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EL SER, EL DEBER Y EL DEBER SER

¿Qué es el “ser”? ¿Cuá l es su diferencia con el llamado “deber ser”? Ambos se refieren a
maneras diferentes de ver sectores de nuestra realidad. El Ser, hace referencia a
aquello que es natural, que procede de una causa, la necesidad y que carece de
voluntad. Es el mundo de lo físico, las cosas que ocurren siempre, sin necesidad de que
intervengan una opinió n. Mas el Deber Ser, nos habla de todo aquello donde la
voluntad humana gobierna e influye de manera libre.

El deber ser es lo que da pie a la moral, a la ética, ya que en el deber ser se encuentra
la libertad humana, la cual es fundamental para poder hablar de moralidad.

El deber ser nos habla de los deseos y la voluntad del hombre, y digo del hombre ya
que es el ú nico animal racional, que tiene voluntad, la cual puede cambiar los
acontecimientos a su alrededor.

Y ahora que se conocen estos temas, la pregunta recae en el dilema entre ellos. ¿Debo
ser? ¿O simplemente soy?

Podría solo decir: si tengo hambre, como; si tengo frio, me cubro; si necesito dinero, lo
tomo. É stas son necesidades bá sicas del hombre y el saciarlas podrían ser la manera
má s instintiva y bá sica de actuar, por lo que hacerlo, no debería de resultar en ningú n
mal; mas en algunos casos, el comer si uno tiene hambre no sería lo correcto, si por
ejemplo, le quitamos la comida a alguien má s.

Aquí es donde entre la voluntad humana, porque todo individuo libre tiene conciencia
de sus actos y puede decidir sobre ellos. No se deja guiar completamente por el
instinto sin antes reflexionar sobre lo que va a hacer.
Por lo que este “Deber ser” va má s allá de lo animal, para adentrarse en el lado
humano del hombre. Da pie a explicar que es lo correcto, porque ahí donde el hombre
decide en base a algú n aspecto, la decisió n que tome puede ser buena o mala.

Algunos pensadores se cuestionan si el hombre es bueno o malo por naturaleza, o si


tiene la capacidad innata de actuar con dualidad. Pero al observar el mundo que nos
rodea, podemos ver que existen tantas personas cuyas acciones son reprochables,
como personas cuyas acciones pueden ser vistas de una manera má s sublime, por lo
que razono que esta dualidad se presenta en los hombres, y la decisió n de có mo actuar
radica en su “Deber ser”.

Con esto, quiero decir que el hombre es un Ser, que Debe Ser; un animal que puede
cambiar su situació n con su voluntad; una alimañ a que con sus decisiones puede
convertirse al fin en hombre.

Porque al final de todo, el hombre no lo es por su inteligencia, su capacidad física o de


adaptació n; el hombre es hombre porque razona, sabe que razona y lo usa.

DEBER SER

Immanuel Kant.

Lo formal en los valores es su deber-ser. La axiología se construye a partir de la


percepció n directa del deber-ser (Kant) en alguna acció n concreta o materia (Max
Scheler: "intuició n material de los valores"). La conciencia moral, que es el nombre
tradicionalmente dado a la intuició n axioló gica del ser humano, percibe con mayor
nitidez ese deber-ser cuando no es (ante la injusticia se siente la necesidad de la
transformació n). El deber ser vacío de contenido (Kant) es menos entendible que la
conducta concreta que lleva a su realizació n.

El deber-ser nunca se deduce a partir del ser (fue Hume el primero en plantear este
problema: concretamente, en el libro III, parte I, secció n I de su Tratado sobre la
naturaleza humana). Si placeres y ventajas son hechos (ser), entonces quedan
descalificados axioló gicamente el hedonismo (reduce valor a placer) y el utilitarismo
(reduce valor a ventaja).
Que del Ser se derive necesariamente el Deber-ser es una falacia (ver metafísica).

El deber ser y las bases de la conducta moral

La ética es una disciplina filosó fica que ha sido caracterizada como una “ciencia del
deber ser”. Immanuel Kant ha distinguido dos grandes sectores de la realidad: el ser y
el deber ser. El mundo del ser se refiere a lo que es de fijo, a lo que acontece en la
realidad fenoménica, independientemente de nuestra voluntad y nuestro obrar. Se
trata del mundo de la naturaleza, donde todo acontece por necesidad. Así segú n esta
concepció n, en la naturaleza impera la explicació n casual: a determinadas causas
corresponde determinados efectos; por ejemplo si yo arrojo un objeto (por ejemplo
un libro) éste caerá inevitablemente al suelo; si no me alimento enfermare.

Pero, al lado de este mundo regido por la necesidad, por las regularidades
fenoménicas, por los encadenamientos causales, es posible hablar de un mundo donde
reina la libertad humana, donde las cosas no suceden en forma necesaria, sino por la
plena voluntad del hombre. Se trata entonces del mundo del deber ser a partir del cual
se establecen las bases de la conducta moral, ya que solamente los actos libres,
voluntarios y autó nomos son los que pertenecen al mundo moral.

En este á mbito del deber ser es donde se ha instalado la ética, la cual descansa en la
libertad humana. La libertad, es la condició n de posibilidad de la conducta moral y de
la ética.

De la conducta moral, en cuanto a los actos libres y consientes de los individuos en la


sociedad; y de la ética cuanto a los actos libres y consientes de los individuos en la
sociedad; y de la ética, en cuá nto a la reflexió n sobre la validez universal de dichos
actos.

La ética no estudia lo que es de por sí, sino lo que debe ser. En la antigü edad, Calicles
alegaba que el abuso de los “fuertes” poderosos era lícito por que era algo que ocurría
regularmente en la experiencia y en la vida diaria; sin embargo, esta opinió n es
erró nea por que el legendario sofista basaba su ética en el ser y no en el debe ser. El
hombre no es por naturaleza ni bueno ni malo, pero puede llegar a ser plenamente
bueno si fomenta una serie de valores en lugar de unos contravalores (la crueldad, la
injusticia, el cinismo, la deshonestidad, etc.).

Kant y el deber ser

El bien moral puede existir si las criaturas racionales se dan cuenta de lo que deben
hacer y, actuando por un sentido del deber, lo hacen. Esto es lo ú nico que tiene valor
moral.
Kant decía que los seres humanos ocupan un lugar especial en la creació n, donde se
han considerado distintos de todas las criaturas y no solo diferentes sino mejores, los
seres humanos tienen un valor intrínseco esto es dignidad que los hace valiosos sobre
cualquier precio. Segú n Kant, los seres humanos nunca deben ser usados como medios
para un fin.

Imperativo categó rico

Artículo principal: Imperativo categórico

Obra de tal modo que uses a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de
cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un
medio.

