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Materia: Estética
Cátedra: Schwarzböck
Carrera: Filosofía
Teórico: N° 14 – Miérc. 15 de Noviembre de 2017
Docente: Silvia Schwarzböck
Tema: Unidad IV: La crítica radical a la estética. De Nietzsche a Derrida. 3. La destrucción de la historia de la
estética en el Nietzsche de Heidegger. Las vías postnietzscheanas de la crítica radical a la estética.

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En la clase de hoy vamos a leer “Los seis hechos fundamentales de la historia de la estética”, uno de
los subcapítulos incluidos en el primer tomo del Nietzsche de Heidegger, como una destrucción de la historia
de la estética. Nietzsche, para Heidegger, no es el destructor de la historia de la estética, sino su culminación:
el último gran filósofo de la estética. Pero a través de Nietzsche, Heidegger puede leer la estética –la historia
de la estética- en términos de crítica cultural: no es el arte el que necesita de la estética, sino al revés. La
historia de la estética no es sólo parte de la historia de la metafísica, sino de la historia de cómo se constituye
la figura de la cultura europea como la figura de la cultura occidental, con los griegos como su comienzo.
Nietzsche, dentro de esa historia, es quien no lee el arte, desde la filosofía, como un hecho cultural. Lo que
intenta pensar no es el arte realmente existente en la historia occidental, sino la voluntad de poder como arte.

Para Nietzsche, el arte no es un fenómeno o una expresión de la cultura. Por medio del arte, Nietzsche quiere
mostrar qué es la voluntad de poder. La meditación nietzscheana sobre el arte se mueve entonces dentro de los
cauces tradicionales. [Heidegger, Martin, “Los seis hechos fundamentales de la historia de la estética”, en:
Nietzsche, trad. J. L. Vermal, Barcelona, Destino, 2000, Tomo I, p. 82]

El adversario de Nietzsche, en este sentido, es Wagner, porque Wagner también quiere que el arte sea
otra cosa –o algo más- que un hecho cultural. Su error es que no puede renunciar a “tener público”: quiere
seguidores y seguidoras. La estética wagneriana sería, leída desde Nietzsche, una estética femenina. Contra la
estética femenina de Wagner (el quinto hecho fundamental de la historia de la estética), la de Nietzsche sería
una estética masculina:

Nietzsche habla en contra de una estética femenina y aboga por una estética masculina. [Heidegger, Martin,

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“Los seis hechos fundamentales de la historia de la estética”, en: Nietzsche, op. cit., p. 82]

Esta estética masculina es, no la estética nietzscheana, sino la que propone Nietzsche como la estética
del futuro. Recuerden siempre que quien está hablando es Heidegger: es importante. Nietzsche, para él, no es
el destructor de la estética sino el curador de la estética –uso esta palabra a propósito-. Pero él también
parece avalar la concepción de la estética como masculina, no como femenina. “Femenina” –en cualquiera de
los tres casos: Wagner, Nietzsche o Heidegger-, como atributo de la estética, haría de ella algo menor.
Tampoco Wagner reivindicaría su estética como “femenina”.
Lo femenino de la estética de Wagner, tal como lo lee Nietzsche, estaría asociado al deseo de
conmover al público. No sería algo estrictamente asociado a lo dionisíaco en sentido antiguo (como lo
contrario de lo apolíneo, que entonces se entendería como masculino), sino a lo sentimental en sentido
moderno. De hecho, es Heidegger quien hace este énfasis en esta contraposición: la estética de Wagner es
femenina, la de Nietzsche, por lo tanto, pretende ser masculina. El problema es que lo femenino de la estética
–tanto para Heidegger cuando lee a Nietzsche como para Nietzsche- está asociado a la modernidad estética.
Heidegger define la estética moderna como una “lógica de la sentimentalidad”. Y Nietzsche define a Wagner
como un “psicólogo del público”. Wagner encarna como nadie el artista como psicólogo, como aquel que
entiende qué es lo que el público quiere (y no sabe que quiere). La suya sería una estética del efecto por
antonomasia. El efecto buscado sería que el público nade en un flujo de sentimentalidad compartida
(compartida en el momento en que está sucediendo la obra de arte total, la Gesamtkunstwerk). Este modo
wagneriano de concebir la obra de arte corresponde al quinto “hecho fundamental de la historia de la
estética”, que lo vamos a desarrollar en un rato.
Por otra parte, la asociación de la estética con lo femenino –en términos peyorativos- suele estar dada
por el hecho de que el tiempo y el espacio dedicados al arte, en el nacimiento de la modernidad estética –
sobre todo en los salones literarios, cuyas reuniones solían ser organizadas por mujeres- era el tiempo y el
espacio dedicados al descanso (es decir, el espacio y el tiempo contrapuestos al trabajo o a los negocios). El
“arte de espectadores” –como llama Nietzsche peyorativamente a la estética moderna- era algo que sucedía
en el modo del esparcimiento: por eso estaba permitido, para los varones igual que para las mujeres,
entregarse a la sentimentalidad.
De todos modos, para Heidegger, Nietzsche no renuncia a la estética, aunque hable en contra de ella
en lo que tiene de moderna, es decir, de femenina.
La pregunta nietzscheana por el arte se convierte en una estética llevada al extremo. Pero ¿qué quiere decir
estética? [Ídem]
Una pregunta típicamente heideggeriana. Aquí, Heidegger recupera el término griego, aisthetiké, hace
una disquisición sobre esta palabra, y termina definiéndola como: saber acerca del comportamiento humano
sensible; del comportamiento relativo a las sensaciones y los sentimientos.

Lo que determina el sentir del hombre y aquello respecto de lo cual se comporta estéticamente es lo bello. Lo
bello, entonces, no es otra cosa que lo que, al mostrarse, produce ese estado.
Lo que se muestra como bello es lo que produce en un sujeto humano sentimientos y sensaciones. Por
lo tanto, lo bello no es en sí, en sentido platónico o platonizante, sino que lo bello es para el hombre, es lo
que suscita en el hombre cierto tipo de sentimientos y de sensaciones.

La obra de arte, en tanto puede producir el sentimiento que suscita lo bello –lo bello puede ser natural o
artificial- se convierte en objeto para un sujeto. [Heidegger, Martin, “Los seis hechos fundamentales de la
historia de la estética”, en: Nietzsche, op. cit., p. 83]

Es decir, entre todas las cosas, naturales o artificiales, que pueden suscitar en un sujeto humano
ciertos sentimientos y ciertas sensaciones, están los objetos artísticos. Lo que estamos viendo es casi una
recapitulación de la primera unidad del programa. A mí me gusta la idea de dictar primero la “historia
oficial” de la estética, analizando cómo se hizo en la historia de la filosofía esa construcción disciplinar, y
luego, en la última unidad del programa, destruir esa construcción. Sería muy difícil hacerlo al revés, es
decir, partir de la crítica –partir de la destrucción de un saber sin haber provisto primero ese saber y, después,
las herramientas para destruir ese saber. Por eso estamos viendo distintas posibilidades: una es la de
Nietzsche, otra es la de Heidegger, y en la clase que viene veremos la de Derrida. Lo que ahora estamos
viendo es que, para Heidegger, la operación de Nietzsche tiene lugar dentro de la estética, y no fuera de ella.
Pero para esto teníamos que hacer lo que hicimos: leer primero a Nietzsche, y ver cómo presenta él esa
operación. Y ahora vemos qué lugar le da Heidegger, como destructor de la estética, a la destrucción
nietzscheana dentro de su propia destrucción: según Heidegger, la de Nietzsche no es una destrucción. El
término destrucción (Destruktion) es de Heidegger.
Cada época está presa de una estética en el modo de preguntarse por el arte.
Esto es lo que le lleva a decir a Heidegger que, para los alemanes (para los alemanes en pleno
nazismo: 1936-37), el arte está en cuestión como una forma de voluntad de poder: como una forma, incluso
la más eminente, del ser en general (pág. 84).
Para caracterizar la esencia de la estética, cuál es su papel dentro del pensamiento occidental y su
relación con la historia del arte, Heidegger enuncia, ahora sí, seis hechos fundamentales de su historia. Lo
que vimos antes es la introducción que hace Heidegger a su propia destrucción de la historia de la estética.
Plantea, así, la pregunta por cuál es la estética de la que está presa la propia pregunta que se pueden hacer los
alemanes por el arte (¿es la estética de Wagner o es la estética de Nietzsche?, podríamos preguntarnos
nosotros). Se trata de la pregunta por la pregunta.
Por eso es que Lacoue-Labarthe, en Tipografías II. La imitación de los modernos, sostiene que la
pregunta por el arte que se hacen los filósofos alemanes desde el siglo XIX (de Nietzsche a Heidegger) es
una pregunta formulada desde la política: ¿tienen los alemanes una identidad? ¿Existe lo alemán? Pregunta
que se hace también, explícitamente, Nietzsche contra Wagner, cuando Nietzsche lo acusa a Wagner de ser
francés, que es una manera de decir que no hay nada alemán en Wagner, salvo el hecho de que incita a los
alemanes a creer en lo alemán: esto es lo que lo hace tan alemán. A los que no tienen una identidad los incita
a buscarla, y toma algo que en la cultura alemana no tiene identidad: la figura del artista como aquella figura
que puede atraer a la juventud. Con Wagner –dice Nietzsche-, por primera vez, se respeta en Alemania la
figura del artista: y esto sin haber visto él en vida el culto que se hará de Wagner –y de la música wagneriana-
bajo el nazismo. De hecho, el propio Wagner era alguien que vivió bajo el aura de ser un artista, cosa que
admiraba profundamente el joven Nietzsche en cuanto a su personalidad social. Al joven Nietzsche lo
fascina, directamente, el modo en que Wagner vivía junto a Cosima Liszt, su mujer: era una vida de artista,
pero no de artista bohemio, sino de gran artista consagrado, de divo, de excéntrico (y la llevaba desde antes
de su consagración). Una vida bigger than life, dicho de manera tilinga.
Para caracterizar la esencia de la estética, cuál ha sido su papel dentro del pensamiento occidental y su
relación con la historia del arte, Heidegger enuncia cuáles son esos seis hechos fundamentales que la marcan,
de los cuales es esperable –como adelantamos- que Nietzsche sea el sexto. El primero de los hechos es el que
en el desarrollo de las clases de Heidegger (recordemos que el Nietzsche proviene de las clases de sus
seminarios) es el más breve de todos, el que le lleva menos desarrollo teórico:

El gran arte griego carece de una meditación pensante, conceptual, que le corresponda; meditación que no
tendría que ser, si la hubiera habido, sinónimo de estética. Los griegos, felizmente, no tenían vivencias
[Erlebnis]. Pero sí un saber tan claro y una pasión por él tal que no necesitaban estética alguna . [Heidegger,
Martin, “Los seis hechos fundamentales de la historia de la estética”, en: Nietzsche, op. cit., p. 84]

Hubo un momento en la cultura griega, para Heidegger, en que la estética no fue necesaria. Podemos
decir: la pregunta por el arte –de haberla habido- no habría estado guiada por una metafísica de la que habría
quedado presa. Cuando aparece la estética es porque ha decaído el gran arte. Lo mismo dicen Sontag,
Schelling y Hegel. Se empieza a reflexionar sobre el arte -y a formular la pregunta por él- cuando el gran arte
es “cosa del pasado”, o cuando una cultura tiene la sensación de que el gran arte ya “ha sido”,
independientemente de si, objetivamente, ha decaído o no; en todo caso, quienes se hacen la pregunta se la
hacen a partir de un diagnóstico de una caída del gran arte.
El segundo hecho fundamental de la historia de la estética ya le requiere a Heidegger un desarrollo
mayor. La estética comienza entre los griegos cuando el gran arte y la gran filosofía llegan a su final: en la
época de Platón y Aristóteles. Con Platón, aparece la concepción del ente en tanto ente fundada en su
aspecto: eídos, idéa. Es decir, la concepción del ente en tanto ente está basada en cómo el ente aparece, que
es con lo que tienen que ver las palabras eídos e idéa. El ente se delimita por el modo como se ofrece a la
mirada: por la forma (morphé) -la forma como lo que limita- y por la materia (hýle) -como lo limitado-. A la
distinción entre materia y forma, se agrega un segundo concepto que servirá de guía para preguntar por el
arte: el de tekné.
Heidegger dice que suele repetirse que el concepto de tekné rebaja las bellas artes a artesanías.
Sabemos que en cualquier manual de estética suelen poner que la palara tekné quiere decir arte y técnica, y
que no hay distinción entre el arte del carpintero y el arte del pintor. No es que Heidegger desconfíe de las
etimologías: todo lo contrario. Lo que busca es precisar en relación a qué término se debería traducir
correctamente –es decir, traducir al mundo griego, en lugar de traducir al mundo moderno- el concepto de
tekné. En este sentido, el concepto que le tiene que hacer de contrapeso para entender lo que significa tekné
para un griego es el concepto de physis. Cuando el hombre intenta instalarse en medio del ente al que está
expuesto -entendido como physis (“en medio del ente” significaría “en medio de la physis”)-, cuando procede
de tal o cual manera para dominar el ente, su proceder está guiado por un saber acerca del ente. Este saber es
lo que se llama tekné. La tekné designa, no un hacer o producir, sino un saber: un saber que guía al hombre
para irrumpir en medio del ente. Sobre este saber se elaboran nuevos entes: los útiles y las obras de arte. La
tekné no es la artesanía o la capacidad de hacer sino el saber que permite a quien está instalado en medio del
ente relacionarse con el ente. Ese saber dirige la acción hacia el ente. Y en la medida en que hace esto
permite producir entes nuevos: los útiles y las obras de arte.
Recordemos que en la Introducción que hace Heidegger a estos hechos fundamentales de la historia
de la estética dice que la estética se relaciona con las obra de arte como si fueran cosas –no dice “como si
fueran útiles”-. Al relacionarse con ellas como cosas, las conoce. La relación con la cosa es de conocimiento:
se ha abstraído algo del útil, de lo que ha sido hecho de acuerdo con una tekné.
En Introducción a la metafísica, está más desarrollado este tema. En el primer capítulo, que se llama
“La pregunta fundamental”, habla de la relación entre physis y tekné. Dice Heidegger (pág. 55 de la
traducción de Emilio Estiú, editorial Nova):

Physis se estrecha a partir de su oposición a tekné, que no significa ni arte ni técnica sino saber, disposición
sapiente de libres planes y organizaciones y el dominio de las mismas.
Y se refiere, para definir el término de esta manera, al Fedro de Platón.

