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[Título capítulo] 6 Un Estado que la guerra llevó a cumplir sus obligaciones en los

márgenes del territorio

Si en México la guerra de las drogas estuvo marcada por el proceso de


democratización, en Colombia la guerra giró en torno al proceso inacabado de
integración del territorio por parte del estado y a la amenaza que las guerrillas marxistas
representaban para los narcotraficantes. A mediados de los setenta, justo antes de la
bonanza de la cocaína, el estado colombiano había logrado superar muchos rezagos en
cuanto a la capacidad de imponer sus instituciones a lo largo del territorio. La violencia
partidista de las décadas previas había sido reducida a niveles tolerables,1 lo que
permitía regular las sociedades regionales por medio de redes de políticos
profesionales que mal que bien acataban las decisiones de las élites políticas del
centro. Además, un largo periodo de crecimiento económico había dotado al estado con
recursos suficientes para encauzar la competencia política dentro de las reglas del
juego establecidas por él. El clientelismo político se convirtió en el principal mecanismo
tanto para asegurar las lealtades de las autoridades regionales, como para desplegar
las instituciones del estado en las regiones (Leal y Dávila, 1990; Guillén, 1996).
Pero la expansión del estado en el territorio todavía era un asunto incompleto.
Existían numerosos procesos de poblamiento por fuera de su control. Eran procesos
cíclicos de colonización que ampliaban la frontera habitada del país hacia selvas y
sabanas sin ningún tipo de infraestructura estatal. Luego de una fase de asentamiento
se creaban nuevos centros de población que paulatinamente se iban asimilando al
estado por medio de nuevas vías, nombramiento de funcionarios públicos, titulación de
la propiedad, dotación de servicios básicos y conexión con el mercado interno. Los
colonos que no lograban acceder a tierras o que no lograban asentarse en las
cabeceras urbanas continuaban el ciclo al internarse en zonas aún más remotas

1
Si bien la reducción en las tasas de homicidios fue dramática en relación con los años de la
Violencia clásica, nunca volvió a estar por los niveles tan bajos de las décadas de los veinte y
los treinta (Ramsey, 1981; Gaitán, 1995).
iniciando un nuevo proceso de asentamiento territorial (Jaramillo y otros, 1989). Dada la
enorme extensión de Colombia en relación con su población, los procesos de
ampliación de la frontera habitable no representaban un problema para el estado. El
problema era otro: en muchas zonas de colonización, por su mismo aislamiento, una
serie de guerrillas marxistas encontraron un terreno fértil para imponerse como fuerza
dominante (Molano, 1987). Sin necesidad de crear mayores elaboraciones ideológicas
se convirtieron en el estado de la población colona (Londoño, 1989).
Cuando el narcotráfico se convirtió en la principal fuente de capital de las
economías periféricas, el proceso de poblamiento y de despliegue del estado en el
territorio tendría enormes consecuencias en las trayectorias de la guerra de las drogas
en Colombia. Por un lado, las guerrillas encontrarían en los narcotraficantes unos
sujetos de extorsión y secuestro de donde extraer valiosos recursos para financiar la
toma del poder nacional. En respuesta al uso sistemático del secuestro y de la
extorsión, los narcotraficantes organizarían ejércitos privados capaces de enfrentar a
las guerrillas por el control de extensas regiones del país (Medina Gallego, 1990). Fue
así como la existencia de una insurgencia marxista obligó a los narcotraficantes a
organizar aparatos coercitivos con un propósito más complejo que el puro control de un
negocio ilegal (Duncan, 2006). Desde muy temprano, los aparatos de guerra de los
narcotraficantes tenían como propósito la dominación de sociedades periféricas para
evitar quedar bajo la subordinación de las guerrillas. Mientras que para los carteles
mexicanos la creación de unas instituciones de regulación social fue el resultado de un
proceso gradual de relajación de las instituciones autoritarias del PRI, para los
narcotraficantes colombianos fue el resultado de una necesidad elemental de
supervivencia.
Por otro lado, los cultivos de coca convirtieron a la población colona en un sujeto
valioso de dominación en los márgenes del estado. En primer lugar, los cultivos trajeron
capital a unas sociedades que a duras penas producían para su subsistencia. Al regular
estas sociedades, la guerrilla se apropió fácilmente de los principales excedentes de la
fase primaria de la producción de cocaína. En segundo lugar, el trabajo en una
actividad criminalizada por el estado hizo que fuera imposible para las instituciones
estatales regular la población de las zonas de colonización. Cientos de miles de familias
que dependían de una actividad económica ilegal se convirtieron en ciudadanos de la
guerrilla por la sola razón de que las instituciones del estado reprimían los cultivos
ilícitos. Con estos dos elementos estratégicos la guerrilla pudo proyectar desde las
regiones más periféricas de Colombia una ofensiva hacia las áreas integradas para
llevar a cabo su aspiración de tomar el poder nacional. Y aunque nunca estuvo cerca de
amenazar al estado central, la guerrilla llegó a ser un desafío real para el orden
establecido en las áreas circundantes a las grandes ciudades (Rangel, 1998).
La guerra de las drogas estuvo entonces condicionada por la amenaza de una
insurgencia marxista desde las regiones periféricas donde las instituciones del estado
apenas eran existentes. Las alianzas que surgieron entre las organizaciones
narcotraficantes, las élites regionales y las autoridades estatales estaban motivadas no
solo por las ganancias económicas y la necesidad de delegar la regulación de un orden
social que dependía de las drogas para su inclusión en los mercados, sino por la
necesidad de contener a la guerrilla. En el largo plazo, el desafío que representaban los
ejércitos privados de los narcotraficantes y la guerrilla por su capacidad de regular las
sociedades en la periferia obligó al estado a asumir sus funciones básicas en regiones
donde nunca lo hubiera hecho. La guerra de las drogas en Colombia ha sido, en
consecuencia, parte del proceso de construcción de estado hacia los márgenes de su
territorio.

[T1] La política en Colombia antes de las drogas


Cuando las exportaciones de cocaína llegaron a ser un asunto importante en Colombia
las tendencias de las fuerzas políticas se revertieron. Era el final del Frente Nacional, un
acuerdo entre las élites políticas de Bogotá para pacificar los cuadros políticos en las
regiones y recuperar el control del gobierno nacional (Hartlyn, 1993). Los resultados
saltaban a la vista. Aunque el país nunca volvió a alcanzar las tasas de homicidio tan
bajas de la década del treinta, la violencia de los años cincuenta finalmente se había
reducido a niveles manejables (Ramsey, 1981; Gaitán, 1995). Quedaban como rezago
numerosos grupos armados que a manera de bandoleros y pequeñas mafias rurales
competían por el dominio de las comunidades periféricas. Si bien sus luchas y su
imposición significaban un padecimiento para la población, la violencia de estos grupos
ya no constituía una amenaza para las élites urbanas. El grueso de la producción
económica tenía lugar en las grandes ciudades por fuera de la capacidad extractiva de
los grupos criminales.
De hecho, el problema de la violencia de los años cincuenta había sido más político
que económico. Las facciones extremistas de los dos partidos tradicionales, el liberal y
el conservador, habían incitado desde Bogotá a sus cuadros en las regiones a
exterminar a sus oponentes políticos.2 Nunca se trató de una guerra civil tradicional en
la que dos ejércitos se enfrentaban para imponer un modelo de gobierno y de sociedad.
La violencia tenía su forma en el asesinato, la expropiación y el destierro por pequeños
grupos armados para lograr el control de los cargos burocráticos y la anulación de las
aspiraciones políticas del enemigo. Pero no por carecer de grandes ejércitos la violencia
era moderada. Las cifras de muertos superaron el centenar de miles y la situación en
determinado momento se salió del control de las élites políticas en Bogotá. En cierto
punto la situación amenazaba con volver inviable el manejo político de la nación
(Palacios, 1995; Sáenz Rovner, 1992).
Las élites políticas más moderadas acordaron entonces el remplazo del presidente
Laureano Gómez, un radical interesado en implantar un proyecto corporativista de
estado –al estilo de Franco en España (Henderson, 2006)– por el general del Ejército
Gustavo Rojas Pinilla. El plan era que Rojas pacificara los grupos armados que se
habían salido de control en las regiones, y que luego le devolviera el poder a los
sectores moderados de las élites políticas liberales y conservadoras. Sin embargo, el
plan no salió como lo esperaban. El proceso de pacificación arrojaba resultados más
bien pobres y, más grave aún, Rojas no daba señales de querer devolver el poder
(Ramsey, 1981; Sáenz Rovner, 2002): todo lo contrario, quería perpetuarse en la
2
Numerosos textos sobre la Violencia clásica en Colombia (a la que ya los textos se refieren
con V mayúscula) documentan el papel de ciertos sectores de las élites nacionales en el
fomento de los conflictos locales. Ver, por ejemplo, Henderson (2006), Atehortúa (1995) y
Acevedo (1995).
presidencia a partir de una dictadura populista. La respuesta de las élites fue un pacto
consocionalista3 entre liberales y conservadores para compartir el poder durante 16
años, conocido como el Frente Nacional. El pacto comenzó en 1958. Cada cuatro años
había elecciones dentro de un mismo partido para elegir presidente. El presidente
designaba los gobernadores y los alcaldes con base en una repartición milimétrica entre
los dos partidos (Hartlyn, 1993). De ese modo la violencia política con el propósito de
acaparar los cargos de los gobiernos locales perdía todo sentido.
Aun así, quedaron muchos resabios de la violencia. Las mafias y cuadrillas de
bandoleros que se habían insubordinado del control de los jefes políticos en lo local
amenazaban con criminalizar el ejercicio de gobierno en numerosos municipios.4
Imponían por la fuerza a los mandatarios, se apropiaban de la tierra y de las principales
rentas, eliminaban a cualquiera que reclamara ante sus excesos y hacían uso de la
violencia privada para regular las relaciones sociales y económicas de las
comunidades. En otras palabras, competían con el estado para ejercer como autoridad
local. Pero la mutación de la violencia política tradicional en organizaciones puramente
criminales tenía una grave limitación en su competencia con el estado central. Salvo las
mafias que controlaban la producción de esmeraldas en Boyacá,5 eran escasos los
recursos de que disponían. Las fuentes de producción de capital en la periferia eran
muy pobres. Eran economías de subsistencia o, en el mejor de los casos, de provisión
de mercados regionales o de minifundios cafeteros.
Las restricciones de capital les impedían a los grupos criminales extenderse desde
áreas periféricas hasta áreas más integradas donde la amenaza para el estado fuera
mayor. Las élites económicas del país no encontraban en la proliferación del
bandolerismo un riesgo para sus empresas y negocios. Además, paulatinamente el

3
El consocionalismo se refiere a pactos entre élites políticas para evitar o apaciguar
enfrentamientos. El pacto consiste esencialmente en la repartición del gobierno.
4
Ver por ejemplo Roldán (2003), Sánchez y Meertens (2001), Atehortúa (1995), entre muchos
otros.
5
El caso de las mafias esmeralderas antes del auge de la cocaína está suficientemente
detallado en el texto Guerra verde, de Claver Téllez (1993).
estado fue sometiendo a los principales líderes criminales al punto de que, a mediados
de los setenta, el bandolerismo era un asunto bajo control. Quedaba como rezago el
uso de la violencia privada como una práctica cotidiana entre diversas comunidades
periféricas para regular las transacciones sociales (Pécaut, 2001). Si bien en ese
entonces no se percibía en el uso de la violencia privada un factor de desestabilización,
se pensaba que a medida que el país se modernizaba estas prácticas iban a diluirse, en
el largo plazo serían cruciales en el desarrollo de instituciones de dominación social
desde el narcotráfico. Durante la guerra reciente numerosas organizaciones
especializadas en el uso de la coerción como mecanismo de regulación social tendrían
sus orígenes en sociedades en las que previamente la violencia privada era una
práctica de regulación cotidiana. En la zona esmeraldera, en los Llanos Orientales, en el
norte del Valle del Cauca, en el sur de Córdoba y Urabá, en el Magdalena medio, entre
otras tantas regiones, las relaciones sociales de sus comunidades pasaban por la
organización de la violencia privada (Duncan, 2006).
La base de la pacificación por las élites nacionales fue el clientelismo político. El
estado central distribuía recursos para el desarrollo de la periferia, y a su vez la clase
política seleccionaba los beneficiarios de estos recursos. Los beneficiarios a cambio
votaban por los políticos profesionales que les aseguraban algún tipo de acceso a los
recursos del estado. El control de los recursos públicos por el nivel central de gobierno
les permitió a las élites nacionales moldear dentro de ciertos márgenes el
comportamiento de las élites políticas regionales. Quien no acataba los lineamientos del
centro dejaba de recibir unos recursos indispensables para ganar las votaciones y
participar en el poder político. Dentro de estos lineamientos estaba la pacificación de la
competencia política. Había ocurrido la transformación del clientelismo de hacienda,
fundado en el acceso a los beneficios y excedentes de la tierra, al clientelismo político,
fundado en el acceso a los recursos del estado (Leal y Dávila, 1990; Archer, 1990).
En el fondo todo era un reflejo de las profundas transformaciones de Colombia
durante el Frente Nacional. La modernización ocurrida durante este periodo había traído
cambios sustanciales en la configuración de los grupos de poder en el país (Gouëset,
1998). La población había dejado de ser predominantemente rural, ahora casi un 70%
vivía en las ciudades. La industria, el comercio y los servicios se convirtieron en la base
de la economía, por lo que la producción de capital quedó en manos de las élites
empresariales de las cuatro grandes ciudades donde se concentraban las principales
fábricas y los mercados del país.6 El desempeño económico fue además sobresaliente,
las tasas de crecimiento alcanzaron promedios por encima del 5% durante los
gobiernos del final del Frente Nacional. La prosperidad también repercutió en el
desarrollo social. La provisión de servicios básicos como educación, salud y acueducto
pasó a ser una prioridad del estado. El país se había comprometido con el modelo de
desarrollo del New Deal, fundado en instituciones democráticas y circunscrito a la
esfera de influencia de Estados Unidos en el contexto de la Guerra Fría.
La disponibilidad de recursos y el proceso centralizado de desarrollo consolidaron a
Bogotá como el eje del poder político del país; nunca antes el Estado central había
contado con tantos recursos e infraestructura para imponerse en las regiones
(Henderson, 2006; Gouëset, 1998). Históricamente el estado colombiano había tenido
grandes problemas para prolongar su poder en el territorio por la precariedad de
recursos, la enorme extensión geográfica de la nación y las dificultades de
comunicación. La única alternativa había sido delegar el poder en las élites económicas
y notables de las regiones. El proceso de modernización durante el siglo XX finalmente
había roto las bases institucionales del poder político tradicional al transformar la
estructura económica y al propiciar nuevas relaciones de poder basadas en la
mediación de políticos profesionales. Sin embargo, entre tantos asuntos que habían
quedado irresueltos con el proyecto de pacificación del Frente Nacional, uno en
particular tendría hondas repercusiones en la guerra de las drogas en Colombia. Si bien
el estado había logrado extender su autoridad hacia los territorios previamente
poblados, aún quedaba un volumen significativo de población que no encontraba un
lugar definitivo de asentamiento. Dada la abundancia de nuevas tierras en las selvas y
sabanas que todavía no habían sido explotadas, el proceso de colonización propiciado
por la violencia y la concentración de tierras en los territorios integrados era un asunto

6
Estas ciudades eran Bogotá, Medellín, Cali y Barranquilla.
inacabado. Su principal consecuencia era que de manera recurrente aparecían nuevos
territorios al margen de la autoridad y las instituciones del estado.

