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Dirección de Cursos de Educación General

Dimensión de Responsabilidad Social

Estricto uso sólo en clases

APA: Touraine, A. (1997). ¿ Podremos vivir juntos? La discusión pendiente: el destino del hombre en la
aldea global. Argentina, Fondo de cultura económica.

¿Podremos vivir juntos?

PRESENTACIÓN

Como los capitales y las mercancías, la información cruza las fronteras. Lo que
estaba lejos se acerca y el pasado se vuelve presente. En la actualidad, el
desarrollo ya no es la sucesión de etapas por las que una sociedad sale del
subdesarrollo, y la modernidad ya no sucede a la tradición; todo se mezcla; el
espacio y el tiempo están comprimidos. En amplias zonas del mundo, los controles
sociales y culturales establecidos por los Estados, las iglesias, las familias o las
escuelas se debilitan, y la frontera entre lo normal y lo patológico, lo permitido y lo
prohibido, pierde nitidez. ¿No vivimos acaso en una sociedad mundializada,
globalizada, que invade por todas partes la vida privada y pública de la mayoría?
La respuesta a la cuestión planteada: ¿Podemos vivir juntos?, parece exigir ante
todo una respuesta simple y formulada en tiempo presente: Ya vivimos juntos.
Miles de individuos ven los mismos programas de televisión, beben las mismas
bebidas, llevan los mismos vestidos y emplean incluso, para comunicarse de un
país a otro, la misma lengua. Vemos cómo se forma una opinión pública mundial
que en amplísimas asambleas internacionales, en Río o Pekín, debate problemas
y se inquieta en todos los continentes por el recalentamiento del planeta, las
secuelas de las pruebas nucleares o la difusión del sida.

¿Basta todo eso para poder decir que pertenecemos a la misma sociedad o a la
misma cultura? No, desde luego. Ya se trate de bienes de consumo, de medios de
comunicación, de tecnología o de flujos financieros, lo propio de los elementos
globalizados es que están separados de una organización social particular. Y
globalización significa que tecnologías, instrumentos y mensajes están presentes
en todas partes, es decir, que no son de ninguna parte, que no están unidos a
ninguna sociedad o a ninguna cultura particular, como demuestran las imágenes
que el público busca siempre y que yuxtaponen el surtidor de gasolina y el
camello, la Coca-Cola y la aldea andina, el pantalón vaquero y el castillo
principesco. Esa separación entre redes y colectividades, esa indiferencia de los
signos de la modernidad y el lento trabajo de socialización que llevan a cabo las

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familias y las escuelas, en una palabra, esa «desocialización» de la cultura de


masas, hace que vivamos juntos sólo en la medida en que realizamos los mismos
gestos y utilizamos los mismos objetos, pero sin que seamos capaces de
comunicarnos entre nosotros, más allá del intercambio de los signos de la
modernidad. Nuestra cultura ya no rige nuestra organización social, que, a su vez,
ya no rige la actividad técnica y económica. Cultura y economía, mundo
tecnológico y mundo simbólico se separan.

Mientras nuestras pequeñas sociedades van fundiéndose poco a poco en


una extensa sociedad mundial, ante nuestros ojos vemos deshacerse los
conjuntos a la vez políticos y territoriales, sociales y culturales, que
llamamos sociedades, civilizaciones o simplemente países. Vemos
separarse, de un lado, el universo objetivo de los signos de la globalización;
del otro, unos conjuntos de valores, de expresiones culturales, de recuerdos
y tradiciones que ya no forman sociedades dado que están
privados de su actividad instrumental, ahora globalizada, y se encierran
sobre sí mismos, y cada vez con más nitidez otorgan la prioridad a los
valores sobre las técnicas, y a las tradiciones sobre las innovaciones.

A finales del siglo pasado, en plena industrialización del mundo occidental, los
sociólogos nos enseñaron que pasábamos de la comunidad, encerrada en su
identidad global, a la sociedad, cuyas funciones se diferenciaban y se
racionalizaban. La evolución que ahora vivimos es casi inversa. De las ruinas de
las sociedades modernas y sus instituciones salen, por un lado, redes globales de
producción, consumo y comunicación, y por otro, un retorno a la comunidad.
Habíamos visto ensancharse el espacio público y político; ¿no se descompone en
la actualidad bajo los efectos opuestos de esa tendencia a la privatización y de
ese movimiento de globalización?

Verdad es que vivimos algo juntos en todo el planeta, pero también lo es que en
todas partes se refuerzan y multiplican los agrupamientos «identitarios», las
asociaciones basadas en una pertenencia común, las sectas, los cultos, los
nacionalismos; las sociedades vuelven a ser comunidades que reúnen de forma
estrecha, en el mismo territorio, sociedad, cultura y poder bajo una autoridad
religiosa, cultural, étnica o política que podría denominarse carismática, puesto
que encuentra su legitimidad no en la soberanía popular, la eficacia económica o
incluso la conquista militar, sino en los dioses, los mitos o las tradiciones de una
comunidad. Cuando estamos todos juntos, apenas tenemos algo en común, y
cuando compartimos creencias y una historia rechazamos a los que son diferentes
de nosotros.

