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PANDEMIA Y ESPIRITUALIDAD

Introducción

La siguiente es una reflexió n que nace de mi experiencia como persona y como


sacerdote y desde luego, desde mi corazó n de pastor. No soy estadista, ni médico, ni
político. No pretendo jugar a ser psicó logo, no lo soy. Soy sacerdote y obispo, una
vocació n que só lo he recibido por infinita gratuidad de Dios. No soy nadie para
merecer semejante don. Doy gracias a Dios por su amor. El Papa Francisco nos ha
dicho, a los obispos, en su visita apostó lica a Colombia: “La misión de ustedes es
singular. Ustedes no son técnicos ni políticos, son pastores”. Hablo pues como pastor,
desde mi experiencia de oració n iluminada por el texto bíblico: Mt 15, 21-18. Escribo
recogiendo elementos que he profundizado durante mi formació n y el ejercicio de mi
ministerio. Intento partir del hombre concreto, má s que desde ideas. Y lo hago
también, durante una semana de confinamiento, después de haber sido diagnosticado
positivo de COVID 19.
Permítanme comenzar con un bello texto que también nos dejo el Santo Padre
Francisco a los obispos de Colombia en su visita apostó lica: “Les ruego tener siempre
fija la mirada sobre el hombre concreto. No sirvan a un concepto de hombre, sino a la
persona humana amada por Dios, hecha de carne, huesos, historia, fe, esperanza,
sentimientos, desilusiones, frustraciones, dolores, heridas, y verán que esa concreción del
hombre desenmascara las frías estadísticas, los cálculos manipulados, las estrategias
ciegas, las falseadas informaciones, recordándoles que «realmente, el misterio del
hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado” (Gaudium et spes, 22).

Iluminación bíblica: Mateo 15, 21-23

En aquel tiempo, Jesú s salió y se retiró al país de Tiro y Sidó n. Entonces una
mujer cananea, saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a gritarle: Ten compasió n
de mí, Señ or Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo. É l no le respondió
nada. Entonces los discípulos se le acercaron a decirle: Atiéndela, que viene detrá s
gritando.
El les contestó : Só lo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel. Ella se acercó
y se postró ante él diciendo: Señ or, ayú dame. El le contestó : No está bien tomar el pan
de los hijos y echá rselo a los perritos. Pero ella repuso: Tienes razó n, Señ or; pero
también los perritos se comen las migajas que caen de la mesa de los amos. Jesú s le
respondió : Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas. En aquel
momento quedó curada su hija.

¿La ley es la respuesta a todo?