[T1] Un nuevo proceso de apropiación del territorio


Una secuela de la violencia clásica fueron los procesos masivos de desplazamientos de
campesinos. Era común el despojo violento de la tierra por parte de gamonales y
bandoleros que usaban las luchas políticas como fachada para acumular propiedades
(Reyes, 2009; Pizarro, 1991). Muchos de estos campesinos migraron hacia las selvas y
llanuras del suroriente de Colombia en busca de un lugar de asentamiento. Se
convirtieron en colonos que adecuaban zonas baldías a una agricultura de subsistencia
y la integraban al territorio poblado del país. Para el estado central la colonización de
territorios despoblados fue una salida para aliviar la presión de la población desplazada
por la violencia. Tanto así que parte de las colonizaciones hacia los Llanos Orientales
fueron promovidas por el propio estado.
En sí mismo el proceso de colonización fue violento. En Medellín del Ariari, por
ejemplo, el estado debía dividir las comunidades de colonos de acuerdo con su filiación
partidista para evitar que se mataran entre ellos (Londoño, 1989). En algunos casos los
grupos de colonos se armaban para defenderse de las cuadrillas paramilitares de los
gamonales. Crearon grupos de autodefensa que ejercían como autoridad en los nuevos
territorios de asentamiento. El Partido Comunista (PC) hizo trabajo político en estas
comunidades con el propósito de convertir las autodefensas campesinas en la guerrilla
del partido dentro de la estrategia de combinación de todas las formas de lucha
(Pizarro, 1991). Uno de estos asentamientos campesinos, Marquetalia, se constituyó en
la esencia del mito fundacional de las FARC. Se trataba de una comunidad campesina
con su respectiva autodefensa que resistió la ofensiva militar de 1964 luego de que el
senador Álvaro Gómez denunciara la existencia de repúblicas independientes al interior
del territorio nacional. Los marquetalianos, luego de romper el cerco militar, migraron
hacia las selvas del suroriente. Llegaron juntos a decenas de miles de campesinos que
habían huido de la violencia de mediados de siglo. Aunque a finales de los setenta esta
población se había convertido en la base social de las FARC, en un principio se trataba
de campesinos sin tierras afiliados a los partidos tradicionales. Las comunidades
campesinas que protegían las FARC eran apenas un puñado de habitantes en
comparación con la masa de colonos que buscaba un lugar de asentamiento definitivo.
Pero la orientación política impartida por el PC propició la conformación de un tipo
particular de relación entre el ejército guerrillero y su base social. En vez de una
guerrilla agrarista que se centrara en el derecho a la tierra y en la integración de la
periferia al resto de la sociedad colombiana, que eran las principales preocupaciones de
los colonos, surgió una guerrilla con objetivos maximalistas, interesada en la
transformación comunista del estado y la sociedad. De hecho, en el momento de su
fundación, las FARC formaban parte de la estrategia que tenía el partido en Bogotá
para la toma del poder nacional.
Una manifestación del predominio de los intereses políticos del PC sobre las
preocupaciones estrictamente agraristas fue la configuración de los mandos de la
guerrilla. Si bien en un principio el liderazgo de las FARC estuvo repartido entre los
cuadros del PC de las ciudades y los combatientes campesinos que lideraban los
grupos de autodefensas, paulatinamente quienes venían del partido se hicieron al
control de la organización. A principios de los ochenta, cuando comienza la expansión
de las FARC, ya era claro que la guerrilla funcionaba bajo la lógica soviética de la
vanguardia revolucionaria. Esta lógica le inyectó una doctrina y una disciplina interna a
la organización que evitaba la fragmentación de su fuerza militar. Si algo ha
caracterizado a las FARC es la capacidad de controlar sus unidades de guerra
desplegadas a lo largo del territorio. Las acciones militares de sus partes han estado
subordinadas a los objetivos políticos trazados por un mando central (Delgado, 2007).
Pero al mismo tiempo las FARC tenían una tarea política menos ambiciosa: ¿cómo
gobernar las áreas campesinas donde la guerrilla se había convertido en un estado de
facto? Pretender la imposición de un modelo comunista allí era inviable mientras la
guerra contra el estado estuviera vigente. Los recursos que demandaba la construcción
de un aparato burocrático que administrara la totalidad de la sociedad colona
rebasaban sus posibilidades. La población local tampoco estaba dispuesta a aceptar un
orden social bajo instituciones marxistas; no tenía sentido en un contexto en el que
primaba la producción de subsistencia. La solución de las FARC fue pragmática. El
gobierno de las comunidades colonas se ejecutaría por medio de una mezcla de las
instituciones clientelistas tradicionales de la vida campesina con el autoritarismo y la
disciplina de la organización guerrillera. 7 La guerrilla funcionaría como un patrón capaz
de proveer orden y protección. A cambio exigiría su reconocimiento como autoridad y
recursos para organizar la guerra. Si bien estas regiones eran sumamente pobres, a
medida que la población crecía y el territorio de colonización se ampliaba, la guerrilla
disponía de más hombres y de espacios geográficos para afianzar su capacidad de
resistencia. Los mandos medios de origen rural, por su conocimiento y pertenencia a las
comunidades, eran propicios para la tarea de establecer lazos clientelistas como
mecanismo de gobierno local.
Por su parte, el estado tenía poco interés en crear las organizaciones burocráticas
que regularan esta parte del territorio. Los costos de regulación en una periferia remota
eran enormes ante las restricciones presupuestales del estado colombiano durante los
sesenta y setenta. Los recursos estaban orientados más a la lucha contrainsurgente
propia de la Guerra Fría que a la creación de instituciones estatales por fuera de los
circuitos integrados al país moderno. La consecuencia fue la disponibilidad para el
mando de las FARC de un espacio geográfico desde donde organizar la toma del poder
nacional. Dado que todavía estos territorios están por ser incluidos dentro de las
instituciones del estado, las FARC han podido plantear una guerra prolongada por la
toma del poder. Tanto así que en los análisis de esta guerrilla se recalca su sentido
indefinido del tiempo (Rangel, 1998). Pero con la llegada del narcotráfico a Colombia,
los planes militares trazados por Manuel Marulanda Vélez –el máximo comandante de
la guerrilla– se vieron acelerados por la disponibilidad de recursos para escalar la
guerra hacia las áreas integradas. Los mandos urbanos formados por el PC contaban
ahora con una población y un territorio desde donde llevar a cabo un proyecto
7
Aguilera (2014) se enfoca en la normatividad de la guerrilla y encuentra que tanto las FARC
como el ELN tienen normas rígidas estipuladas por los mandos en cuanto al trato a la población
civil. Sin embargo, el autor encontró en el trabajo de campo que esas normas están sujetas a la
realidad local y en muchas ocasiones terminan siendo extremadamente arbitrarias.
revolucionario. Y lo más importante: los cultivos de coca convirtieron a los colonos de la
más remota periferia en un sujeto valioso de dominación por el capital que producían y
por la incapacidad del estado de regular estas sociedades al haber criminalizado su
principal actividad económica.

[T1] Tres carteles


De todas las mafias que surgieron con el auge de la cocaína en Colombia tres se
consolidarían a principios de los ochentas como los ejes del control y de la organización
del negocio: el cartel de Medellín, el cartel de Cali y los grupos de esmeralderos en los
Llanos Orientales.8 En adelante la historia del narcotráfico colombiano giró en torno a
las disputas entre estas tres mafias y al interior de ellas. Aunque no se tratara de
organizaciones homogéneas en su origen, su estructura, sus métodos y su evolución,
las tres mafias tenían un elemento común: el establecimiento en algún momento de
instituciones de regulación social por medio de la coerción privada. Indistintamente de
las formas, alianzas políticas y bases de respaldo popular, el ejercicio de la violencia se
extendió de la regulación del narcotráfico como actividad puramente criminal, a la
regulación de numerosas transacciones y espacios sociales.
El cartel de Medellín tuvo sus orígenes en contrabandistas y criminales de oficio
que a mediados de los setenta colaboraban y competían por abastecer la creciente
demanda de cocaína en Estados Unidos. De las primeras guerras por el control del
negocio se consolidaron una serie de narcotraficantes que conformaron lo que a
principios de los ochenta se denominó como el cartel de Medellín.9 El cartel era liderado
por Pablo Escobar, a quien la prensa nacional presentó como el “Robin Hood paisa” por

8
Muchas organizaciones surgirían en otras regiones de Colombia, pero serían subsidiarias de
la capacidad de estas mafias de colocar la mercancía en el mercado internacional. Incluso
dependerían de la asistencia de estas mafias para ejercer dominio territorial. Al respecto
Betancourt (1994) propone cinco focos de la mafia en Colombia, aunque en sus análisis incluye
algunas mafias consideradas aquí como subsidiarias.
9
Ver Baquero (2012) y Martin (2012).
sus generosas inversiones entre comunidades deprimidas.10 El surgimiento del cartel
ocurrió durante un periodo particularmente difícil en la ciudad. El ideal antioqueño 11 de
una sociedad incluyente con alta movilidad social y con una economía capaz de
absorber a la población dentro de una apuesta de progreso fundada en el desarrollo
industrial estaba agotado (Franco, 2006). La consecuencia social más dramática fue
que el aparato productivo tradicional se quedó corto para atender un rápido proceso de
urbanización.
Para los sectores excluidos del mercado laboral que demandaban las grandes
empresas de las élites industriales y el resto de la economía formal existían dos
alternativas: el clientelismo político y el sector informal. Desde mediados de siglo había
surgido en la ciudad una clase política profesional que había despojado a los
empresarios tradicionales del control del gobierno (Ocampo, 2006). Aunque no
disponían de la riqueza de las élites empresariales, los políticos profesionales
obtuvieron una enorme ventaja mediante los recursos del estado. Gran parte de las
demandas sociales que surgían del proceso de urbanización de la población eran
tramitadas por ellos (Martin, 2012). Para los excluidos de la economía formal y de las
redes clientelistas de los políticos profesionales existía un sector informal en constante
crecimiento. Décadas atrás había surgido un mercado ambulante en la zona de
Guayaquil (Ocampo, 2002; Hincapié y Correa 2005). Este mercado informal fue
reforzado por un creciente auge de las ventas de contrabando de cigarrillos, licores,

10
En 1983, la revista Semana, quizá el semanario más importante de Colombia, tituló en su
portada y publicó un artículo sobre Pablo Escobar como “Un Robin Hood paisa”.
11
Medellín es la capital de Antioquia, una región colombiana donde la forma de explotación
minera durante la Colonia y posteriormente el cultivo minifundista de café propiciaron la
aparición de unas relaciones sociales distintas a las del resto de Colombia. La estructura
asociativa de hacienda con sus patrones jerarquizados no tuvieron lugar (Guillén, 1996). Existía
por el contrario cierta movilidad social, monetización de las relaciones clientelistas y un mercado
interno. Estas condiciones a su vez crearon una imagen idealizada de unas élites
comprometidas con los valores de la modernización capitalista en el contexto de una relación
armónica entre obreros y patrones (Uribe de Hincapié, 2001).
electrodomésticos y toda una serie de artículos de consumo masivo. Los
contrabandistas que siempre fueron una parte del paisaje social antioqueño adquirieron
un papel más relevante al atender una demanda en expansión y ofrecer trabajo a
muchos que no contaban con oportunidades en los mercados formales.
A mediados de los setenta la explosión del consumo de cocaína en Estados Unidos
les permitió a las organizaciones contrabandistas dar un salto en la escala de sus
actividades. Del abastecimiento del mercado local de cigarrillos y licores extranjeros
pasaron a controlar el abastecimiento de un mercado mundial de varios billones de
dólares. Los contrabandistas y las bandas de delincuentes pasaron de ser personajes
oscuros a ser el centro de la celebración social. Eran aceptados incluso entre las clases
medias y altas que gustaban de relacionarse con unos nuevos ricos dispuestos a gastar
sin control en una fiesta para cautivar a sus invitados, en regalos para seducir amantes
y en la compra de empresas quebradas para ser aceptados por la élite social. Los
mercados informales y las ventas de contrabando florecieron con la abundancia de
dólares y de mercancía que era utilizada para blanquear capitales. El comercio al detal,
por ser un sector intensivo en empleo poco calificado, fue un alivio para gran parte de la
población de bajos recursos que había quedado marginada del mercado laboral durante
la crisis de finales de los setenta. Para los sectores populares la bonanza del comercio
y de la construcción significó la oportunidad de participar por primera vez en el mercado
de masas.
Al ser la provisión del mercado parte importante de las demandas de regulación
social, quien controlaba las rentas de la droga tenía la oportunidad de influir sobre las
relaciones de poder. El narcotráfico como actividad criminal generaba directamente toda
una serie de empleos y subempleos, la mayoría de ellos compuestos por actividades
legales que dependían del patrón narcotraficante. Las redes de parentesco, amistad,
solidaridad, pertenencia a alguna comunidad o cualquier otra forma de intercambio
clientelista usualmente condicionaba el acceso a estos oficios. A cambio del trabajo
había que reconocer la relación de poder que se derivaba de la oportunidad laboral.
Indirectamente el narcotráfico también influyó en las relaciones de poder porque la
clase política, los empresarios del lavado y demás actores sociales que acumulaban
capital alrededor de las drogas utilizaba el respaldo de la población que dependía
materialmente de ellos para reclamarle protección al negocio. Una parte significativa de
la clientela de la clase política y de los empresarios del contrabando del centro de la
ciudad se volvió dependiente de las rentas de la droga sin apenas saber de dónde
venía su puesto de trabajo o simplemente su paga por votar por determinado candidato.
En el caso del Cartel de Medellín las oportunidades para los delincuentes no solo
estaban en el acceso a una fuente inagotable de capital. La guerra de Pablo Escobar
contra el estado, como se verá más adelante, les permitió a muchos criminales
violentos adquirir un poder en la ciudad impensable en condiciones normales. Quienes
tenían ventajas en el ejercicio de la violencia, principalmente aquellos jóvenes que
pertenecían a las subculturas criminales de los barrios pobres de la ciudad, podían
hacer parte del aparato de guerra de un narcotraficante que había decidido desafiar a
las élites tradicionales no solo de Medellín sino de Bogotá, es decir las élites del estado
central.
En contraste, la trayectoria del Cartel de Cali fue diametralmente opuesta a la del
Cartel de Medellín. Mientras Escobar planteaba una resistencia abierta a las élites por
sus pretensiones de reivindicación social, la jefatura del Cartel de Cali optó por evitar
que sus aspiraciones sociales no condujeran a rupturas. Los hermanos Rodríguez
Orejuela se centraron en usar a las élites de Cali para resolver los problemas básicos
de protección del negocio. En otras palabras, las relaciones se plantearon en torno a
cómo evitar el encarcelamiento, la captura o el abatimiento de sus miembros y la
expropiación de su riqueza, en vez de ser aceptados socialmente (Rempel, 2012;
Chepesiuk, 2005). Como consecuencia, las élites de Cali encontraron en estos
narcotraficantes unos socios ideales para acceder a nuevos capitales y para evitar que
criminales de sectores marginales utilizaran la capacidad económica y organizativa del
narcotráfico como una herramienta de insubordinación social. Las transformaciones
sociales que ocurrieron como resultado de la inyección de nuevos capitales pudieron
ser asimiladas por las élites tradicionales sin que pusieran en riesgo su posición en las
jerarquías de la sociedad.
Aun así, la falta de un desafío a las élites dominantes no quiere decir que el Cartel
de Cali no hubiera utilizado el crimen para ejercer como autoridad, o al menos para
intervenir en decisiones sobre muchas transacciones y espacios sociales no
directamente involucrados con la pura actividad narcotraficante. Una revisión de la
sección judicial del periódico El Tiempo de 1982 y 1983 muestra que en Medellín los
homicidios desde motocicletas, típico de los sicarios, estaban disparados. Mientras
tanto en Cali las noticias sobre homicidios apuntaban más por el lado de la limpieza
social. Existía un control de la criminalidad desde las mismas autoridades policivas que
organizaban matanzas de delincuentes que afectaban la seguridad pública (Atehortúa,
1998). Los hermanos Rodríguez Orejuela y demás líderes del Cartel de Cali financiaban
a estas mismas autoridades para mantener el control de la criminalidad de la ciudad. Lo
necesitaban entre otras razones porque su control sobre el narcotráfico exigía que
cualquier potencial disidencia en el mundo criminal fuera contrarrestada. Por esta razón
las subculturas delincuenciales que existían en los barrios marginales de la ciudad no
encontraron en esa época una organización criminal sofisticada que proyectara su
potencial de producir violencia hacia prácticas delincuenciales más rentables y
complejas que el atraco callejero, el vandalismo o como máximo el control de formas
precarias de criminalidad.
La autoridad del Cartel de Cali en la ciudad también se reflejaba en su influencia
sobre decisiones económicas y políticas. Participaban directamente en muchas de las
juntas directivas de empresas importantes, sobre todo en el sector de la construcción, el
comercio y los servicios. Tenían capacidad de veto sobre la elección de los mandatarios
locales. La radio era prácticamente manejada por ellos. Incluso se adueñaron del
equipo de fútbol América de Cali, que era un medio de aglutinación de sentimientos y
de identidades muy fuertes. Toda esta influencia social se hizo evidente en entrevistas
con sectores cercanos de la élite caleña, quienes admitieron que antes de que Escobar
fuera abatido y la persecución de las autoridades se centrara sobre el cartel de Cali
existían reuniones ocasionales entre élites legales e ilegales para tratar los asuntos
importantes de la ciudad. Esta postura de colaboración con las élites fue producto
principalmente de la visión, la estrategia y el deseo de reciclamiento social de Gilberto
Rodríguez Orejuela. Es posible especular que si Escobar hubiera sido caleño igual
hubiera utilizado los barrios marginales con sus delincuentes para plantear una
resistencia a los sectores dominantes. El carácter rebelde del crimen también está
sujeto al factor humano.
Pero la trayectoria elitista del cartel de Cali en la ciudad tenía un paralelo más
violento en una parte de la organización que funcionaba en un entorno social muy
distinto. Se trataba de los operarios, sicarios y trabajadores rasos provenientes de los
pueblos de la zona norte del departamento del Valle del Cauca que bajo el mando de
capos locales soportaban gran parte de las actividades criminales del cartel. Estos
pueblos eran culturalmente parte de la migración antioqueña.12 Y a diferencia de una
ciudad como Cali, las élites locales no tenían cómo competir con la avalancha de
dólares que trajo el narcotráfico. Las jerarquías sociales y económicas fueron
transformadas en sus cimientos. Un nuevo orden social surgió con la consiguiente
aparición de nuevas relaciones de dominación (Betancourt, 1998). Cualquier criminal
podía alzarse con la regulación de la sociedad si con las ganancias del negocio
controlaba las bandas de asesinos a sueldo que abundaban en la región. Tanto sería el
control de los narcotraficantes en los municipios del norte del Valle del Cauca, que en
una entrevista la ex alcaldesa de El Dovio y familiar de Iván Urdinola dijo: “Iván
Urdinola, procesado por narcotráfico, mientras pudo no dejó sembrar coca en el cañón,
porque sabía que si lo permitía, El Dovio se dañaba”.13 Ni más ni menos tenía la

