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Clase política

Un peligroso delincuente escapa


(Jueves, 15 de octubre 2020)
Geovani Galeas

Un titular como el de esta columna en la primera plana de


cualquier periódico, hasta bien entrados los años setenta del siglo
pasado, era totalmente extraordinario y ponía en tensión a la
sociedad.
El forajido en cuestión solía ser un ladrón, un asesino o las dos
cosas, y las buenas gentes se guardaban en casa ante la amenaza de
que el criminal anduviera suelto y quizá merodeando por las calles
del vecindario.
A pesar de la pobreza económica y del autoritarismo político,
el sentido común, al menos en el pueblo llano, estaba regido por la
decencia y el respeto a los semejantes. El abuso y el crimen eran la
excepción.
Pero, ya de modo más palmario a partir de los años ochenta,
hubo un momento de inflexión en que todo empezó a cambiar hasta
que la situación se invirtió por completo: la regla pasó a ser el abuso
y el crimen, y lo que se volvió excepcional fue la decencia y el
respeto a los demás.
Sin embargo, no fue el pueblo llano el que viró hacia la
maldad, fueron los líderes de las esferas públicas y privadas: el
cáncer de la corrupción (dinero fácil y mal habido), se incubó y se
desplegó en las alturas de los poderes políticos y económicos,
institucionales y mediáticos.
Esos altos poderes del cuello blanco pactaron en lo oscurito
con el crimen organizado del bajo mundo. Desde ahí, el cáncer de la
corrupción hizo metástasis y ciertamente comenzó a impregnar poco
a poco todo el cuerpo social hasta convertirse en el nuevo sentido
común: la vivianada y el subterfugio como el método más efectivo
para la sobrevivencia y el ascenso.
En la sociedad se hizo carne y sangre el viejo y célebre
retruécano de la poesía popular: “En tiempos de las bárbaras
naciones, de las cruces colgaban los ladrones; pero ahora, en el siglo
de las luces, del pecho de los ladrones cuelgan las cruces”. La
antigua línea divisoria entre la fortuna heredada y la fortuna robada
se diluyó enteramente.
La prueba máxima de todo lo expuesto es que, en nuestro país,
como en casi toda América Latina, todos los ex presidentes, casi
todos los políticos y muchos grandes empresarios están bajo
sospecha, o ya incursos en procesos judiciales o ya en la cárcel o a
punto de entrar en ella.
Sin embargo, el sistema se auto protege y, al final, lo normal
ese peligroso delincuente siempre escapa y esa fuga ya ni nos
sorprende ni alcanza las portadas de los periódicos. Si la justicia se
pone en venta no hay ningún problema en comprarla.
Esto es lo evidente: lo que se pudrió no fue un grupo de
individuos listillos y voraces sino todo el sistema, sus leyes e
instituciones. Para recuperar el sentido común de la decencia es
preciso cambiar todo eso y establecer un nuevo pacto social.
La buena noticia es que la inmensa mayoría social, el pueblo
llano, quien está exigiendo a gritos ese cambio y que, pese a las
provocaciones, ha decidido realizarlo por medios pacíficos y
democráticos en las urnas.
Es imposible que la desesperada resistencia de una élite
corrupta triunfe sobre el interés general, sobre la voluntad manifiesta
del pueblo soberano y decente.

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