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Sólo vivimos juntos si perdemos nuestra identidad; y a la inversa, el retorno de las


comunidades trae consigo la llamada a la homogeneidad, a la pureza, a la unidad,
y la comunicación se sustituye por la guerra entre quienes ofrecen sacrificios a
dioses diferentes, apelan a tradiciones extranjeras u opuestas entre sí, e incluso,
se consideran en ocasiones biológicamente diferentes de los demás y superiores
a ellos. La idea tan atractiva del melting-pot mundial que haría de nosotros los
ciudadanos de un mundo unido no merece ni el entusiasmo ni las imprecaciones
que a menudo provoca; está tan lejos de la realidad observable, incluso en
Estados Unidos, que no es otra cosa que la ideología difusa de empresarios de
espectáculos mundiales.

Quienes hablan de imperialismo norteamericano u occidental en lugar de


globalización cometen el mismo error que los moralistas optimistas en la medida
en que la sociedad norteamericana es una de las más «disociadas» que existen,
entre redes globales y comunidades cerradas sobre sí mismas. Si muchas redes
mundiales tienen su centro en Los Ángeles, esa zona urbana no es ni una ciudad
ni una sociedad, sino un conjunto de guetos o comunidades que se ignoran entre
sí, cruzados por autovías; y eso mismo es cierto también para Nueva York,
aunque esta ciudad todavía presente las formas de vida urbana que las
civilizaciones pasadas crearon en todos los continentes, y en particular en Europa.
Dado que lo imaginario vehiculado por la comunicación de masas es cada vez
más de origen norteamericano, una parte de nosotros se «norteamericaniza»,
como podría «japonizarse» el día de mañana, o más tarde «brasileñizarse»; y de
una forma tanto más fácil cuanto que esas imágenes no se transforman en
modelos de conducta y en motivaciones: un mensaje modifica menos las
conductas cuanto más se transmite de forma masiva y sin enlaces sociales. Es
inmensa la distancia entre los habitantes de los tugurios de Calcuta o de una aldea
perdida del Altiplano boliviano y las películas de Hollywood que ellos contemplan.
No es la mutación acelerada de las conductas lo que hay que percibir, sino la
fragmentación creciente de la experiencia de individuos que, de forma simultánea,
pertenecen a varios continentes y a varios siglos: el yo ha perdido su unidad, se
ha vuelto múltiple.

¿Cómo podremos vivir juntos si nuestro mundo está dividido por lo menos en dos
continentes, cada vez más alejados el uno del otro, el de las comunidades que se
defienden contra la penetración de individuos, ideas y costumbres procedentes del
exterior, y ese otro cuya globalización tiene como contrapartida una débil huella
sobre las conductas personales y colectivas?

Hay quienes responden que siempre ha ocurrido así, que todas las sociedades
han conocido una oposición entre la calle y la casa, como dicen los brasileños,
entre la vida pública y la vida privada. La idea clásica de laicidad separaba y

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combinaba el espacio público, que debe estar regido por la ley del padre y la
razón, y el espacio privado donde puede mantenerse la autoridad de la madre, de
la tradición y las creencias. Pero esa complementariedad descansaba a un tiempo
en la extensión limitada de la vida pública y el mantenimiento de formas de vida
locales, y en una jerarquización social que reservaba la vida pública para las
categorías superiores: ambas han desaparecido. La cultura de masas penetra en
el espacio privado, ocupa una gran parte y, por rechazo, refuerza la voluntad
política y social de defender una identidad cultural, lo cual lleva a la
«recomunitarización». La «desocialización» de la cultura de masas nos sumerge
en la globalización, pero también nos empuja a defender nuestra identidad
apoyándonos en grupos primarios, y reprivatizando una parte o a veces la
totalidad de la vida pública, lo cual nos hace a un tiempo participar en actividades
enteramente orientadas hacia el exterior e inscribir nuestra vida en una comunidad
que nos impone sus mandatos. Nuestros prudentes equilibrios entre la ley y la
costumbre, la razón y la creencia, se desmoronan igual que los Estados
nacionales, invadidos, de un lado, por la cultura de masas y fragmentados, del
otro, por el retorno de las comunidades. Nosotros que estamos habituados desde
hace mucho a vivir en sociedades diversificadas y tolerantes, donde las libertades
personales están garantizadas por la ley, nos vemos más atraídos por la sociedad
de masas que por las comunidades, siempre autoritarias. Pero también se observa
en nuestras sociedades el retorno forzoso a las comunidades, y lo que
prudentemente llamamos las minorías tienden a afirmar su identidad y a reducir
sus relaciones con el resto de la sociedad.

Estamos atrapados en un dilema. O bien reconocemos una independencia plena a


las minorías y a las comunidades, contentándonos con hacer respetar las reglas
del juego, unos procedimientos que aseguren la coexistencia pacífica de intereses,
opiniones y creencias -y, entonces, así no renunciamos a la comunicación entre
nosotros, puesto que no nos reconocemos ya nada en común salvo el no prohibir
la libertad de los otros y participar con ellos en actividades puramente
instrumentales-, o bien creemos que tenemos valores en común -los
norteamericanos piensan que son unos valores más bien morales, los europeos
que son más bien políticos-, y entonces nos vemos empujados a rechazar a
quienes no comparten esos valores, sobre todo si les atribuimos un alcance
universal. O bien vivimos juntos comunicándonos exclusivamente de una forma
impersonal, mediante signos técnicos, o bien sólo nos comunicamos en el seno de
comunidades que se cierran sobre sí mismas tanto más cuanto que se sienten
amenazadas por una cultura de masas que les parece ajena. Esta contradicción
es la misma que la que ya vivimos durante nuestra primera gran industrialización,
desde finales del siglo XIX hasta la guerra de 1914. La dominación del capital
financiero internacional y de la colonización supuso el ascenso de los

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nacionalismos comunitarios, tanto en países industriales como Alemania, Japón o


Francia, como en países dominados, cuyas revoluciones antiimperialistas debían
llevar a menudo, en el transcurso del siglo XX, a comunitarismos totalitarios.

