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5.

3 Aceptación de la voluntad de
Dios en nuestras vidas (formación
de la voluntad y del corazón)
La voluntad de Dios en nuestras vidas es una llamada a
una vocación al amor.

Por: Mayra Novelo de Bardo | Fuente: Catholic.net 

Esquema de la sesión:
1. La voluntad de Dios en nuestras vidas: una vocación al
amor
2.-La formación de la voluntad
3. la formación de los sentimientos
4. La formación del corazón de apóstol

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5.3 Aceptación de la voluntad de Dios en nuestras vidas


(formación de la voluntad y formación del corazón).
“Hemos creído en el amor de Dios: así puede
expresar el cristiano la opción fundamental de su
vida. No se comienza a ser cristiano por una
decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro
con un acontecimiento, con una Persona, que da un
nuevo horizonte a la vida y, con ello, una
orientación decisiva. En su Evangelio, Juan había
expresado este acontecimiento con las siguientes
palabras: « Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su
Hijo único, para que todos los que creen en él tengan vida
eterna » (cf. 3, 16). La fe cristiana, poniendo el amor
en el centro, ha asumido lo que era el núcleo de la fe de
Israel, dándole al mismo tiempo una nueva profundidad y
amplitud. En efecto, el israelita creyente reza cada día
con las palabras del Libro del Deuteronomio que, como
bien sabe, compendian el núcleo de su existencia: «
Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios es solamente uno.
Amarás al Señor con todo el corazón, con toda el alma,
con todas las fuerzas » (6, 4-5). Jesús, haciendo de
ambos un único precepto, ha unido este
mandamiento del amor a Dios con el del amor al
prójimo,contenido en el Libro del Levítico: « Amarás a tu
prójimo como a ti mismo » (19, 18; cf. Mc 12, 29- 31). Y,
puesto que es Dios quien nos ha amado primero (cf. 1 Jn
4, 10), ahora el amor ya no es sólo un «
mandamiento », sino la respuesta al don del amor,
con el cual viene a nuestro encuentro”.

Carta encíclica «Deus caritas est», «Dios es amor»


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1. La voluntad de Dios en nuestras vidas: una


vocación al amor
Tal y como menciona el texto de la carta encíclica “Deus
caritas est”, los cristianos estamos llamados a vivir una
vocación al amor. Amar pues el gran proyecto de la vida,
nuestro mayor negocio, la vocación más sublime. Y para
nosotros cristianos, el amor como camino, verdad y vida,
no es una idea vaga o un proyecto filantrópico, tiene un
rostro muy concreto, es una persona: Jesucristo.

Ser como Cristo se convierte en nuestro programa de


vida. En él encontramos el modelo de hombre perfecto,
del amor realizado en la entrega y en la donación sincera
de sí mismo a los demás. Y amar es cumplir sus
mandamientos (cf. Jn 14,21-24¸ Jn 2, 3-6); recorrer
siempre el camino concreto que, en muchas ocasiones se
hace estrecho y cuesta arriba por el peso de la cruz (cf.
Lc 13, 24; Mc 8, 31-38).

Y la vida como vocación, como llamada, no se reduce


sólo, a aquella primera llamada por la que fuimos creados
y destinados a ser como Cristo. Dios continúa
llamándonos todos los días, en cada momento va
explicitando las exigencias de esa llamada original que
resuena como un eco en nuestro corazón. Cada gracia,
cada evento o circunstancia que Él permite en nuestra
vida es una posibilidad de encuentro personal con Cristo,
una nueva llamada a corresponder con generosidad a su
amor.

Como consecuencia de nuestro ser cristiano, gozamos de


un verdadero banquete de bendiciones: el don del
bautismo por el cual podemos llamar a Dios padre y en
consecuencia también somos llamados a ser hijos de
nuestra madre la Iglesia, entramos a formar parte de la
gran familia de Dios y herederos del cielo; los
sacramentos de la confirmación, la eucaristía y de la
reconciliación; el alimento de la palabra de Dios en la
Sagrada Escritura, la liturgia, la comunión de los santos;
la ayuda de los sacerdotes; las enseñanzas y el ejemplo
del Papa, etc.

