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¿Qué es el “ser”? ¿Cuá l es su diferencia con el llamado “deber ser”? Ambos se refieren a
maneras diferentes de ver sectores de nuestra realidad. El Ser, hace referencia a
aquello que es natural, que procede de una causa, la necesidad y que carece de
voluntad. Es el mundo de lo físico, las cosas que ocurren siempre, sin necesidad de que
intervengan una opinió n. Mas el Deber Ser, nos habla de todo aquello donde la
voluntad humana gobierna e influye de manera libre.
El deber ser es lo que da pie a la moral, a la ética, ya que en el deber ser se encuentra
la libertad humana, la cual es fundamental para poder hablar de moralidad.
El deber ser nos habla de los deseos y la voluntad del hombre, y digo del hombre ya
que es el ú nico animal racional, que tiene voluntad, la cual puede cambiar los
acontecimientos a su alrededor.
Y ahora que se conocen estos temas, la pregunta recae en el dilema entre ellos. ¿Debo
ser? ¿O simplemente soy?
Podría solo decir: si tengo hambre, como; si tengo frio, me cubro; si necesito dinero, lo
tomo. É stas son necesidades bá sicas del hombre y el saciarlas podrían ser la manera
má s instintiva y bá sica de actuar, por lo que hacerlo, no debería de resultar en ningú n
mal; mas en algunos casos, el comer si uno tiene hambre no sería lo correcto, si por
ejemplo, le quitamos la comida a alguien má s.
Aquí es donde entre la voluntad humana, porque todo individuo libre tiene conciencia
de sus actos y puede decidir sobre ellos. No se deja guiar completamente por el
instinto sin antes reflexionar sobre lo que va a hacer.
Por lo que este “Deber ser” va má s allá de lo animal, para adentrarse en el lado
humano del hombre. Da pie a explicar que es lo correcto, porque ahí donde el hombre
decide en base a algú n aspecto, la decisió n que tome puede ser buena o mala.
Con esto, quiero decir que el hombre es un Ser, que Debe Ser; un animal que puede
cambiar su situació n con su voluntad; una alimañ a que con sus decisiones puede
convertirse al fin en hombre.
DEBER SER
Immanuel Kant.
El deber-ser nunca se deduce a partir del ser (fue Hume el primero en plantear este
problema: concretamente, en el libro III, parte I, secció n I de su Tratado sobre la
naturaleza humana). Si placeres y ventajas son hechos (ser), entonces quedan
descalificados axioló gicamente el hedonismo (reduce valor a placer) y el utilitarismo
(reduce valor a ventaja).
Que del Ser se derive necesariamente el Deber-ser es una falacia (ver metafísica).
La ética es una disciplina filosó fica que ha sido caracterizada como una “ciencia del
deber ser”. Immanuel Kant ha distinguido dos grandes sectores de la realidad: el ser y
el deber ser. El mundo del ser se refiere a lo que es de fijo, a lo que acontece en la
realidad fenoménica, independientemente de nuestra voluntad y nuestro obrar. Se
trata del mundo de la naturaleza, donde todo acontece por necesidad. Así segú n esta
concepció n, en la naturaleza impera la explicació n casual: a determinadas causas
corresponde determinados efectos; por ejemplo si yo arrojo un objeto (por ejemplo
un libro) éste caerá inevitablemente al suelo; si no me alimento enfermare.
Pero, al lado de este mundo regido por la necesidad, por las regularidades
fenoménicas, por los encadenamientos causales, es posible hablar de un mundo donde
reina la libertad humana, donde las cosas no suceden en forma necesaria, sino por la
plena voluntad del hombre. Se trata entonces del mundo del deber ser a partir del cual
se establecen las bases de la conducta moral, ya que solamente los actos libres,
voluntarios y autó nomos son los que pertenecen al mundo moral.
En este á mbito del deber ser es donde se ha instalado la ética, la cual descansa en la
libertad humana. La libertad, es la condició n de posibilidad de la conducta moral y de
la ética.
