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APA: Touraine, A. (1997). ¿ Podremos vivir juntos? La discusión pendiente: el destino del hombre en la
aldea global. Argentina, Fondo de cultura económica.
PRESENTACIÓN
Como los capitales y las mercancías, la información cruza las fronteras. Lo que
estaba lejos se acerca y el pasado se vuelve presente. En la actualidad, el
desarrollo ya no es la sucesión de etapas por las que una sociedad sale del
subdesarrollo, y la modernidad ya no sucede a la tradición; todo se mezcla; el
espacio y el tiempo están comprimidos. En amplias zonas del mundo, los controles
sociales y culturales establecidos por los Estados, las iglesias, las familias o las
escuelas se debilitan, y la frontera entre lo normal y lo patológico, lo permitido y lo
prohibido, pierde nitidez. ¿No vivimos acaso en una sociedad mundializada,
globalizada, que invade por todas partes la vida privada y pública de la mayoría?
La respuesta a la cuestión planteada: ¿Podemos vivir juntos?, parece exigir ante
todo una respuesta simple y formulada en tiempo presente: Ya vivimos juntos.
Miles de individuos ven los mismos programas de televisión, beben las mismas
bebidas, llevan los mismos vestidos y emplean incluso, para comunicarse de un
país a otro, la misma lengua. Vemos cómo se forma una opinión pública mundial
que en amplísimas asambleas internacionales, en Río o Pekín, debate problemas
y se inquieta en todos los continentes por el recalentamiento del planeta, las
secuelas de las pruebas nucleares o la difusión del sida.
¿Basta todo eso para poder decir que pertenecemos a la misma sociedad o a la
misma cultura? No, desde luego. Ya se trate de bienes de consumo, de medios de
comunicación, de tecnología o de flujos financieros, lo propio de los elementos
globalizados es que están separados de una organización social particular. Y
globalización significa que tecnologías, instrumentos y mensajes están presentes
en todas partes, es decir, que no son de ninguna parte, que no están unidos a
ninguna sociedad o a ninguna cultura particular, como demuestran las imágenes
que el público busca siempre y que yuxtaponen el surtidor de gasolina y el
camello, la Coca-Cola y la aldea andina, el pantalón vaquero y el castillo
principesco. Esa separación entre redes y colectividades, esa indiferencia de los
signos de la modernidad y el lento trabajo de socialización que llevan a cabo las
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A finales del siglo pasado, en plena industrialización del mundo occidental, los
sociólogos nos enseñaron que pasábamos de la comunidad, encerrada en su
identidad global, a la sociedad, cuyas funciones se diferenciaban y se
racionalizaban. La evolución que ahora vivimos es casi inversa. De las ruinas de
las sociedades modernas y sus instituciones salen, por un lado, redes globales de
producción, consumo y comunicación, y por otro, un retorno a la comunidad.
Habíamos visto ensancharse el espacio público y político; ¿no se descompone en
la actualidad bajo los efectos opuestos de esa tendencia a la privatización y de
ese movimiento de globalización?
Verdad es que vivimos algo juntos en todo el planeta, pero también lo es que en
todas partes se refuerzan y multiplican los agrupamientos «identitarios», las
asociaciones basadas en una pertenencia común, las sectas, los cultos, los
nacionalismos; las sociedades vuelven a ser comunidades que reúnen de forma
estrecha, en el mismo territorio, sociedad, cultura y poder bajo una autoridad
religiosa, cultural, étnica o política que podría denominarse carismática, puesto
que encuentra su legitimidad no en la soberanía popular, la eficacia económica o
incluso la conquista militar, sino en los dioses, los mitos o las tradiciones de una
comunidad. Cuando estamos todos juntos, apenas tenemos algo en común, y
cuando compartimos creencias y una historia rechazamos a los que son diferentes
de nosotros.
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¿Cómo podremos vivir juntos si nuestro mundo está dividido por lo menos en dos
continentes, cada vez más alejados el uno del otro, el de las comunidades que se
defienden contra la penetración de individuos, ideas y costumbres procedentes del
exterior, y ese otro cuya globalización tiene como contrapartida una débil huella
sobre las conductas personales y colectivas?
