Párroco san Juan Bautista – Curicó Lucas 10, 13-16. 1. El texto de hoy nos trae las palabras de amenaza de Jesús en contra de tres ciudades que fueron impenitentes e infieles; ellas también gozaron del favor y la presencia de Jesús pero no quisieron convertirse; así también recibirán un castigo aún mayor que las ciudades paganas como Tiro y Sidón. Mención aparte pero con un castigo no menor será para la ciudad de Cafarnaúm, que había sido elegida por el mismo Jesús como su ciudad. 2. El contenido central del evangelio de hoy tiene que ver con la falta de conversión ante la propuesta de Jesús; en este caso en particular, los hombres y mujeres de estas tres ciudades (Betsaida, Corazín y Cafarnaúm) han rechazado el mensaje del evangelio portado por los misioneros enviados por Jesús. Y quien rechaza a quien ha sido enviado por Jesús a Él mismo lo rechaza (Lc 10, 16). Y de entrada podemos hacernos un par de preguntas para nuestra propia reflexión: ¿De qué me cuesta más convertirme? ¿Podríamos enumerar, ahora, en un ejercicio rápido, algunos frutos de nuestro proceso de conversión? Tal vez no haya una experiencia espiritual más ardua que la de convertirse; sabemos, eso sí, que tenemos que hacerlo. Experimentamos con mayor conciencia esa necesidad de conversión sobre todo cuando acudimos al sacramento de la Reconciliación. Pero, siendo sinceros con nosotros mismos, ¿realizamos el trabajo arduo de ir convirtiéndonos? ¿Por qué nos resulta tan difícil entrar en un proceso de conversión? A nuestro modo de ver por dos cosas. Primero: nos conocemos poco a nosotros mismos. Sí, aunque a lo mejor resulte poco creíble, nos falta hacer un trabajo de conocimiento profundo de nuestra propia vida y nuestra manera de ser. Nietzsche lo ha dicho con claridad inobjetable: “Nosotros, los que conocemos, nos desconocemos a nosotros mismos y de ello resulta que nosotros mismos somos desconocidos para nosotros mismos. Esto puede ser explicado. Ocurre, que jamás nos hemos buscado, y entonces, ¿de qué modo podría producirse un día nuestro encuentro?”. ¿Nos damos tiempo para “buscarnos” a nosotros mismos? ¿Y de qué calidad de tiempo? Y, en segundo lugar, nos cuesta convertirnos o cambiar porque esto implica un trabajo arduo, sostenido. Y nuestra tendencia más natural es la inercia y la pereza interior porque a menudo tampoco solemos trabajar nuestra vida interior. Vivimos tan sólo en la cáscara y en lo exterior pero a la hora de que nos propongan corregir un hábito o trabajar con persistencia la virtud de la paciencia entonces abandonamos rápidamente la empresa. Una clave, tanto a nivel de la vida espiritual o de fe o de la vida interior será ser capaz de descubrir y detectar las propias “resistencias” al cambio o la conversión personal. Por ejemplo, saber que, en general, los seres humanos nos acostumbramos a actuar y a convertirnos en criaturas de hábitos. ¿Qué mal hábito tendremos que identificar y cambiar? Una frase muy común que solemos escuchar y repetir, a veces cuando se nos invita a convertirnos y cambiar, dice: “Es que yo soy así y ya no puedo cambiar”. El llamado a la conversión y al cambio que nos hace El Señor Jesús no es sólo para ser mejores personas y actuar conforme a principios éticos (conversión moral) sino que también es una invitación a dejar que Dios vaya penetrando en lo profundo de nuestros corazones (conversión religiosa y espiritual) para que Él poco a poco vaya determinando nuestras opciones y principios de vida. Un famoso e ilustre filósofo español, a propósito de la conversión, escribió : “El misterio de mi conversión (porque toda conversión es un misterio) es un misterio de ternura. Yo no amaba a Dios, y Dios ha querido que le ame; y porque le amo, aquí estoy, convertido”.