La ética no estudia lo que es de por sí, sino lo que debe ser. En la antigü edad, Calicles
alegaba que el abuso de los “fuertes” poderosos era lícito por que era algo que ocurría
regularmente en la experiencia y en la vida diaria; sin embargo, esta opinió n es
erró nea por que el legendario sofista basaba su ética en el ser y no en el debe ser. El
hombre no es por naturaleza ni bueno ni malo, pero puede llegar a ser plenamente
bueno si fomenta una serie de valores en lugar de unos contravalores (la crueldad, la
injusticia, el cinismo, la deshonestidad, etc.).
El bien moral puede existir si las criaturas racionales se dan cuenta de lo que deben
hacer y, actuando por un sentido del deber, lo hacen. Esto es lo ú nico que tiene valor
moral.
Kant decía que los seres humanos ocupan un lugar especial en la creació n, donde se
han considerado distintos de todas las criaturas y no solo diferentes sino mejores, los
seres humanos tienen un valor intrínseco esto es dignidad que los hace valiosos sobre
cualquier precio. Segú n Kant, los seres humanos nunca deben ser usados como medios
para un fin.
Obra de tal modo que uses a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de
cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un
medio.
DEBER
1. La actuació n moral
El concepto de deber ocupa uno de los lugares centrales de nuestro
lenguaje moral. Nos referimos con él a los mandatos y obligaciones
mediante los cuales modificamos nuestra conducta y, en general, al
conjunto de exigencias que conforman nuestra praxis cotidiana. Añ adir
el predicado moral implica introducir un factor diferenciador esencial:
se trata ahora de una autoobligació n, de una autolimitació n, que, a
diferencia de otro tipo de coacciones, se enfrenta só lo a las sanciones
internas derivadas de nuestra propia conciencia de la responsabilidad
de la acció n. Como todas las formas de obligació n, el deber moral
limita el á mbito posible de elecció n y, por tanto, de actuació n. Pero
aquí nos encontramos con una obligació n libre, es decir, voluntaria y
reflexivamente aceptada.
La existencia de este tipo de actuaciones la encontramos
directamente reflejada en nuestra capacidad de realizar juicios
morales. De ahí que podamos afirmar que estamos ante un hecho o
factum que no admite discusió n. Las dificultades aparecen má s bien
cuando dejamos el nivel intuitivo de nuestro propio lenguaje moral y
nos comprometemos a explicar el sentido de este tipo de acciones.
Esta ha sido y es, precisamente, una de las tareas bá sicas de la
filosofía moral o ética: dar razones del porqué de esta peculiar forma
de obligació n y, de esta forma, hacerse cargo de los fundamentos de
la actuació n moral. Dentro de esta tarea, la tematizació n del concepto
deber apunta hacia las posibles respuestas a la pregunta «¿Por qué
ser moral?», esto es, «¿por qué actuar moralmente?».
Detrá s de estas cuestiones no se esconde sino la necesidad de
orientació n de la acció n que caracteriza al actuar humano. La
distinció n entre ser y deber ser no viene impuesta por la reflexió n ética,
sino que la reflexió n ética intenta responder a esta escisió n inherente a
nuestra praxis social. Tales respuestas forman parte, como nos
recuerda Aranguren, de esa necesidad de ajustamiento, de iustum
facere de justificar nuestros actos, sin la cual perdería la conducta su
sentido y razó n de ser. De tal necesidad ya se habían dado perfecta
cuenta los pensadores estoicos cuando adelantaron las palabras que
después Toulmin convertiría en tema central de la ética: deber hacer
algo implica tener buenas razones para hacer algo. A la ética, como
teoría de la moral, le corresponde averiguar qué convierte a una razó n
en «buena razó n» para justificar nuestra conducta.
