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COSMOVISIÓN CLASICISTA Y PENSAMIENTO ILUSTRADO


por Rubén Darío Salas
I. INTRODUCCIÓN
El presente capítulo de este libro, que responde al pensamiento de varios narradores, tiene
necesariamente el carácter de apertura hacia la historia de ciertos acontecimientos que se desarrollaron
en el Río de la Plata en los primeros veinte años del siglo XIX.
¿Qué ideas dominaban en esos tiempos en ese paraje llamado Hispanoamérica, paraje
recortado dentro del escenario llamado Occidente, donde se desarrollaría una acción que lo modificaría
geográfica y políticamente? A esa cuestión procuramos dar respuesta, de allí que la mirada del lector sólo
contemplará aquí el escenario del mundo. El drama humano se le develará en los capítulos que siguen.

II. COSMOVISIÓN CLASICISTA


Como nosotros hoy, en todas las épocas los hombres buscaron una explicación al mundo en que
vivían. A lo largo de muchos siglos, hasta casi los cuarenta primeros años del siglo XIX, la «visión del
mundo» que los hombres tenían permanecía inmutable o con pequeñas modificaciones. Así, por ejemplo,
la «cosmovisión» o «visión del mundo» que tuvieron los hombres de la Edad Media empezó a formarse al
terminar el siglo V para comenzar a cambiar muy lentamente hacia mediados del siglo XII.
En resumen, las palabras «cosmovisión» o «visión del mundo» siempre refieren a la manera en
que una comunidad ve su realidad. A esa realidad le llamamos «mundo».
«Cosmovisión» o «visión del mundo» no significa afirmar que todas las personas de la misma
edad que habitan el planeta en Occidente piensen exactamente las mismas cosas; significa que hay
ciertas cuestiones en que todos coinciden. Una «cosmovisión» se asemeja a los pilares que sostienen la
estructura de un edificio: un edificio puede ser diferente de otro que tiene a su lado, pero los dos deben
poseer pilares.
¿Por qué se habla de visión? Porque permanentemente caminamos hacia el aprendizaje de la
realidad y, aprender, significa «ver algo». El ojo es el órgano de los sentidos privilegiado, pues el cerebro
ve a través de él. Todo lo que construimos, primero lo vemos, luego lo percibimos, y, recién en un tercer

momento, lo miramos: mirar significa «ver concientemente» .


Con el ojo vemos, con la conciencia o mente, miramos. Por lo tanto, nuestro mundo es aquello
que nosotros construimos mirándolo. ¿Qué es la vista? La plataforma de lanzamiento de la mirada. La
mirada es la operación mental que emplea al ojo para construir cualquier realidad.
¿Qué es entonces el «mundo»? Es una construcción mental porque hablar de «mundo» no
significa hablar del planeta Tierra en que habitamos. La Tierra tiene una historia propia distinta de la
nuestra. De la historia de la Tierra hablan sus rocas; de la historia de los hombres y de su «mundo»
hablan los hechos y, sobre todo, sus ideas, que son las que dan origen a esa cosa que llamamos
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«mundo».
Como el «mundo» es una construcción mental, decimos que tenemos imágenes o que lo
«representamos». Tener una imagen de una cosa es representarse esa cosa, pero no guardarla
materialmente. Decimos que tenemos la imagen de la Revolución de Mayo, del cabildo de Buenos Aires,
de los hombres que aguardaban en la plaza una respuesta de los cabildantes, pero no tenemos la
realidad, tenemos una imagen, representación o idea, que se forma tomando como base lo que leímos
acerca de esos hechos o lo que observamos en algún cuadro que retrata ese momento de la Revolución.
Todo ese entrecruzamiento de imágenes que impresionan la retina son procesadas por el
cerebro.
Después de haber hablado de la «cosmovisión» nos queda preguntarnos por el «clasicismo».
¿Qué significa Clasicismo? Significa el deseo que surge en el siglo XVII de retomar los
sentimientos clásicos griego y romano. Para los hombres cultos del siglo XVII sólo en ciertos momentos
de la Antigüedad griega y romana se encontraban las fuentes de inspiración que podían permitir al
hombre de los nuevos tiempos elevarse por sobre la mediocridad de la realidad en que se mueven. Al
Clasicismo no le preocupó hablar de un acontecimiento o de otro, de un sujeto en particular, le preocupó
hablar de lo que el hombre «debe ser», le preocupó el compromiso moral del hombre. El Clasicismo fue
aquella «visión del mundo» a la que le interesó superar a su tiempo y construir un orden eterno y
universal. Por eso el hombre culto de esta época vio en la «razón» aquello que era común a todos y por
medio de la cual podría superarse. La «razón» es la escalera que Dios otorgó al hombre para buscar lo
eterno: para participar de ese orden debía expresarse con un lenguaje riguroso que permitiera traducir un
pensamiento a la vez claro e impersonal, esto es, apropiado para todos los hombres. Todo lo vulgar era
condenado por entenderse propio de las almas viles.
Hablar de Clasicismo es hacerlo de lo que permanecía igual y para siempre. El hombre clasicista
es aquel que se muestra reacio a todo lo que signifique cambio, porque en el cambio ve el caos. Esta
actitud mental se va a extender hasta comienzos del siglo XIX, logrando en el siglo XVIII alcanzar su
cima. En este siglo se impone el pensamiento de René Descartes, quien decía que cuando analizamos
algo debemos extraer un concepto «claro» pero a su vez establecer la «distinción» en relación a otros
conceptos.
Dos pensadores captaron los sentimientos y pensamientos de los hombres del siglo XVII: el
francés René Descartes y el inglés Isaac Newton.
El sentimiento que dominaba en los hombres pensantes que habitaban el siglo era de extremo
pesimismo, dado que en el siglo anterior el astrónomo polaco Nicolás Copérnico había comprobado que
no era la Tierra sino el Sol el centro del Universo, dando origen a la teoría heliocéntrica. Llegaba a su fin
la teoría geocéntrica de Ptolomeo que, desde el siglo IV, regía el pensamiento astronómico, pero
fundamentalmente religioso: decir que la Tierra no era el centro del Universo significaba afirmar que el
hombre quedaba desplazado de su lugar central en el orden divino. Si bien el hombre era considerado
pecador, se entendía que era la criatura más querida por el Creador ya que le había dotado de «razón».
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Con el filósofo francés Descartes comenzó la filosofía racionalista o idealismo, aquella que dice
que se arriba a la verdad por medio del análisis matemático. De esta forma Descartes llegó a la
conclusión de que hay algo de lo cual se puede hablar con seguridad y, ese algo, es que «soy pensante»;
puedo afirmar sin dudar que «pienso» . Se trata de conclusiones que plasmó en su escrito Discurso del
método, texto que apareció junto con otro dedicado a la óptica. El conocimiento puede adquirir carácter
científico siguiendo dos caminos: «a través de lo que nosotros podemos ver por intuición con claridad y
evidencia, o, a través de lo que nosotros podemos deducir con certeza».
Intuición significa “ver claramente algo”, en tanto que deducción tiene que ver con las certezas
que derivan de la «memoria». El pensamiento deductivo es propio de la matemática y a ésta ciencia que
llamó “matemática u orden universal” dedicó toda su atención.
Al físico inglés Newton, en cambio, le interesó la observación precisa de las cosas, o sea, centró
su interés en tres aspectos. Primero partió del análisis de los hechos observados para llegar a algún
principio fundamental. En segundo lugar, pasó a la deducción de las consecuencias matemáticas de este
principio y, finalmente, buscó probar (mediante la observación y la experimentación) que lo que dedujo
coincidía con lo observado.
Newton completó la interpretación mecánica del Universo iniciada por Descartes. Sometió los
fenómenos de la naturaleza a las leyes de las matemáticas y descubrió la «ley de gravitación universal»
que se mantuvo vigente hasta muy entrado el siglo XIX.
Este gran sistema matemático deductivo y universal se consagró en el siglo XVIII o «Edad de la
Razón», y se entendió (siguiendo los pasos iniciados por Descartes) que la armonía matemática podía
descubrirse también en la moral, la política y la religión. En este siglo la experimentación y la deducción
matemática terminaron imponiéndose. En el siglo XVIII el hombre buscó ansiosamente algo que lo
liberará de la pesadilla de encontrarse a la deriva en un planeta que era uno más entre tantos otros.
Descartes dio el primer paso en esa dirección y pudo encontrar en la «razón» el elemento que le devolvía
al hombre su seguridad. Newton completó esa esperanza y, pronto, la Naturaleza se convirtió en el
modelo de toda perfección. Ahora le quedaba al hombre la tarea de trasladar ese orden eterno,
inmutable, perfecto, a los distintos dominios de su vida.
No debe entenderse que las fórmulas de Copérnico, de Galileo, de Descartes ni de Newton eran
exactas. Todo lo contrario. Sólo traducían el estado de ánimo de la época en que vivían.
¿Qué vínculo podía existir, por ejemplo, entre la teoría de Copérnico y el pesimismo que desató?
Copérnico tradujo en su teoría del Universo la incredulidad religiosa que avanzaba en las mentes
pensantes de la sociedad europea, incluso de la misma Iglesia.
El pesimismo que desató el pensamiento de Copérnico encontró su compensación en Descartes,
cuyas conclusiones llevaron serenidad a una sociedad que la necesitaba. Aunque muchos sectores de la
Iglesia católica se resistieron a sus razonamientos, Descartes había encontrado en la «razón» la
herramienta que entendía más apropiada para renovar la fuerza de la fe en Cristo y en la Iglesia. Newton
completó la obra y, la Naturaleza, surgió como sinónimo de Providencia.
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Descartes y Newton expresaron en sus trabajos el sentir y el pensar clásico que reproducía el
sentir y el pensar de todos los tiempos, o sea, eterno y universal.
¿Qué significa hablar de eternidad? Significa hablar de una sensación llamada «tiempo».
¿Dónde habita ese tiempo? Habita en Dios, en la Naturaleza, en la «razón». El tiempo con que Dios actúa
es difícil de medir. El Antiguo Testamento nos dice que Dios creó todo lo existente en seis días. En la
Naturaleza el tiempo es inmóvil. Cuando pensamos, la «razón» pone en marcha todos los circuitos
neuronales a velocidad planetaria: cuanto más complejo es nuestro razonamiento (por ejemplo,
comprender un teorema) más recorridos realizan las corrientes que unen los distintos centros cerebrales.
El «tiempo» es entonces una sensación: ahora bien, el llamado tiempo eterno es realmente
tiempo fijo, sin movimiento, sin velocidad. Sensación de inmovilidad que invade a quien viaja de noche en
un avión que se desplaza a gran altura y observa por la ventana el espacio que se encuentra ante sus
ojos. No duda el observador que el avión avanza a gran velocidad, pero su sensación temporal le dice
que el aparato se encuentra detenido en el aire.
Al iniciarse las jornadas de la Revolución de Mayo los hombres que actuaban u observaban lo
que acontecían no acababan de comprender lo que tenían frente a sus ojos. No comprendían esa
realidad porque se movían dentro de un orden natural entendido como inmutable, eterno. Cuando
comenzaron a tomar confianza en su forma de proceder, no dudaron en afirmar que, si esos hechos se
habían producido, era porque la Naturaleza así lo había dispuesto y que, luego del terremoto político
ocurrido, sobrevendría la calma, como siempre sucedía en el orden natural. En suma, el orden humano
obedecía al orden natural. Sólo bastaba caminar con prudencia por el nuevo sendero, para no convertir
en permanente borrasca lo que debía constituir un breve momento dentro del tiempo mensurable de los
acontecimientos.