Hay quienes responden que siempre ha ocurrido así, que todas las sociedades
han conocido una oposición entre la calle y la casa, como dicen los brasileños,
entre la vida pública y la vida privada. La idea clásica de laicidad separaba y
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combinaba el espacio público, que debe estar regido por la ley del padre y la
razón, y el espacio privado donde puede mantenerse la autoridad de la madre, de
la tradición y las creencias. Pero esa complementariedad descansaba a un tiempo
en la extensión limitada de la vida pública y el mantenimiento de formas de vida
locales, y en una jerarquización social que reservaba la vida pública para las
categorías superiores: ambas han desaparecido. La cultura de masas penetra en
el espacio privado, ocupa una gran parte y, por rechazo, refuerza la voluntad
política y social de defender una identidad cultural, lo cual lleva a la
«recomunitarización». La «desocialización» de la cultura de masas nos sumerge
en la globalización, pero también nos empuja a defender nuestra identidad
apoyándonos en grupos primarios, y reprivatizando una parte o a veces la
totalidad de la vida pública, lo cual nos hace a un tiempo participar en actividades
enteramente orientadas hacia el exterior e inscribir nuestra vida en una comunidad
que nos impone sus mandatos. Nuestros prudentes equilibrios entre la ley y la
costumbre, la razón y la creencia, se desmoronan igual que los Estados
nacionales, invadidos, de un lado, por la cultura de masas y fragmentados, del
otro, por el retorno de las comunidades. Nosotros que estamos habituados desde
hace mucho a vivir en sociedades diversificadas y tolerantes, donde las libertades
personales están garantizadas por la ley, nos vemos más atraídos por la sociedad
de masas que por las comunidades, siempre autoritarias. Pero también se observa
en nuestras sociedades el retorno forzoso a las comunidades, y lo que
prudentemente llamamos las minorías tienden a afirmar su identidad y a reducir
sus relaciones con el resto de la sociedad.
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No hace mucho todavía, para comprender una sociedad tratábamos de definir sus
relaciones sociales de producción, sus conflictos, sus métodos de negociación;
hablábamos de dominación, de explotación, de reforma o de revolución. Hoy ya no
hablamos más que de globalización o de exclusión, de distancia social creciente o,
por el contrario, de concentración del capital o de la capacidad de difundir
mensajes y formas de consumo. Hemos adquirido la costumbre de situarnos unos
en relación a otros en unas escalas sociales de cualificación, de renta, de
educación o de autoridad; hemos sustituido aquella visión vertical por una visión
horizontal: estamos en el centro o en la periferia, dentro o fuera, en la luz o en la
sombra. Localización que ya no se basa en relaciones sociales de conflicto,
cooperación o compromiso y da a la vida social una imagen astronómica, como si
cada individuo o cada grupo fuera una estrella o una galaxia definida por su
posición en el universo.
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La segunda respuesta es la contraria: esa ruptura que usted parece deplorar, nos
dice, no sólo hay que aceptarla sino acelerarla y vivirla como una liberación.
Dejamos de ser definidos por nuestra situación social e histórica, perfecto; nuestra
imaginación creadora ya no tendrá límites, podremos circular libremente por todos
los continentes y todos los siglos; somos posmodernos. Dado que la disociación
de la instrumentalidad y de la identidad está en el centro de nuestra experiencia
personal y colectiva, todos somos en cierto modo posmodernos. En primer lugar,
porque cada vez creemos menos en la vocación histórica de una clase o de una
nación, en la idea de progreso o en el fin de la historia, y en que nuestra
reivindicación, como decía un ecologista en una de nuestras investigaciones, no
estriba en vivir mejor mañana sino en vivir hoy de otro modo. Sin embargo, la
seducción de lo posmoderno sólo es grande cuando se ejerce en terrenos
cercanos a la expresión cultural; mengua cuando se acerca a las realidades
sociales, porque si el declive de lo político se acepta sin reservas, sólo el mercado
regulará la vida colectiva. Si aceptamos la desaparición de los controles sociales
de la economía, ¿cómo evitar que el fuerte aplaste al débil, que aumente la
distancia entre el centro y la periferia, como podemos ver qué ocurre ante nuestros
ojos en las sociedades más liberales? Atractivo cuando apela al debilitamiento de
las normas y de las pertenencias, el elogio de lo vacío nos deja indefensos ante la
violencia, la segregación, el racismo, y nos impide establecer comunicaciones con
otros individuos y otras culturas.