La tekné es creación o construcción. Es un producir sapiente. Lo esencialmente propio de physis y


tekné sólo se podría aclarar en una consideración especial: el concepto opuesto a lo físico es, sin embargo, lo
histórico, un ámbito del ente que también fue entendido por los griegos en el sentido de la physis, mucho más
originariamente concebida. Pero esto no tiene nada que ver con una interpretación naturalista de la historia. El
ente como tal, en su totalidad, es physis. Es decir, su esencia y carácter consiste en ser la fuerza imperante que
brota y permanece. Ante todo, se experimenta en lo que se impone de un modo más inmediato, y que más
tarde significó physis en estrecho sentido: tá physei onta, tá physiká: el ente natural. Aunque todavía se
preguntaba en general por la physis, es decir, por lo que el ente es como tal, tá physei onta, daba ante todo
algo de qué asirse, pero de manera que el preguntar no debía detenerse desde ya en este o en aquel dominio de
la naturaleza, sean cuerpos sin vida, plantas o animales, sino que debía rebasarlos hasta llegar a tá physiká.
Heidegger desarrolla las etimologías, pero no en un sentido filológico, sino filosófico; la filología es,
de la misma manera que la estética, un saber científico sobre el arte; es decir, no lo va a reivindicar como si
él se considerara filólogo y estuviera haciendo un aporte a esta disciplina con estas indagaciones
etimológicas. Lo etimológico es utilizado para tratar de entender el ente de una manera que no sea la de la
instrumentación técnica; tratar de ver cómo se disponía dentro de la totalidad del ente, es decir, dentro de la
physis, un griego. Por eso él va a aclarar: no es un instalarse en la totalidad del ente invasivo. Es importante
que tengamos esto en cuenta, porque la tekné no es un modo de relación instrumental con el ente.
La producción de nuevos entes, entonces, sean útiles u obras de arte, se guía por medio del saber. Y
este es un saber necesario para disponerse dentro del ente. Por eso él dice: para entender lo que era la tekné,
tomemos el concepto de physis. También lo dice así en la Introducción a la metafísica, donde el punto de
vista no es el de la estética. No hay manera de instalarse en medio del ente sin un saber; incluso tampoco hay
manera de producir entes sin un saber que permita instalarse en el ente. Esto no significa que haya una
relación invasiva con la physis.
Estudiante: Me cuesta ubicar esto dentro del pensamiento de Heidegger. Este saber ¿sería
preconceptual, prelingüístico?
Profesora: No. ¿En qué sentido sería totalmente preconceptual o prelingüístico el modo en el cual
alguien se dispone dentro del ente como para producir, por ejemplo, una estatua de Apolo? Siempre la
relación conceptual se asienta en una relación que, en principio, es práctica, es una relación de usar. Pero en
el caso de la tekné él está desarrollando la concepción que tienen de ella –para decirlo didácticamente- Platón
y Aristóteles; y en este sentido es difícil decir que ellos la conciban como preconceptual o prelingüístico. Sí
es pre-científica. Es decir, el de la tekné no se sería todavía un modo tecno-científico de relacionarse con el
ente. Pero eso no significa que sea por eso pre-conceptual o prelingüístico. Este es el segundo momento, el
segundo hecho fundamental de la estética. Él dice que este segundo hecho está teorizado por las filosofías de
Platón y Aristóteles y coinciden con el fin del gran arte y con el fin de la gran filosofía.
Si nosotros consideramos lo que piensa Heidegger, podemos decir que puede llegar a haber una
relación preconceptual (no prelingüística) en medio del ente. Pero el concepto de tekné, que es el que está
desarrollando él aquí, tomado del Fedro de Platón, no puede ser preconceptual ni prelingüístico. Lo digo para
diferenciar bien quién es el enunciador. Aquí es Heidegger, como intérprete de Platón en el Fedro, el
enunciador. Lo que está tratando de decir a sus alumnos, en las clases del seminario sobre Nietzsche, es lo
que quería decir –a la griega- Platón en el Fedro, pero no de qué manera se constituye el Dasein, como en el
caso de la analítica del Dasein de Ser y tiempo. Porque ahí sí considera lo preconceptual. Pero ahora está
hablando de la tekné, no de la constitución del Dasein. De hecho, vean que habla de la producción de útiles:
producción sapiente, dice en la Introducción a la metafísica. No se está refiriendo al uso del útil, en la
relación primaria que tiene el Dasein con la totalidad del ente, sino que está hablando del concepto de tekné.
No está explicando la constitución del Dasein sino de qué manera concebían los griegos, según el Fedro de
Platón, la relación que tenía el saber con la producción de cierto tipo de entes: útiles y obras de arte.
De acuerdo con la filosofía moderna, sobre todo bajo el primado del idealismo, la relación sujeto-objeto
fue pensada como una relación primordialmente gnoseológica. En el último Husserl y en Heidegger, la relación
sujeto-objeto, en términos de conocimiento, no es pensada como una relación primaria, sino como una relación
derivada otra relación, de la relación primordial del hombre con las cosas, que es una relación práctica, no una
relación teórica. La ciencia se construye a partir de la abstracción de relaciones prácticas que el hombre tiene
con las cosas, en calidad de utensilios, dentro del mundo de la vida.
Pero una vez que se constituye el paradigma moderno de la ciencia galileo-newtoniana, esa relación
primordial de utilidad que el hombre tiene con el mundo que lo rodea se tergiversa en el modo de la
disponibilidad y la provocación. El ente se le presenta al hombre como dispuesto (Ge-stell), como si fuera él el
que provoca el trato humano en términos de lo constante, es decir, en términos de algo cuyo comportamiento,
por ser estable y previsible, puede ser calculado.
En lo dispuesto el trabajo de la técnica moderna consiste en desocultar lo real como constante. El modo
de desocultar el ser de los entes que se generaliza en la era de la técnica (el siglo XX) -pero se abre en la
modernidad científica con Galileo y Newton- es el de la “moderna ciencia natural exacta” –como la llama
Heidegger-.

El comportamiento establecedor del hombre se muestra ante todo en la aparición de la moderna ciencia natural
exacta. La manera de concebir de ésta pone a la naturaleza como una conexión calculable de fuerzas. La física
moderna no es física experimental porque en sus investigaciones acerca de la naturaleza aplique aparatos, sino
que, inversamente: porque la física –y, por cierto, como pura teoría- pone a la naturaleza como lo que hay que
concebir en cuanto conexión de fuerzas, previamente calculable, es por lo que se establece el experimento; esto
es, para la indagación de si la naturaleza, puesta de esa manera, se anunciará y cómo lo hará. (…) La física
moderna
es la precursora, desconocida aún en sus orígenes, de lo dispuesto. La esencia de la técnica moderna se oculta
desde hace bastante tiempo también ahí, donde se han inventado máquinas motrices y se ha puesto en vía la
electrotecnia y en marcha la técnica atómica [Heidegger, Martin, “La pregunta por la técnica”, en: Ciencia y
técnica, trad. Francisco Soler, Santiago de Chile, Editorial Universitaria, 1983, p. 89-90]

En los inicios de la modernidad científica, la concepción de la naturaleza como “almacén de existencias


de energías” –los términos entre comillas son los que utiliza Heidegger en “La pregunta por la técnica”-, es un
proyecto totalizador del que sólo participa la “moderna ciencia natural exacta”. Pero en la era de la técnica –el
siglo XX-, esa concepción totalizadora se convierte en el modo humano más general de relacionarse con los
entes.
Lo que el hombre interpreta como “disponibilidad” del ente es en realidad lo que ha puesto él, lo que ha
establecido él. Por eso habla Heidegger de un “comportamiento establecedor” por parte del hombre que se
muestra recién con la “moderna ciencia natural exacta”.
El proyecto de la filosofía moderna (que sólo se revela como tal para la filosofía contemporánea) es un
proyecto de dominio total de la naturaleza y de lo que los hombres tienen de naturaleza, que lo llevan adelante
las ciencias, las mismas ciencias matematizadas que la filosofía moderna –por su propia matematización- tomó
como modelo de conocimiento exitoso.
La posición central del sujeto en medio de los entes –equiparados entre sí por lo que tienen de
cuantitativo, no de cualitativo- ya es en sí misma, para Heidegger, una manera de dar por sentado el control total
de la naturaleza por parte del hombre:

La central hidroeléctrica no está construida en la corriente del Rin como los viejos puentes de madera, que, desde
hace siglos, unen una orilla con la otra. Más bien, está el río construido en la central. [El río] es lo que ahora es
como corriente, esto es, proveedor de presión hidráulica, desde la esencia de la central eléctrica [Heidegger, M.,
“La pregunta por la técnica”, en: Ciencia y técnica, op. cit., p. 83]

Ahora bien, el río Rin deja de ser “energía eléctrica” sólo cuando pasa a ser contemplado como objeto
estético por parte de los turistas. Por lo tanto -sigue Heidegger- lo que se ha establecido en él, por parte de una
agencia de viajes, es “una industria para turistas”. El carácter totalizador del proyecto tecnocientífico se revela en
el hecho de que el río nunca es naturaleza en un sentido distinto –anterior- al de la disponibilidad, ni siquiera
cuando alguien quiere contemplarlo por un instante como lo que fue: un río, no una fuente de energía. Como río
a ser contemplado, el río también es una “fuente de energía” para la industria turística.
Lo que siempre estuvo allí desde antes de que el hombre existiera –la naturaleza- el sujeto se lo
representa como si hubiera estado dispuesto de antemano para ser un útil.
Según la significación habitual, la palabra Gestell se refiere a un útil, por ejemplo, un estante para libros. Gestell
significa también en alemán un esqueleto. Y tan horrible como esqueleto parece ser la palabra Gestell [dis-
puesto], que ahora proponemos [ídem, p. 87]

Que los entes se presenten ante un sujeto como si estuvieran dispuestos a que ese sujeto los aproveche
forma parte del proyecto moderno de la tecnociencia. Es más: es su realización misma. La física moderna, al
matematizar el ente, justifica que se lo piense como intrínsecamente disponible para la utilidad.
La teoría física moderna de la naturaleza es la que prepara el camino no sólo de la técnica, sino también de la
esencia de la técnica moderna. (…) La física moderna es la precursora, desconocida aún en sus orígenes, de lo
dispuesto.”[ídem, p. 90]

Volviendo ahora a los seis hechos fundamentales de la historia de la estética, tengamos en cuenta que
cada uno de esos “hechos” le sirve a Heidegger para mostrar cómo se concibe la pregunta por el arte en la
medida en que está atada a –y presa de- una metafísica. La pregunta por el arte que está presa de una estética
está, a la vez, presa de una metafísica. Por lo tanto, los “hechos” –los seis- son momentos histórico-
filosóficos, es decir, Heidegger no explica por el segundo de ellos la vida griega, sino la vida griega tal como
la teoriza Platón –de acuerdo con su metafísica- en el Fedro. Aquí es donde el concepto de tekné -
contrapuesto al de physis- tiene la capacidad de explicar de qué manera el saber dispone dentro del ente, y
por el modo como lo hace, permite producir otros entes que no existían –entre ellos las obras de arte-. La
producción de entes se guía por medio del saber, y ese saber es la tekné.