III. EL CLASICISMO BARROCO


Regresemos al siglo XVII. ¿Por qué al Clasicismo de esta centuria se lo llama «Siglo del
Barroco»?¿Qué significa esta expresión?
La palabra «barroco» significa lo que es extravagante, inútil y hasta feo y de mal gusto. Con este
nombre se designó, en el siglo XVIII, al arte nacido en la centuria anterior. Si bien en la segunda mitad del
siglo XVII estas expresiones artísticas se generalizaron y fueron ampliamente valoradas, al arte de ese
siglo se lo conoce con el nombre con que fue bautizado en la centuria siguiente.
El siglo XVII fue época de conmociones en casi todo el continente europeo. Este panorama de
caos, unido a una población temerosa de la ira de Dios en un mundo al que Éste parecía haber olvidado,
produjo sentimientos de desesperanza y escepticismo, de lo que dieron cuenta con mucha fuerza las
imágenes plasmadas por los pintores de la época.
El arte experimentó un cambio notable en las artes plásticas (pintura, escultura, arquitectura). En
la pintura y la escultura, a las imágenes luminosas y alegres de santos y vírgenes, a los Cristos serenos
de cuyo rostro siempre surgía la idea del perdón absoluto por los pecados humanos que dominó en el
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arte del Renacimiento, sobrevino (de manera particular en la Península itálica) una pintura donde
dominaba el claro-oscuro (figuras envueltas en una atmósfera donde el color oscuro avanza sobre su
contrario), mientras la escultura mostraba rostros dolientes y cuerpos vigorosos pero no bellos. La
arquitectura buscaba sorprender con muros que se retorcían y con columnas salomónicas (semejan un
tirabuzón, como lo muestra la fachada de la casa de Tucumán).
El siglo XVII fue el gran siglo de Francia, país que alcanzó su máximo poder hacia 1660 durante
el reinado de Luis XIV de Borbón. Época del Barroco, que expresa una forma de pensar el mundo y, a la
vez, un estilo o forma de expresión artística que captura (en sus imágenes) esa manera de verlo. Es la
representación simultánea de lo que conmueve y estremece. Sólo al concluir el siglo el hombre comienza
a visualizar esa sensación de seguridad que le proporciona el saberse poseedor de algo que lo pone en
el centro de su planeta: el acto de pensar. La sensación de incertidumbre aparecerá en primer plano; la
sensación de seguridad (en cambio) avanzará con distinto ritmo dependiendo de la realidad política,
social y económica de cada país europeo.
El arte Barroco fue, hasta nuestros días, el estilo artístico más difundido: es un arte popular que
en su tiempo supo interpretar los sentimientos dominantes. Recordemos que siempre la imagen se
adelanta al pensamiento a la hora de mostrar cambios en una cultura.
El Barroco dominó en las artes plásticas hispanoamericanas o indianas.
Esa región del Imperio hispánico, denominada Indias, se rigió por leyes especiales llamadas
Leyes de Indias, porque atendían a las necesidades específicas de la vida cotidiana de sus distintas
regiones o comarcas. El arte no fue una excepción y, durante el siglo XVII y buena parte del XVIII, se
impuso el denominado «barroco mestizo». Estilo artístico que reflejaba una sociedad que, con distintos
matices fue, fundamentalmente, mestiza.
Si bien el arte barroco hispanoamericano trasplantó los modelos artísticos de la Península,
muestra diferencias como consecuencia del sentimiento indígena. Como ocurría en otros aspectos, el arte
no tuvo características homogéneas en las Indias y, en este sentido, el arte de la actual Argentina (con
alguna excepción en el noroeste) fue aquel donde menos se verificó la influencia de los sentimientos
indígenas. En cambio, la presencia del «barroco mestizo» fue muy significativa en el Virreinato de Nueva
España (México), de Lima (Perú y Alto Perú), en Colombia y Ecuador.Dentro de las artes plásticas, la
arquitectura fue la que adquirió mayor vigor. Le siguen la escultura y, como expresión menor, la pintura.
La importancia que adquiere la arquitectura en Nueva España, así como en Perú y Bolivia (Alto
Perú), se debe a la jerarquía político institucional de estas regiones, a la mayor riqueza de quienes allí
habitaban por efecto del tráfico comercial y de la explotación de los yacimientos metalíferos (oro y plata).
No acontecía lo mismo con Buenos Aires y el Litoral, pues el puerto de Buenos Aires sólo operó como tal
a partir de la fundación del Virreinato del Río de la Plata, del cual Buenos Aires sería capital. La región del
noroeste, particularmente la actual provincia de Córdoba, sí disponía de una rica arquitectura, pues esta
región, protegida del comercio exterior, gozaba de una prosperidad ausente en Buenos Aires y el Litoral.
En el norte de América del Sur y en Centro-América, la arquitectura religiosa, civil y militar se
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caracterizó por la fuerte presencia del sentimiento indígena. Esta presencia se observa en la necesidad
de que el espacio de las iglesias se despliegue desde el umbral hacia el exterior y menos hacia el interior
de la misma: se trata de las «puertas-retablo» (fachadas de la Iglesia de Santa Prisca, en Taxco, México y
catedral de Lima), donde las figuras religiosas parecen aguardar la llegada de visitantes. Existe una clara
relación de la arquitectura con el paisaje circundante, sitio en donde se desarrollaban todas las
festividades y que se decora con arcos de triunfo desmontables, castillos de fuegos de artificios y otros
mecanismos de persuasión y deslumbramiento que eran parte de la modalidad de comunicación del
barroco; visión barroca que tiende a dar carácter sagrado a todas las actividades. Mientras el europeo
gusta de los espacios interiores, el indígena rechaza toda vida recluida y siente que el ámbito
arquitectónico debe resolverse al aire libre.
En el noroeste argentino, la región del Alto Perú, Perú y Nueva España, se impuso el arte
barroco en expresiones escultóricas y arquitectónicas, sobre todo en lo que se denomina «arte sagrado».
El arte barroco está lleno del estremecimiento que produjo el silencio eterno de los espacios
infinitos. El artista barroco es aquel que quiere sorprender al espectador, realiza todo tipo de efectos
visuales porque quiere mostrar un mundo que ve dinámico, así como observa que la vida tiene un
carácter transitorio. Todo lo firme y estable entra en conmoción; todo se representa como por acaso.
Si bien los rasgos que mencionamos caracterizan al arte barroco, éste no fue idéntico en todos
los países de Europa, así por ejemplo, el arte de la península itálica tuvo características diferentes al de
Francia y, el de Holanda, fue diferente al de uno y otro país. En Italia dominó el arte religioso, en Francia
el barroco expresó, sobre todo, la gloria de Luis XIV, y, en Holanda, exhibió la vida cotidiana de los
comerciantes y artesanos burgueses.
El siglo XVII fue aquel del resurgir de la ciencia natural, época en que comenzaron los estudios
sobre el «entendimiento humano» y que tuvo al filósofo inglés John Locke como su más destacado
representante. El hombre había sido objeto de estudios ya en la antigua Grecia pero, por primera vez, la
atención se centró en el mecanismo de razonamiento. El siglo XVII fue el siglo en que triunfó el espíritu
científico sobre todo en la observación y en la experimentación y, debido a ese interés, nacieron los
observatorios (Observatorio de Greenwich, en Inglaterra, Observatorio de París) y también los periódicos
científicos.
Francia se convirtió en la gran potencia del siglo XVII, por lo tanto, lentamente, su cultura fue
siendo adoptada por toda Europa.
El siglo XVII y el siguiente recibieron el nombre de época del Clasicismo. Como dijimos, al
Clasicismo del siglo XVII se le llamó barroco, y se le dio el nombre de ilustrado al del siglo XVIII.
Si bien cronológicamente hablar de siglo significa hacerlo de cien años y, por tanto, frente a un
siglo cualquiera nadie dudaría en señalar su comienzo y su final, desde un punto de vista histórico señalar
el comienzo y final de un siglo no surge del sentido cronológico común, sino de determinados hechos
significativos para su tiempo. Si además se tratara de algo más complejo como, por ejemplo, determinar
un cambio de actitud mental, sería necesario acudir a un criterio más amplio.
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Atendiendo a esta advertencia, podemos señalar que el Clasicismo barroco comienza en toda
Europa alrededor del año 1640.
La nota distintiva del Clasicismo del siglo XVII es el triunfo del signo, es decir, del lenguaje y de
la gramática. A través de la gramática se reglamenta el uso del idioma, aunque sin pretensión de fijarlo,
pues el idioma es un ser vivo. Una lengua que quiera lograr la perfección debe ser clara, precisa, breve
en sus expresiones y a la vez armoniosa. Se entiende que quien habla y escribe bien es porque piensa
bien. A partir del siglo XVII, el pensamiento tiene que expresarse en un lenguaje tan preciso como los
teoremas de la matemática. Sólo de un hombre que habla bien puede decirse que tiene integridad moral.
En mayor o menor medida, el Clasicismo francés dejó huellas en toda la cultura europea: el
imperio de la llamada gramática general, razonada o filosófica dio cuenta de ese dominio que aseguró la
fecundidad del pensamiento del siglo XIX, aún frente a la fuerza arrolladora del saber tecnológico. La
gramática general se planteó como patrimonio genético del género humano.
El Clasicismo es propiedad francesa y fue su ambición sostener que hay verdades intangibles,
de carácter eterno y universal sustentada en verdades profundas. Las obras trágicas de escritores como
Corneille y Racine capturaron ese sentir clásico que encontraría un lugar privilegiado en el espíritu de la
filosofía ilustrada del siglo XVIII. Las tragedias de Racine se complacían en mostrar las conductas
morales ideales que los hombres debían seguir, pero también insistían en la vanidad de la gloria
mundana. Entretanto, la Arquitectura francesa exhibía a la vez la confianza y seguridad expresada por las
dimensiones gigantescas de los edificios oficiales, pero articuladas con la sugestión y la duda de las
formas elípticas y los efectos propios de los decorados del escenario teatral. En suma, se procuraba
sorprender al ojo del espectador a través de recursos variados, de manera que el ojo nunca estuviera en
reposo, de manera que ese ojo llevara impresa en su retina algo de inseguridad.
Si la cultura barroca europea y el arte que la expresa no es idéntico en todos los países del
continente, sin embargo, no deben olvidarse las características compartidas: la contradicción en que se
encuentra el hombre dentro de esa «visión del mundo» que se impuso desde el Renacimiento. Está
seguro de que ocupa un lugar privilegiado en la Tierra (en relación con los demás seres vivientes) gracias
a la «razón», pero a la vez se sabe indefenso frente a la realidad que tiene que enfrentar. ¿De qué vale la
gloria del mundo?, ¿existe un futuro que acabe con los pesares?, ¿por qué el hombre parece condenado
a padecer? Estas son algunas de las preguntas que resonaron en los distintos países europeos durante
la centuria barroca.
Sucedía que toda Europa se encontraba en crisis. Expresión de la crisis fue la llamada Guerra
de los Treinta Años (1618-1648) que involucró a los distintos estados europeos: Francia, Inglaterra,
España, Suecia, Dinamarca, Holanda, el Imperio de los Habsburgo en Austria. Además, en el caso de
Inglaterra, Francia y España, a la guerra se sumaron desórdenes internos derivados de circunstancias
diversas: Inglaterra pasó por una guerra civil; Francia entró en los disturbios políticos y religiosos que
recibieron el nombre de «Fronda»; Cataluña y Portugal rompieron (la primera transitoriamente, el segundo
definitivamente) con el dominio de la Corona española.
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III. 1. ESPAÑA E INDIAS EN SIGLO XVII