Para superar la oposición insoportable entre los que sólo quieren la unidad y los
que sólo buscan la diversidad, entre los que sólo dicen «nosotros», con riesgo de
excluir a lo que se llama las minorías, y los que sólo dicen «yo» o «eso»
prohibiendo toda intervención en la vida social, toda acción en nombre de la
justicia y de la equidad, se ha formado una tercera respuesta que podría
denominarse respuesta inglesa, porque se corresponde perfectamente con la
tradición ilustrada desde hace mucho tiempo por la política británica. Para vivir
juntos siendo todos diferentes, respetemos un código de buena conducta, las
reglas del juego social. Esta democracia «procedimental» no se limita a reglas
formales; asegura el respeto a las libertades personales y colectivas, organiza la
representación de los intereses, formaliza el debate público e institucionaliza la
tolerancia. A esta concepción se vincula la idea, lanzada en Alemania por Jürgen
Habermas, de un patriotismo de la Constitución. La conciencia de pertenecer a la
sociedad alemana no debe ser la de formar parte de una comunidad de destino
cultural e histórico, sino de pertenecer a una sociedad política que respete los
principios de libertad, justicia y tolerancia proclamados y organizados por la
Constitución democrática.
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Como el propio Habermas ha reconocido, esta respuesta tiene las ventajas y los
inconvenientes de las soluciones minimalistas. Protege la coexistencia, pero no
asegura la comunicación. Incluso cuando va más allá de la simple tolerancia y
reconoce positivamente en cada cultura un movimiento hacia lo universal, la
creación y la expresión de la significación universal de una experiencia particular,
deja sin solucionar el problema de la comunicación. Nos sitúa ante los otros como
ante las vitrinas de un museo. Reconocemos la presencia de culturas distintas de
la nuestra, su capacidad para enunciar un discurso sobre el mundo, sobre el ser
humano y sobre la vida, y la originalidad de esas creaciones culturales nos impone
respeto, nos incita también a conocerlas; pero no nos permite comunicar con ellas,
es decir, vivir en la misma sociedad que ellas. Nos sitúa en vías paralelas donde,
en el mejor de los casos, podemos saludarnos cordialmente; no facilita la
interacción, como tampoco el hecho de saber que el chino es una lengua de
cultura nos ayuda a conversar con los chinos si no hemos aprendido su lengua.
¿Cómo no deducir de este breve examen de las respuestas ofrecidas con más
frecuencia que la debilidad de cada una de ellas lleva a no buscar una solución
social o institucional a la disociación entre la economía y las culturas puesto que la
consecuencia más directa de esta gran ruptura es el debilitamiento de todas las
mediaciones sociales y políticas? Frente a esta «desocialización», es fácil
comprender que muchos apelen a una «resocialización», a un retorno al espíritu
ciudadano, nacional o republicano; pero eso, lo único que supone es un homenaje
nostálgico a un pasado remoto. La idea de sociedad nacional o de Estado nacional
de derecho fue la gran creación de nuestra primera modernidad. Para unir la
racionalización triunfante y el individualismo estimulado por la Reforma y por la
crítica de las instituciones políticas y religiosas, los modernos de los siglos XVII y
XVIII forjaron la idea de soberanía popular, en la que se unieron individualismo y
racionalismo, dando al ser de derecho una supremacía absoluta sobre el ser
social, y oponiendo el derecho natural al derecho positivo hasta alcanzar la
formulación más elevada, la de las Declaraciones estadounidense y francesa de
los derechos del hombre y del ciudadano. El individualismo universalista se
convirtió en el fundamento del orden político, orden de la libertad, el único capaz
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de gobernar el orden social, que siempre está dominado por el interés privado, las
tradiciones, los privilegios y el irracionalismo. Pero es ese reinado de lo político el
que poco a poco ha sido destruido por la autonomía creciente de unos hechos
económicos que se han liberado de su marco social, sobre todo a partir de finales
del siglo XIX, y, luego, después de la II Guerra Mundial y el período de
construcción o reconstrucción nacional que la siguió, como consecuencia de la
globalización económica, la aparición de numerosos nuevos países industriales y
revoluciones tecnológicas.
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Desde hace un siglo hemos visto surgir movimientos políticos que identifican el
Estado con una herencia nacional, racial, étnica o religiosa. Esta solución
responde a la disociación de la economía y la cultura con su fusión, con la
movilización, tan total como sea posible, de los recursos culturales al servicio de
un Estado que se define como defensor de la comunidad. Esta solución define el
Estado totalitario. Nació a partir del momento en que una nación dejó de ser
considerada como creación de la soberanía popular para ser considerada como
víctima de una economía desnacionalizada, sin patria. De ahí la reacción
anticapitalista que a veces adopta la forma exacerbada de un antisemitismo
radical que acusa a los judíos de traicionar a la patria en nombre de un
universalismo abstracto, el del dinero, el pensamiento y el arte sin raíces. Ese
totalitarismo conoció su forma más agresiva con el nazismo, pero también triunfó
con el despotismo estaliniano imponiendo la construcción de una sociedad
homogénea, eliminando a la burguesía, a los intelectuales «que defienden sus
intereses» y a los traidores «al servicio del extranjero».