El artista no es un teknítes porque también sea artesano, sino porque tanto la producción de obras como la de
útiles constituyen una irrupción del hombre que sabe y procede en medio de la physis, y sabe sobre ella. El
proceder, pensado de modo griego, no es sin embargo un ataque sino un dejar llegar lo ya presente.
[Heidegger, Martin, “Los seis hechos fundamentales de la historia de la estética”, en: Nietzsche, op. cit., p. 86]

Quiero analizar esta cita de Heidegger conectándola con lo que dice, al comienzo del segundo hecho
fundamental de la historia de la estética: el concepto de tekné suele ser malentendido cuando se repite que
los griegos rebajaban las bellas artes a la condición de artesanía. Heidegger dice que es el concepto de
teknítes el que lleva a esa confusión. Lo que ahora marca él aquí es que no es que el teknítes sea exactamente
un artesano, sino que es alguien que procede en medio de la physis teniendo un saber sobre ella. De hecho,
porque tiene este saber es que puede proceder de manera tal de producir entes que se integran a la physis.
Recordemos la cita de la Introducción a la metafísica: la physis también tiene una dimensión
histórica. No es que hay que entenderla en el sentido fisicalista, dice él, como si fuera sólo la realidad
tangible, material, física en el sentido en que puede estudiarla una physiké como una ciencia particular
moderna. La physis tiene además una dimensión histórica. Esto permite entender que esa dimensión histórica
de la physis está dada porque hay ciertos sujetos que tienen cierto saber sobre ella que les permite producir
nuevos entes sin que eso signifique un ataque a la physis. Esta es la diferencia con el modo de disponerse
dentro de la totalidad del ente propio de un sujeto moderno, es decir, no hay una invasión de la physis con
esos objetos creados, producidos sapientemente –de acuerdo a un saber- sino que hay un completar la physis.
La physis tiene una dimensión histórica porque ciertos sujetos producen entes que no estaban en ella y que,
en lugar de violentarla, se integran a ella. La physis tiene, desde ya, una dimensión física, en el sentido
fisicalista del término, pero también tiene una dimensión histórica entendida en el sentido humano. No es que
lo natural es sólo lo dado, sino que lo físico puede tener algo que no estaba dado y que es producido. Lo
natural y lo artificial pertenecen a la physis. En este sentido griego, el concepto de physis es completo,
mientras que es sesgado en el sentido moderno. En la modernidad la física adopta una perspectiva sobre el
ente que es sesgada, porque matematiza el ente. En la physis griega, quienes tienen un saber sobre ella
pueden producir entes que se integran en una relación de continuidad y de contigüidad -no en una relación de
violencia- a los entes ya existentes como “naturales”.
Estudiante: ¿Y el espíritu está contemplado dentro de la physis? Por ejemplo, el creador, el que crea
algo artificial, pone algo de sí al hacerlo.
Profesora: Pone su saber.
Estudiante: Pero ¿está contemplado sólo desde ese lado más gnoseológico?
Profesora: Está contemplado desde la perspectiva de que el teknítes es el que tiene un saber que es
productivo, es decir, que puede producir entes, pero es fundamentalmente un saber que proviene de su modo
de estar en medio del ente. Entonces, no es que pone algo de sí. Esta es la diferencia con un artista entendido
desde la modernidad, donde lo que se crea artísticamente se pretende que sea creado como “original” (aunque
se sepa que ningún objeto artístico es creado sin un saber previo: de hecho, se lo crea en medio de ese saber).
En todo caso, entre los griegos alguien es mejor teknítes que otro porque logra que el ente sobresalga
respecto de otros entes en términos de excelencia, de belleza: sabe hacer resplandecer la esencia de ese ente
por el modo en que aplica ese saber (de una manera no mecánica).
Estudiante: Deja llegar mejor lo ya presente.
Profesora: Deja llegar mejor lo ya presente, porque, en términos heideggerianos, no hay una violencia
en la tekné antigua. Noten que sí podríamos interpretar en términos de violencia el hecho de implantarle al
objeto una yoidad. Desde una perspectiva moderna, decimos: Fidias lo hacía a su manera, no había nadie
como él, Fidias era inconfundible, era una firma, etc. Para nosotros, para nuestra mirada, esto es así –lo
veremos en los momentos quinto y sexto de los “seis hechos fundamentales de la historia de la estética”-:
reconocemos –desde nuestra perspectiva de la “autoría” para juzgar las obras del pasado y del presente- las
diferencias entre un Esquilo, un Sófocles y un Eurípides. Para nosotros, hay gran estilo con firma en el
mundo griego, y no podemos no relacionarnos con esos saberes sino de esa manera. Vemos lo distintivo, lo
personal, lo yoico, por encima de lo que es, en esas obras, saber transmitido. Pero pensado al modo griego lo
que resplandece en una obra (una estatua de Apolo, por ejemplo) es algo que el teknítes logra que se
destaque, que se deje ver mejor de una materia a la que él sabe cómo darle forma de la misma manera como
lo sabía su maestro, o quien le haya transmitido ese saber. La tekné es eso. Podríamos decir: nosotros nos
damos cuenta de que hay algo autoral en las obras que los griegos no veían y nosotros sí vemos: el modo de
ejecutar ese saber, de poner en acto ese saber, no era igual en todos los artistas.
Estudiante: Me hace acordar a Rodin, que decía que cada piedra tenía ya una figura dentro de sí y que
él solamente se encargaba de sacarla a la luz.
Profesora: Exacto. Eso es lo que le interesa a Heidegger del teknítes. La forma no es implantada en la
materia, como si la piedra fuera un pedazo de naturaleza en la cual un sujeto tiene que implantar
violentamente un concepto porque eso es una nada hasta que llega el concepto y convierte esa piedra, por
ejemplo, en una cabeza, sino justamente lo que dice Rodin: se extrae de la piedra una forma. Se ilumina la
materia con la forma. Resplandece la materia con esa forma. En ese sentido, el ejemplo de Rodin es muy
bueno: el artista busca la obra, en lugar de ensalzarse a sí mismo, burguesamente, en través de ella. El artista
contemporáneo, en el mismo sentido, sale a patear basureros y empieza a recoger de la basura, llega a su
estudio y busca la forma en la materia. No es que le implanta la forma, y así violenta el material, sino que la
lógica es la de encontrar el material: ver lo que ya hay en el material. Eso sería pensar heideggerianamente la
relación del artista con una materia, incluso fuera del contexto griego. Cuando él dice que lo que hace el
teknítes no es un ataque, sino un dejar llegar lo ya presente, podemos interpretar que no hay violencia en ese
tratamiento de la materia por parte del artista. Él no ve materia muda, materia inerte, naturaleza bruta sino
que encuentra la forma en la materia, la extrae de la materia.
Este segundo gran momento de la estética se completa con Aristóteles, casi como un colofón de
Platón.

En Aristóteles, tekné es aún un modo de saber, pero sólo uno entre otros. [Heidegger, Martin, “Los seis hechos
fundamentales de la historia de la estética”, en: Nietzsche, op. cit., p. 83]

En el famoso comienzo de Metafísica A, Aristóteles dice que todos los hombres por naturaleza desean
conocer, igual que los animales, pero estos sólo tienen memoria y, en tanto tienen memoria, puede repetir
algo que han aprendido pero no pueden convertirlo en un saber, que es justamente lo que diferencia al
hombre del animal: ese saber que en el animal es experiencia –así lo llama Aristóteles-, en el hombre se
convierte en tekné. Luego, sobre la tekné aparece la episteme, el saber que se hace las preguntas por las
causas, y la filosofía, que se pregunta por las causas últimas y primeras. Este es el repertorio de saberes del
comienzo de Metafísica A. La tekné, entonces, en Aristóteles, es un saber entre otros; pero sigue siendo un
saber.
El tercer hecho fundamental de la historia de la estética tiene que ver con la modernidad y su
metafísica (la metafísica de la subjetividad). En la modernidad, el modo en que el hombre se encuentra y
siente las cosas, su “gusto”, se convierte en tribunal que juzga sobre el arte.
A partir de aquí se escribe la historia de estética como “historia oficial” de la estética, es decir, como
la escribe el idealismo. Cuando Kant dice que Burke era un fisiólogo, escribe la historia de la estética como
una disciplina filosófica. Recuerden que Deleuze dice que la estética es una disciplina fundada en un libro: la
Crítica del Juicio. Esto fue dicho por Deleuze en una clase, que está traducida en Kant y el tiempo. Es una
frase reveladora. Si la estética se funda en un libro, la estética es una disciplina que la filosofía se dio a sí
misma.
Volviendo a Heidegger, la meditación sobre el arte, en la modernidad, se traslada de una manera
acentuada y exclusiva al estado sentimental del hombre, a la aisthésis. En sentido moderno, la estética tiene
que explicar un estado sentimental. Por eso se convierte en una lógica de la sensibilidad. Paralelamente al
dominio de la estética, se produce la decadencia del gran arte entendido como necesario.
Pensemos que esta destrucción de la historia de la estética que hace Heidegger está planteada desde
este Leitmotiv: cuando hubo gran arte, los griegos no necesitaban hacerse la pregunta por él, y si se la
hubieran hecho, esa pregunta no se habría inscripto dentro de la estética, es decir, dentro de la historia de la
metafísica. Así, la estética tiene en este tercer hecho fundamental -el de la modernidad, el del problema del
gusto- su momento más autoconsciente.
Cuando la estética se convierte, oficinalmente, dentro de la historia de la filosofía, en una disciplina,
en una especialidad, en un campo de problemas, en ese momento no sucedía nada importante en la historia
del arte. Este es el comienzo triste que tiene el programa, porque es como si dijéramos que la estética empezó
siendo un juego de salón, una práctica del arte de la conversación. Ésa es su genealogía, sus comienzos bajos
e inconfesables. Para que esos comienzos bajos y frívolos se volvieran algo elevado y serio, hacía falta un
libro, diría Deleuze: la Crítica del Juicio. Esta disciplina se funda en un muy buen libro. Y este muy buen
libro borra –o hace olvidar- el fango sobre el que se construye: la sociabilidad burguesa, la conversación
presuntamente seria pero con fines de mostrar distinción o, directamente, con fines de seducción (como
muestra Proust, en el primer tomo de En busca del tiempo perdido, con la figura de Swann, yendo al salón
poco reputado de Mme. Verdurin a conocer las mujeres que todavía no conoce). En realidad, la estética es un
campo filosófico porque se escribieron libros de estética (en plural) que son fundamentales para la historia de
la filosofía, no sólo de la estética misma. Esto es lo que le da a la estética el rango que tiene. No es el arte el
que necesita de la estética, porque, efectivamente, largos períodos de la historia del arte –los mejores, diría
Heidegger- sucedieron sin necesidad de la pregunta por el arte. Esto es lo más aterrador para la institución
filosófica: períodos enteros no requirieron de la pregunta por el arte en el sentido en que la hace la estética.
Estudiante: Si fuera por el arte, la estética tendría que ser historia del arte, que es otra disciplina.
Profesora: Sería otra disciplina, claro. Tendríamos historia del arte en lugar de estética. En cambio –
esto es lo que está queriendo decir Deleuze cuando dice que la estética necesitó de un libro, la Crítica del
Juicio, para su nacimiento- hacer del gusto un problema filosófico es una ocurrencia de Kant, que fue tan
buena que dio un giro a toda la filosofía, incluida la creación de un campo de problemas. Es el contenido de
verdad de una exageración, desde ya (risas) Recuerden cuando Hegel dice, al comienzo de las Lecciones
sobre la estética, cuando repasa las teorías sentimentalistas inglesas: “hubiera sido juego” si el arte no
entraba dentro de un sistema filosófico “serio”, como pretendían serlo los del idealismo. El arte no es juego –
aclara Hegel-, aunque socialmente sirve de la misma manera que la filosofía: como un entretenimiento de
sociedad en la época burguesa. Lo que siempre ha sido un momento de lo absoluto la sociedad lo “usa”
como un entretenimiento. Pero para que Hegel diga que el arte es un momento de lo absoluto tiene que
haberse escrito la Crítica del Juicio. Podemos decir: el libro de Kant produce un efecto: la estética como una
disciplina filosófica.
La destrucción de la historia de la estética tiene también una voluntad de señalar el hecho de que,
cuando se oficializa la estética, cuando se convierte en un campo filosófico en el cual escriben los grandes
filósofos porque antes había escrito Kant, lo que está en el centro de ella es la centralidad del sujeto: el hecho
de que el sujeto refiere todo lo que no es él a él, y entre todo lo que no es él referido a él está el arte.
Entonces, pueden ser las obras de la antigüedad que empiezan a ser discutidas, o las obras recientes; pero en
cualquier caso se trata del modo en el cual esas obras afectan los sentimientos del sujeto: esto es sobre lo que
se discurre en los salones, y la filosofía discurre sobre lo que se discurre en los salones, pero no en su mismo
nivel, sino convirtiéndolo en un problema que funda un campo (el gusto).
Ahora bien, ¿por qué la teoría estética de Kant tiene el lugar que tiene en la historia de la estética si,
en realidad, no tiene una gran teoría del arte, sino una gran teoría del juicio del gusto, ejercido como juicio
estético? Justamente porque aquello por lo que hay que responder en la modernidad es por el estado de las
facultades del sujeto. La centralidad del sujeto lleva a la pregunta por el arte, como una pregunta
autocentrada en el efecto que produce lo que no es el yo (el no yo) en el yo del sujeto; el tema de la estética
es el estado sentimental del sujeto. Si el arte es un problema en los comienzos de la historia oficial de la
estética es porque produce en los sujetos un estado sentimental determinado. No es que el arte del siglo
XVIII –o de los siglos anteriores- sea, para quienes frecuentan los salones, tan enigmático. Es más bien “un
tema de conversación”, una excusa para la socialibilidad (a la que en ese momento se incorporan las mujeres,
además de la burguesía). En realidad, las obras de arte a las que se referían en los salones se escribían o
componían de acuerdo con la normativa de las poéticas en la época neoclasicista. No es que las obras fueran
revolucionarias y necesitaran una teoría que sólo podía proveerla la estética. Hasta la aparición del primer
romanticismo -que también puede ser leído como lo hace Lyotard: como un efecto, como un corolario de la
filosofía de Kant (Kant en ese sentido no sólo revoluciona la filosofía sino también el arte)-, ese momento de
la centralidad del sujeto es lo que, de no haber aparecido la Crítica del Juicio de Kant, convertiría a la
estética en una lógica de la sensibilidad. Pero este momento idealista, que es el momento glorioso de la
estética, se produce por la decadencia del gran arte, entendido como necesario.

