Está en la página 1de 8

María Rosa Miguele (Argentina, 1950)

Realismo

Cavo. Muevo tierra. Hace días que llevo tierra de un lugar a otro. Traslado tierra que saco de la tierra. El
lugar de destino es la huerta, el lugar de origen cualquier rincón sombreado tapado de hojas que con la
primera paleada haga saltar lombrices e isocas. Tierra viva.
El papá de mi mejor amiga está internado y aislado. Está grave. Ya se sabe, solo médicos y enfermeros
pueden acercarse a él. Yo tampoco puedo besar a mi amiga.
El amor y la persona que me amaba se fueron.
Yo volví a la tierra.
La tierra que llevo en mis manos, en mis uñas negras.
La cultura del sol, del aire, del agua, del fuego, de la tierra y todos los bichos,
mas cercana a la de mi abuela,
pero no. Mi abuela se fue a la ciudad,
no a esta,
a una distinta.
La ciudad de hoy no la hubiese imaginado,
ni su enormidad ni su densidad ni el silencio de la actividad virtual.
Cultura y sociedad absorbida en redes instantáneas, espirituales, inalámbricas.
Y otra vez la vida
que asume el riesgo de su propia posibilidad,
en ensayos de supervivencia
en comercio íntimo con lo no vivo.
Culturas, culturas para nuestras naturalezas
y las naturalezas de nuestras culturas.
Se acabó el trabajo.
No hay más centro en mis días.
No hay distracción
No hay cuerpo
no hay idea
no hay deseo que me reciba.
Cavo y llevo tierra
y sin embargo no siento arraigo
Muerto y enterrado está Aristóteles
y sin embargo...(suspiros)
busco un lugar.
La tierra no es casa.
Y el nosotros nada reconocible.
Cavo.
Yo no tengo miedo a morir.
FLACO

No tengo foto de Flaco. Tendría que haber vuelto con la piragua unos metros para sacarla. Pero no me di ni
el tiempo ni la libertad para hacerlo. Una foto de un perro solo, ¿para qué? Tenía que seguir remando hacia
adelante si no quería perder la lancha. Igual eso era falso. Sobraba el tiempo y no importaba si la perdía.
Nadie ni nada me esperaba.
Flaco sí esperaba. Esperaba a Pablo echado en el muelle día tras día hace dos años. Creo que más de una vez
me sentí tentada de terminar con su espera y con la mía y hacer de dos soledades una compañía. El perro leal
que ha perdido su dueño y la mujer ya adulta que no ha sentido el amor. Pero Flaco me tenía miedo y yo no
tengo paciencia, no soy de las que persuaden. Tampoco me necesitaba, comida tenía (unos parientes de Pablo
se encargaban de alimentarlo), y ¿quién dice que necesitara compañía?, ¿quién dice que esperaba a Pablo o a
otro cualquiera? Quizas no esperaba, ni necesitaba. Tal vez, todas las tardes se acercaba al muelle a
descansar, a disfrutar de la tardecita, a tocar con su hocico la brisa del río, a oír los gritos descompasados de
las pavas del monte y a seguir los movimientos de una garza, de un coipo, de un benteveo. Y ahora recuerdo
a Pablo sentado cada tarde en ese mismo muelle con su mate y Flaco, ¿qué esperaba Pablo? ¿Qué se puede
esperar en ese muelle sobre un arroyo por el que nadie navega? Se me hace muy difícil pensar que Pablo no
esperaba, que Flaco no espera. Y si embargo, creo que es lo cierto. La soledad es mía y la espera. Flaco tiene
el hábito de sentarse en el muelle a oír la caída de la tarde.
Terratelecultura

