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Texto terminado

Sin unidad pero corregido


Sin unidad y sin corregir

El mural conmemorativo por los 150 años del Colegio Nacional de Buenos Aires, ubicado en
el claustro central del mismo, esconde, en unas pocas figuras que pretenden describir al
colegio, años de historia. Sin embargo, la historia que cuenta el mosaico, que a su vez
cuenta el colegio, entra en conflicto con la historia de sus alumnos.

El mural fue realizado en 2013 por el departamento de plástica del Colegio Nacional de
Buenos Aires (con ayuda del muralista Marcelo Oscar Carpita), con el objetivo de
conmemorar el sesquicentenario del mismo.
Entre las figuras representadas en el mosaico se encuentran: los dos premios nobeles
egresados del colegio (Bernardo Houssay y Carlos Saavedra Lamas), tres presidentes
también egresados de la institución (Roque Saenz Peña, Carlos Pellegrini y Marcelo T. de
Alvear), un grupo de estudiantes de 1900 y otro de 1980 (con la bandera del CENBA),
Franca Jarach (ex-alumna desaparecida durante la última dictadura cívico-militar) y once
ilustraciones que supuestamente representan las distinciones académicas de la institución
(talleres, departamentos, etc.). ¿Son acertadas las últimas representaciones mencionadas,
si la mayor parte de los alumnos no asiste a ningún taller? ¿El colegio pretende mostrarse
distinto de lo que es en realidad? ¿Son 19 figuras capaces de describir 150 años de
historia? ¿Todos los alumnos y docentes que hicieron el mural, o que lo ven todos los días,
se sienten representados con él?
Es interesante observar que la mayor parte de las figuras del mosaico son de adultos. La
figura de Franca Jarach, cuya apariencia es juvenil, parece ser la única capaz de
representar a los estudiantes de nivel secundario que asisten diariamente a clases.
Pareciera que el colegio solo se interesa en aquellos egresados que, bajo su criterio,
resultan destacados. Es decir, hasta que eso ocurra –o no–, los alumnos se encuentran
desamparados. Esto se evidencia en la cantidad de pibes que se quedan “libres”
anualmente. Sí, así se denomina la pérdida de regularidad en el CNBA. ¿Libre de qué?
¿Libre de un colegio de “excelencia académica”? Irónico, ¿no?

Por otro lado, existe una gran contradicción en cómo la sociedad ve a los alumnos del
CNBA: ¿quién no ha escuchado alguna vez que los del nacional son inteligentes, prodigios,
tragas, adictos a los libros, etc.? Pero, ¿quién no ha escuchado también que los del
nacional son zurditos, vagos, que con tal de no estudiar toman el colegio?
El primer estereotipo se reproduce la mayor parte del tiempo, mientras que el segundo
adquiere protagonismo cuando los alumnos toman la institución. Pero, ¿por qué? Porque
los medios de comunicación tienen un gran poder sobre la gente. Cuando se toma el CNBA,
Feinmann -entre otros periodistas- obtiene sus tan ansiados diez minutos de fama, que son
suficientes para instalar en la sociedad que los pibes son unos irresponsables que se
niegan a conversar con las autoridades que los esperan de brazos abiertos para dialogar.

Desde sus inicios, el CNBA (“colegio de la patria”) estuvo destinado a formar una elite
dirigente, a generar alumnos que representen la intelectualidad. De hecho, es el día de hoy
que cuando la gente piensa en el nacional piensa en cómo este prepara a sus alumnos para
un futuro. Por esta razón, se ignora el presente de los alumnos. Por ejemplo, el nivel de
exigencia que recae sobre ellos demuestra el interés por una formación académica y no por
la persona que se educa. El renombre va por sobre todo y todos.

El colegio atraviesa una clara crisis de identidad: mientras todos esperan de este lo mismo
que hace 150 años, los alumnos y sus realidades cambian drásticamente. ¿Cómo puede
ser que un colegio que pareciera dedicado a estar a la vanguardia pedagógica no sea
capaz de seguirle el paso a los alumnos?
El colegio, al igual que la sociedad, niega el presente hasta que este se le viene encima.
Desde la arquitectura hasta los graffitis en los baños, todo el colegio une en su interior esos
150 años de historia. La foto titulada “La clase”, de Marcelo Brodsky, representa a la
perfección cómo la dictadura cívico-militar repercutió drásticamente en él. Se trata de la foto
de 1er año, 6a división, de 1967, en esta se describe todo lo que le pasó a cada uno de
esos alumnos, y están tachados los alumnos que murieron (“Martín fue el primero que se
llevaron. No llegó a conocer a su hijo, Pablo que hoy tiene 20 años. Era mi amigo, el
mejor”).
Otra marca de historia que representa la dictadura son las baldosas por la memoria, frente a
las puertas del colegio se encuentran seis baldosas que llevan los nombres de 108 víctimas
del terrorismo de Estado, alumnos y ex alumnos. Por otro lado, frente a la sala de
profesores, se recuerda a Carlos Zubizarreta, piloto muerto en la guerra de Malvinas.

El CNBA, colegio piloto de experimentación pedagógica, se ve arrastrado por su historia.


