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digitize, preserve and extend access to Los intelectuales y el poder en México
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cubierta una alianza con el enemigo en tiempo de guerra, que -como seña-
la, no sin razón, uno de los más talentosos reivindicadores póstumos de
Rosas, don Julio Irazusta-3 constituye la definición literal de la traición.
En esto, entonces, los conmilitones australes de Juárez parecen hallarse más
cómodos en la compañía de Gutiérrez de Estrada.
Sin duda, Alberdi va a conservar durante toda su trayectoria el despego
por los motivos ideológicos nacionalistas, pero en este punto ha de separar-
se cada vez más de sus compañeros de generación y sobre todo de los conti-
nuadores inmediatos de éstos -Sarmiento, Mitre- que influyen mucho
más decisivamente en la definición de la fe ideológico-política bajo cuyo sig-
no ha de desenvolverse el proceso argentino luego de la caída de Rosas (Al-
berdi, se recordará, luego de proponer en sus Bases de 1852 un descarnado
programa de gobierno cuyo autoritarismo progresista anticipa en un cuarto
de siglo largo las primeras definiciones en ese sentido, en el México de Díaz
y en la Colombia de la Regeneración, queda marginado de este proceso,
frente al cual se ubica en cada vez más irreconciliable -y aislada- disiden-
cia). En la década de 1860, cuando la amenaza monárquica y europea se
hace sentir en México a través de Francia y en el Pacífico austral por acción
de España, mientras Sarmiento proclama su solidaridad con los agredidos,
en tonos que reiteran los de desafío a la vez americano y republicano que
ha hecho suyos el liberalismo, el entonces presidente Mitre se rehúsa, en
cambio, a cualquier solidaridad, proclamando que la Argentina la mantiene
tan estrecha con Europa como con las repúblicas hermanas.
¿He aquí reiterada la actitud de 1838? No exactamente; ahora la negati-
va a la solidaridad con los agredidos no se apoya en una desvaloración de
los motivos nacionalistas (al cabo, Mitre es fundador y jefe de un partido
al que ha dado ese nombre) sino en la peculiar imagen de la nación a la que
ese nacionalismo proclama su lealtad.
Convendría, en efecto, no exagerar el significado permanente del episo-
dio que colocó a los integrantes de la que se llamaba a sí misma Nueva Ge-
neración, al lado de la intervención francesa. A partir de 1852, esos jóvenes
ya menos jóvenes y sus continuadores, herederos ingratos del combate de
Rosas por imponer internacionalmente el respeto por la frágil soberanía del
estado argentino, van a atesorar celosamente un legado que no reconocen
como tal. Pero al hacerlo separan esa custodia de la personalidad interna-
cional del nuevo estado de cualquier otro aspecto del problema de la nacio-
nalidad y su afirmación, tal como se da para un país desgajado del orden
colonial y español en disolución, cuando se prepara a integrarse en un siste-
ma dominado por las nuevas naciones industriales. También, al establecer
esa separación se muestran fieles al mismo legado; Rosas, desde que al co-
menzar el bloqueo francés de 1838 tomó en sus manos el manejo de las rela-
ciones exteriores, supo combinar la defensa más puntillosa de la soberanía
política con el respeto más escrupuloso de los vínculos económicos con las
mismas metrópolis cuya agresión debía afrontar.
3 Julio Irazusta, Ensayos históricos, Buenos Aires, 1952, pp. 135 y 155.
Para esa práctica rosista, heredada por el estado de Buenos Aires surgi-
do en secesión de la Confederación organizada por el vencedor de Rosas,
Urquiza, Sarmiento ofrece en 1857, en un artículo sobre "Los desertores de
marinas de guerra" una sucinta justificación teórica. Sin responsabilidades
de gobierno, puede usar una brusca franqueza que Rosas, por cierto, hubie-
se juzgado imprudente adoptar en declaraciones públicas que tocasen a
Gran Bretaña. El representante británico ha solicitado del gobierno del Es-
tado que le entregue los desertores de los barcos de guerra de su país de esta-
ción en el Plata. Sarmiento aconseja que eso no se haga. "¿Qué es un buque
de guerra", pregunta, "sino un enemigo que viene de amigo?" Por lo tanto
''la deserción nos da cuatrocientos ingleses prisioneros, sin tomarnos la mo-
lestia de cazarlos". En las dos últimas frases, sin embargo, el tono cambia;
"El extranjero", agrega, "."!S un inmigrante, y nosotros protegemos la inmi-
gración". Y, para concluir, "¡Viva John Bull, sin la chaqueta colorada! " 4
Si el desafío destemplado y xenófobo que tanto se había reprochado a Ro-
sas tiene inspirados cultivadores entre sus herederos y adversarios, él se
complementa también en éstos con la aceptación de los datos básicos del or-
den que asegura a los británicos una preeminencia cuya dimensión política
es enérgicamente repudiada, pero a la vez desgajada de los otros aspectos
de una relación compleja y problemática.