¡Cuántas voces de Dios, también a través de la vida de


todos los días, del encuentro fortuito con una persona, de
una conversación, de una lectura, de una experiencia!
¡Cuántas lecciones nos manda Dios a través del
sufrimiento y de las enfermedades, instrumentos eficaces
de purificación y de desprendimiento interior, que ayudan
a aferrarnos únicamente a Dios y a lo eterno!

Pero para reconocer la voz de Dios, el llamado de Dios es


importante escucharlo y de esta manera cumplir la
voluntad de Dios que en definitiva sería realizar nuestra
vocación al amor.

Un medio concreto para crecer en el cumplimiento


de la voluntad de Dios, y ya tratado en uno de los
temas del curso, es la oración. 

En ella debemos dejar que Dios vaya modelando toda


nuestra persona, es decir, nuestro entendimiento,
voluntad y sentimiento. Que nuestros pensamientos sean
siempre acordes con el pensar de Dios, entrando cada vez
más profundamente en la manera propia de Jesús de ver
las cosas; que nuestras acciones vayan siempre dirigidas
a agradar a Dios, que nuestros mismos sentimientos sean
como los de Cristo. Orar es aprender de Cristo y moldear
nuestra personalidad como la de Él de modo que nuestro
querer y el de Dios coincida cada vez más. Un ejemplo
claro de esto es san José:

“Era José, decíamos, un artesano de Galilea, un hombre


como tantos otros. Y ¿qué puede esperar de la vida un
habitante de una aldea perdida, como era Nazaret? Sólo
trabajo, todos los días, siempre con el mismo esfuerzo. Y,
al acabar la jornada, una casa pobre y pequeña, para
reponer las fuerzas y recomenzar al día siguiente la tarea
(...). José era efectivamente un hombre corriente, en el
que Dios se confió para obrar cosas grandes. Supo vivir,
tal y como el Señor quería, todos y cada uno de los
acontecimientos que compusieron su vida. Por eso, la
Escritura Santa alaba a José, afirmando que era justo
(Cfr. Mt I, 19.). Y, en el lenguaje hebreo, justo quiere
decir piadoso, servidor irreprochable de Dios, cumplidor
de la voluntad divina (Cfr. Gen VII, 1; XVIII, 23–32; Ez
XVIII, 5 ss; Prv XII, 10.); otras veces significa bueno y
caritativo con el prójimo (Cfr. Tob VII, 5; IX, 9.). En una
palabra, el justo es el que ama a Dios y demuestra ese
amor, cumpliendo sus mandamientos y orientando toda
su vida en servicio de sus hermanos, los demás
hombres”.
Es Cristo que pasa, 40

2.-La formación de la voluntad

Todas estas verdades recordadas en este tema y en los


anteriores y que el director espiritual debe enseñar,
recordar y hacer vivir al dirigido, necesitan de la
formación de la voluntad para ser transformadas en
hechos concretos, en forma de vida.

La voluntad es la facultad que nos permite


transformar nuestras ilusiones en hechos. Por eso
es el ámbito normal en el que se desarrollan los
proyectos de vida. Ella es la pieza clave del edificio de
la personalidad. Desde un punto de vista natural, el valor
de un hombre depende en gran parte de cuánto haya
logrado formar esta facultad "timonel" de su
personalidad. Ella, con la gracia de Dios, forma el eje de
todo empeño espiritual, humano, apostólico e intelectual
del hombre. Si un hombre sin ideal es un pobre hombre,
podemos decir que un ideal sin formación de la voluntad
es una utopía.