La incertidumbre y el miedo del comienzo dejó paso a la ley, a la norma y a los hábitos del nuevo
orden. Soy una de las millones de personas confinadas a permanecer en casa. Vivimos adentro, a puertas
cerradas, sigilosos, anestesiados, calmos como animales de corral, hasta el final. ¿El final? ¿Cuándo pasará
todo? ¿Y qué habrá pasado con nosotros cuando todo haya pasado, cuando el final llegue? ¿Habrá alegría?
¿Aplausos masivos? ¿Fuegos artificiales? ¿Gritos de júbilo? Y entonces, ¿volveré a ser la Negra y Susi y la
Profe? ¿Volverá Nachito y las viejas amigas? No lo creo. Han matado el pasado. El pasado reciente es
historia y el presente impera, lo domina todo y gesta con normas y amenazas su propia tradición. Es un
presente original, un tiempo de inicio, un tiempo de génesis para una nueva humanidad. No habrá fin, es
tiempo de comienzos. Corren días y semanas y miles de vidas, como la mía, son mudadas de realidad,
adaptadas en breve, sin nostalgia ni despedidas. Parece fácil cambiar, no nos cuesta. ¿Será porque
inocentemente entendemos que cambiar es mejorar? ¿Será el viejo instinto de supervivencia que se
manifiesta?
Aquí no hay sonidos, ni música, ni tele, ni voces. No hago ruido, nadie hace ruido, pero yo sé que
estoy entre vecinos, que no se fueron. Nadie puede irse. Está prohibido salir hasta que el aire se termine de
limpiar. “Es peligroso”, dicen. Repartieron ozonizadores y vaciaron las calles. La IC, la Inteligencia
Colectiva, gobierna con el Estado (esto se sabe aunque no se diga ni se piense). Es la interfaz para todos los
vínculos humanos. A las 11hs. transmite las noticias locales, a las 12hs. llega la comida fresca para el día y a
las 19hs. se dan las noticias internacionales. El resto del tiempo la IC es la plataforma para todo:
telentretenimiento, teleducación, telesalud, teledeporte, telecomunicaciones, telecomercio, teleconomía...
Una sola tecnología, una sola plataforma congrega en su entorno a toda la humanidad.
¿Y si hubiera muchas? Muchas sociedades, muchas culturas, muchas tecnologías distintas.
¡Estaríamos salvados! Algunos esperan el surgimiento espontáneo de una resistencia internacional,
organizada y lista para la guerra. Yo no entiendo la lógica de la guerra, del uno contra el uno, de los bando
polarizados en busca de lo mismo, eliminarse. No hay guerra justa. La única justicia posible de la guerra es
el empate, es la historia de Eteocles y Polinices, que ganan y pierden. La salida puede no ser destruir la IC,
sino simplemente salir de ella. No armar una contra revolución, sino hacer algo distinto. Si te sentís en una
caverna, salí. Pero no quieras levantar a la humanidad entera para denunciar el hecho. ¿Cómo se sale? No lo
sé. El ozonizador falla.
Sueño mucho mirando por el ventanal cerrado de la sala. Hace días moví el sillón, lo puse pegado al
ventanal y encima estiré la bolsa de dormir. Monto guardia todas las noches, estoy convencida de que hay
gente en la calle, aunque aún no haya visto a nadie, ni siquiera a las ratas corriendo por los cables. ¿Dónde
están los animales? ¿Los pájaros, las ratas, las hormigas, las cucarachas? Hoy, además de los drones de
seguridad, del reparto de comida y de las mercancías, pasó una ambulancia, hace días que no se oía una.
Escribo para ocuparme, para pensar mejor las ideas puestas en conversación. Tomo mate sola,
escribo, me leo, escribo.
No hay orden justo. No hay un orden, ni una justicia. Sí sistemas y arbitrariedades: una misma ley
para todos y leyes en todo. Leyes humanas para una humanidad humana, leyes naturales para una naturaleza