Esa aceptación no supone pasivo acatamiento: el proyecto que Sar-
miento propone para la Argentina incluye una doble adaptación creadora:
de la Argentina que debe cambiar su forma para integrarse de modo desven-
tajoso en ese orden, pero también de ese orden mismo, cuyo influjo no
podría tolerarse que se ejerciese de modo irrestricto. Sin duda, en este se-
gundo aspecto Sarmiento no refleja las posiciones de los más de su grupo;
esa disidencia parcial no hace de él un integrante menos legítimo de éste.
Y esto nos lleva al núcleo mismo de la problemática del renacido libera-
lismo de mediados de siglo. Quienes lo definen como una confiada apertura
al centro industrial y capitalista, en el que busca a la vez el interlocutor be-
névolo y el modelo privilegiado para la América antes española, atienden
a sólo una de las vertientes del consenso liberal. El punto de partida de éste
ha de encontrarse, antes que en la apreciación positiva de este interlocutor
y modelo, en la comprobación de la imposibilidad de evitar su avasallador
influjo mediante el aislamiento. Si no todos los liberales coinciden en que
ese influjo sólo aporta beneficios, todos lo consideran inevitable: a su juicio
la historia de la España moderna y la Hispanoamérica colonial prueba
que la tentativa de sustraerse a él sólo condujo a posponer una confronta-
ción inevitable al precio de debilitar al mundo hispánico en la hora de esa
prueba decisiva, que se ha hecho ya impostergable.
Esta imagen más matizada domina las perspectivas del liberalismo me-
xicano: luego de la experiencia de 1848, la noción de que para México las
alternativas son renovarse o m~rir, parece la evidencia misma: para sobrevi-
4 D.F. Sarmiento, "Los desertores de marinas de guerra", El Nacional, 17-lV-1857, en
Obras completas de D.F. Sarmiento, tomo 36, Buenos Aires, 1953.
vir, México debe nacer de nuevo, como una nación nueva, construida con-
tra su entero pasado, desde luego el español, pero también el prehispánico,
por el cual ese nuevo liberalismo conserva muy poco del afecto nostálgico
que había sido nota distintiva del sentimiento nacional mexicano, tal como
vino elaborándose desde la Ilustración cristiana.
He aquí sin duda por qué la actitud esencial de ese liberalismo es tan
difícil de entender desde las perspectivas de hoy: cualquiera que sea el uso
político del nacionalismo (y ninguna ideología, ningún régimen ha renun-
ciado por Íargo tiempo a contar con su auxilio poderoso) la noción de que
él supone identificación con por lo menos algunos de los rasgos plasmados
en el pasado nacional parece evidente. Un nacionalismo militantemente
hostil a cuanto la nación ha sido y es, transido de admiración por el modelo
que proporciona ese nuevo orden que está poniendo en peligro la existencia
nacional misma, parece -desde la perspectiva del tardío siglo xx- una
tentativa de justificar la rendición incondicional como la más eficaz de las
resistencias.
Pero basta leer a Sarmiento (como a Mariano Otero) para advertir has-
ta qué punto esa interpretación es errada. En 1855, a punto de retornar a
Buenos Aires, Sarmiento echa una última mirada a un Chile cuyos proble-
mas son a su juicio los de Hispanoamérica, y sobre todo los de sus tierras
templadas; lo que ve, lo sume en la mayor alarma: "Los países tropica-
les ... tienen o pueden tener producciones singulares ... Chile tiene, por su
clima templado, que entrar para los excedentes de sus productos, en liza con
la Europa y los Estados Unidos, ya en las producciones agrícolas, ya en las
fabriles". Esa batalla Chile ya no la puede eludir, porque finalmente, tras
de tres siglos de aislamiento colonial, la crisis del orden espafiol lo ha dejado
expuesto a una durísima intemperie. Ahora "el resumen de la civilización
de todos los tiempos y de todos los países, que todos los medios inteligen-
tes de producción, que todas las artes de locomoción, que todas las máqui-
nas de ahorrar trabajo, tiempo y brazos, y todas las energías combinadas
del hombre llegado al mayor grado de desenvolvimiento, han venido a sen-
tarse a nuestro lado, y a establecer sus talleres para producir no sólo lo que
no haría gran mal, sino todo aquello que confeccionábamos mal. Sus se-
menteras de trigo están al lado de las nuestras, para aprovisionar los merca-
dos que nosotros frecuentábamos, lanzando sus clippers en todas direccio-
nes para competir en fletes baratos, en rapidez de travesía con nuestras
naves de alquiler; sus máquinas poderosas vienen a competir con nuestros
brazos prodigados en hacer con ciento, lo mismo que haría uno inteligen-
te ... " 5
Chile, en suma, está perdiendo la batalla. Tiene sin embargo en sus ma-
nos la posibilidad de eludir esa derrota, tomando el camino de la única na-
cadas para siempre por Rosas en la necesaria obediencia- a las élites, cuya
vocación por la discordia ha hecho tanto dañ.o en el pasado. Este proyecto
supone, si no el ocaso final de la política como actividad separada (pues
para Alberdi el esquema institucional que preconiza debe encuadrar una
etapa transicional, en que la Argentina creará las bases socioeconómicas de
una nación moderna; una vez cerrada ésta, la república posible, que es una
falsa república, podrá finalmente ser reemplazada por la república verdade-
ra), sí por lo menos un largo eclipse de la política, y junto con ella de la clase
política, de esos "abogados que sólo saben escribir libros", que deben ceder
el paso a quienes controlan los recursos materiales y militares del país, re-
presentados admirablemente por Urquiza, primer hacendado y primera lan"
za de Entre Ríos.
