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EJERCICIO DE ESTILO: Reinventando los mitos.

Hace varias eras, cuando los dioses completaron el universo con la creación de nuestro planeta y, entre
bromas y veras, jugaron a modelar muñecos de barro a los que dotaron de efímera autonomía –que, más
tarde, se conocería como vida-; el hombre apareció desnudo y mortal sobre la Tierra: el último tablero de
juego con que se han estado entreteniendo tanto tiempo como el que tiene la humanidad.
Pero, he aquí que la diversión aumentó cuando, en la forja y en el torno de modelado, les añadieron a
sus criaturas atributos y cualidades que excedían la imperfección. Como resultado de tanto orgullo y
vanidad que nos hizo soñarnos acaso poderosos y dueños de nuestros destinos, los dioses, poco tiempo
después, comprendieron que, siendo tan visibles nuestras carencias y fragilidad, no serviríamos ni siquiera
de bufones.
Aquéllos artificios, recién salidos de la fábrica, necesitaban aire que respirar, alimentos para subsistir,
agua para hidratarse y, por encima de todo lo demás, precisaban del aliento del sol para poder existir.
Se vieron, pues, nuestros creadores impelidos a favorecernos con este patrimonio esencial e, incluso, en
un arrebato de inspiración, nos concedieron inteligencia, raciocinio, imaginación, memoria y voluntad para
poder devorarnos los unos a los otros; para sentir, luego, cierta inconstante culpabilidad; y para inventar, a
su imagen y semejanza, toda suerte de leyes, normas, reglas y moral que todavía hoy se llaman religión,
sociedad, democracia, justicia y, últimamente, solidaridad...
Así que, en definitiva, somos los humanos la máquina más sofisticada de diversión, condenados a una
existencia servil por creernos la especie más privilegiada cuando se distribuyó la vida en este pedazo de
globo tridimensional.
Sin embargo, algunos de nosotros salimos más defectuosos que otros, del barro original. Tanto es así
que, aquellos peor confeccionados sufrieron en su revestimiento corporal la ingrata presencia de unos
brotes minúsculos, residuos de aquella materia que, en forma de manchas, cubren aleatoriamente,
generación tras generación, pechos, espaldas, rostros y extremidades de cualquier nuevo especimen
humano. Se podría llegar a pensar que se trata de estampas indelebles que los dioses no quisieron corregir,
para que, de alguna manera, fuéramos capaces de recordar bien, en algún momento, nuestro papel: que no
fuimos nada y que, antes de regresar allá, hemos de erguirnos y caminar sobre este escenario y, así de este
modo, jugar a representarnos como príncipes con máscaras de barro que, obstinadamente, siempre
ignoramos llevar.
Desde entonces muchos humanos presentan en la piel unas pequeñas manchas llamadas pecas.

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