El capítulo quince del Evangelio de San Mateo comienza con una pregunta que
algunos fariseos le hacen a Jesú s, escuchemos: “Unos fariseos y maestros de la Ley
habían venido de Jerusalén. Se acercaron a Jesús y le dijeron: «¿Por qué tus discípulos no
respetan la tradición de los antepasados? No se lavan las manos antes de comer” (Mt 15,
1-2). Segú n cuenta la Palabra de Dios, los maestros de la ley, apegados a una pureza
legal, pretendían medir el valor de una doctrina y una conducta. Todo lo consideraban
medible desde la ley. “Jesús convierte el interrogatorio en controversia que aprovecha
para exponer con claridad desafiante su enseñanza. La naturaleza, los alimentos, no se
dividen radicalmente en dos campos incomunicados, de lo puro y lo impuro. Ésas son
distinciones introducidas por el hombre”. (Luís Alonso Schokel. Biblia del peregrino).
¡Qué tal si pensamos un poco sobre la multiplicació n de leyes y decretos frente
al COVID 19! Tanta ley, tanto decreto, ¿nos ha permitido dar realmente una respuesta
contundente a la situació n vivida? ¿Será que la realidad vivida, nos permitirá
realmente crear una ley, en la que, de una vez por todas, todas las personas, de la
condició n que sea, de todas las regiones de Colombia, tengamos el mismo acceso a la
salud?
Ya es tiempo de hacer una reflexió n sobre aquella sentencia: “Los buenos somos
más”, ¿y quienes son o somos los buenos? Espero que El COVID 19 nos haya enseñ ado a
sentirnos que todos poseemos la misma fragilidad. La pandemia nos ha puesto de
manifiesto que el dinero no es la solució n a todo. La vida no se compra con oro. En
este momento de crisis no hay medicina propagada que valga. Aquí queda confiar en
Dios, orar y animar al personal de la salud a seguir luchando con fe y esperanza por
acompañ ar con fortaleza la bú squeda del bienestar de todos.
Convenzá monos de una cosa: No es só lo la ley la que nos hace acreedores a ser
buenos o malos. Como Jesú s mismo lo plantea en la Palabra, escuchemos: “Del corazón
proceden los malos deseos, asesinatos, adulterios, inmoralidad sexual, robos, mentiras,
chismes. Estas son las cosas que hacen impuro al hombre; pero el comer sin lavarse las
manos no hace impuro al hombre” (C Mt 15, 19-20). No es el momento para dar una
respuesta cierta y verdadera frente al origen del coronavirus (esto lo dirá el acontecer
histó rico); pero, la verdad es que, si es el momento para que así, có mo la humanidad
se ha dado cuenta que somos un solo ser, tanto en nuestra realidad humana, como en
la unidad con el cosmos, es necesario que hagamos un instante de silencio reflexivo
para examinar dó nde está el grado de responsabilidad de cada uno, de cada gobierno
y nació n, de cada institució n. Todos démonos a la tarea de revisar con sinceridad y
honestidad nuestro corazó n, centro y motor de nuestros actos. Desde el lenguaje de fe,
es el momento para el silencio honesto, y, a manera de examen de conciencia,
discernir también, cuá l debe ser nuestra respuesta. La verdad contundente es que no
podemos ser indiferentes frente al momento histó rico que estamos viviendo como
sociedad.

Es el corazón la fuente de nuestras acciones

La pandemia nos exige cuidarnos a través de unos protocolos externos, los


cuales, se han ido convirtiendo en todo un ritual. Seamos obedientes, es necesario.
Pero, por favor, vamos a lo profundo del alma y pensemos que es necesario hacer
opciones desde dentro. Si nuestra interioridad no cambia, nuestros actos externos
terminaran siendo rituales que agobian y cansan y lo má s grave: rituales que en
absoluto transformaran nuestra manera de ser y comportarnos. “El corazón, la
conciencia, es la raíz de las acciones éticas del hombre” (Luís Alonso Schokel). É tica,
responsabilidad, honestidad, mansedumbre, perdó n, confianza, “amistad cívica”,
humildad…, está s virtudes y muchas otras, son las que con urgencia necesitamos
poner en prá ctica en las circunstancias que vivimos.
El texto que se nos propone para nuestra reflexió n específicamente es: Mt 15,
21-28. Conocido en el lenguaje bíblico como: “La mujer cananea”. Con la comparació n
que hace Jesú s, nos damos cuenta de que “se trata de una mujer extraña al pueblo de
Israel, no perteneciente al pacto. La mujer era cananea, descendiente del antiguo pueblo
que ocupaba Canaán antes de la llegada de los Israelitas. Habitaba cerca de Tiro y
Sidón, ciudades de pésima reputación. Sidó n segú n las Sagradas Escrituras es como un
semillero de idolatría y de materialismo gentil (Cf Is 23,2; Ez 28,2; Mt 11,21-28). En el
lenguaje de hoy, se trata de unas ciudades donde habita gente no creyente, o por lo
menos, no creyentes en Jesú s como el Señ or.
De una cultura no creyente sale pues la mujer cananea gritando: “Ten
compasión de mí, Señor Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo”. Para
comenzar resaltemos dos aspectos: Primero, la iniciativa de Jesú s de dirigirse a este
lugar. Para el Maestro de Galilea, quien, a su vez, es el salvador, el médico y el Señ or,
no hay limites geográ ficos, É l va por todas partes haciendo el bien, como dice la
Palabra: Enseñando, predicando y sanando” (Cf Mt 4,23; 9,35). Jesú s es el “Buen Pastor”
que va en bú squeda de la oveja descarriada (Cf Jn 10,1-ss). “Él es compasivo y
misericordioso”. Segundo, es digno de resaltar la actitud de la mujer, quien se llena de
coraje, de fuerza, de esperanza y como dice la Palabra, en ese momento, su fe se
engrandece, para abordar al Maestro itinerante de Galilea incluso a gritos. Se trata de
un grito de angustia, al estilo de Pedro: “Señor, sálvame que me hundo”.

