! La concurrencia se dirigió y agolpó en el comedor, donde
en una flamante vajilla se ofrecían apetitosas y opíparas viandas;
cerdo, pavo, cabrito, pescados y mariscos, ensaladas y legumbres,
además de huevos chimbos, suspiros de monjas, fruta confitada,
merengues. Sirvieron también los entremeses típicos del terruño,
como queso de Chanco, aceitunas de San Fernando, pasas de Elqui
y quesillos de Renca.
Apenas cenaron, las autoridades se retiraron. La despedida fue
muy ceremoniosa y halagadora para los amos, y los comensales
se deshicieron en reverencias.
Pero una vez que salieron la fiesta se hizo intensa, los criollos
no dejaron de comer y beber, dando cuenta de todo el ponche;
bailaron y cantaron toda la noche, hasta cuando la luz de la aurora
comenzó a reflejarse en las ventanas. Los vi salir achispados a to-
mar sus calesas y alcancé a oír algunos de sus sabrosos pelambres.
—¿Qué te pareció el té y el café que sirvió doña Leonora? Yo
no sé qué le ha dado por reemplazar al mate. Le fascina introducir
los gustos europeos. ¡Seguro que es para impresionarnos!

84
II Parte. La Colonia y mis alas

—Yo nunca los había probado, pero prefiero lo nuestro.


—¿Se fijó en nuestra vecina española que se retiró con su
marido apenas salió el Gobernador?
—No le agradaron los otros chilenos invitados, miraba con
horror cómo bebían y cantaban.
—¿Se dio cuenta que el Gobernador estaba impresionado
con doña Manuela?
—Es que ella toca y baila muy bien, pero no se dio por aludi-
da, vive concentrada en sus recuerdos y su música y en compartir
con su sobrina Catalina.
—¡Ah, esa niña tan entrometida! Ahora está yendo donde las
monjas Agustinas, yo no sé para qué, es tan inquieta que no creo
que la vayan aguantar mucho tiempo.

Después de la fiesta todos nos fuimos a dormir. Nos levanta-


mos al mediodía, justo para almorzar los conchos del sarao. En la
tarde, los mayores tomaron una larga siesta, mientras yo buscaba
a Catalina por todas partes. La encontré en el patio de la fuente de
agua, jugando con botes de hojas que hacía navegar con el soplo
de un abanico de papel. Tan absorta estaba que no oyó llegar a
su tía Manuela, quien, contemplándola un rato, sonriendo le dijo:
—Mi niña querida, debemos practicar la escritura, tengo
varias plumas de ganso afiladas, listas para que las uses. Ven a
mi alcoba, pero antes cámbiate el delantal, lo has mojado. ¿Qué
diría tu madre si te viera?
A la pequeña se le iluminó la mirada ante la expectativa de
oír la historia que tanto ansiaba y corriendo se fue a arreglar para
luego dirigirse al dormitorio de su tía.
En el sosiego de la canícula yo aproveché de empaparme
el rostro, los brazos y el cuello con esa agua pura y fresca del
surtidor de la fuente, no como la que salía, cargada de cloro, del
caño de mi casa. Bebí también unos sorbos, me senté en el borde