natural, leyes astronómicas para un universo perfecto. Edificios, monumentos, libros honran la ley que
legitima la sociedad y la ciencia que la crearon.
Juan, que antes me llamaba Profe y hoy usa mi nombre-clave (que como se sabe no puedo publicar),
promociona el renacimiento. Vende tecnología y futuro, “el combo”, como él dice, “un nuevo contrato social
para la seguridad individual”. Todas las personas adultas como yo tienen asignadas un tutor joven para
introducirlas en la nueva modalidad de lo real. El tutor suele ser alguien conocido, un pariente, un vecino, el
hijo de un amigo. A Juan no lo recuerdo ni como vecino ni como pariente ni como alumno, pero acepto su
confianza y dejo que me enseñe. El programa de adaptación dura un mes y consiste en tres telencuentros
semanales de 45 minutos. La nueva organización parte de la autobiografía: cada cual será quién es y tendrá
su lugar en la comunidad de todos nosotros, me explica. Yo entiendo que los viejos nombres ya no valen y
me resulta difícil asumirlo. Debo olvidar mi oficio de Profe, de Susi, de Gordita y la Negra. Solo la IC da
nombres, uno por cabeza, un nombre-clave (que viene a sustituir la vieja identidad estatal, pero también la
barrial, la escolar, la familiar, etc.) que para seguridad de todos solo ella está autorizada a difundir. Una vez
que subiste los datos y se te asignó el nombre-clave, el sistema automáticamente te vincula con todas las
personas que conociste o te cruzaste en tu vida, empezando por el obstetra responsable de tu nacimiento
hasta todos los médicos que visitaste; todos tus maestros; los vecinos de la manzana; todos los amigos,
actuales-pasados-posibles (amigos de amigos), y, por supuesto, la infaltable familia, pero entera, el árbol
genealógico completo.
Me moví. Ahora monto guardia en la puerta. Llevé el sillón a la entrada del departamento y guardo
absoluto silencio. Desconecté el ozonizador y silencié su constante psssss. Estoy atenta al más ínfimo sonido.
Es mi esperanza.
Uso anteojos de sol en las teleconferencias con Juan. A él le resulta divertido, estrafalario, y yo evito
que me pregunte por mi aspecto. Tengo los ojos hinchados y rojos por falta de sueño y exceso de llanto. La
doctrina del nuevo orden sostiene el ideal de una sociedad sin privilegios. Y no es una utopía sino un
programa. Cada uno es reasignado y reconducido a su propia historia que se abre sobre otras miles de
historias que se conectan con otras hasta cubrir la totalidad y cumplir con el nosotros. Se trata de un nosotros
exhaustivo, un nosotros que es todos, el todos universal de la Terratelecultura. Juan sabe transmitir su
entusiasmo y por momentos me contagia. Pero, lamentablemente, usa el mismo vocabulario que sus
adversarios. Todos hablan de justicia, de respeto, amor, amistad, solidaridad, colaboración, inclusión,
diversidad, libertad, verdad. Es extraño, quieren cambiar todo y usan el mismo lenguaje.
En la pantalla están los amigos y la familia. Están bien y agradecidos por estarlo. Yo también
agradezco, hace días no uso el ozonizador, respiro el aire que entra sin filtros y estoy bien. Sana y salva.
Estoy segura que lo que se le ocurre a una persona en soledad se le debe ocurrir a miles de otras.
Supongo que es una cuestión de especie y de determinismo social-cultural-económico-técnico-ambiental-...y
largo etc. de determinismos...
A mi se me ocurre que la salida es la puerta.
No apago la pantalla, se puede, pero no queda bien.
sueño
con una vida ocupada
el día entero
en vivir
y
con una miríada de seres
que me arrastran
a una felicidad colectiva
El huésped