¡Señor, ayúdame!

Dice la Palabra que ante los gritos de la mujer Jesú s no respondía nada,
escuchemos: “Él no le respondió nada”. Ante el silencio de Jesú s, la mujer, en vez de
llenarse de resentimiento, de rabia, de dolor, de odio, de dudas, de incertidumbres…,
continú a gritando y clamando ayuda para su hija que sufre un mal terrible,
escuchemos la Palabra: “Mi hija tiene un demonio muy malo”. El sufrimiento de un hijo
es el sufrimiento de una madre. No sin sentido nuestras madres poseen tanta fe. El
texto nos permite entrever que, la fe de la mujer pagana, supuestamente no creyente,
y la bondad de Jesú s desbordan cualquier privilegio. Antes había dicho el Maestro que
solo había sido enviado a las ovejas descarriadas de Israel e incluso, había utilizado
una expresió n bastante fuerte, con la cual los judíos definían a quienes no hacían parte
de se fe. Así dice la Palabra: “No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los
perritos”. La mujer todo esto lo vence, porque, quizá s el sufrimiento de su hija, el
silencio de Dios y las palabras fuertes del Maestro la estaban haciendo madurar en su
fe; y de hecho fue así, porque es ella la que recibe finalmente semejante elogio del
mismo Señ or: “Mujer, qué grande es tu fe”. Las situaciones limites son momentos
privilegiados donde se mide nuestro grado de humanidad y humildad. San Juan Pablo
II: “La cruz es sobreabundancia de amor hacía el mundo”.
El COVID 19, nos ha puesto frente a dos realidades esenciales en nuestra
existencia: La vida y la muerte. Estas son sagradas. La vida no la planeamos, nacimos
sin pedir nacer. No elegimos nacer, hoy somos lo que somos, por amor divino y por
voluntad de nuestros padres. De igual manera, no elegimos morir. La muerte es una
realidad que a todos nos alcanza. Desde nuestra fe, só lo Dios sabe nuestro destino, a
nosotros nos corresponde discernir en nuestro diario vivir la voluntad de Dios. La
vida misma, la enseñ anza de la Palabra de Dios y, sobre todo, la situació n actual que
vivimos deben ser grandes espacios pedagó gicos para crecer en la virtud de la
humildad.

La virtud de la humildad

A la manera de la mujer cananea del Evangelio aprendamos de ella la virtud de


la humildad. Son los humildes los que nos ayudan a universalizar nuestro corazó n. El
mismo Señ or aprendió de ella. Seamos sensibles, dejemos que las personas, la vida y
cada momento histó rico nos hagan crecer en humildad. El sufrimiento de los humildes
nos debe hacer salir de nuestras seguridades, de nuestras normas, de nuestras
comodidades e incluso de nuestros argumentos. Frente al dolor no hay doctrinas, no
hay argumentos, hay personas reales, de carne y hueso que necesitan de nuestra
ayuda. Los humildes nos desinstalan y nos hacen ir má s allá de tantos argumentos
racionales en los cuales hemos sostenido nuestra existencia. Los humildes nos
enseñ an a ir má s allá de las leyes. Si las leyes no nos liberan y no construyen el bien
comú n, se convierten en entes muertos que destruyen y matan nuestros sentimientos,
nuestras virtudes y nuestros valores. Los humildes nos dan lecciones de simplicidad.
Los humildes nos acercan a Dios. Los humildes nos confrontan en nuestro ser interior.
Gracias Dios por los humildes. Só lo en los humildes tiene asiento el Reino de
Dios. Só lo los humildes verá n a Dios. Los humildes son limpios de corazó n. “Felices los
limpios de corazón, porque verán a Dios” (Mt 5, 8). Los humildes sin decirnos una
palabra cuestionan nuestras opciones y seguridades. Los humildes nos sensibilizan
frente al dolor. Los humildes nos invitan a la contemplació n silenciosa de sus vidas, de
su manera de asumir el dolor y el sufrimiento; en una palabra, los humildes son
grandes pedagogos con su manera asumir la vida y la muerte. El momento que
vivimos debemos asumirlo con humildad y en actitud de silencio reflexivo, creativo y
procreativo.

