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Título original:

A cabeza de Medusa

1.ª edición: septiembre 2009

© Marilar Aleixandre, 2009


© De la traducción: Marilar Aleixandre, 2009
© Grupo Anaya, S. A., Madrid, 2009
Juan Ignacio Luca de Tena, 15. 28027 Madrid
www.anayainfantilyjuvenil.com
e-mail: anayainfantilyjuvenil@anaya.es

ISBN: 978-84-667-8539-6
Depósito legal: M. 33.551/2009
Impreso en Anzos, S. L.
La Zarzuela, 6
Polígono Industrial Cordel de la Carrera
Fuenlabrada (Madrid)
Impreso en España - Printed in Spain

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Para Marcos, Noa y Brais,
en la edad de probar las pequeñas
fresas silvestres y los besos.

«Así es como se hizo la noche,


mis muslos pegajosos de sangre de estrellas».
Pascale PETIT (2003)
PRIMERA PARTE
La cabeza de Medusa
1
Disfraces
«... la azul Liríope, a quien un día Cefiso tomó por prisionera
en su sinuosa corriente y, cautiva en sus aguas, la violó».
OVIDIO, Metamorfosis, libro III, 342-343

l viernes en que iba a ser violada amaneció bochor-

E noso, la ciudad pugnando por extraer las cimas


de los edificios fuera de los harapos de la niebla.
Desde la ventana de su cuarto, Sofía contempló las
casas que la separaban de la orilla del mar, envueltas
en la bruma que sube del agua con el inicio de la pri-
mavera, pero que a veces se apresuraba y se adelan-
taba a carnaval, obstruyendo la circulación de coches
y palabras. Febrero estaba comenzando.
Contempló la bruma arrugando el ceño. ¿Qué se
iba a poner para la cena si el tiempo no mejoraba? Tal
vez esta duda escondía otra, a la que llevaba dándole
vueltas toda la semana: ¿le sentaba bien el disfraz
que había preparado su madre? Quizás, dejar al des-
cubierto los hombros, de un color tan blanco que a
Sofía le disgustaba mirarse al espejo, no fuese una
buena idea. Y hacía unos días que le habían brotado
dos granos de acné en el escote. Una catástrofe. Pero
cuando son las ocho menos cuarto y la primera clase
—hoy, Gallego— empieza a las nueve menos diez, no
hay tiempo para pensar en otra cosa que no sea meter
la leche en el microondas, engullir una magdalena en

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dos bocados, ducharse en tres minutos y salir para el
instituto con el cabello castaño mojado aún y la mo-
chila llena de lápices de maquillaje y confeti.
Clases hoy no habría más que la de Gallego y la si-
guiente. A partir del primer recreo de la mañana, el
carnaval estallaría desde los pasillos del instituto
hasta el interior de las clases para acabar desbordán-
dose en el salón de actos con el desfile de las compar-
sas, la entrega de premios y la actuación musical de
Los Exasperados de Se(i)xo, un grupo de raperos del
alto de Seixo, entre Cabral y el Calvario, seguidores
de 5 Talegos, Ghamberros y Falsalarma, que aunque
de momento estudiaban, como Sofía, el último curso
de Bachillerato o un ciclo de Comercio y Márquetin,
soñaban con vivir de la música, con ser famosos, con
que los chavales les pidiesen autógrafos por la calle y
las chicas cayesen rendidas en sus brazos. De mo-
mento habían conseguido únicamente una sucesión
de regañinas por parte de la madre de Óscar, el bate-
ría, debidas a su incapacidad para dejar limpio y or-
denado el garaje en el que ensayaban. Y la admira-
ción incondicional de Nuno, el hermano pequeño de
Óscar, que asistía entusiasmado a los ensayos.
Cuando Sofía entró en clase un par de minutos an-
tes de hacerlo Olga, la profesora de Gallego, había ya
media docena de personas disfrazadas. Lorena, por
supuesto, que iba todos los días tan estrafalaria, sería
raro que hoy vistiese normal, aunque resultaba difícil
identificar a qué pretendía parecerse. Manolo y sus
colegas se habían transformado en los personajes de
South Park, lo que les iba como un guante, a pesar de
que ninguno de los cuatro, en opinión de Sofía, llega-
ba a la mitad del nivel de inteligencia de Kyle. Mano-
lo llevaba debajo del jersey una almohada, con el ob-
jetivo de parecerse al obeso Eric, y un letrero pintado