El foco de nuestra especial atención girará ahora en torno al Imperio hispánico, en gran medida
porque la actual Argentina fue provincia integrante del Imperio y, en otro orden, porque la realidad
histórica de la Metrópolis presentó algunas diferencias con Francia e Inglaterra.
Las diferencias principales estaban dadas por la significación que tenía la religión en el Imperio y
la estrecha alianza entre la Iglesia católica y la Monarquía. Por otro lado, la Monarquía hispánica ofrecía
una experiencia única en su tiempo: administraba un dilatado territorio con salida a los océanos Pacífico y
Atlántico.
La Monarquía católica española o Monarquía barroca fue gobernada desde 1516 por la dinastía
de Habsburgo en la persona del rey Carlos I, monarca que gobernó también el Sacro Imperio Romano
Germánico (actual Alemania) con el nombre de Carlos V.
Indias es el nombre que jurídicamente corresponde al vasto continente llamado América. La
parte indiana del Imperio se extendía desde el centro del actual Estados Unidos de América del Norte
hasta Tierra del Fuego. Respecto de la voz España no es más que una abreviatura cómoda, útil para
designar los distintos Reinos o Provincias situados en la Península ibérica: Reinos de Castilla, de Aragón,
de Asturias, León, Navarra, etc..
Las Indias eran consideradas Provincias o Reinos en calidad de igualdad con Castilla, Aragón y
otras regiones de la Península ibérica. En suma, como éstos, las Indias dependían directamente del
monarca y nunca tuvieron el carácter de colonias, esto es, no fueron dependencias jerárquicamente
inferiores de la Monarquía.
El siglo XVI (época de los reinados de Carlos I y de Felipe II) fue el siglo en que España se
convirtió en la mayor potencia mundial, de la misma forma que lo fue Francia en el siglo XVII y que lo
sería Inglaterra en los siglos XVIII y XIX.
Cuando en 1598 concluyó el reinado de Felipe II, la Monarquía se encontraba endeudada como
consecuencia de las guerras que había sostenido en Europa y, además, por el esfuerzo que significaba la
administración de los Reinos de Indias. Por lo tanto, cuando asumió el trono imperial Felipe III (hijo del
anterior), la Monarquía comenzó a sentir los efectos de una crisis que se desataría en el gobierno de su
hijo Felipe IV, quien reinó entre 1621 y 1665. En 1640, después de una rebelión, Portugal (reino
incorporado a la Corona española por Felipe II) se independiza.
A los problemas internos se agregó la intervención de España en la Guerra de los Treinta Años
(1618-1648), guerra que acabó con la firma del Tratado de Westfalia (región de la actual Alemania) y en
la que España estuvo del lado de los vencidos.
La crisis se ahondó durante el reinado de Carlos II (1665-1700) quien, bajo las presiones del rey
de Francia y sin herederos directos para la sucesión al trono, eligió como sucesor al nieto de Luis XIV,
Felipe de Anjou. En 1700 se convertiría en rey de España, iniciándose el gobierno de la dinastía francesa
de Borbón y, dos años más tarde, la llamada Guerra de Sucesión, como consecuencia de los reclamos
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del archiduque Carlos de Habsburgo, pretendiente al trono imperial. La actitud desafiante de Luis XIV
frente a Inglaterra, Holanda, Austria y los príncipes alemanes fue la causante de la guerra. Guerra que
concluiría recién en 1713 con la firma de la Paz de Utrech, resultando favorable a Felipe V y contraria a
los intereses de los Habsburgo. No obstante, la potencia efectivamente vencedora fue Inglaterra, aliada
de Francia y de España en el último tramo de la guerra, pues se oponía a la nueva realidad política
austríaca, que colocaba en las manos de un mismo monarca los tronos de Austria y España, lo cual,
entendía, alteraba el equilibrio de posiciones en Europa. En territorio de Indias, Inglaterra se aseguró el
tráfico comercial mediante el Tratado Asiento (tráfico de esclavos) y el Navío de Permiso (anualmente
arribaría a puertos indianos un «navío de permiso» con un número determinado de toneladas de carga).
La crisis del siglo XVII impactó también en los Reinos indianos del Imperio. En cuanto al aspecto
político y administrativo, se relajaron los controles que el poder central realizaba y las necesidades
financieras obligaron a vender la ocupación de cargos públicos, lo cual se conoce como «régimen de
beneficios». Así se ofrecían en venta los cargos de gobernador y hasta los distintos oficios de los
cabildos. Estos últimos eran centros que administraban los recursos de las ciudades cabeceras (las más
importantes) de cada región (cabildo de Santiago del Estero, Córdoba, Buenos Aires, entre otros=.
Recordemos que quienes ocupaban los cargos en el cabildo (llamados «cargos capitulares») recibían el
nombre de «vecinos», o sea, aquellos que poseían una relativa fortuna (debían tener casa propia y familia
en el lugar). Estaban excluidos los religiosos, militares en servicio activo, ministros del Rey y
dependientes. También fue afectada la integridad del Imperio: en 1680, los portugueses avanzaron
sobre la Banda Oriental (actual Uruguay) y fundaron la ciudad de Colonia del Sacramento, que (en
adelante) sería motivo de conflictos entre las Coronas española y portuguesa hasta que fuera recuperada
definitivamente por la Monarquía hispánica en 1776, fecha de la creación del Virreinato del Río de la
Plata. Para hacer frente al efecto de la presencia portuguesa en Colonia del Sacramento y a la intención
de establecer un fuerte en la bahía de Montevideo, el gobernador de Buenos Aires ordenó (en 1726)
fundar la ciudad de Montevideo.
Durante el decadente reinado de Carlos II llegó a su fin el llamado «Siglo de Oro español» (siglos
XVI-XVII), una de las épocas más fértiles de la cultura peninsular, entre cuyos representantes se
encontraban escritores como Miguel de Cervantes Saavedra (autor de una de las obras más importantes
de la literatura española y universal, titulada El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha ), Lope de
Vega, Quevedo, Góngora, Calderón de la Barca, mientras que en la pintura descollaban Velázquez,
Murillo, El Greco.
La literatura y las artes plásticas reflejaron vigorosamente los sentimientos de pesimismo, duda y
desconfianza del español peninsular en la naturaleza humana: sirva como ejemplo el mejor libro de
Calderón de la Barca, La vida es sueño, donde se demuestra que todos los acontecimientos de este
mundo son sueños, y que «cuando más encumbrados nos creemos, despertamos en la desgracia, no
hallándonos jamás seguros de los bienes que poseemos». También importa la obra del pintor Diego de
Velázquez, Las meninas, donde el protagonista es el espejo, lámina que arroja una imagen semejante a
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la realidad pero que sólo es un reflejo engañoso de ella.