La opción fundamental, la autenticidad, la conciencia, los


estados de ánimo, los dones y las cualidades naturales,
corren un riesgo muy grave sin esta formación de la
voluntad.

a) Cualidades de una voluntad bien formada

Siendo importante formar bien la voluntad, es preciso


saber en qué consiste una voluntad bien formada. Una
voluntad bien formada es dócil a la inteligencia, es decir,
está lejos del capricho y del irracionalismo. Debe llevar a
la realización nuestras convicciones profundas bajo la luz
de la razón iluminada por la fe. Además, la voluntad tiene
que ser eficaz y constante en querer el bien. No basta ser
bueno cuando "me siento inspirado", se ha de perseguir
el bien siempre y en todo lugar. Tampoco basta querer
ser feliz o querer amar a Dios, la voluntad debe tener la
eficacia de poner estos deseos en marcha. Más aún, una
voluntad bien formada tiene que ser tenaz ante las
dificultades, no desesperarse ante ellas, no aburrirse con
el paso del tiempo, ni relajarse con la edad. Sabe
convertir las dificultades en victorias, creciendo en su
opción fundamental y en su amor real.

Por encima de todo esto, una buena formación de la


voluntad implica capacidad de gobierno de todas las
dimensiones de la persona con suavidad y firmeza.
b) Medios para la formación de la voluntad 

Pero, ¿cuáles son los medios para formar la voluntad?


Una respuesta sencilla y corta puede ser: ejercitarla en
querer el verdadero bien, quererlo con constancia y con
eficacia. Entendido bien esto, sobra todo lo demás.

A veces, al hablar de la formación de la voluntad, se


piensa en la represión. Nada más opuesto a la verdad.
Ciertamente la formación de la voluntad requiere
dominio de sí, pero no se trata de una acción puramente
negativa, "rechazar"; se trata, ante todo, del
"querer". Por lo tanto, el esfuerzo es para que la
voluntad esté polarizada por el amor a Dios y por la
identificación con Cristo como modelo. No es
cuestión de formar personas con mucho aguante
ante el dolor físico o moral, sino de formar personas
que amen mucho a Dios y que sepan plasmar este
amor en hechos reales.

Hay muchos otros medios de orden práctico para la


formación de la voluntad. Pero, antes de pasar a éstos, es
necesario recordar que en toda esta obra se deben
tener siempre presentes los motivos: el amor a
Dios, la imitación de Cristo, la formación de una
personalidad auténtica y madura, el cumplimiento
de la vocación al amor. Esto es importante cuando
consideramos el hecho de que la formación de la voluntad
es uno de los campos más costosos en toda formación
humana.

Si vamos a la vida ordinaria, vemos que hay


incontables ocasiones para formar la
voluntad: renunciar al propio capricho optando
responsablemente por el cumplimiento del deber,
renunciar a los propios planes individuales optando
libremente para seguir la vida familiar, renunciar a
dejarse llevar por el cansancio, el pesimismo o los
sentimientos negativos y optar libremente por un camino
de serenidad y control de sí, renunciar a una vida llena de
comodidades y optar por la austeridad de vida aun en
cosas pequeñas, triviales.

Hay otros modos de entrenar diariamente la propia


voluntad para que llegue a ser eficaz y constante: no
retractarse con demasiada facilidad de las resoluciones
tomadas, exigirse llevar a término toda obra iniciada,
poner especial atención en los detalles que exigen
esfuerzo, como cuidar el orden en casa y en la oficina, la
puntualidad, cuidar las palabras a la hora de hablar,
esforzarse en el aprovechamiento del tiempo, la
dedicación al estudio, al trabajo y a la oración. En fin, son
muchas las oportunidades, cualquier situación puede
representar una ocasión para ejercitar la voluntad en la
constancia y la eficacia del amor.

3. Formación de los sentimientos

Pero la voluntad de Dios además de aceptarla se


debe amar. Y para amar es necesaria la formación
de la afectividad. Trataremos sólo algunos puntos
importantes.
Las pasiones

La pasión es una tendencia que se desarrolla de


modo superior al normal. Esto puede ocurrir tanto con
las tendencias intelectivas, como en las sensitivas.
Pasiones de la naturaleza sensible son, por ejemplo: la
tendencia a alimentarse, al descanso, a la propia
conservación, a la reproducción, etc.; y de naturaleza
espiritual: la tendencia a la verdad, a la belleza, a la sana
afirmación de sí.

Las pasiones no son, de por sí, negativas.