La virtud del silencio

La narració n que ilumina nuestra reflexió n, “la mujer cananea” (Mt 15, 21-28),
nos dice que, frente a la petició n de la mujer, Jesú s el Señ or, no respondió nada (V 23).
“El silencio de Jesús pone a prueba y depura la fe de la mujer” (Luís Alonso Schokel).
Durante esta pandemia hemos estado invitando y haciéndonos conscientes de la
necesidad de la oració n. Permítanme a manera ilustrativa hacer referencia a las
respuestas que desde mi pagina de Facebook he recibido a la siguiente pregunta: ¿Qué
pienso de este “instante vital” que estamos viviendo? Así respondieron algunas
personas: “Que debemos estar de la mano de Dios y de la Virgen, además que es muy
importante que nos cuidemos mucho. Que el único que nos puede salvar es el divino
poder de Dios. Que debemos de tener mucha fe en Dios, nuestro padre celestial nos da la
salvación. Todo bajo su santa voluntad, ser humildes, orantes y obrar correctamente
inspirados en el amor infinito de Dios, confiando en su divina Providencia. Una prueba:
el quiebre de una cultura. Pensar en lo que hemos de decantar como personas humanas”.
En conclusió n, el gran clamor es mismo de la mujer del Evangelio: ¡Señor, ayúdanos!
Tengamos en cuenta: El silencio depura la fe. El silencio decanta las situaciones
existenciales de la vida. El silencio purifica. El silencio alimenta el espíritu. El silencio
da fortaleza, confianza y perseverancia. El silencio nos hace osados y libres frente al
mal. El silencio nos da herramientas para combatir el mal. El silencio nos madura en
lo humano y en lo espiritual. El silencio nos hace madurar en la fe. El silencio fortalece
el corazó n y da brillo al alma. El silencio es el espacio má s propicio para escuchar la
voz de Dios. El silencio es el lugar má s apropiado para escuchar nuestro ser: nuestra
corporeidad y nuestro espíritu. El silencio alimenta, purifica y da fuerza interior. El
silencio fortalece nuestras virtudes. El silencio nos pone de cara a Dios, de cara a
notros mismos, a los demá s e incluso de cara a la misma naturaleza. Sin silencio no
hay escucha. Sin un espíritu de silencio no somos capaces de descubrir el sufrimiento
de nuestros hermanos. ¿Cuá ntos padres, mueren ancianos sin un hijo que los escuche?
¿Cuá ntos hijos mueren, aú n má s, se suicidan, sin encontrar un hermano, que desde su
silencio capte el dolor que lo atormenta?

Imperativo categórico: hacer silencio

Hagamos silencio si queremos crecer en el amor. Hagamos silencio si queremos


entender el momento presente que estamos viviendo. El ruido nos aturde y ensordece,
nos confunde, nos desbarata y nos puede volver agresivos. El ruido no nos permite
escuchar la voz de Dios y el sufrimiento de nuestros hermanos. Uno de los protocolos
má s urgentes y necesarios ante la crisis que vivimos en la actualidad es el silencio.
Pero no se trata de un silencio agresivo y resentido, es decir, un silencio masticando el
dolor, el resentimiento y la rabia, este silencio hace muchísimo mal, destruye nuestras
relaciones e incluso nuestro sistema inmunoló gico. La propuesta es la de un silencio
reflexivo, un silencio diá logo, un silencio activo, propositivo y creativo, un silencio
palabra. Este silencio es fuente de vida nueva.
El silencio no es un fin, el silencio es un camino pedagó gico, no se trata de
permanecer en silencio, el silencio nos debe impulsar a la acció n. No basta el silencio
externo, a veces, es el menos importante. El silencio necesario y urgente hoy y siempre
es el silencio interior. Es fundamental, esencial e imprescindible el silencio de nuestra
memoria, nuestro entendimiento, nuestra voluntad y nuestra imaginació n.