DEBER

Domingo García Marzá

1. La actuació n moral
El concepto de deber ocupa uno de los lugares centrales de nuestro
lenguaje moral. Nos referimos con él a los mandatos y obligaciones
mediante los cuales modificamos nuestra conducta y, en general, al
conjunto de exigencias que conforman nuestra praxis cotidiana. Añ adir
el predicado moral implica introducir un factor diferenciador esencial:
se trata ahora de una autoobligació n, de una autolimitació n, que, a
diferencia de otro tipo de coacciones, se enfrenta só lo a las sanciones
internas derivadas de nuestra propia conciencia de la responsabilidad
de la acció n. Como todas las formas de obligació n, el deber moral
limita el á mbito posible de elecció n y, por tanto, de actuació n. Pero
aquí nos encontramos con una obligació n libre, es decir, voluntaria y
reflexivamente aceptada.
La existencia de este tipo de actuaciones la encontramos
directamente reflejada en nuestra capacidad de realizar juicios
morales. De ahí que podamos afirmar que estamos ante un hecho o
factum que no admite discusió n. Las dificultades aparecen má s bien
cuando dejamos el nivel intuitivo de nuestro propio lenguaje moral y
nos comprometemos a explicar el sentido de este tipo de acciones.
Esta ha sido y es, precisamente, una de las tareas bá sicas de la
filosofía moral o ética: dar razones del porqué de esta peculiar forma
de obligació n y, de esta forma, hacerse cargo de los fundamentos de
la actuació n moral. Dentro de esta tarea, la tematizació n del concepto
deber apunta hacia las posibles respuestas a la pregunta «¿Por qué
ser moral?», esto es, «¿por qué actuar moralmente?».
Detrá s de estas cuestiones no se esconde sino la necesidad de
orientació n de la acció n que caracteriza al actuar humano. La
distinció n entre ser y deber ser no viene impuesta por la reflexió n ética,
sino que la reflexió n ética intenta responder a esta escisió n inherente a
nuestra praxis social. Tales respuestas forman parte, como nos
recuerda Aranguren, de esa necesidad de ajustamiento, de iustum
facere de justificar nuestros actos, sin la cual perdería la conducta su
sentido y razó n de ser. De tal necesidad ya se habían dado perfecta
cuenta los pensadores estoicos cuando adelantaron las palabras que
después Toulmin convertiría en tema central de la ética: deber hacer
algo implica tener buenas razones para hacer algo. A la ética, como
teoría de la moral, le corresponde averiguar qué convierte a una razó n
en «buena razó n» para justificar nuestra conducta.
En la historia de la ética encontramos dos respuestas globales al
tema del deber en este sentido general. En primer lugar, aquellas
posiciones que ven en el deber un medio para alcanzar el fin propio del
hombre. Son las denominadas éticas teleoló gicas (telos = fin), para las
cuales lo moral tiene que ver con los resultados de la acció n, segú n se
acerquen o se alejen de ese fin. En segundo lugar, aquellas posiciones
que encuentran en el deber mismo el elemento moral de la acció n. Son
las denominadas éticas deontoló gicas (deon = deber), encargadas de
definir lo debido o correcto para todos y, por tanto, de establecer el
marco normativo de lo justo.
El propó sito de este artículo es mostrar có mo el concepto de deber
se ha ido paulatinamente convirtiendo en el lugar bá sico de referencia
para la conducta moral y, por consiguiente, para la reflexió n ética. La
razó n de ello, así reza la tesis, es que la dimensió n deontoló gica puede
abarcar los principales rasgos de la actuació n moral (autoobligació n y
universalidad), sin perder la posibilidad de una justificació n
intersubjetivamente vá lida. Para lo cual, sin embargo, el concepto de
deber tiene que saber incorporar también las referencias a la acció n y
alejarse, de esta forma, de las propiedades de dogmatismo y rigorismo
con las que generalmente se le asocia.