Simplemente son fuerzas de mayor o menor
intensidad. Es por tanto erróneo pensar que la
formación de las pasiones consiste en reprimirlas o
suprimirlas. Más aún, sería contraproducente: su ímpetu
natural, reprimido, podría sumergirse en el
subconsciente, y desde ahí dar batalla sin ser advertido.
Al contrario, el sentido de la formación de las
pasiones es encauzar recta y firmemente su valioso
potencial sublimándolo y dirigiéndolo, de modo que
sean estímulo y fuerza para realizar grandes
empresas.

Ahora bien, como sabemos, el pecado ha dejado al


hombre en guerra civil interior. El desorden creado
por él en su naturaleza hace que las fuerzas pasionales
puedan empujar en direcciones contrarias a aquella que
el sujeto trata de seguir consciente y libremente, según la
recta razón y a la luz de la fe. Por ello, aunque las
pasiones sean en sí fuerzas positivas, podemos
hablar de una dirección positiva o negativa de sus
impulsos, según vayan en armonía o contradigan el
ideal de vida del individuo. Hay, pues, dos medidas
a tomar, simultáneas y complementarias: fomentar
lo positivo y rectificar lo negativo. 

Es importante señalar con Santo Tomás, que nuestro


influjo sobre las pasiones no es "despótico", sino
"político". Las fuerzas pasionales tienden hacia su propio
objeto siguiendo mecanismos automáticos. La voluntad
no tiene un dominio directo sobre ellas. Por ello se
requiere un trabajo indirecto, "político", a través de
ciertos recursos que pueden apaciguar, "distraer" o
reencauzar esas energías.

El primer y fundamental recurso es la polarización


por un ideal. El amor profundo al propio ideal de vida
hace que se polarice en torno a él toda la personalidad.
No sólo la inteligencia y la voluntad, sino también las
pasiones, entrarán en juego según la dirección unitaria de
la persona.

Pero no basta con querer el ideal. Las pasiones pueden


"rebelarse" en cualquier momento, dado su automatismo
natural. Se requiere vigilancia y firmeza para evitar
las causas de la pasión rebelde. La experiencia
personal enseña a conocer algunas situaciones o
circunstancias, externas o internas, que suelen estimular
las tendencias naturales en direcciones desviadas.

En ocasiones puede ser muy útil poner en acción la pasión


contraria a la que está "dando lata". Me doy cuenta de
que me está dominando la desesperación. Quizás no es
fácil controlarla directamente. Pero puedo poner en
juego mi inteligencia o mi imaginación para
encontrar estímulos que provoquen la pasión de la
esperanza, que contrarrestará o incluso anulará las
tendencias negativas.

Es posible también encauzar las pasiones hacia


objetos adecuados a ellas y a la vez conformes con
las propias convicciones. En lugar de dejar que el odio
se dirija hacia quien nos ha hecho un mal, podemos
orientarlo contra el pecado; contra el pecado de odiar al
prójimo, por ejemplo, facilitando incluso de ese modo la
capacidad de perdonar. En vez de abandonarnos a la
tristeza podemos usar esa tendencia para
compenetrarnos con el sufrimiento redentor de Cristo, de
modo que lleguemos a valorarlo tanto que sintamos la
alegría profunda de sabernos amados por él hasta
semejante extremo.

Hay que estar también muy atentos a controlar el


crecimiento de las pasiones. Si dejamos que
cualquier pasión se desarrolle desmesuradamente,
puede llegar un momento en que tome ella las
riendas de nuestra personalidad. Cuando se llega a
ese estado, la persona se ve absorbida, ajetreada,
totalmente focalizada por el impulso pasional en cuestión.
Las demás pasiones, el cuerpo, y hasta la inteligencia y
voluntad se encuentran sometidos a ella. Las
consecuencias pueden ser desastrosas: comportamientos
en diametral oposición a las convicciones y la opción de
vida de la persona, e incluso, sobre todo si la fuerza
pasional persiste en el tiempo, el desarrollo de una
patología psicológica.

Otro recurso para educar nuestro mundo pasional


es la reflexión sobre los motivos de la propia
actuación. Mirar hacia dentro de vez en cuando y
preguntarnos: estos pensamientos, esta reacción, este
propósito que estoy a punto de hacer, ¿de dónde vienen?
¿de lo que mi razón ha visto como más conveniente y mi
voluntad quiere libremente? ¿no me estoy dejando llevar,
más bien, por impulsos pasionales?