Las Indias no estuvieron ajenas de esta actividad cultural, y de ello dieron cuenta la Universidad
de San Marcos en Lima, la de México (siglo XVI) y la de Córdoba (siglo XVI), en tanto en Buenos Aires se
fundó el Colegio de San Carlos (hoy Colegio Nacional de Buenos Aires). La literatura barroca contó con
escritores destacados como el Inca Gracilazo de la Vega (nacido en el Virreinato del Perú), sor Juana
Inés de la Cruz (México) y Luis de Tejeda (nacido en Córdoba). Todos fueron expresiones indianas del
«Siglo de Oro». En suma, grupos selectos de la población indiana participaron del movimiento científico,
literario y artístico de su tiempo.
Respecto de la población indígena, importa recordar que ésta no constituía una masa
homogénea. Dentro de ella los caciques conservaron su jerarquía y obraron de intermediarios con los
funcionarios llegados de la Metrópolis. Integraban un órgano de gobierno llamado «cacicazgo»,
reconocido como tal por la Corona y que los diferenciaba del común de los indígenas. En una sociedad
basada en la existencia de una pirámide jerárquica, los caciques se integraron al sistema de gobierno
diseñado en la Península ibérica y defendieron sus privilegios frente a cualquier intento de
desconocimiento por parte de los funcionarios metropolitanos. Los hijos de los caciques, además, tenían
derecho a asistir a escuelas especialmente creadas para ellos. La causa que determinó que la Corona
reconociera su jerarquía fue la necesidad de asimilar a una población culturalmente diferente a la
peninsular.
El siglo XVII puso en evidencia en toda Europa una actitud pesimista que se caracterizó por
poseer dos raíces. Una raíz se encuentra en una noción de historia: ésta se ve como una ciega y brutal
marea de momentos buenos y malos que, como ocurre con las mareas, suben y bajan. El curso histórico
es siempre irracional. La otra raíz se encuentra en la imagen del hombre: esta imagen resulta todavía
más pesimista que la de la historia. El hombre parece una mezcla de estupidez y perfidia, y por ello
requiere ser gobernado de acuerdo con sus características, las cuales explican ese estado de guerra
constante que se vio como una abierta rebeldía del hombre contra su «razón». El hombre a lo largo del
siglo XVII parecía sentirse cómodo en sus aspectos más brutales. Resulta así que, mientras Descartes
reflexionaba sobre las bondades de la «razón» que separaban al hombre (por su superioridad) del resto
de los seres vivientes, y sostenía que sólo aceptaría como válidas las demostraciones racionales que le
permitieran ver las cosas a la vez como algo claro y distinto, el filósofo inglés Thomas Hobbes observó al
hombre en su degradación. De allí que entienda que éste merece un castigo ejemplar y nada mejor para
corregirlo que someterlo férreamente al poder político. Hobbes dirá en su obra Leviatán que se requiere
de un Estado fuerte para acabar con las conductas antisociales. Y en ello ya venían coincidiendo muchos
pensadores desde el siglo XVI. Según el Libro de Job, el Leviatán es un monstruo marino, mientras la
Iglesia lo representa como demonio. El Estado (dirá Hobbes) debe ser un poderoso Leviatán que se
oponga a la guerra civil y garantice el orden social
¿Cuál sería el modelo de gobierno más apropiado para corregir desvíos? La llamada Monarquía
Absoluta, expresión que no debe interpretarse como forma de gobierno que autoriza al monarca a abusar
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del poder. Por medio de ella éste procura controlar de manera más directa y efectiva el gobierno del
Estado, a los efectos de evitar los intentos separatistas de las distintas regiones de la Monarquía, pero
siempre entendiéndose sometido a las leyes del Reino. Entre otros países, Francia, Inglaterra y España
coincidieron en adoptar esta forma de gobierno, pero el absolutismo no tuvo idéntico carácter.
Durante el siglo XVII, Luis XIV (en Francia) fue el monarca que con mayor fidelidad expresó el
nuevo modelo de gobierno inaugurado en el siglo XVI. Se afirmó tanto el centralismo político, según el
cual todo el poder quedaba concentrado en el rey, como el administrativo, pues las libertades de cada
región fueron suprimidas y cada gobernante en su provincia debió obedecer estrictamente las órdenes
que partían del centro, o sea, del rey que gobernaba desde la ciudad de París. En Inglaterra el
centralismo fue sólo político y, en España, apenas conseguirá imponerse relativamente en el siglo XVIII.
¿En qué consiste el centralismo político y administrativo? Nace de la profundización del
Clasicismo iniciado en el siglo XVII y que había encontrado en el Reino de Francia su triunfo. Consiste en
entender la administración política del Estado como si se tratara de una función propia de la Física, o sea,
siguiendo los postulados de la «ley de la gravitación» de Newton. La perfecta distancia entre los astros,
su disposición en el Cosmos, las formas que adoptaban las constelaciones, todo ello debía observarse
cuando correspondía dar forma al Estado. Como si se tratara del sistema solar, donde el Sol se encuentra
en el centro y a su alrededor giran los planetas y cometas, así se encontraba el rey en relación con los
distintas regiones del Imperio. Del centro partían todas las decisiones que debían cumplir los súbditos y
hacia él llegaban todos los requerimientos. Si en el Cosmos los planetas se jerarquizan por su distancia
respecto del Sol, la misma imagen puede aplicarse a la Monarquía; imagen cuyo modelo lo ofrecía Luis
XIV. Fue llamado «Rey-Sol», pues el monarca lo había elegido como emblema oficial: entendía que su
poder sobre Francia era similar al ejercido por el astro rey sobre todos los planetas.

IV. EL CLASICISMO ILUSTRADO


Continuación y profundización del pensamiento idealista o racionalista del siglo XVII, el
pensamiento ilustrado se extiende por todo Occidente, tanto en Europa como en Indias.
«Época» o «Siglo de las luces», «Ilustración», son los nombres que recibe el período histórico
limitado, en general, al siglo XVIII y que, como resultante de un determinado estado del espíritu, afecta a
todos los aspectos de la actividad humana y de la reflexión filosófica. La Ilustración, que se extendió
