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Introducción
En aquel tiempo, Jesú s salió y se retiró al país de Tiro y Sidó n. Entonces una
mujer cananea, saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a gritarle: Ten compasió n
de mí, Señ or Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo. É l no le respondió
nada. Entonces los discípulos se le acercaron a decirle: Atiéndela, que viene detrá s
gritando.
El les contestó : Só lo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel. Ella se acercó
y se postró ante él diciendo: Señ or, ayú dame. El le contestó : No está bien tomar el pan
de los hijos y echá rselo a los perritos. Pero ella repuso: Tienes razó n, Señ or; pero
también los perritos se comen las migajas que caen de la mesa de los amos. Jesú s le
respondió : Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas. En aquel
momento quedó curada su hija.
El capítulo quince del Evangelio de San Mateo comienza con una pregunta que
algunos fariseos le hacen a Jesú s, escuchemos: “Unos fariseos y maestros de la Ley
habían venido de Jerusalén. Se acercaron a Jesús y le dijeron: «¿Por qué tus discípulos no
respetan la tradición de los antepasados? No se lavan las manos antes de comer” (Mt 15,
1-2). Segú n cuenta la Palabra de Dios, los maestros de la ley, apegados a una pureza
legal, pretendían medir el valor de una doctrina y una conducta. Todo lo consideraban
medible desde la ley. “Jesús convierte el interrogatorio en controversia que aprovecha
para exponer con claridad desafiante su enseñanza. La naturaleza, los alimentos, no se
dividen radicalmente en dos campos incomunicados, de lo puro y lo impuro. Ésas son
distinciones introducidas por el hombre”. (Luís Alonso Schokel. Biblia del peregrino).
¡Qué tal si pensamos un poco sobre la multiplicació n de leyes y decretos frente
al COVID 19! Tanta ley, tanto decreto, ¿nos ha permitido dar realmente una respuesta
contundente a la situació n vivida? ¿Será que la realidad vivida, nos permitirá
realmente crear una ley, en la que, de una vez por todas, todas las personas, de la
condició n que sea, de todas las regiones de Colombia, tengamos el mismo acceso a la
salud?
Ya es tiempo de hacer una reflexió n sobre aquella sentencia: “Los buenos somos
más”, ¿y quienes son o somos los buenos? Espero que El COVID 19 nos haya enseñ ado a
sentirnos que todos poseemos la misma fragilidad. La pandemia nos ha puesto de
manifiesto que el dinero no es la solució n a todo. La vida no se compra con oro. En
este momento de crisis no hay medicina propagada que valga. Aquí queda confiar en
Dios, orar y animar al personal de la salud a seguir luchando con fe y esperanza por
acompañ ar con fortaleza la bú squeda del bienestar de todos.
Convenzá monos de una cosa: No es só lo la ley la que nos hace acreedores a ser
buenos o malos. Como Jesú s mismo lo plantea en la Palabra, escuchemos: “Del corazón
proceden los malos deseos, asesinatos, adulterios, inmoralidad sexual, robos, mentiras,
chismes. Estas son las cosas que hacen impuro al hombre; pero el comer sin lavarse las
manos no hace impuro al hombre” (C Mt 15, 19-20). No es el momento para dar una
respuesta cierta y verdadera frente al origen del coronavirus (esto lo dirá el acontecer
histó rico); pero, la verdad es que, si es el momento para que así, có mo la humanidad
se ha dado cuenta que somos un solo ser, tanto en nuestra realidad humana, como en
la unidad con el cosmos, es necesario que hagamos un instante de silencio reflexivo
para examinar dó nde está el grado de responsabilidad de cada uno, de cada gobierno
y nació n, de cada institució n. Todos démonos a la tarea de revisar con sinceridad y
honestidad nuestro corazó n, centro y motor de nuestros actos. Desde el lenguaje de fe,
es el momento para el silencio honesto, y, a manera de examen de conciencia,
discernir también, cuá l debe ser nuestra respuesta. La verdad contundente es que no
podemos ser indiferentes frente al momento histó rico que estamos viviendo como
sociedad.
¡Señor, ayúdame!