12
La migración antioqueña consistió en un proceso demográfico de poblamiento de los valles y
montañas alrededor del río Cauca hacia el sur de Medellín. Estos campesinos fueron
importantes además porque se dedicaron al cultivo del café en minifundios formando el primer
gran mercado interno que dio origen a la industrialización de Antioquia. Hasta mediados del
siglo XX Antioquia tendría la delantera en cuanto a producción industrial. Ver Brew (1997) y
López Toro (1970).
13
Ver en El Espectador el artículo “Travesía por el norte del Valle del Cauca (III). „La maldita
droga acabó con la familia‟”, publicado el 28 de enero de 2013. Disponible en:
http://www.elespectador.com/noticias/nacional/maldita-droga-acabo-familia-articulo-400964.
autoridad suficiente para imponer el tipo de actividad narcotraficante que se podía
realizar en la región.
El menor grado de urbanización y de acumulación de capital produjo un efecto
similar en los Llanos Orientales. El orden social era muy vulnerable a las
transformaciones introducidas por el narcotráfico. La diferencia era que cuando el
narcotráfico llegó a la región ya existían organizaciones criminales con capacidad de
reclamar funciones de regulación social. Las mafias esmeralderas de Boyacá y
Cundinamarca llevaban varias décadas controlando con sus ejércitos privados los
municipios productores de esmeraldas. Varios bandidos sociales como Efraín González
y Humberto “el Ganso” Ariza habían sido reclutados por los jefes mafiosos de las
esmeraldas para mantener el orden en las zonas de explotación minera. 14 De las zonas
mineras se habían extendido hacia el sur, a las tierras bajas de los Llanos Orientales,
donde grandes propiedades de tierras llanas estaban disponibles y donde la autoridad
del Estado era poco menos que precaria. Contaban con los aparatos coercitivos
necesarios para defender la apropiación de estas tierras.
A finales de los años setenta se instalaron laboratorios para el procesamiento de
cocaína en las áreas selváticas que rodeaban la región de los latifundios de los
esmeralderos. El aislamiento era la mejor protección contra la persecución de las
autoridades. Tranquilandia y Villa Coca fueron solo dos casos documentados de estos
enormes complejos capaces de producir varias toneladas mensuales de cocaína con
pistas propias y barracas para alojar cientos de trabajadores. La zona no era controlada
por las mafias esmeralderas sino por las FARC. Sin embargo, las mafias esmeralderas
eran importantes en el control de las tierras que circundaban las zonas bajo el control
de las guerrillas. Ellos eran los encargados de proteger los corredores de movilidad
donde circulaban todos los insumos necesarios para la fabricación de drogas. Varios
mafiosos de las esmeraldas, como Gilberto Molina y Gonzalo Rodríguez Gacha,
hicieron el tránsito hacia la cocaína y se convirtieron en jugadores importantes en el

14
Para la historia del poder social y armado de los esmeralderos después del auge de la
cocaína, ver Uribe Alarcón (1992) y Claver Téllez (1993).
narcotráfico. El paso era apenas natural por la disponibilidad de aparatos coercitivos
para proteger una industria ilegal y por la localización estratégica de la región.
Si bien el narcotráfico no alteró el orden social en los municipios esmeralderos de la
cordillera oriental, allí los mafiosos de siempre continuaron dominando la sociedad,
mientras en los Llanos Orientales el orden social experimentó transformaciones
sustantivas. El capital de las drogas dinamizó una economía local basada en la
ganadería y en la producción agraria extensiva. Los nuevos flujos de capitales alentaron
un proceso de urbanización y tercerización de la economía. La población de San José
del Guaviare, por ejemplo, pasó de ser un poblado de dos mil habitantes a un municipio
de más de veinte mil habitantes con un dinámico mercado de camperos,
electrodomésticos, discotecas y prostitutas que atendía la bonanza de la hoja de coca.
Los colonos habían conocido por primera vez el mercado de masas y como resultado
las jerarquías sociales pasaban ahora por la capacidad de adquirir bienes en este
mercado.
A mediados de los años ochenta las alianzas con la guerrilla para el cuidado de los
laboratorios y de los nuevos cultivos de coca llegaron a su fin por desencuentros con los
narcotraficantes de los Llanos. Se ha especulado mucho acerca de los motivos precisos
de la ruptura: si fue por un robo de ganado o de un cargamento de drogas. Pero lo
cierto es que la ruptura era inevitable por la confluencia de dos fuerzas con muy
distintas pretensiones de dominación y de imposición de un orden social. Los
enfrentamientos con la guerrilla obligaron a las mafias esmeralderas a organizar
ejércitos más grandes y sofisticados para contener las aspiraciones de expansión
territorial desde las zonas de laboratorios y de cultivos. Se habían creado así las bases
para la expansión en los Llanos de una serie de ejércitos privados bajo el mando de
criminales que, además de controlar rutas, laboratorios de cocaína y cultivos de coca,
se convertían en el estado local. Rodríguez Gacha “el Mexicano”, Víctor Carranza y la
familia Buitrago estuvieron entre estos jefes mafiosos que enfrentaron a la guerrilla
durante la década de los años ochenta (Dudley, 2008).
La presencia de un enemigo común le facilitó a una clase criminal la realización de
alianzas con otros sectores de élite. Los líderes políticos de la región y la fuerza pública
rápidamente unieron esfuerzos con el narcotráfico para enfrentar a la guerrilla y a
sectores civiles que eran cercanos a la guerrilla como los miembros del partido Unión
Patriótica (UP), que surgió durante la tregua pactada con el gobierno de Belisario
Betancur en 1984. Hernando Durán Dussán, ex guerrillero liberal de la violencia de
mediados del siglo XX y futuro precandidato a la presidencia, fue uno de estos caciques
electorales de los que existe documentación y testimonios sobre sus nexos con
mafiosos y generales del Ejército para enfrentar a la guerrilla y a la competencia
electoral de izquierda (Prada, 2008). Los empresarios locales también encontraron en
los narcotraficantes una oportunidad de acceder a nuevos capitales para desarrollar la
agroindustria, la ganadería y todo el sector terciario en los crecientes centros poblados
de la región. Las necesidades de las élites legales de acceder a los recursos del
narcotráfico y a la protección de ejércitos privados contra la guerrilla legitimaron la
oportunidad de dominación social desde el crimen, de la misma manera que lo hicieron
la Policía y el Ejército como principales instituciones del estado central en la región,
quienes apreciaban tanto sus esfuerzos en la lucha contra la insurgencia como los
sobornos por no entrometerse en la producción de cocaína.
De estos tres carteles surgieron distintos aparatos coercitivos y organizaciones
criminales cuando se expandieron a lo largo del país para surtir los mercados
internacionales de cocaína. Llegaron a lugares tan diversos como La Guajira, que
disponía de valiosas rutas de contrabando en el extremo nororiental de Colombia, o a
Tumaco y el Putumayo en el extremo suroccidental, que ofrecían sitios de embarque y
de siembra. Fue así como la difusión a nuevos territorios se tradujo en transformaciones
sociales y políticas. El capital del narcotráfico llevó mercados a lugares donde las
economías a duras penas estaban superando la producción de subsistencia. Muchas
élites de la periferia, propietarias de enormes fortunas regionales, vieron cómo su
capital quedaba rezagado. Los cambios en las relaciones económicas repercutieron a
su vez en las relaciones de poder y en las jerarquías establecidas. El ejercicio de la
política dentro de las instituciones democráticas sería redefinido por la capacidad de los
narcotraficantes de alterar los resultados electorales por medio de la financiación de las
campañas (López, 2010). No solo estaban en juego los equilibrios de poder entre los
políticos profesionales de la periferia, sino que los equilibrios de poder entre el centro y
la periferia también fueron redefinidos. Y así como la política dentro de los canales
institucionales del estado era alterada por el narcotráfico, las relaciones de poder y las
instituciones de dominación en lo local fueron alteradas como consecuencia de la
proliferación de organizaciones coercitivas. En zonas periféricas era apenas normal que
los ejércitos privados de los narcotraficantes, por el solo peso de su capacidad
coercitiva y su riqueza, impusieran la ley y vigilaran a la población.
Pero los efectos del narcotráfico en las instituciones de regulación social y en el
poder político en Colombia seguirían diversas trayectorias que estarían fundadas no
solo en las condiciones estructurales de las distintas sociedades sino también en las
actuaciones particulares de los agentes legales e ilegales. A principios de los ochenta
Pablo Escobar daría forma a las relaciones entre el estado y los criminales al declararle
la guerra al estado colombiano.

[T1] La guerra de Escobar contra el Estado


A principios de los ochenta era claro que Pablo Escobar ambicionaba mucho más que
la pura riqueza. A pesar de estar dedicado de lleno al crimen buscaba convertirse en un
personaje público. La apuesta inicial para llenar sus aspiraciones de reconocimiento fue
la carrera política. Escobar utilizó su dinero para ganarse el respaldo de los sectores
populares a partir del más puro clientelismo. Construyó canchas de futbol, repartió
mercados, abrió sitios de atención donde la gente venía en busca de ayuda material e
incluso construyó un barrio para los habitantes de Moravia, quienes vivían literalmente
sobre un cerro de basuras. Las inversiones entre la población local se materializaron en
el corto plazo con su elección a la Cámara de Representantes, lo cual tendría
importantes repercusiones jurídicas porque entonces gozaba de inmunidad
parlamentaria. En el largo plazo las inversiones fueron aún más beneficiosas cuando
Escobar llegó a ser una figura carismática en las barriadas populares de la ciudad.
Estos vecindarios se convirtieron en su principal fuente de respaldo popular en la guerra
contra el estado. Mientras el estado no podía confiar en sus habitantes, Escobar
encontraba información confiable, lugares de refugio y jóvenes dispuestos a hacer parte
de su ejército.
La mayoría de la clase política no tuvo problemas en aceptar las contribuciones de
Escobar. Hasta antes del debate de los dineros calientes a finales de agosto de 1983
no existía un rechazo apreciable al tema de la financiación de la política por
narcotraficantes. De todas maneras las cosas no cambiaron después. El escándalo
público no sería suficiente para persuadir a la clase política de aceptar contribuciones.
Se había instaurado una nueva forma de hacer campaña en la que era difícil competir
en cualquier tipo de elección si no se contaba con recursos de la droga. Las clientelas
exigían ahora mucho más en el intercambio de votos por favores y prebendas. En
contraprestación, la clase política tenía que garantizar que las decisiones institucionales
no afectaran en lo posible el flujo de recursos del narcotráfico hacía sus clientelas.
También comenzaron a surgir nuevos millonarios, quienes se convirtieron en un grupo
de peso en la economía local no solo por los recursos que controlaban sino por la
cantidad de empleo sin calificación que demandaban en sectores como la construcción
y el comercio. Al financiar estos sectores, el narcotráfico había creado unas bases
sólidas entre la población. Si se necesitaba organizar una movilización en contra de la
Policía, incumplir cotidianamente la ley, respaldar votaciones para elegir políticos que
influyeran en decisiones favorables al narcotráfico, o si simplemente se necesitaba
demostrar ante el resto de la sociedad la importancia social de los mercados informales,
había ahora un volumen importante de población dispuesta para la tarea.
En un principio la resistencia a la irrupción de Escobar en el escenario nacional fue
más bien pobre. El grueso de actores de poder se ajustó a las transformaciones
sociales del narcotráfico y asimiló la estructura de poder a los nuevos intereses. El
único grupo social reacio a las aspiraciones de poder y ascenso social de los
narcotraficantes con capacidad real de interponerse fue un sector de la sociedad civil y
de las élites sociales. Una parte de la prensa, la clase política, los notables, los
representantes de los gremios y en general de la gente con influencia social rechazó de
entrada cualquier pretensión de legitimidad de los narcotraficantes. Los motivos del
rechazo eran en parte morales (a veces moralistas) y en parte el resultado de prejuicios
sociales contra individuos de origen popular. El diario El Espectador fue implacable con
Escobar. Del mismo modo el Nuevo Liberalismo –partido político formado por Luis
Carlos Galán– fue una fuerza política que basó su plataforma ideológica en el combate
frontal a la relación entre narcotráfico y política. La reacción de estos sectores llevó a
Escobar a liderar una organización que se autodenominó como Los Extraditables. El
punto central de disputa era el tratado de extradición con Estados Unidos que bajo las
nuevas directrices de la guerra contra las drogas se convertía en una amenaza real
para los narcotraficantes.
La respuesta de Escobar fue implacable. Para abril de 1984, fecha del asesinato del
ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla y el inicio de la guerra contra el estado,
Escobar ya disponía de un poder más complejo que el del simple soborno y la
amenaza. Él representaba el liderazgo de una serie de organizaciones que, además de
traficar drogas, se habían convertido en actores dominantes en la ciudad. Cualquier
ataque a los intereses de estas organizaciones implicaba una reacción de otros
sectores sociales, tanto dominadores como dominados, que veían afectados sus
intereses. Ahora existía una clase política que necesitaba los recursos del narcotráfico
para competir por los puestos públicos; unas clientelas que demandaban nuevos
servicios y recursos para ofrecer su respaldo en las elecciones; unos sectores de la
economía que dependían de los flujos de capital de las drogas para mantenerse en el
mercado y, sobre todo, un conjunto de comunidades en Medellín que encontraron
directamente en Escobar un mecanismo de inclusión material y simbólica.
Las decisiones de poder que Escobar como un actor A pretendía imponer al estado
como un actor B, básicamente la inmunidad a un negocio ilegal y su reconocimiento
político, pasaban ahora por las consideraciones que el estado tenía que hacer para no
afectar el soporte social de Escobar. Si las autoridades policivas pretendían reprimir los
centros de lavado de los narcotraficantes, se iba a tropezar con la resistencia de los
políticos, los empresarios, los trabajadores y quienes vivían del empleo que generaban
estas empresas. Y si las autoridades judiciales pretendían encarcelar a los políticos que
recibían financiación del narcotráfico, se iban a encontrar con la pérdida de soporte
electoral de sus clientelas. Un caso diciente de los efectos del rechazo del narcotráfico
sobre la definición del poder político fue la elección presidencial de 1982. De acuerdo
con distintas fuentes y testimonios, las campañas de los dos principales candidatos,
Betancur y López, recibieron aportes del Cartel de Medellín.15 Pero en la parte final de
la contienda la campaña de López por alguna razón declinó de las contribuciones del
narcotráfico. El resultado fue que los caciques liberales de la región Caribe no se
movilizaron con suficiente vigor para inclinar las votaciones a favor de López.16
La guerra contra el estado no estuvo exenta de intentos de negociación. Las
reuniones en Panamá entre el ex presidente López, el procurador Jiménez Gómez y

