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III de Adviento (B)

Is 61,1-2.a10-11; 1 Tes 5,16-24; Jn 1,6-8.19-28


1. La Grecia pagana glorificó a Hércules, hijo de Júpiter, el más célebre héroe de su mitología.
Aquél que mataba leones y gigantes, que cortó de un golpe las siete cabezas a la hidra fabulosa. Sin
embargo, este modelo de la fuerza pagana, en verdad fue débil, porque no supo vencer sus propias
pasiones: la sensualidad, el orgullo y la ira. De modo semejante, En el Antiguo Testamento se alaba
a Sansón, un hombre de fuerza maravillosa, a quien Dios destinó para liberar al pueblo de Israel de
las manos de los filisteos. Mientras se mantuvo en la ley de Dios fue invencible, pero cuando se
desvió del camino de la virtud, cayó en manos de sus enemigos. Una mujer lo sedujo, y él le reveló
que, si le cortaban los cabellos, perdería su fuerza. El secreto llegó hasta los filisteos, quienes
lograron cortar sus cabellos, le arrancaron los ojos y lo encarcelaron. La pasión que Sansón no supo
vencer, lo llevó a perder su fortaleza física y, finalmente, la vida.

Aquellos héroes fueron débiles, no en su cuerpo sino en su alma. El mundo se envanece ante la
fuerza en el deporte y en las armas. Pero el mundo se engaña y no comprende que la verdadera
fuerza del hombre está en la virtud, que se asienta y nace de las fibras más profundas del alma. El
más valiente será aquél que sepa vencerse a sí mismo, dejar el vicio, alcanzar la virtud.

2. Nos encontramos en la mitad del Adviento: tiempo de preparación intensa, de conversión


interior, para disponer el alma al nacimiento del Redentor. Y en este tercer Domingo de Adviento,
llamado Domingo “Gaudete”, que quiere decir “alegraos”, resuenan con insistencia las palabras de
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San Pablo: Estad siempre alegres; dad gracias a Dios en toda ocasión. Esto es lo que Dios quiere de
todos nosotros (1 Tes 5,16). La Iglesia, al movernos a la lucha por desterrar el vicio y el pecado de
nuestras vidas, quiere que también renovemos nuestra esperanza, alegría y confianza en Dios.

3. El Evangelio de hoy nos presenta un hombre, que resistió a todas las dificultades exteriores,
que supo ahogar toda pasión en su alma. Un hombre que, con la ayuda de la gracia, alcanzó las
cumbres de la santidad: Juan el Bautista, ¡símbolo de la fortaleza cristiana! Juan no era una persona
que se doblara como una caña al soplar el viento, sino que entre el río y el desierto aparecía
semejante a un león.
Todos corrían a las orillas del río Jordán, a encontrar al Bautista. Fuera de la ciudad, en el
desierto, habitaba este hombre extraordinario que enseñaba a las gentes cómo debían prepararse para
la venida del Mesías. ¿Quién eres, Juan Bautista? ¿Eres el Cristo, o Elías, o uno de los profetas? Ni
el Cristo, ni Elías, ni ninguno de los profetas... respondió. ¿Quién eres, entonces? Y San Juan se
definió: Yo soy la voz que clama en el desierto: enderezad el camino del Señor (Jn 1,19-23).

Aquel hombre, que hablaba y obraba de esta manera, era el mismo que fustigaba duramente a
los ricos y a los más influyentes ciudadanos de Israel: ¡Raza de víboras! ¡Hagan penitencia, que la
muerte está próxima! Es el mismo que tuvo el valor de pasar el umbral del palacio real y decirle al
rey Herodes en la cara: “no se puede”, porque vivía en concubinato con la esposa de su hermano. Es
el mismo Juan que se consideró tan vil, que dijo de sí mismo: Yo no soy digno de desatar las correas
de las sandalias de Cristo (Jn 1, 27). Es el mismo que doblará la cabeza, y se la dejará cortar, para

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que sea entregada como premio a una bailarina. ¡Éste es San Juan Bautista!, el que hoy nos apremia
con fuerza: preparad el camino del Señor, que Cristo está cerca.

4. Sin duda, San Juan Bautista renueva en nosotros la conciencia de que es necesario el
combate ascético personal en nuestra vida espiritual. No podemos vivir sin pelear; el Evangelio es
una doctrina de contienda, no se puede ser verdadero cristiano sin presentar batalla. Pero no un
encuentro de fuerzas corporales, con las que el mundo paganizado se entretiene, sino, en primer
lugar, la lucha del alma que el mundo no comprende. San Juan Bautista nos llama nuevamente a la
conversión: Preparad el camino del Señor. La Navidad está cerca y debemos presentar al Señor que
llega, un corazón puro, sin mancha de pecado, para que el Niño Jesús pueda visitarnos. El camino
para la llegada de nuestro Divino Rey hecho Niño, se prepara, primero, llenando los pozos que son
causa de caídas, y derribando los obstáculos; luego, limpiándolo; y, finalmente, adornándolo.

5. Preparar el camino del corazón nos exige fortaleza, porque significa, en primer lugar, quitar
toda ocasión de recaída en el pecado. No todos deberán huir al desierto de arenas abrasadoras y rocas
desnudas, como San Jerónimo o San Juan Bautista, pero sí todos debemos huir al desierto de nuestra
alma, o sea huir de las ocasiones de pecado. Si un santo ya rendido por las penitencias asegura no
saber resistir en medio de las ocasiones, ¿cómo pretenderemos nosotros no caer sin dejar aquella
mala amistad, sin alejarnos de aquel lugar peligroso, sin abandonar aquella relación, sin tirar aquella
revista? Lejos, pues, las ocasiones de pecar. ¡El Señor viene!, hay que allanar el camino.

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6. Preparar el camino del corazón nos exige ser fuertes, porque significa también limpiar el
corazón de toda suciedad, purificarlo de toda culpa y pecado. A lo mejor nos encontramos en medio
de una fuerte tentación, o, quizá, desgraciadamente, ya hemos caído en el pecado. ¿Dónde encontrar
refugio y fortaleza para vencer las tentaciones? ¡En el sacramento de la confesión! Debemos invocar
el perdón divino. Debemos presentar humildemente nuestra alma a Jesucristo. Hay que confesarse
para que Él nos dé su perdón, gobierne sobre nuestras pasiones y nos reestablezca en su paz.

7. Finalmente, preparar el camino es adornar el corazón, es hermosearlo con buenas obras y


virtudes. En estos días que preceden a la Navidad, venzamos la pereza y el desgano, y hagamos
nuestras oraciones con renovado fervor, pidiendo al Señor que venga a habitar nuestras almas.
Cumplamos nuestras obligaciones familiares o de trabajo con mayor generosidad, con ánimo de
servir a Dios y al prójimo. Busquemos la ayuda de la Gracia en los sacramentos, ante todo en la
santa Eucaristía.

Sólo así podremos adornar nuestro corazón. Sólo así, Jesucristo encontrará en nosotros, no la
pobreza de la gruta de Belén, sino una digna habitación, cálida de afectos, para el Rey de Cielos y
tierra. Sólo así alcanzaremos la verdadera y profunda alegría que da la práctica de la fe.

8. La Navidad está próxima y Jesús ya golpea a las puertas de nuestras almas. Huyamos de las
ocasiones de pecado, hagamos una buena confesión, practiquemos la oración y las buenas obras.
Vivamos con fortaleza nuestra fe. Preparemos el camino del Señor que ya llega.

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