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Estas condiciones materiales, junto con las sanitarias, a todas luces deficientes, provocaron
con el tiempo graves enfermedades y epidemias infecto-contagiosas, como el tifus
exantemático, la peste bubónica, el cólera, la viruela, la fiebre tifoidea, la gripe, la difteria, la
tuberculosis pulmonar y otras que caracterizaron el estado de salud de la población. El
estrago provocado por estas enfermedades repercutió en las tasas de mortalidad del país,
tanto a nivel general como infantil.
Además, los nuevos habitantes urbanos (y también los antiguos) debieron sufrir el pago de
elevados arriendos. Costo que era difícil de solventar por los deficientes salarios y
remuneraciones de los grupos proletarios.
En el caso de la ciudad de Santiago, las más indecentes “pocilgas”, dice Alberto Edwards,
"... se alquilaban mensualmente por la equivalencia de una libra esterlina y quince
chelines.... lo mismo que cancelaba un obrero londinense por una casa de dos pisos, cuatro
dormitorios, comedor, sala, hall de entrada, cocina, despensa y servicios higiénicos".
No cabe duda de que, antes de cancelar el alquiler de las habitaciones, las familias
proletarias debían satisfacer sus necesidades alimentarias. En este aspecto, también
considerado dentro de la cuestión social, repercutía fuertemente la inflación que afectaba a
la economía del país.
Al problema de vivienda se sumó el del alcoholismo. Éste afectó, principalmente, a los
habitantes de los barrios marginales de la ciudad y fue un factor decisivo para el
relajamiento social y moral de la familia, el recrudecimiento de la delincuencia, de la
criminalidad y de la prostitución. Esta última acarreó un sinnúmero de enfermedades
sociales, como la sífilis , que era contraída en los numerosos prostíbulos de la ciudad. Los
nuevos signos sociales demuestran los cambios experimentados por la sociedad nacional.
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