El P. Hurtado escribía: “Una amargura está oculta en medio de la trama
de la vida, debajo de la máscara de aparentes alegrías, y se acude a diversiones ininterrumpidas, precisamente para desechar ese microbio que, como el de la tisis, está allí limando, royendo el alma. En algunos esa amargura los consume materialmente, a muchos los vence con las mil formas de perturbaciones psíquicas…” (Cómo vivir la Vida).
Como buen conocedor de la persona se da cuenta el P. Hurtado de la
destrucción que originan diversas alienaciones que no hacen tomar conciencia de lo que realmente sucede. Vivimos así de apariencias, no trabajando nuestras heridas, en un juego delicado, encandilados como la polilla que rodea peligrosamente la llama de la vela. Son como pájaros negros que revolotean en el cuerpo y en el alma llevando al vacío existencial. Hay procesos que no son fáciles de despertar. ¡Nos creemos libres pero muchas veces estamos cautivos!
El escritor Jose Donoso en sus cuadernos personales se denominaba un
“clochard”, un vagabundo que deambulaba por la vida. Su enfermedad, sus fragilidades y sus sombras profundas formaron parte de esos espantapájaros que permanentemente lo acompañaron. Las heridas existenciales nos convierten en espantapájaros vagabundos que amenazan la vida rozando con la muerte, dejando estelas de pérdida de la voluntad y de sentido.
Siempre es posible volver a comenzar una nueva vida como si la hubieran
limpiado de todo lo que no tenía consistencia y que estaba enquistado en otros dolores, no asumidos. Ignacio de Loyola nos describe en su Autobiografía el proceso interior que lo transformó cuando estaba atrapado en la soledad inmóvil de su cama de enfermo. El dolor lo restauró misteriosamente. Supo cual era su daño y no lo anestesió, supo enfrentarlo redentoramente en el encuentro con Jesús. Esta “novedad” marcó su vida para siempre. Ignacio entró en una nueva dimensión de la realidad y vio lo nunca visto. Pudo ver cara a cara -no sin dolor ni sufrimiento- sus sombras y por su relación con Dios logró descubrir lo que significaba la amargura que en su caso primero fue físico y luego psíquico- espiritual. Tomar un nuevo sentido en su vida fue el producto germinal de su encuentro con la aflicción a través de imágenes, sensaciones y palabras que fueron desbrozando y haciéndose símbolos transformativos en dirección a su verdad más esencial.
En San Ignacio de Loyola, Jesús va recuperando su dignidad frente a su
dolor. Este primer paso, exige entrar en lo más hondo, en un diálogo profundo consciente-inconsciente, que solo la gracia de lo trascendente puede llegar; como el hijo pródigo que “entró en sí mismo” (Lc.15, 7).
El que se aísla y solo se protege, se pierde. El que sirve, el que logra
descubrir la alteridad, se libra de la frustración y de las sombras estériles y logra “fluir” lo estancando de su alma. Encuentra el símbolo de transformación o en términos espirituales, de conversión. Recuerdo el caso de una mujer ya con sus años que se le diagnostica un cáncer. Pasado el impacto de la noticia, pensó qué había hecho con su vida hasta este momento. ¿Cómo la recordarían? Junto con otras señoras se le ocurrió crear un hogar para niños en Viña del Mar. El Hogar ya lleva 20 años, y todavía está ella viva.
Sólo después de haber hecho lo posible por sanar o mejorar nuestros
dolores del alma y el de los demás, podemos hablar en realidad del sentido de un sufrimiento. Para los que tenemos fe, en el encuentro con el Padre se nos preguntará en qué categoría nos encontramos: en la de quienes han hecho sufrir, en la de quienes han ignorado el sufrimiento, en la de quienes se ha servido de éste para su propio provecho o, por último, en la de quienes lo han aliviado. Con nuestras heridas podemos socorrer las heridas de otros.
Creo que aunque sea oscuramente, se experimenta en la vida
anticipaciones veladas de plenitud al tomar conciencia de nuestras heridas y no caer en la trampa de la alienación de los sufrimientos. Es posible pasar del dolor a la esperanza, es posible pasar de la cruz a la resurrección. Esa es nuestra apuesta, ese es el desafío que nos convoca profundamente al correr los tupidos velos de toda perturbación y descubrir los símbolos de luz que estaban tan entremezclados con lo sombrío. Podemos comprender lo que esos espantapájaros significan y logran transformar y conducir por fin, a lo que estamos llamados ser: una vida en el amor cuajada de la presencia de Dios, como dice el P. Hurtado en el artículo citado. Incluso más, expresa: “Así tendremos el cristiano que el siglo XX necesita, realista y santo. Una legión de éstos salvará la humanidad”. Tendríamos que agregar ahora para este siglo XXI. Misión urgente.