Frente a esa amenaza -sería azaroso pensar que ha desaparecido con la caída de
Hitler y la descomposición de la Unión Soviética-, el modelo social europeo puede
y debe ser defendido, pero ya no lleva en sí una fuerza teórica y movilizadora
suficiente. En cuanto al modelo norteamericano de yuxtaposición de un gran
desarrollo técnico-económico y de una fuerte fragmentación cultural, sólo es
concebible en una sociedad integrada en torno a la conciencia de una vocación
colectiva de dirigir el mundo, que se ha reforzado con la caída de su principal
adversario, con las dificultades económicas de Japón a partir de 1985 y con la
ausencia de voluntad política de los europeos.
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Este libro trata de responder a esas preguntas. Pero, antes que a la formulación
de una respuesta, debe abrirse al reconocimiento del hecho de que las respuestas
pasadas se han vuelto inaudibles o inaplicables, y que las instituciones de las que
se esperaba la instauración de un orden se han vuelto a menudo agentes de
desorden, de ineficacia, de injusticia y de parálisis.
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Sabemos que este principio ya no puede ser abstracto, que ya no puede ser el del
derecho natural y de la ciudadanía situados por encima de la realidad social y
económica. También sabemos que, por el contrario, no puede ser inmanente a la
realidad económica. El mercado no aporta por sí solo un modelo de regulación
social, porque, aunque permite la diversificación de las demandas y la adaptación
de la producción a esas demandas, aunque entrañe también una mengua de las
barreras sociales y de los sistemas autoritarios de control social, aunque permite
por último las negociaciones colectivas y los compromisos útiles, también somete
las demandas de los consumidores a un sistema de oferta muy concentrado. El
modelo del mercado competencial equilibrado, directamente opuesto al del Estado
republicano, está tan alejado como él de las realidades sociales contemporáneas.
Uno y otro suponen la existencia de un orden estable, político o económico,
mientras que nuestra realidad es la de cambios torrenciales, innovaciones,
empresas y redes que se anticipan cada vez más a las demandas, a las leyes y a
los movimientos colectivos.
La reflexión sobre las sociedades contemporáneas está regida por las dos
principales constataciones que acabamos de enunciar: en primer lugar, la
disociación creciente del universo instrumental y del universo simbólico, de la
economía y de las culturas; y, en segundo lugar, el poder cada vez más difuso, en
un vacío social y político creciente, de acciones estratégicas cuyo objetivo no es
crear un orden social sino acelerar el cambio, el movimiento, la circulación de
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Así pues, el sentido principal de este libro reside en la unidad de las dos partes
que lo componen. No podemos vivir juntos, es decir, no podemos combinar la
unidad de una sociedad con la diversidad de las personalidades y de las culturas
salvo que pongamos la idea de Sujeto personal en el centro de nuestra reflexión y
de nuestra acción. El sueño de someter a todos los individuos a las mismas leyes
universales de la razón, la religión o la historia siempre se ha transformado en
pesadilla, en instrumento de dominación; la renuncia a todo principio de unidad, la
aceptación de diferencias sin límites, lleva a la segregación o a la guerra civil. Para
salir de ese dilema, este libro pinta al Sujeto, no sólo como combinación de una
identidad personal y de una cultura particular con la participación en un mundo
racionalizado, sino como afirmación, gracias a ese mismo trabajo, de su libertad y
de su responsabilidad. Sólo esta perspectiva permite explicar de qué forma
podemos vivir juntos, iguales y diferentes.
El objetivo de este libro, que trata más de ideas que de hechos, es sin embargo
tan práctico como teórico. Tras comprender que pasamos de una etapa de la
modernidad a otra y definir la naturaleza de la crisis que vivimos, hemos de
procurarnos medios para reconstruir nuestra capacidad de gestionar las
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mutaciones en curso y definir unas opciones posibles allí donde hoy nos vemos
tentados a no ver otra cosa que un progreso indefinido o un laberinto sin salida.
La historia no está hecha sólo del éxito de los que han construido intelectual y
prácticamente un mundo nuevo; también está hecha de la caída de sociedades
que no comprendieron ni permitieron ni organizaron las nuevas formas que adopta
la vida económica, política y cultural. Ningún país, ninguna institución, ningún
individuo está seguro de comprender y dominar, por sus éxitos pasados, las
nuevas formas de vida personal y colectiva. En estos inicios de un siglo que se ha
inaugurado en el momento en que ha caído el muro de Berlín, ¿somos capaces de
comprender el mundo en el que ya hemos entrado?
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