En la historia de la ética encontramos dos respuestas globales al
tema del deber en este sentido general. En primer lugar, aquellas
posiciones que ven en el deber un medio para alcanzar el fin propio del
hombre. Son las denominadas éticas teleoló gicas (telos = fin), para las
cuales lo moral tiene que ver con los resultados de la acció n, segú n se
acerquen o se alejen de ese fin. En segundo lugar, aquellas posiciones
que encuentran en el deber mismo el elemento moral de la acció n. Son
las denominadas éticas deontoló gicas (deon = deber), encargadas de
definir lo debido o correcto para todos y, por tanto, de establecer el
marco normativo de lo justo.
El propó sito de este artículo es mostrar có mo el concepto de deber
se ha ido paulatinamente convirtiendo en el lugar bá sico de referencia
para la conducta moral y, por consiguiente, para la reflexió n ética. La
razó n de ello, así reza la tesis, es que la dimensió n deontoló gica puede
abarcar los principales rasgos de la actuació n moral (autoobligació n y
universalidad), sin perder la posibilidad de una justificació n
intersubjetivamente vá lida. Para lo cual, sin embargo, el concepto de
deber tiene que saber incorporar también las referencias a la acció n y
alejarse, de esta forma, de las propiedades de dogmatismo y rigorismo
con las que generalmente se le asocia.
3. El deontologismo kantiano
Toda la reflexió n moral perteneciente al mundo antiguo mantiene un
punto en comú n: son éticas que se ocupan de lo bueno para el
individuo, de su felicidad, de lo que en general podríamos denominar
una «vida buena». Haciendo má s hincapié en la prudencia o en la
observancia de la ley, lo cierto es que el objetivo que se persigue es el
mismo: ofrecer una orientació n racional que nos permita separarnos
del «querer fá ctico», de la inmediatez de lo deseado, y distinguir así
entre la verdadera y la falsa felicidad. La polis, la naturaleza o Dios
ofrecían el momento de incondicionalidad desde el que otorgar validez
al deber moral, esto es, desde el que extraer las razones para apoyar
la intersubjetividad del deber.
Sin embargo, factores como la aparició n de la ciencia moderna, el
descubrimiento de nuevos mundos, el surgimiento del mercado
econó mico como sistema de integració n, las escisiones y luchas
internas de la Iglesia... hacen que no sea posible mantener por má s
tiempo una imagen unitaria del mundo. Nos encontramos así sin
ninguna medida normativa que pueda ser aceptada por todos y, por
tanto, sin ningú n criterio de validez del que puedan derivarse normas
correctas. La relació n entre el hombre-tal-como-debe-ser y el
hombre-tal-como-es, base de la obligació n moral, no constituye ya
ningú n todo coherente.
El emotivismo sería la ú nica respuesta a esta situació n si la ética no
hubiera realizado un giro copernicano para, apoyá ndose ahora en el
paradigma de la conciencia, delimitar el á mbito moral precisamente en
torno al concepto de deber. El formalismo kantiano es el responsable
de este cambio radical, consistente en dirigir nuestra atenció n no hacia
los objetos de la voluntad, sino hacia la voluntad misma. Consistente,
en definitiva, en profundizar en el camino abierto por los estoicos:
aquello por lo cual una acció n se convierte en moral o inmoral no está
en la acció n, sino en la intenció n, en el motivo por el que se lleva a
cabo.
Donde má s claro encontramos las razones por las que el deber se
convierte en el tema central de la ética es en los argumentos kantianos
en contra de la consideració n de la felicidad dentro del á mbito moral.
Si denominamos voluntad a la facultad de proponer fines y bien a
aquello que es objeto de la voluntad, el punto de partida de la ética
kantiana radica en la imposibilidad de dar razó n de la exigibilidad que
acompañ a a nuestros juicios morales desde estos fines o bienes a los
que se dirige la voluntad. En el caso concreto de la felicidad, Kant
afirma, en primer lugar, que de ser éste el fin de la acció n moral, mejor
nos conducirían los instintos que la propia razó n. Con lo cual queda sin
justificar el papel de la razó n en la conducta moral. En segundo lugar,
el hombre no es responsable de las necesidades e inclinaciones que
determinan la felicidad. Si es un fin al que se tiende por naturaleza, no
es la voluntad quien lo propone. Y, por ú ltimo, ya no existe ningú n
concepto objetivo de felicidad desde el que podamos ofrecer un canon
para la acció n y la vida en comú n. En palabras de Kant:
«Los preceptos que sigue el médico para curar a un hombre, y los que
sigue el envenenador para matarlo son de igual valor, en cuanto que cada uno
de ellos sirve para realizar perfectamente su propó sito».