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en la camiseta que representaba un corazón al lado
de los «pedos de queso». Suso iba de Stan; Carlos,
agarrado a un elefante de peluche, del listillo Kyle, y
aquello debajo de la capucha naranja de Kenny debía
ser Artur. La capucha y los gorros duraron poco por-
que lo primero que hizo Olga al entrar en el aula fue
mandar que se los quitasen.
Hoy comenzaba el carnaval, pero Olga no se deja-
ba conmover por meras circunstancias del calendario.
Había puesto unos deberes el martes y hoy, fuera o no
carnaval, había que entregar los trabajos. Aquellos de-
beres habían sido recibidos por la mayor parte de la
clase como si les hubiese mandado recoger agua en un
cesto: ¡a quién se le ocurría pedirles que escogiesen
un texto de un autor o una autora contemporáneos!
—Contemporáneo —había recordado Olga—, o sea,
que vive al mismo tiempo que nosotros, aunque...,
para facilitar la elección, vamos a dejar un margen de
diez años, de modo que vale cualquier autora o autor
vivo o que haya muerto en los últimos diez años.
Manolo fue uno de los que más protestó:
—¿Entonces no podemos escoger a Rosalía de Cas-
tro ni a Cunqueiro o...? ¿Y si no conocemos a los que
escriben ahora? ¡No es justo!
Olga levantó la mano pidiendo silencio.
—Eso, Manolo, no lo he oído. Mejor que no lo oiga,
porque si no te diría que tienes muy difícil aprobar.
¿Cómo es posible que no conozcas a ningún escritor
vivo? En el programa y en el libro tienes como míni-
mo una docena.
Artur acudió presuroso en defensa de su jefe:
—Depende de lo que llames conocer, Olga. Cono-
cemos los nombres, claro, pero de ahí a escoger una
obra... ¿Tú crees que nos acordamos de lo que han es-
crito todos esos?

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—Una página —precisó Olga—. Una página como
mínimo y tres como máximo. Si no te acuerdas de
ninguna obra, para eso tienes la biblioteca del institu-
to, las librerías o internet.
A otra gente lo que le parecía más difícil era escri-
bir una o dos páginas justificando el porqué de la elec-
ción. No requiere el mismo esfuerzo elegir un título
que simplemente leer lo que la profesora escoge, de-
cir por qué te gusta un relato o una novela que con-
testar a preguntas más o menos previsibles.
A Sofía fue Sinda, la profesora de Latín, quien le
había dado la idea. En el segundo trimestre estaban
traduciendo algunos episodios de las Metamorfosis de
Ovidio, que daban pie a Sinda para discutir en clase
la igualdad o la discriminación entre hombres y mu-
jeres. Analizando las relaciones turbulentas entre un
dios y una ninfa, Sinda pronunció la frase que des-
pertó la curiosidad de Sofía:
—Son casi relaciones de amor-odio, que constitu-
yen uno de los temas centrales de la poesía de todos
los tiempos, como ocurre en el Livro das devoracións1
de Pilar Pallarés.
Era la primera vez que escuchaba aquella palabra
y Sofía creyó que «devoración» no existía en los dic-
cionarios, que había sido inventada por la poeta, na-
cida de un cruce entre «devorar» y «oración». Para
cuando comprobó que un diccionario de la biblioteca
la definía como «acción de devorar», ya se había gra-
bado en su imaginación como si le perteneciese. Tomó
prestado el libro en la biblioteca del instituto, un vo-
lumen delgado, de poco más de cincuenta páginas y
que, según la hoja de registro pegada en la guarda, se
prestaba por primera vez ahora, pasados diez años de

