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Los dilemas de Occidente

Por Carlos Escudé Para LA NACION

11 de Junio de 2007
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La razón retrocede en nuestro mundo, y no sólo a causa del extremismo


islámico. En un plano filosófico, tres Occidentes coexisten
conflictivamente en la primera década del siglo XXI. Por un lado están
aquellos que adhieren literalmente a las Escrituras judeocristianas. Esta
facción, que alguna vez dominó, retrocedió a lo largo de tres siglos frente
al embate de la Ilustración. Casi se extinguió, pero hoy ha renacido
gracias, principalmente, a fundamentalistas protestantes que, entre otras
cosas, promueven con éxito el creacionismo bíblico.

Por cierto, desde hace varias décadas asistimos a un fenómeno opuesto al


de los siglos anteriores. El Occidente liberal y secular claudica frente a un
Occidente religioso y fundamentalista, que en algunos estados
norteamericanos ha conseguido prohibir la inclusión de las teorías de
Charles Darwin en la instrucción pública. Aunque la ciencia avanza a
raudos pasos en los centros del saber y los gabinetes de desarrollo
tecnológico, una cuña se ha interpuesto entre la vanguardia de nuestra
civilización y las grandes masas, generando bizarras paradojas. Esta
embestida, que vista desde los valores del Occidente liberal y secular es
oscurantista, está anclada en una interpretación literal de contenidos
bíblicos.

Por su parte, el Occidente secular se subdivide en dos segmentos reñidos


entre sí: el que permanece fiel a las ideas de la Ilustración y el
posmoderno, cuyas concepciones multiculturalistas lo alejan
crecientemente del liberalismo original.

El conflicto entre estas cosmogonías seculares deviene de un dilema de


difícil resolución. Los herederos del Iluminismo nos recuerdan que la
democracia republicana descansa en la premisa de que el individuo
humano posee un valor trascendente, que lo dota de derechos esenciales
compartidos por todos los hombres y mujeres de la Tierra. Quizá no sin
razón, han concluido que una sociedad basada en esta concepción ha
alcanzado una moral cívica superior a la de aquellas que la ignoran. Ergo,
las culturas no son moralmente equivalentes.
En la vereda de enfrente, los adeptos a la corrección política vigente
rechazan toda presunción de superioridad moral por parte de la cultura
cívica occidental, por lo menos frente a civilizaciones de comparable
arraigo histórico. Rechazan las premisas de la Ilustración, a las que
consideran antiestéticas e incompatibles con la sofisticada ciencia social
posmoderna. La realidad de democracias multiétnicas y multiculturales
hace de esta una actitud cómoda y atractiva.

Estos posmodernistas no intentan refutar el postulado de que todos los


individuos poseen los mismos derechos esenciales. Les alcanza con
señalar que, aunque ellos comparten esa venerable creencia, ¡nadie la ha
demostrado jamás! Es cuestión de fe, como cualquier premisa teológica.
Razonan que, en un plano lógico, no hay diferencias entre la imposición
de la religión laica de los derechos humanos a un pueblo que cree que las
adúlteras deben ser lapidadas, y la pretensión de los extremistas islámicos
de imponernos las penalidades de su ley sagrada cuando un periódico
occidental publica caricaturas de Mahoma. Por cierto, las caricaturas
ofenden el sentido moral de los musulmanes tanto como las lapidaciones
ofenden el nuestro. Para nosotros es sagrado el derecho a la vida de esas
mujeres; para ellos lo es la dignidad de Mahoma.

Es por eso que, a diferencia de quienes defienden la herencia de la


Ilustración, nuestros posmodernistas sugieren que existe una
equivalencia moral entre estas culturas tan disímiles. Y en esta brega al
interior de nuestra civilización, ellos ganan posiciones en casi todos los
frentes, mientras el fundamentalismo bíblico se recupera parcialmente a
costa del Occidente liberal y secular, que es el gran perdedor.

Por otra parte, aunque en su contenido ambas cosmogonías seculares se


oponen al fundamentalismo judeocristiano, en términos de su lógica
interna, el pensamiento derivado de la Ilustración está más cerca de dicho
fundamentalismo que del multiculturalismo posmoderno. Iluministas y
fundamentalistas creen en sus respectivas Verdades, y es por eso que
comparten una mayor disposición para ir a la guerra que los
multiculturalistas.

Por cierto, nada hay tan ajeno a los fundamentos judeocristianos como la
creencia de que todas las culturas son moralmente equivalentes. Tanto
para el Antiguo Testamento como para el Nuevo, la tolerancia religiosa es
por lo menos indeseable. Para las Escrituras judeocristianas hay una sola
verdad, y según sus fundamentalistas, todo lo que se le oponga debe ser
combatido.
A su vez, los verdaderos liberales tampoco suscriben a la equivalencia
moral. En esto coinciden con los religiosos moderados y con los
fundamentalistas, aunque diverjan sobre lo que hace superior o inferior a
una cultura. En lo que toca a las relaciones entre los individuos y el
Estado, la Ilustración nos enseña que hay una verdad que eclipsa a las
demás y no acepta excepciones: la que afirma que todos los hombres y
mujeres poseemos los mismos derechos esenciales.

Por lo tanto, sus adeptos rechazan el multiculturalismo relativista tanto


como los fundamentalistas bíblicos. Aunque las verdades pregonadas por
la Biblia y por la Ilustración son diferentes, ambas son la antítesis del
relativismo. Las dos facciones adhieren a un realismo filosófico que
supone que, incluso en el plano moral, hay verdades objetivas que son
más que meras construcciones sociales. Y ambas están asediadas por el
multiculturalismo triunfante, que, paradójicamente, se ha convertido en
el aliado táctico del extremismo islámico, a pesar de que en sus esencias
es su enemigo estratégico.

Obsérvese que nada hay tan radicalmente igualitario como el


multiculturalismo, que a fuer de relativista todo lo iguala. Y nada hay más
absolutista que el extremismo islámico, que pretende imponerle al mundo
un orden teocrático. Sus adeptos son tan ajenos al espíritu multicultural,
que ni siquiera nos aceptan como turistas en sus ciudades sagradas.

No obstante, en la actualidad se plasma una alianza implícita entre este


multiculturalismo occidental y el fundamentalismo islámico. Los
biempensantes de Occidente parecen creer que hay que ser tolerantes
incluso con la intolerancia, si ésta proviene de una matriz cultural
histórica. Por eso, el multiculturalismo priva a Occidente de las defensas
necesarias para luchar de igual a igual frente a un extremismo islámico
que, a diferencia del judeocristiano, muchas veces deviene en terrorista.

La pregunta es, entonces, ¿quién ha de ser el aliado táctico de los hijos de


la Ilustración en esta nueva era de la historia mundial? Aliarnos a los
fundamentalistas bíblicos implicaría traicionar un imperativo categórico
del liberalismo: la tolerancia. Plegarnos a un multiculturalismo
secularizado que le hace el juego al extremismo islámico equivaldría a
contribuir a la destrucción de Occidente. Permanecer solos, finalmente,
significaría caer en la irrelevancia y también, por omisión, contribuir a la
extinción de nuestra cultura.

Tal es la magnitud de los dilemas que enfrenta Occidente.

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