¿Estamos reviviendo la historia de esa ruptura de las sociedades nacionales en


provecho, de un lado, de los mercados internacionales, y del otro, de los
nacionalismos agresivos? Esa ruptura entre el mundo instrumental y el mundo
simbólico, entre la técnica y los valores, atraviesa toda nuestra experiencia, desde
la vida individual hasta la situación mundial. Estamos a un tiempo aquí y en todas
partes, es decir, en ninguna parte. Los vínculos que la sociedad local o nacional
establecía, a través de las instituciones, la lengua y la educación, entre nuestra
memoria y nuestra participación impersonal en la sociedad de producción, se han
debilitado, permitiéndonos gestionar, sin mediaciones y sin garantías, dos órdenes
separados de experiencia. Por ello, sobre cada uno de nosotros pesa una
dificultad creciente para definir nuestra personalidad que, en efecto, pierde de
modo irremediable su unidad a medida que deja de ser un conjunto coherente de
roles sociales. Y a menudo esa dificultad es tan grande que no la soportamos y
tratamos de escapar a un yo demasiado débil, demasiado desgarrado, mediante la
huida, la autodestrucción o la diversión agotadora.

Lo que denominábamos política -la gestión de los asuntos de la ciudad o de la


nación- se ha descompuesto del mismo modo que el yo individual. En la
actualidad, gobernar un país consiste ante todo en hacer su organización
económica y social compatible con las exigencias del sistema económico
internacional, mientras las normas sociales se debilitan y las instituciones se
vuelven cada vez más modestas, liberando un espacio creciente para la vida
privada y para las organizaciones voluntarias. ¿Cómo podríamos seguir hablando
de ciudadanía y de democracia representativa cuando los elegidos miran hacia el
mercado mundial y los electores hacia su vida privada? El espacio intermedio lo
ocupan ahora únicamente apelaciones cada vez más conservadoras a valores e
instituciones que están desbordados por nuestras prácticas.

Los medios de comunicación ocupan un lugar creciente en nuestra vida y, entre


ellos, la televisión ha conquistado un lugar central porque relaciona de la forma
más directa lo vivido más en privado con la realidad más global, la emoción ante el
sufrimiento o la alegría de un ser humano con las técnicas científicas o militares
más avanzadas. Relación directa que elimina las mediaciones entre el individuo y
la humanidad, y amenaza, al «descontextualizar» los mensajes, con participar
activamente en el movimiento general de «desocialización». La emoción que todos
sentimos ante las imágenes de guerra, de deporte o de acción humanitaria no se
transforma en motivaciones ni en tomas de posición. No somos espectadores
mucho más comprometidos cuando contemplamos los dramas del mundo que

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cuando contemplamos la violencia en el cine o en televisión. Una parte de


nosotros mismos se baña en la cultura mundial, mientras otra parte, privada de un
espacio público donde se formen y apliquen unas normas sociales, se encierra
bien en el hedonismo, bien en la búsqueda de pertenencias inmediatamente
vividas. Vivimos juntos, pero a la vez fusionados y separados, como en la
«muchedumbre solitaria» evocada por David Riesman, y cada vez menos capaces
de comunicación. De un lado, somos ciudadanos del mundo sin
responsabilidades, derechos o deberes, y del otro, defensores de un espacio
privado sumergido por el oleaje de la cultura mundial. De este modo se debilita la
definición de los individuos y los grupos por sus relaciones sociales, que hasta
ahora describía el campo de la sociología, cuyo objeto era explicar las conductas
por las relaciones sociales en que se hallaban implicados los actores.

No hace mucho todavía, para comprender una sociedad tratábamos de definir sus
relaciones sociales de producción, sus conflictos, sus métodos de negociación;
hablábamos de dominación, de explotación, de reforma o de revolución. Hoy ya no
hablamos más que de globalización o de exclusión, de distancia social creciente o,
por el contrario, de concentración del capital o de la capacidad de difundir
mensajes y formas de consumo. Hemos adquirido la costumbre de situarnos unos
en relación a otros en unas escalas sociales de cualificación, de renta, de
educación o de autoridad; hemos sustituido aquella visión vertical por una visión
horizontal: estamos en el centro o en la periferia, dentro o fuera, en la luz o en la
sombra. Localización que ya no se basa en relaciones sociales de conflicto,
cooperación o compromiso y da a la vida social una imagen astronómica, como si
cada individuo o cada grupo fuera una estrella o una galaxia definida por su
posición en el universo.

La experiencia cotidiana de esa disociación creciente entre el mundo objetivado y


el espacio de la subjetividad sugiere, ante todo, respuestas que hay que
mencionar, aunque no respondan a las preguntas: ¿Cómo puedo comunicar con
otros y vivir con ellos? ¿Cómo podemos combinar nuestras diferencias con la
unidad de una vida colectiva?