El gran arte no es sólo grande, ni se vuelve grande por la superior calidad de lo creado sino porque es una
necesidad absoluta. Y el arte absolutamente necesario es el que revela en el modo de la obra lo que es el ente
en su totalidad. [Heidegger, Martin, “Los seis hechos fundamentales de la historia de la estética”, en:
Nietzsche, op. cit., p. 88]

En El origen de la obra de arte, Heidegger dice que la obra de arte pone en obra la verdad. El arte es
absolutamente necesario. Toma el término de Hegel, y lo va a desarrollar en el cuarto momento, que está muy
relacionado con el epílogo de El origen de la obra de arte, y la forma en la cual se refiere a Hegel (que la
vieron con José [Fernández Vega] en la Unidad 3). El arte absolutamente necesario es un arte que revela algo
sobre el ente. Es un arte que está –para decirlo en términos de Schelling y de Hegel- conectado con la verdad.
Si tiene relación con la verdad, el arte no puede no existir: es un momento de lo absoluto, y por eso es
absolutamente necesario. Lo absoluto no puede no tener un momento en el cual se vea a sí mismo reflejado
en la materia. El absoluto (uso este término ahora para abarcar a ambos, a Schelling y a Hegel) tiene en algún
momento que verse reflejado a sí mismo en una materia sensible (visible, táctil, audible, etc.). Este es el
momento en el cual el arte, en tanto está conectado con la verdad, se revela como absolutamente necesario.
Pero vamos a ver en el cuarto hecho fundamental que, cuando el arte se revela de esa manera, es algo
del pasado. Lo que comprenden los grandes sistemas idealistas es que el arte fue, ha sido, absolutamente
necesario.
Dice Heidegger, respecto del cuatro “hecho fundamental de la historia de la estética”, que cuando la
estética alcanza su punto más alto, abarcador y estricto posible, el gran arte ya ha llegado a su fin. En cada
uno de los hechos fundamentales (exceptuando al primero) se repite esta constante: aparece un hito en
reflexión en un momento de caída del gran arte. Incluso con Platón y Aristóteles, en el “segundo hecho
fundamental”, el arte tendría esa característica. Un momento de retracción, de caída de la gran filosofía y del
gran arte. Salvo el primer hecho fundamental (la ausencia de estética por la presencia del gran arte), todos los
demás hechos tienen que ver con la caída del gran arte.
La estética tiene su grandeza por reconocer y exponer este final del gran arte. Y la última y mayor
estética de occidente, pensada en este sentido, es la de Hegel. Se refiere concretamente a las Lecciones sobre
la estética, que fueron impartidas por Hegel por última vez entre el semestre de 1828 y el de 1829, en la
Universidad de Berlín. Dice Hegel, citado por Heidegger:

No existe ninguna necesidad absoluta de que la materia encuentre su exposición en el arte .


Es decir, lo que caracteriza al momento presente de las Lecciones sobre la estética -tomemos la última
fecha de su dictado: 1828-1829- es precisamente que el arte carece de necesidad absoluta.
El arte es algo pasado. Los bellos días del arte griego ya se han ido, como la edad de oro de la baja Edad
Media.

Por supuesto, como ya sabemos, sigue habiendo obras de arte, pero las posteriores a la antigüedad y la
baja Edad Media sólo lo son dentro de un círculo específico: el círculo de recepción artística propio de ciertas
capas sociales. Cuando Heidegger dice esto, está pensando en que existe una necesidad lógica de que el arte
tenga una relación con la sociedad por la cual la sociedad pueda significarse a sí misma a través del arte.
Esta es la necesidad lógica del arte, y no que el arte sea obligatorio en el sentido de que tiene que haber arte
en todas partes o de que tiene que enseñarse como materia obligatoria en las escuelas, o de que siempre haya
una necesidad social de arte y así, en cualquiera de estos casos, habría una obligación de parte de los artistas
de producirlo. Este planteo sería típicamente burgués, como el que describe y critica Schlegel en Sobre el
estudio de la poesía griega, cuando se refiere a la idea de la belleza artificial contra la belleza natural antigua.
Es decir, el problema de la belleza, en la modernidad, es tiene que producirse en una sociedad que no la tiene,
por lo tanto, no puede ser sino artificial (la esfera del arte es una esfera que no se condice con el resto de las
esferas de la sociedad).
Cuando efectivamente los artistas son los que producen la belleza, y la tienen que producir sin que
nadie la reclame salvo su propio círculo, del cual ellos mismos han salido -el círculo de los receptores de arte
conformado sólo por ciertas capas sociales- es porque el resto de la sociedad podría existir sin arte. De la
misma manera, los antiguos no sabían quién era Fidias pero necesitaban que alguien plasmara ciertos entes
que se integraban a la physis y que resplandecían dentro de ella. Estos entes –los de Fidias, supongamos-
sobresalen respecto de otros porque están más excelentemente plasmados; pero no se trata de la irrupción del
ente bello en medio de una physis –con su aspecto histórico y su aspecto natural- que carece de belleza.
El problema de la obra de arte en la sociedad moderna es que circula en un ámbito restringido y al
cual acceden sólo ciertas capas sociales. Esto es lo que demuestra, para Heidegger, que el arte ha perdido el
poder de lo absoluto, su absoluto poder. No interpela a toda la sociedad y, por otro lado, la sociedad tampoco
se significa a través de él. Es difícil pensar a los griegos sin la representación de sus dioses y sin los templos
en los cuales se les rendía culto; hay, así, una necesidad lógica de que alguien hiciera la producción de esos
templos para esas figuras de los dioses. Ahora bien, algún artista podría hacer resplandecer más la piedra que
otro con una imagen de Apolo mejor tallada; pero el arte griego era, como dice Hegel en la Fenomenología
del espíritu, una religión del arte, y por eso era obligatorio, en el sentido de que lo exigía la religión misma, o
dicho al revés, la religión era una religión artística, bella -no sublime, porque los griegos no tenían la idea de
infinitud, como dice Schlegel-.
Esta situación en la cual el arte ha perdido su poder absoluto, y su poder de lo absoluto, determina que
en el siglo XIX el tipo de saber acerca de él sea una estética especulativa. Hegel convierte en saber
especulativo este problema de que el arte ya no pueda tener el poder de lo absoluto y su absoluto poder. Este
es el tema de la última gran estética, la mayor estética de la modernidad, dice Heidegger: que el arte es algo
del pasado, y que el arte del presente sólo interpela a un círculo restringido, el de los receptores de arte –lo
que hoy llamaríamos el círculo del arte-. A partir de la modernidad se puede vivir una vida de principio a fin
sin entrar en contacto con el círculo del arte. Porque es un círculo dentro de la sociedad: la sociedad no está
traspasada por el arte. Aunque todo lo que existe en la sociedad, en el siglo XIX, empiece a estar cada vez
más diseñado, más embellecido artificialmente, las personas no se significan por el arte, porque en el arte no
se expresa la sustancia de un pueblo. La grandeza de la estética hegeliana es haber convertido esto en el tema
de la estética, lo que llamamos –ustedes ya lo vieron en el programa- el tópico moderno -y después
posmoderno- de la muerte del arte.
El quinto hecho fundamental de la historia de la estética, para Heidegger, es la estética wagneriana.
Heidegger va a analizar dos de sus escritos: El arte del futuro, de 1849, y El arte del futuro sobre el principio
del comunismo, que es del mismo año.
Wagner es tan fríamente criticado por Heidegger como tan fríamente criticado fue por Nietzsche.
Incluso más criticado por Heidegger que por Nietzsche. Pensemos que estamos en los años 1936 y 1937 y
Nietzsche y Wagner son dos de las figuras que el nacional-socialismo entroniza.

Frente al hecho de que el arte ha abandonado su esencia, el siglo XIX intenta la obra de arte total. No se trata
de que todas las artes deban sumarse en una sola, sino de que la obra de arte sea una celebración de la
comunidad de un pueblo: “la” religión. [Heidegger, Martin, “Los seis hechos fundamentales de la historia de
la estética”, en: Nietzsche, op. cit., p. 90]

El término para “obra de arte total” es Gesamtkunstverk, y suele usarse directamente en alemán. Por
ejemplo en Obra de arte total Stalin, el libro de Boris Groys, se utiliza esta palabra: Gesamtkunstverk Stalin,
y él aclara de dónde la toma, porque es una palabra wagneriana que tiene un peso específico cuando se la
utiliza, incluso en otro contexto. No quiere decir la suma de todas las artes en una sola arte –como aclara
Heidegger-; no se está pensando en un espectáculo total, no se está pensando en el drama musical, la ópera,
como la conjunción de todas las artes. Muchas veces se aplica este concepto, con este sentido, al cine (“artes
combinadas”), como si el cine hubiera cumplido en el siglo XX el proyecto de la Gesamtkunstverk, porque
tiene drama, tiene música, tiene escenografía -lo cual incluye lo escultórico y lo pictórico-, tiene un guión,
una acentuación de los momentos de mayor intensidad dramática a través de la banda sonora, etc.
No se trata -aclara Heidegger- de ese concepto sino de un concepto político: convertir a la obra de arte
en una celebración de la comunidad de un pueblo, en “la” religión; el arte debería cumplir esa función
cohesionante que tenía entre los griegos. Esto es importante porque también en el comunismo podemos
encontrarlo: hay un escrito de Lukács llamado “Nueva y vieja cultura”. Allí se plantea tempranamente –este
Lukács es anterior al de Historia y conciencia de clase, de 1923- el problema de cómo tiene que ser el arte.
Este texto salió originalmente en una revista que se llamaba Kommunismus, es decir, es un texto en que se
plantea desde la política el problema de la cultura. Y allí aparece también la pregunta acerca de cómo tiene
que ser el arte comunista, porque ese arte tiene que celebrar la vida plena de sentido, en lugar de criticarla,
como sucede bajo las condiciones sociales del capitalismo. El arte no puede ser celebratorio en el
capitalismo, pero en el comunismo el arte debería serlo. Por supuesto, uno puede decir que los griegos no son
un modelo de comunidad, porque el concepto de ciudadanía era muy restringido. Además, lo griego se define
como culto contra lo bárbaro, excluyendo de la cultura a los demás pueblos. Entonces, el pueblo que posee la
cultura es un pueblo exclusivo y excluyente. Asimismo, los pueblos derrotados son los propios esclavos. No
hay nada común con un miembro de un pueblo derrotado. Por eso digo: estos conceptos son muy difíciles de
trasladar de manera literal a la modernidad. De todos modos, el concepto de obra de arte total es
eminentemente político, es decir, no hay que hacer el trabajo de relacionarlo con la política.
Para Wagner, que es quien acuña este concepto de Gesamtkusnstwerk en el sentido político en que lo
está analizando Heidegger, las artes determinantes para este concepto de obra de arte total son la poesía y la
música. Pero lo son en la medida en que se conjugan dentro del drama musical. De modo que es la ópera -o
lo que Wagner llama drama musical- el auténtico arte. En él, música y poesía se articulan de la manera en que
el concepto de obra de arte total lo requiere.
Para Heidegger, el concepto de obra de arte total wagneriano tiene un elemento político que expresa
el problema de la modernidad y busca superarlo. Tiene que ser el arte a través del cual un pueblo se celebre a
sí mismo: “la” religión. Pero además hay en este concepto de obra de arte total algo que a Heidegger le
parece que tiene que ver con el problema de la modernidad, y que podría contribuir a su solución: además de
lo dicho, la posibilidad de que, a través de ella, un pueblo se celebre a sí mismo en lo que tiene de común. Lo
que a Heidegger le parece problemático de la obra de arte total -y que contribuye al problema de la
modernidad, en lugar de solucionarlo- es el nihilismo. A este problema se refiere la cita que ahora les leo:
Lo que se busca a través de la obra de arte total es el dominio del arte como música, y con él, el dominio del
puro estado sentimental, el frenesí y el ardor de los sentidos, la gran convulsión, el feliz terror de fundirse en
el gozo, la desaparición en el mar sin fondo de las armonías, el hundimiento en la embriaguez, la disolución
en el puro sentimiento como forma de redención: la vivencia, en cuanto tal, se vuelve decisiva. La obra de arte
es ya sólo un excitante de la vivencia. [Heidegger, Martin, “Los seis hechos fundamentales de la historia de la
estética”, en: Nietzsche, op. cit., p. 90]