Dice la Palabra que ante los gritos de la mujer Jesú s no respondía nada,
escuchemos: “Él no le respondió nada”. Ante el silencio de Jesú s, la mujer, en vez de
llenarse de resentimiento, de rabia, de dolor, de odio, de dudas, de incertidumbres…,
continú a gritando y clamando ayuda para su hija que sufre un mal terrible,
escuchemos la Palabra: “Mi hija tiene un demonio muy malo”. El sufrimiento de un hijo
es el sufrimiento de una madre. No sin sentido nuestras madres poseen tanta fe. El
texto nos permite entrever que, la fe de la mujer pagana, supuestamente no creyente,
y la bondad de Jesú s desbordan cualquier privilegio. Antes había dicho el Maestro que
solo había sido enviado a las ovejas descarriadas de Israel e incluso, había utilizado
una expresió n bastante fuerte, con la cual los judíos definían a quienes no hacían parte
de se fe. Así dice la Palabra: “No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los
perritos”. La mujer todo esto lo vence, porque, quizá s el sufrimiento de su hija, el
silencio de Dios y las palabras fuertes del Maestro la estaban haciendo madurar en su
fe; y de hecho fue así, porque es ella la que recibe finalmente semejante elogio del
mismo Señ or: “Mujer, qué grande es tu fe”. Las situaciones limites son momentos
privilegiados donde se mide nuestro grado de humanidad y humildad. San Juan Pablo
II: “La cruz es sobreabundancia de amor hacía el mundo”.
El COVID 19, nos ha puesto frente a dos realidades esenciales en nuestra
existencia: La vida y la muerte. Estas son sagradas. La vida no la planeamos, nacimos
sin pedir nacer. No elegimos nacer, hoy somos lo que somos, por amor divino y por
voluntad de nuestros padres. De igual manera, no elegimos morir. La muerte es una
realidad que a todos nos alcanza. Desde nuestra fe, só lo Dios sabe nuestro destino, a
nosotros nos corresponde discernir en nuestro diario vivir la voluntad de Dios. La
vida misma, la enseñ anza de la Palabra de Dios y, sobre todo, la situació n actual que
vivimos deben ser grandes espacios pedagó gicos para crecer en la virtud de la
humildad.
La virtud de la humildad
La narració n que ilumina nuestra reflexió n, “la mujer cananea” (Mt 15, 21-28),
nos dice que, frente a la petició n de la mujer, Jesú s el Señ or, no respondió nada (V 23).
“El silencio de Jesús pone a prueba y depura la fe de la mujer” (Luís Alonso Schokel).
Durante esta pandemia hemos estado invitando y haciéndonos conscientes de la
necesidad de la oració n. Permítanme a manera ilustrativa hacer referencia a las
respuestas que desde mi pagina de Facebook he recibido a la siguiente pregunta: ¿Qué
pienso de este “instante vital” que estamos viviendo? Así respondieron algunas
personas: “Que debemos estar de la mano de Dios y de la Virgen, además que es muy
importante que nos cuidemos mucho. Que el único que nos puede salvar es el divino
poder de Dios. Que debemos de tener mucha fe en Dios, nuestro padre celestial nos da la
salvación. Todo bajo su santa voluntad, ser humildes, orantes y obrar correctamente
inspirados en el amor infinito de Dios, confiando en su divina Providencia. Una prueba:
el quiebre de una cultura. Pensar en lo que hemos de decantar como personas humanas”.
En conclusió n, el gran clamor es mismo de la mujer del Evangelio: ¡Señor, ayúdanos!
Tengamos en cuenta: El silencio depura la fe. El silencio decanta las situaciones
existenciales de la vida. El silencio purifica. El silencio alimenta el espíritu. El silencio
da fortaleza, confianza y perseverancia. El silencio nos hace osados y libres frente al
mal. El silencio nos da herramientas para combatir el mal. El silencio nos madura en
lo humano y en lo espiritual. El silencio nos hace madurar en la fe. El silencio fortalece
el corazó n y da brillo al alma. El silencio es el espacio má s propicio para escuchar la
voz de Dios. El silencio es el lugar má s apropiado para escuchar nuestro ser: nuestra
corporeidad y nuestro espíritu. El silencio alimenta, purifica y da fuerza interior. El
silencio fortalece nuestras virtudes. El silencio nos pone de cara a Dios, de cara a
notros mismos, a los demá s e incluso de cara a la misma naturaleza. Sin silencio no
hay escucha. Sin un espíritu de silencio no somos capaces de descubrir el sufrimiento
de nuestros hermanos. ¿Cuá ntos padres, mueren ancianos sin un hijo que los escuche?
¿Cuá ntos hijos mueren, aú n má s, se suicidan, sin encontrar un hermano, que desde su
silencio capte el dolor que lo atormenta?