Silencio para sanar nuestra memoria

Nuestra memoria carga todos los ruidos existenciales de nuestro pasado y esto
nos hace sufrir demasiado y por consecuencia ló gica hace sufrir a las personas que
comparten nuestra existencia. La memoria con frecuencia nos atormenta trayendo a
nuestro presente situaciones pasadas que nos generaron disgustos, frustraciones,
dolor, angustia, tristeza, rupturas, etc. El silencio nos ayuda a identificar el “grito
primal” que nos genera angustia por el resto de nuestra existencia. Es necesario hacer
silencio para decantar aquello que má s nos hace sufrir, aquello que ha marcado por
siempre nuestra existencia. Ejemplos: agresividad, abandono, abuso sexual… En el
silencio es necesario “el santo abandono”; es decir, aprender a poner nuestro pasado
en las manos misericordiosas y compasivas del Padre. “El Señor es compasivo y
misericordioso, lento a la cólera y rico en clemencia, no nos trata como merecen
nuestros pecados” (Cf Sal 144; Mt 18, 15 - 35). En el silencio contemplativo de nuestro
dolor, se debe gritar con toda confianza: “Señor, ayúdame” (Cf Mt 15, 21-28).
El silencio nos lleva a identificar y clarificar la voz de quien nos habla; nos
ayuda a identificar la voz de Dios, pero también la voz interior del maligno que nos
impulsa a la venganza, al odio y al resentimiento. En el silencio todo lo que hay en
nuestra memoria se hace oració n, oblació n, entrega. El silencio nos lleva a la
sinceridad, pero ejercida con caridad: claridad y caridad. En el silencio no hay engañ os
en el silencio soy lo que soy, tanto de cara a Dios como de cara a los demá s e incluso a
la misma naturaleza. Yo só lo soy dueñ o de mis silencios. Lo que sale de mi boca deja
de ser mío y empieza a ser patrimonio de la humanidad. En el silencio nuestro pasado
se hace presente y el presente se proyecta al futuro. Si queremos sanar nuestra
memoria hagamos silencio. Si queremos vivir el presente con serenidad y paz,
hagamos silencio. Si queremos proyectar un buen futuro, hagamos silencio. Sin
silencio no habrá futuro promisorio. Sin silencio no es posible sanar nuestras heridas.