El tipo de espectáculo en que se convierte el drama musical busca ser un excitante de la vivencia –el
término es, otra vez, Erlebnis-. Se trata de compensar lo que a la vida le falta: hacer que el arte genere un tipo
de experiencia, la de la embriaguez, que no está dentro de la sociedad sino que se crea dentro de los límites
del círculo del arte. El concepto de obra de arte total, así, busca una experiencia que es una liberación de los
sentidos, en el sentido schopenhaueriano del término. Heidegger dice, irónicamente, que a Wagner le
sirvieron mucho las cuatro veces que leyó El mundo como voluntad y como representación de Schopenhauer.
Estudiante: Es muy parecido a lo que dice Benjamin sobre la estetización de la vida política en el
fascismo.
Profesora: Claro. Tanto Brecht como Benjamin fueron muy perceptivos respecto de la manera en que
el fascismo buscaba que la experiencia política –como reunión de la masa en un mismo tiempo y lugar- fuera
una experiencia cuasi erótica, es decir, una experiencia casi orgásmica, de éxtasis. La masa es un espectáculo
para sí misma: cuando el individuo se une a ella, se le desbordan los sentidos.
Estudiante: El espectáculo es el pueblo mismo.
Profesora: Sí, en el sentido de que la obra de arte total, si es el pueblo mismo, requiere a cada
individuo ser parte de ella. Este programa de la obra de arte total se ve también en ciertas formas
celebratorias que tiene el comunismo, por ejemplo, los desfiles de la época estaliniana o los actuales desfiles
en Corea del Norte. Groys dice que la obra de arte total Stalin es en realidad “la construcción del socialismo
en un solo país”. El desfile, cuando el que desfila es el propio pueblo, es una celebración en la cual él mismo
es el espectáculo. Esto, independientemente de que además se filma y se pasa por televisión.
Estudiante: ¿El estar dentro de esta obra de arte sería la forma nihilista?
Profesora: Sí, en el sentido de que cada individuo, al fin y al cabo, está solo dentro de la masa. Son
individuos uno al lado del otro que, terminada la celebración, es como si no se conocieran (algo parecido a la
lógica del Carnaval). Recordemos que también en Nietzsche aparece la figura de la embriaguez y termina
siendo problemática cuando está asociada al romanticismo (como pesimismo de la debilidad). Ahora
Heidegger va a establecer una diferencia entre Wagner y Nietzsche, en cuanto a cómo entienden esta
embriaguez. No tienen la misma idea de la embriaguez, ni tienen la misma idea de lo dionisíaco, según
Heidegger. Pero de todas maneras, en relación a tu pregunta, lo que pone a esta búsqueda del excitante de la
vivencia como parte del nihilismo es que busca compensar. Y compensa en una situación que es extra-
ordinaria. La situación de la embriaguez, producida por la vía de la obra de arte total, es una situación fuera
de lo ordinario, aun cuando la experiencia estética –en tanto vivencia- fuera compartida por el mayor
número posible de personas. Nietzsche también señala ese carácter masivo que tiene el romanticismo tardío
wagneriano (un “romanticismo de masas”). Ese romanticismo buscaba convertir al público en rebaño. Y
hacerlo dentro de los límites del arte. Es decir, que el arte desborde al sujeto, como si de ese modo
desbordara los límites del arte.
En Nietzsche contra Wagner el teatro está definido como “el arte de masas por excelencia”. Lo que
caracteriza al teatro son sus éxtasis morales para el pueblo. Por eso yo mencioné antes la moralina que encierra
la pieza teatral. Cuando el espectador se sienta en la butaca como espectador teatral lo hace como miembro del
rebaño, y no como individuo. Para lo que se sienta en una sala teatral es para comportarse como miembro del
rebaño. Para lo que alguien se sienta en un teatro es, justamente, para ser el sujeto de un éxtasis moral, para
recibir una moralina vía catarsis, casi sin darse cuenta; el espectador se expone a la catarsis para ser
transformado, pero esa transformación no es sino un debilitamiento de lo fuerte (lo animal) que hay en el sujeto,
no un fortalecimiento.
Aquello del drama musical que para Nietzsche equivale al teatro es lo masivo. Él ya usa la palabra
“masivo” en “El drama musical griego”, uno de los escritos preparatorios para El nacimiento de la tragedia. Y
dice que es muy difícil, para un lector del siglo XIX, imaginarse el tipo de ritual que implicaba el drama
musical en la Antigüedad, aunque aclara que –para poder notar las diferencias más abismales- justamente hay
que apelar a lo que sería más parecido a él, que es la ópera. Aún con todo lo que tiene de burgués la ópera, algo
inminentemente popular en ella. Digo “todo lo que tiene de burgués la ópera” porque sabemos que es un invento
renacentista, burgués, pero que tiende a popularizarse en el siglo XIX.

En el teatro uno se convierte en pueblo, rebaño, mujer, fariseo, ganado electoral, patrono, idiota: wagneriano.
Hasta la conciencia más personal, sucumbe al hechizo nivelador del gran número; allí rige el vecino; uno se
transforma en vecino [Nietzsche, F., Nietzsche contra Wagner, traducción, introducción y notas de Román Setton,
Buenos Aires, Losada, 2012, pp. 58-59]

Esta categoría, pueblo, rebaño, mujer, fariseo, ganado electoral, patrono, idiota, vecino, wagneriano, son
precisamente las que caracterizan al espectador de teatro. El teatro wagneriano, en ese sentido, le gana a la
música wagneriana dentro de la obra wagneriana misma, que es el “drama musical” como “obra de arte total”.
El espectador, en el teatro, es masa, y no hay posibilidad de que sea otra cosa. No depende del espectador. No es
un problema que pueda superarlo el espectador, sino la obra de arte.
Volviendo al texto de “Los seis hechos fundamentales de la historia de la estética”, recuerden que
cuando Heidegger expone el primer hecho fundamental de la estética, el momento del gran arte griego, dice
que en ese momento los griegos no tenían estética porque felizmente no tenían vivencias. Ahora, en el quinto
momento, el de la obra de arte total wagneriana, el problema del arte (del arte romántico y del arte en
general) es el de cómo excitar al público, cómo estimular en él las vivencias. Las vivencias, que en el tercer
momento se generaban en el modo del gusto -es decir, como parte de una lógica de la sensibilidad, a través
de los sentimientos y las sensaciones que experimentaba un sujeto frente a una obra- decaen; y en la medida
en que decaen, el artista va quedando obligado a compensarlas, a acrecentarlas. La tendencia a la indiferencia
en el estado de las facultades –todo se vuelve rápidamente conocimiento primero, e inmediatamente después,
algo ya sabido- debe ser compensada con una estimulación de la vivencia. Dice Heidegger:
Todo en Wagner es voluntad de excitar: “teatro”.
Las comillas son de Heidegger.
Quiero leerles, de Nietzsche contra Wagner, de qué manera describe Nietzsche lo que es teatro en
Wagner. Porque Heidegger cita varias veces, en este quinto momento, a Nietzsche, pero no lo que yo voy a
leer sino otros pasajes más irónicos. Yo prefiero leerles éste, porque responde al concepto que usa él de
teatro: qué es teatro.

Pero Wagner enferma. ¡Qué me importa a mí el teatro! ¿Qué: las convulsiones de sus éxtasis morales, en los
que el pueblo –y quién no es pueblo- encuentra su satisfacción? ¿Qué: todo el justificador abracadabra del
comediante? Se nota. Mi índole es esencialmente antiteatral. En el fondo de mi alma hay, frente al teatro, ese
arte de masas par excellence, el más profundo sarcasmo que hoy en día hay en todo artista. Éxito en el teatro:
con ellos se desciende en mi estima hasta el nunca más ver. Fracaso: allí aguzo mis oídos y empiezo a estimar.
Pero Wagner era lo contrario. Junto al Wagner que componía la música más solitaria que existe, esencialmente
hombre de teatro y comediante, el más entusiasta mimómano que acaso haya jamás existido, incluso como
músico, y dicho sea de paso, si la teoría de Wagner ha sido el drama es la meta, la música siempre es solamente
el medio, su práctica era, por el contrario, de comienzo a fin, la pose es la meta. El drama también. La música
son siempre medios. [Nietzsche, F., Nietzsche contra Wagner, op. cit., pp. 57]

Salteo un poco y leo ahora el final de este apartado que se llama “Cuándo hago objeciones” (y que
empalma con la cita sobre el público como rebaño que ya leí):