Segú n esta concepció n del punto de vista moral, una acció n posee
valor moral ú nicamente cuando ha sido realizada por deber, esto es,
cuando el motivo de la acció n no ha sido otro que el respeto al deber
moral expresado por el imperativo categó rico. A pesar de estas
afirmaciones, no asoma ningú n rasgo de «militarismo prusiano» si nos
damos cuenta de que el eje central de este deontologismo no es la
sumisió n a la ley, sino la sumisió n a la ley autoimpuesta. Só lo la
autonomía, la capacidad de autodeterminació n, representa una razó n
«moral» para el sometimiento al deber 20.
Con la ética kantiana asistimos a la consumació n del concepto de
libertad individual como autonomía que, como hemos visto, asomaba
ya en la ética estoica. La insistencia en el deber como explicació n de la
intenció n de la acció n refleja el objetivo comú n de dejar al descubierto
aquello de lo que la voluntad puede sentirse plena y definitivamente
responsable. Delimitar el á mbito moral al á mbito del «poder querer»,
entender esta voluntad como razó n prá ctica, y ésta como obediencia a
la ley, es propio de ambos conceptos de deber. No obstante, la ruptura
del marco ontoló gico obliga a Kant a una mayor radicalizació n en la
necesidad de fundamentació n de la acció n. El precio a pagar por ello
es la consideració n del deber como «contrario» a las inclinaciones e
independiente de la felicidad: aspecto incomprensible para una ética
como la estoica que parte de lo que es conforme a la naturaleza de
todo ser racional.
Kant justifica esta definició n del deber moral mediante un argumento
reflexivo-trascendental: no parece haber otra forma de explicar el
sentido de responsabilidad, de autoimputació n de los actos, que
reflejan nuestros juicios morales. Sin el concepto de autonomía, sin
tener en cuenta la facultad de darnos a nosotros mismos las leyes que
guíen nuestra conducta, nos es imposible explicar el sentido de
nuestro actuar, en el que incluimos la existencia de una causalidad
moral propia.
A juicio de Kant, al concepto de deber moral expresado por el
imperativo categó rico llega «todo aquel que tenga la moralidad por
algo y no por una idea quimérica desprovista de verdad» 21.
Cuando nos pensamos como libres nos incluimos en un mundo en el
que no cuenta para nada otra determinació n que el puro deber, la
propia voluntad racional. Pero esto no implica de ningú n modo que
todas las acciones respondan a este esquema. Lo que el imperativo
categó rico nos ofrece es un punto de vista moral, un criterio desde el
cual enjuiciar la moralidad de nuestras acciones, normas e
instituciones. Se alcanza así una idea regulativa, una medida racional
crítica, cuya formalidad asegura la intersubjetividad buscada.
Sin embargo, este formalismo que separa de la reflexió n moral toda
referencia a las necesidades e intereses es el lugar comú n de una
serie de críticas que, desde Hegel, acusan al deontologismo kantiano
de rigorismo. La imposibilidad de ver las consecuencias de una acció n
dentro de la dimensió n moral de la validez ha dado pie a la distinció n
de Weber entre éticas de la intenció n (Gesinnungsethik) y éticas de la
responsabilidad (Veranwortungsethik). Es obvio que só lo estas ú ltimas
merecerían nuestra aprobació n.
Aunque algunos ejemplos y manifestaciones de Kant parecen
apoyar esta crítica, es posible ofrecer una interpretació n del concepto
kantiano de deber que rebaje esta impresió n, apoyá ndonos en dos
aspectos importantes: que entendamos el formalismo del deber como
procedimentalismo, y no desde presupuestos logicistas; y, en segundo
lugar, que diferenciemos con Kant entre niveles de fundamentació n y
niveles de aplicació n. La complejidad de estas cuestiones y el espacio
disponible só lo nos permiten apuntar algunos rasgos sobre estas
consideraciones.