Nuestra memoria carga todos los ruidos existenciales de nuestro pasado y esto
nos hace sufrir demasiado y por consecuencia ló gica hace sufrir a las personas que
comparten nuestra existencia. La memoria con frecuencia nos atormenta trayendo a
nuestro presente situaciones pasadas que nos generaron disgustos, frustraciones,
dolor, angustia, tristeza, rupturas, etc. El silencio nos ayuda a identificar el “grito
primal” que nos genera angustia por el resto de nuestra existencia. Es necesario hacer
silencio para decantar aquello que má s nos hace sufrir, aquello que ha marcado por
siempre nuestra existencia. Ejemplos: agresividad, abandono, abuso sexual… En el
silencio es necesario “el santo abandono”; es decir, aprender a poner nuestro pasado
en las manos misericordiosas y compasivas del Padre. “El Señor es compasivo y
misericordioso, lento a la cólera y rico en clemencia, no nos trata como merecen
nuestros pecados” (Cf Sal 144; Mt 18, 15 - 35). En el silencio contemplativo de nuestro
dolor, se debe gritar con toda confianza: “Señor, ayúdame” (Cf Mt 15, 21-28).
El silencio nos lleva a identificar y clarificar la voz de quien nos habla; nos
ayuda a identificar la voz de Dios, pero también la voz interior del maligno que nos
impulsa a la venganza, al odio y al resentimiento. En el silencio todo lo que hay en
nuestra memoria se hace oració n, oblació n, entrega. El silencio nos lleva a la
sinceridad, pero ejercida con caridad: claridad y caridad. En el silencio no hay engañ os
en el silencio soy lo que soy, tanto de cara a Dios como de cara a los demá s e incluso a
la misma naturaleza. Yo só lo soy dueñ o de mis silencios. Lo que sale de mi boca deja
de ser mío y empieza a ser patrimonio de la humanidad. En el silencio nuestro pasado
se hace presente y el presente se proyecta al futuro. Si queremos sanar nuestra
memoria hagamos silencio. Si queremos vivir el presente con serenidad y paz,
hagamos silencio. Si queremos proyectar un buen futuro, hagamos silencio. Sin
silencio no habrá futuro promisorio. Sin silencio no es posible sanar nuestras heridas.
Hay un dicho popular que reza: “Conecte el cerebro antes de actuar”. Nuestros
actos volitivos también necesitan del silencio. La voluntad como potencia o como
facultad, es: “Tendencia hacía el bien”. Dice Santo Tomá s: “Dios es el sumo bien”. Esto en
la teoría es fá cil de entender, pero en la practica es un poco má s complejo. Por eso,
necesitamos del silencio para en él, hacer reflexió n y discernimiento, de nuestro obrar
cotidiano. En el silencio se nos ofrece la oportunidad de preguntarnos: ¿Mi obrar, mi
actuar, mi manera de comportarme, si está de acuerdo con el plan de Dios en mi vida,
(en nuestra vida) o estoy obrando solo por impulsos caprichosos y emocionales?
Cuando actuamos sin un previo silencio generalmente obramos
precipitadamente y por lo tanto estamos má s propensos a equivocarnos. El silencio
nos ayuda a decantar nuestro obrar. Dice San Ignacio de Loyola: “El ser humano está
puesto en el mundo para dar gloria a Dios y servir a los hermanos”. Amabas realidades
necesitan de nuestra voluntad; es decir, de nuestra capacidad y tendencia hacía el
bien. Es bueno que con frecuencia nos hagamos la siguiente pregunta: Con mi manera
de actuar: en la oració n, en la vida, en mis relaciones, en mi trabajo…, ¿le estoy dando
gloria a Dios, y realmente, estoy buscando el bien? También es bueno preguntarnos:
¿La manera como sirvo a los demá s, es una tendencia a través de la cual ejerzo un
servicio realmente ético, noble y transparente en bien de los hermanos o busco servir
só lo en beneficio de mis intereses personales y caprichosos?
Conclusión
Urgente crecer en la virtud del silencio. Es el silencio una virtud olvidada por el
mundo contemporá neo. El gran imperativo categó rico que nos enseñ an los momentos
de crisis es que es necesario recuperar la virtud del silencio. Sin largos y prolongados
espacios de silencio es imposible lograr un buen discernimiento frente al “instante
vital” que estamos viviendo en la actualidad. Sin silencio no hay vida espiritual
dignamente asumida. En el fondo, sin silencio no hay vida productiva, no hay vida
activa. Sin silencio no hay palabra que edifique, que genere vida y esperanza. Sin
silencio no hay vida.
Omar de Jesú s Mejía G.
Arzobispo de Florencia