Por último, cuando todas las medidas han sido


insuficientes, puede ser muy sabio recurrir a una
"congelación temporal": cuando nos damos cuenta de
que la pasión se ha encendido en nuestro interior y nos
empuja ciegamente en una dirección indebida, es
conveniente no actuar, no tomar ninguna decisión
importante en ese estado, esperar a que vuelva la calma.

Formación de los sentimientos

Se suele llamar sentimiento a un fenómeno psíquico de


carácter subjetivo, producido por diversas causas
(estados de ánimo vitales o pasajeros, reacciones
inconscientes ante el medio ambiente, estado físico,
acontecimientos, situaciones, etc.) y que impresiona
favorable o desfavorablemente a la persona, excitando en
ella diversos instintos y tendencias.

Saber cuáles son las diversas clases de


sentimientos nos ayudará para conocernos en este
punto. Un primer grupo son los sentimientos
vitales. Nacen del conjunto de percepciones que tienen
como objeto nuestro propio organismo y, según sean,
confieren a la vida un sentido de bienestar o de malestar,
de frescura o de pesadez. El humor es una resonancia de
los sentimientos vitales que repercute en todas las
esferas de la vida.

Un segundo tipo está formado por los sentimientos


de la propia individualidad. Entre ellos tenemos el
sentimiento del propio poder y del propio valor: de
capacidad o inferioridad, de suficiencia o insuficiencia que
se basa sobre la aprensión de la propia dignidad, dotes y
cualidades; puede fundarse más sobre la propia opinión o
más sobre la opinión de los demás.

Otros sentimientos surgen como reacción al mundo


externo: el sufrimiento, la esperanza, la resignación, la
desesperación. Por otra parte se dan los sentimientos
corporales (hambre, sed, cansancio, etc.); los de índole
psíquica como la tristeza que oprime, la alegría que
exalta, la gratitud que conmueve, el amor que enternece,
etc.

Es evidente que dentro de este cuadro de


sentimientos debe existir una jerarquía y armonía.
Jerarquía para que la vida del espíritu, y en general
la del hombre, no sea caótica. Cuando se deja curso
anárquico a los sentimientos la vida de las personas se
hace caprichosa e imprevisible. Cuando los sentimientos
corporales acaparan a la persona, el centro de su
personalidad se traslada a la piel o al estómago. Y lo
mismo podemos decir de los sentimientos meramente
psíquicos: en cuanto son puramente sensitivos carecen de
razón y mesura, no buscan sino desahogarse. Pero en ese
desahogo pueden llevar a remolque toda la vida de la
persona.

Finalmente, los sentimientos espirituales que


representan el don más precioso de la sensibilidad
humana: una simpatía afectiva o empatía con el
bien y la virtud, suscitados en el alma por la
presencia, o ausencia, del bien moral: gratitud,
amistad, aprecio por la sinceridad, etc. Todo el
desarrollo de nuestra psique debe colaborar en el
desarrollo y fortalecimiento de tales sentimientos sin por
ello atropellar a los demás que son también parte
característica del hombre.

La formación de los sentimientos busca aprovechar


su fuerza encauzándola al bien integral de la
persona y al servicio de la misión confiada por
Dios. Así los sentimientos enriquecen notablemente al
formando y lo hacen capaz de experiencias humanas
profundas, de acercamiento a Dios y a los hombres. Un
primer paso indispensable consiste en reconocer
que siempre está en nuestras manos la posibilidad
de controlar, orientar y armonizar la propia
personalidad, con toda su riqueza, haciéndola
noble, fuerte y dueña de sí. 

Pero para poder formarse en este campo -como segundo


paso-, el orientado ha de analizar y conocer los propios
sentimientos, principalmente los predominantes, y ser
consciente del grado de influencia que tienen en su
comportamiento, pues el sentimentalismo puede causar
graves estragos en la formación. Ordinariamente estos
factores dependen del temperamento, por el cual se
tiende a la alegría o a la tristeza, al optimismo o al
pesimismo, a la exaltación o a la depresión. El director
espiritual ha de ayudar al orientado a descubrir esta
componente habitual de su temperamento, con sus
potencialidades, sus aspectos positivos y negativos
y sus implicaciones; a aceptarse serena, gozosa y
agradecidamente, y a ejercitar una labor constante
y positiva de control, armonía, equilibrio y
progreso.