particularmente por Francia, Inglaterra y Alemania, se caracteriza ante todo por su optimismo en el poder
de la razón y en la posibilidad de reorganizar a fondo la sociedad a base de principios racionales.
Procedente directamente del Racionalismo o idealismo del siglo XVII y del auge alcanzado por la ciencia
de la Naturaleza, la época de la Ilustración ve en el conocimiento de la naturaleza y en su intervención
efectiva la tarea fundamental del hombre. La Ilustración no niega la historia como un hecho efectivo, pero
la considera desde un punto de vista crítico y estima que el pasado no es una forma necesaria de la
evolución de la Humanidad, sino el conjunto de los errores por el insuficiente poder de la razón. Por esta
actitud crítica, la Ilustración sostiene un optimismo basado única y exclusivamente en el advenimiento de
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la conciencia que la humanidad pueda tener de sí misma y de sus propios aciertos y torpezas. La razón
tal como es entendida por los “ilustrados” del siglo XVIII no posee la misma significación que la razón tal
como fue empleada por los filósofos del siglo XVII. En el siglo XVII la razón era la facultad por la cual se
suponía que podía llegarse a los primeros principios del ser; de ahí que su misión esencial fuese
descomponer lo complejo y llegar a lo simple para reconstruir desde él toda la realidad. En otras palabras,
el racionalismo o idealismo del siglo XVII es una deducción de principios que no están fuera, sino dentro
del alma, como “ideas innatas”. En el siglo XVIII, en cambio, la razón era algo humano; no se trataba de
«ideas innatas», sino de una facultad que se desarrolla con la experiencia. Por eso la razón no era para la
Ilustración un principio, sino una fuerza para transformar lo real. Más que un fundamento era un “camino”
que podían recorrer en principio todos los hombres. La tendencia utilitaria de la Ilustración resalta
particularmente en su idea de la filosofía como medio para llegar a entender efectivamente a la
Naturaleza y como introducción indispensable para la reorganización de la sociedad. La tendencia
naturalista se refleja en el predominio dado al método de conocimiento de las ciencias naturales. La
tendencia antropológica se deriva del interés superior despertado por el hombre y sus problemas frente a
las grandes cuestiones del Universo.
¿Quiénes expresaron el pensamiento racionalista de la Ilustración?
Aquellos que criticaron a las instituciones y atacaron los principios religiosos, recibieron el
nombre de filósofos políticos, destacándose John Locke, el barón de Montesquieu, Juan J. Rousseau y
los «enciclopedistas», nombre con que se designó a los redactores de la Enciclopedia o Diccionario
razonado de las ciencias, de las artes y de los oficios . Esta obra se propuso abarcar todas las ramas del
conocimiento y tuvo como importantes colaboradores a Denis Diderot y Jean D’Alembert. Los autores que
se preocuparon por temas vinculados con la producción, el comercio y las finanzas fueron llamados
economistas, sobresaliendo el inglés Adam Smith y los franceses François Quesnay y Robert Turgot.
El siglo XVIII se caracterizó por la disminución de los conflictos armados y por la fuerza creciente
de grupos humanos que se habían instalado hacia el siglo XI (por ejemplo, en Francia) alrededor de
castillos o burgos. Por el lugar de su emplazamiento se los llamó «burgueses», siendo el comercio la
actividad que los identificó. Para el siglo XV la burguesía se había convertido en la clase social más
poderosa en la Península itálica donde habían organizado estados poderosos como Venecia y Florencia,
entre otros. Esta burguesía (ya para la centuria siguiente) había colapsado políticamente ante el avance
de los ejércitos franceses, mientras comenzaba a ganar fuerza en Holanda, Inglaterra y Francia.
En el siglo XVII Inglaterra superó a Holanda como potencia marítima. Esa centuria estuvo
marcada para Inglaterra por interminables guerras civiles entre quienes eran partidarios de la Monarquía
Absoluta y quienes entendían que el poder del monarca debía estar controlado por el Parlamento,
integrado éste por la burguesía más poderosa del Reino y por una parte de la nobleza. El conflicto
terminó con el triunfo de estos últimos en 1688: el hecho se conoce como «Gloriosa Revolución», duró
sólo un día, careció de violencia y se convirtió en la primera revolución burguesa. De allí en más el
espíritu emprendedor de esta burguesía dedicada al comercio (especialmente marítimo) no encontraría
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límites. La conquista de Canadá y de la India por parte de Inglaterra implicó la necesidad de abastecer de
productos manufacturados (especialmente textiles) a estos territorios. Fue entonces que la nueva clase
triunfante presionó sobre los artesanos, quienes, de esta forma, comenzaron a aumentar la producción de
telas de algodón y de lana para la exportación. Gradualmente (hacia 1740) comenzó la «Revolución
Industrial»; ésta sólo se afirmaría hacia el año 1800. Fue una época de grandes transformaciones
técnicas, realizadas básicamente por artesanos especializados (carpinteros, cerrajeros) acostumbrados
al trabajo de la madera y del metal. La «Revolución Industrial» inglesa no fue realizada por científicos,
pues hubo pocos inventos, entre ellos la máquina a vapor. Enseguida el automatismo pasó a la
siderurgia, cuya demanda fue importante ante la necesidad de construir caminos, puentes, canales, así
como material bélico para nutrir a las guerras derivadas de la Revolución Francesa.
Contrariamente, en Francia, la burguesía, si bien era importante económicamente, no poseía
influencia política pues, en el siglo XVIII, la nobleza había recuperado todo el poder que había perdido
durante el reinado de Luis XIV. Sólo un siglo después que en Inglaterra, pero de manera violenta y por no
menos de cinco años a partir de 1789, una Revolución puso fin a la Monarquía Absoluta y se tradujo en la
condena a muerte del rey Luis XVI y de su esposa. Estas ideas revolucionarias se expandieron por toda
Europa divulgadas por un general triunfante y luego emperador de Francia: Napoleón Bonaparte.