15
El ex tesorero regional de la campaña presidencial de Betancur era Diego Londoño White,
una persona muy cercana a Escobar. La amante de Escobar, Virginia Vallejo, su biógrafo
Alonso Salazar y su sicario “Popeye” han recalcado las relaciones con Alfonso López
Michelsen. En el artículo de El Tiempo “Alonso Salazar habla sobre el mito de Pablo Escobar”,
publicado el 7 de julio de 2012, Salazar sostiene: “está el tema de la financiación de la campaña
de Alfonso López y las informaciones de que Gustavo Gaviria financiaba la campaña de
Belisario Betancur”. Ver también en YouTube “Entrevista de Francisco Santos al ex jefe narco
„Popeye‟ en RCN La Radio” (min. 19:24): “El hombre que siempre protegió al Cartel de Medellín,
que nunca lo he dicho y solo lo voy a decir en esta entrevista, es el ex presidente Alfonso López
Michelsen, siempre le enviaba las razones con Alberto Santofimio”. Disponible en:
http://www.youtube.com/watch?v=cpbrwy8ubsQ.
16
Ver en revista Semana el artículo “Vuelven los 80”, publicado el 29 de julio de 2006: “Las
preguntas sin respuesta sobre la infiltración mafiosa en la política de estos años comienzan con
la elección presidencial de 1982 entre Belisario Betancur y Alfonso López. Hasta ahora se había
hablado de un encuentro entre Escobar, acompañado de sus principales aliados, y la cúpula de
la campaña de López, encabezada por Ernesto Samper, en el Hotel Intercontinental de
Medellín. Allí se coronó un aporte en forma de compra de unas boletas para una rifa organizada
por la campaña en Antioquia. También hubo mucho ruido en el sentido de que la campaña
victoriosa, la de Betancur, había recibido „dineros calientes‟. Vallejo afirma que dentro del clan
de mafiosos del cartel de Medellín había conservadores como Rodríguez Gacha, que querían
ayudar a su candidato”. Por su parte, en Los jinetes de la cocaína, Fabio Castillo (1987)
menciona que Belisario Betancur recibió personalmente $110 millones en una finca en Melgar
enviados por la cúpula del Cartel de Medellín.
“los extraditables” no dieron resultado por la presión de los medios. Después de que El
Espectador publicara en primera página una feroz crítica a las negociaciones, el
presidente Betancur desconoció el aval que les había dado a López y a Jiménez. El
resultado fue la agudización de la guerra. Magnicidios de cualquier funcionario o
personalidad que amenazara con perseguir a los narcotraficantes, atentados terroristas,
secuestros de miembros de las élites bogotanas y el asesinato indiscriminado de
policías constituyeron el repertorio militar de Escobar. El estado, pobremente preparado
para afrontar el desafío terrorista, planteó su respuesta con base en el tratado de
extradición con Estados Unidos y el fortalecimiento lento pero constante de su aparato
policivo. El sentido de la guerra era un pulso de fuerza entre criminales por obtener
inmunidad y legitimación de su ascenso social, y el estado por mantener a raya sus
aspiraciones. La salida del pulso de fuerzas dependía en gran medida del respaldo y
del ánimo de confrontación de la población civil. Por un lado, los ataques terroristas
minaban el respaldo popular a una posición dura del gobierno. El propósito de Escobar
con el terrorismo era doblegar la voluntad de la sociedad para llevar al gobierno a
pactar unas condiciones favorables para su sometimiento a la justicia.
Por otro lado, Escobar iba a extender su base de respaldo popular mediante la
organización de un ejército de jóvenes sicarios. Si antes la articulación de los intereses
de Escobar con amplios sectores sociales se fundaba en la provisión de necesidades
materiales, ahora la guerra iba a profundizar la organización de grupos armados en los
barrios populares de Medellín como medio de provisión de seguridad y orden local. La
dominación social en ciertas comunidades se organizaba no desde la fuerza del estado
sino de bandas y pandillas que asumían las funciones de autoridad. 17 En los barrios
populares y en los vecindarios recién formados por invasiones en las laderas había
emergido una subcultura delincuencial desde antes del narcotráfico. Quien quisiera
alcanzar estatus, respeto y poder, debía pertenecer a alguna pandilla o banda que
17
La provisión de orden y seguridad era en realidad un fenómeno anterior a los
narcotraficantes. La presencia de pandillas, de hecho, generaba como reacción la conformación
dentro de los mismos barrios de grupos de vigilantes para defenderse de la criminalidad (Martin,
2012; Angarita et al., 2008).
además de cometer diversos delitos imponía su autoridad territorial (Martin, 2012;
Angarita et al., 2008). Estos jóvenes delincuentes se convirtieron en el ejército de
Escobar contra el estado. Pasaron de ser simples asesinos a sueldo de las disputas
intestinas de los narcotraficantes a ser el músculo de la guerra contra el estado. Un
entrevistado, quien formó parte del ejército de bandidos de Escobar, lo resumió así:
“Nosotros nos íbamos a morir robando un banco. Pablo nos dio la oportunidad de morir
declarándole la guerra al estado”.
La estrategia de Escobar cuando necesitó escalar la guerra fue convertir a estos
delincuentes en los proveedores de las necesidades materiales de sus comunidades
como mecanismo de legitimación de su poder. Eran en la práctica una reproducción
local de su carácter de Robin Hood. Él repartía recursos del narcotráfico entre los
bandidos que trabajaban a su lado y ellos redistribuían estos recursos en sus
comunidades. Además de la reserva de jóvenes dispuestos a morir en una guerra
liderada por criminales, la ventaja de la dominación de estas comunidades era que se
convertían en territorios vedados para el estado. Si alguien cruzaba las fronteras de un
barrio dominado por las bandas y los combos de Escobar, y era sospechoso de ser
policía, inmediatamente era ejecutado sin que mediara pregunta alguna. Más de 500
policías murieron cuando Escobar dio la orden de pagar una recompensa de varios
miles de dólares por cada agente asesinado. En declaraciones recientes, “Don Berna”,
uno de los líderes de la agrupación de narcotraficantes que se enfrentó a Escobar
conocida como “los Pepes”, confesó que en un principio a duras penas podían entrar a
Medellín porque Escobar tenía 5.000 bandidos que le eran leales en las comunas (Don
Berna, 2014).
Cuando Escobar optó por la guerra total contra el estado la clase política que había
recibido sus sobornos quedó en medio de un fuego cruzado. Una cosa era la
indulgencia con la corrupción política tradicional, pero otra cosa era recibir recursos y
proteger desde el estado a unos delincuentes que mataban indiscriminadamente y que
tenían como objetivo la destrucción de las instituciones. Las élites nacionales tampoco
iban a perdonar que estuvieran aliados con quienes secuestraban a sus familiares. Las
circunstancias eran muy distintas en comparación a cuando recién comenzaban a
recibir recursos de los narcotraficantes. Persuadir a un oficial de la Policía a aceptar
sobornos del cartel o influenciar a un miembro del gobierno nacional para que nombrara
un funcionario corrupto en la oficina de impuestos era una tarea sencilla si no existía un
control decidido por parte del estado y la sociedad. Con la guerra, las instituciones del
estado, la prensa y la sociedad civil se volvieron vigilantes. La razón tras el asesinato y
las amenazas de varios políticos que habían tenido vínculos con Escobar fue que en el
nuevo escenario no podían cumplir con los pactos establecidos. El caso de Federico
Estrada Vélez, un importante político de Antioquia, es diciente. Pese a aparecer en
fotos en 198218 –cuando era senador de la República– con Gustavo Gaviria, primo y
principal socio de Escobar, en 1990 fue asesinado por su negativa a mediar ante el
gobierno nacional (Bahamón, 1991).
Inicialmente Escobar pudo someter al estado en sus pretensiones fundamentales.
Los atentados terroristas crearon un clima de opinión favorable a la negociación que,
sumado al secuestro de familiares de las élites bogotanas,19 condujeron al gobierno de
Gaviria a ofrecer una salida jurídica a “los extraditables”. Los términos de la negociación
de paz con los narcotraficantes se sellaron en la Constitución de 1991 con la abolición
de la extradición (Lemaitre, 2011). Las demás concesiones jurídicas de la política de
sometimiento a la justicia –como las condiciones y la duración de la reclusión, el tipo de
delaciones necesarias para ser acogidos en un proceso de sometimiento y la posibilidad
de legalización de su riqueza– solo eran creíbles para Escobar si existía una prohibición
constitucional de la extradición; a los pocos días de firmada la nueva Constitución, se
entregó a la justicia para ser recluido en La Catedral. En realidad era una cárcel
construida por Escobar mismo, vigilada por policías que estaban en su nómina y sin
mayores controles. El cartel continuó funcionando como siempre, los narcotraficantes

18
Ver en revista Semana el artículo “El lío de las fotos”, publicado el 15 de noviembre de 1993.
19
Un asunto poco analizado por académicos y periodistas es el peso relativo del terrorismo y
del secuestro de familiares de la élite nacional en la decisión del gobierno de ceder en el tema
de la extradición. Los testimonios, e incluso la serie televisiva El patrón del mal, que trata sobre
Escobar, hablan abiertamente de la expedición y la aprobación del Decreto 3030 de 1990 como
condición de Escobar para liberar a Francisco Santos, entre otros secuestrados.
en la ciudad tenían que pagar su respectiva cuota y las organizaciones de sicarios en
las barriadas reconocían su autoridad.
Sin embargo, varios acontecimientos iban a conducir a rupturas en su organización.
Si durante la década anterior los narcotraficantes estaban agradecidos por la lucha
contra la extradición, en el momento de ingresar a La Catedral ya había descontento
entre muchos de ellos por los costos y los sacrificios de la guerra. ¿Qué sentido había
en ser multimillonario en dólares, en algunos casos billonario, si no se podía vivir en
paz? Los narcotraficantes comenzaban a extrañar los viejos tiempos en que bastaba
con pagar sobornos para disfrutar de su dinero. Los extremos de brutalidad a los que
había llegado el enfrentamiento hicieron que cualquier funcionario del estado o miembro
de las fuerzas de seguridad fuera reacio a proteger al Cartel de Medellín. Mientras
tanto, el cartel de Cali, enemigo acérrimo de Escobar, podía comprar a la clase política
con la misma facilidad con que compraban víveres en el supermercado (Rempel, 2012).
Y no solo los narcotraficantes se resentían de los costos y sacrificios de la guerra: la
ciudad también vivía aterrorizada. La poca base social que permanecía leal a Escobar
era la población de las barriadas. Las retaliaciones violentas e indiscriminadas de la
Policía contra los jóvenes de estos lugares no habían hecho más que ahondar su
natural desconfianza contra el estado.
Muy pronto, tras el arribo a La Catedral, el resquebrajamiento del respaldo social a
Escobar se iba a materializar en una tensión entre el ala militar del cartel, compuesta
por los bandidos de los barrios populares, y el ala empresarial, compuesta por
traficantes multimillonarios. Cualquier chispa estaba presta para hacer estallar un
conflicto interno. La chispa llegaría con el robo de veinte millones de dólares a los
hermanos Moncada por uno de los sicarios de Escobar. En ese punto a Escobar le tocó
elegir entre los bandidos –quienes eran los que hacían la guerra– y los narcotraficantes
–quienes eran los que financiaban la guerra. Sabía que cualquier decisión que tomara
iba a ser su final. Luego de asesinar a Moncada y a Galeano, el ala empresarial del
Cartel entró en disidencia. Bajo el liderazgo de Fidel Castaño, y en alianza con el Cartel
de Cali, crearon “los Pepes” (perseguidos por Pablo Escobar). Escobar nunca volvería a
disponer del soporte económico del resto de narcotraficantes de la ciudad. Era cuestión
de tiempo para que lo eliminaran luego de su fuga de la cárcel de La Catedral.
En realidad el final de Escobar vino de mucho antes, cuando agotó las posibilidades
de mediación con el resto de actores de poder. Su ambición por doblegar al estado y
por obtener un reconocimiento social fuera de toda proporción tensó los equilibrios de
fuerza hasta un punto en que la mayoría de los actores de poder se convirtieron en
enemigos. No fue una respuesta en general contra el narcotráfico, sino en particular
contra Escobar. Pese a la resistencia desde el inicio de algunos sectores, la mayor
parte de los actores con poder en la sociedad colombiana no tuvieron mayores
desencuentros con los narcotraficantes. Además de beneficiarse de sus flujos de
capital, no querían asumir los costos y los riesgos asociados con su represión. La unión
de diversos sectores de poder contra Escobar no fue motivada estrictamente por
asuntos morales. Los motivos también estuvieron por el lado de la amenaza que
significaba Escobar contra sectores que aunque no tenían reparos morales a pactar
tácita y explícitamente con narcotraficantes, tampoco estaban dispuestos a ceder sus
márgenes de poder. Escobar no fue abatido por El Espectador ni por el Nuevo
Liberalismo, sino por los mismos políticos, policías y demás autoridades que antes
hacían poco contra el narcotráfico, cuando comprendieron que si no exterminaban a su
enemigo su propio poder estaba en juego.
La principal prueba de que no se trataba de una guerra contra el narcotráfico sino
contra Escobar fueron las numerosas alianzas que se realizaron con narcotraficantes y
paramilitares para abatirlo.20 Algunos de estos mismos narcotraficantes y paramilitares
asumieron la dominación de las comunidades en las que antes Escobar proveía

20
En sus entrevistas con agentes de la CIA, a Bowden (2001) no le queda ninguna duda de
estos pactos. Y en documentos desclasificados de Estados Unidos queda claro que las alianzas
involucraron las agencias de seguridad de ese país: “contando con estos archivos hasta ahora
bajo llave en Estados Unidos, queda claro que el Bloque de Búsqueda fue apoyado por ese
país „para localizar el narcotraficante fugitivo Pablo Escobar, compartía la inteligencia con Fidel
Castaño‟”. Ver en revista Semana el artículo “Pacto con el diablo”, publicado el 16 de febrero
2008.
protección, orden y sustento material. Los paramilitares de los hermanos Castaño, que
no eran nada distinto a una disidencia en el Cartel de Medellín, además de quedarse
con lo que antes era de Escobar, comenzaron un proceso de expansión territorial a lo
largo del país bajo la lógica de absorción de los pequeños ejércitos privados y las
mafias locales dentro de ejércitos de señores de la guerra (Duncan, 2006).

[T1] Los paramilitares


A principios de los ochenta, distintas agrupaciones subversivas habían comenzado un
proceso de expansión territorial desde selvas y poblados remotos hasta municipios y
ciudades intermedias. Los principales perjudicados de la ola expansiva de la guerrilla de
la periferia al centro no fueron las élites nacionales. Salvo algunos secuestros, la
capacidad militar de la insurgencia para amenazar la propiedad y la integridad física de
las élites del centro era muy limitada. Quienes en realidad sufrieron el grueso de la
carga de la expansión guerrillera fueron las élites de las regiones. De la noche a la
mañana su capital se desvalorizó por la amenaza de expropiación y su vida cotidiana
zozobró ante los continuos secuestros y extorsiones. La respuesta inicial vino en forma
de la organización de escuadrones de la muerte y de milicias por las fuerzas de
seguridad del estado y por las élites regionales (Romero, 2003).
Esta primera fase del paramilitarismo se trataba de grupos de guardaespaldas,
sicarios y miembros del ejército y de la policía que de manera encubierta asesinaban a
civiles sospechosos de hacer parte de la guerrilla o de simpatizar con ella. En el
contexto de la Guerra Fría las fuerzas de seguridad del estado comenzaron a organizar
milicias campesinas para vigilar los movimientos de la insurgencia y de sus
colaboradores en el terreno. De hecho, hasta entrado los ochenta era legal que el
Ejército armara a civiles para defenderse de las guerrillas. 21 Y no solo las fuerzas de
seguridad, los grandes terratenientes y los caciques regionales apoyaron las iniciativas
irregulares contra la insurgencia, sino que muchos campesinos pobres terminaron del