85
Olga Giagnoni

de piedra de la pila y, pensando siempre en mi regreso desde esa


época remota, intuí que ese día sabría algo en relación con mis
nuevas alas.
Ya refrescada, me encaminé al aposento de doña Manuela,
quien junto con Catalina estaban enfrascadas en su tarea, ensa-
yando palabras, frases e introduciendo incesantes esas famosas
plumas de ganso en el tintero. Cuando la niña las cargaba en el
papel, su letra se engrosaba o una mancha enturbiaba la escritura.
Me quedé mirándola con horror y estuve a punto de pasarle mi
bolígrafo, pero justo la tía, abriendo y estirando sus brazos, la
miró satisfecha, diciéndole:
—¡Bien, Catalina, has progresado mucho! ¡Por hoy, ha sido
bastante!
—Hace tiempo, tía, que estoy practicando. ¿En premio, podría
ahora contarme algo sobre la muerte del tío Beltrán?
—Sí, mi niña, pero la historia será larga, te contaré en detalle
lo sucedido, porque deseo que aprendas, a través de este relato,
muchas cosas de nuestra tierra.
—¡Eso me gusta! Comience, tía.
—No sé si lo sabes, pero en el sur hay un gran río que se llama
Biobío. Desde allí y hasta cerca de la ciudad de Valdivia vive un
pueblo indio muy osado y valiente, los mapuches, que ocupan el
territorio conocido como la Araucanía.
—¿Por qué le dicen Araucanía?
—Porque los españoles llaman araucanos a los mapuches.
Desde los primeros tiempos de la Conquista, sus huestes más
aguerridas nunca pudieron someterlos, las diversas tribus indíge-
nas les pusieron tal feroz resistencia que les hicieron abandonar la
lucha, esa larga y sangrienta contienda, conocida como la Guerra
de Arauco. Felizmente, desde hace como cien años, existe un trato
pacífico entre ellos, los dejaron tranquilos en sus tierras y así en-
contraron la paz que diezmaba a ambos pueblos. Los mapuches
ahora habitan y dominan esa vasta y hermosa comarca, aunque
no por eso dejan de haber sobresaltos.

86
II Parte. La Colonia y mis alas

¡De inmediato, presté mayor atención! Yo ya estaba planeando


mi viaje a la Araucanía, ya que Pedro no regresaba, incluso había
hablado algo con el herrero. Esa narración que estaba escuchando
me daría más pistas, más luces, debía anotar en mi memoria todo
aquello de interés para emprender la aventura, mientras doña
Manuela seguía hablando.
—Pero no creas que no existe relación entre indios y blancos.
La frontera del Biobío es cruzada continuamente tanto por espa-
ñoles, indios y mestizos, que van de uno a otro lado ya sea por
negocios u otros motivos. Pequeños mercaderes y buhoneros se
internan en la Araucanía con sus mulas, conduciendo cargamentos
de géneros coloridos, cintas, espejos, tijeras, hachas o aguardiente
que cambian a los indios por bueyes, caballos, ponchos o alfarería.
—¿Ponchos? ¿Que los mapuches saben tejer?
—Sí, y muy bien, claro que las mujeres son las que manejan
los telares. Aquí todos los criollos están usando ponchos, hasta tu
padre se compró uno, quizás para demostrar su apego al terruño,
al Chile donde nacieron, y diferenciarse así de los españoles. Bue-
no, te sigo contando… Existen también en la Frontera tropas de
línea para vigilar y mantener la paz, y se envían algunos oficiales
y soldados de las milicias en caso de emergencia, ya que nunca
se sabe qué puede pasar con los indios. Hasta les hacen regalos a
los jefes o caciques de las diversas tribus para mantenerlos con-
tentos. Inclusive hay allí unas pocas misiones de franciscanos que
ayudan y tratan de civilizar a los indígenas, suavizando el roce
entre blancos y araucanos, tal como lo hicieron los jesuitas que,
lamentablemente, fueron expulsados en el siglo pasado.
—¿Entonces no hay problemas con los mapuches?
—Espera… Algunos blancos abusan en sus relaciones con los
indios, o los jefes militares les dan malos tratos desatando su rabia
contra ellos. Otras veces, los araucanos van también a los poblados
hispanos a intercambiar sus productos y en ocasiones aprovechan
de robarles animales o cualquier cosa para luego desaparecer en
sus bellas tierras, que se las conocen como la palma de la mano.