IV. 1. VOCABULARIO POLÍTICO


¿Influyó la «filosofía de la Ilustración» en la Revolución Francesa? Lo hizo indirectamente, pues
los filósofos franceses nunca plantearon cambios violentos. La «razón ilustrada» proponía reformas
graduales en todos los órdenes de la vida humana; movimientos lentos que permitieran superar
situaciones sociales, económicas, religiosas y políticas vistas como impropias para un orden racional. El
pensamiento reformista ilustrado puede resumirse en este lema: «dejar hacer y dejar pasar que las cosas
marchan por sí mismas». El Cosmos ofrecía el modelo a seguir.
¿Qué significó en el siglo XVIII la voz «revolución»? Dejemos de lado la expresión «Revolución
Industrial» porque se trata del nombre con que los historiadores del siglo XX designaron a este fenómeno.
La voz «revolución», casi hasta llegar al siglo XVIII, se encontraba limitada al ámbito de la Astronomía,
entendida como lento movimiento de un astro en todo el curso de su órbita. En el ámbito político, la
«Gloriosa Revolución» y la revolución que en 1776 llevó a los ingleses de América del Norte a separarse
de Inglaterra, se interpreta de esta forma. Sólo desde la Revolución Francesa esta voz muestra un nuevo
significado: el de cambio violento, planificado y rápido hacia otra cosa. Uno de sus actores, Robespierre,
nos dirá que el gobierno revolucionario francés es tan nuevo como la revolución que le dio vida».
«Revolución» no es sinónimo de «rebelión», pues hablar de «rebelión» es hacerlo de un
levantamiento espontáneo y no planificado contra alguien. En Europa abundaron las rebeliones, sobre
todo de carácter campesino contra sus señores por cuestiones vinculadas a las hambrunas o al abuso en
el cobro de impuestos. Algo que también se observó en las Indias durante el siglo XVIII: en tal sentido, el
levantamiento del inca Tupac Amaru en Perú tuvo el carácter de rebelión, porque fue espontáneo y
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motivado por los abusos de un funcionario de la Corona.


Una voz que, a partir del siglo XVIII, suma significados a los que traía de antiguo, es «pueblo».
«Pueblo» no es sinónimo de población. «Pueblo» equivale a «vecino» o «gente decente», o sea, a la
«parte sana» de la población, entiéndase, los «mejores», ya sea por sus conocimientos, por sus riquezas,
o porque poseen la profesión de abogados, sacerdotes, médicos, entre otras. Este es el «pueblo que
quiere saber de qué se trata» ubicado frente al cabildo de Buenos Aires en mayo de 1810. Constituye la
«burguesía ciudadana». En el transcurso del siglo XVIII la voz «pueblo» se carga de contenido político
al hablarse de «opinión pública» («opinión del pueblo»), cuyas ideas recoge la prensa periódica que (en
el mismo siglo) también adquiere carácter político. Estos hombres del «pueblo» son también
«ciudadanos», o sea, «habitantes de la ciudad» que tienen derecho a emitir su sufragio en las elecciones.
Generalmente se establecen como condiciones para sufragar o votar, saber leer y escribir, a veces, tener
un trabajo rentado.
¿Qué nombre reciben los sujetos que no forman parte del «pueblo»? «Vulgo», «gente del
común», son los nombres más generalizados y sin sentido denigratorio. Entiéndase que el pensamiento
ilustrado es aristocrático (aristós: el mejor), es decir, participan de él todos los sujetos pensantes, aquellos
que tienen conciencia de su propia existencia.
Del pensamiento ilustrado se nutrieron algunos monarcas absolutistas interesados en introducir
reformas sociales, educativas y económicas en sus Reinos: fue el caso de las monarquías de Austria,
Prusia, Rusia y España. En la historia se los conoce como «déspotas ilustrados».
En esta expresión, la palabra «déspota» debe entenderse como equivalente a «quien tiene
autoridad para mandar». Importa esta aclaración, porque desde fines del siglo XVII comienza a
emparentarse con la voz «tiranía». La palabra no perderá más su sentido vil pero, ya a comienzos del
siglo XIX, queda claramente deslindada de «tiranía». Se considera «tirano» a quien usurpa el poder y
abusa del mismo y, «déspota», a quien accede al poder legalmente pero luego abusa de él.
Si la «razón» durante el Clasicismo barroco observó los mecanismos de funcionamiento del
entendimiento humano; la «razón» del Clasicismo ilustrado es una facultad que se desarrolla con la
experiencia. La «razón» consistía en una fuerza para transformar lo real. Era un camino que podían
recorrer en principio todos los hombres y que, por supuesto, era deseable que todos recorriesen.
Para ayudar a todos los hombres en esta empresa se requería, en el orden social, elevar la
condición de los humildes y propiciar el aumento de la población. En lo económico, fomentar la
agricultura, mejorar las finanzas, conceder libertad de comercio y favorecer la industria nacional; en lo
religioso, someter la Iglesia a la autoridad del Estado y, en el orden cultural, extender los beneficios de la
instrucción pública.
Ahora bien, la «razón» puede transformar la realidad siempre que el hombre entienda el
significado de tal privilegio, y esto se logra a través del lenguaje que forma una unidad con el
pensamiento. Por sobre todos los logros, el mayor consiste en conseguir que el pensamiento se
exprese con claridad, lógicamente, reflexivamente. Hablar (que quiere decir pensar) meditando en lo que
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se dice y en lo que se hace, colocará a los hombres en el camino hacia el «progreso», hacia la
perfección. Si los hombres reconocieran la existencia de una «lengua universal» de la que nacen las
lenguas nacionales, podrían pensar en la necesidad de conseguir una «paz perpetua».
Pensar bien y hablar bien, alimentar la razón, significaba, para el siglo ilustrado, identificarse
con el orden de la Naturaleza, con ese orden cósmico construido por Newton en el siglo XVII.
«Progreso» es la gran palabra utilizada por la Ilustración para designar todo avance lento
encaminado hacia el perfeccionamiento humano. Desde el trazado de una ciudad hasta el dictado de una
Ordenanza, todo avanzaba hacia un único punto de convergencia: la superación racional del hombre en
el marco inmutable del orden natural. «Progreso» (en el marco del «orden») parecía constituirse en la
clave de los sentimientos y pensamientos de los hombres del siglo ilustrado.
Esos ideales encontraron un lugar clave para mostrarse: se lo llamó «constitución», voz que se
impone al concluir el siglo XVIII. Se trata de un libro donde se registran los derechos y deberes de todos
los habitantes de un Estado, así como también la relación entre quién ejerce la autoridad de mando
(ejecutiva) quienes dictan las leyes (legisladores) y una fuerza que controla a todos (los jueces).
Constitución es sinónimo de «división del poder»; pretende establecer un equilibrio semejante al de una
«balanza» para evitar el abuso de poder. Surge esta idea en Inglaterra, pero triunfa en Francia cuando
Montesquieu escribe Del espíritu de las leyes. Por medio de la «constitución» se busca garantizar la
«libertad» de los hombres, de allí que este sistema constitucional se denomine «liberal». El pensamiento
ilustrado surge de las ideas «liberales», pero no se identifica totalmente con ellas. La diferencia entre
liberalismo e ilustración se basa fundamentalmente en un aspecto, el político. Para el pensamiento liberal,
el poder del gobernante siempre debe ser limitado y atado a las decisiones del Parlamento (recuérdese el
caso inglés). Para el pensamiento ilustrado estos límites no son rigurosamente necesarios.
La voz «constitución» se convirtió en un modelo de orden que todos los hombres debían seguir.
Era una expresión moral: ella contenía lo que el hombre «debía ser» y (en el mismo momento) lo que
«debía hacer». «Deber ser» es sinónimo de «ley moral», forma parte de su naturaleza y obliga a
practicarla. Este pensamiento se fue afirmando cada vez más en los últimos veinte años del siglo XVIII y
se identificó con el planteo de un filósofo alemán que supo interpretar los nuevos requerimientos de su
época: Immanuel Kant.
¿Qué es el hombre? Una realidad moral o sea, un «deber ser», al que la «luz» de la razón
enseña el camino a seguir. La voz «luz» expresa siempre la «verdad».