La primera respuesta, la más débil, es la que trata de resucitar los modelos


sociales del pasado. Apela para ello a la conciencia colectiva y a la voluntad
general, a la ciudadanía y a la ley. Pero ¿cómo podrá detener el doble movimiento
de globalización y privatización que debilita las antiguas formas de vida social y
política? Aunque los norteamericanos hablen como neotocquevillianos sobre
valores morales, o los franceses como neorepublicanos sobre ciudadanía, se trata
de rechazo más que de afirmaciones y, por consiguiente, de ideologías que,
creadas para acoger, terminan excluyendo a los que no apelan a ellas.

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La segunda respuesta es la contraria: esa ruptura que usted parece deplorar, nos
dice, no sólo hay que aceptarla sino acelerarla y vivirla como una liberación.
Dejamos de ser definidos por nuestra situación social e histórica, perfecto; nuestra
imaginación creadora ya no tendrá límites, podremos circular libremente por todos
los continentes y todos los siglos; somos posmodernos. Dado que la disociación
de la instrumentalidad y de la identidad está en el centro de nuestra experiencia
personal y colectiva, todos somos en cierto modo posmodernos. En primer lugar,
porque cada vez creemos menos en la vocación histórica de una clase o de una
nación, en la idea de progreso o en el fin de la historia, y en que nuestra
reivindicación, como decía un ecologista en una de nuestras investigaciones, no
estriba en vivir mejor mañana sino en vivir hoy de otro modo. Sin embargo, la
seducción de lo posmoderno sólo es grande cuando se ejerce en terrenos
cercanos a la expresión cultural; mengua cuando se acerca a las realidades
sociales, porque si el declive de lo político se acepta sin reservas, sólo el mercado
regulará la vida colectiva. Si aceptamos la desaparición de los controles sociales
de la economía, ¿cómo evitar que el fuerte aplaste al débil, que aumente la
distancia entre el centro y la periferia, como podemos ver qué ocurre ante nuestros
ojos en las sociedades más liberales? Atractivo cuando apela al debilitamiento de
las normas y de las pertenencias, el elogio de lo vacío nos deja indefensos ante la
violencia, la segregación, el racismo, y nos impide establecer comunicaciones con
otros individuos y otras culturas.

Para superar la oposición insoportable entre los que sólo quieren la unidad y los
que sólo buscan la diversidad, entre los que sólo dicen «nosotros», con riesgo de
excluir a lo que se llama las minorías, y los que sólo dicen «yo» o «eso»
prohibiendo toda intervención en la vida social, toda acción en nombre de la
justicia y de la equidad, se ha formado una tercera respuesta que podría
denominarse respuesta inglesa, porque se corresponde perfectamente con la
tradición ilustrada desde hace mucho tiempo por la política británica. Para vivir
juntos siendo todos diferentes, respetemos un código de buena conducta, las
reglas del juego social. Esta democracia «procedimental» no se limita a reglas
formales; asegura el respeto a las libertades personales y colectivas, organiza la
representación de los intereses, formaliza el debate público e institucionaliza la
tolerancia. A esta concepción se vincula la idea, lanzada en Alemania por Jürgen
Habermas, de un patriotismo de la Constitución. La conciencia de pertenecer a la
sociedad alemana no debe ser la de formar parte de una comunidad de destino
cultural e histórico, sino de pertenecer a una sociedad política que respete los
principios de libertad, justicia y tolerancia proclamados y organizados por la
Constitución democrática.

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Como el propio Habermas ha reconocido, esta respuesta tiene las ventajas y los
inconvenientes de las soluciones minimalistas. Protege la coexistencia, pero no
asegura la comunicación. Incluso cuando va más allá de la simple tolerancia y
reconoce positivamente en cada cultura un movimiento hacia lo universal, la
creación y la expresión de la significación universal de una experiencia particular,
deja sin solucionar el problema de la comunicación. Nos sitúa ante los otros como
ante las vitrinas de un museo. Reconocemos la presencia de culturas distintas de
la nuestra, su capacidad para enunciar un discurso sobre el mundo, sobre el ser
humano y sobre la vida, y la originalidad de esas creaciones culturales nos impone
respeto, nos incita también a conocerlas; pero no nos permite comunicar con ellas,
es decir, vivir en la misma sociedad que ellas. Nos sitúa en vías paralelas donde,
en el mejor de los casos, podemos saludarnos cordialmente; no facilita la
interacción, como tampoco el hecho de saber que el chino es una lengua de
cultura nos ayuda a conversar con los chinos si no hemos aprendido su lengua.

Así pues, esa respuesta es poco eficaz, para asegurar la comunicación, de la


misma manera que la democracia política del siglo pasado resultó poco eficaz
para impedir la proletarización y la explotación de los trabajadores o la destrucción
o la «interiorización» de las culturas colonizadas. Quienes recurren a la primera de
las respuestas aquí evocadas no se engañan recordando a estos liberales
moderados y tolerantes la necesidad de valores y de instituciones comunes
cuando se trata de resistir a la barbarie, al totalitarismo, al racismo o a los efectos
de una crisis económica grave.