87
Olga Giagnoni

—Tía, ¿por qué me cuenta todo esto? ¿Qué tiene que ver con
la muerte de tío Beltrán?
—Es para que te des cuenta de la peligrosidad de la Araucanía,
adentrarse al sur del Biobío es muy arriesgado para los blancos.
Yo atesoraba esa información, estaba claro, solo debía llegar
hasta la frontera, por ningún motivo cruzar el gran río. ¿Pero si
la india Racloma vivía en la otra ribera? ¿Estaría Pedro con ella?
Este asunto debía averiguarlo con el herrero y también pedirle
ayuda para llegar a ese confín del mundo.
—Bueno, Catalina —prosiguió Manuela—, ahora te voy a
describir lo que tanto quieres saber. ¿Por dónde empiezo? Mira…
Concepción es una ciudad situada en la ribera norte del gran río.
Un día, su principal autoridad religiosa, el obispo Marán, que
era peruano, confiado en el ir y venir de la gente por las tierras
mapuches, decidió ir por tierra a Chiloé a visitar sus iglesias. Chi-
loé está formado por una hermosa isla grande y otras pequeñas
situadas más allá de Valdivia, allí continúa el territorio dominado
por la Corona de España. El intendente de la ciudad, al saber que
el obispo debía atravesar toda la Araucanía y con el fin de preve-
nir un posible ataque de los indios, quiso que llevara una escolta
armada, pero el obispo no quiso aceptarla.
—Bien porfiado el obispo —reclamó la niña.
—Él estaba seguro que nada le pasaría. Partió a caballo con
una comitiva de cincuenta personas, entre ellos, dos coroneles,
cinco curas y numerosos sirvientes, mestizos e indios. Más atrás
desfilaba una recua de mulas, conducidas por arrieros, cargadas
de un valioso equipaje, que incluía víveres y abrigos para la larga
jornada, telas para las vestimentas de los sacerdotes, ornamentos
para las iglesias e incluso numerosos objetos para obsequiar a
los mapuches.
—¿Allí iba el tío Beltrán?
—No, Catalina, a Beltrán lo habían comisionado con cuatro
soldados al mando de la plaza de Arauco, en tierras indígenas,
para vigilar y mantener la paz como era y es habitual. Sin embargo,

88
II Parte. La Colonia y mis alas

cuando por allí pasó el obispo, quiso acompañarlo unas pocas


leguas, le dio miedo que viajara sin escolta, a pesar de que el
intendente se lo había encomendado a algunos caciques amigos
que se irían turnando mientras pasaban por sus dominios. Pero
el rico botín que llevaba el cura despertó la codicia de algunos
mapuches. Así, cuando lo dejaron a cargo del cacique Huantemu,
fue traicionado, ya que en secreto este había acordado con unas
tribus de más al sur apoderarse de su cargamento.
Al atardecer, la comitiva llegó a un lugar propicio para
acampar. Todo se veía muy tranquilo, y ya agotados de la larga
jornada se dispusieron a alojar en ese espacio verde donde co-
rría un riachuelo rodeado de árboles. Beltrán entonces comenzó
despedirse y ellos a desmontar de sus caballos, pero de repente
una horda de indios armados con lanzas salió de improviso de
un bosquecillo, precipitándose furibundos sobre los bagajes. Los
sirvientes asustados huyeron despavoridos, solo los Dragones con
sus sables se atrevieron a enfrentar a los asaltantes.
—Tía —intervino Catalina—, ellos eran cinco. ¿Cuántos eran
los indios?
—Los indios eran muchos, más de setenta, así me contaron los
que presenciaron los hechos, y se abalanzaron a galope tendido
con sus largas armas coronadas de plumas, cayendo de golpe sobre
los pocos milicianos. Beltrán entonces desenvainó su sable, pero
un lanzazo mortal le atravesó el pecho, quedando tendido entre
los pastizales, sus compañeros corrieron la misma suerte, mientras
su sangre empapaba la tierra, esa tierra tan ferozmente disputada.
—¿Y el obispo, los coroneles, los curas, los arrieros qué hi-
cieron? —le preguntó indignada la pequeña.
—Mientras los mapuches se repartían el cargamento, el
obispo y su comitiva quedaron paralizados contemplando la
masacre. Los indios amigos, que iban con ellos, en medio de la
confusión, chillaron: «¡Estamos perdidos, emprendamos la fuga.
Todos a arrancar donde sea!». Atemorizados, pusieron espuelas a