IV. 2. ESPAÑA E INDIAS EN EL SIGLO XVIII


Con el arribo a Madrid (capital del Imperio hispánico) del príncipe Felipe de Anjou, comenzó una
nueva manera de gobernar. Felipe V (nombre que adoptó el primer monarca de la dinastía de Borbón en
tierra española) inició la lenta introducción del denominado centralismo político y administrativo.
En los primeros tiempos del reinado de Felipe V comenzaron a desplegarse las «nuevas ideas»
o «filosofía de la Ilustración», aquellas que encierran una amplia fe en la «razón humana» y gran interés
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por construir teorías e indagar sobre su aplicación.


En este siglo los monarcas españoles intentaron rescatar al Imperio hispánico de la prolongada
crisis que venía arrastrando, por lo menos, desde el reinado de Felipe IV.
¿Qué imagen podemos construir de la dinastía de los Habsburgo y cuál de la dinastía de
Borbón? La primera nos da una imagen horizontal, es decir, el poder del rey se encuentra por encima de
todos los integrantes del Imperio, pero, a su vez, todos se disponen en la misma línea del plano. En la
región indiana del Imperio, las funciones dentro de la administración imperial se superponen unas a otras
más allá de que el virrey aparezca como el más jerarquizado de los funcionarios. La ciudad (a través de la
institución del cabildo) constituía el ámbito donde se discutían y resolvían la mayor parte de las disputas
entre las personas del común y, también, aquellas que involucraban a los «vecinos», o sea, las familias
más representativas de cada ciudad y campaña de los respectivos virreinatos.
La línea horizontal es aquella paralela a la tierra, sobre la que el hombre camina, acompaña su
andar, se desarrolla a la misma distancia del ojo y así no da lugar a ilusiones acerca de su longitud; su
trayectoria siempre encuentra algún obstáculo que le indica su límite.
La interpretación que nos deja la época de la dinastía de Borbón remite a la forma vertical, es
decir, el rey continúa ocupando el centro del poder, pero se encuentra apartado y distante de todos los
habitantes del Imperio. El rey se ubica en una órbita diferente de los demás, como el Sol lo está respecto
de los planetas. La línea vertical es símbolo del infinito. El hombre para seguirla se detiene, alza los ojos
hasta el cielo, abandona su dirección normal. La línea vertical se desvanece en el cielo, nunca encuentra
obstáculos ni límites. Engaña acerca de su longitud, se la supone infinita.
El sentido vertical no tardó en aparecer en Indias y estuvo representado por la fundación (entre
otros) del Virreinato del Río de la Plata y también por la Real Ordenanza de Intendentes. Se trata de la
época de las grandes reformas ilustradas basadas en el criterio racionalista, que comenzaron a ser
pensadas por Felipe V y se completaron (tanto en la Metrópolis como en las Indias) durante el reinado de
Carlos III. En Indias el empuje reformista se hizo sentir alrededor de 1750 y tuvo por objetivo reformas
militares, económicas y administrativas, no así políticas, porque esto hubiera significado limitar el alcance
del poder del rey. La dinastía de Borbón y, especialmente Carlos III, pretendieron devolverle al Imperio el
prestigio de que había gozado en el siglo XVI.
Si la dinastía de los Habsburgo se caracterizó por dar importancia a las ciudades, la de Borbón
privilegió la organización territorial. Si para la Monarquía barroca el poder de decisión en Indias debía
centrarse en los cabildos de las ciudades; la Monarquía ilustrada entendió que las ciudades debían
integrarse en una unidad territorial mayor centrada en la autoridad del gobernador-intendente. Los
cabildos de las ciudades verían entonces recortadas sus atribuciones.
Para proteger a las provincias indianas de posibles invasiones extranjeras, específicamente
provenientes de Inglaterra, dispuso una mayor presencia militar; para fortalecer las finanzas se inclinó por
la aplicación de nuevos impuestos y el cobro efectivo de los existentes, al mismo tiempo inauguró un
orden administrativo más eficiente.
17

Se trató de avanzar desde el centro hacia la periferia. El centro lo constituye el rey, que es la
cabeza de la Monarquía, y sus órdenes equivalen a la sangre que circula en un cuerpo. La sangre debe
llegar a todas las extremidades; las órdenes del rey deben llegar y ponerse en acción en todas las
regiones del imperio, aún en las más alejadas del centro.
La Monarquía ilustrada, siguiendo el «orden de la razón», entendió la organización política y
administrativa con criterio matemático, donde cada parte enlaza con la otra y el conjunto forma el todo
que es la Monarquía. Las provincias indianas se dividen en intendencias y éstas (a su vez) forman parte
de virreinatos que convergen en el centro del poder político. El Imperio semejaba una gran máquina o
cuerpo donde cada rueda u órgano debía articularse armoniosamente. Nada debía quedar librado al azar.
En 1776 se fundó el Virreinato del Río de la Plata para observar mejor desde el centro del poder
imperial una región que quedaba oculta dentro del Virreinato del Perú. O sea, mientras el norte (Perú)
recibía la «luz de la razón», el sur (el Río de la Plata) permanecía en penumbras. Un nuevo centro,
Buenos Aires, transformado en capital virreinal, se convertía en el punto de convergencia de todas las
regiones del nuevo Virreinato, desde donde, a su vez, partía el flujo de productos extranjeros. Fue el
comienzo de la gran prosperidad de la región rioplatense, pues Buenos Aires era el puerto por donde
transitaría todo el comercio de la región. Significó también la rápida decadencia de la región Interior del
nuevo Virreinato, que no pudo hacer frente a la entrada indiscriminada de productos manufacturados
extranjeros (telas, herrajes), provenientes principalmente de Inglaterra.
El Virreinato del Río de la Plata se integró con territorios del antiguo Virreinato del Perú, entre los
que se encontraban las actuales Argentina, Bolivia, Uruguay, Paraguay y sur de Brasil. Respecto de la
Real Ordenanza de Intendentes, no aplicada en el Virreinato de Nueva Granada (Colombia), consistía en
la subdivisión de los virreinatos en grandes unidades territoriales. Surgieron así las gobernaciones-
intendencias de cuyo fraccionamiento surgirían, en época independiente, las provincias argentinas.
Reformas que también llegaron al orden económico, cuando se dictó el Reglamento de
Comercio libre, abriendo el tráfico comercial a un número mayor de puertos en Indias y en la Metrópolis.
Llegaba a su fin el sistema barroco del monopolio, o sea, el comercio restringido: sólo dos puertos de
Indias podían comerciar con otros tantos de la Península. En el marco de la reforma económica, la
iniciativa fiscal de la Corona, que buscaba compensar el bajo rendimiento de los yacimientos mineros de
Perú y México, no logró los resultados deseados y sí consiguió el repudio casi unánime de la población:
españoles peninsulares, españoles americanos o criollos, indígenas y mestizos. En Nueva Granada,
Nueva España y Perú se generalizaron rebeliones contra la política impositiva. Pero estas rebeliones no
proponían independizarse de la Metrópolis; exigían la anulación de la reforma.
Sin embargo, el punto central de la reforma económica del siglo XVIII consistió en reconocer que
riqueza no era ya sinónimo de abundancia de metales preciosos, sino de agricultura, ganadería y
comercio. De allí que la Corona prestara especial atención y cuidado al nuevo Virreinato, pues reconocía
que había concluido el ciclo de esplendor de los Virreinatos mineros de Lima y Nueva España.
En territorio indiano, las «ideas ilustradas» circularon especialmente en la Universidad de
18