¿Cómo no deducir de este breve examen de las respuestas ofrecidas con más
frecuencia que la debilidad de cada una de ellas lleva a no buscar una solución
social o institucional a la disociación entre la economía y las culturas puesto que la
consecuencia más directa de esta gran ruptura es el debilitamiento de todas las
mediaciones sociales y políticas? Frente a esta «desocialización», es fácil
comprender que muchos apelen a una «resocialización», a un retorno al espíritu
ciudadano, nacional o republicano; pero eso, lo único que supone es un homenaje
nostálgico a un pasado remoto. La idea de sociedad nacional o de Estado nacional
de derecho fue la gran creación de nuestra primera modernidad. Para unir la
racionalización triunfante y el individualismo estimulado por la Reforma y por la
crítica de las instituciones políticas y religiosas, los modernos de los siglos XVII y
XVIII forjaron la idea de soberanía popular, en la que se unieron individualismo y
racionalismo, dando al ser de derecho una supremacía absoluta sobre el ser
social, y oponiendo el derecho natural al derecho positivo hasta alcanzar la
formulación más elevada, la de las Declaraciones estadounidense y francesa de
los derechos del hombre y del ciudadano. El individualismo universalista se
convirtió en el fundamento del orden político, orden de la libertad, el único capaz

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de gobernar el orden social, que siempre está dominado por el interés privado, las
tradiciones, los privilegios y el irracionalismo. Pero es ese reinado de lo político el
que poco a poco ha sido destruido por la autonomía creciente de unos hechos
económicos que se han liberado de su marco social, sobre todo a partir de finales
del siglo XIX, y, luego, después de la II Guerra Mundial y el período de
construcción o reconstrucción nacional que la siguió, como consecuencia de la
globalización económica, la aparición de numerosos nuevos países industriales y
revoluciones tecnológicas.

La síntesis institucional, política y jurídica entre la racionalización y el


individualismo moral ha resistido tanto que el individuo sólo ha participado en la
vida pública como ciudadano, mientras que su vida económica como productor o
consumidor seguía inscrita en gran parte en una sociedad local con sus
costumbres y sus formas tradicionales de poder. Podía identificarse entonces la
sociedad con la creación de un orden político. Por eso las revoluciones estuvieron
al servicio de la soberanía popular, de los ciudadanos y de la nación. La
concepción individualista-universalista del derecho unía de forma casi natural el
universalismo de la razón con un individualismo que desbordaba la defensa del
interés personal. La aparición de la sociedad industrial sustituyó al ciudadano por
el actor económico y, más concretamente, por clases antagónicas. A partir de ese
momento desapareció cualquier principio de integración de la ciencia y la
conciencia, y a los mejores pensadores la sociedad industrial les pareció como
dominada por la lucha de clases. A partir de finales del siglo XIX, en Gran Bretaña
y Alemania primero, mucho más tarde en Francia y Estados Unidos, se instauró
una democracia industrial, pero a pesar de su nombre esa democracia no
restableció el reinado del ciudadano; restableció más bien unos principios
negociados de justicia que trataban de hacer compatibles intereses opuestos.
Principios frágiles, porque las revoluciones técnicas y económicas obligan a
revisar los estatutos profesionales establecidos y hacen más difícil combinar
competitividad y protección del empleo y de las condiciones de trabajo. El modelo
europeo de protección social, que no hay que confundir con las intervenciones
económicas y corporativistas del Estado, se mantiene en su esencia en Europa
occidental, pero ya no tiene la solidez que tuvo el modelo institucional salido de las
revoluciones holandesa, inglesa, estadounidense y francesa, porque se ha visto
desbordado por la globalización de la economía que permite a ésta escapar en
gran parte a las autoridades políticas que siguen siendo nacionales. Lo cual
implica, incluso en Europa y en todas partes donde se había introducido su
modelo, el triunfo de los nacionalismos culturales, de las políticas de la identidad
que apelan a creencias y a herencias culturales y que conducen al rechazo de la
diversidad y de la comunicación.

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Desde hace un siglo hemos visto surgir movimientos políticos que identifican el
Estado con una herencia nacional, racial, étnica o religiosa. Esta solución
responde a la disociación de la economía y la cultura con su fusión, con la
movilización, tan total como sea posible, de los recursos culturales al servicio de
un Estado que se define como defensor de la comunidad. Esta solución define el
Estado totalitario. Nació a partir del momento en que una nación dejó de ser
considerada como creación de la soberanía popular para ser considerada como
víctima de una economía desnacionalizada, sin patria. De ahí la reacción
anticapitalista que a veces adopta la forma exacerbada de un antisemitismo
radical que acusa a los judíos de traicionar a la patria en nombre de un
universalismo abstracto, el del dinero, el pensamiento y el arte sin raíces. Ese
totalitarismo conoció su forma más agresiva con el nazismo, pero también triunfó
con el despotismo estaliniano imponiendo la construcción de una sociedad
homogénea, eliminando a la burguesía, a los intelectuales «que defienden sus
intereses» y a los traidores «al servicio del extranjero».

