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Misterio de salud

Hay que ser un niño pequeño, al menos una vez por semana.
Si se tienen 35, o 50 o 70 años o los que sean, no importa,
si se tienen 10 años tampoco,
hay que volver a ser un niño pequeño, de 2 o 3 años, y también un bebé al menos un
momento, una vez por semana.
Hay que ser una persona madura, también, por lo menos
una vez por semana, si se tienen 5 o 75 u 85, 10 o 18 años.
Hay que practicar, ponerse en el lugar de otros, resolver asuntos,
sentirse responsable y activo, por lo menos
una vez por semana.

Viejo también. Anciano. Mirar la vida desde una terraza,


sonreír con lejanía, medio perderse distraídamente si una reunión es numerosa,
alejarse de los detalles del mundo,
eso también, por lo menos una vez por semana.
Estas ideas se me ocurrieron en varios días.
El último fue cuando un matrimonio muy amigo vino a casa con su bebé de dos meses. Antes
de irse algo lo incomodó y lloró con una vocecita tan pequeña como la de una hormiga sola, o
la de un puercoespín bebé, perdido en un supermercado (hay un chiste sobre una familia de
puercoespines que entra a un supermercado, todos muy cortos de vista. El más pequeño se
pierde del grupo y, metiéndose entre secciones, buscando al resto da con “jardinería”, choca
contra un cactus y le pregunta: “¿Eres tú, mami?”).
Una noche antes, Delfina, una abuela de 96 años, estaba sentada cómodamente en un sillón,
y noté que miraba con algo de confusión esa cantidad de personas que pasaban con vasos y
platos por todas partes. Todos hijos y nietos, pero ya demasiados como para ubicarse. Su
mirada se reflejaba un ligero apartamiento, un retirarse hacia adentro, como si nuestro
pensamiento hiciera unos pasos a algún lugar menos aturdido.
Una semana antes fui a un hospital a leer dos textos breves, en unas jornadas dirigidas a
médicos. Se rieron hasta llorar de la risa. Pero ya antes estaba con mucha tranquilidad en lo
que iba a hacer, a pesar de que todos eran adultos, y, todos, médicos (le tengo miedo a los
médicos). Mi confianza se basaba en un secreto, y es que sé que todas las personas, guardan
profundas añoranzas con momentos de su vida, su juventud o su infancia. Es un secreto tan
bien guardado que, a veces, ni quienes lo cargan lo saben. Ni quienes desearían volver por un
instante a tal tarde o tal mañana en su propia vida, son conscientes de hasta qué punto
desean eso. Saben con tanta certeza que no es posible que ignoren que, aun sabiendo que es
imposible, lo desean.
Y es que las leyes del deseo son otras. Ni siquiera la de desear imposibles, sino, más sencillo:
que es posible desear algo imposible.
Por ejemplo: si deseáramos volar una noche, encima de nuestra ciudad o nuestro pueblo, sin
aviones ni máquinas, solos o de la mano de alguien, volar, y aun sabiendo que es imposible,
nos permitimos desearlo, nos enteramos de algo que nos gustaría. Eso es como una pregunta,
y no hay que acallar ninguna pregunta.
Fíjate que a mí me gustaría volar una noche sobre mi pueblo.
¿Cómo las brujas?
Como los pájaros, o sí, también, como las brujas.
A mí no, dice la otra persona, a mí me gustaría ser invisible.
Pues ocurre que no todas las personas deseamos los mismos imposibles.
No es lo mismo el que desearía volar de noche, que el que desearía ser invisible.
Y he ahí que hasta en eso somos diferentes.
Amigos, saquen una hoja y escriban algunos deseos que saben imposibles. Luego comparen
con las hojas de sus compañeros.
Regreso a las jornadas de ese hospital, aquel día:  mi tranquilidad se basaba en ese secreto.
Todos, aún quienes son tan realistas que no se lo confiesan a sí mismos, anhelan momentos de
su vida.
De modo que me paré delante de los doctores y leí dos textos breves que los llevarían, a cada
uno a su manera, a un momento de su vida.
Así fue que lloraron de la risa, volvieron y regresaron, y se sintieron aliviados, como si hubiera
ido o como si alguien les hubiera dicho “¿Verdad que, aún cuando sabemos que es imposible,
sería hermoso volver a tal día?”. Sus fantasmas divertidos salían de sus cuerpos, se reían, y
me daban la razón: “Vaya que sí estaría bueno”. Nada más, y sólo eso. Y volvían ordenados y
obedientes a sus cuerpos y sus delantales de médicos, laboratoristas, enfermeros, luego de
haber hecho ese paseo verde y refrescante por el deseo.
Yo también viajo, cuando hago viajar, y regresé a mi casa.
Unos días antes había ido a visitar a un niña de 8 años que, súbitamente, comenzó a hacer
movimientos involuntarios y al otro día ya no podía moverse. Sólo su brazo izquierdo, y esa
mano, un poco el tronco, la cabeza y hablaba sin dificultad, si no estaba cansada. Una
enfermedad causada por un estreptococo que ya había dejado su cuerpo, de modo que
volvería a recuperar todos sus movimientos, pero eso demoraría entre tres meses y un año. Su
padre me llamó pues la niña se divertía con algunos de mis cuentos mientras estaba
internada.
De modo que le dije a los médicos ese día, que debíamos cambiar la pregunta “¿Qué libros te
llevarías a una isla o cuáles rescatarías de un naufragio? Pues todos sabemos que no iremos a
una isla, ni naufragaremos. Mejor cambiarla por: ¿Qué libros le leerías a tu hijo si estuviera
internado?
La respuesta es otra. ¿Qué libros le leerías a tu madre si estuviera enferma? ¿Qué libros le
leerías a tu padre? ¿A tu hermano? ¿A tu esposa, tu esposo? ¿A tu mejor amigo, si estuvieran
enfermos?
Visité a esa niña y, lo cierto, es que hasta nos reímos.
De modo, pensaba yo, que hay momentos en que los libros ayudan cuando uno ni siquiera
puede moverse.
Todas esas experiencias, ideas y emociones estaban sueltas como las cuentas de un collar,
hasta que el fino hilo de voz del llanto de Manuel, de cuatro meses, las unió.
Uno debería ser un niño pequeño, al menos una vez por semana. ¿Cuán pequeño?
Tanto como cuando lloras de impotencia ante algo que escapa a tu control. Sea lo que sea.
Tanto como cuando sientes placer y protección como si te sostuvieran en brazos.
Uno debería ser una persona madura, al menos una vez por semana,
tanto como cuando te toca dar consuelo o sostén,
tomar las riendas en tus manos,
o disfrutar plena y poderosamente.
Y un anciano también, que se aparta dulcemente y disfruta de su propia obra
incluso con algo de desprendimiento.
También, al menos, una vez por semana.
© Luis Pescetti

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