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Chile
tiene historia
Relatos de hoy sobre el ayer
Chile tiene historia
Relatos de hoy sobre el ayer
Olga Giagnoni
100 p. ; 23 cm.
ISBN: 978-956-01-0278-2
1 chile-historia.
Sede Santiago:
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cp 7511055 Providencia
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ISBN 978-956-01-0278-2
Derechos reservados.
Índice
I Parte
Los aborígenes de mi tierra
Mirando El Plomo
Los picunches......................................................................... 21
II Parte
La Colonia y mis alas
Agradecimientos
Los atacameños
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Olga Giagnoni
1
Localidades de indígenas atacameños.
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I Parte. Los aborígenes de mi tierra
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I Parte. Los aborígenes de mi tierra
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Basura que se junta en las esquinas y rincones de una casa.
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Bebida alcohólica preparada con las vainas del algarrobo. Cuando está fresca
es muy suave.
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I Parte. Los aborígenes de mi tierra
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Albergues donde descansaban y se alimentaban los chasquis.
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I Parte. Los aborígenes de mi tierra
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Mirando El Plomo
Los picunches
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I Parte. Los aborígenes de mi tierra
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Conociendo la leyenda de Racloma
Los huilliches
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Rama meridional del pueblo mapuche que habita entre el río Toltén y el
centro de Chiloé.
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Nombre mapuche dado al valle que forma el río Calle-Calle y el Valdivia.
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I Parte. Los aborígenes de mi tierra
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Cacique o lonco, jefe de una comunidad mapuche.
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I Parte. Los aborígenes de mi tierra
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Dialogando con mi ángel
1. La hazaña de Magallanes
Años después, un tiempo vendrá, cuando el océano
rompa los vínculos de la creación, en que
el poderoso globo terrestre será abierto y la
diosa de los mares revelará nuevos mundos.
Séneca
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I Parte. Los aborígenes de mi tierra
piel». Pero en esas heladas latitudes, aun más al sur, vivían también
otras dos etnias, que hablaban lenguas diferentes.
—¡Ah! Entonces eran tres pueblos distintos y cada uno con
su propio idioma.
—Así es. Sin embargo, todos tenían profundas creencias reli-
giosas y ritos de alta complejidad. No eran tan salvajes, como se
decía, desde la mirada arrogante de los europeos como tú.
—¡Perdóname, no quise ofenderte, mi chilenita, pero tenían
una apariencia de miedo!
—Seguramente, alguna vez los viste en Alemania, Francia,
Bélgica o Inglaterra, durante el siglo XIX, cuando grupos de ellos
fueron llevados por la fuerza, ya sea engañados o secuestrados,
para ser exhibidos en los Zoológicos Humanos. ¡Qué vergüenza,
qué pena! ¡Qué diría Dios, si te oyera, fugitivo del cielo! De ello
vamos hablar después, porque con esos desamparados pueblos
sucedieron cosas terribles.
—Aparte de los kawéscar, mujer terrícola, tengo entendido
que en esos laberintos marinos vivían los onas.
—Otra vez, Ángel, estás en un error. Así los llamaron por
mucho tiempo; hoy se respeta su nombre originario. Los onas son
los selk’nam, que eran cazadores y recolectores, es decir, nómadas
terrestres que habitaban en la Tierra del Fuego.
—¡Falta uno, los yaganes!
—Sí, los yaganes a quienes también se les dice yámanas. Ellos
vivían en el rosario de islas de la parte más austral del país, al sur
del canal Beagle, incluso en el archipiélago del cabo de Hornos,
uno de los lugares más hostiles, duros y tristes del planeta.
—Bueno, háblame de algunos de ellos, aunque antes me voy
a sacudir las alas que me molestan cuando estoy sentado.
—¡Párate o siéntate en esa piedra, porque es largo lo que te
voy a contar! Empezaré con los kawéscar y los yámanas que son
los pueblos canoeros o nómadas del mar, que coincidían mucho
en su forma de vivir.
—¿Canoeros?
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la par que los animales para realizar su caza. Pero los selk’nam
eran altos, enhiestos, de robusta complexión y excelentes corre-
dores, contaban además con diversas armas para atraparlos. Estos
hombres, de arrogante figura, eran cazadores implacables que
abordaban completamente desnudos sus correrías, cargando solo
un arco y en su espalda el carcaj, donde guardaban las flechas.
Usaban también una piel triangular, atada a la frente como som-
brero, cumpliendo, según ellos, la función mágica, de inmovilizar
al guanaco en su rauda escapada.
—¿Me puedes explicar por qué cazaban desnudos y cómo
aguantaban el frío de esas latitudes?
—Lo hacían desnudos para moverse sin traba alguna. Cuando
el frío era muy intenso, mezclaban arcilla carbonizada con grasa
de guanaco, frotándosela por todo el cuerpo. De allí que algunos
blancos los llamaran también «hombres de barro».
—Supongo que algunas veces descansarían.
—Claro, Ángel, no iban a pasar corriendo. Incluso, en caso
de tormenta, también paraban, levantando un refugio cónico
con palos entrecruzados que cubrían con una capa formada por
varias piezas de piel, ya fuera de cururos o guanacos, cosidas con
hilos de tendones de este último animal. Allí pasaban la noche, o
algunos días, despojados de sus ropas, aunque siempre al abrigo
de una fogata.