El medio principal de formación del sentimiento es


el mismo que comentamos ya en el apartado de las
pasiones: fomentar lo positivo, rectificar lo
negativo. Si el sentimiento ayuda, sea bienvenido;
si entorpece, debilita, distrae, entonces la voluntad
del orientado deberá entrar en acción para
fomentar el sentimiento opuesto, para centrar la
atención en otra cosa, etc. A este propósito algo muy
necesario para lograr el dominio y la formación de los
sentimientos es educar la imaginación y no dejarla
divagar inútilmente, pues las imágenes por su naturaleza
llevan a la acción que representan y provocan los
sentimientos correspondientes.

Este mismo mecanismo se puede poner al servicio de


persona cuando ésta da paso y, en cierto sentido,
fomenta los sentimientos que acompañan sus
convicciones: entusiasmo por su vocación cristiana, fervor
más sensible en su amor a Dios, compasión por los
hombres, etc. Así los principios libremente escogidos
dejan de ser algo frío e intelectual y pasan a ser, con
mayor integralidad humana, convicciones operantes. A la
atracción objetiva que el valor suscita se añade una carga
subjetiva de resonancia.

Como resultado de este esfuerzo el orientado


adquiere una ecuanimidad estable que consiste en el
predominio habitual de un estado de ánimo sereno,
equidistante entre la alegría desorbitada y el
abatimiento. Desde el punto de vista ascético, es
habituarse a cumplir la voluntad de Dios, con el
sostén de la voluntad, la fe, y el amor, en las
diversas circunstancias de la vida. La orientación
hacia este ideal irá creando una actitud habitual de
sano optimismo sobrenatural capaz de transformar
cualquier estado de ánimo en factor positivo. Todo
es gracia para el corazón enamorado de Dios; o
como dice San Pablo: «Para los que aman a Dios,
todo contribuye al bien» (Rm 8,28). Quien ama su
vocación cristiana y se identifica plenamente con
ella llega a formar un estado de ánimo habitual
positivo y fecundo.

4. Formación del corazón apostólico

Lo más importante, lo primero, es forjar en cada


seglar, religioso o sacerdote que orientamos, la
personalidad y el corazón del apóstol celoso,
consciente del sentido de su misión. Lo demás, las
técnicas y metodologías, servirán únicamente si existe
esa base. Porque el cristiano ha sido llamado a ser
apóstol.

Celo apostólico y conciencia de la misión 

El amor a Cristo lleva al orientado a identificarse con él, y


con su amor ardiente por la humanidad. Entonces se
siente contagiado por la urgencia y el deseo apasionado
de luchar infatigable y ardientemente por anunciar y
extender el Reino por todos los medios posibles, lícitos y
buenos, hasta conseguir que Jesucristo reine en el
corazón de los hombres y de las sociedades.

Un cristiano con celo apostólico no se conforma con


cumplir medianamente las tareas correspondientes a su
cargo. Se convierte en cambio en el hombre que sirve de
guía a sus hermanos, el pastor que los conoce, los
convence, se entrega por ellos; el hombre que echa mano
de los medios más eficaces para hacer llegar el Evangelio
y la salvación a todos los hombres. El hombre que hace
uso de la palabra en la predicación, en la conversación,
en el encuentro fortuito, para anunciar a Cristo. El apóstol
capaz de hablar, como Cristo, como san Pablo, en el
campo o en la ciudad, en la iglesia o en la universidad, en
la prisión o en el areópago, en una barca, en un viaje, en
una reunión familiar.