Al teatro nadie lleva los sentidos más sutiles de su arte, y menos que nadie el artista que trabaja para el teatro.
Falta la soledad. Todo lo que es perfecto no consiente testigos. En el teatro, uno se transforma en pueblo,
rebaño, mujer, fariseo, ganado electoral, patrono, idiota: wagneriano. [Nietzsche, F., Nietzsche contra Wagner,
op. cit., pp. 58-59]
Noten que los dos puntos indican que lo que sigue, wagneriano, sintetiza todo lo anterior.
Allí incluso la conciencia más personal sucumbe al hechizo nivelador del gran número. Allí rige el vecino;
uno se transforma en vecino.
Esto es lo que piensa Nietzsche del teatro en Wagner. Una vez que Nietzsche se deshace de Wagner –
en este libro del que estoy citando cuenta, precisamente, cómo se deshizo de Wagner-, se deswagnerianiza
toda la filosofía nietzscheana antiwagnerianizándose: todo lo que Wagner hace apesta. De todas maneras,
como dice Heidegger, hubo algo que nunca le dejó de fascinar a Nietzsche de Wagner, y es cómo construyó
su figura de artista. Podemos decir, inventó la mitomanía del artista.
Estudiante: La pose.
Profesora: Claro. Es un artista de la pose: un artista teatral, un comediante. Por eso Nietzsche lo
define con los mismos términos con los cuales él piensa la obra de arte total. Es decir, la obra de arte total es
Wagner mismo, su persona. Él les hace creer a los alemanes que son alemanes; que tienen identidad, mientras
que –dice Nietzsche- todo en Wagner es francés. Pero lo que crea con ese concepto francés del arte es algo
para hacer respetable el arte entre los alemanes.
La obra de arte total es la disolución de todo lo firme -dice Heidegger- en lo fluido y flexible. El arte
debe volver a ser una necesidad absoluta, pero lo absoluto es experimentado como lo carente de
determinación, como la total disolución en el mero sentimiento.
Noten que en lugar de fundirse el sujeto en el pueblo, en lo común, como si fuera un griego en el
templo, está solo, y es el rebasamiento de los sentidos, la excitación de la vivencia, lo que convierte a la
experiencia estética en una especie de magma, y a la obra en algo que disuelve todo, incluida la subjetividad.
Y en tanto disuelve la subjetividad, el sujeto se funde con ese magma de vivencias: pero no por eso, por esa
experiencia de desborde de los sentidos, se funde con el pueblo. No es el individuo desbordado en sus
sentidos se siente como un griego más, sino que lo que le sucede es que todo para él, en ese instante, se
vuelve flexible, fluido. Hay una palabra que usa Adorno, en sus clases de estética (Estética 1958/59), contra
Wagner: en su estética predomina lo viscoso. La experiencia de lo wagneriano es viscosa. Parece el magma
de un volcán: algo caliente y fluido, es decir, apasionado y denso, que se experimenta como un éxtasis por el
desbordamiento de los sentidos. En cierto modo, se crea una forma nueva de experiencia estética: la
experiencia estética es un desborde de los sentidos, un estado embriagador, una pérdida completa de los
límites, pero uno está simplemente sentado junto al rebaño dentro del teatro. Nadie se funde con nadie. La
experiencia del teatro es la más solitaria del mundo; pero lo que genera el drama musical wagneriano, al
excitar la vivencia, es un desborde de los sentidos, una pérdida de todos los límites, que le hace sentir al
sujeto que está disuelto en algo que lo trasciende.
Estudiante: Está vinculado con el concepto de masa. Digo, es multitud pero no es comunidad.
Profesora: Claro, pero también está la idea de masa como algo que no es firme. El concepto de lo
fluido o incandescente es el de algo que se calienta, arde y se expande. Este pueblo wagnerianizado es una
cosa informe. Pero lo que se vive a través de la obra de arte total wagneriana es simplemente una vivencia
personal y subjetiva. Es la vivencia subjetiva del no sujeto. Pero no hay ninguna fusión. De hecho, la lógica
de la estetización de la política va en esta dirección: en la masa somos todos número, y no todos uno.
El arte debe volver a ser, dice Heidegger, una necesidad absoluta, pero lo absoluto, en Wagner, es
experimentado como lo carente de determinación, como la total disolución en el mero sentimiento. Aquí, la
figura del sentimiento es clave: el sentimiento de ser uno (de sentirse parte de un magma) es lo que convierte
lo absoluto (la necesidad de volver a ser absoluto del arte) en la disolución de todo límite; el absoluto
wagneriano no es el absoluto hegeliano ni el schellinguiano: es la absoluta falta de determinaciones, la
absoluta falta de límites. Es la masa. Algo in-finito, informe.
Nietzsche dice que Wagner se convierte en quien les enseña a los alemanes el respeto por el artista:
pero se los enseña no por sus obras, sino por lo que hay en ellas de promesa de futuridad. Hay un
componente profético en la obra de arte total, una idea de arte del futuro, como se titula uno de los ensayos
de Wagner, del que toma Heidegger, para criticarlo, el concepto de obra de arte total. No es que Heidegger
toma las obras wagnerianas como obras de arte totales plenamente realizadas, sino que analiza el concepto
que hay de ellas en los escritos wagnerianos. Wagner concibe un programa de la obra de arte total. En ese
programa consiste lo que le promete Wagner al pueblo alemán: tener un arte propio. De ese modo, les enseña
a los alemanes un concepto de lo artístico que ellos no tienen. Y hay en esto, insisto, algo anunciador, algo
profético, que es propio de la incompletud de las obras (no de su completud), casi como si dijéramos: el arte
wagneriano es un arte de programa, tal como ocurrirá con las vanguardias del siglo XX, que en tanto ismos
también buscan que la vida como un todo se configure de acuerdo con el propio programa. Wagner les
anuncia a los alemanes algo que las obras que realiza no llegan a plasmar. No es el suyo, entonces, el arte del
futuro, sino un arte que anuncia un arte del futuro.
Lo que al joven Nietzsche le atrajo de Wagner, dice Heidegger, es esta apología de la embriaguez, que
él tomó como si fuera el retorno de lo dionisíaco. El joven Nietzsche, que se critica a sí mismo su
wagnerismo juvenil ya en la 3ª edición de El nacimiento de la tragedia, confunde con lo dionisíaco el
concepto wagneriano de embriaguez (Rausch), como si los alemanes pudieran ser griegos por obra de esta
exaltación de la vivencia que propone el programa wagneriano, antes que por las obras concretas
wagnerianas.
Pero lo que para Wagner debía desbordar –aquí está la diferencia entre Wagner y Nietzsche según
Heidegger-, para Nietzsche debía ser contenido, sujetado por lo apolíneo. Es decir, el concepto wagneriano
de lo dionisíaco, de embriaguez, no tenía un contrapeso. No había en la estética wagneriana, para Heidegger,
un sistema de categorías, un par de opuestos. Porque esa estética busca la embriaguez como si fuera un fin en
sí mismo. La obra de arte debía desbordar, y sólo en ese desborde de los sentidos consistía la embriaguez. En
cambio para Nietzsche el concepto de lo dionisíaco tenía que ser sujetado por un concepto opuesto: no hay
arte sin la componente apolínea. Si no se le opone nada a lo dionisíaco, lo dionisíaco mismo no es productor
de arte. Es el par de conceptos lo que constituye la posibilidad de otra historia de la estética escrita a partir de
ellos.
En la página 92 Heidegger dice algo muy nietzscheano: Wagner no pertenecía a esa clase de personas
para las que lo más horroroso son sus propios seguidores. Wagner necesitaba wagnerianos y wagnerianas.
Noten en primer lugar que el énfasis en lo femenino que hace Heidegger, en realidad, lo hace Nietzsche, que
habla de los éxtasis de las wagnerianas. El éxtasis que provoca la música y el teatro wagnerianos es femenino
(Nietzsche aboga, dice Heidegger, por una estética masculina, no femenina). Y en segundo lugar, Nietzsche
también se ponía en cntra de Wagner en cuanto a que disfrutaba de la soledad: el verdadero maestro no tiene
discípulos, es decir, no hay que tener seguidores, discipulaje, no hay que crear rebaño.
La oposición Nietzsche-Wagner se basa para Heidegger en tener dos concepciones divergentes de la
experiencia estética: flotar y nadar, es decir, confusión –Wagner- en lugar de caminar y bailar –es decir, paso
y medida. Digo paso de baile, y no de marcha, una diferencia que también Nietzsche hace en Nietzsche
contra Wagner.
El magma wagneriano, esa falta de límites constituida por la estimulación de la vivencia, es una
invitación a flotar y nadar, a hundirse, a anidar en la confusión, mientras que el programa nietzscheano es
caminar y bailar. Bailar no es moverse como un monigote sino caminar y hacer un paso en relación a un otro
que baila con uno (no se baila solo). Esta diferencia entre fundirse en la confusión y caminar y bailar a través
del paso y la medida es la impronta de lo apolíneo en el baile, del contrapeso teórico de otra categoría, que
está en Nietzsche y no está en Wagner.
El último hecho fundamental de la estética es, precisamente, el lugar que le da Heidegger dentro de la
historia de la estética a Nietzsche. Nietzsche forma parte de esta historia, no es su destructor, para Heidegger.
La pregunta que queda planteada por la obra de arte total en su fracaso –Heidegger aclara que fracasa:
Wagner es un fracaso- es la pregunta acerca de si aún se sabía y se quería –y cómo- que el arte fuera un
determinante en la configuración y en la preservación del ente en su totalidad. Esa expresión extremadamente
heideggeriana incluso en lo que tiene de jerga, de lenguaje cerrado, traducida a un lenguaje no heideggeriano
podría ser: si, y cómo, se sabe y se quiere que el arte esté relacionado con la verdad, en el sentido de que el
arte sea algo que no dependa de la experiencia magmática que propone un artista como Wagner. La pregunta
heideggeriana es si se puede y si se quiere -y cómo se quiere y cómo se puede- ser griego: ser griego
equivale a tener un arte comunitario que no esté excluido de lo común en una esfera particular, como sucede
en la modernidad.
Estudiante: Es decir, por el que el pueblo se signifique y que se sienta representado.
Profesora: En ese sentido. El problema del arte griego es que el concepto de ciudadanía –esto lo
agrego yo- era absolutamente restringido. Es difícil pensar en las sociedades del siglo XX con esa lógica
(incluso lo fue durante el período nazi al que pertenece el texto de Heidegger).
La obra de arte total fracasa entonces, y el arte se convierte en el siglo XIX en la experiencia y la
investigación de los meros hechos de la historia del arte. La investigación del arte se vuelve una profesión,
una especialización profesional, con la excepción de ciertas figuras, de las cuales Heidegger menciona dos:
Jakob Burkhardt e Hippolite Taine. La investigación de la poesía se convierte en filología -citando a Dilthey,
dice Heidegger: creció el sentido por lo pequeño- y la estética se convierte en psicología.
Este es el panorama que queda abierto con el fracaso de la obra de arte total. En 1936-37, Heidegger
está diciendo: Wagner fracasó, la obra de arte total fracasó. La situación es ésta: la obra de arte se ha
convertido en algo que, tanto en términos de experiencia como en términos de investigación, entra en la
historia del arte. Si a alguien le interesa la poesía, hace filología; si le interesa el arte, hace historia del arte,
visita museos, se relaciona con la historia del arte. Dentro de esta situación, la estética se convierte en
psicología del art. Con el fracaso de la obra de arte total, nace a su vez lo que Heidegger llama el hombre
estético. Los estetas, podríamos decir. Los de Heidegger son también los villanos de la estética adorniana: el
hombre estético, el esteta, la estética convertida en psicología del arte. Este fenómeno: la estética convertida
en psicología del arte y el hombre estético convertido en un investigador del arte y al mismo tiempo en un
degustador del arte, es la forma en la cual se manifiesta el fracaso de la obra de arte total wagneriana como
parte del nihilismo. Esta es la situación frente a la cual el sexto hecho fundamental de la estética queda
planteado en lo que, para Heidegger, es la estética nietzscheana. Para Heidegger, como adelantamos, hay una
estética nietzscheana. Es más, el centro de la reflexión nietzscheana es la estética. La falta de fuerza creadora
y de capacidad vinculante para fundar la experiencia humano-histórica del ente en su totalidad, que a Hegel
le sirve para hacer del arte, como algo del pasado, el objeto del supremo saber especulativo -es decir, el
primer momento del espíritu absoluto-, a Nietzsche sólo le puede inspirar una fisiología del arte: el arte es
dejado en manos de la investigación científico-natural o de un tipo de investigación que sigue su modelo,
mientras se intenta con él que sirva socialmente como contramovimiento al nihilismo. Por supuesto, esto no
es culpa de Nietzsche, ni lo anterior era culpa de Hegel, sino que la pérdida de poder vinculante que tiene el
arte, frente al cual la obra de arte total como su remedio fracasa, deja esta situación. No puede Nietzsche
convertir a su pregunta por el arte más que en una estética masculina contra la estética femenina wagneriana.
Y la estética nietzscheana -su fisiología- es el último hecho fundamental de la estética.
Por otro lado, el Nietzsche contra Wagner empieza con esa premisa: las actas de un psicólogo. Voy a
hacer una psicología de Wagner, dice Nietzsche, voy a hacer una fisiología del cuerpo. No puede usar la
palabra estética como la usa Hegel diciendo que va a hacer una gran filosofía del arte convirtiéndola en lo
que explica el lugar del arte como pasado dentro de la marcha de la humanidad. No. Lo único que se puede
hacer es algo que emula el proyecto de la ciencia, es decir, una psicología o una fisiología del arte.
Destruktion es el término heideggeriano que se puede aplicar al trabajo que Heidegger hace en este
texto con la historia de la estética. Basándose en esta destrucción heideggeriana, en “El antagonismo”, una de
las conferencias que está dentro del libro Tipografías II. La imitación de los modernos, Philippe Lacoue-
Labarthe se plantea la posibilidad de una reescritura de la historia de la estética tomando como ejes las
categorías de lo apolíneo y lo dionisíaco en lugar de las de lo bello y lo sublime, pensando que esas
categorías podrían ocupar los lugares que tuvieron las categorías centrales de la filosofía moderna. Con esas
categorías en el centro, y no en el margen, quizá la historia de la estética podría haber sido otra.
Respecto de cómo está planteado en el texto de Lacoue-Labarthe el problema del antagonismo, me
gustaría ahora mostrar por qué, para él, la manera como lo plantea Hölderlin es más noble –así concluye la
conferencia- que la manera como lo plantea Nietzsche (cada vez que él hace referencia al antagonismo es el
que se da entre lo dionisíaco y lo apolíneo).
Fundamentalmente es en el punto 3 de “El antagonismo” que Lacoue-Labarthe plantea lo que él llama