—¡Ah! Esos fueron las fuegos que avistó Magallanes, de allí
el nombre de esa gran isla.
—Correcto, pero él, como tú sabes, no tuvo contacto con ellos.
Fueron los explotadores de los recursos marinos, los exploradores,
los misioneros quienes conocieron parte de su vida primitiva.
—¡Has investigado harto, mi protegida, te felicito!
—Sí, ya estoy cansada, me ha sido difícil ordenar los diversos
datos dispersos y no siempre similares de su existir.
—Pero para mí ha sido bastante interesante su historia, sigue
contándomela. A propósito, ¿los selk´nam se vestían igual que los
pueblos canoeros?
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José Luis Alonso Marchante. Párrafo censurado de Agostini, 1929.
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II Parte
La Colonia y mis alas
Tomé las poderosas alas, aquellas grandes, hechas con las
plumas de los pájaros que vuelan más alto y más lejos; las aco-
modé firmes en mis brazos, colgué en mi cuello el antiguo reloj
del tiempo, le puse la fecha, año 1795, apunté la brújula hacia
el centro de Santiago y emprendí al pasado mi ansiado vuelo.
Descendí bruscamente en la ribera norte del río Mapocho, en
La Chimba, así llamaban a ese barrio donde todo era pobreza,
pero que cobijaba las más grandes y concurridas chinganas de la
Colonia. Abrí bien los ojos para ver sus entarimados, sus tablas,
sus telas y ramas colgantes, recorrí pausada el pintoresco callejón
que formaban unas con otras.
Al atardecer aparecieron las cantoras vestidas de largo con
vivos colores, sacaron guitarras y arpas mientras iban llegando
gañanes, caballos con huasos y grupos de caballeros en son de
juerga. Muy pronto se armó el bullicio; el desenfado de los bai-
les populares llenó el ambiente: la seguidilla rápida y alegre, el
frenético y acompasado fandango, y qué decir del zapateo. To-
das esas danzas, se comentaba, habían sido traídas de España y
transformadas en Chile, donde eran bailadas con tal entusiasmo
que hasta volaba el polvo del suelo de tierra apisonada. Pasaban
las horas y el trago arreciaba caldeando los ánimos, no faltaron
riñas, altercados e insultos, vi entre sombras sacar huascas e
incluso puñales. El alboroto era grande…, decidí alejarme, la
noche tibia y el limpio cielo de antaño calmaron el susto pasado
y mirando hacia arriba, al cielo oscuro lleno de estrellas, me fui
a descansar al fondo de la última y vacía chingana. Allí, en un
rincón, dejé mis alas.
El día siguiente era domingo, decidí cruzar el río. Vi un
puente a lo lejos, era imponente, casi majestuoso con sus grandes
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II Parte. La Colonia y mis alas
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II Parte. La Colonia y mis alas
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Trago casero preparado con aguardiente y frutas maceradas.
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Reunión nocturna de personas distinguidas para divertirse con baile y música.
3
Planta medicinal, cuya corteza se usó en Chile para preparar un trago con
aguardiente, clavo, canela y azúcar.
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—Tía, ¿por qué me cuenta todo esto? ¿Qué tiene que ver con
la muerte de tío Beltrán?
—Es para que te des cuenta de la peligrosidad de la Araucanía,
adentrarse al sur del Biobío es muy arriesgado para los blancos.
Yo atesoraba esa información, estaba claro, solo debía llegar
hasta la frontera, por ningún motivo cruzar el gran río. ¿Pero si
la india Racloma vivía en la otra ribera? ¿Estaría Pedro con ella?
Este asunto debía averiguarlo con el herrero y también pedirle
ayuda para llegar a ese confín del mundo.
—Bueno, Catalina —prosiguió Manuela—, ahora te voy a
describir lo que tanto quieres saber. ¿Por dónde empiezo? Mira…
Concepción es una ciudad situada en la ribera norte del gran río.
Un día, su principal autoridad religiosa, el obispo Marán, que
era peruano, confiado en el ir y venir de la gente por las tierras
mapuches, decidió ir por tierra a Chiloé a visitar sus iglesias. Chi-
loé está formado por una hermosa isla grande y otras pequeñas
situadas más allá de Valdivia, allí continúa el territorio dominado
por la Corona de España. El intendente de la ciudad, al saber que
el obispo debía atravesar toda la Araucanía y con el fin de preve-
nir un posible ataque de los indios, quiso que llevara una escolta
armada, pero el obispo no quiso aceptarla.
—Bien porfiado el obispo —reclamó la niña.
—Él estaba seguro que nada le pasaría. Partió a caballo con
una comitiva de cincuenta personas, entre ellos, dos coroneles,
cinco curas y numerosos sirvientes, mestizos e indios. Más atrás
desfilaba una recua de mulas, conducidas por arrieros, cargadas
de un valioso equipaje, que incluía víveres y abrigos para la larga
jornada, telas para las vestimentas de los sacerdotes, ornamentos
para las iglesias e incluso numerosos objetos para obsequiar a
los mapuches.
—¿Allí iba el tío Beltrán?
—No, Catalina, a Beltrán lo habían comisionado con cuatro
soldados al mando de la plaza de Arauco, en tierras indígenas,
para vigilar y mantener la paz como era y es habitual. Sin embargo,
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