Quienes dirigirán la experiencia de Buenos Aires, y a partir de 1861 to-
marán a su cargo la organización de la Argentina finalmente unificada, no
aceptan ni el diagnóstico ni el programa de Alberdi. Su vocación política,
menos combatida que en Alberdi por otras, los prepara desde luego mal
para la automarginación que sería la consecuencia lógica del planteo alber-
diano. Pero sobre todo, dudan de que ese planteo parta de una lectura justa
de la realidad argentina, tal como emerge a la caída de Rosas, y luego de
su fulgurante éxito en Buenos Aires, en los diez meses que siguen a esa
caída, ya ni siquiera dudan: saben que ella es equivocada. De nuevo la que
prefieren está inesperadamente cercana a la que había guiado la acción polí-
tica de Rosas.
Para éste, el problema argentino surge del hecho de que la sociedad ar-
gentina nació democrática y nunca podrá dejar de serlo. Por ello el imitaris-
mo, solución política sin duda preferible a la federal, no tiene aquí futuro,
ya que un gobierno centralizado requiere una aristocracia, como la que Chi-
le tiene la fortuna de poseer, pero que falta en la Argentina. Aceptar el fede-
ralismo no es el único sacrificio que Rosas hace a una realidad que no le
agrada, pero que juzga inmodificable: ese contexto democrático encierra un
peligro mortal para el orden social, en cuanto abre, en la eterna guerra entre
los que tienen y los que no tienen, la posibilidad de una victoria para los
segundos. El esfuerzo del político debe ser captar esa fuerza popular que
la democracia desencadena y volcarla hacia objetivos menos peligrosos: el
propio Rosas ha tomado a su cargo esa tarea, mediante la creación de una
fe política colectiva -la federal- que satisface las aspiraciones igualitarias
de las masas tutelando a la vez los intereses de las clases propietarias. 9
Para Rosas, entonces, la democracia es el problema, y su control en el
marco de un régimen a la vez popular y autoritario, en manos de un jefe
que gana la lealtad de las clases populares pero a la vez la conserva in-
quebrantable a las propietarias, es la única solución que le parece viable ..
el nexo entre el antiguo estado y las bases populares del nuevo movimiento.
Para entonces el institucionalismo liberal había decepcionado tanto a
los grupos que había esperado conservar su predominio político en un mar-
co democratizado como a las fuerzas populares, que nunca habían dejado
de percibir la íntima frialdad con que ese institucionalismo liberal les conce-
día un lugar legítimo, pero cuidadosamente medido, en la vida política, y
habían podido descubrir por[~ñadidura que el orden liberal-institucional no
les daba modo de legitimar sólidamente la posición hegemónica que habían
venido a ganar demasiado rlipidamente en esa vida política.
Se comprende entonces qiejor por qué en 1973 la figura de Juan Manuel
de Rosas constituía la referepcia histórica preferida de quienes festejaban
el fin de la opresión (debido luna vez más a la victoria que acababan de al-
canzar en una ocasión electQral preparada para ellos por sus opresores).
Pero el fracaso de la segunda experiencia peronista iba a confirmar lo que
el de la primera hubiese debido quizá sugerir a quienes incautamente feste-
jaban esa victoria: que tampoco la adopción del tono, el estilo, los supues-
tos ideológicos de la democracia autoritaria y plebiscitaria era capaz de
crear dentro de la sociedad argentina un consenso suficientemente amplio
para hacer viable el gobierno de las mayorías electorales.
¿Por qué? Acaso es aquí otra dimensión del éxito del programa renova-
dor de la Argentina posrosista el que hace sentir su peso negativo. En 1855
Sarmiento se había regocijado de que le fuese imposible reconocer por la
vestimenta la posición social de quienes en Buenos Aires festejaban el día
patrio; veía en ello el anticipo de una sociedad en que las barreras de clase
contarían menos que en el resto de Hispanoamérica. Lo que antici15aba más
bien, en una sociedad en que el peso de más antiguas divisiones de casta y
estamento era en efecto más ligero, era la definición precozmente madura
de una sociedad de clases. Ella iba a dar una acuidad -y también una com-
plejidad- nueva a esa lucha eterna entre los que tienen y los .que no tienen,
contra cuyas discordias las barreras inventada.s por Juan Manuel de Rosas,
que nunca había leído a Tocqueville, no se re\elaban ya más eficaces que
las tanto más refinadas propuestas por sus corilpatriotas que sí lo habían
leído.