el problema de la imitación de los antiguos. Esta imitación no es estrictamente un problema de la filosofía
alemana o de la tradición cultural alemana -sobre todo de la tradición de la Bildung, es decir, la tradición
ilustrada-, sino que es un problema de la filosofía en general.
Lacoue-Labarthe dice –no estoy leyendo textualmente- que la imitación de los antiguos es algo que
atormentó hasta Heidegger a la tradición alemana, y este problema fue en principio debatido dentro del
marco del teatro y de la tragedia, porque justamente el arte teatral es el arte mimético por excelencia, y el
rechazo que manifiesta Heidegger por el teatro es lo que le hace poner ese debate, no del lado de la
teatralidad, sino del lado de la discursividad –la propia de la poesía-.
En la página 138, aparece el problema de la institución de un pueblo, es decir, de un Estado-nación, y
de cómo esta institución de un pueblo exige el teatro. El rechazo heideggeriano al teatro tiene que ver con
que hay una confiscación wagneriano-hitleriana de la figura del teatro. El modo en el que Heidegger trata de
pensar la imitación de los antiguos busca salirse de esos límites hitleriano-wagnerianos, y lo hace pensando el
problema a la manera hölderliniana en lugar de hacerlo a la manera nietzscheana, en la medida en que el
antagonismo dionisíaco-apolíneo estuvo planteado fundamentalmente por el Nietzsche juvenil, el Nietzsche
wagneriano-schopenhaueriano, y esto es una marca en el orillo para este antagonismo nietzscheano, según
Lacoue-Labarthe. En cambio el modo hölderliniano tendría -en la interpretación que hace Lacoue-Labarthe
de Heidegger- mayor nobleza. Luego explicará en qué consiste esta nobleza. Así, el antagonismo no será
entendido en el marco de la tragicidad y la teatralidad sino en el marco de la Dichtung, entendida como
“lengua y mito” (Sprache und Sage).
Lo que se busca en el proyecto de imitar a los antiguos es sustraerlos al filtro de Roma. Es decir, esta
imitación de los antiguos no es un problema cultural estrictamente alemán, como el problema de la Bildung
alemana. La Dramaturgia de Hamburgo de Lessing, el proyecto de crear un teatro para construir un pueblo –
que en el caso de la dramaturgia de Lessing equivale a la construcción de la burguesía como público de
teatro-, es un proyecto vinculado con la falta de identidad de lo alemán y, en este sentido, en la imitación de
los griegos parece estar la posibilidad de encontrar esa identidad alemana. Así, la fundación de un pueblo es
una tarea estético-política, una tarea de la voluntad de poder como arte. En cambio, esta imitación de los
antiguos tiene que ver con el cometido de sustraer a los griegos de la latinidad. El problema que descubre el
antagonismo es que los griegos están latinizados (para Lacoue-Labarthe, el antagonismo es un
descubrimiento, no una invención filosófica).
Imitar a los griegos es no imitar la imitación latina de los griegos. Esta fórmula implica que no hay
una versión pura de lo griego a la cual los latinos imitan, sino que hay una imitación latina de los griegos, que
es la que no hay que imitar al imitar a los griegos. Pero imitación tenemos siempre. No hay, para Lacoue-
Labarthe, una identidad y luego una imitación, sino que la imitación –como operación estético-política- es
constitutiva. Esto es lo que me interesa de la lectura lacoue-labarthesiana del antagonismo: no hay una
instancia anterior a la imitación de los griegos, respecto de la cual la nueva imitación de los griegos que
propone Hölderlin, la nueva imitación de los griegos que propone Nietzsche, la nueva imitación de los
griegos que propone Heidegger, serían correctivas, es decir, buscarían qué es lo que se ha tergiversado, como
si se pudiera encontrar efectivamente la identidad griega para construir la identidad alemana, la francesa, o la
europea. No hay aquí una búsqueda de una esencia de donde parta esa imitación. No hay lo originario por
debajo o por detrás o por arriba de esa latinidad, como si la apropiación romana de lo griego hubiera
tergiversado algo que está ahí y simplemente hubiera que ir a buscarlo. No. Por el contrario, la imitación es lo
constitutivo.
Esta es una observación respecto del procedimiento imitativo que tenemos que tener presente para
entender el glorioso, noble fracaso de Hölderlin. Lo que le interesa a Lacoue-Labarthe no es, precisamente,
el éxito de imitar a los antiguos sino el fracaso en hacerlo, que es lo estrictamente moderno en Hölderlin, no
lo retrógrado. Es decir, imitar a los antiguos es lo propio de la imitación de los modernos. O dicho de otra
forma: es moderno imitar a los antiguos, y no retrógrado o arcaizante. La modernidad estética imita a los
antiguos.
El proyecto estético-político de la imitación de los griegos es, entonces, el de inventar otra Grecia, o
inventar otro mito de Grecia. De nuevo: inventar un mito, y no ir a buscarlo. Esta poíesis del mito es una
operación eminentemente moderna. Hay que descubrir el otro lado, la cara oculta de Grecia, el fondo, lo
disimulado, lo secreto, lo enterrado. Es decir, hay que inventarla.
Ahora bien, no hace falta centrar esto completamente en lo europeo. Si pensamos en la problemática
latinoamericana, podríamos decir lo mismo respecto de lo originario: hay que inventarlo. No se trata de ir a
buscar qué es lo originario de Latinoamérica. Así como los europeos buscan en lo griego, podríamos decir
que los latinoamericanos buscamos en lo originario. De hecho, se les llama pueblos originarios a los que
habitaron antes de la conquista del territorio que hoy es Latinoamérica. Esta operación no es estrictamente
europea, sino que, más bien, podríamos decir, es una operación moderna. Por eso no la leemos como una
operación cultural de los alemanes, aunque así la plantee Lacoue-Labarthe, imitando él al Heidegger de los
“Seis hechos fundamentales de la historia de la estética” del Nietzsche. En esta imitación del procedimiento
de Heidegger es que Lacoue-Labarthe encuentra una manera de proceder moderna, que es la que nos interesa
en el cierre de un curso de estética, sobre todo en estas últimas clases en que estamos viendo los modos
postnietzscheanos de destrucción o deconstrucción de la estética.
En la imitación de los griegos no se trata de ir a buscar la esencia perdida sino de hacer esa operación
de imitación como una invención de lo que hubo antes de Roma. Y esto es equivalente a inventar lo que hubo
antes de la conquista. Pero siempre se trata, en la búsqueda de algo no cristiano en América Latina o de algo
no romanizado o latinizado en Europa, de un procedimiento por el cual eso que se dice programáticamente
que se busca tiene que ser inventado. El problema es que no hay lo originario.
Ahora bien, lo que nos muestra el texto de Lacoue-Labarthe es de qué manera, en esas búsquedas de
una esencia originaria en lo griego que habría estado velada para los romanos y para el cristianismo, habría
una invención. Hay que inventar eso que se denomina esencial pero que es imitación-construcción, y hay que
construirlo-inventarlo para instituir un pueblo. Es una operación estético-política, porque se instituye un
pueblo en el acto de inventar un mito. No es que el mito está, sino que se instituye: se crea el relato de ese
pueblo como pueblo originario. Y este relato de ese pueblo como pueblo originario es circular: funda ese
pueblo como el que sustenta el relato originario que se le atribuye. Es decir, el mito construye al pueblo; y
ese pueblo que habría existido antes de toda tergiversación tiene que ser construido en la propia narración, en
la propia poetización.
Habíamos dicho al comienzo de la clase que, dado el modo como explica el antagonismo Lacoue-
Labarthe, él no necesita ver cómo hacer para relacionar arte con política, sino que muestra que esta operación
instituyente de un pueblo a través de un mito es una operación estético-política en sí misma, es decir, lo
político y lo estético están amalgamados de tal manera que no se pueden disociar. Por lo tanto, no es que
haya que buscar la relación sino que esa relación preexiste, está dada en esa operación.
No se trata tampoco del problema de una elite, supongamos Winckelmann y Lessing, que al pensar la
Bildung tienen que pensar cómo hacen, a través del teatro, para que se instituya un pueblo. Esa imitación de
los griegos, que está presente en la cultura alemana, no es privativa de los alemanes. No se trata, podemos
decir, de “la enfermedad de los alemanes”, como la llama en un momento dado, sino que es un procedimiento
que tiene un rasgo estético-político per se. No es que alguien trata de relacionar, por ser artista, el arte con la
política, como si fueran dos esferas separadas.
Estudiante: ¿Tiene que haber un olvido de esa operación de invención para que funcione?
Profesora: Él no lo tematiza, pero podemos agregar que sí. Si no, es como cuando se dice críticamente
que tal cosa es una “operación”, como un modo de intervenir en la esfera cultural a través de algún tipo de
dispositivo estrictamente calculado en términos de producir un efecto en el mismo público que está ya
instalado en ese circuito. Cuando no se da el olvido al que vos hacés referencia, estamos ante una operación
cultural, en el sentido de que hay una vanguardia ilustrada, un núcleo intelectual que piensa cómo puede
intervenir en la esfera cultural en un determinado momento y la forma como lo hace es inventando un mito.
Ahora bien, inventar un mito es de otro calibre que imponer un autor o autora dentro del canon de una
disciplina o poner de moda algo que nunca estuvo de moda. En esto, el texto de Lacoue-Labarthe toma una
línea muy problemática: las sucesivas imitaciones de los griegos en la cultura alemana. En este sentido, sí, el
acto de imitar a los griegos era la esperanza de salvación de la identidad alemana; pero la paradoja es que la
identidad alemana no existía. Digámoslo así: en Hölderlin, en Wagner, en Nietzsche y en Heidegger hay una
conciencia de que esa identidad no está dada. Y como la imitación de los antiguos es la operación clave de
los modernos, en este sentido todos ellos son modernos, y no arcaizantes, como decíamos.
Estudiante: Sobre lo que decís, había una caracterización que siempre hacía Oscar Terán sobre los
románticos, como constructores de los Estados-nación modernos, a fines del siglo XIX. Él lo planteaba en
términos de un intento por reconstruir el tejido social una vez muerto Dios, una vez que la religión dejó
sostener ese tejido. Era una operación basada en la necesidad de religar, que generó mitos de origen en todos
los países.
Profesora: Es que todas esas operaciones –como la que tan bien explicaba Oscar Terán- son modernas,
no arcaizantes ni conservadoras, ni propias de la derecha. Esto también lo citaba Terán: la idea instalada de
que el mito es de derecha. En realidad, si uno construye una historia política o político-cultural, tendría que
entender que sí hay usos conservadores de los mitos, pero que la construcción de mitos no es estrictamente
un ideologema conservador. Quizás uno podría decir que es una obsesión enfermiza de los modernos. En este
sentido, nuestra modernidad tiene esa dolencia. Es cierto que muchas veces se lo lee así, e incluso el propio
Adorno acusa a Heidegger de arcaizante en Dialéctica negativa. Pero tildar a estas operaciones de
retrógradas, de mitologizantes, de conservadoras, de filofascistas, de partidarias de la sangre y el suelo, de la
jerga de la autenticidad, en pocas palabras, de derecha, como hace Adorno, es ceñirlas todas al nazismo o
hacerlas confluir a todas en él. Lacoue-Labarthe hace otra lectura, mucho más audaz, porque trata de pensar
la imitación como algo no retrógrado. Sin duda, el peor capítulo de Dialéctica negativa es el que Adorno le
dedica a Heidegger.
Estudiante: En este momento, las reivindicaciones latinoamericanas mitologizantes son al revés: son
de izquierda.
Profesora: Por eso digo, me parece que son parte del problema de ser moderno y no de un deseo de no
ser moderno. Cómo instituir un pueblo a través de la institución de un mito es una operación eminentemente
moderna, no necesariamente arcaizante (como piensa Adorno).
En el caso de la conferencia de Lacoue-Labarthe, él dice que siempre está repitiendo cosas que dijo en
otro lado, porque en ninguna conferencia puede empezar enteramente de cero. Ahora bien, en la lectura
sesgada que estoy haciendo yo de su conferencia, lo que tendría esta imitación de los antiguos de
característico es que lo que se busca imitar como no imitado por los romanos -como si hubiera podido
permanecer intocado, prístino- es lo místico: la Grecia entusiasta, la Grecia nocturna. En este sentido, la
imitación moderna de los antiguos se propone a sí misma como una imitación original. Es, así, oximorónica
desde su nombre mismo. La imitación moderna de los antiguos es una imitación original: es una paradoja
desde su misma formulación.
Dice Winckelmann:
El único medio que nos queda a nosotros para llegar a ser inimitables, si ello es posible, es imitar a los
antiguos.
Es llamativa la mención que hace Lacoue-Labarthe de un autor dieciochesco y neoclásico, en lugar de
un autor romántico, porque el eje dentro del cual se busca una Grecia en contra de la otra no es el eje
romanticismo-clasicismo. Los alemanes buscan esa imitación original de lo original. Y los románticos buscan
la línea mística, oscura, nocturna, o como la llama Lacoue-Labarthe usando los términos de Hegel: el derecho
de las sombras contra la ley del día, la Grecia mística, mistérica, nocturna, oscura, desmesurada, dionisíaca,
contra la Grecia diurna, luminosa, mesurada, apolínea.
Ahora bien, el problema por el cual, para Heidegger, sería mejor el descubrimiento hölderliniano del
antagonismo que el descubrimiento nietzscheano es que, en el caso de Nietzsche, en su comprensión del
antagonismo, el elemento dionisíaco aparece como un primer reflejo, una primera copia, un primer espejo de
lo que podemos llamar la voluntad de poder como arte –para decirlo con el Nietzsche póstumo-, mientras que
lo apolíneo aparece como un mimema en segundo grado de lo dionisíaco y, por esa razón, es un elemento
secretamente desvalorizado, dice Lacoue-Labarthe que dice Heidegger (Esta hiperintertextualidad muestra
que estamos claramente instalados en la filosofía contemporánea. Por eso al comienzo de la clase hicimos la
lectura de lo que Lacoue-Labarthe toma del Nietzsche de Heidegger). Este es el problema del descubrimiento
nietzscheano del antagonismo: hay un elemento más originario que el otro; un elemento más prístino, más
intocado que el otro: uno copia, imita a otro que no sería imitación de nada. Es decir, hay recaída en la
metafísica en el descubrimiento nietzscheano, para Heidegger, según dice Lacoue-Labarthe.
Por el otro lado, lo que Heidegger le atribuye a Hölderlin -y en esto, según Lacoue-Labarthe, acierta-
es que él busca la mímesis en la esencia misma de lo trágico. Y esta esencia es la transgresión, es decir, la
hybris. Cito a Lacoue-Labarthe [pág. 144]:

[La hybris] es la transgresión o el deseo de transgresión de la finitud, en el sentido más estricto. Lo que
significa que es el deseo de igualarse, o más precisamente, el deseo de identificarse con lo divino.
Noten el énfasis en la palabra deseo.

Ahora bien, lo trágico en su esencia (la hybris), para Hölderlin, es una paradoja. Y es su formulación
como un oxímoron, como una paradoja, la que lo hace un moderno. Por supuesto que Hölderlin es un
moderno desde el punto de vista de su inscripción en el mundo de la cultura. Lo que ahora estamos señalando
es que es un moderno en tanto los modernos son quienes imitan a los antiguos. El libro se llama así: La
imitación de los modernos. Y esta imitación de los modernos es la imitación de los antiguos. En este sentido,
Hölderlin sería un moderno imitador de los antiguos.
Ahora bien, lo que sucede cuando se busca este limitado devenir uno que purificaría es una ilimitada
separación, y una sanción de la imposibilidad de acceder a la inmediatez. Es decir, cuanto mayor es el deseo
de devenir uno, de fusionarse con la divinidad, mayor es la separación respecto de ella, y más se impone el
acatamiento de la mediación y la restricción hacia la inmediatez.
Dicho de otro modo, el deseo implícito en la hybris, implícito en la esencia de la tragedia, es
paradójico: separa más respecto de aquello con lo que busca fusionarse; obliga a aceptar lo mediato cuando
se quiere acceder a lo inmediato. Podemos decir: moderniza la posición del que transgrede en la tragedia. La
transgresión es moderna. Recuerden la forma en que interpreta Hegel, en Fenomenología del espíritu, la
tragedia de Antígona: la acción, en medio de la eticidad inmediata, es un crimen (Verbrechen). La acción
individual, dentro de un todo homogéneo (la comunidad antigua más antigua, la comunidad arcaica), no es
“transgresión”, sino directamente “crimen”. Dentro de la eticidad inmediata, la acción individual de Antígona
es un crimen en tanto transgrede las dos racionalidades vigentes: la de la familia y la del Estado. Es un doble
crimen: atenta contra cualquiera de los dos órdenes. Escinde al sujeto que tiene que actuar: en este caso,
Antígona. Tanto si entierra a su hermano como si no lo entierra, alguna racionalidad transgrede, la de los
muertos (el derecho de las sombras) o la de los vivos (la luz del día), la de la ciudad actual o la de la ciudad
más antigua,. Es decir, haga lo que hiciere Antígona, no puede no transgredir alguna ley (la ley del día o el
derecho de las sombras). La transgresión es lo que instituye a un sujeto como sujeto moderno.
Por lo tanto, lo que descubre Hölderlin en la esencia de lo trágico es el oxímoron o la antinomia. Es
decir, descubre una lógica hiperbólica, o hiperbológica, dice Lacoue-Labarthe, porque se da en la forma
sintáctica del aumento en relación infinitamente inversa: mientras más ilimitado es el devenir uno, más
ilimitada es la separación. Es decir, a mayor deseo de fusión, mayor separación de aquello con lo que se
busca unirse.
Asimismo, él dice que esta es la lógica mimética misma, la lógica propia de la semejanza, donde
siempre tiene que haber cierta relación entre identidad y diferencia. Mientras más semejante es una
actuación, mientras más verdadera es, más difiere del personaje que encarna. Esta es la paradoja del
comediante de Diderot. Hay, en la lógica de la semejanza, una paradoja: la paradoja de la mímesis, de la
imitación. Cuanto más verdadera se vuelve la actuación, la mímesis, la imitación, más se separa de aquello
que sería el original. La imitación nunca puede dar con el original: cuanto más verdadera, más se separa de lo
que postula como original. Cuanto más se parece el actor al personaje menos es el personaje y más es él.
Otro elemento que hace al descubrimiento hölderliniano del antagonismo, superior al descubrimiento
nietzscheano del antagonismo, es que Hölderlin no lo piensa como un problema del arte sino de la
historicidad misma. Por eso cita Lacoue-Labarthe a Heidegger citando a Hölderlin: el don del arte, es decir,
el don de la palabra, es el más peligroso de todos los bienes.
En cambio Nietzsche piensa la oposición entre lo apolíneo y lo dionisíaco según un modelo
propiamente estético: el de la fisiología del cuerpo. Se trata de una oposición entre pulsiones naturales; ese
modo de apropiarse de dichas pulsiones hace de todo artista un imitador. Pero siempre tendría una
prevalencia ontológica lo dionisíaco por sobre lo apolíneo, en lo cual radica su error.
En lo que triunfó Hölderlin, fracasando en su imitación de los antiguos, es en la renuncia al impulso
metafísico, a la operación por la cual se imita lo divino, es decir, el entusiasmo. Él asume esto como un
fracaso y acepta el desamparo. La figura del desamparo es la misma que le cabe a Edipo. Habla del destino
edípico, el a-theós, el exiliado en su patria: el destino moderno o espérico. Ambos –Edipo y Hölderlin-
asumen su destino moderno.
Y esa renuncia es a la imitación.

Dicha aceptación es aceptación de no ser sí mismo, de la falta de identidad, si se admite que la imitación es la
condición indispensable de toda identidad (p. 148)

Noten que la condición de la identidad es, precisamente, la imitación, con lo cual la imitación es
anterior a la identidad (Con lo cual nos estamos preparando ya para entrar en Derrida, el tema de la próxima
clase).
El final de la conferencia “El antagonismo” le permite a Lacoue-Labarthe explicar lo que él llamó
nobleza –recuerden: citando a Heidegger, él dijo que el descubrimiento hölderliniano es más noble que el
nietzscheano-. Compara esta nobleza con el concepto de locura. Para él, es muy importante que tanto
Nietzsche como Hölderlin se hayan perdido en la locura.

Pero si se tratara de una locura, es preciso reconocer que ella no tiene nada que ver en su misma sobriedad
desconcertante con la otra locura, la embriaguez. (p. 148)

Esto es lo que me interesa: este concepto de locura no es embriaguez sino sobriedad.

Y la identificación furiosa con lo divino, donde después de todo quizás no se cumple otra cosa que la loca
divinización del sujeto, desde entonces seguro del poder de su voluntad, y que puede decir, casi como
cualquier hijo de vecino puede hacerlo hoy, es decir, de una manera un poco vulgar, por si hace falta la
parodia, dios ha muerto –tradúzcase: dios soy yo. (p. 148)

Así termina la conferencia. El problema de la muerte de Dios es la entronización del sujeto; el


problema de la muerte de dios es el problema de la metafísica. Y, de algún modo, la estética nietzscheana,
para Heidegger igual que para Lacoue-Labarthe –o mejor, más acorde con el texto, igual para Lacoue-
Labarthe que para Heidegger, en tanto la imitación, como venimos diciendo, está antes que la identidad-,
queda inscripta en torno al problema del sujeto. La asunción de la muerte de Dios deja en pie el problema del
sujeto: no es su solución. La frase Dios ha muerto equivale, como dice Lacoue-Labarthe, a Dios soy yo. Y
este es el problema, no la salida del problema. Entonces la asunción del desamparo hölderliniano sería, en
este sentido más noble: una locura sobria, en lugar de una embriaguez. Si bien hay locura en ambos, la locura
hölderliniana es sobria, es la locura de asumir el desamparo, mientras que la nietzscheana sería una locura de
la embriaguez, es decir, Dios soy yo. Esta es la embriaguez del sujeto moderno, mientras que la de Hölderlin
sería la sobriedad del sujeto moderno.
Es un final como para dejarnos pensando en cuál es la locura necesaria en la imitación moderna de los
antiguos. Hay claramente en el texto una inclinación por la locura sobria.
Estudiante: ¿Eso quiere decir que la imitación va unida al deseo, y como Hölderlin no desea esa
embriaguez, no la encuentra?
Profesora: En realidad, él descubre en la esencia de lo trágico ese deseo. No se trata de si él lo desea o
no. Descubre un deseo en esa imitación. Ahora bien, esta imitación está en la esencia de lo trágico. Hay un
deseo de ser uno con lo divino, la hybris, que separa de aquello con lo que busca unirse. Esto está en la
esencia de lo trágico. Insisto con esto: el problema de la imitación de los antiguos no es exclusivo de la
cultura alemana o su enfermedad, sino que, dicho así, en términos patológicos, es la enfermedad de la
modernidad. Hay hybris en la medida en que hay imitación, pero, por otro lado, a diferencia de lo que hay en
Nietzsche, lo que hay en Hölderlin con su locura sobria, es una renuncia a la imitación. Noten que en eso
consiste la locura: en renunciar a la imitación. Se entra en la locura porque no hay imitación. Se entra en la
locura, nietzscheanamente, en cambio, porque Dios soy yo. Es el carácter irrestricto del sujeto infinito
moderno.
Estudiante: Pero en el caso de Nietzsche, al decir Dios soy yo, esa fusión habría acontecido, y no
habría más imitación. ¿O tiene que haber una sobreimitación que conserve ese estado?
Profesora: En realidad, yo soy Dios no es la paradoja del loco sino la paradoja del sujeto. No es que el
texto se esté refiriendo al sujeto Nietzsche propiamente dicho sino al programa Nietzsche y al programa
Hölderlin. El programa de la imitación de los antiguos que tienen estos dos modernos –Nietzsche y
Hölderlin- tiene esa diferencia de trasfondo. Mientras una locura es renuncia a la imitación, la otra es
imitación de lo divino, es decir, hybris irrestricta, no reflexiva, no culposa; hybris de psicópata, podríamos
decir. Asunción de la divinidad como psicosis. De hecho, psicosis es un término que usa Lacoue-Labarthe.
Estudiante: Yo lo preguntaba en el sentido de que si soy Dios, aquello de mí que no era Dios queda
borrado, y así la fusión con la divinidad se concretiza.
Profesora: Es que en realidad no hay concretización de la fusión. ¿Cómo sería un hombre divinizado?
Estudiante: Es que ocurre en lo simbólico.
Profesora: Si lo pensamos desde la creación de mitos, no hay una creación del hombre como mito (el
hombre nuevo, en la realización del comunismo, aspira a crearse como una realidad, no a funcionar como un
mito; mientras no se realiza, es una promesa proyectada al futuro, no un mito). La creación de mitos es
creación de dioses, no de hombres: ése es el problema. Lo que hace Lacoue-Labarthe es diferenciar los tipos
de mito. Por un lado, el mito del futuro, como dice un texto de Rosenberg, uno de los ideólogos del nazismo,
y cómo se construyeron mitos wagneriano-hitlerianos -como dice él-. Lacoue-Labarthe está pensando que la
tirria heideggeriana contra el teatro es la tirria a lo que significa Bayreuth. Antes de tu pregunta, me referí al
prólogo, donde señala que su actividad intelectual se vio interrumpida dos años traduciendo la Antígona de
Hölderlin. Lacoue-Labarthe considera que hacer esa traducción lo llevó a pensar los temas de los textos de
este libro. Consagró dos años enteros a esta traducción, lo cual significa que dejó su actividad profesoral para
concentrarse en ese trabajo, que además le había sido encargado para ponerlo en escena. Es más, él terminó
involucrado en la puesta en escena de la obra, porque consideraba que el problema de la puesta era parte del
problema de la traducción. Ahora bien, precisamente, él estuvo pensando cómo Hölderlin intenta traducir a
los griegos. Y esto lo lleva a él a plantearse el problema de la imitación de los modernos, que es la imitación
de los antiguos. Es a partir de esta situación que él, a su vez, relee a Heidegger y relee todo lo que se ha
pensado alrededor de Hölderlin. Y todo esto se convierte también en parte de su filosofía.
Volviendo a tu pregunta, no podemos pensar en un mito que divinice al hombre. La divinización del
hombre es hybris, no mito; tragedia, no mito. En la esencia de la tragedia está esa imitación fallida. La
voluntad de poder como arte no puede terminar en la divinización de lo humano sin que esta divinización de
lo humano sea el problema de la muerte de Dios, y no la salida. Piensen en la expansión capitalista sin
límites, en la programación infinitizada y todopoderosa del ente, en el dominio de la técnica.
Estudiante: El compañero utilizó una palabra: fusión. La muerte de Dios no es fusión con Dios.
Justamente el predominio del sujeto es lo que hace a la muerte de Dios.
Profesora: Lo que no tenemos que perder de vista es el horizonte de lo que en Hegel se llama la
religión del arte entre los griegos. Esto repica todo el tiempo en el texto. Hay muchas alusiones de parte de
Lacoue-Labarthe a la lectura que hace Hegel de Antígona, no sólo la hölderliniana. Lo que él ve que no hay
en Hölderlin y sí en Nietzsche –noten la paradoja- es dialéctica. Él dice que en Nietzsche hay dialéctica entre
lo dionisíaco y lo apolíneo. Y en Hölderlin no. Esto es lo que haría más noble el descubrimiento
hölderliniano del antagonismo que el nietzscheano. Lacoue-Labarthe en este sentido se apega mucho a la
lectura heideggeriana. Es interesante de Lacoue-Labarthe su manera de pensar la mímesis: la piensa en un
sentido casi mitopoiético de producción moderna de mitos, como una tarea estético-política de la
modernidad. Dicho de otro modo, la modernidad es, en su aspecto estético-político, constructora de mitos. En
este sentido, hay una relación entre el arte y la política que no hay que buscar a posteriori para ver cómo
estaba dada a priori, sino que se trata de un modo de la mímesis –la mímesis moderna- que establece con los
antiguos una relación de semejanza que es de desemejanza; de imitación para encontrar la propia identidad.
No es regresiva, no es barbárica, arcaizante, sino eminentemente moderna. El texto de Lacoue-Labarthe
muestra cómo es el pensamiento deconstructivo en acción. Antes que pensar cómo se podría hacer una
deconstrucción de la Estética, en realidad, es mejor leer deconstrucciones de la Estética, porque justamente la
deconstrucción no es un método, ni una forma de crítica ni de análisis. Si uno quiere entender la
deconstrucción tiene que hacerla.

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