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AlbertoBlanco LaEducacionDeLaMirada
AlbertoBlanco LaEducacionDeLaMirada
La educación
de la mirada
A B
El artista Vicente Rojo durante la charla con La Jornada, con motivo de su exposición Salón de la fama,
mediante la cual reconoce a quienes han enriquecido su vida y quehacer estético, como Italo Calvino,
Agatha Christie, Joseph Cornell, Germán Cueto, Jean Dubuffet, Georges Méliès, Piet Mondrian, Louise
Nevelson, Carlos Pellicer y Julio Verne Foto Jesús Villaseca
S
obre la alfombra junta las figuras
de su rompecabezas infinito.
Y siempre falta una, sólo una,
y nadie sabe dónde está, secreta.
Octavio Paz
En los antiguos textos taoístas –Tao Te Ching, Chuang Tzu– se insiste una y
otra vez que educar los sentidos es echarlos a perder. Así, por ejemplo, el gran
poeta y monje trapense Thomas Merton, en su lectura, traducción, interpretación
y reescritura de los capítulos centrales de Chuang Tzu, nos dice en su libro, Por
el camino de Chuang Tzu (bien traducido al español por Antonio Resines que,
entre otros, ha traducido también al español a Leonard Cohen): “Entrenas tus
ojos y tu visión anhela colores. Educas tus oídos y deseas sonidos deliciosos.”
Estas sentencias son un corolario del Canto XII del Tao Te Ching: “Los siete
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21/11/2020 La Jornada: La educación de la mirada
colores nublan los ojos. Las siete notas confunden al oído. Los mil sabores
embotan el paladar.”
Siguiendo esta línea de pensamiento o, mejor aún, esta manera fresca de ver
el mundo, no queda más remedio que reconocer que un pintor tan bien educado
visualmente como Vicente Rojo debe tener, a estas alturas de su vida, los ojos
saturados por los siete colores. La educación de su mirada reconoce formas en
todo lo que mira y anhela colores que no son sino el eco de una tradición. ¿De
qué tradición estoy hablando? De la tradición de la pintura, no nada más de
Occidente, pero, sobre todo, de Occidente. Para ser más preciso: la tradición de
la pintura europea desde el Renacimiento hasta nuestros días, y particularmente
aquella que se reconoce en los grandes nombres de los artistas visuales del siglo
XX.
Y tal vez ninguna obra da mejor testimonio de lo dicho que aquel cuadro que
le dedicó a Paul Westheim. La carta que le pintó Vicente Rojo, constituye una
verdadera autobiografía: un ensamble de tarjetas postales seleccionadas y
reunidas a lo largo de toda una vida. Estas reproducciones de obras maestras que
resuenan de manera especial con su sensibilidad y su manera de entender el
oficio –verdaderas piedras de toque de las artes visuales de toda latitud y todo
tiempo– han sido convocadas en esta obra hasta configurar un homenaje a la
pintura y, a la vez, un autorretrato. Una meta-pintura que es, por sí misma y de
propio derecho, una obra maestra.
Y es que, claro, podemos ver la obra de un artista –de cualquier artista– como
autorretrato y una autobiografía. Siempre es posible hacer esta lectura de una
obra. Pero también la podemos ver como un homenaje a sus espíritus tutelares. Y
Vicente Rojo dejó muy claro en su anterior exposición que sus homenajes no se
detendrían en unos cuantos nombres. A la correspondencia dirigida, en principio,
a una docena de creadores, añadió luego una serie de “mensajes” en forma de
esculturas de pequeño formato dirigidos a muchos otros artistas. Se trata, pues,
de lo que sin exagerar podríamos llamar su correspondencia electiva.
homenaje a tantos grandes artistas visuales se iban gestando, casi sin quererlo, en
todas partes. Cada rincón comenzó a hablarme con el lenguaje visual de alguno
de los titanes…
Para comenzar, quiero decir que la primera impresión que me produjo la obra
en desarrollo –work in progress– fue la de un inmenso rompecabezas. O, si se
quiere ver así, la de un inmenso collage. Mejor aún: la de uno de esos
sorprendentes collages que Jess (un formidable artista prácticamente
desconocido en México, que fue compañero de toda la vida del poeta de San
Francisco, Robert Duncan) hizo a partir de piezas de rompecabezas. Juego de
niños. Juego emprendido y desarrollado con la libertad, la gratuidad y la seriedad
con que juegan los niños.
Así, en el aparente desorden del taller del artista es posible ver surgir
constelaciones de objetos y manchas, trizas y trazos, que acaso apuntan hacia un
homenaje o buscan ya, claramente, establecer una correspondencia con la obra de
un artista en particular. Todos estos seres –veras constelaciones domésticas–
reunidos, apilados, dispersos, azarosa o deliberadamente dispuestos, se presentan
a la mirada como en proceso de formación. Como si por la mirilla de un
telescopio viéramos surgir en cámara ultra rápida un nuevo sistema solar. Como
si con los lentes de Vicente Rojo pudiéramos ver el surgimiento de una nueva
galaxia.
En un caso de Emergencia.
No otra cosa sucede al otro lado del telescopio: los planetas, los satélites, las
estrellas, los sistemas solares, las galaxias, y hasta los hoyos negros, nacen,
crecen se reproducen, envejecen y mueren como lo hacen las partículas
subatómicas. Y no es de extrañar, pues todo está vivo. Tal vez, en última
instancia, no son sino la misma cosa. Las dos alas de un mismo pájaro de
paradojas: haz y envés de una misma lente. Así lo vio Leonora Carrington y lo
dejó escrito en su impresionante relato autobiográfico Memorias de abajo:
Sólo quiero agregar que ninguna de las fotos que acompañan este texto ha
sido compuesta ex profeso. No he puesto a “posar” los objetos. Son instantáneas
que dan fe de la presencia de los maestros en el trabajo de uno de sus pares.
Deudas de gratitud con los guardianes de la visión. Dentro de un orden muy bien
disfrazado de desorden el taller de Vicente Rojo ofrece la posibilidad de
encontrar aquí y allá la inconfundible huella de su progenie.
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21/11/2020 La Jornada: La educación de la mirada
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