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Olga Giagnoni

sus caballos y mulas, siendo perseguidos por algunos indios, que


luego prefirieron volver a la repartija del saqueo.
—¿Qué pasó con el capitán y los soldados?
—Al día siguiente, cuando llegaron refuerzos del norte, no
había nada, solo dispersos algunos restos del cargamento. El mis-
mísimo general de los Dragones de la Reina, enardecido, envió
sucesivas patrullas que, por varios días, rastrearon incansables
la zona, pero los cuerpos no aparecieron, los caballos tampoco.
Entonces, con cruel venganza enarbolaron banderas, atacaron con
furia las rucas vecinas, mataron mujeres y niños… pero mi esposo,
mi gran compañero, yacía perdido para siempre en la inmensidad
del espacio araucano.
Manuela calló, yo no quise ver el epílogo, me retiré con la
congoja del encuentro dramático de esas dos culturas y con la
tristeza de la larga contienda que rebrota incluso hasta ahora.
Entonces regresé cabizbaja al patio de la fuente, a sacudirme del
conmovedor relato. Después de un largo momento, ya apacigua-
da, pensé que, a pesar de todo, la misión a la Araucanía no podía
abandonarla; cada día se tornaba más imprescindible encontrar
unas alas para dejar atrás la pesadilla que estaba viviendo.
Recuperada las fuerzas, me fui al primer patio a hablar con
el herrero. Lo encontré trabajando con un caballo alazán cuya
pata delantera la apoyaba en su delantal de cuero, martillando
con cuidado los clavos que introducía en la herradura. Era muy
joven, su mestizaje era evidente; robusto, bien proporcionado, cara
redonda, ojos pequeños y vivaces, la nariz un poco chata, dientes
iguales y blancos, cabellos castaños y ásperos.
Esperé a que terminara, le alabé su destreza haciéndome su
amiga y comencé a interrogarlo con cuidado, aunque cien pregun-
tas acudían a mi mente. Supe entonces que su madre era Racloma,
la india que tal vez estaba armando mis alas, y que su padre era
un soldado español que vivía en Santiago.
Le conté también de dónde venía, se asombró un poco, pero
advertí su disposición para ayudarme. Él sabía muy bien cómo

90
II Parte. La Colonia y mis alas

se viajaba a la Araucanía, me informó que las pequeñas ciudades


en el camino de Santiago al sur estaban a distancias más o menos
regulares, coincidiendo con los puntos de reposo después de cada
jornada. Debía viajar a caballo y podría parar en Santa Cruz de
Triana (Rancagua), en San Fernando, en Curicó, en fin…, hasta
llegar a Concepción. El viaje era largo y dependía del aguante de
cada jinete, pero en el verano todo se hacía más fácil…Finalmente,
me confió que Racloma, su madre, vivía al sur del Biobío.
Esa noche fue de espanto, soñé que galopaba en un caballo
desbocado que se apartaba del camino y que indios acechaban
detrás de matorrales, que no llegaba nunca a la Frontera, que
no encontraba a Pedro ni a Racloma, que estaba para siempre
perdida en la Colonia.

A la semana siguiente, recogí desde el rincón donde dormía


mis escasas pertenencias, tomé mi mochila y una bolsa con los
regalos para Racloma. Aseguré el reloj del tiempo en mi cuello,
entré a la capilla e hice una manda a todos los santos, encendiendo
cirios en los altares. Después me cubrí el pelo con un pañuelo,
me puse las botas de montar que encontré en un armario, saqué
un cuchillo de la cocina y un canasto lleno de provisiones. Volví
de nuevo a la capilla, me santigüé con agua bendita y me fui al
alba, al primer patio, donde las carretas de don Juan Manuel, el
rico latifundista, se alistaban a partir a su hacienda de Melipilla.
Los carreteros con pantalones y chaquetas cortas de lana,
sombreros puntiagudos de paja y ojotas de cuero crudo, después
de llevar a los bueyes a tomar agua, les amarraron las pesadas
yuntas y tomaron sus picanas de coligües.
Antes que partieran, me oculté en la carreta más grande,
debajo de unos fardos livianos, mientras oía el sonsonete de los
peones animando a las bestias: «¡Arre, arre, Clavel, arre, arre,
buey fiel!». Por una abertura de mi escondite vi llegar a un capataz