2. Deber, virtud y felicidad


Si nos centramos en esta necesidad de justificació n, podemos
analizar el concepto de deber siguiendo tres grandes etapas. El hilo
conductor consiste en la radicalizació n de los criterios de justificació n,
derivada a su vez de la progresiva separació n entre vigencia y validez,
entre lo socialmente dado y lo moralmente correcto. El precio de esta
separació n, como tendremos ocasió n de comprobar, es la
correspondiente escisió n entre lo bueno y lo correcto, entre la felicidad
y el deber. Un ejemplo claro lo constituye la polis griega.
Si bien el concepto de deber como concepto aislado y referente
bá sico de la conducta moral no aparece hasta los estoicos, podemos
encontrar en Plató n (por ejemplo en los diá logos Apología y Critó n)
una explicitació n clara del problema al plantear la cuestió n de la
obligació n de obedecer la ley que se acepta libremente. También
Aristó teles tematiza la obediencia a la ley (nomos), canon tanto de la
conducta individual como de la social y, por tanto, nú cleo bá sico de la
vida en comú n. Sin embargo, con la estoa entramos en una
concepció n radicalmente nueva del deber. El motivo no es otro que el
derrumbe del modelo ontoló gico que servía de marco normativo de
referencia: la polis.
Al igual que en Aristó teles, la ética estoica se preocupa por el bien,
por el modo de vida adecuado para el hombre, por la felicidad. El
cambio de concepció n no debemos buscarlo en la delimitació n del
á mbito moral, sino en las coordenadas desde las que se intenta
ofrecer una respuesta. Lo propio del hombre, la naturaleza humana y,
por tanto, las normas con las que ordenar una sociedad conforme a
ella, ya no pueden derivarse de una imagen del mundo cuya validez es
ahora «una entre otras». Sin este contexto normativo previo no puede
definirse la virtud, como termina haciendo Aristó teles, por referencia al
«hombre prudente». El bien supremo del hombre, la felicidad, depende
de la virtud, y ésta de ese razonable cá lculo del «justo medio». Pero
sin la «facticidad normativa» que representa la polis, ya no es posible
mantener, por así decirlo, un referente objetivo del uso correcto de la
razon.
La ruptura de la unidad social de la polis y la consiguiente
difuminació n de las normas e ideales compartidos conducen a la
necesidad de construir un concepto de naturaleza humana sin el apoyo
de ninguna «comunidad de origen». Y esto só lo es posible si
consideramos una instancia separada, independiente de la misma
esfera social. Aparece de esta forma la escisió n entre la vida privada y
la vida pú blica y, consecuentemente, la aparició n de la conciencia
individual. La demarcació n entre intenció n y acció n, ingrediente
esencial del concepto actual de deber, pasa a constituir así un
elemento imprescindible de la reflexió n moral.
Zenó n (322-264 a. C.) utiliza el concepto de deber (kathekó n) para
referirse a lo adecuado, lo conveniente, lo exigible; pero recogiendo a
su vez el matiz de que tales propiedades lo son por cualquier motivo y
en cualquier situació n. Má s tarde será Ciceró n (106-43 a. C.) quien
restituya este significado con la palabra latina officium, siendo
Ambrosio (340-397) el encargado de introducirla en el cristianismo. En
el caso de Ciceró n, disponemos de una obra titulada Sobre los
deberes, en la que podemos encontrar una buena sistematizació n de
la ética-estoica. Antes de entrar en ella, sin embargo, sería
conveniente apuntar algunas de las ideas bá sicas de esta doctrina.
Los estoicos dividían la filosofía en tres disciplinas bá sicas: la ló gica,
dedicada al estudio de la relació n entre lenguaje, pensamiento y
realidad; la física, encargada del estudio del ser dado del logos en la
realidad misma; y, por ú ltimo, la ética, centrada en el estudio de lo que
este logos o ley natural nos ordena hacer. La escuela mantendrá a lo
largo de la historia esta triple distinció n, estructurada en torno al fin
eminentemente prá ctico que caracteriza al sistema del saber: la ló gica
es necesaria para la física, y ésta para la ética.
El fin de la filosofía, del saber científico, no es otro que la
orientació n de la conducta social e individual de los hombres. La
«seguridad» que ofrecen estos conocimientos, apoyada en su
pretensió n de universalidad, tiene que llenar el lugar normativo que
ocupaba la polis. De ahí la estricta relació n entre teoría y praxis, de ahí
también que la filosofía tenga como objetivo ú ltimo «el uso correcto de
la razó n prestada por la naturaleza a todos los hombres».
Desde estos presupuestos es ló gico que Zenó n defina la virtud
como la «conducta regida por la recta razó n», y deber como «lo que es
conforme a la naturaleza y puede justificarse con buenas razones». La
moral socrá tica vuelve a resurgir con esta asimilació n de virtud y
conocimiento que, a diferencia de Aristó teles, no deja espacio alguno
para elementos «externos» a la propia acció n. Por eso el objetivo
bá sico de la filosofía es el conocimiento de la razó n, de la ley que la
naturaleza ha depositado en los hombres, al igual que lo ha hecho en
el resto de los seres. No obstante, los hombres son los ú nicos que
pueden acomodarse o resistirse a esta ley natural, aunque la felicidad
só lo es posible por el camino de la conformidad.
Es la naturaleza, la razó n, la que se convierte en regla y norma del
actuar humano, y es con referencia a ella como las acciones alcanzan
un determinado valor. El reconocer esta ley natural es cosa de cada
uno, pues todos la tenemos depositada en nuestro interior por el
hecho mismo de ser humanos. El logos, como capacidad de hablar, es
la prueba fehaciente de esta facultad de autorreconocimiento.
Con esta participació n en la razó n toma cuerpo teó rico, por primera
vez, la idea de una comunidad universal. Roto el marco tradicional de
la polis, el estoicismo ofrece, de ahí su significació n histó rica, una
explicació n del sentido del actuar humano má s allá de contextos
socio-histó ricos concretos. Cosmopolitismo e individualismo parecen
constituir, de esta forma, una y la misma respuesta ante la necesidad
de una justificació n de la conducta que sea capaz de mantenerse
independientemente de los cambios histó ricos. El paso fundamental
que aporta la ética estoica consiste en la «interiorizació n» del concepto
de deber: lo que determina el deber está en nosotros mismos, en
nuestra actitud, en nuestra propia voluntad.
No es dificil dejar de ver en la apatheia estoica una simple regla del
sentido comú n para la vida cotidiana y atisbar en ella có mo el orden
moral se va centrando en la propia voluntad, en el libre albedno io.
Asistimos así al primer paso en esta especie de giro copernicano en la
ética que Kant se encargará de concluir: es la disposició n, la propia
intenció n del acto lo que cuenta como propiamente moral. La acció n no
es moral segú n conduzca o no a la felicidad, sino que la felicidad só lo
puede alcanzarse por el respeto al deber que deriva de la ley natural.
Lo moral no está en las acciones, ni en sus consecuencias, sino en las
personas que las ejecutan. En palabras de Ciceró n:

«Pues quien establece el sumo bien de forma que no se halla unido a la


virtud y lo mide por su propia utilidad y no por la honestidad, éste, si quiere
ser consecuente consigo mismo, no podrá cultivar ni la amistad, ni la justicia,
ni la libertad» 11.

Si bien lo propiamente moral se encuentra en la honestidad, y ésta


se define como la observancia de la ley natural, esto no es ó bice para
que no se consideren los resultados de la acció n. La posible utilidad de
la acció n es tenida también en cuenta por los estoicos, pero só lo en un
segundo paso, una vez deliberada lo que Ciceró n denomina
honestidad o torpeza de la acció n, esto es, su correcció n moral. Buen
ejemplo de ello lo constituyen los catá logos de deberes que los
estoicos construyen, encargados de definir el conjunto de preceptos y
reglas que conforman una conducta racional, es decir, moral, y que,
ló gicamente, pretenden seguirse de la ley natural.
Esta distinció n entre el concepto de deber como criterio de
correcció n moral y los deberes concretos que de él puedan derivar
queda perfectamente clara en la separació n, constante en toda la
escuela estoica, entre deberes perfectos o rectos en sí y deberes
medios o comunes. Dice Ciceró n:

«Mas lo que propia y verdaderamente se llama honesto se encuentra


solamente en los sabios y no puede separarse en forma alguna de la virtud;
pero, en quienes no reside la sabiduría perfecta, tampoco puede residir en
absoluto aquel tipo de honestidad absoluta, mas sí ciertas semejanzas de la
honestidad. Estos deberes (... ) muchos consiguen observarlos por la bondad
de su cará cter y con el progreso en el estudio. Pero el deber que ellos (los
estoicos) llaman recto es perfecto y absoluto, como ellos dicen, encierra
todos los requisitos y nadie má s que el sabio puede alcanzarlo» 12.