Este no es capaz de ponerse al día en las discusiones que hacen avanzar quienes lo
habitamos. Intentar transmitir una imágen del colegio desactualizada solo sirve para
perjudicar al mismo. La aparición de Franca Jarach denota una alternativa. Joven,
expulsada del colegio por participar de una toma y desaparecida en 1977. Resulta hasta
irónico que su figura esté tan distinta, tan adulta.
He aquí, a mi juicio, y antes de poder avanzar en otras cuestiones, el meollo del problema.
El CNBA es una institución con una gran fuerza inercial que durante décadas pudo hacer
como que todo funcionaba bien mientras otras cosas sucedían intramuros. Podemos tener
placas en homenaje a nuestros compañeros desaparecidos, y no por ello ser menos
arbitrarios e injustos que antaño. En eso, el colegio refleja lo que sucede extramuros.
Pero así como “el exterior” es conflictivo, la inercia colegial ha alcanzado un punto en el
que mirar a otro lado se vuelve cada vez más difícil, al borde de volverse autodestructivo.
Bienvenidos al desierto de lo real, y bienvenida sea también la posibilidad de proyectar el
futuro Colegio, haciendo honor a lo que fue y debería volver a ser: un lugar de
experimentación pedagógica.

Por sus características, el CNBA puede darse el lujo de la autorreflexión. Y en un país


careciente y devastado, ese lujo obligatoriamente deviene en obligación social. Que a la vez
es una forma de honrar el mandato del Manifiesto Liminar de 1918, en su centenario, y las
vidas segadas de tantos jóvenes que aquí estudiaron.
La autorreflexión implica revisar las propias prácticas y presupuestos. Probablemente por
mi especialización sobre la cuestión Malvinas, no temo a la revisión de las propias posturas,
y he endurecido el cuero batallando por favorecer la discusión a partir de los puntos de
acuerdo antes que arrancar allí donde no es posible: en la irremediable diferencia.
Es ridículo convivir con la idea de que una institución como la nuestra no tiene los
instrumentos para pensarse a sí misma y apelar a la ayuda externa allí donde detecte
debilidades en sus recursos o melladuras en sus herramientas.
Sin demagogia creo que aprendemos de nuestros alumnos además de con ellos. Podemos
hacerlo sin perder nuestro lugar ni ver menoscabada nuestra autoridad docente, si esta
acción está inserta en un proyecto pedagógico que dé respuestas a las demandas urgentes
del presente, sí, pero que ofrezca a los adolescentes aquello a lo que tienen derecho:
proyectar un futuro.
No podemos ampararlos si no estamos dispuestos a exponernos nosotros al cambio. No
podemos enseñarles a razonar y aceptar el error si no lo hacemos nosotros. Aunque suene
arcaico, somos su ejemplo. No en el sentido de que deban replicarnos como individuo, sino
en el más profundo: el de poner en acto lo que enseñamos.
Las situaciones de cambio asustan sólo a quienes se creen dueños de la verdad. Nosotros
enseñamos a nuestros alumnos a ser críticos. Y esto implica reconocer el error, asumir,
corregir, mejorar. Poner eso en acto sin abandonar el lugar del adulto sería una forma
productiva y estratégica hacia un redimensionamiento del Colegio que queremos.

A un siglo y medio de su fundación por Bartolomé Mitre, el Colegio Nacional de Buenos


Aires (CNBA) debe revisar su identidad. Vive una crisis que es la de la sociedad misma.

La toma de este año y sus consecuencias, aún abiertas, son una evidencia, agravada
porque la sociedad pone en “el Colegio” expectativas desmesuradas, alimentadas por las
representaciones que tiene de él, y que a la vez orientan a muchos padres que envían allí a
sus hijos, a autoridades, docentes y no docentes. Con el Colegio sucede lo que con ciertas
idealizaciones nostálgicas de la Argentina, que son más poderosas que la imaginación de
un futuro.
En 1926, Ricardo Rojas lo bautizó como el “colegio de la patria”. Desde entonces, se
acentuó la imagen de una institución cantera de celebridades (presidentes, premios Nobel,
funcionarios, magistrados), meritocrática, en consonancia con una visión de la historia
nacional negadora de los conflictos y las tensiones, que llegó a su sangriento clímax entre
1976 y 1983.

Esta visión autocomplaciente del pasado colegial (y nacional) se mantuvo pese a los
cambios vividos por la sociedad argentina desde hace treinta años. ¿Es pedagógico
sostenerla? Entre otros, el memorial a los alumnos desaparecidos, en el Claustro Central,
recuerda a Fernando Abal Medina, fundador de Montoneros, muerto en un tiroteo con la
policía en 1970. A pocos metros, frente a la Sala de Profesores, una placa recuerda a
Carlos Zubizarreta, un piloto naval muerto durante la guerra de Malvinas.

Los dos fueron alumnos de la misma promoción, 1964. Ambos, suelo decir a mis alumnos,
estudiaron en el “colegio de la patria”.

Y murieron por lo que creían que esta significaba. Pero esas imaginaciones, probablemente,
no podrían haber sido más distintas.

Tal vez sea más correcto pensar que el Colegio no vive por las historias que declama, sino
por las que laten en él como contradicciones.

Vive y se renueva porque alberga legados conflictivos, no por transmitir como mandatos
historias o verdades cerradas. Paradójicamente, es lo contrario de lo que sucede con su
imagen. Muchos prefieren refugiarse en tradiciones que idealizan el pasado, antes que
enfrentar el desafío pedagógico que las contradicciones y el paso del tiempo plantean (igual
que en el país).

El peor enemigo del Buenos Aires es su propia historia, si esta pesa más que los futuros
que debemos imaginar en él.

Cuando empecé el Colegio, en 1984, me encontré, en palabras de George Steiner, con


algunos adultos esforzados en “rebajar a sus alumnos a su propio nivel de faena mediocre”.
Pero fue allí, también, donde me crucé con “verdaderos maestros” que “despiertan el don
que posee un niño o un adolescente, que ponen una obsesión en su camino”. Esa debería
ser la tradición a preservar.

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