Silencio para sanar nuestro entendimiento

Solo en el silencio se logra captar si nuestro entendimiento está sano o


enfermo. Para entender algo es necesario hacer silencio; lo mismo pasa con el mismo
entendimiento, si no hacemos silencio, no captamos lo que soy y manifiesto a través
del entendimiento y de nuestro actuar. Para captar esta verdad fijémonos en nuestro
diario vivir: en la conversació n o diá logo entre dos o má s personas es necesario el
silencio. Sin silencio no hay escucha, por lo tanto, no hay diá logo. Los silencios bien
utilizados en una conversació n o en una conferencia, son silencios activos, porque van
cargados de sugerencias. Sin silencio no somos capaces de escuchar nuestro propio
ser interior.
Los silencios en las relaciones de amistad, de pareja, empleador - empleado,
maestro - alumno, terapeuta – paciente, etc., son silencios que ayudan a madurar y a
tomar las mejores decisiones. El silencio da espacio para que el entendimiento, el
corazó n y todos los sentidos internos, sean iluminados e ilustrados y se pueda tomar
la mejor opció n, la opció n má s ética, má s correcta. El silencio nos ayuda a decantar
nuestros deseos y nos propicia un espacio para conducir nuestras emociones,
pasiones y sentimientos a nuestra capacidad racional y así obrar desde la racionalidad
y con racionalidad. “Dime qué piensas y te diré como actúas”.
El silencio nos ayuda como filtro al entendimiento para comprender las
razones de la actuació n de los demá s. El silencio nos ayuda al buen discernimiento de
nuestras actuaciones y las actuaciones de los demá s. Si comprendiéramos má s la
razó n del actuar de los otros, no tendríamos necesidad del perdó n. Si desde nuestro
entendimiento comprendiéramos nuestra manera de ser y la manera del ser de
nuestro pró jimo, no viviríamos tan resentidos y aburridos y a veces hasta sumidos en
la visió n de la vida como una desgracia. Hay mucha gente, que, por la falta de un
silencio reflexivo, vive sumida en una eterna tragedia. “En todas tus acciones piensa en
el desenlace y nunca pecarás” (Eclo 7, 36). Entender lo que soy y lo que hago, entender
a los demá s, entender el mundo, “entender” a Dios, entender las cosas, nos da solidez
en el actuar. Entender nos ayuda a ser má s comprensivos con nosotros mismos y, por
lo tanto, má s comprensivos con el actuar de los demá s.
Para mantener sano nuestro entendimiento es necesario alimentarlo bien. El
alimento del entendimiento es la lectura y el aná lisis de la realidad. Hay muy buenas
lecturas que elevan el espíritu, en cambio, hay lecturas que deprimen y enferman; aú n
má s, hay lecturas que pueden generar un desastre mortal en nuestra existencia. Hay
determinadas lecturas que pueden llevar incluso al suicidio. “Dime que lees y te diré
que guardas en tu memoria, qué es lo que genera tu manera de entender la vida y tu
manera de obrar”. Ninguna lectura por inocua que parezca pasa indiferente por
nuestra memoria y nuestro entendimiento.
La realidad cotidiana también influye con bastante fuerza en nuestra manera
de entender la vida. La realidad cotidiana le aporta a nuestro entendiendo aspectos
positivos y/o negativos, los que finalmente quedan grabados en la memoria y nos
impulsan también a un actuar. “Dime qué vez y te diré cómo entiendes la vida”. La
Palabra de Dios nos ilumina esta gran verdad: “Moisés estuvo observando: la zarza
ardía, pero no se consumía. Y se dijo: Voy a dar una vuelta para mirar este fenómeno tan
extraordinario: ¿por qué la zarza no se consume?” (Éx 3, 2-3). Esta visió n le cambió la
vida a Moisés. Ver con objetividad las cosas y entendiéndolas lo mejor posible, nos
puede transformar la vida. Una buena visió n de la realidad puede salvar muchos
matrimonios, muchas amistades y relaciones laborales, etc.
Nada en la vida nos es indiferente, por eso, la importancia de nuestra capacidad
racional. La racionalidad es la cumbre del ser humano. Es la capacidad racional la que
nos hace seres humanos espirituales y con capacidad de discernir y de tomar
decisiones desde nuestro libre albedrio. Cuando obramos só lo desde el sentir nos
quedamos en el nivel animal bá sico. Todo ser vivo siente. Nosotros ademá s de sentir
poseemos una inteligencia racional. Dios en su infinita misericordia, nos ha creado a
su imagen y semejanza. Escuchemos la Palabra: “Y creó Dios al hombre a su imagen. A
imagen de Dios lo creó. Varón y mujer los creó” (Gén 1, 27). Dios nos ha pedido que con
nuestra capacidad racional y con nuestro libre albedrio administrá ramos el mundo. Es
precisamente por nuestra racionalidad (alma racional), có mo sabemos que Dios nos
ha creado a su imagen y semejanza. Esta realidad es tal, que precisamente, en cuanto
menos racionales somos, má s nos vamos alejando del creador. El pecado es
irracionalidad. Quien peca no sabe lo que pierde.