Que tengamos que abstraer todo contenido de la determinació n de
la acció n para poder realizar un juicio moral no significa que só lo
debamos tener en cuenta la «forma gramatical». Los imperativos no
vienen diferenciados por su forma ló gica, sino, como hemos visto, por
la fuente de la obligatoriedad, esto es, por la exigencia de
universalidad. Formal debe entenderse má s bien como procedimental,
como una puesta entre paréntesis de la validez de la má xima y una
referencia necesaria a todas las demá s voluntades implicadas. Es la
posible aceptació n de los otros sujetos, y no la forma ló gica, lo que
determina la resolució n moral. Só lo así un deber puede convertirse en
moral.
Por lo que respecta a la segunda consideració n, aunque en el
marco de la Fundamentació n de la metafísica de las costumbres no
está n muy bien diferenciadas, podemos distinguir claramente dos
funciones bá sicas del imperativo categó rico. Por una parte, ya hemos
visto que constituye un criterio moral, encargado de abrir la posibilidad
de la justificació n de normas morales. En este sentido hablamos de un
principio de transsubjetividad o de punto de vista moral. Por otra, es
también utilizado por Kant para explicar la moralidad de acciones
particulares y determinadas, como test para la universalizació n de
má ximas concretas. En definitiva, para su aplicació n en casos
concretos.
Pero una cosa es la fundamentació n del imperativo categó rico como
principio de la moralidad, para lo cual es necesario hablar de
incondicionalidad, de independencia de las circunstancias particulares;
y otra muy distinta es el uso del imperativo para el aná lisis de má ximas
y la obtenció n de deberes concretos.
Estos dos niveles de reflexió n dan lugar a tres pasos diferentes a la
hora de enfrentarnos a la cuestió n de qué debemos hacer. En primer
lugar, la fundamentació n del imperativo categó rico como criterio que
define la moralidad, para lo cual se utilizan argumentos
trascendentales. En segundo lugar, la aplicació n del imperativo a las
má ximas correspondientes, esto es, su consideració n como
determinaciones generales de la conducta. Y, por ú ltimo, la aplicació n
de las má ximas éticas a las situaciones concretas.
La incondicionalidad que define la validez moral só lo puede
predicarse del primer nivel. En los niveles restantes o niveles de
aplicació n debemos tener en cuenta el apriorismo, aunque sea en un
sentido laxo, que define el punto de vista moral, y ademá s una
referencia necesaria a la acció n. En definitiva, debemos considerar,
por una parte, la validez moral y, por otra, la experiencia y las
consecuencias de la acció n.
Esta distinció n es mucho má s evidente en el marco de la obra La
metafísica de las costumbres, donde Kant establece una clasificació n
entre diferentes tipos de deberes, que nos recuerda, de algú n modo, la
realizada por los estoicos. A diferencia de los deberes jurídicos, de los
que nos ocuparemos en el siguiente punto, los deberes éticos son de
«obligació n amplia», de forma que «cuanto má s amplio es el deber,
má s imperfecta es la obligació n del hombre de obrar». No hay, ni
puede haber, ninguna deducció n directa de la ley moral a la praxis
comú n.
Pero en esta obra no só lo encontramos este tipo de apreciaciones,
sino que Kant ofrece incluso fines que debemos considerar morales,
como es la propia perfecció n y el bienestar de los demá s. Con lo cual
parece que el deontologismo kantiano acabe en un consecuencialismo
que rompe el formalismo moral y, en definitiva, impide toda posible
intersubjetividad.
Este sería el caso si Kant, como el utilitarismo, viera en las
consecuencias de la acció n en el bienestar general, el criterio de
moralidad, pero no es así. Para Kant se trata de un deber «derivado»,
mientras que el momento moral es anterior a las consecuencias y
puede ser definido independientemente de ellas. Lo que no significa,
como acabamos de ver, que también pueda ser realizado sin tener en
cuenta las consecuencias.