21
La normativa que amparaba la entrega de armas a civiles por las fuerzas militares era el
Decreto 3398 de 1965.
lado del establecimiento por los constantes abusos. Era una práctica común que la
insurgencia le reclamara al campesinado el reclutamiento de un hijo para la causa y la
producción de alimentos para la subsistencia de la tropa. Si no colaboraban eran
ejecutados, expropiados o desplazados, de modo que armarse era tan solo una
reacción natural para sobrevivir.
En cierto momento, las organizaciones paramilitares rebasaron su papel
instrumental. Mientras que su propósito inicial era la defensa de la propiedad del capital,
la escalada de la guerra permitió en el largo plazo a los especialistas en coerción utilizar
la violencia para producir capital y poder. Quienes tomaron las armas para enfrentarse a
la guerrilla fueron campesinos pobres y medios. Así las élites económicas pagaran la
cuenta de la guerra, el oficio de la violencia les permitió a estos campesinos controlar
en la práctica el ejercicio de la coerción. Gonzalo Pérez y su hijo Henry, así como otros
paramilitares del Magdalena Medio, como Ramón Isaza, a lo sumo alcanzaban a
pertenecer a las clases medias de la zona. Pérez era enfermero de un hospital, e Isaza
un pequeño ganadero (Sánchez Jr., 2003). La guerra contra las FARC en la región fue
un mecanismo de ascenso social impresionante para ellos. Al liderar la iniciativa
paramilitar contra las FARC desplazaron a las instituciones del estado y asumieron
funciones de autoridad local. El control de los medios coercitivos les había permitido
superar su posición de simples subordinados en el orden social.
Casi inmediatamente otra circunstancia contribuiría a la concentración de poder en
manos de quienes hacían la guerra: las drogas se convirtieron en la principal fuente de
capital de las zonas rurales y por consiguiente los narcotraficantes se convirtieron en la
principal víctima de las guerrillas. Pablo Escobar y los hermanos Ochoa fundaron en
Medellín el MAS (Muerte a Secuestradores) en retaliación al secuestro de sus familiares
por el M-19. Luego de ubicar, secuestrar y torturar a los miembros de la red del M-19 en
Medellín, Escobar y el Cartel de Medellín lograron, además de rescatarlos, establecer
una serie de acuerdos con la guerrilla (Salazar, 2001). Los puntos básicos de estos
acuerdos estaban basados en que no secuestraran a los narcotraficantes ni a sus
familiares y en que renunciaran a competir por el control de la ciudad, y a cambio el M-
19 recibía pagos recurrentes y podía usar la ciudad como lugar de refugio. El caso del
MAS no fue el único ni el más significativo en el desarrollo posterior del paramilitarismo;
de hecho si a algo condujo fue a una alianza entre guerrillas y narcotraficantes. Por su
parte, en numerosas zonas rurales los narcotraficantes crearon grupos paramilitares
con mayor capacidad de combate y control territorial. Contaban con recursos de sobra
para enfrentar a la guerrilla. A diferencia de Escobar, su ubicación en la geografía del
estado no les permitía establecer alianzas con las guerrillas. Sus intereses estaban
localizados en municipios intermedios, pequeños poblados y áreas rurales que, en
contraste con una ciudad como Medellín, constituían un objetivo factible para las
guerrillas e incluso necesario dentro de sus planes inmediatos de expansión territorial.
Las luchas por la dominación del orden local entre los paramilitares de los
narcotraficantes y las guerrillas serían entonces a muerte.
La difusión del narcotráfico hacia las áreas periféricas facilitó el proceso de
transformación de los paramilitares de ejércitos privados creados para proteger el
capital, a ejércitos privados que producían capital. Si la producción de poder era parte
central de la economía de la droga, el ejercicio de la coerción privada era un
mecanismo ideal para producir poder y para controlar el negocio. En el largo plazo,
quienes hacían la guerra en el terreno se encontraron con que tenían los medios para
imponer sus condiciones a quienes se dedicaban exclusivamente a la producción y el
transporte de drogas. En el narcotráfico el poder de los medios coercitivos
progresivamente se imponía sobre el puro poder de los medios económicos. Quien solo
fabricaba y transportaba drogas en las áreas periféricas del país, donde ocurría la
guerra contra la insurgencia, estaba sujeto al control de los distintos grupos armados.
Organizar ejércitos privados y regular sociedades en un territorio dado se convirtió en
un requisito para controlar el narcotráfico. Grandes narcotraficantes como Rodríguez
Gacha, “el El Mexicano”, quienes tenían intereses en áreas rurales, se vieron obligados
a hacer la guerra para defenderse de las guerrillas (Medina Gallego, 1990).
Sucedieron casos como el de Fidel Castaño, un hacendado antioqueño, quien
conformó junto a sus hermanos su propio ejército paramilitar para vengar el secuestro y
asesinato de su padre. La historia de los Castaño en realidad comienza a mediados de
los setenta, cuando Fidel se involucró en negocios de drogas y en otras actividades
criminales. Con los recursos acumulados regresó a Amalfi, su tierra natal en Antioquia,
donde se convirtió en el magnate del pueblo. En ese entonces la guerrilla se expandía
por medio del control territorial de áreas periféricas como Amalfi. Para financiarse, la
guerrilla apelaba al secuestro de terratenientes, comerciantes, políticos y demás
personas pudientes del área, entre los que se contaban por supuesto los
narcotraficantes y sus familiares. El padre de Fidel Castaño fue una de esas víctimas.
Después de pagar varias veces el rescate, los hermanos Castaño se enteraron de que
su padre había muerto en cautiverio. La respuesta fue una cruel venganza contra todo
aquel que se sospechara tuviera algo que ver con la guerrilla en la región. Los Castaño
pasaron así de ser un grupo de criminales del Cartel de Medellín a un ejército
paramilitar. El propósito en un principio era la venganza contra la guerrilla, pero muy
pronto las revanchas personales fueron rebasadas por el afán de dominación territorial
para aprovechar corredores naturales para el tráfico de drogas. Fidel Castaño adquirió
la hacienda Las Tangas en Córdoba, a cientos de kilómetros de su tierra natal en
Amalfi, y comenzó a expandir su control desde la margen izquierda del río Sinú hacia la
región del Urabá (Cívico, 2010). La expulsión de la guerrilla de la zona, junto a su
imposición como autoridad de facto, se vio recompensada con el control de las pistas
de salida de droga hacia el Caribe. Su caso demostraría que el dominio de la sociedad
en un territorio dado garantizaba el uso seguro de ese territorio para la producción y el
tráfico de drogas, así como un lugar de refugio para los narcotraficantes. Quien
regulaba la sociedad regulaba el negocio.
En la década siguiente se intensificaron las alianzas entre narcotraficantes y
paramilitares. Como los hermanos Castaño, surgieron grupos paramilitares en muchas
otras zonas de Colombia donde los narcotraficantes compraron tierras (Reyes, 2009).
Muchos de ellos, al proveer seguridad y bienestar material, se convirtieron en “patrones”
de la comunidad. Al margen del terror, eran un referente para sus paisanos –en
particular para aquellos con menores oportunidades– de que existía una alternativa
para tener éxito social sin poseer mayor capital económico ni social. También era una
demostración de que desde las propias comunidades se podía competir con el poder de
las élites tradicionales. Sin perder las costumbres y los valores propios de alguien del
lugar, era posible alcanzar suficiente poder y riqueza para interactuar con autoridad
frente al estado y a las élites tradicionales.
La creciente amenaza de la guerrilla evitó que los potenciales desencuentros entre
los paramilitares, las élites locales y las fuerzas de seguridad del estado llevaran a un
enfrentamiento. El uso del paramilitarismo como un medio para controlar las rentas del
narcotráfico fue desestimado por su papel en la contención de las guerrillas, que
entonces eran la principal amenaza para el establecimiento económico y político. Era la
Guerra Fría, por lo que la presión de las agencias internacionales de derechos humanos
y de las propias instituciones estatales en contra de las relaciones entre autoridades,
élites legales y paramilitares, era mucho menor que lo que sería décadas más tarde.22
Otra razón de peso del centro para tolerar la expansión del paramilitarismo en la
periferia era la conveniencia de delegar los costos de la contención de la guerrilla en los
ejércitos paramilitares. De otro modo, el centro hubiera tenido que hacer uso de sus
propios recursos para primero someter a los paramilitares y luego derrotar a las
guerrillas. Fue así como numerosos militares, policías, políticos y terratenientes
terminaron aliados con los grupos paramilitares del narcotráfico. Los motivos de la
alianza no se reducían a la neutralización de un enemigo común, sino que también
incluían transacciones económicas y políticas para repartirse elecciones, rentas y
gobiernos locales.
Para las élites y la población de la periferia la proliferación de grupos paramilitares
sujetos al control de narcotraficantes significaba una profunda transformación del orden
social. Las relaciones económicas, las jerarquías sociales y la imposición de las normas
cotidianas habían sido alteradas. El capital del narcotráfico y la coerción de los
paramilitares era demasiado para las instituciones existentes en las sociedades
periféricas. Los terratenientes y empresarios agrícolas podían continuar con sus
negocios en la zona pero ya no eran la única élite económica. Del mismo modo, la clase

22
También es cierto que en su momento surgieron voces de protesta en el propio
establecimiento, como fueron el periódico El Espectador, la Procuraduría de Horacio Serpa y los
políticos del Nuevo Liberalismo encabezados por Luis Carlos Galán.
política tenía que negociar con los narcotraficantes la financiación de las campañas y
con los paramilitares una suerte de permiso para hacer proselitismo. Habían surgido así
unas nuevas instituciones de regulación social que la población en su conjunto debía
obedecer si no deseaba experimentar retaliaciones de quienes vigilaban su vida
cotidiana. La población debía tener mucho cuidado para no quedar en medio del fuego
cruzado por ser considerado como soporte social del enemigo. Las masacres, las
desapariciones y los asesinatos selectivos se habían convertido en parte central de la
estrategia de guerra de guerrillas y paramilitares (González y otros, 2003; Uribe
Alarcón, 2004).
El nuevo orden social impuesto en las regiones colombianas no necesariamente
implicaba un rechazo de las élites tradicionales. La defensa contra la guerrilla era un
servicio invaluable cuando estaba en juego su propia supervivencia. Asimismo, los
recursos del narcotráfico –de manera indirecta y a veces sin mayores riesgos– eran una
oportunidad de negocios en un momento en el que las economías regionales se
rezagaban ante el crecimiento de los servicios y la industria en las grandes ciudades.
Tanto el grueso de las élites económicas como políticas, así como la población en
general, se acomodaron a las nuevas circunstancias y de ese modo legitimaron las
nuevas instituciones de dominación. El efecto más contundente en la política sería que
desde regiones periféricas se aglutinarían los votos para representar los nuevos
intereses creados por la irrupción del narcotráfico y el paramilitarismo. Estos intereses
giraban, como se anotó en la primera parte, en torno a la preservación de las
transformaciones del orden social y a las posiciones de poder alcanzadas por la clase
política de la periferia y los líderes de los ejércitos paramilitares.
La trayectoria política que tomaría el paramilitarismo en los ochenta estuvo además
marcada por el anticomunismo de la Guerra Fría. Las jefaturas en Bogotá de ambos
partidos, liberal y conservador, se peleaban por los votos de las regiones que
controlaban los paramilitares. Estaban dispuestos a conceder suficiente autonomía para
que llevaran a cabo la guerra contra la insurgencia y aseguraran su dominación en la
periferia a cambio de votos. Las alianzas con el centro también involucraron los
organismos de seguridad del estado que tenían que enfrentarse a la insurgencia
marxista.23 En el nivel local, las propias fuerzas militares jugaron un papel activo en la
formación de los primeros grupos paramilitares, y ya en la segunda mitad de los
ochenta las alianzas con los organismos de seguridad llegaron hasta la organización de
una guerra sucia a escala nacional. Los hermanos Castaño, “el Mexicano” y otros
líderes paramilitares participaron en operaciones clandestinas junto a miembros del
Ejército, la Policía y el DAS para cometer numerosos magnicidios de candidatos de
izquierda. Más de mil miembros de un partido político, la unión Patriótica (UP), fueron
asesinados por los paramilitares (Campos, 2014).
La UP había surgido como el partido político de las FARC en el contexto de los
diálogos de paz con el presidente Belisario Betancur en 1986. El problema era que al
tiempo que la guerrilla amedrentaba a la clase política tradicional, secuestraba a
empresarios y terratenientes de las regiones y combatía a la fuerza pública, su brazo
político participaba en las elecciones. Más grave era que muchos de los líderes del PC,
la UP y de la izquierda en movimientos legales, respaldaban el secuestro y la lucha
armada. En ese escenario, las retaliaciones contra civiles de izquierda involucraron
acciones de diversa naturaleza, desde el magnicidio de líderes políticos hasta las
vendettas en el marco de la competencia electoral en pequeños municipios. En las
regiones se volvió una práctica común que los paramilitares –en alianza con la clase
política tradicional– aniquilara la competencia política de izquierda para evitar que la
insurgencia eventualmente tuviera influencia sobre el gobierno municipal.24
Los esfuerzos de la sociedad civil, las agencias de los derechos humanos y algunos
funcionarios del estado central no fueron suficientes para atenuar la violencia política.
Todavía era la Guerra Fría y muchos sectores de poder eran tolerantes con las
retaliaciones violentas contra la izquierda. Lo irónico era que al mismo tiempo que
algunos narcotraficantes se enfrentaban con el estado establecían alianzas con las
autoridades en la guerra sucia contra la izquierda. Fidel Castaño, por ejemplo, se reunía
23
Sobre las alianzas entre criminalidad, paramilitarismo y clase política, ver Gutiérrez Sanín
(2007) y López (2007 y 2010).
24
En el caso de Urabá, estos asesinatos por miembros de la UP han sido documentados por
Suárez (2007) y Agudelo (2005).
con Escobar para planear atentados en Bogotá y Medellín mientras mantenía contactos
con el Ejército, la Policía y el Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) para
aniquilar políticos, dirigentes y activistas. Su hermano Carlos incluso confesó su
participación directa en el asesinato de Carlos Pizarro, el principal líder de la recién
desmovilizada guerrilla del M-19.25 Incluso más paradójica fue la participación del DAS,
un organismo que estaba enfrentado a muerte con Escobar, en el asesinato de Luis
Carlos Galán, quien era el peor enemigo de Escobar entre la clase política del centro
del país. La alianza entre narcotraficantes y autoridades estatales para matar a Galán
fue posible por los contactos que tenían los paramilitares del Magdalena Medio con el
DAS en la guerra sucia contra la guerrilla.26
No obstante su expansión a lo largo de la década de los ochenta, el fenómeno
paramilitar en Colombia entró en declive a principios de los noventa. En el contexto de
la guerra contra Escobar, el estado comenzó a reprimir los grupos relacionados con el
narcotráfico, sobre todo a los paramilitares del Magdalena Medio que estaban
subordinados al control de Rodríguez Gacha, “el Mexicano”, uno de los principales
socios de Escobar. La presión llevó a que luego de la muerte de “el Mexicano” las
autodefensas del Magdalena Medio cambiaran de bando y se unieron al estado en la
cacería contra Escobar (Sánchez Jr., 2003). Sin embargo, el declive se debió
principalmente a que si bien los paramilitares comenzaron a adquirir autonomía, los
medios de que disponían no les permitían controlar los grandes negocios de la droga en
el país. Eran grupos relativamente pequeños capaces de controlar áreas rurales con
mano de hierro, incluso a las operaciones de tráfico de drogas que tenían lugar allí,
pero estaban dispersos y no existía ningún mando superior que coordinara sus
acciones. Su poder era limitado si se comparaba con el Cartel de Medellín o el Cartel de
Cali. En ese entonces las grandes operaciones de narcotráfico eran controladas por

25
Ver el libro Mi confesión, de Carlos Castaño (2001).
26
Los mismos paramilitares han relacionado al DAS con el crimen de Galán. Ver en revista
Semana el artículo “Ernesto Báez relaciona al DAS con el asesinato de Luis Carlos Galán ”, publicado
el 4 de junio de 2004. Disponible en: http://www.semana.com/nacion/justicia/articulo/ernesto-
baez-relaciona-das-asesinato-luis-carlos-galan/103794-3.
carteles urbanos. Tan vulnerables eran los paramilitares frente al poder de los carteles
de las ciudades, que Escobar no tuvo problemas para vengar la traición de Henry Pérez
en Puerto Boyacá, el pueblo donde estaba ubicado el grueso de su tropa. Luego del
asesinato de Pérez, los grupos paramilitares del Magdalena Medio entraron en una fase
de degradación en la que se enfrentaban entre sí por cualquier botín, fuera drogas,
extorsión o cualquier renta criminal que estuviera disponible (Sánchez Jr., 2003).
Los grupos paramilitares que sobrevivieron lo hicieron porque estaban
subordinados al control de otro tipo de actores, como autoridades públicas,
terratenientes, ganaderos y los propios narcotraficantes, que imponían límites y
disciplina a sus actuaciones. Su función volvió a ser principalmente antisubversiva.