En fechas más recientes, ese totalitarismo ha reaparecido al mismo tiempo en


forma de movilización de fuerzas religiosas islámicas contra el capitalismo
extranjero y el gran Satán, y también en la forma de un nacionalismo radical que
ha impuesto en una parte de la ex Yugoslavia una limpieza étnica que transforma
el nacionalismo serbio (y a veces croata) en agente de destrucción de los
alógenos. Todos los movimientos que se denominan integristas, y que son
variantes del modelo totalitario, muestran en este fin de siglo el vigor de esa
solución antiliberal que podría adoptar nuevas formas en el siglo XXI. De igual
modo que el período del imperialismo fue seguido por el triunfo de las revoluciones
leninistas, tras un período de globalización podríamos ver reformarse los
regímenes totalitarios o aliarse, en los nuevos países industriales, el liberalismo
económico y el nacionalismo cultural. Si en ciertos países las luchas sociales
llevan a la democratización, como en Corea del Norte o en Taiwán, en otros ese
nacional-liberalismo puede llevar a movilizaciones cada vez más totalitarias.

Frente a esa amenaza -sería azaroso pensar que ha desaparecido con la caída de
Hitler y la descomposición de la Unión Soviética-, el modelo social europeo puede
y debe ser defendido, pero ya no lleva en sí una fuerza teórica y movilizadora
suficiente. En cuanto al modelo norteamericano de yuxtaposición de un gran
desarrollo técnico-económico y de una fuerte fragmentación cultural, sólo es
concebible en una sociedad integrada en torno a la conciencia de una vocación
colectiva de dirigir el mundo, que se ha reforzado con la caída de su principal
adversario, con las dificultades económicas de Japón a partir de 1985 y con la
ausencia de voluntad política de los europeos.

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Al igual que el historiador, el sociólogo basa su reflexión en la observación de los


hechos antes de elaborar nuevos conceptos o reinterpretar otros. Antes de
formular una concepción de la justicia o de la libertad, tomemos conciencia, pues,
de que ante nuestros ojos se descompone la imagen de una sociedad construida y
regida por un proyecto político, por unas instituciones y por unas agencias de
socialización. La política socialdemócrata, el Estado providencia, o incluso las
políticas económicas inspiradas en Keynes, han producido notables expresiones
concretas del triunfo del pensamiento político sobre las prácticas sociales; pero
todas ellas están en decadencia o en descomposición.

Como agente central del crecimiento y la justicia, el Estado se ve atacado, de un


lado, por la internacionalización de la economía; del otro, por la fragmentación de
las identidades culturales. Una reflexión histórica puede hacernos comprender
mejor a posteriori de qué forma las instituciones políticas y jurídicas han tratado de
combinar libertad e igualdad, y de qué manera, en nuestras democracias, cada
ciudadano se siente en principio partícipe activo de la búsqueda de la solución
más racional y más equitativa. Pero sobre ese ideal republicano ya ha caído la
noche. Hoy, el análisis sociológico debe descubrir qué pueden ser la libertad, la
solidaridad y la igualdad en una situación social en la que el puesto central, el del
príncipe, está vacío, en la que el salón del trono está barrido por corrientes de aire
e invadido por bandas de especuladores y de paparazzi.

Los sociólogos deben levantarse temprano y recorrer desde el amanecer el nuevo


paisaje que han creado las perturbaciones de la noche. No pueden aplicar a unas
realidades nuevas interpretaciones cuya extrema elaboración sólo había podido
formarse tras una larga jomada de análisis y de reflexión. Su papel consiste ante
todo en señalar discontinuidades, en no mirar hacia las luces del pasado sino más
bien hacia la confusión de la realidad visible y formular la interrogación más
inquietante: si las instituciones han perdido su capacidad de regulación y de
integración, ¿qué fuerza puede acercar y combinar desde este momento una
economía transnacional y unas identidades infranacionales? Y ya que esa fuerza
no puede ser directamente institucional, ¿cómo se pueden reconstruir, a partir de
ella, unos mecanismos de regulación de la vida social?

Este libro trata de responder a esas preguntas. Pero, antes que a la formulación
de una respuesta, debe abrirse al reconocimiento del hecho de que las respuestas
pasadas se han vuelto inaudibles o inaplicables, y que las instituciones de las que
se esperaba la instauración de un orden se han vuelto a menudo agentes de
desorden, de ineficacia, de injusticia y de parálisis.

Una respuesta eficaz a la disociación de la economía y la cultura debe introducir


un principio de combinación nuevo entre los dos universos que se separan.

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Sabemos que este principio ya no puede ser abstracto, que ya no puede ser el del
derecho natural y de la ciudadanía situados por encima de la realidad social y
económica. También sabemos que, por el contrario, no puede ser inmanente a la
realidad económica. El mercado no aporta por sí solo un modelo de regulación
social, porque, aunque permite la diversificación de las demandas y la adaptación
de la producción a esas demandas, aunque entrañe también una mengua de las
barreras sociales y de los sistemas autoritarios de control social, aunque permite
por último las negociaciones colectivas y los compromisos útiles, también somete
las demandas de los consumidores a un sistema de oferta muy concentrado. El
modelo del mercado competencial equilibrado, directamente opuesto al del Estado
republicano, está tan alejado como él de las realidades sociales contemporáneas.
Uno y otro suponen la existencia de un orden estable, político o económico,
mientras que nuestra realidad es la de cambios torrenciales, innovaciones,
empresas y redes que se anticipan cada vez más a las demandas, a las leyes y a
los movimientos colectivos.