Una vez introducido y justificado el punto de vista moral, Kant
pretende definir, igualmente a priori, los deberes y virtudes que se
siguen del imperativo categó rico, de forma que sirvan de puente entre
el criterio moral y la acció n concreta. Obtendríamos así los fines que
debería proponerse el arbitrio libre y las virtudes que, como formas de
acció n, son indispensables para alcanzarlos. Ahora bien, ¿es posible
definir estos «contenidos» morales en una época donde ya se ha
llevado a cabo la escisió n entre vigencia y validez, y no hay ningun
concepto de naturaleza, ningú n «sensus communis» que nos asegure
la homogeneidad de una forma de vida?
Si bien esta aportació n a la teoría del deber puede interpretarse
como una complementació n de la tarea de fundamentació n, la
respuesta es negativa. La reflexió n moral no puede quedar limitada al
nivel de la fundamentació n del principio moral, sino que debe aportar
también los elementos necesarios para la construcció n, por decirlo con
A. Cortina, de un ethos universalizable. Pero tal aportació n ya no va
acompañ ada de la misma incondicionalidad. Los principios puente,
deberes y virtudes, son aplicaciones generales -concreciones- de la
ley moral, y su posible reconstrucció n implica siempre elementos de la
forma de vida en que vayan a aplicarse. No hay, por así decirlo,
cuando ya no disponemos del soporte previo que apoyaba la reflexió n
de Ciceró n, ninguna posibilidad de definir una «materia pura a priori»
del deber.
Un principio puente debe apoyarse en las dos laderas que pretende
unir, tanto en la ley moral a priori como en los contenidos concretos de
la Lebenswelt. No hay en ello ningú n resto de relativismo, pues el
momento moral queda siempre uno y el mismo. Este es el gran valor
que encierra el concepto de deber de Kant: haber explicitado y
justificado la incondicionalidad con que se presenta la exigencia de
universalidad. Otra cosa es su aplicació n o realizació n prá ctica.
4. La arquitectó nica del deber
La necesidad de una arquitectó nica del deber aparece con mucha
mayor claridad una vez abandonamos el paradigma de la conciencia
en el que se mueve la ética kantiana. La excesiva confianza en el
sujeto como ú nica fuente de validez queda rota desde el momento en
que se muestra có mo ese sujeto es a su vez dependiente de las
estructuras de la praxis social en que se constituye. Hoy en día
sabemos que todo proceso de individualizació n só lo tiene sentido como
proceso de socializació n. «Somos lo que somos gracias a nuestra
relació n con los demá s», dice Mead, explicitando así la relació n de
dependencia que guarda la conciencia con respecto a los contenidos
que conforman nuestros contextos sociales. Desde estas
consideraciones, no es suficiente el experimento mental de la
referencia a todos los demá s en que consiste el imperativo categó rico.
De ser así, corremos el riesgo de aplicar a los demá s nuestra propia
forma de vida, es decir, el riesgo de no estar «haciendo valer nuestra
autonomía, sino tan só lo nuestra idiosincrasia».
¿Significa esto que debemos abandonar el criterio moral al interior
de cada una de nuestras formas de vida y renunciar así a la posibilidad
de una medida crítica? De nuevo la delimitació n del á mbito moral al
terreno deontoló gico de la validez normativa nos permitirá ofrecer una
respuesta negativa. Nos centraremos para ello en la ética discursiva,
tal como Apel y Habermas la presentan, pues constituye una de las
propuestas éticas má s importantes en la actualidad.
Si efectivamente nuestra «intrasubjetividad» es dependiente de los
procesos de socializació n y, por tanto, de las tradiciones y sistemas de
valores que los conforman, es necesario que la reflexió n moral se dirija
hacia las estructuras que hacen posibles tales procesos, y no hacia los
fenó menos que componen nuestra subjetividad. El lenguaje constituye
el medio a través del cual se constituyen estas redes de
reconocimiento recíproco, en las que aprendemos a relacionarnos con
los demá s y con nosotros mismos. La tesis que la ética discursiva debe
mostrar es que estas estructuras lingü ísticas poseen un nú cleo
universal, cuyo contenido normativo define lo que podemos entender
por punto de vista moral.
