La idea de escudriñar la mente de Semper me atraía y
me espantaba, los dos verbos por igual. El miedo volvía
a visitarme ¿Crowley me estaba manipulando al encomendarme esa tarea? ¿Y después qué? Decidí quedarme leyendo, tranquila, sin preguntas. Por suerte Sándor Márai era una garantía de pe a pa. Pero pensé en mis propias maniobras dilatorias para no decidir. Me recordé siendo una niña de diez, once años, un sábado de invierno por la tarde, en Acassuso; llovía mucho y estaba aburrida, solitaria, pálida. En el caserón flotaba el silencio casual que a veces, para compensar tantas discusiones, desencuentros, abismos entre mis padres, se instalaba apaciguador. Papá hacía sus crucigramas, mamá miraba una película de Libertad Lamarque o de Errol Flynn, en los dos casos su atención era absoluta. “Estoy aburrida” dije enojada. Era costumbre en mis mayores, respuestas del tipo “dejate de joder, andá en bicicleta, dibujá, leé”. “Dejate de joder” la más frecuente. La lluvia pertinaz no dejaba acariciar mis ensoñaciones en el jardín selvático ni pedalear con mis amigos del barrio hasta el río. Ya había leído todos mis libros y no quería dibujar. Esperé la respuesta consabida, pero mamá y papá se miraron, como pocas veces los vi, caminaron juntos por el living gigante, con sus baldosas en blanco y negro; el vitreaux ese día estaba nublado, sus niñas con alas no volaban; se acercaron a la biblioteca, parecieron deliberar. ¿Te parece? le preguntó mamá a papá y me entregaron un libro de tapas de cuero color ciruela, con muchas páginas. Tenía una caja aterciopelada también de color ciruela y los bordes de las páginas brillaban dorados.“Cuidalo mucho, es de papel biblia, empezá con la historia del fantasma”, dijeron creo que los dos a la vez. Mis padres en estado sereno, sonrientes, extendiendo ese libro como quien traspasa una corona al heredero, me hicieron sentir mayor, deliciosa, importante. Me quisieron tanto esa tarde. Leí cien veces la historia del fantasma y todas las otras; fueron mi manto tibio, ningún peligro, ni desgarro, ni pelea a la vista. Cualquier decisión podía esperar mientras yo daba vuelta las hojas. El desamor monstruoso entre mamá y papá se conjuraba si yo seguía dando vuelta las páginas frágiles y doradas. Para mí, desde aquella tarde, la dicha se puede abrir o cerrar cuando quiero.
-La ausencia de cualquier cosa es la única fuerza motriz
que pone todo en movimiento, y que lo justifica -nos dijo Crowley en su jardín aquella noche.- Casi nada ha sido más importante en la historia de los hombres que la satisfacción del cuerpo y los sentidos. Desde que los pícaros romanos a la vuelta de sus campañas por Oriente introdujeron el gusto primero y la necesidad después por las sustancias estimulantes, fueran para calmar, o para embriagar sus noches, o para sacudir el aburrimiento en sus comidas, ciertas plantas y artículos se volvieron imprescindibles. La Edad Media fue un desierto para los paladares acostumbrados a tres o cuatro alimentos sosos. No conocían la sutileza de lo agridulce, la pasión caprichosa de la pimienta o la caricia del jengibre. Ni hablar de la sensualidad que aparecía con los aromas de Arabia, el aceite de rosas para esparcir en cuellos de damas ardientes, sedas de la lejanísima China para sus hombros o perlas de Ceilán que adornaban escotes vanidosos. La Iglesia no permaneció inmune al consumo de Oriente- siguió Aleister- necesitaba el incienso embarcado en tierras árabes, el humo sacro en sus rituales para garantizar la persistencia de su grey. Los sentidos mandaban, el gobierno del cuerpo fue mucho mayor de lo que nos han enseñado. El enfermo necesitaba opio, tal vez alcanfor para calmar el dolor tenaz hasta abandonar esta tierra. La esencia oriental se encaramó en los paladares, en las pieles, en el tacto y en la fantasía de los europeos. Tal y tan costosa fue su demanda que se cambiaban haciendas por un saco de pimienta; hubo príncipes que cobraban tributos en pimienta; se satisfacía una dote con pimienta. La distancia entre Oriente y Occidente era descomunal y llena de terrores posibles, era menester cruzar hasta tres mares habitados por tifones y corsarios. Tantas manos intermediarias encarecían cada grano, cada flor, desde su tierra natal hasta la botica europea. Desde el esclavo malayo que las recogía hasta el tendero que las vendería a sus clientes; pasarán por Singapur, por costas índicas, cruzarán Arabia, llegarán al Cairo sobre el lomo de camellos en caravanas y caravanas. Allí los esperaba la poderosa flota de Venecia y sus mercaderes que distribuirán la mercancía por toda Europa.Tributos y más tributos han pagado en cada paso y en cada parada a la codicia de los sultanes, de los emires, cuando no al peligro de los beduinos y su avidez nómade. El cuerpo manda. El cuerpo necesita. Y luego, como es lógico, surge la enemistad obligada que asalta a los genoveses, a los franceses, llenos de envidia hacia los más listos venecianos, que habitaban sus palazzos descomunales con el oro especiero. La palabra ghetto nace en las orillas del Gran Canal para alimentar el odio de los que no detentan el negocio, el odio y la rivalidad con tanto judío italiano. Las Cruzadas fueron el primer intento de coalición cristiana europea, que con el pretexto de recuperar el Santo Sepulcro de manos de los infieles, intentó derribar la frontera mahometana que campeaba en Egipto y el Mar Rojo. Había que satisfacer el continente de los sentidos, pero se volvió imperioso encontrar caminos que abarataran los costos. Por eso Colón, Vasco de Gama y muchos otros buscaron una ruta marítima libre, fuera del alcance de los musulmanes. Había que adornar esos pubis angelicales, perfumar el deseo, condimentar las jarras de vino, pero sin pago de derechos. Colmar la voluptuosidad de los sentidos ensanchó el globo terráqueo; dibujó mapas nuevos, insospechados unos años antes. La Edad Media fue un monumento al hedonismo cubierto por capas de ropaje rústico en un altar erótico. La ausencia en el cuerpo, motorizó a la humanidad. Una carencia puede sumar mundos nuevos hasta confines que nadie imaginó. Dijo Crowley.