91
Olga Giagnoni

montado en su caballo, con grandes espuelas y zapatos de medio


taco, gruesas polainas de lana amarradas de coloridos cordones
y el poncho, como un rollo, amarrado en la cintura. Se llamaba
Aurelio.
Mientras tanto, un hijo del patrón comentaba:
—Este hombre, ño Aurelio, es muy habilidoso, sabe más que
cualquiera, se conoce todos los caminos, los atajos, las paradas,
dónde comer, dónde vadear un río. Él va a encaminar las carretas
hasta la hacienda de mi padre, pero luego tendrá que irse al sur.
Y en medio de tanto tumulto, se acercó el herrero, advirtién-
dome:
—Está con suerte, confíe en ño Aurelio, él irá hasta Con-
cepción, cuando se baje de la carreta, no lo deje a sol ni sombra,
desde allí no hay camino para las yuntas, deberá seguir a caballo.
Luego, cuchicheándome en el oído me dio un recado para a
su madre, Racloma. Al rato partimos al paso lento de los bueyes,
acompañados de varias mulas cargadas con botijas de agua. En
el despacioso trayecto hicimos algunas paradas, a comer o hacer
pastar las mulas, a dar de beber y alimentar los animales, en fin,
a todas aquellas faenas propias de los descansos. Eran los días
soñolientos de la Colonia, no había apuro, se disfrutaba el pan
caliente, la cazuela, los porotos, el quehacer rutinario de ensillar,
uncir, saciar el hambre y la sed, dormir bajo un árbol, conversar
sobre el tiempo, o saludar a los conocidos encontrados a la vera
del camino.
En las tardes, yo dormitaba en la carreta con un aburrimiento
interminable. De repente, en mis ensoñaciones veía como en un
espejismo una ancha ruta pavimentada, donde veloces automóviles
nos adelantaban y sus pasajeros vociferaban insultos haciendo
señales obscenas; entonces recordaba mi tiempo, que a pesar de
todo era el espacio donde vivía y al que ansiaba regresar. Estaba
hastiada de la lentitud, la calma y el reposo de la Colonia, y tam-
bién de volverme invisible en caso de apuro. Necesitaba otro aire,

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II Parte. La Colonia y mis alas

el fragor del movimiento, la libertad del avance, la tecnología de


punta del siglo XXI.
Después del despacioso andar por esas sendas de tierra, llegó
el momento de separarnos de la caravana. Las carretas siguieron
hacia Melipilla, mientras yo y el capataz nos quedamos en el
camino. Ño Aurelio entonces desamarró el caballo de repuesto
que caminaba tras los últimos bueyes, me lo pasó para montarlo,
tenía el pelo rojizo y la tusa negra, se llamaba Guindo y corría
como el viento.
Desde allí, galopando, enfilamos hacia el sur, vadeamos el
río Maipo, dormimos bajo unos árboles compartiendo provisio-
nes, y al día siguiente, a paso más lento, llegamos a Rancagua.
En esa parada debimos cambiar caballos, el capataz me prestó
unas espuelas, murmurando que ese animal era medio lerdo, y me
pasó una varilla que sacó de un árbol para darle guascazos si no
emparejaba la marcha con el suyo. Yo le hacía caso en todo. No
era fácil el camino, los cascajos abundaban a la orilla de los ríos,
en los senderos planos el polvo enturbiaba la vista y se colaba por
los intersticios de la ropa. El calor arreciaba, mis piernas ardían
bajo las botas.
Finalmente llegamos a San Fernando, desde allí el camino
siguió con la misma rutina, descansar, comer, dormir, cambiar
caballos, emprender la marcha… Estaba molida, fatigada, pero
no proferí queja alguna, aguantaba valiente ese viaje asombroso,
con la esperanza puesta en mis alas y en mi posible regreso. A
veces, cerca de las zonas más pobladas, donde existían trechos
para carretas, las adelantábamos, saludando a las nutridas familias
que, sentadas o acostadas en colchones, amenizaban con cantares
y guitarreo sus paseos por el campo.
Los villorios, los distintos ríos y paisajes, los relieves ásperos
y tortuosos se sucedían inacabables, hasta que por fin, después
de doce días a marchas forzadas, llegamos a Concepción. Allí
Aurelio, ese hombre habilidoso que me había conducido por esas
intrincadas tierras que verdeaban hacia el sur, se despidió de mí y