1
Libro de las devoraciones.

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su publicación. Copió en el ordenador el tercer poe-
ma, e cando chega o tempo da memória ódio-te 2, probable-
mente uno de aquellos a los que se refería Sinda.
Imaginaba que la mayoría de sus compañeros ha-
brían seleccionado una novela o un relato. De su ami-
ga Lupe lo sabía, un fragmento de la novela Piel de
lobo, de Xosé Miranda, en el que Ana, una de las pro-
tagonistas, defiende a los lobos porque son libres y
no llevan, como los perros, la marca de la correa.
Cierto que Lupe no había tenido la oportunidad de
escuchar a Sinda, pues no cursaba Humanidades,
sino Ciencias Naturales y de la Salud y, a pesar de
que en el grupo de 2º D estaban mezclados los de las
dos especialidades, solo tenían juntos las materias co-
munes. A Lupe le resultaría más fácil justificar por
qué había escogido la vibrante historia de dos herma-
nas que por las noches se convertían en lobas que a
Sofía explicar lo que la había estremecido en aquel
poema de Pilar Pallarés que finalizaba que ceive os
seus cans e me devoren3.
Antes de recoger los trabajos, Olga pidió a algunos
que leyesen en alto los textos escogidos. Escuchando a
Manolo leer una página de Cartas de invierno, de Agus-
tín Fernández Paz, libro muy conocido, pero que, a
juzgar por cómo lo leía a trompicones, para él resul-
taba nuevo, Sofía confió en que los ojos de la profeso-
ra no se posasen en su nombre. Pero no tuvo suerte.
Al cabo de tantos años juntos en el instituto, ya
podía anticiparse, antes de leer un poema en voz alta,
quién no se iba a sumergir en las hermosas palabras,
sino a empezar a reírse por lo bajo al oír lo del «sabor
del sexo» o el «hambre de su boca». Sofía se enfadó

2
«y cuando llega el tiempo de la memoria te odio».
3
«que suelte sus perros y me devoren».

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consigo misma, primero por escoger aquel poema de
amor y después por dar más importancia a las risitas
infantiles de los que todavía no habían superado la
edad de South Park y del pedo-culo-pis que a sus pro-
pias decisiones. Pero no pudo evitar que su voz tem-
blase mientras leía:

nai similar ao saivo do seu sexo é o da vinganza


apiada-te de min que xazo à esquerda do leito
con fame da súa boca e do seu cuspe
e unha edra no ventre

nai fai-me unha coroa de diminutos dentes que me mordan


apiada-te de min
que fun detida pola espada de deus à porta do Paraíso
e ando extraviada con nostálxia da súa língua áspera
[e lacre no meu van
desposuída da sílaba inicial de todas as palavras
e xa tan dada à morte 4

Por suerte había solamente que leer el texto, no la


justificación. Y Olga, con una mirada fulminante, man-
tuvo en orden a los que habían iniciado un pequeño
tumulto.
—Magnífico, Sofía. Una elección muy original te-
niendo en cuenta que hasta ahora no habíamos leído
nada en clase de Pilar Pallarés, una de las poetas con-
temporáneas con voz más potente. ¡Silencio!

4
«madre similar al sabor de su sexo es el de la venganza / apiádate
de mí que yazgo a la izquierda del lecho / con hambre de su boca y de
su saliva / y una hiedra en el vientre / madre hazme una corona de di-
minutos dientes que me muerdan / apiádate de mí / que fui detenida
por la espada de dios a la puerta del Paraíso / y ando extraviada con
nostalgia de su lengua áspera y lacre en mi cintura / desposeída de la
sílaba inicial de todas las palabras / y ya tan dada a la muerte».