Quiero compartir una reflexión y una historia. La reflexión se puede formular de varias maneras y
todas aportan, dicen así: quien llega pone las reglas; el legislador es el extranjero; el huésped es el dueño de
casa; el dios se disfraza de mendigo y pide asilo. Y la historia puede empezar por Gato.
El nombre Gato surgió de mi pasión por estos animales y como impulso trasgresor dirigido a todo:
hacia mi vida ordenada, hacia las leyes y buenas costumbres, hacia las taxonomías y la lexicografía del
español. No me gustan los perros y nunca quise uno, pero ya se sabe, no siempre se elige. De hecho, en esta
historia yo no elegí a Gato ni Gato me eligió (como se suele decir cuando un animal hambriento te sigue).
Este no fue el caso. Yo robé a Gato en pleno día bajo un sol inclemente durante una siesta de verano. Gato,
los dueños de casa, los vecinos, la ley, todos dormían desmayados. Yo era la única voluntariosa hacedora de
justicia ese mediodía de verano. El golpe fue fácil, según el plan y sin contratiempos. Con la tijera corté el
nudo de ahorque y con trocitos de carne, que había cocinado y cortado prolijamente, conduje a Gato, paso a
paso, hasta el auto. Una vez dentro, cerré la puerta y a casa.
El problema vino después. En realidad, el problema ya estaba instalado desde el comienzo, era,
según se dice, un problema estructural: la vida urbana, la vida humana, la vida animal, la vida animal
doméstica, el mal trato humanoanimal y la propiedad, origen de todos los males y licencia para cualquier
arbitrariedad, como bien señaló el maestro Rousseau. El problema eran los golpes, el mal trato, la violencia
sin motivos. Yo no soy Rousseau ni gato ni perro ni ratón, pero imagino estar sometido a la voluntad de un
ratón y me estremezco. El miedo nace de no poder predecir los movimientos del ratón, y según esto, imagino
que la violencia de la arbitrariedad humana debe ser terrorífica para las otras especies. Eso le pasaba a Gato,
sentía terror por la especie humana que su hocico reconocía inmediatamente por más perfume a flores o a
frutos que uno usara. Hay cosas que no se pueden ocultar, aunque no se vean. “Lo fundamental es invisible a
los ojos”, se huele, diría Gato.
El mundo humano –es decir, la vereda, la cuadra de un lado y del otro de la calle, la calle– resultaba
atrozmente peligroso para la sensibilidad de Gato y se negó a salir. Así fue nuestra primera época: en casa y
bien distanciados uno de otro. Yo era inconfundiblemene humana y cargaba con la culpa de la especie,
porque aunque uno no sea el golpeador pertenece a los golpeadores. No hay chance. Fue una época difícil, de
convivencia sin confianza, ni alegrías, sin juegos, sin contacto. Él se escondía en su miedo y desde allí me
vigilaba. Me observaba cuando le cocinaba, cuando limpiaba sus detritus y estudiaba mi reacción cuando él
rompía o tiraba algo (creo que esto lo hacía intencionalmente para probarme). Yo siempre evitaba enojarme
y aunque en algunas oportunidades fuese difícil, me esforzaba por lograrlo. Ganarme su confianza me llevó
un año entero de buena conducta y debo decir que valió la pena. El día que se dejó acariciar fue como tocar
el cielo con las manos, una descarga de amor y felicidad absoluta. Pero, a esas alturas, Gato, que había
recuperado la confianza en sí y en algunos humanos, era ya un espíritu libre que no aceptaba reglas y menos
reglas humanas. Por suerte perdió el temor a salir y prefirió evacuar sus detritus en el parque, pero tuve que
vivir con las puertas abiertas (no toleraba que yo las cerrase), tuve que ceder la mitad de la cama, compartir
todas y cada una de mis comidas y acostumbrarme a sus ladridos de madrugada (Gato-Gallo). Acepté, no
podía hacer otra cosa. Cuando lo robé yo aceptaba que iba a cambiar mi vida.
Y pasaron los años y llegó Marcela y cambió nuestra vida. Al principio no hubo problemas, hubo
ganas de acomodarse a todo lo nuevo que ella traía consigo. Cautivó a Gato con su perfume celestial y a mí
me contagiaron sus abrazos y su alegría. El cambio fue repentino, inmediato, nada de paso-a-paso. Borró
toda memoria del pasado anterior con la elegancia de lo natural, de lo inevitable. Marcela le dio nuevo
sentido a los espacios, a las horas, a las comidas, al trabajo, a los paseos, a los juegos, a las compras. Y nadie
se resistió. Acepté que Gato durmiera en la cocina y él le cedió su lugar en la cama. Aprendimos a vivir con
las puertas cerradas, a comer cada uno en su plato las delicias salidas de la olla de Marcela, que
compartíamos, y a sentarnos a oír música. Además, Gato aprendió a caminar en dos patas y yo a conversar.
Marcela es una gran conversadora y le gusta pasear y jugar. Combinamos todo y de los paseos cotidianos
Gato salió bípedo, yo una charleta desinhibida y ella una pedagoga profesional.
Pasaron otros tantos años, Marcela llegó a los 45 y consideró que era tiempo de alejarse. Había
sentido el fantasma del fracaso y de la frustración, y la angustia, de quedar hundida en esa mezcla de tristeza
y bronca hacia sí y hacia todo, la empujó a hacer las valijas y despedirse. Pensé que volvería pronto, pero el
tiempo pasa y no la trae consigo. Creo que Gato también la espera, porque no ha vuelto a dormir conmigo.
Cuando lo llamo se queda un rato y luego se va a la cocina. Las puertas siguen cerradas, Gato practica el
bipedismo y yo hablo sola: “Todo va a volver a la normalidad” pienso y me pregunto “¿Cuál será la
normalidad?”. “Cambiar”, respondo. “Todo cambiará cuando estemos listos y dispuestos para el cambio”.
Gato se para en sus patas, está atento. “Ahora esperamos. No esperamos que algo ocurra, sino que deje de
ocurrir y se detenga el impulso del pasado”. Gato bosteza. “Esta noche dormiremos juntos en el sillón de la
sala”, me lame la mano, está de acuerdo. Entiendo que ahora me toca a mí disponer del espacio, organizar el
tiempo y proponer, inventar. Es mi turno de asumir el papel que fue de Marcela y de Gato; ser huésped en su
doble sentido: ser la que ofrece y la que recibe, ofrecerme todo lo que tengo, ponerlo a disposición. “Las
puertas cerradas están muy bien. ¿Habrá que abrir las ventanas?”. Gato salta por la ventana y se pone a ladrar
al perro del vecino. “Hablar está muy bien, no hay que callar. Solo falta encontrar nuevos interlocutores,
interlocutoras”. “El bipedismo de Gato es admirable. Toca enseñarle nuevas cosas”. Será cierto que nadie es
imprescindible, pero también es verdad que hay personas inolvidables.