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Olga Giagnoni

partió raudo en su caballo… Al parecer poco le importó la suerte


que correría. Quedé abandonada, hecha añicos, en la ribera norte
del gran río, donde comenzaba el territorio mapuche.
No me pregunten cómo, pero sí interrogando por doquier y
después de tres jornadas, y de cruzar en balsa el ancho Biobío en
un lugar más allá de donde se une con el Laja, pude llegar entera,
palpitando de ansiedad, a la choza de Racloma, situada en medio
de un pequeño y pobre caserío.
Me quedé sin habla mirando las tierras circundantes de su
quincha, plantadas de maíz, papas, frijoles, quinua y fresas que
coloreaban en medio del verde ramaje oscuro. Unas gallinas
picoteaban el tupido pasto, un puerco en un corral de palos se
refocilaba en el barro y amarrado a un árbol el caballo de Pedro
se espantaba las moscas con los crines de su larga y densa cola.
En una ramada cercana divisé un huso, una rueca y dos suertes
de telares, en uno de ellos colgaban varios hilos para hacer cuer-
das; esa señal me hizo pensar entusiasmada que debían ser para
armar mis alas.
Era mediodía, reinaba un silencio espeso salpicado de débiles
gorjeos, de zumbidos de insectos. Entonces, sacando la voz potente
y en un grito desesperado, llamé: «¡¿Pedro?! ¡¿Pedro?!...». Y casi
por milagro Pedro apareció en el umbral, delgado y macilento,
pero vi en el brillo de su mirada su compasión y bienvenida. Lue-
go me entró a la casa y me contó su historia de dolor, y de cómo
Racloma, con sus medicinas ancestrales, le curó su cuerpo mori-
bundo. Me hubiese puesto a bailar, pero mis piernas flaquearon
y caí rendida en un jergón de mantas, donde tuve el sueño más
largo y profundo de toda mi vida.
Desperté al amanecer, ya Pedro se había levantado. Lo fui a
buscar al patio que lucía la tierra húmeda, recién barrida, me miró
de reojo mientras escobillaba su caballo. El aroma de la floresta
inundaba la mañana, el sol recién se asomaba tras la cordillera.
Nos sentamos a tomar mate, bajo el coihue de la entrada y comen-
cé a describirle cómo había llegado hasta ese rincón increíble de la

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II Parte. La Colonia y mis alas

Araucanía. Él asentía meditando lo que casi alborotada le narraba,


yo contemplaba los platos y vasijas de barro, los vasos y cucharas
de cuerno, todo tan sencillo, sin lujo, comodidades o bagatelas,
solo lo indispensable. Entonces, poco a poco me fui apaciguando,
empecé a sumirme en ese entorno único, como mimetizándome
con el ambiente, olvidé las carreras, los senderos demoníacos, las
peligrosas travesías de los ríos, esa marcha furibunda hacia el sur
buscando salir de la Colonia.
—¿Dónde está Racloma? —le pregunté de repente, llena de
horribles dudas.
—Se fue a bañar al río. Es nuestra costumbre, los mapuches
sabemos que es bueno para conservar la salud y fortificar el cuerpo.
—¿Tan temprano? Aún está fresco.
—Algunos días va dos o tres veces, y la viera nadar, lo hace
con la cabeza hacia abajo, de costado, de espalda y hasta vertical
en el agua.
—¿A qué hora llegará?
—¡Ahí viene, mire nomás… entre esos matorrales! Le reco-
miendo que le hable con paciencia, los primeros saludos entre los
indios son muy largos y siempre se debe alabar al otro.
La vi llegar con sus pies desnudos, vestía con modestia una
larga túnica sin mangas, de lana color turquí, atada a la espalda
con dos broches de plata y una faja anudada en la cintura. Las
trenzas negras, aún mojadas, caían sobre sus hombros. Nos miró
curiosa, mientras Pedro me presentaba.
—¡Su merced la está esperando! Como le conté, desea ver
qué pasa con sus alas, porque ayer no pudo conversar con usted,
la durmió el cansancio.
Ella habló primero, se esmeró en salutaciones interminables,
halagando el coraje de mi viaje desde Santiago a esas lejanías.
Sabía que venía del futuro y que necesitaba urgente las alas para
volver al tiempo mío, distante a más de trescientos años.
Luego me correspondió a mí hacerle los cumplidos, le alabé
su estado físico y su pericia para tejer, además de curar a los