Chuquisaca o Charcas (actual Bolivia), sobre todo vinculadas a las ciencias naturales y a la economía.
Contrariamente los libros de los filósofos políticos fueron expresamente prohibidos por la Corona tanto en
la Metrópolis como en Indias, por entender que su lectura ponía en riesgo la integridad del Imperio. De
todas formas la censura era burlada y llegaban a las manos de todo aquel que tuviera interés por tales
lecturas. De esta forma, autores como Montesquieu y Voltaire, fueron ampliamente conocidos.
El siglo XVIII y, la Filosofía de la Ilustración que lo define, significó el triunfo del Clasicismo más
auténtico, el francés. El clasicismo francés triunfó en Europa y en Indias. Las reuniones sociales o
tertulias de la aristocracia, la vestimenta y las costumbres de las clases altas, las urbanización, el arte, la
música y la literatura, la importancia del mérito de las personas sobre las del privilegio propio de la
nobleza, todo tuvo su centro impulsor en Francia. La burguesía criolla indiana descubrió que «la
filosofía de la Ilustración era la suya». Lo importante era acumular nociones y conocimientos prácticos,
tanto para entender de una manera no tradicional la Naturaleza como para entender de la misma manera
los problemas fundamentales de la filosofía y los de la vida social.
En todo el ámbito indiano había comenzado una reforma interna que germinó dentro de la
reforma ordenada por la Corona. La fuerza reformista (sin proponérselo) hacía reflexionar a los criollos
sobre el nuevo lugar que entendían les correspondía dentro de la Monarquía. Los criollos sostenían que
contribuiría mejor a la buena marcha de ésta, si ellos ocupaban el gobierno local y los funcionarios
españoles el metropolitano. El monarca actuaría como enlace de todos los súbditos del Imperio.
Del plan reformista encarado desde Madrid participaron los virreyes ilustrados Vértiz y Bucarelli
en el Río de la Plata, el conde de Revillagigedo en Nueva España, y, Caballero y Góngora, en Nueva
Granada. Favorecidos por el Reglamento de comercio libre que estimuló la vida económica
especialmente de las ciudades, dispusieron medidas de ordenamiento urbanístico fomentando, a la vez,
un modelo de desarrollo cultural basado en el nuevo sentido ilustrado del racionalismo.
Esta etapa final del racionalismo recibió el nombre de Neoclasicismo y se propuso reforzar aún
más los valores sustentados por el Clasicismo, entendiendo que en la «razón» se encontraba la única
clave para resolverlo todo. El Neoclasicismo (de manera más contundente) se identificó y pretendió
reproducir en todos los aspectos de la creación humana lo realizado en la Antigüedad griega y romana.
Allí brotaban (así lo entendían los ilustrados de esta época) las referencias morales que había que seguir.
Con este espíritu reformador se creó en Buenos Aires el Real Convictorio Carolino y la
Academia de Náutica, en Nueva España la Escuela de Minería, la Academia de Bellas Artes y el Jardín
Botánico. Bogotá se convirtió en importante centro científico al erigirse un observatorio astronómico.
Las ciudades también fueron mudando en su estructura física en la medida que maduraba la
sociedad criolla. Si hasta fines del siglo XVII las trazas de los pueblos eran confusas, luego comenzó a
trazarse un plan ordenado dando a cada grupo de casas iguales dimensiones entre sí. Desde el siglo XVII
la consigna fue la clara disposición de los elementos urbanísticos y arquitectónicos: núcleo central de
estructura cuadrada ocupado por la plaza mayor, disponiéndose en semicírculo los edificios principales
(catedral, cabildo). Sin embargo, habría que esperar al siglo siguiente a que la consigna se hiciera
19

efectiva. Respecto de la higiene pública, ésta mejoró poco, pues aunque se introdujo el alumbrado y la
pavimentación, dominaban todavía las calles de barro. A medida que avanzó el siglo XVIII y, por
influencia del pensamiento ilustrado con su visión matemática y geométrica del espacio, se exigió que las
obras de arquitectura quedaran en manos de arquitectos y no de artesanos: obras relevantes fueron la
Catedral de Córdoba (punto culminante de la arquitectura rioplatense) y la Iglesia de San Ignacio, en
Buenos Aires. De este siglo proceden los edificios de dos plantas como, por ejemplo, los cabildos de
Salta, de Córdoba y de Buenos Aires.
El arte neoclásico (tanto en pintura como en arquitectura) se caracterizó por su carácter estático,
es decir, exige la forma de plano, pues el dibujo lineal asegura mejor la claridad y la armonía: ejemplos
son el cabildo de Montevideo, de Córdoba y la gran recova de Buenos Aires (demolida en el siglo XIX).
Frente al «Siglo de Oro», el Neoclasicismo en la literatura española e indiana es sinónimo de
decadencia. En España apenas resulta digno de mención el teatro de Nicolás Fernández de Moratín y, en
Indias, las obras del escritor venezolano Andrés Bello, del ecuatoriano José Joaquín de Olmedo y, entre
los rioplatenses, Vicente López y Planes, autor de la «Marcha patriótica» (Himno Nacional argentino).
Alrededor de 1790 (dos años después de la muerte de Carlos III) fundamentalmente como
consecuencia de los Pactos de Familia que (desde la llegada de Felipe V) ataban a España a la suerte de
Francia, comenzó la crisis de la Monarquía ilustrada. A partir de 1795, España (aliada con el gobierno
revolucionario de Francia) se vio imposibilitada de mantener el tráfico comercial normal con sus Reinos de
Indias, razón por la cual el gobierno metropolitano adoptó una serie de medidas, entre ellas, autorizar el
comercio con colonias extranjeras de países neutrales. Las dificultades del flujo comercial también
afectaron a la Metrópolis que se veía privada de las materias primas y recursos naturales provenientes de
Indias. La medida dispuesta era una confesión explícita de su imposibilidad de cumplir con las funciones a
que estaba obligada como cabeza del Imperio.
Cuando en 1808 el ejército de Napoleón ocupó la Península ibérica y el rey Fernando VII quedó
internado en territorio francés, la alarma se hizo oír en las Indias como también el sentimiento de
desamparo de sus pobladores. El portentoso esfuerzo iniciado por la Monarquía en el siglo XVIII para
salvar el Imperio culminaba en fracaso. Después de más de trescientos años, 1808 marcó el comienzo
del fin de la integridad del Imperio hispánico. Para 1830, cuando ya poco quedaba de aquel Imperio, se
agotaba también la «cosmovisión clasicista» y el pensamiento ilustrado.

ORIENTACIÓN BIBLIOGRÁFICA

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