Dos nuevas reflexiones, esta vez sin historia y en forma de pregunta: ¿conviene ser arribante o
anfitrión? ¿Serán dos formas distintas de amar? Segunda reflexión: ¿Somos los propensos al cambio adictos
al amor? O también, ¿se puede amar sin estar dispuestos a cambiar? Cambiar ¿no es una forma encubierta
de amar?
VEO, VEO

El muelle está debajo de un enorme pecán (la sombra del pecán en verano es un prodigio de frescor y de
imágenes en movimiento, miles de hojas bamboleándose atravesadas por el sol, blancas-negras en la madera
del muelle, amarillas en el río). Estaba ahí antes que el pecán. Es viejísimo, perdió muchas veces todos sus
escalones y el río, ya hace años, lo separó de la costa. Y sin embrago, sigue firme. No tiene nombre, pero en
uno de los palos hay un buzón que dice “Buzón”. Para nosotras es el muelle Buzón. Una isla en sí misma. Si
no hay bajante, es fácil amarrar cualquier embarcación, descender al muelle y de un salto pequeño se llega a
tierra, a la isla propiamente. Con bajante hay que trepar, luego el saltito y ya. Así Buzón sigue cumpliendo su
función de muelle.

El paisaje: alameda infinita hacia la izquierda; en el centro y algo entrado en el río, el pecán con el muelle a
sus pies; detrás sombras de frutales enredados en zarzas, madre selva, falso caraguatá, cortaderas y todos los
pastos; hacia la derecha un muro verde que llamo “monte”. Este es el fondo, el paisaje, el escenario abierto
para la acción, para la vida en movimiento de aves, mamíferos, insectos, peces y el agua que cae y el viento
que corre, aromas y sonidos que atraen, espantan, deleitan, repelen. En verano me gusta nadar hasta la
plataforma de madera, muelle Buzón, que es, como cualquier muelle, la puerta de entrada al paisaje, y
templarme al sol. A veces hasta pego el saltito, me doy un paseo por ese paisaje y me llevo alguna naranja,
limón, ciruela, manzana. Y cada otoño cruzamos con la piragua para llenarla con las nueces del viejo pecán.

Yo vivo en frente, en la orilla izquierda, en el muelle “Los ceibos”. Conozco el lugar mejor que a mi misma,
forma parte de mi y yo formo parte de él. Soy ahí, diría el filósofo. Soy su duende. Todo lo que me sucede es
expresión de todo lo que me acompaña. Mis emociones las orienta el viento, las sostiene el aire, el gran
transmisor que trafica todos los límites y en movimiento genera esa gran matriz dinámica en la que todos nos
compartimos (el afuera que hace interior y el interior liberándose en el infinito de lo distinto). A veces parece
un escenario levantado de modo permanente sobre la tierra firme, y sin embargo (esto también se respira en
el aire), nada deja de cambiar. En la última sudestada, el muelle Buzón perdió otra vez todas sus tablas pero
también el buzón. Y sobre el muelle desbastado el pecán ya no puede ser el mismo. Alguna vez hemos leído
o escuchado que nada está quieto y nos hemos convencidos que todo, absolutamente todo, está en constante
transformación, a pesar de haber sentido y tantas veces deseado lo contrario. Claro que solemos percibir los
resultados y se nos escapan los procesos, que solemos asociar calma con permanencia, paz y tranquilidad con
inmovilidad, y también es verdad que las velocidades y las magnitudes de los cambios son distintas, unas
evidentes, otras inperceptibles. Pero en la aparente quietud nada está firme: ni la tierra, ni el horizonte lejano,
ni las ciencias, ni yo, nunca el cielo, ni las buenas costumbres, ni las grandes ideas, ni la verdad o los
sentimientos profundos, ni el muelle firme sobre el río infinitamente nuevo.
Tampoco vos.

Un deseo: sentir el proceso de las cosas.


Dejarme llevar.
Echarme, pegarme a la tierra,
como un animal que afirma su pertenencia,
y girar.
Pachamadre

no dañar
una especie de Buda sin conciencia
ni despertar
el Buda de lo peor
del dolor de todos
de todo
sin iluminar
Buda
sin escuelas
ni religión
ni sabiduría
ni templos
ni memoria
la verdadera
la madre adoptiva
madre para siempre
madre de todos
de todo el dolor
semilla
madre
y la continua transformación

También podría gustarte