Para formar ese celo apostólico es preciso que el


orientado vaya tomando conciencia de la misión. Debe
comprender que su misión se identifica con la misión de
Cristo y, por tanto, que su vocación y su vida se injertan
en la historia de la salvación. Desde el momento en que
percibió la llamada de Dios, su historia personal se ha
convertido en historia sagrada. Habrá momentos de
cansancio, fracaso y desánimo. Pero siempre resonará de
nuevo en su interior el grito del Apóstol: «¡Ay de mí si no
predicare el evangelio!» (1 Co 9,16), porque siempre
tendrá presente el mandato de Cristo: «id por todo el
mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación»
(Mc 16,15).

Cuestionario y participación en los foros

Las siguientes preguntas son de uso personal, NO


SE PUBLICAN EN LOS FOROS. Tiene el objetivo de
analizar nuestras disposiciones para vivir en la
práctica el camino de la perfección cristiana,
contenido principal de la dirección espiritual.

Saber que muchas almas no conocen a Cristo, que


muchos lo odian, lo desprecian o son indiferentes, ¿me
motiva a una mayor entrega? ¿Me interesa la salvación
de todas las almas o sólo las de mi familia? ¿Apoyo a la
construcción y extensión de la iglesia allí donde esté?
¿Estoy dispuesto a cualquier sacrificio para la salvación
de aquellas almas que Dios ha puesto en mi cuidado?
¿Pongo al servicio de los demás los dones y capacidades
que Dios me dio y los aprovecho para hacer crecer la
Iglesia, o me busco y me encierro en “no sé” “no tengo
tiempo”, “qué flojera”?¿qué importancia doy a la vida
espiritual, de oración, sacramental, la dirección espiritual?
¿Soy consciente que no puedo dar ni transmitir lo que no
tengo?

Para comentar en los foros del curso (las


respuestas sí se publican en los foros del curso)
La formación espiritual supone y exige la formación
humana (formación de la voluntad, las pasiones y los
sentimientos).

¿Estás de acuerdo con esta frase? ¿Por qué? ¿Crees que


muchos problemas en la vida del laico son más de índole
humano que de vida espiritual? ¿Por qué? ¿Cuáles son las
consecuencias de una vida espiritual cundo falta la
formación humana (voluntad, pasiones, sentimientos)? Y
¿Cómo es una vida espiritual cuando encuentra una
buena base de formación humana?
¿Por qué es importante que el director espiritual forme en
el dirigido un corazón de apóstol?

Para escuchar (como parte del trabajo de esta


sesión del curso)

¿Cómo conocer la voluntad de Dios en nuestra vida?


Autor: Mauricio Pérez
Click aquí

Algún comentario o sugerencia…

Un ejercicio: (opcional pero muy recomendado) NO


se publica en los foros.

Balance espiritual antes de retirarse a descansar al


final de la jornada diaria:
La práctica de examinarse a la luz de Dios con rigor
y sinceridad, ayuda a mantener un proceso de
superación y perfeccionamiento.

Al término de la jornada el cristiano da gracias a Dios por


los dones que le han sido concedidos. Es un momento
privilegiado para pedir perdón por no haberlos usado
bien. Para invoca la protección divina y abandonare en las
manos de Dios. El balance es un medio eficaz para que la
persona pueda constatar en aquellas áreas de su
comportamiento que más le interesen, sus progresos o
deficiencias. La práctica de examinarse a la luz de Dios
con rigor y sinceridad, ayuda a mantener un proceso de
superación y perfeccionamiento. El balance debe ser, ante
todo, un encuentro consigo mismo y con Dios, en un
clima de oración y de diálogo con Jesucristo. El tema de
este diálogo es el cumplimiento de la voluntad de Dios
sobre la propia vida y el modo concreto en que se está
realizando.

Comenzar el balance invocando el auxilio del Espíritu


Santo para poder examinar la conciencia a la luz de Dios
y agradeciéndole de corazón las luces y gracias que
precedentemente haya otorgado. Pasar después a
analizar los aspectos positivos y negativos de nuestra
vivencia cristiana a lo largo del día, confrontándolos con
el ejemplo de Jesucristo y lo que el Espíritu Santo vaya
pidiendo con sus luces.