[T1] Los efectos de la descentralización en las relaciones de poder entre políticos


y narcotraficantes
A principios de los noventa el estado central no estaba en juego. Nunca estuvo en
riesgo de colapsar como titulaba la prensa por las escabrosas noticias que sucedían en
el país. El problema era grave pero era de otra naturaleza. Por un lado, la guerra contra
Escobar había creado un ambiente de inseguridad y temor en pleno centro de las
instituciones nacionales. Las bombas explotaban en los mejores barrios de las grandes
ciudades o al lado de las oficinas del gobierno central. Las élites de Bogotá por primera
vez eran asesinadas y secuestradas. Escobar había llevado hasta donde ellos una
guerra que históricamente les había sido distante en sus efectos más dolorosos. Pero
nunca fue una guerra en que estuviera en juego el papel de las élites como grupo social
que controlaba las instituciones del estado central, mucho menos estaba en juego la
existencia de las instituciones. Más temprano que tarde, tal como sucedió, Escobar iba
a ser neutralizado lanzando un mensaje al resto de bandidos de que si decidían
sublevarse al estado y a las élites, su final estaba asegurado. Los siguientes capos de
la droga captaron el mensaje y optaron por transar clandestinamente los límites de su
poder con la clase política y las autoridades.
Por otro lado, las falencias históricas del estado para ofrecer protección y orden en
la periferia se hicieron evidentes por la expansión de la guerrilla y por la manera como
los narcotraficantes y sus aparatos coercitivos asumían el poder regional. Aunque las
zonas donde el conflicto con las guerrillas era más intenso, estas no constituían
espacios estratégicos para la supervivencia del estado –salvo donde había
explotaciones petroleras, la riqueza y la población existente era poca–, la violencia le
exigía al estado cumplir sus obligaciones en los márgenes del territorio. De no hacerlo
corría el riesgo de que la guerra insurgente se extendiera hacia áreas cercanas al
centro, donde estaban localizados tanto las élites como el grueso de la población y los
grandes mercados del país. En las circunstancias previas a la expansión de la
insurgencia, y al influjo de los capitales de la droga, el estado no tenía mayor necesidad
de invertir mayores recursos para llevar sus instituciones hacia la periferia. La apuesta
de las élites políticas en Bogotá era por un proceso pausado de construcción de estado
y de inclusión de los territorios periféricos por medio de inversiones públicas de la mano
de la clase política regional. Se trataba de una estrategia de desarrollo típica de las
democracias del tercer mundo que fue trastocada violentamente por las aspiraciones de
dominación social de diversos grupos armados con una capacidad de financiación
inaudita. Entonces el estado se vio obligado a planear no solo cómo hacer crecer la
economía e incluir a la población en las instituciones del capitalismo, sino en hacer una
guerra para evitar que otras instituciones regularan los espacios periféricos y
marginales de la sociedad.
La crisis de aquellos años se agudizó además por las demandas por
descentralización del estado. La pacificación del país luego de la violencia clásica se
basó en las restricciones a la competencia electoral y, en cierto sentido, a la
participación política. Como las gobernaciones, las alcaldías y los consiguientes cargos
públicos eran asignados a miembros de los partidos tradicionales, otros partidos –como
la izquierda radical y las disidencias de derecha– no tenían opciones de ocupar cargos
del gobierno local a menos que fuera en coalición con los liberales y conservadores. 27
Estos sectores, junto a los políticos profesionales de las regiones, resentían que desde

27
El Movimiento Revolucionario Liberal (MRL) es un buen ejemplo de cómo sectores disidentes
negociaban su representación política con los partidos tradicionales.
la presidencia se nombrara a gobernadores y alcaldes. Había una enorme presión para
que el estado se descentralizara, lo que implicaba elecciones populares de
gobernadores y alcaldes y la delegación en los gobiernos locales de un porcentaje
superior del gasto público. La coyuntura para estas transformaciones era favorable. Las
agencias de desarrollo internacionales como el Banco Mundial y el FMI apoyaban la
idea de la descentralización como mecanismo de desarrollo. Asimismo, dentro de la
agenda de negociación de guerrillas como el M-19 y el EPL –que se desmovilizaron a
principios de los noventa– estaba una ampliación de la democracia local como parte de
sus demandas políticas.28
En ese contexto se procedió a la elaboración de la nueva Constitución de 1991, en
la que se ahondó el proceso de descentralización del estado que ya había comenzado
a finales de los ochenta.29 La ampliación de la competencia democrática en el nivel
subnacional fue una oportunidad de poder para paramilitares y narcotraficantes
(Sánchez y Chacón, 2005). Las razones fueron similares a lo sucedido en México con la
democratización, aunque en mucha menor proporción, pues el colombiano no era un
régimen autoritario. Quienes controlaban las instituciones del estado en lo local no
disponían de los medios suficientes para contrarrestar las aspiraciones de poder de
quienes controlaban el narcotráfico. Fue así como la apertura de la competencia
electoral en lo local, y la disponibilidad de nuevas rentas públicas, facilitaron la
intervención de narcotraficantes y paramilitares en el proceso electoral. El resultado
sería una profunda transformación en la estructura del poder. Para comprender estas
transformaciones serían importantes tres aspectos: en primer lugar, los recursos de la
droga alteraron la dinámica de la competencia electoral en el nivel subnacional.
Numerosos políticos profesionales de segunda línea que nunca hubieran soñado con

28
Incluso hoy el M-19 rememora la Constitución de 1991 como una de las máximas conquistas
políticas del pueblo colombiano.
29
La elección popular de gobernadores y alcaldes fue introducida un poco antes de la
Constitución de 1991, en 1988. El principal cambio en ese sentido de la Constitución de 1991
tuvo que ver con las competencias de los mandatarios locales y el monto de los recursos
públicos que quedaron bajo su directo control.
competir con los barones electorales se encontraron con recursos más que suficientes
para desafiarlos. En municipios y ciudades intermedias el clientelismo con los recursos
del estado no era competencia frente a un clientelismo basado en la financiación del
narcotráfico. Y no solo estaba la plata del narcotráfico, sino que la ampliación de las
transferencias del centro a las regiones incrementó las oportunidades de captura de
recursos públicos sin necesidad de los grandes mediadores de la política. En entornos
tan competitivos con candidatos fácilmente cooptables y vulnerables a las amenazas no
fue difícil para narcotraficantes y paramilitares competir por el control de las
instituciones del estado en lo local (Duncan, 2006).
En segundo lugar, el control sobre las instituciones del estado y su suplantación por
otro tipo de instituciones basadas en el ejercicio de la coerción privada respondía a la
nueva economía política de las regiones. Las nuevas instituciones permitían que los
flujos de capital de las drogas alimentaran las economías locales, de modo que la
inclusión en los mercados globales por comunidades periféricas estuviera garantizada.
Hasta principios de los ochenta el desarrollo basado en el proteccionismo y la
sustitución de importaciones le había permitido a las regiones abastecer el mercado
nacional de bienes agrícolas. Su integración en la economía nacional dependía de su
especialización en determinados productos. Con la apertura de los mercados mundiales
y el crecimiento de las ciudades, muchas regiones fueron quedando rezagadas en el
contexto de la economía nacional. No podían competir con las importaciones agrícolas
de países en los que los subsidios o el costo de la mano de obra rebajaban los precios
finales de la mercancía a niveles de pérdidas. Tampoco tenían cómo producir mayores
excedentes para responder a la diversificación del consumo que tenía lugar desde
mediados de los setenta. Los flujos de capital de las drogas se convirtieron en una
alternativa para resolver su aislamiento de los mercados globales.
En tercer lugar, el poder acumulado en lo local desde la coerción y el capital de las
drogas, así como la aparición de una economía política muy específica en las regiones,
redefinieron las relaciones políticas entre el centro y la periferia. La clase política de la
periferia disponía ahora de medios propios, tanto legales como ilegales, para reclamarle
al poder político central una redefinición de los equilibrios de poder y la consideración
de sus intereses básicos, en particular de los intereses que surgían de la inclusión de
las regiones periféricas en los mercados globales y de las transformaciones en el orden
social que esta inclusión implicaba. En consecuencia, cuando políticos de provincia
recibían el dinero y el apoyo armado de los narcotraficantes, y el gobierno nacional
recibía el respaldo de estos políticos en el Congreso, estaba ocurriendo una transacción
más compleja que el simple intercambio de sobornos y prebendas. Aunque en
apariencias los políticos del centro y de la periferia no tuvieran en mente nada distinto a
beneficiarse de una transacción ilegal, en sus actos estaba implícito el establecimiento
de unos límites sobre la influencia territorial de dos tipos de instituciones muy distintas.
Al aceptar el respaldo de una clase política comprometida con mafiosos y paramilitares,
el gobierno nacional delegaba el control de las instituciones de la periferia a los
intereses económicos y políticos que habían surgido desde el narcotráfico. El soborno
era para el caso un mecanismo de las instituciones formales de la democracia que
definía los límites del poder de las instituciones del narcotráfico y de sus aparatos
armados en la periferia de Colombia.
Los nuevos equilibrios entre el centro y la periferia derivados de la descentralización
política y del creciente poder del narcotráfico se reflejaron en recurrentes escándalos. A
raíz de la guerra de Escobar contra el estado la prensa fue crítica de cualquier vínculo
de la clase política con el Cartel de Medellín. Sin embargo, los apremios de la guerra
dejaron pasar por alto toda la serie de alianzas que se establecían con otros carteles. El
Cartel de Cali fue desde entonces tejiendo una minuciosa red de corrupción en la clase
política de ambos partidos. En 1994, cuando pensaban que con la muerte de Pablo
Escobar, su peor enemigo, la situación no podía ser mejor para ellos, estalló el
escándalo por la financiación de la campaña del presidente Ernesto Samper. Si bien
Samper pudo mantenerse en el cargo a pesar de las pruebas existentes, las redes de
corrupción del Cartel de Cali quedaron expuestas y muchos de los políticos cercanos
acabaron tras las rejas o desprestigiados. El debilitamiento del cartel fue progresivo al
punto de que antes de que Samper dejara la presidencia en 1998, sus principales
líderes estaban muertos o encarcelados y el Cartel del Norte del Valle había tomado el
control del narcotráfico en Cali y la región.
El “Proceso 8000”, como se le conoció al escándalo de los dineros del Cartel de
Cali en la campaña de Samper, no fue el único. Una década más tarde vendría un
escándalo aun peor: la parapolítica. Alrededor de cien congresistas serían procesados
judicialmente por vínculos con los paramilitares. Pero la reiteración de estos escándalos
era en el fondo un síntoma de un problema que cada cierto tiempo provocaban las
relaciones entre narcotráfico y clase política en Colombia. Dado que el respaldo en
capital y coerción de los narcotraficantes generaba unas ventajas enormes en la
competencia electoral, particularmente en lo regional, los sectores de la clase política
que no recibían este apoyo eventualmente quedaban marginados de los cargos
públicos. Además, en un momento dado, los propios narcotraficantes terminaban por
concentrar demasiado poder de modo que desplazaban a los políticos que recibían su
respaldo. La respuesta de la clase política era entonces desmontar aquella organización
que pretendía reducir sus márgenes de poder. Sin importar que previamente hubieran
recibido respaldo de esta organización, hacían uso de las instituciones del estado, es
decir de las autoridades y de la justicia, para desmantelarla. Sucedió con Escobar
cuando pretendió ocupar directamente cargos públicos, con el Cartel de Cali cuando
dejó por fuera a Andrés Pastrana de la presidencia al financiar al Partido Liberal y, una
década después, con los paramilitares al pretender subordinar a la clase política de las
regiones. La respuesta en todos los casos fue la misma: el estado mediante
negociaciones o guerras, terminó por desmantelar el poder de las organizaciones
narcotraficantes.
En el caso concreto del cartel de Cali, las circunstancias que rodearon su final
fueron de la mano de un desplazamiento del poder de las organizaciones
narcotraficantes hacia municipios intermedios y áreas rurales. A mediados de los
noventa la recuperación del estado en grandes ciudades como Medellín y Cali se debió
a la presión por desmontar los espacios de regulación social impuestos por los
narcotraficantes en escenarios donde no estaban dadas las condiciones para que sus
instituciones renunciaran a ejercer su autoridad. En una década, el estado ya había
fortalecido sus instituciones, al menos las represivas, para reducir las aspiraciones de
control social de las organizaciones de sicarios de Escobar. Era cuestión de tiempo
para que el estado ganara terreno. Sin embargo, en los municipios intermedios y las
zonas rurales las condiciones eran menos favorables. Cuando Escobar fue abatido por
las autoridades y el Cartel de Cali fue perseguido a raíz del escándalo del “Proceso
8000”, ocurrió además una coyuntura propicia para que ejércitos privados en zonas
menos urbanizadas tomaran el control del narcotráfico: nacían los grandes ejércitos de
los señores de la guerra.

[T1] Los señores de la guerra


La transformación de organizaciones criminales y grupos paramilitares en ejércitos de
señores de la guerra tuvo su origen en el proyecto de expansión territorial de los
hermanos Carlos y Vicente Castaño. Dos meses después de que Escobar fuera abatido
a finales de 1993, Fidel Castaño fue asesinado.30 Los hermanos Castaño que
sobrevivieron a Fidel en la dirección de los paramilitares de Córdoba planearon
entonces un salto cualitativo enorme: la construcción de un ejército superior en hombres
y capacidad militar que se expandiera territorialmente a lo largo del país al someter a
los ejércitos paramilitares de cada región. La lógica era simple: el nuevo ejército llegaba
y le pedía a los grupos paramilitares más pequeños que entregaran sus hombres y sus
armas.31 A los propietarios despojados de sus ejércitos se les vendía en adelante
protección frente a la guerrilla y cualquier otra organización criminal. Aunque en un
principio los hermanos Castaño pudieron controlar la expansión de sus tropas, la
difusión militar en el territorio terminó por llevar a una fragmentación inevitable en
diversas facciones de señores de la guerra. Ambos terminarían asesinados por otros
señores de la guerra.
Pero al margen del trágico final de los Castaño, sus ejércitos constituyeron una
forma mucho más compleja de dominación social por parte de los aparatos coercitivos
del narcotráfico. Se convirtieron en estados de regiones enteras tanto por el número de
30
Los rumores apuntan a que se trató de un atentado de su hermano Carlos para quedarse con
el control del aparato armado que surgió de la persecución contra Pablo Escobar.
31
Esta estrategia fue corroborada por un jefe paramilitar entrevistado en la cárcel de Itagüí por
el autor.
combatientes que aglutinaban como por la capacidad de subordinación de otros actores
de poder local. Ahora no se trataba de un jefe paramilitar que regulaba la vida de un
municipio o de un poblado, sino de ejércitos privados articulados a un mando territorial
que asumían de manera cuasi monopólica funciones básicas del estado –como la
tributación, la vigilancia y la justicia– en una región entera. Y si bien estos señores de la
guerra perseguían un propósito patrimonialista, es decir de acumular capital desde la
dominación violenta de la sociedad, su logro dependía de combatir efectivamente a la
guerrilla. No había incompatibilidad entre la lucha antisubversiva y el control territorial
como medio de acumulación de riqueza, principalmente de aquella riqueza proveniente
del control de los centros de producción y los corredores de tráfico de drogas. Por el
contrario, eran propósitos complementarios. Solo con la expulsión de la guerrilla del
territorio era posible monopolizar las rentas del narcotráfico producidas en un espacio
geográfico dado.
Inicialmente el proyecto de los Castaño se limitó a Córdoba y Urabá, por lo que su
ejército privado se autodenominó ACCU (Autodefensas Campesinas de Córdoba y
Urabá). Pero luego la expansión continuó hacia otras regiones de Colombia. Abarcaron
el resto de la costa norte, el Magdalena Medio y llegaron hasta los Llanos Orientales,
Caquetá, Putumayo y la costa pacífica. Solo los grupos paramilitares más organizados y
con fuerte raíces sociales –como las autodefensas de la Sierra Nevada, de Ramón
Isaza y de Carranza en los llanos– pudieron sobrevivir a la llegada de los ejércitos de
los Castaño. Pactaron con ellos nuevas divisiones territoriales, en muchos casos luego
de sangrientos enfrentamientos. En 1997 el proyecto de los Castaño pasó a llamarse
AUC (Autodefensas Unidas de Colombia). Las AUC, aunque estaban bajo el claro
liderazgo de Carlos Castaño, eran una confederación de señores de la guerra
regionales que a medida que acumulaban fuerza ganaban autonomía. También era
claro que el avance de las AUC a lo largo del territorio nacional tenía dentro de su lógica
el control de los principales centros de producción y rutas del narcotráfico.
A diferencia de los paramilitares de los ochenta, los señores de la guerra de las
AUC habían logrado extender su control sobre el narcotráfico hacia las ciudades
(Duncan, 2005). El nacimiento del proyecto de los Castaño fue el resultado de su
victoria sobre Pablo Escobar en Medellín, una guerra en la ciudad dirigida desde el
campo. Ahora contaban con el dominio casi monopólico de extensas regiones del país
donde refugiarse y desde allí disponían de redes mafiosas en las ciudades para no solo
someter a los narcotraficantes urbanos sino para explotar todo tipo de negocios. La
regulación de los mercados de abastos, los juegos de azar, la prostitución, las ventas
minoristas de drogas, los comercios de contrabando, entre tantos otros mercados
criminales, informales e incluso legales, fue tomada a la fuerza por mafias urbanas
controladas desde el campo por señores de la guerra. En las ciudades intermedias y los
municipios pequeños la influencia de sus aparatos armados les permitía, además de
controlar los anteriores mercados, acaparar la corrupción con las rentas públicas. Se
habían vuelto competencia para los tradicionales contratistas del estado y la clase
política.
Fue así como después de la caída del Cartel de Cali el control del narcotráfico en
Colombia quedó dividido entre los ejércitos privados de las AUC y las bandas de
sicarios del Cartel del Norte del Valle. Estos últimos controlaban una región específica
del país pero manejaban gran parte de las rutas internacionales. Debían pagar una
parte importante de sus ganancias a los señores de la guerra que controlaban los
laboratorios de producción de cocaína y los puertos de salida de la droga. El control del
narcotráfico era ahora un control que se ejercía desde áreas rurales y ciudades
intermedias. Y en el caso de las AUC era algo más complejo que el de un simple cartel.
Era en realidad un control mafioso que desbordaba el asunto de las drogas y se
involucraba en una causa contrainsurgente, la imposición de unas instituciones de
regulación social por ejércitos privados y la explotación de todo tipo de rentas
susceptibles al control del crimen organizado. Se extendía por todas partes a manera
de una supermafia, al punto de que comenzó a llamar la atención en los medios. A
mediados de 2005 la revista Semana dedicó el grueso de su publicación a denunciar
cómo las distintas facciones de las AUC extendieron su control a lo largo del país.32 En

32
La portada de la revista tenía el nombre de “Los tentáculos de las AUC” y fue publicada en la
edición del 24 de mayo de 2005.
Medellín entrevistaron a un miembro de las AUC, quien reveló hasta qué punto
controlaban el crimen en las ciudades:
El trabajo mío era reclutar todas las bandas de Medellín, había que hacer un estudio barrio por
barrio, censar cuántos pelaos había en cada combo, se les decía que si no se unían con nosotros,
Don Berna los mandaba a recoger en volquetas; que si lo hacían les dábamos sueldos y armas y
para los líderes los llevábamos en “vueltas” y los poníamos a ganar. Sacábamos cuentas de las
platas que los pelaos recogen por vacunas a las terminales de los buses, a los buseros, a los
tenderos, a las casas por concepto de la celaduría, etc. Después de sacar en claro cuánto se
recogía por esto, verificábamos cuántas plazas de vicio había en el barrio y cuánto impuesto
pagaban. [...] El trabajo se consolidó en esos barrios y “filamos” a trabajar a todos los combos de
Medellín, les dábamos armas, los censábamos, les poníamos sueldos y les controlábamos todas
las vacunas que cobraban. [...] Se prohibió terminantemente el robo y “deshuesar” vehículos,
todos los vehículos que se van a robar en Medellín tienen que ser autorizados por La Oficina
33
[...].