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Olga Giagnoni

enfermos. Luego, desde mi mochila saqué los presentes acordados


en el pacto, Racloma entonces esbozó una sonrisa y me invitó a
ver el trabajo que estaba haciendo.
Con mi alma en un hilo la seguí a una ramada ubicada tras
la que ya había visto, estaba cerrada con cuerdas y palos. La
abrió cuidadosa y por un agujero del techo vi penetrar la luz que
iluminaba la multitud de plumas de colores con que forjaba mis
alas. Se me saltaron las lágrimas, me arrodillé en el suelo y besé
el borde de su chamal, agradeciendo su delicada maestría.
Tuve que esperar varios días para que terminara la difícil
obra, fueron días maravillosos, donde siempre la acompañaba y
le ayudaba en lo que podía. La observaba coser las plumas con
una aguja especial, empleando hilos de una planta que llamaba
ñocha, asegurándolas fuertes, con muchos nudos. Desde las ca-
nastas llenas de plumajes escogía la única, la precisa, mientras me
contaba que había tenido que mandar a cazar muchos pájaros
con flechas, hondas y guachis, además de las de cóndor, tal como
Pedro le había dicho.
—Sus alas tendrán plumas por pataka, o mejor dicho por
guaranka —me decía riendo.
Pedro me explicaba que pataka era cientos y guaranka eran
miles, y yo fascinada iba absorbiendo el idioma mapuche.
Racloma era incansable, su casa la aseaba con esmero, parecía
siempre recién barrida, también sus patios y ramadas. Consigo
misma era muy pulcra, se lavaba la cabeza con jabonadas de cor-
teza de quillay, se peinaba por lo menos dos veces al día y en su
ropa nunca vi la menor mancha o suciedad alguna. Se cambiaba
alhajas todos los días y al instante de sacárselas las limpiaba. Yo
admiraba sus aros y anillos de plata de formas tan curiosas, sus
pulseras de cuentas de vidrio y el adorno de sus trenzas, a veces
con piedras verdes o blancas. Le gustaba que la acompañara al río,
a nadar siempre bien lejos, apartada de los hombres. Desayunaba
con harina de maíz tostada disuelta en agua caliente, aunque con
Pedro preferíamos tomar mate bajo el coihue.

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II Parte. La Colonia y mis alas