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A segunda hora, los once de Humanidades tenían
que ir a otra aula para asistir a clase de una optativa,
mientras que los de Ciencias se quedaban allí para
Matemáticas. Sofía estaba metiendo los libros en la
mochila cuando vio a Rubén, uno de los de Ciencias,
parado junto a ella. Era un chaval que cuando esta-
ban en segundo de la ESO tenía cara de niño, con el
flequillo cayéndole en la frente y los ojos perpetua-
mente sorprendidos. En esa época le habían puesto el
mote de Baby. Sin embargo, el Baby debía medir aho-
ra alrededor de un metro ochenta y Sofía tenía que
mirarlo desde abajo.
—¿Quieres sentarte aquí? Ya me voy.
—No, no —dijo él—. Quería decirte que a mí tam-
bién me gusta el poema que has leído. Es un texto di-
fícil. No todo el mundo aprecia lo difícil.
Aunque los chicos no suelen ponerse colorados, pa-
recía que tenía las mejillas encarnadas. Y Sofía, sin sa-
ber qué contestar, acabó de recoger los libros y se fue.
A partir de las once, Sofía olvidó las coronas de
dientes y espinas, pues el barullo del carnaval tiraba
de ella hacia el aula de 2º A, convertida en el vestua-
rio de las chicas, que se pintaban la cara unas a otras,
intercambiaban ropas y ensayaban disfraces.
—¿No es un poco descarada esta blusa? ¡Es casi
transparente!
—¿De qué es el disfraz, de odalisca o de ursulina?
—retrucaba Lorena, muy en su papel de asesora de
imagen—. Además, con el top que llevas debajo lo
único que se transparenta es el ombligo... Pero si no
quieres enseñarlo, puedo darte una tira de espara-
drapo...
—¡Qué cantidad de hormonas crudas! —le mur-
muró Lupe a Sofía—. Alguna de estas, en cuanto la
suelten, se va a tirar a la yugular de los chicos.

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—De los chicos en plural, no. A alguno de ellos no
le mordería yo la yugular ni aunque la llevase adoba-
da con mermelada de moras.
—¿Y a la yugular de Matías?
—A la de ese sí. Es tan guapo que nubla la vista.
Sabían que era pura retórica. Difícilmente alcan-
zaría ninguna de las dos la yugular de Matías, que
medía treinta centímetros más que ellas. Por otro
lado, morderle a un chico en la yugular requería, se-
gún Sofía, que el sujeto tuviese cierto morbo y Ma-
tías, un morenazo de ojos grises que a juzgar por las
apariencias se interesaba únicamente por el balon-
cesto, carecía por completo de morbo. Hasta ahora,
ella no se había besado con nadie, tal vez por no ha-
ber encontrado un chaval con morbo o, siendo since-
ra, porque tampoco ninguno había intentado besarla.
A veces sentía hambre de la saliva de un chico, pero
no sabía de quién. Sin embargo, no tardaría mucho;
el veintiuno de enero, hacía exactamente quince días,
había cumplido dieciocho años. En la clase eran ma-
yoría las que ya habían probado la saliva de los cha-
vales. Las había como Lorena, que llevaban desde los
trece besándose con ellos o, por lo menos, presu-
miendo de hacerlo. Aunque no era cosa de besarse
por besarse, sino de identificar al chico con el que ese
beso se convertiría en un acontecimiento glorioso,
digno de ser recordado —estaba segura— toda la
vida.
Sentada ante una de las mesas, con mucha pacien-
cia, Jessica le pintaba las uñas a Belén, mientras expli-
caba:
—Esto es pintarlas a la francesa, ¿comprendes?
Con el borde blanco, como el propio borde de la uña,
y el resto de color... Este color naranja nacarado te
sienta muy bien.