La ofensiva de las FARC a mediados de los noventa legitimó entre muchos sectores
el proyecto de las AUC. En ese entonces las FARC habían dado un salto cualitativo en
su capacidad militar. Con los recursos, las tropas y los territorios acumulados en las
décadas previas, la jefatura de la guerrilla procedió a escalar la guerra. Las apuestas
eran altas, no solo continuar la incursión hacia nuevas regiones por medio del
desdoblamiento de sus frentes, sino también enfrentar al ejército colombiano en
combates de movimiento (Rangel, 1998). Para las fuerzas armadas, aunque la escalada
de la guerrilla se tradujo en derrotas humillantes, sus consecuencias eran más
simbólicas que estratégicas porque ocurrían en territorios remotos como Mitú, un
municipio ubicado en medio de la selva amazónica desconectado de la red de
carreteras del país pero que funcionaba como la capital de departamento. El resultado
de la sucesión de derrotas militares entre 1998 y 1999 fue una sensación de zozobra
entre la población de las grandes ciudades, que sentían que eventualmente los

33
Ver en la revista Semana El artículo “El „pacificador‟”, publicado el 24 de abril de 2005.
Disponible en: http://www.semana.com/nacion/articulo/el-pacificador/72206-3.
combates podían llegar hasta sus calles.34 En realidad la capacidad militar de las FARC
continuaba siendo limitada para dar el salto a una guerra de posiciones. Mitú, por
ejemplo, fue recuperado dos días más tarde sin que la guerrilla fuera capaz de
permanecer en el sitio para defender la toma.
Para la población de las regiones periféricas y circundantes de las grandes
ciudades la expansión de la guerrilla significaba un deterioro real de sus condiciones de
vida. El secuestro, la extorsión y el control de la guerrilla alcanzaron niveles
oprobiosos.35 Las FARC pretendían extraer de esta población una parte importante de
los recursos necesarios para doblegar al estado central. Por consiguiente, la extracción
llegaba a niveles irracionales ya que no se trataba de gobernar indefinidamente un
territorio sino de utilizar los recursos existentes para alcanzar un objetivo militar por
fuera del territorio. El uso masivo de las “pescas milagrosas” da una idea de lo
oprobioso que alcanzaron a ser las prácticas extractivas de la guerrilla. Las pescas
milagrosas consistían en la instalación de retenes en las carreteras que comunicaban
las ciudades y municipios del país. En los retenes eran secuestrados todos los
pasajeros y llevados a refugios de la guerrilla donde se investigaba la riqueza de la
familia de los secuestrados para definir si valía la pena secuestrar a cada uno de ellos y
cuál sería el monto del rescate.
En las regiones colombianas existía tanta demanda de protección contra la
expansión territorial de las FARC, que el tema del narcotráfico fue como siempre dejado
de lado ante los apremios de la guerra. El hecho de que los hermanos Castaño hicieran
parte del Cartel de Medellín en la década anterior fue olvidado. La escasa capacidad
contrainsurgente de los grupos paramilitares nativos en comparación con las AUC
dejaba por fuera de consideración el uso de la capacidad coercitiva propia. De hecho,
donde pudieron contener a la insurgencia y plantar resistencia a la incursión de los
ejércitos de los Castaño, los grupos paramilitares nativos sobrevivieron. Algunos –como
34
A esto hay que agregar la crisis de legitimidad del “Proceso 8000”.
35
Un excelente relato de cómo la práctica indiscriminada del secuestro por delincuencia común
y la posterior venta de la víctima como una mercancía a las FARC se encuentra en Castillo
(2014), quien relata el secuestro y la liberación del periodista Guillermo “La Chiva” Cortés.
aquel conformado por los empresarios bananeros que disponían de recursos de origen
legal– evitaron contaminarse con el narcotráfico. Otros, conformados por campesinos y
colonos pobres, como las autodefensas de la Sierra Nevada, no tuvieron opción distinta
a involucrarse en el negocio de las drogas para sobrevivir. De paso, sus líderes se
convirtieron en nuevos multimillonarios. Las élites del centro de momento no objetaron
que los recursos de las drogas contribuyeran a contener a la guerrilla, en parte porque
la situación era crítica en las regiones, y en parte porque la guerrilla también utilizaba
los recursos de la droga para financiar la guerra. En la periferia, la principal fuente de
recursos para plantear una resistencia a la insurgencia era el narcotráfico, así que era
apenas lógico que fuera aceptado su uso. De este modo, el ejercicio de la coerción
privada para controlar la producción y el tráfico de drogas fue rebasado por las
necesidades de una guerra contrainsurgente, y el ejercicio de la regulación social por
parte de los ejércitos privados de los narcotraficantes se legitimó sin mayor problema.
Aunque al final los hermanos Castaño no pudieron cumplir su propósito de construir
un ejército de autodefensas nacionales bajo su mando jerárquico, obtuvieron éxitos
remarcables. Lograron contener la expansión de la guerrilla y extender su dominio
sobre extensas regiones del país donde se convirtieron en verdaderos estados –
además de apoderarse de la regulación de una parte importante del narcotráfico y de
otros mercados criminales. Pero la misma expansión descontrolada a lo largo del
territorio nacional de las AUC dio lugar a un proceso de fragmentación de grandes
ejércitos privados. Los mandos de diversas regiones comenzaron a reclamar un poder
autónomo de los hermanos Castaño. Disponían de la obediencia de su tropa y de
enormes cantidades de recursos provenientes del narcotráfico y demás rentas
regionales. Surgieron entonces numerosos ejércitos de señores de la guerra que
competían por la apropiación del estado local como un mecanismo de control del
narcotráfico a lo largo de diversas regiones (Duncan, 2006).
En el fondo se trató de que la oferta de protección por superejércitos había
aumentado las oportunidades de dominación social para todo tipo de criminales que
contaran con los recursos, las habilidades y la ambición para organizar o, más bien,
para apoderarse de las organizaciones coercitivas que abundaban a lo largo de las
zonas rurales y semiurbanas del país. Entre mediados de los noventa y los primeros
años del nuevo siglo numerosos criminales de carrera llegaron a ser la verdadera
autoridad de comunidades en donde distintas prácticas criminales –desde el
narcotráfico y la minería ilegal hasta el robo de combustible y la corrupción con los
dineros del estado estaban legitimadas. Carlos Mario Jiménez, alias “Macaco”, un
antiguo delincuente originario de Dosquebradas (Risaralda), controlaría los territorios
cocaleros del Putumayo y Nariño, las minas de oro del sur de Bolívar y
Barrancabermeja, la ciudad más importante del Magdalena Medio con su industria
petrolera. Diego Murillo, llamado “Don Berna”, ex jefe de escoltas de los hermanos
Galeano, pasaría a controlar la criminalidad de Medellín y tendría ejércitos rurales en el
nordeste de Antioquia y en Valencia (Córdoba). Miguel Arroyave, un antiguo traficante
de insumos químicos, terminó comprando el Bloque Centauros que controlaba una
extensa región de los Llanos Orientales. Y así sucesivamente hasta llegar a pequeños
mandos locales que utilizaron la organización de la coerción para dominar comunidades
y apropiarse de sus principales rentas gracias al consentimiento de señores de la
guerra más poderosos que controlaban la región donde estaba localizada la comunidad.
La expansión de estos ejércitos de señores de la guerra alcanzó un punto tal que
desde el estado central comenzaron a ser vistos con preocupación. La misma clase
política y demás élites que tenían acuerdos y negocios con ellos se encontraron con
que eran una amenaza a su poder y posición en el orden social. En vez de ser una
fuente de capital y coerción para competir desde las rezagadas economías de la
periferia, acceder a los principales puestos del estado y neutralizar la expansión de la
guerrilla, eran una fuerza que los desplazaba si no se plegaban a sus condiciones de
dominación. Luego de varias décadas de paramilitarismo se había pasado de
escuadrones de la muerte sujetos al control de las élites para defender su capital, a
señores de la guerra que buscaban apropiarse de las fuentes legales e ilegales de
capital en la periferia. No sería una sorpresa que tan pronto como las FARC fueron
contenidas durante el gobierno Uribe, el establecimiento puso límites a las aspiraciones
de poder de las AUC. El resultado fue la desmovilización de los distintos ejércitos
privados por medio de un proceso de paz que tenía más características de ser un
proceso de sometimiento a la justicia por narcotraficantes que de reinserción política de
combatientes contrainsurgentes. El presidente Uribe no demoró mucho en traicionar su
compromiso de no extraditarlos, y un día cualquiera, sin previo aviso, catorce de los
principales jefes fueron enviados a cárceles de Estados Unidos en un avión de la DEA.
De ese modo, el acuerdo de paz con las AUC le permitió a la clase política regional que
controlaba las instituciones del estado en la periferia volver a reclamar su posición de
poder cedida a los líderes de los grupos armados.
No fue el fin de los señores de la guerra. Tan pronto como las AUC se
desmovilizaron en distintas partes de Colombia, surgieron nuevos ejércitos privados. La
diferencia era que ahora no existía el apremio de la lucha contrainsurgente como factor
de legitimación, ni la tolerancia de las élites. Los cambios se apreciaron inmediatamente
en la forma como eran presentados por el estado a la opinión pública. Mientras que los
paramilitares de Castaño fueron tratados en un primer momento en los medios de
comunicación como genuinos combatientes contrainsurgentes sin vínculos apreciables
con el narcotráfico, a los nuevos ejércitos criminales se les bautizó como Bandas
Criminales Emergentes (Bacrim). Las autoridades no dejaron lugar a dudas de que se
trataba de bandas criminales con el propósito exclusivo de acumular capital desde el
control de la producción y el tráfico de drogas, así como desde la extorsión de todas las
actividades productivas que ocurrían en sus zonas de influencia. Por la sola necesidad
de legitimar el estado se obvió que las Bacrim podían hacerse al control de enormes
volúmenes de capital porque se convertían en autoridad en un estado en la práctica de
numerosas regiones de Colombia.
Los ejércitos privados que quedaron del proceso de desmovilización de las AUC
fueron la demostración de que la organización de la violencia como medio para dominar
sociedades y controlar las rentas del narcotráfico se habían convertido en un motivo
central del paramilitarismo. La lucha contrainsurgente podría ser una necesidad, incluso
podría llegar hasta a ser una vocación genuina para muchos grupos, pero solo tenía
sentido si con la victoria militar se lograba la imposición de la autoridad propia. Al
analizar la nueva generación de paramilitares, las Bacrim, es claro además que están
compuestas por los sectores más marginales del orden social. Luego de tanta guerra, el
conocimiento y las habilidades para ejercer el poder político desde la organización
privada de la violencia estuvieron disponibles para ellos incluso en cantidades
radicalmente superiores que a principios de los ochenta.36 Sin embargo, la
denominación de Bacrim no se trataba de la misma situación de siempre maquillada
según la conveniencia de las élites nacionales: el estado había sido obligado a llevar
sus instituciones a territorios y comunidades donde eran prácticamente inexistentes.

[T1] La expansión de las instituciones del Estado


Luego de más de tres décadas de guerra contra las drogas, el estado colombiano ha
llevado a cabo un impresionante proceso de expansión. A principios de los ochenta ni
siquiera disponía de medios coercitivos suficientes para evitar que desde la segunda
ciudad del país, Medellín, un narcotraficante dispusiera del control de las barriadas y le
declarara la guerra. En áreas periféricas la situación era todavía peor. Ni siquiera se
trataba de una dominación compartida entre el estado y otros grupos armados, en que
guerrillas, paramilitares o mafias se especializaban en la regulación de actividades
criminales, transacciones informales y espacios marginales. Era, por el contrario, una
regulación monopólica de la sociedad en la periferia por grupos armados irregulares. Y
no se trataba del deterioro de las instituciones del estado en la periferia, las cuales eran
prácticamente inexistentes o precarias; se trataba de la aparición de nuevas
instituciones que respondían a la economía política del narcotráfico o, lo que es lo
mismo, a la necesidad de producir poder para ofrecerle protección a la producción y el
tráfico de cocaína.