Parece, podemos interpretar, que se está queriendo distinguir, por


una parte, una serie de deberes que no cambian con el tiempo; y, por
otra, otra serie derivada de los anteriores que sí atienden y recogen
las posibles circunstancias que rodean a la acció n, de forma que «en
determinadas ocasiones transgredir la lealtad y la sinceridad puede ser
justo».
Con la incondicionalidad como medida de demarcació n no se está n
separando dos categorías, objetiva y subjetiva, de deberes, sino
definiendo los má rgenes de un sistema gradual donde los actos
humanos son má s o menos conformes a la razó n «segú n la intensidad
con que ella intervenga», pero que nunca coincidirá n plenamente con
ella como en el caso del sabio. Só lo que ahora este sabio ya no está
definido por su relació n con una determinada estructuració n social.
Con la figura del sabio se está haciendo referencia má s bien a lo que
Kant denominará mucho má s tarde una idea regulativa: un marco de
referencia normativo que nos sirva de orientació n y crítica para la
acció n. Ciceró n nos dice que ni siquiera los siete sabios de Grecia
eran verdaderamente sabios segú n la «idea que tenemos del sabio».
Con esta separació n entre lo que podemos denominar criterios de
definició n y criterios de realizació n, los estoicos instauran una relació n
mediada entre teoría y praxis que constituye la base, como habremos
de ver a continuació n, desde la que desmontar las críticas de rigorismo
que se realizan a las éticas deontoló gicas.
El cristianismo vendrá a rellenar de contenido concreto este marco
deontoló gico establecido por el estoicismo. El lugar del conocimíento
de la realidad y de sí mismo que pregonaban los estoicos es ocupado
ahora por la revelació n divina. El esquema conceptual, que ha dado
lugar a la teoría del derecho natural, sigue siendo el mismo: el orden
de la naturaleza como fuente de deberes y derechos. Pero ahora esta
imagen del deber normativo ve asegurada su intersubjetividad por la
interpretació n religiosa. Con ello, el nivel de abstracció n alcanzado por
los estoicos con su concepto de ley natural se retrotrae, pues ahora es
dependiente de los mandatos y obligaciones revelados por Dios. Si
bien el cristianismo puede ofrecer de nuevo una «vía colectiva» de
salvació n, só lo lo puede hacer al precio de que la felicidad a alcanzar
no pertenezca ya a nuestro «cosmos».
Tendremos que esperar a la ruptura del mundo cristiano medieval
para que la historicidad del marco ontoló gico y, por tanto, su
manipulació n por la acció n humana salga claramente a la vista. En
consecuencia, el paradigma del ser deja de ser una plataforma segura
para la construcció n de una praxis comú n. ¿Queda eliminada así, al
mismo tiempo, toda posible racionalidad de la acció n?

3. El deontologismo kantiano
Toda la reflexió n moral perteneciente al mundo antiguo mantiene un
punto en comú n: son éticas que se ocupan de lo bueno para el
individuo, de su felicidad, de lo que en general podríamos denominar
una «vida buena». Haciendo má s hincapié en la prudencia o en la
observancia de la ley, lo cierto es que el objetivo que se persigue es el
mismo: ofrecer una orientació n racional que nos permita separarnos
del «querer fá ctico», de la inmediatez de lo deseado, y distinguir así
entre la verdadera y la falsa felicidad. La polis, la naturaleza o Dios
ofrecían el momento de incondicionalidad desde el que otorgar validez
al deber moral, esto es, desde el que extraer las razones para apoyar
la intersubjetividad del deber.
Sin embargo, factores como la aparició n de la ciencia moderna, el
descubrimiento de nuevos mundos, el surgimiento del mercado
econó mico como sistema de integració n, las escisiones y luchas
internas de la Iglesia... hacen que no sea posible mantener por má s
tiempo una imagen unitaria del mundo. Nos encontramos así sin
ninguna medida normativa que pueda ser aceptada por todos y, por
tanto, sin ningú n criterio de validez del que puedan derivarse normas
correctas. La relació n entre el hombre-tal-como-debe-ser y el
hombre-tal-como-es, base de la obligació n moral, no constituye ya
ningú n todo coherente.
El emotivismo sería la ú nica respuesta a esta situació n si la ética no
hubiera realizado un giro copernicano para, apoyá ndose ahora en el
paradigma de la conciencia, delimitar el á mbito moral precisamente en
torno al concepto de deber. El formalismo kantiano es el responsable
de este cambio radical, consistente en dirigir nuestra atenció n no hacia
los objetos de la voluntad, sino hacia la voluntad misma. Consistente,
en definitiva, en profundizar en el camino abierto por los estoicos:
aquello por lo cual una acció n se convierte en moral o inmoral no está
en la acció n, sino en la intenció n, en el motivo por el que se lleva a
cabo.
Donde má s claro encontramos las razones por las que el deber se
convierte en el tema central de la ética es en los argumentos kantianos
en contra de la consideració n de la felicidad dentro del á mbito moral.
Si denominamos voluntad a la facultad de proponer fines y bien a
aquello que es objeto de la voluntad, el punto de partida de la ética
kantiana radica en la imposibilidad de dar razó n de la exigibilidad que
acompañ a a nuestros juicios morales desde estos fines o bienes a los
que se dirige la voluntad. En el caso concreto de la felicidad, Kant
afirma, en primer lugar, que de ser éste el fin de la acció n moral, mejor
nos conducirían los instintos que la propia razó n. Con lo cual queda sin
justificar el papel de la razó n en la conducta moral. En segundo lugar,
el hombre no es responsable de las necesidades e inclinaciones que
determinan la felicidad. Si es un fin al que se tiende por naturaleza, no
es la voluntad quien lo propone. Y, por ú ltimo, ya no existe ningú n
concepto objetivo de felicidad desde el que podamos ofrecer un canon
para la acció n y la vida en comú n. En palabras de Kant:

«Es una desgracia que el concepto de felicidad sea un concepto tan


indeterminado que, aun cuando todo hombre desee alcanzarla, nunca podrá
decir de una manera bien definida y sin contradicció n lo que propiamente
quiere y desea» 14.

Pero la crítica de Kant no abarca só lo al concepto de felicidad,


también lo hace a todo tipo de teleologismo o consecuencialismo que
convierte la razó n prá ctica, la voluntad moral, en una «simple
administradora de intereses extrañ os». Ni siquiera como medio puede
concebirse la razó n prá ctica, pues es «imposible» predecir las
consecuencias y efectos de la acció n. Apoyar el valor moral en las
consecuencias de la acció n significaría abandonar el criterio moral a
un «incierto cá lculo de probabilidades», que só lo por casualidad puede
conducir al bien 15.
Es fá cil explicitar el trasfondo que subyace a estas críticas de Kant.
Quien como él afirma que «es muy distinto hacer un hombre feliz que
un hombre bueno», arranca su reflexió n desde una situació n donde ya
no es posible un concepto normativo de naturaleza humana, pues ésta
ha quedado reducida al terreno propio de ciencias, má s o menos
empíricas, como la psicología, la antropología... Con lo cual, cualquier
intento de derivar un «deber ser» de un «ser» cae en un círculo
vicioso, en una absolutizació n de lo contingente, que só lo puede
conducir, en definitiva, a un «dogmatismo de los hechos». Ahora bien,
si la voluntad no viene determinada por los objetos, ¿cuá l puede ser la
fuente de la determinació n? El concepto de deber será la respuesta.
Kant trata de mostrar que la razó n es una facultad prá ctica, es
decir, tiene influencia en la voluntad. Así las cosas, la cuestió n central
para la reflexió n ética radica en analizar la relació n existente entre
ambos términos, entre razó n y voluntad. En su respuesta, Kant
establece por primera vez una diferenciació n entre distintos grados de
racionalidad en el obrar, ya que la necesidad de orientació n que
recoge la pregunta «¿Qué debo hacer?» parece admitir má s de una
respuesta. La tipología construida por Kant responde a dos criterios
fundamentales: cuá l es el alcance de la razó n y cuá l la fuente de la
obligatoriedad. Con estos criterios de diferenciació n tendríamos, a su
juicio, tres posibilidades de utilizar la razó n prá ctica y, por lo mismo,
tres tipos de deberes o imperativos 17.
El primer nivel responde a los imperativos condicionados o
hipotéticos, en el sentido en que nos dicen qué medios son los
adecuados para alcanzar un fin determinado. Kant los denomina
problemá tico-prá cticos, pues señ alan qué acció n es buena para
cualquier propó sito posible. Se trata aquí de una aplicació n de los
conocimientos teó ricos en forma de reglas de la conducta, por lo que
también podemos denominarlos imperativos de la habilidad o reglas
técnicas. Desde el instante en que la racionalidad no alcanza a los
fines de la acció n, nuestra capacidad de responsabilidad queda
radicalmente mermada. Razó n por la cual, Kant descarta como morales
este tipo de deberes. Segú n sus palabras:

«Los preceptos que sigue el médico para curar a un hombre, y los que
sigue el envenenador para matarlo son de igual valor, en cuanto que cada uno
de ellos sirve para realizar perfectamente su propó sito».

El segundo tipo de deberes tiene también cará cter hipotético, pero


ahora el fin ya no es arbitrario o posible, sino «real»: la felicidad. Kant
se refiere a ellos como asertó rico-prá cticos, pues tal fin pertenece,
recordemos a Aristó teles, a la naturaleza humana. De nuevo la razó n
es utilizada como medio y, por ello, el cará cter obligatorio -la validez
normativa- depende de que las acciones nos conduzcan a la felicidad.
Como acabamos de ver, sin una forma de vida intersubjetivamente
compartida, esta validez queda condicionada a la determinació n
individual y subjetiva de la felicidad. Esto hace que este tipo de
deberes tampoco responda, consecuentemente, al momento de
incondicionalidad con que nuestro lenguaje relaciona el deber moral.
Se trata má s bien de imperativos pragmá ticos o de consejos de la
prudencia.
Só lo los imperativos denominados por Kant categó ricos parecen dar
razó n de este cará cter del deber moral, pues declaran la acció n
necesaria por sí misma, sin referencia alguna a fines o propó sitos.
Categó rico no es sinó nimo de dogmá tico, nada tiene que ver con
deberes o exigencias que no admiten justificació n alguna. Lo que Kant
quiere expresar con este término es absolutamente lo contrario. Só lo
aquello que el hombre puede darse a sí mismo, entera y ú nicamente
desde su voluntad racional, es considerado como deber moral; y, por
tanto, só lo la actuació n bajo este principio o ley puede ser denominada
moral. La autolegislació n, la idea de Rousseau de que la obediencia a
la ley autoimpuesta só lo puede denominarse libertad, adquiere en Kant
el rasgo de criterio supremo de la moralidad.
IMPERATIVO-CATEGÓ RICO: Para explicitar esta idea es requisito
indispensable el formulismo: la fuente de la obligatoriedad no está en
el contenido de la acció n sino en la voluntad racional con que es
determinada. Só lo así se alcanza la intersubjetividad que la
obligatoriedad moral exige, pues esta racionalidad conlleva la
referencia a todas las demá s voluntades. Es esta exigencia de
universalidad lo que, en definitiva, expresa la formulacion del
imperativo categó rico:

«Obra só lo segú n aquella má xima que puedas querer que se convierta, al


mismo tiempo, en ley universal» 19.