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Belén miraba fascinada sus dedos transformados
en alhajas centelleantes por las manos rápidas de Jessi-
ca. Jessica vivía en un centro de acogida, iba al insti-
tuto a clase y volvía a dormir allá. No era la única es-
tudiante del centro de acogida, pero sí la única chica
y la única que había escogido Bachillerato, no un ci-
clo de Formación Profesional. Aun siendo esa infor-
mación reservada, de algún modo acabó sabiéndolo
toda la clase, a pesar de que ignoraban el carácter
exacto de los problemas que afectaban a su familia o
a ella misma. Según Carlos, que para algunas cosas
era muy sabiondo, los problemáticos eran los propios
chavales.
—Los hijos de drogatas o así acaban en una fami-
lia. Los que están en la casa de acogida algo habrán
hecho.
Jessica mencionaba a veces a una abuela que vivía
en Mallas, una aldea de Fisterra, con la que pasaba
los fines de semana. Tenía diecisiete años, igual que
la mayoría de sus compañeros, pero parecía mayor y,
a pesar de que sus rasgos no eran regulares, los chi-
cos la consideraban la más atractiva de la clase debi-
do a sus curvas, que acentuaba con una ropa muy
ajustada, y a su permanente buen humor. Se dio cuen-
ta de que Sofía estaba contemplando la manicura de
Belén y le ofreció:
—Si quieres, te las pinto también a ti.
A Sofía nunca se le había pasado por la cabeza pin-
tarse las uñas porque hacía solo cinco meses que ha-
bía dejado de mordérselas. Antes de saber lo que
había respondido, se encontró sentada enfrente de
Jessica con las manos extendidas sobre la mesa e inte-
rrogada con un «¿También a la francesa?».
—No..., creo que no. Las de Belén son muy largas,
pero en las mías casi no hay sitio para dos colores.

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—¿Así? —le propuso Jessica mostrando un esmal-
te de color escarlata que debía verse a diez metros de
distancia.
—Mejor ese —Sofía señaló un bote rosa pálido.
—¿Estás segura? Con ese casi va a parecer que las
llevas sin pintar.
—Para ser la primera vez, ya es bastante... Hasta
hace poco me las mordía, ¿sabes?
Sofía se preguntó si Jessica iría a la cena de disfra-
ces que los de segundo de Bachillerato organizaban
esa noche como parte de la campaña de recogida de
dinero para el viaje de fin de curso. Era una pregunta
inoportuna, pero la propia Jessica la sorprendió inte-
rrogándola:
—¿De qué te vas a disfrazar esta noche?
—Lupe y yo vamos de años sesenta, con minifalda,
zapatos de plataforma, medias de red y unos pen-
dientes de plástico que nos ha dejado mi abuela, dice
que son op-art... Y nos va a peinar mi madre con un
cardado.
—¡Qué suerte! —suspiró Jessica—. Yo no puedo ir,
no me dejan volver tan tarde.
Era la primera vez que mencionaba, aunque fuera
indirectamente, las diferencias entre su situación y la
de los demás, y Sofía no supo qué decir.
—¡Cuidado, a ver dónde pones las manos! Sopla
para que se sequen.
—Gracias, Jessica, han quedado preciosas.
Y Sofía, impulsivamente, le dio un beso en la meji-
lla. Jessica olía a una colonia mucho más penetrante
que la que usaba ella, pero no era desagradable. Sofía
se preguntó si algún día se atrevería a llevar unas fal-
das tan ceñidas, un perfume como ese, mechas en el
pelo y una onda cayéndole sobre el ojo derecho. Es-
cotes como los de Jessica, seguro que no, porque eran

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apropiados para quien tenía mucho que enseñar por
ellos, no para las flacas que todavía tenían pinta de
adolescentes. También se preguntó en qué medida
las miradas admirativas con las que los chicos seguían
el paso de Jessica por los pasillos se debían a las fal-
das, escotes, perfumes y mechas, y en qué medida al
propio cuerpo de Jessica, tan sensual, a su sonrisa. O
tal vez fuese el morbo que proyectaba sobre ella la
casa de acogida, las experiencias que le suponían, tan
diferentes de las suyas. Sin embargo, los chicos no
pasaban de las miradas y hasta ahora Jessica no ha-
bía salido con nadie del instituto. La sombra de la
casa de acogida era, o así lo sospechaba Sofía, la res-
ponsable. Aunque Jessica compartía con ellos las ho-
ras del día, era como esas mujeres mordidas por un
vampiro que al anochecer deben necesariamente vol-
ver al sarcófago. Y el aura del sarcófago en el que dor-
mía la acompañaba dondequiera que fuese.

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