Así pasaba el tiempo, relajados, ocupados en los quehaceres


cotidianos, en ir al río, en recoger verduras, en armar las plumas
en la ramada... Pedro se veía cada vez más fuerte, yo estaba con-
tenta y hasta pensé quedarme con ellos para siempre. El poder de
lo simple me había embrujado, pero el sueño araucano no duró
mucho tiempo.
Una vez, cuando Racloma estaba cosiendo las últimas plumas,
le pregunté el porqué de su nombre, entonces irguió el pecho y
me dijo:
—En honor a una valiente india mensajera que vivió hace
como doscientos años, en los tiempos del Capitán General, don
Pedro de Valdivia. Ella tuvo la audacia de ayudarle a cruzar el
ancho río Calle-Calle y conquistar, por ende, las tierras de los
huilliches, donde fundó una hermosa ciudad, a la cual puso su
nombre, Valdivia.
Yo ya lo sabía, aunque me hubiese gustado oír su versión, pero
ante el vaticinio de mi pronto vuelo me puse ansiosa y entonces
le pedí que fuéramos a pasear por los bosques para calmar la
inquietud de mi partida.
—¡Claro, vamos! También remontaremos a nado el río, todo
lo posible, para después dejarnos llevar por su corriente. De esa
forma celebraremos el día de mañana, porque sus alas estarán
listas antes que el sol salga.
Ese fue mi último disfrute, debía partir, también en casa me
esperaban. Racloma me despertó temprano, su rostro estaba triste.
—Vaya a probarse sus alas y ensaye un vuelo —casi me or-
denó.
Expectante, me las eché al hombro con sumo cuidado, abrí
los brazos, las afirmé en ellos amarrándolas. Las alas de brillan-
tes coloridos, suaves y livianas se inclinaron hacia el cielo. Corrí
un tramo y dando un gran impulso me elevé fácil por el aire.
Batiéndolas con cautela di una gran vuelta en círculo… Volaban
perfectas. Luego me posé suavemente en tierra y contemplé por

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Olga Giagnoni

última vez a los dos queridos indios que emocionados se abrazaban


llorando por mi partida.
—¡Racloma, su hijo vendrá en abril, no estará sola! —exclamé
al viento.
Era el recado que aún no le daba, dejándolo para el final,
para amortiguar la pena, mientras ocultaba los sollozos. Entonces,
sin mirarlos, fui a buscar mi brújula, el reloj del tiempo, cargué
mi mochila a la espalda y emprendí un vuelo rasante hacia el sur
para divisar desde lo alto la famosa Araucanía. Pensé entonces que
su historia no era historia, era más bien un drama, una epopeya,
una incesante lucha de los mapuches por mantener su dominio.
En seguida, dando un giro completo, me dirigí al norte. Las
alas eran potentes, de un santiamén llegué a Santiago; ansiaba
dar un vistazo a la casona de don Juan Manuel que, sin saberlo,
me había acogido y proporcionado pistas para obtener las alas
del retorno.
Seguí pensando… Españoles, indios, mestizos, éramos la
mezcla, el fruto de esas dos culturas y de otras que llegaron.
Debía concentrarme, ubiqué en el reloj el siglo XXI, marqué
el año, batí con fuerzas las alas y en un enorme vuelo llegué a mi
tiempo que, tantas veces, creí perdido para siempre.

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Teléfono: 22 22 38100 / ril@rileditores.com
Santiago de Chile, junio de 2016
Se utilizó tecnología de última generación que reduce
el impacto medioambiental, pues ocupa estrictamente el
papel necesario para su producción, y se aplicaron altos
estándares para la gestión y reciclaje de desechos en
toda la cadena de producción.
U na voz construye la historia. Una voz que va
guiando al lector a través de experiencias que
parecen reales, cercanas y que, sin embargo, nos re-
trotraen a un período de la historia de Chile donde
los aborígenes eran los legítimos dueños del territorio.
Solo crean ficción, inusitados diálogos con personajes
simbólicos, o un simple ensueño que singulariza, de
este modo, los primeros relatos.
Olga Giagnoni maneja con solvencia diversas técni-
cas narrativas y logra que, sin darnos cuenta, vivamos
también, a través de sus palabras y una gota de magia,
la época de la Colonia, sus costumbres, viviendas, que-
haceres e instituciones, en un escenario geográfico que
los representa.
Las conversaciones y actitudes de miembros de la
aristocracia criolla, los halagos y críticas de los espa-
ñoles, la compañía de nativos y mestizos, solo preten-
den apaciguar el rigor de la historia. Así van sucedien-
do acontecimientos de gozo y tristeza, de encuentros y
soledades, de calma y conflicto que, como ocurre siem-
pre con la vida, acaban por identificarnos.

ISBN 978-956-01-0278-2

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