Segú n esta concepció n del punto de vista moral, una acció n posee
valor moral ú nicamente cuando ha sido realizada por deber, esto es,
cuando el motivo de la acció n no ha sido otro que el respeto al deber
moral expresado por el imperativo categó rico. A pesar de estas
afirmaciones, no asoma ningú n rasgo de «militarismo prusiano» si nos
damos cuenta de que el eje central de este deontologismo no es la
sumisió n a la ley, sino la sumisió n a la ley autoimpuesta. Só lo la
autonomía, la capacidad de autodeterminació n, representa una razó n
«moral» para el sometimiento al deber 20.
Con la ética kantiana asistimos a la consumació n del concepto de
libertad individual como autonomía que, como hemos visto, asomaba
ya en la ética estoica. La insistencia en el deber como explicació n de la
intenció n de la acció n refleja el objetivo comú n de dejar al descubierto
aquello de lo que la voluntad puede sentirse plena y definitivamente
responsable. Delimitar el á mbito moral al á mbito del «poder querer»,
entender esta voluntad como razó n prá ctica, y ésta como obediencia a
la ley, es propio de ambos conceptos de deber. No obstante, la ruptura
del marco ontoló gico obliga a Kant a una mayor radicalizació n en la
necesidad de fundamentació n de la acció n. El precio a pagar por ello
es la consideració n del deber como «contrario» a las inclinaciones e
independiente de la felicidad: aspecto incomprensible para una ética
como la estoica que parte de lo que es conforme a la naturaleza de
todo ser racional.
Kant justifica esta definició n del deber moral mediante un argumento
reflexivo-trascendental: no parece haber otra forma de explicar el
sentido de responsabilidad, de autoimputació n de los actos, que
reflejan nuestros juicios morales. Sin el concepto de autonomía, sin
tener en cuenta la facultad de darnos a nosotros mismos las leyes que
guíen nuestra conducta, nos es imposible explicar el sentido de
nuestro actuar, en el que incluimos la existencia de una causalidad
moral propia.
A juicio de Kant, al concepto de deber moral expresado por el
imperativo categó rico llega «todo aquel que tenga la moralidad por
algo y no por una idea quimérica desprovista de verdad» 21.
Cuando nos pensamos como libres nos incluimos en un mundo en el
que no cuenta para nada otra determinació n que el puro deber, la
propia voluntad racional. Pero esto no implica de ningú n modo que
todas las acciones respondan a este esquema. Lo que el imperativo
categó rico nos ofrece es un punto de vista moral, un criterio desde el
cual enjuiciar la moralidad de nuestras acciones, normas e
instituciones. Se alcanza así una idea regulativa, una medida racional
crítica, cuya formalidad asegura la intersubjetividad buscada.
Sin embargo, este formalismo que separa de la reflexió n moral toda
referencia a las necesidades e intereses es el lugar comú n de una
serie de críticas que, desde Hegel, acusan al deontologismo kantiano
de rigorismo. La imposibilidad de ver las consecuencias de una acció n
dentro de la dimensió n moral de la validez ha dado pie a la distinció n
de Weber entre éticas de la intenció n (Gesinnungsethik) y éticas de la
responsabilidad (Veranwortungsethik). Es obvio que só lo estas ú ltimas
merecerían nuestra aprobació n.
Aunque algunos ejemplos y manifestaciones de Kant parecen
apoyar esta crítica, es posible ofrecer una interpretació n del concepto
kantiano de deber que rebaje esta impresió n, apoyá ndonos en dos
aspectos importantes: que entendamos el formalismo del deber como
procedimentalismo, y no desde presupuestos logicistas; y, en segundo
lugar, que diferenciemos con Kant entre niveles de fundamentació n y
niveles de aplicació n. La complejidad de estas cuestiones y el espacio
disponible só lo nos permiten apuntar algunos rasgos sobre estas
consideraciones.
Que tengamos que abstraer todo contenido de la determinació n de
la acció n para poder realizar un juicio moral no significa que só lo
debamos tener en cuenta la «forma gramatical». Los imperativos no
vienen diferenciados por su forma ló gica, sino, como hemos visto, por
la fuente de la obligatoriedad, esto es, por la exigencia de
universalidad. Formal debe entenderse má s bien como procedimental,
como una puesta entre paréntesis de la validez de la má xima y una
referencia necesaria a todas las demá s voluntades implicadas. Es la
posible aceptació n de los otros sujetos, y no la forma ló gica, lo que
determina la resolució n moral. Só lo así un deber puede convertirse en
moral.
Por lo que respecta a la segunda consideració n, aunque en el
marco de la Fundamentació n de la metafísica de las costumbres no
está n muy bien diferenciadas, podemos distinguir claramente dos
funciones bá sicas del imperativo categó rico. Por una parte, ya hemos
visto que constituye un criterio moral, encargado de abrir la posibilidad
de la justificació n de normas morales. En este sentido hablamos de un
principio de transsubjetividad o de punto de vista moral. Por otra, es
también utilizado por Kant para explicar la moralidad de acciones
particulares y determinadas, como test para la universalizació n de
má ximas concretas. En definitiva, para su aplicació n en casos
concretos.
Pero una cosa es la fundamentació n del imperativo categó rico como
principio de la moralidad, para lo cual es necesario hablar de
incondicionalidad, de independencia de las circunstancias particulares;
y otra muy distinta es el uso del imperativo para el aná lisis de má ximas
y la obtenció n de deberes concretos.
Estos dos niveles de reflexió n dan lugar a tres pasos diferentes a la
hora de enfrentarnos a la cuestió n de qué debemos hacer. En primer
lugar, la fundamentació n del imperativo categó rico como criterio que
define la moralidad, para lo cual se utilizan argumentos
trascendentales. En segundo lugar, la aplicació n del imperativo a las
má ximas correspondientes, esto es, su consideració n como
determinaciones generales de la conducta. Y, por ú ltimo, la aplicació n
de las má ximas éticas a las situaciones concretas.
La incondicionalidad que define la validez moral só lo puede
predicarse del primer nivel. En los niveles restantes o niveles de
aplicació n debemos tener en cuenta el apriorismo, aunque sea en un
sentido laxo, que define el punto de vista moral, y ademá s una
referencia necesaria a la acció n. En definitiva, debemos considerar,
por una parte, la validez moral y, por otra, la experiencia y las
consecuencias de la acció n.
Esta distinció n es mucho má s evidente en el marco de la obra La
metafísica de las costumbres, donde Kant establece una clasificació n