36
Sobre el aprendizaje de prácticas organizacionales en la delincuencia, Beltrán (2014) plantea
la existencia de un capital organizacional, es decir de la apropiación y la disponibilidad de un
conocimiento sobre cómo organizar el crimen para convertirlo en una actividad más rentable y
de mayor escala. En el caso del paramilitarismo, las mafias y las pandillas en Colombia si algo
se ha desarrollado en estas últimas décadas, marcadas por el auge de la industria del
narcotráfico, es la disponibilidad de organizaciones y el conocimiento sobre prácticas
organizacionales para transformar la regulación de mercados ilegales en regulación de espacios
sociales de diversos tipos.
El estado entonces tuvo que esforzarse en fortalecer sus instituciones y expandirlas
hacia la periferia. El pulso de fuerza no estaba dado por la obtención de una
superioridad militar. De ser así, el estado no hubiera tenido mayores problemas para
someter a las distintas organizaciones armadas, pues su capacidad coercitiva siempre
ha sido superior. El problema era extender su capacidad de regulación hacia espacios y
transacciones sociales que funcionaban bajo el control de las instituciones de mafias,
paramilitares y guerrillas. Aunque el estado siempre lograba obtener la superioridad en
términos estrictamente coercitivos, estas organizaciones se las arreglaban para
continuar regulando muchos aspectos de la sociedad. Es decir, el estado controlaba
pero no gobernaba, o al menos no del todo. El desafío era en realidad extender el
espectro de regulación social que caía bajo sus instituciones o, en otras palabras,
extender su capacidad de gobernar espacios periféricos y marginales de la sociedad
que antes eran irrelevantes pero que ahora podían ser un desafío debido al
narcotráfico.
Al día de hoy el estado colombiano todavía se enfrenta con muchos espacios y
transacciones sociales que son regulados por otras organizaciones armadas. Sin
embargo, es una situación en que las instituciones del estado progresivamente
recuperan terreno. La reducción del control social de los aparatos coercitivos del
narcotráfico ha sido notoria, al punto de que en muchos casos su capacidad de
regulación se reduce a asuntos puramente criminales e informales y a comunidades
marginales. Medellín ofrece un buen ejemplo de cómo paulatinamente el estado ha
expandido su capacidad regulatoria a medida que las circunstancias obligan a
desarrollar y expandir el alcance de sus instituciones. Durante los tiempos de Pablo
Escobar el dominio de los bandidos en las barriadas era casi absoluto. El estado solo
podía ingresar en esos territorios a combatir con ellos. Al caer el capo, la dominación
por bandidos continuó, solo que el estado comenzó a establecer mayor presencia de su
fuerza coercitiva y a realizar inversiones sociales. La oferta de servicios públicos,
subsidios y programas de vivienda le permitieron al estado intensificar su relación con
los habitantes de las comunidades marginales. Aunque la pertenencia a las bandas y
combos criminales fuera la opción más atractiva para los jóvenes del lugar, y la
provisión de justicia y protección dependiera en su mayor parte de las propias
organizaciones criminales, el estado se volvía cada vez más necesario para la inclusión
material de la comunidad.
A finales de los noventa dos grupos de las AUC se disputaban el control de los
bandidos de la ciudad al tiempo que luchaban contra los milicianos de la guerrilla: la
facción dirigida por Diego Bernardo Murillo, alias “Don Berna”, finalmente se impuso a
sangre y fuego. “Don Berna” era el jefe de seguridad de los hermanos Galeano, quienes
fueron asesinados por Escobar en La Catedral. Para defenderse de Escobar se unió a
“los Pepes”, adquiriendo un papel protagónico en la dirección del grupo. Al morir
Escobar parecía tener vía libre para controlar el narcotráfico en Medellín, lo que
posteriormente logró luego de destruir a la poderosa banda de la Terraza y de someter
a los combos de las comunas marginales con ayuda de los paramilitares de los
Castaño. Su triunfo era en cierto modo una réplica del modelo de control de Escobar:
los narcotraficantes de Medellín debían pagarle una parte de sus rentas a cambio de
protección. Con estos recursos, “Don Berna” pagaba la nómina de los bandidos que
permitían proteger y someter a los narcotraficantes. Pero, a diferencia de Escobar, “Don
Berna” no desafiaba al estado, todo lo contrario, trabajaba con el estado. A cambio de
sobornos y de poner orden entre los criminales, podía monopolizar las rentas por
protección del narcotráfico y demás negocios ilegales de la ciudad. La diferencia en
términos de dominación social fue resumida así por un entrevistado: “cuando Pablo
mandaba, la Policía no podía entrar aquí. Con “Don Berna” ellos [la policía] entraban
cuando querían”.
Mal que bien era un paso enorme desde el punto de vista de expansión de la
capacidad regulatoria del estado. Así fuera en asocio con unos criminales, el estado
finalmente podía entrar a vigilar las áreas marginales de la segunda ciudad del país. El
respaldo de los paramilitares de “Don Berna” fue valioso luego para derrotar a las
milicias de la guerrilla. Medellín había entrado en un proceso irreversible de
pacificación. Las tasas de homicidio pasaron de 380,6 por cien mil habitantes en 1991,
a treinta y cuatro en 2007 (Giraldo, 2008). En 2003, 868 miembros de las bandas
criminales utilizadas por “Don Berna” para controlar las barriadas de Medellín se
desmovilizaron como paramilitares dentro del proceso de paz con las AUC. En mayo de
2008 la extradición de él, junto con otros trece jefes paramilitares, fue el final de su
poder. Nuevos liderazgos surgieron, desde alias Rogelio hasta alias Sebastián, quienes
se disputaron el control de lo que se conocía como la Oficina de Envigado, la mafia que
regulaba las rentas criminales de la ciudad. Pero las guerras que siguieron a la
extradición de “Don Berna” parecían simples vendettas de delincuentes y de pandillas
en comparación con lo que habían sido la guerra de Escobar.
Dos circunstancias habían debilitado la capacidad de regulación de la sociedad
desde el narcotráfico: en primer lugar, una serie de inversiones en infraestructura y
urbanismo cambiaron el paisaje social donde la guerra tenía lugar (Martin, 2012). Las
nuevas avenidas en los barrios marginales, las estaciones de Metrocable, las
bibliotecas, las escuelas y demás obras dirigidas a la inclusión de las comunidades
marginadas de la ciudad, arrebataron a la población del control monopólico de las
bandas y los combos. La ruptura del aislamiento físico y simbólico por medio de estas
inversiones facilitó la función de vigilancia del estado sobre la población. Quienes abrían
comercios alrededor de las avenidas y estaciones de Metrocable asistían a las
bibliotecas y escuelas y salían de sus barriadas al resto de la ciudad; así establecían
una nueva relación con el estado, utilizaban sus servicios, recibían vigilancia de sus
autoridades y estaban obligados a respetar sus instituciones así fuera de manera
temporal. Los adolescentes de las bandas y los combos podían mantener un control
parcial del territorio, su capacidad de vigilancia cotidiana de la comunidad era
incuestionable, pero estaban obligados a respetar las nuevas relaciones de sus
habitantes con el estado porque eran demasiado valoradas por la comunidad.
En segundo lugar, la presión de las autoridades sobre los nuevos líderes
interesados en tomar el control sobre los criminales de la ciudad evitó que surgiera una
organización como la de Escobar o “Don Berna”, capaz de someter a los
narcotraficantes de la ciudad. El resultado es que al día de hoy no existe una mafia que
canalice a la fuerza las ganancias de la droga hacia las bandas y los combos de
manera periódica como ocurría previamente, o por lo menos no a los anteriores niveles.
Cuando un narcotraficante necesita hacer uso de la violencia contrata a las bandas
pero no les paga periódicamente para recibir protección de ellas. Las bandas y los
combos, así como las mafias que las controlan, dependen de determinadas actividades
productivas en la ciudad que son susceptibles a la extorsión o a un control mediante la
violencia. Desde la venta de arepas y pollo en las barriadas hasta las ventas minoristas
de drogas, los juegos de azar, la prostitución, las ventas de contrabando, el comercio
informal, etcétera, son presa de la regulación por distintos tipos de organizaciones
coercitivas. Pero se trata de mafias que progresivamente se especializan en la venta de
protección a actividades económicas específicas y que, a excepción de los combos en
las comunidades más marginales, se distancian del ejercicio de la regulación social.
El debilitamiento actual de las mafias en relación con el estado se refleja en la
ascendencia que tienen las autoridades sobre la criminalidad. La regulación de las
mafias sobre ciertas transacciones y espacios sociales está sujeta a la coordinación y a
la aprobación de sectores corruptos de la Policía en la ciudad. Parte de las ganancias
por extorsión y por la monopolización de economías criminales se destina al pago de
sobornos a las autoridades para obtener el permiso de explotación de estas rentas. Los
pactos entre mafias demandan incluso la presencia de mandos de la Policía para
aprobar lo que los delincuentes acuerden. En julio de 2013 se referenció en varios
medios una reunión ocurrida en una finca de San Jerónimo, donde “los Urabeños”
pactaron un acuerdo con las mafias locales que sobreviven a la Oficina de Envigado.37
El acuerdo era sobre la repartición de los territorios y de las transacciones sujetas a
control criminal en Medellín. Según los comentarios de algunos analistas locales al
autor, en esa reunión estuvieron presentes miembros de la Policía para garantizar los
acuerdos. La lectura obvia de esta situación es la de una corrupción desbordada. Pero
dadas las exigencias que recaen sobre las autoridades para evitar desorden e
inseguridad, otra lectura es la de un mecanismo para garantizar mayor previsibilidad y
moderación en las actuaciones de las mafias. Por ejemplo, los grandes empresarios de
37
Ver en In Sigth Crime, el artículo “Una tregua en Medellín acerca a los grupos a una
hegemonía criminal”, publicado el 3 de octubre 3 de 2013. Disponible en:
http://es.insightcrime.org/analisis/una-tregua-en-medellin-acerca-a-los-grupos-a-una-
hegeomonia-criminal.
El Hueco, la zona céntrica de la ciudad plagada de comercios de contrabando utilizados
para lavar las ganancias del narcotráfico, prefieren la corrupción de las autoridades a la
vigilancia de las Convivir, las mafias que regulan el centro. La razón es que con la
Policía y los funcionarios de las oficinas de impuestos saben qué comportamientos
esperar, mientras que a veces la imprevisibilidad en los comportamientos de las
Convivir afecta negocios multimillonarios.
La expansión de la capacidad regulatoria del estado no solo ha ocurrido en grandes
ciudades y zonas urbanas donde el narcotráfico propició la aparición de mafias y
pandillas. En áreas más periféricas donde señores de la guerra y guerrillas
aprovecharon la precaria institucionalidad del estado las transformaciones también son
evidentes. Aunque todavía existan organizaciones armadas que impongan sus
instituciones sobre las del estado, la incursión de la fuerza pública y las inversiones en
infraestructura, educación, salud y servicios públicos han puesto límite a sus
pretensiones de control social. La llegada del estado ha supuesto de hecho un
repliegue geográfico para estas organizaciones, así como una reducción de los
espacios y las transacciones sociales que caen bajo su control. Estado y grupos
armados –sean guerrillas o Bacrim– pueden compartir la dominación de un municipio,
una vereda o una comunidad. La diferencia está en que las instituciones estatales
comienzan a despojar a las instituciones de los grupos armados de su capacidad
regulatoria. Mucho de lo que antes funcionaba bajo las normas impuestas por guerrillas
y señores de la guerra ahora funciona bajo las normas y la vigilancia de las autoridades
estatales.
El avance de las instituciones del estado en el territorio ha sido el resultado del
fortalecimiento de su capacidad coercitiva. Los avances militares de la guerrilla de
mediados de los noventa generaron una fuerte reacción del estado. La acumulación de
medios coercitivos se plasmó en un incremento del pie de fuerza, las Fuerzas Armadas
pasaron de trescientos mil a cuatrocientos cuarenta y seis mil miembros entre 2001 y
2012,38 y de recursos destinados a la provisión de seguridad, el gasto militar creció de
2,4 puntos del PIB durante el gobierno de Gaviria (1990-1994) a 4,2 durante el primer
gobierno de Uribe (2002-2006) (López, 2011). Estados Unidos jugó un papel importante
de modernización de las Fuerzas Armadas a partir del Plan Colombia que contribuyó
sobre todo a que el país dispusiera de una capacidad aérea de combate que marcó la
diferencia en la guerra contra las guerrillas. El fracaso del proceso de paz de Pastrana y
la llegada de Uribe a la presidencia en 2002 marcó a su vez un punto de inflexión en la
guerra contra las FARC. El Plan Colombia fue absorbido dentro de la estrategia de
Seguridad Democrática del nuevo gobierno. Se había pasado de una visión de la guerra
insurgente fundada principalmente en la erradicación de cultivos ilícitos, el combate a la
guerrilla y las inversiones en desarrollo alternativos en las zonas de cultivo,39 a una
visión de guerra por imposición de las instituciones del estado. De acuerdo con la nueva
estrategia (Presidencia de la República, 2013), el objetivo era la imposición de las
instituciones del estado:
La Política de Defensa y Seguridad Democrática es una política de Estado de largo plazo, que se
desarrollará en coordinación con todas las entidades del Gobierno y las demás ramas del poder.
La verdadera seguridad depende no solo de la capacidad de la Fuerza Pública de ejercer el
poder coercitivo del Estado, sino también de la capacidad del poder judicial de garantizar la
pronta y cumplida administración de justicia, del Gobierno de cumplir con las responsabilidades
constitucionales del Estado y del Congreso de legislar teniendo presente la seguridad como el
bien común por excelencia de toda la sociedad (p. 12).

38
Ver en Diálogo el artículo “Fuerzas Armadas de Colombia aumentaron en 146.000 hombres
de 2001 a 2012”, publicado el 29 de mayo de 2012. Disponible en: http://dialogo-
americas.com/es/articles/rmisa/features/regional_news/2012/05/29/feature-ex-3182.
39
El Plan Colombia fue concebido principalmente como un problema de desarrollo en áreas
periféricas. El propio presidente Pastrana se refería al Plan Colombia como un Plan Marshall
para el país. Es decir, como una contribución económica para reconstruir una sociedad en
posguerra. La visión no dejaba de ser un tanto ingenua porque nunca se trató de una sociedad
avanzada que fue destruida por un conflicto. Todo lo contrario, la de los colonos eran
sociedades que se habían hecho por medio del conflicto y que continuaban inmersos en él.
En una primera fase las guerrillas fueran expulsadas de las áreas circundantes de
las grandes ciudades y replegadas hacia las zonas más remotas de la periferia.
Posteriormente mandos importantes comenzaron a ser abatidos en bombardeos de la
fuerza área. Finalmente los propios miembros del secretariado, la cúpula de las FARC,
comenzaron a ser dados de baja. En 2008 su máximo líder Alfonso Cano, quien
remplazó a Manuel Marulanda Vélez, muerto por causas naturales, cayó en un
operativo del ejército. A partir de entonces quedó claro para las FARC que el plan de
toma del poder trazado por Marulanda había fracasado. No había la mínima opción de
una victoria militar. Pero de todas maneras disponían de los medios necesarios para
sobrevivir como una guerrilla. Muchas puntas de colonización donde se cultivaba coca
continuaban bajo su control. Eran territorios demasiado hostiles a las instituciones del
estado por la criminalización que este mismo había hecho de los cultivos. Al no poder
regular directamente las comunidades cocaleras, el estado delegaba en las AUC el
control de muchas regiones periféricas donde antes gobernaba la guerrilla. Las
instituciones de regulación social desarrolladas por los ejércitos privados de los
narcotraficantes no tenían problemas tanto para ofrecer orden y protección en estas
comunidades, como para garantizar su sustento material (Jansson, 2008; Torres, 2012).
Cuando finalmente las FARC fueron llevadas a una situación límite, replegadas
hacia los bordes de la geografía habitada del país, la dirigencia de las FARC se vio
enfrentada a una realidad ineludible: negociar con el gobierno o sobrevivir
indefinidamente en condiciones precarias sin ninguna opción de victoria. La realidad se
impuso y sus líderes se embarcaron en un proceso de paz con el gobierno del sucesor
de Uribe, Juan Manuel Santos. Pero al margen de los resultados finales de un proceso
que aún no termina, la economía política de las áreas periféricas del país plantea un
dilema para el estado y las élites: ¿cómo gobernar sociedades hostiles a las
instituciones del estado? ¿Hasta qué punto presionar con la imposición de unas
instituciones que no son coherentes con la lógica de mercados dependientes de la hoja
de coca o de actividades ilegales? En el caso de la negociación con la dirigencia de las
FARC el dilema parece resolverse fácilmente porque se trata ante todo de una élite
revolucionaria más interesada en acceder al poder desde las instituciones del estado
que de gobernar sociedades periféricas. A cambio de una inserción en la vida política
legal, la dirigencia de la guerrilla estaría dispuesta a abandonar la guerra, lo que
equivale a la desmovilización de la única organización armada que tiene el propósito de
suplantar al estado central.
El problema para una desmovilización completa de las FARC proviene de muchos
mandos medios que seguramente continuarán en la guerra porque su origen social es
un impedimento para su reinserción en la legalidad en condiciones de poder
equivalentes a las que tienen en la insurgencia. Se trata de combatientes rurales que a
duras penas manejan la retórica marxista necesaria para competir por los puestos de
poder de las FARC si se convierte en un movimiento político en la legalidad. Sobre ellos
pesa hoy el grueso del esfuerzo militar de la guerrilla. También son los responsables de
conseguir los recursos de la organización bien sea por medio de la extorsión, la minería
ilegal o el control de los cultivos de coca y de los laboratorios de cocaína. Poco sentido
hay en renunciar a la oportunidad de poder y riqueza que tendrán a la mano en el
momento en que la dirigencia de las FARC entregue las armas y no cuente con los
medios coercitivos para reclamar su obediencia. ¿Acaso no fue acabar con este tipo de
privaciones el motivo para ingresar a la guerrilla? Su mejor opción será continuar en la
guerra, aunque lo harán con un propósito muy distinto al de una guerrilla comunista,
dirigido estrictamente hacia la dominación local. Lo más probable es que formen parte
de las numerosas Bacrim que surgen en la periferia colombiana, es decir se convertirán
en nuevos señores de la guerra.
Pese a todo, para el estado colombiano la nueva situación es un avance con
respecto a como estaban las cosas una década atrás. La guerra contra las drogas
desde la perspectiva del pulso de fuerzas por imponer unas instituciones de regulación
social ha señalado un avance del estado sobre otras organizaciones coercitivas. Ha
revertido una tendencia expansiva de todo tipo de grupos armados, desde pandillas y
mafias hasta señores de la guerra y guerrillas. Ahora es el estado el que incursiona en
los espacios y las transacciones que estaban bajo el control de las organizaciones
coercitivas. En barrios marginales y poblados remotos donde antes la regulación social
era monopolizada por organizaciones criminales o insurgentes, las instituciones del
estado han comenzado a regular desde los asuntos más intrascendentes hasta asuntos
definitivos en la interacción social como los derechos de propiedad. Es diciente que
para apropiarse de tierras hasta los propios testaferros de la guerrilla utilicen las
notarías y otras instancias institucionales del estado.40 Si las instituciones del estado no
tuvieran un mínimo nivel de efectividad sobre las sociedades periféricas no necesitarían
hacerlo. Pero el logro más importante ha sido la contención de la guerrilla a un punto en
que la naturaleza de la guerra ha sufrido una transformación. De una guerra
contrainsurgente en contra de un enemigo interesado en la toma del poder nacional,
una guerra en esencia de soldados, se está dando el paso a una guerra exclusivamente
contra mafias, señores de la guerra y demás organizaciones especializadas en la
explotación de rentas criminales y la dominación de espacios periféricos o marginales,
lo que es ante todo una guerra de policías.

40
Ver en el portal de Caracol Radio el artículo “Así actuaron las FARC con algunos jueces,
notarios y alcaldes para robo de tierras en Antioquia”, publicado el 13 de enero de 2012.
Disponible en: http://www.caracol.com.co/noticias/judiciales/asi-actuaron-las-farc-con-algunos-
jueces-notarios-y-alcaldes-para-robo-de-tierras-en-antioquia/20120113/nota/1605951.aspx.
También ver en El Espectador el artículo “Las Farc y el despojo de tierra”, publicado el 6 de
octubre de 2012. Disponible en: http://www.elespectador.com/noticias/paz/farc-y-el-despojo-de-
tierra-articulo-379732.

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