A esta situación intentamos dar respuesta. Ya no se trata de derrocar un poder


absoluto o de contrarrestar el poder capitalista; se trata de encontrar un punto fijo
en un mundo en movimiento en el que nuestra experiencia se halla fragmentada y
en donde el sitio que antes ocupaban las instituciones está tomado ahora por las
estrategias de las grandes organizaciones financieras, técnicas o mediáticas. Se
acaba el tiempo del orden; empieza el del cambio, como categoría central de la
experiencia personal y de la organización social. Ulrich Beck ha expresado
perfectamente esa idea al hablar de una «sociedad de riesgo» regida por la
incertidumbre y, sobre todo, por riesgos de probabilidad escasa pero de posibles
efectos considerables, como una explosión nuclear, la transformación notable de
las condiciones atmosféricas o la difusión de epidemias sin remedio médico
conocido. Esta visión no anuncia en modo alguno catástrofes ineluctables, pero
nos impide creer por más tiempo en soluciones institucionales. Si no existe
ninguna concepción de la vida personal y colectiva que pueda prescindir de
garantías jurídicas y por tanto de decisiones políticas, no hay posibilidad de que,
en un orden político concebido como superior al orden social, podamos encontrar
el medio de resistir a unas fuerzas cuyas estrategias imponen cambios no
controlados a nuestra experiencia de vida.

La reflexión sobre las sociedades contemporáneas está regida por las dos
principales constataciones que acabamos de enunciar: en primer lugar, la
disociación creciente del universo instrumental y del universo simbólico, de la
economía y de las culturas; y, en segundo lugar, el poder cada vez más difuso, en
un vacío social y político creciente, de acciones estratégicas cuyo objetivo no es
crear un orden social sino acelerar el cambio, el movimiento, la circulación de

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capitales, bienes, servicios e informaciones. Porque el poder no es ya el del


príncipe que impone sus decisiones arbitrarias, ni siquiera el del capitalista que
explota al asalariado; es el del innovador estratega o el del financiero que
conquistan un mercado en vez de gobernar o administrar un territorio. Por tanto, lo
que buscamos debe ser a un tiempo una fuerza de reintegración de la economía y
de la cultura y una fuerza de oposición al poder de los estrategas.

¿Cómo escapar a la inquietante elección entre una ilusoria globalización mundial


que ignora la diversidad de las culturas y la realidad inquietante de las
comunidades encerradas en sí mismas? La respuesta a este interrogante parece
en principio imposible. Igual que la cuadratura del círculo, me decía hace poco un
eminente antropólogo estadounidense. La fórmula es provocadora y podría
desanimamos; de hecho, es imprudente. Porque combinar unidad y pluralidad
culturales no es más contradictorio que combinar acumulación de las inversiones y
difusión masiva de los resultados del crecimiento, o unidad de la ley con
diversidad de opiniones e intereses. Toda sociedad moderna, definida por su
historicidad, es decir, por su capacidad de producirse y transformarse por sí
misma, debe a un tiempo incrementar su acción sobre sí misma (y por tanto
concentrar recursos y poder) y ampliar sus mecanismos de participación. Desde
hace siglos discutimos contradicciones que oponen libertad e igualdad, o
capitalismo y justicia social; sin embargo, a través de esos debates hemos
inventado la democracia política y luego la democracia social. ¿Por qué habíamos
de renunciar a combinar la razón instrumental y las identidades culturales, la
unidad del universo tecnológico y mercantil con la diversidad de las culturas y las
personalidades?

Y si no encontrásemos solución aceptable a los problemas planteados, nos


condenaríamos a aceptar una guerra civil mundial, cada vez más caliente, entre
quienes dirigen las redes mundiales de técnicas, flujos financieros e información, y
todos aquellos, individuos, grupos, naciones, comunidades, que sienten
amenazada su identidad por esa globalización. Pero debemos medir la amplitud
de la tarea que hemos de realizar porque no encontraremos solución de
compromiso a la oposición entre unidad y diversidad.

Dos ideas van a guiar nuestra investigación. En torno a la primera se organiza la


primera parte de este libro, y viene impuesta directamente por el tema de la
disociación que conduce a lo que yo llamo «desmodernización». Afirma que el
único lugar en que puede realizarse la combinación entre instrumentalidad e
identidad, entre lo técnico y lo simbólico, es el proyecto de vida personal, el deseo
de todos y cada uno de que su existencia no se reduzca a una experiencia

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caleidoscópica, a un conjunto discontinuo de respuestas a los estímulos del


entorno social. Este proyecto es un esfuerzo para resistir al desgarramiento de la
personalidad y para movilizar una experiencia y una cultura en actividades
técnicas y económicas, de modo que una serie de situaciones vividas forme una
historia de vida individual y no un conjunto incoherente de acontecimientos. En un
mundo en cambio permanente e incontrolable no hay más punto de apoyo que el
esfuerzo del individuo por transformar unas experiencias vividas en una
construcción de sí mismo como actor. Ese esfuerzo del individuo por ser un actor
es lo que yo llamo el Sujeto, que no ha de confundirse ni con el conjunto de la
experiencia ni con un principio superior que guiase al individuo y le diese una
vocación. El Sujeto no tiene más contenido que la producción de sí mismo. No
sirve a ninguna causa, a ningún valor ni a más ley que a su necesidad y su deseo
de resistir a su propia desmembración en un universo en movimiento, sin orden ni
equilibrio.