entre diferentes tipos de deberes, que nos recuerda, de algú n modo, la
realizada por los estoicos. A diferencia de los deberes jurídicos, de los
que nos ocuparemos en el siguiente punto, los deberes éticos son de
«obligació n amplia», de forma que «cuanto má s amplio es el deber,
má s imperfecta es la obligació n del hombre de obrar». No hay, ni
puede haber, ninguna deducció n directa de la ley moral a la praxis
comú n.
Pero en esta obra no só lo encontramos este tipo de apreciaciones,
sino que Kant ofrece incluso fines que debemos considerar morales,
como es la propia perfecció n y el bienestar de los demá s. Con lo cual
parece que el deontologismo kantiano acabe en un consecuencialismo
que rompe el formalismo moral y, en definitiva, impide toda posible
intersubjetividad.
Este sería el caso si Kant, como el utilitarismo, viera en las
consecuencias de la acció n en el bienestar general, el criterio de
moralidad, pero no es así. Para Kant se trata de un deber «derivado»,
mientras que el momento moral es anterior a las consecuencias y
puede ser definido independientemente de ellas. Lo que no significa,
como acabamos de ver, que también pueda ser realizado sin tener en
cuenta las consecuencias.
Una vez introducido y justificado el punto de vista moral, Kant
pretende definir, igualmente a priori, los deberes y virtudes que se
siguen del imperativo categó rico, de forma que sirvan de puente entre
el criterio moral y la acció n concreta. Obtendríamos así los fines que
debería proponerse el arbitrio libre y las virtudes que, como formas de
acció n, son indispensables para alcanzarlos. Ahora bien, ¿es posible
definir estos «contenidos» morales en una época donde ya se ha
llevado a cabo la escisió n entre vigencia y validez, y no hay ningun
concepto de naturaleza, ningú n «sensus communis» que nos asegure
la homogeneidad de una forma de vida?
Si bien esta aportació n a la teoría del deber puede interpretarse
como una complementació n de la tarea de fundamentació n, la
respuesta es negativa. La reflexió n moral no puede quedar limitada al
nivel de la fundamentació n del principio moral, sino que debe aportar
también los elementos necesarios para la construcció n, por decirlo con
A. Cortina, de un ethos universalizable. Pero tal aportació n ya no va
acompañ ada de la misma incondicionalidad. Los principios puente,
deberes y virtudes, son aplicaciones generales -concreciones- de la
ley moral, y su posible reconstrucció n implica siempre elementos de la
forma de vida en que vayan a aplicarse. No hay, por así decirlo,
cuando ya no disponemos del soporte previo que apoyaba la reflexió n
de Ciceró n, ninguna posibilidad de definir una «materia pura a priori»
del deber.
Un principio puente debe apoyarse en las dos laderas que pretende
unir, tanto en la ley moral a priori como en los contenidos concretos de
la Lebenswelt. No hay en ello ningú n resto de relativismo, pues el
momento moral queda siempre uno y el mismo. Este es el gran valor
que encierra el concepto de deber de Kant: haber explicitado y
justificado la incondicionalidad con que se presenta la exigencia de
universalidad. Otra cosa es su aplicació n o realizació n prá ctica.
4. La arquitectó nica del deber
La necesidad de una arquitectó nica del deber aparece con mucha
mayor claridad una vez abandonamos el paradigma de la conciencia
en el que se mueve la ética kantiana. La excesiva confianza en el
sujeto como ú nica fuente de validez queda rota desde el momento en
que se muestra có mo ese sujeto es a su vez dependiente de las
estructuras de la praxis social en que se constituye. Hoy en día
sabemos que todo proceso de individualizació n só lo tiene sentido como
proceso de socializació n. «Somos lo que somos gracias a nuestra
relació n con los demá s», dice Mead, explicitando así la relació n de
dependencia que guarda la conciencia con respecto a los contenidos
que conforman nuestros contextos sociales. Desde estas
consideraciones, no es suficiente el experimento mental de la
referencia a todos los demá s en que consiste el imperativo categó rico.
De ser así, corremos el riesgo de aplicar a los demá s nuestra propia
forma de vida, es decir, el riesgo de no estar «haciendo valer nuestra
autonomía, sino tan só lo nuestra idiosincrasia».
¿Significa esto que debemos abandonar el criterio moral al interior
de cada una de nuestras formas de vida y renunciar así a la posibilidad
de una medida crítica? De nuevo la delimitació n del á mbito moral al
terreno deontoló gico de la validez normativa nos permitirá ofrecer una
respuesta negativa. Nos centraremos para ello en la ética discursiva,
tal como Apel y Habermas la presentan, pues constituye una de las
propuestas éticas má s importantes en la actualidad.
Si efectivamente nuestra «intrasubjetividad» es dependiente de los
procesos de socializació n y, por tanto, de las tradiciones y sistemas de
valores que los conforman, es necesario que la reflexió n moral se dirija
hacia las estructuras que hacen posibles tales procesos, y no hacia los
fenó menos que componen nuestra subjetividad. El lenguaje constituye
el medio a través del cual se constituyen estas redes de
reconocimiento recíproco, en las que aprendemos a relacionarnos con
los demá s y con nosotros mismos. La tesis que la ética discursiva debe
mostrar es que estas estructuras lingü ísticas poseen un nú cleo
universal, cuyo contenido normativo define lo que podemos entender
por punto de vista moral.
Para llevar a cabo esta demostració n, la ética discursiva utiliza
también una metodología de corte trascendental. Pero ahora ya no es
la propia conciencia de la ley moral, sino el uso del lenguaje como
medio para la resolució n consensual de conflictos de acció n, el factum
cuyas condiciones se espera explicitar. Sobre la base de su necesidad,
esto es, de la imposibilidad de ponerlas en cuestió n sin caer en una
contradicció n, Apel y Habermas reconstruyen una serie de reglas o
presupuestos pragmá ticos que todos debemos suponer a la hora de
entablar una argumentació n. Estas reglas definen una situació n donde
todos tienen las mismas oportunidades de participar, donde existen
condiciones perfectas de simetría y reciprocidad entre los sujetos. Esto
no significa que cada vez que establezcamos una interacció n tengan
que darse estas condiciones, sino que debemos presuponerlas
cumplidas cuando realizamos una argumentació n. Desde estas
condiciones contrafá cticas, es evidente que só lo el consenso podría
otorgar validez moral a una norma. Consecuentemente, el principio de
universalizació n podría definirse de la siguiente forma:

«Toda norma vá lida debe cumplir la condició n de que las consecuencias y


efectos secundarios que probablemente se producirían en su cumplimiento
general para la satisfacció n de los intereses de cada individuo puedan ser
aceptados por todos los afectados (y preferibles a los efectos de las
posibilidades alternativas de acció n)» 30,

Con esta explicitació n del punto de vista moral nos movemos de


nuevo en el terreno del deontologismo. El á mbito moral queda limitado
a la validez de deber que el á mbito social requiere, es decir, al cará cter
de obligació n que conllevan las normas. El principio de universalizació n
constituye una explicació n de cuá l es la base de este cará cter
obligatorio: la posible incorporació n de intereses recíprocos. El
fenó meno moral se estructura en torno a la rectitud normativa o
justicia, y nada tiene que ver con la preferencia de valores o la
consiguiente producció n de normas. Como sintetiza Apel, se centra en
la cuestió n de las «orientaciones de la acció n normativamente
vinculantes de las instituciones o de las normas del derecho positivo».
O, má s grá ficamente, en palabras de Habermas:

«La moral no responde a la cuestió n de "qué soy", o "qué deseo ser», sino
a la cuestió n de qué norma queremos compartir y có mo pueden ser regulados
los conflictos de acció n en intereses comunes».

Desde el momento en que la ética discursiva ofrece una regla,


principio o procedimiento para explicar «aquello que es debido
obligatoriamente para todos», se encuentra dentro de los cá nones del
deontologismo moral. Empero, si bien no considera para nada una
determinada concepció n de la vida buena, del bien o de la virtud, al
ofrecer como respuesta el discurso prá ctico recoge elementos, como
intereses y necesidades, pertenecientes a cada una de las formas de
vida. Al incluir estos aspectos en el mismo criterio moral, rompe la
dicotomía entre éticas de la intenció n y éticas de la responsabilidad,
que atenazaba aú n a la ética kantiana.
Esto no es ó bice para que la ética discursiva no se presente a sí
misma como una reinterpretació n teorético-comunicativa de la
propuesta ética de Kant. No só lo la metodología utilizada es similar,
también lo es el propó sito final de definir un concepto de racionalidad
prá ctica má s allá de formas de vida concretas y particulares. Sin
embargo, a diferencia de Kant, el querer mantener la intersubjetividad
de esta definició n nos conduce ahora a la necesaria superació n de las
posiciones monoló gicas. El respeto a la dignidad de las personas,
como sujetos igualmente capaces de autodeterminació n, no implica
só lo tenerlos como una fuente auxiliar para nuestro propio juicio moral,
implica má s bien reconocerles la capacidad de participar en todo lo
que afecte a sus intereses. La relació n interna existente entre sujeto y
sociedad se traduce, en el terreno de la ética, en la dependencia entre
conocimiento moral y diá logo.
Con esta referencia al posible consenso racional no se pierde la
dialéctica entre idealidad y realidad, característica bá sica de todo
concepto abstracto de deber. El principio ético-discursivo nos lleva a la
realizació n de discursos fá cticos, reales, pero éstos está n siempre bajo
la «medida crítica» del punto de vista moral. Razó n por la cual nunca
puede el discurso suplantar el papel del sujeto autó nomo. Cuando
rompemos la rigidez del paradigma de la conciencia, nos damos cuenta
de que «intrasubjetividad» e «intersubjetividad» no son elementos
contrapuestos, sino dos instantes diferentes dentro del mismo actuar
autó nomo. De ninguna forma puede abandonarse el momento de
decisió n propio del sujeto autó nomo, pero éste no puede pretender
validez si al mismo tiempo no reconoce la dependencia recíproca en la
que se encuentra su decisió n con todas las demá s partes en conflicto.
El momento de validez, por así decirlo, se le escapa al individuo, y só lo
encuentra su lugar específico en las estructuras de reconocimiento
recíproco en las que se ha formado.
No obstante, una de las críticas realizadas al deontologismo
kantiano vuelve a reaparecer ante el procedimentalismo
ético-discursivo: la difuminació n de los límites propios de la moral y el
derecho. La causa de esta confusió n radica, en el caso de la ética
discursiva, en la localizació n de la validez moral en el resultado de un
procedimiento y no en la conciencia moral de los propios afectados.
Exterioridad que parece conducirnos a una disolució n de lo
estrictamente moral. Responder a esta objeció n nos permitirá introducir
una «arquitectó nica del deber» centrada en la diferencia entre
fundamentació n y aplicació n de lo debido.
El posible acuerdo de los afectados como criterio de racionalidad es
a todas luces insuficiente para la resolució n de conflictos de acció n y,
en definitiva, para la orientació n de la acció n que se espera del punto
de vista moral. Se trata de un criterio ideal definido a partir de
presupuestos de claro contenido contrafá ctico y que, de modo alguno,
determina el resultado, sino las condiciones de participació n. Por su
parte, los discursos reales a los que remite el criterio moral se
encuentran siempre sometidos a limitaciones espacio-temporales y
sociales, por no hablar de los desequilibrios resultantes de las propias
facultades de los participantes.
Esto hace que Habermas defina la racionalidad procedimental
ofrecida por el criterio moral como incompleta. Hacen falta
procedimientos institucionalizados que compensen estas limitaciones
del discurso moral. Nos encontramos así ante la necesidad de una
complementació n de la moral por el derecho positivo, especialmente en
aquellos á mbitos donde se requiere una resolució n terminante y
duradera de los conflictos (hoy en día en la inmensa mayoría de los
casos). Al mismo tiempo, esta complementació n permite hablar del
derecho como de una moral institucionalizada, pues es obvio que la
mera positivació n es insuficiente para explicar la incondicionalidad con
que el derecho se presenta.
Esta necesidad mutua no es razó n alguna para confundir los
deberes morales y jurídicos. Hay diferencias importantes que
establecen una clara distinció n entre ambos á mbitos de validez. En
primer lugar, las normas morales valen independientemente de su
puesta en vigor. La dignidad humana, por ejemplo, es inviolable, esté
recogida o no en una determinada constitució n. En segundo lugar, las
normas jurídicas van acompañ adas de mecanismos fá cticos de
sanció n, mientras que las morales conllevan sanciones «internas»
(sentimientos de culpa, autorreproche...). En tercer lugar, las normas
jurídicas son constitutivas de una praxis racional, sin embargo las
morales definen siempre una situació n metainstitucional.
En resumen, no se trata de dos tipos separados de validez, sino de
dos momentos complementarios dentro de la racionalidad prá ctica. La
diferencia clave se encuentra en la positivació n que el derecho
agradece, precisamente, a la tercera de las dimensiones en que se
estructura esta racionalidad: la política.
Política y derecho constituyen, en la actualidad, los mecanismos
bá sicos para la institucionalizació n de la idea de imparcialidad
expresada por el principio de universalizació n. Tampoco la actuació n
política, el establecimiento de fines y objetivos de la acció n comú n y los
medios para alcanzarlos, está exenta de la dimensió n moral de la
validez. Al igual que las normas jurídicas, también las decisiones y
medidas políticas requieren validez. Como en el caso del derecho
positivo, el deontologismo procedimental nos ofrece la base desde la
que asegurar esta consideració n imparcial: la participació n de todos
los afectados. Al relacionar validez y participació n, es evidente que el
principio ético discursivo constituye, al mismo tiempo, un principio de
legitimidad democrá tica. Igualdad política significa desde aquí la igual
posibilidad de participació n en todas las decisiones de alcance político.

No obstante, sería de nuevo ignorar esta arquitectó nica si


directamente derivá ramos del deontelogismo discursivo un modelo de
teoría democrá tica, como si la moralidad (Moralitä t) fuera un modelo
para la eticidad (Sittlichkeit). Esto significaría no darse cuenta de la
necesidad de incorporar niveles de mediació n encargados de conectar
ambos extremos. Para la aplicació n a la praxis, sea individual (lo que
hemos denominado ethos universalizable), o sea colectiva (derecho,
política, economía,...), se debe acudir a otro tipo de conocimientos no
estrictamente morales. Ahora bien, en todas estas dimensiones la
exigencia de participació n nos proporciona el marco necesario para
poder hablar de racionalidad. En palabras de Habermas:

«Lo que puede caracterizarse normativamente son las condiciones


necesarias pero generales para una praxis comunicativa y para un
procedimiento de formació n discursiva de la voluntad, que dejen a los
participantes mismos en condiciones de desarrollar las posibilidades
concretas de una vida mejor y menos peligrosa, segun las propias
necesidades y segú n su propia iniciativa».

Con esta arquitectó nica podemos dar razó n del deber moral sin
renunciar a su incondicionalidad y sin caer, por ello, en ningú n tipo de
dogmatismo o absolutismo. El mandato autoritario, la obediencia ciega,
el actuar sin razones... son factores que nada tienen que ver con las
éticas deontoló gicas que aquí hemos repasado brevemente. Má s bien
al contrario, la reflexió n sobre el deber moral siempre ha tenido que ver
con esa capacidad humana de guiar la propia vida a la que hemos
denominado autonomía.
Renunciar al momento deontoló gico supone eliminar la posibilidad
de una orientació n intersubjetiva de la acció n, apoyada precisamente
en esta autonomía. A tal renuncia nos veríamos abocados si
quisiésemos mantener la primacía de la felicidad dentro del punto de
vista moral. Los estoicos pudieron mantener este concepto de deber
unido a la bú squeda de la felicidad, pero ya no poseemos ninguna
forma de vida de la que podamos predicar universalidad, ningú n
concepto previo de naturaleza o esencia humana. La dimensió n de la
felicidad queda siempre pendiente de tradiciones concretas, de formas
de vida particulares y de sistemas sustantivos de valoració n. Ellos nos
proporcionan el material necesario para definir lo que somos y lo que
queremos ser, para decidir el grado de realizació n de nuestra
existencia. La felicidad es, en definitiva, una cuestió n existencial que,
aun dentro de los contextos tradicionales de la Lebenswelt, mantiene
un cará cter personal y subjetivo.
El deber moral só lo se refiere a una parte «mínima», pero
necesaria, de la vida en comú n. Sería igualmente un sinsentido limitar
la complejidad y riqueza de una forma de vida, sea individual o
colectiva, a la estricta racionalidad de la justicia de nuestras normas e
instituciones.

D. García Marzá
10-É TICA pá gs. 71-100

....................
11 M. T. Ciceró n, Sobre los deberes. Tecnos, Madrid 1989, 1, 2-5 y nota 32.
12 Ibid., 3, 13-14.
14 Kant, Fundamentació n de la metafísica de las costumbres. Espasa Calpe,
Madrid 1990, 56.
15 Ibid., 121, ver también la misma crítica en La paz perpetua. Tecnos, Madrid
1985, 46, y Teoría y praxis. Tecnos, Madrid 1986, 22.
17 Kant, La fundamentació n..., 81.
19 I. Kant, La fundamentació n..., 92.
20 Ibid. 119

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