Silencio antes de actuar

Hay un dicho popular que reza: “Conecte el cerebro antes de actuar”. Nuestros
actos volitivos también necesitan del silencio. La voluntad como potencia o como
facultad, es: “Tendencia hacía el bien”. Dice Santo Tomá s: “Dios es el sumo bien”. Esto en
la teoría es fá cil de entender, pero en la practica es un poco má s complejo. Por eso,
necesitamos del silencio para en él, hacer reflexió n y discernimiento, de nuestro obrar
cotidiano. En el silencio se nos ofrece la oportunidad de preguntarnos: ¿Mi obrar, mi
actuar, mi manera de comportarme, si está de acuerdo con el plan de Dios en mi vida,
(en nuestra vida) o estoy obrando solo por impulsos caprichosos y emocionales?
Cuando actuamos sin un previo silencio generalmente obramos
precipitadamente y por lo tanto estamos má s propensos a equivocarnos. El silencio
nos ayuda a decantar nuestro obrar. Dice San Ignacio de Loyola: “El ser humano está
puesto en el mundo para dar gloria a Dios y servir a los hermanos”. Amabas realidades
necesitan de nuestra voluntad; es decir, de nuestra capacidad y tendencia hacía el
bien. Es bueno que con frecuencia nos hagamos la siguiente pregunta: Con mi manera
de actuar: en la oració n, en la vida, en mis relaciones, en mi trabajo…, ¿le estoy dando
gloria a Dios, y realmente, estoy buscando el bien? También es bueno preguntarnos:
¿La manera como sirvo a los demá s, es una tendencia a través de la cual ejerzo un
servicio realmente ético, noble y transparente en bien de los hermanos o busco servir
só lo en beneficio de mis intereses personales y caprichosos?

Silenciar nuestra imaginación

¿Qué decir del sentido interno de la imaginació n? ¡Dios mío, cuanto


necesitamos silenciar nuestra imaginació n! Dice Santa Teresa: “La imaginación es la
loca de la casa”. Necesitamos del silencio reflexivo, del silencio palabra, del silencio
profundo para no ser dominados al cien por ciento por esta loca. La verdad es que,
esta loca es imprescindible en nuestra vida. Sin imaginació n seriamos seres quietos,
está ticos, “muertos”. Sin imaginació n seriamos unas simples marionetas al vaivén de
las circunstancias de cada momento histó rico y al vaivén del gobernante “loco” de
turno. La Imaginació n nos permite soñ ar, proyectar, construir, edificar. La
imaginació n nos hace líderes.
Este sentido interno requiere muchísimo del valor del silencio. En el silencio se
depura lo que la imaginació n sugiere. En el silencio la imaginació n madura y se hace
sensible al dolor de los hermanos. En el silencio la imaginació n nos permite abrirnos a
la voluntad de Dios. Con razó n dice la Palabra que Jesú s recurría con frecuencia a
largos y prolongados espacios de silencio. Con seguridad que allí, en un ambiente de
silencio, el Maestro itinerante de Galilea, dejaba que su imaginació n se elevará hasta el
corazó n del Padre, para descubrir su santa voluntad. Pero a su vez, en el silencio, hacía
que su imaginació n se transportará hasta el corazó n sufrido de aquellas personas con
las cuales compartía su diario vivir. Es la imaginació n la que nos permite soñ ar un
futuro má s esperanzador y sereno. Es en un buen ambiente de silencio donde se nos
permite imaginar, soñ ar, discernir, organizar y planear la manera fraterna de corregir
al hermano. El silencio imaginativo nos ayuda a decantar nuestra manera de amar. Sin
un silencio imaginativo no se crece en el amor.

Conclusión

Urgente crecer en la virtud del silencio. Es el silencio una virtud olvidada por el
mundo contemporá neo. El gran imperativo categó rico que nos enseñ an los momentos
de crisis es que es necesario recuperar la virtud del silencio. Sin largos y prolongados
espacios de silencio es imposible lograr un buen discernimiento frente al “instante
vital” que estamos viviendo en la actualidad. Sin silencio no hay vida espiritual
dignamente asumida. En el fondo, sin silencio no hay vida productiva, no hay vida
activa. Sin silencio no hay palabra que edifique, que genere vida y esperanza. Sin
silencio no hay vida.
Omar de Jesú s Mejía G.
Arzobispo de Florencia

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