El Sujeto es una afirmación de libertad contra el poder de los estrategas y sus


aparatos y contra el de los dictadores comunitarios. Doble combate, que le hace
resistirse a todas las ideologías que quieren ponerle de acuerdo con el orden del
mundo o con el de la comunidad. Por tanto, no podemos separar las respuestas a
las dos preguntas planteadas: la apelación al Sujeto es la única respuesta a la
disociación de la economía y de la cultura, y es también la única fuente posible de
los movimientos sociales que se oponen a los dueños del cambio económico o a
los dictadores comunitarios. Afirmación de libertad personal, el Sujeto también es,
y al mismo tiempo, un movimiento social.

A partir de este principio no social debemos reconstruir una concepción de la vida


social; a eso dedicamos esencialmente la segunda parte de este libro. El trabajo
se realiza en dos tiempos. En primer lugar, la transformación del individuo en
Sujeto sólo es posible a través del reconocimiento del Otro como un Sujeto que
también trabaja, a su manera, por combinar una memoria cultural con un proyecto
instrumental; esto define una sociedad multicultural, tan alejada de la
fragmentación de la vida social en comunidades como de una sociedad de masas
unificada por su lógica técnica o mercantil y que rechaza la diversidad cultural. La
idea de Sujeto rige la de comunicación intercultural, pero es el conjunto de esas
dos ideas lo que constituye la respuesta a la cuestión planteada: ¿Cómo podemos
vivir juntos en una sociedad cada vez más dividida entre unas redes que nos
instrumentalizan y unas comunidades que nos encierran y nos impiden comunicar
con los otros?

El segundo momento de la reconstrucción de la vida personal y colectiva se basa


en la idea de que el Sujeto personal, lo mismo que la comunicación de los Sujetos
entre sí, necesita protecciones institucionales, lo cual nos lleva a reemplazar la

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vieja idea de democracia, definida como participación en la voluntad general, por


la idea nueva de instituciones al servicio de la libertad del Sujeto y de la
comunicación entre los Sujetos. He llamado a esa concepción la política del
Sujeto, y he querido aplicarla a un terreno importante, la educación, presentando
lo que podría ser la escuela del Sujeto.

Así pues, el sentido principal de este libro reside en la unidad de las dos partes
que lo componen. No podemos vivir juntos, es decir, no podemos combinar la
unidad de una sociedad con la diversidad de las personalidades y de las culturas
salvo que pongamos la idea de Sujeto personal en el centro de nuestra reflexión y
de nuestra acción. El sueño de someter a todos los individuos a las mismas leyes
universales de la razón, la religión o la historia siempre se ha transformado en
pesadilla, en instrumento de dominación; la renuncia a todo principio de unidad, la
aceptación de diferencias sin límites, lleva a la segregación o a la guerra civil. Para
salir de ese dilema, este libro pinta al Sujeto, no sólo como combinación de una
identidad personal y de una cultura particular con la participación en un mundo
racionalizado, sino como afirmación, gracias a ese mismo trabajo, de su libertad y
de su responsabilidad. Sólo esta perspectiva permite explicar de qué forma
podemos vivir juntos, iguales y diferentes.

No me propongo describir aquí las transformaciones de nuestra vida social, los


efectos de la mundialización de la economía, de los nuevos medios de información
o del debilitamiento de los marcos socio-tradicionales, porque, antes de percibir
con nitidez el espectáculo que se nos ofrece, tenemos que estar seguros de la
calidad de nuestra propia mirada y, por tanto, de los instrumentos de conocimiento
que empleamos para percibir el mundo que nos rodea y a nosotros mismos. En los
grandes países industriales y en los Estados nacionales de fecha de constitución
más antigua, la vinculación a un pasado que merece admiración puede provocar
una resistencia a los cambios intelectuales necesarios, pero, si cedemos a ella,
esa resistencia se traducirá pronto en confusión del debate político y en
multiplicación de todos los obstáculos a cualquier forma de innovación. Desde
luego, no debemos adaptamos de forma pasiva a una sociedad y a una cultura de
masas tras las que se ocultan fuerzas muy reales de dominación que deben ser
referenciadas y combatidas; pero la elección que hemos de hacer no es entre la
defensa del orden pasado y la aceptación del desorden presente; tenemos que
concebir y construir nuevas formas de vida colectiva y personal.

El objetivo de este libro, que trata más de ideas que de hechos, es sin embargo
tan práctico como teórico. Tras comprender que pasamos de una etapa de la
modernidad a otra y definir la naturaleza de la crisis que vivimos, hemos de
procurarnos medios para reconstruir nuestra capacidad de gestionar las

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mutaciones en curso y definir unas opciones posibles allí donde hoy nos vemos
tentados a no ver otra cosa que un progreso indefinido o un laberinto sin salida.

La historia no está hecha sólo del éxito de los que han construido intelectual y
prácticamente un mundo nuevo; también está hecha de la caída de sociedades
que no comprendieron ni permitieron ni organizaron las nuevas formas que adopta
la vida económica, política y cultural. Ningún país, ninguna institución, ningún
individuo está seguro de comprender y dominar, por sus éxitos pasados, las
nuevas formas de vida personal y colectiva. En estos inicios de un siglo que se ha
inaugurado en el momento en que ha caído el muro de Berlín, ¿somos capaces de
comprender el mundo en el que ya hemos entrado?

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