Practicar la humildad y el espíritu de compunción,


reconociendo con absoluta sinceridad los fallos y
progresos que se haya encontrado. Al final, pedir
humildemente perdón por las fallas que se haya tenido,
proponiéndose con firmeza rectificar aquellos puntos en
que se ha apartado de la voluntad de Dios e invocar el
auxilio del Señor para reemprender el camino sin
desalientos, sereno y confiado en su gracia.

El Balance

Petición de luz
Señor y Dios mío, te doy gracias por los innumerables
beneficios que me has concedido y muy especialmente
por haberme creado, redimido, llamado a la fe católica y
elegido para ser apóstol entre mis hermanos, por
haberme librado de tantos peligros de alma y cuerpo.
Ilumina mi entendimiento para que reconozca mis culpas
y concédeme la gracia de un verdadero dolor y una
sincera enmienda.

Se proponen algunas preguntas para ayudar a hacer


el balance diario, pero es aconsejable que, ayudado
por un director espiritual, se formule algunas
preguntas que respondan mejor y más
directamente a la propia situación espiritual y
apostólica.

1. ¿Vivo con la conciencia de ser hijo de Dios, de llevar


impreso en el alma el sello de esta realidad? ¿Me
comporto como hijo bueno y fiel? ¿Hay algo en especial
de lo que Dios, mi Padre, puede estar satisfecho, o de lo
que puede estar descontento? ¿He buscado hacer la
voluntad de Dios en los diversos actos del día? ¿He
puesto esta intención en ellos?
2. ¿He hecho con sinceridad, esfuerzo y fervor mis
compromisos de vida espiritual?
3. ¿He cumplido mis deberes de estado (como hijo(a),
como estudiante, como padre, como madre, como
esposo(a), etc. ..), con honestidad y responsabilidad, con
espíritu de servicio? ¿He buscado más la gloria de Dios y
el bien de los demás que mis propios intereses
personales?
4. ¿He vivido la caridad cristiana en pensamientos,
palabras, actitudes y obras, haciendo el bien a los demás,
contribuyendo a hacerlos felices, especialmente a los más
cercanos, siendo paciente, no hablando mal de ellos, no
guardando rencor, perdonando, ayudando en las
ocasiones que se me han presentado, según mis
posibilidades?
5. ¿Cómo he vivido mi condición de apóstol? ¿He puesto
los medios y he aprovechado las ocasiones que se me han
presentado para ganar almas para Cristo? ¿Tengo unos
objetivos apostólicos claros y me he esforzado por
conseguirlos? ¿He sido generoso en la donación de mi
tiempo y de mis bienes para hacer avanzar los intereses
de Jesucristo?
6. ¿Qué omisiones ha habido en mi conducta en este día?
7. ¿He cuidado la formación delicada de mi conciencia?
8. ¿Conozco mi defecto dominante? (Falta de piedad,
orgullo, amor propio, vanidad, pereza, crítica negativa,
envidia, gula, falta de caridad, frivolidad y superficialidad,
sensualidad, omisión, irresponsabilidad en el trabajo,
individualismo, indiferencia ante el bien común...). ¿Qué
he hecho hoy para superarme?
9. ¿Qué ha sido lo más positivo de este día?
10. ¿Qué ha sido lo más negativo de este día?
Se termina el balance dedicando unos momentos al
diálogo cordial y lleno de confianza con el Señor
para agradecerle los logros alcanzados y para
pedirle perdón por los fallos reconocidos y su ayuda
para mejorar al día siguiente. Después se rezan las
oraciones que siguen. El sentido del rezo del credo
es el de profesar cada día más conscientemente la
fe católica y pedirle a Dios la gracia de
testimoniarla abiertamente y permanecer fiel a ella
en toda integridad hasta el fin de la vida.

Padrenuestro
Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu
nombre; venga a nosotros tu Reino; hágase tu voluntad
en la tierra como en el cielo. Danos hoy nuestro pan de
cada día; perdona nuestras ofensas, como también
nosotros perdonamos a los que nos ofenden; no nos
dejes caer en la tentación y líbranos del mal. Amén.

Avemaría
Dios te salve, María, llena eres de gracia. El Señor es
contigo. Bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito
es el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, Madre de
Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de
nuestra muerte. Amén.

Credo.

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