Para llevar a cabo esta demostració n, la ética discursiva utiliza
también una metodología de corte trascendental. Pero ahora ya no es
la propia conciencia de la ley moral, sino el uso del lenguaje como
medio para la resolució n consensual de conflictos de acció n, el factum
cuyas condiciones se espera explicitar. Sobre la base de su necesidad,
esto es, de la imposibilidad de ponerlas en cuestió n sin caer en una
contradicció n, Apel y Habermas reconstruyen una serie de reglas o
presupuestos pragmá ticos que todos debemos suponer a la hora de
entablar una argumentació n. Estas reglas definen una situació n donde
todos tienen las mismas oportunidades de participar, donde existen
condiciones perfectas de simetría y reciprocidad entre los sujetos. Esto
no significa que cada vez que establezcamos una interacció n tengan
que darse estas condiciones, sino que debemos presuponerlas
cumplidas cuando realizamos una argumentació n. Desde estas
condiciones contrafá cticas, es evidente que só lo el consenso podría
otorgar validez moral a una norma. Consecuentemente, el principio de
universalizació n podría definirse de la siguiente forma:
«La moral no responde a la cuestió n de "qué soy", o "qué deseo ser», sino
a la cuestió n de qué norma queremos compartir y có mo pueden ser regulados
los conflictos de acció n en intereses comunes».
Con esta arquitectó nica podemos dar razó n del deber moral sin
renunciar a su incondicionalidad y sin caer, por ello, en ningú n tipo de
dogmatismo o absolutismo. El mandato autoritario, la obediencia ciega,
el actuar sin razones... son factores que nada tienen que ver con las
éticas deontoló gicas que aquí hemos repasado brevemente. Má s bien
al contrario, la reflexió n sobre el deber moral siempre ha tenido que ver
con esa capacidad humana de guiar la propia vida a la que hemos
denominado autonomía.
Renunciar al momento deontoló gico supone eliminar la posibilidad
de una orientació n intersubjetiva de la acció n, apoyada precisamente
en esta autonomía. A tal renuncia nos veríamos abocados si
quisiésemos mantener la primacía de la felicidad dentro del punto de
vista moral. Los estoicos pudieron mantener este concepto de deber
unido a la bú squeda de la felicidad, pero ya no poseemos ninguna
forma de vida de la que podamos predicar universalidad, ningú n
concepto previo de naturaleza o esencia humana. La dimensió n de la
felicidad queda siempre pendiente de tradiciones concretas, de formas
de vida particulares y de sistemas sustantivos de valoració n. Ellos nos
proporcionan el material necesario para definir lo que somos y lo que
queremos ser, para decidir el grado de realizació n de nuestra
existencia. La felicidad es, en definitiva, una cuestió n existencial que,
aun dentro de los contextos tradicionales de la Lebenswelt, mantiene
un cará cter personal y subjetivo.
El deber moral só lo se refiere a una parte «mínima», pero
necesaria, de la vida en comú n. Sería igualmente un sinsentido limitar
la complejidad y riqueza de una forma de vida, sea individual o
colectiva, a la estricta racionalidad de la justicia de nuestras normas e
instituciones.
D. García Marzá
10-É TICA pá gs. 71-100
....................
11 M. T. Ciceró n, Sobre los deberes. Tecnos, Madrid 1989, 1, 2-5 y nota 32.
12 Ibid., 3, 13-14.
14 Kant, Fundamentació n de la metafísica de las costumbres. Espasa Calpe,
Madrid 1990, 56.
15 Ibid., 121, ver también la misma crítica en La paz perpetua. Tecnos, Madrid
1985, 46, y Teoría y praxis. Tecnos, Madrid 1986, 22.
17 Kant, La fundamentació n..., 81.
19 I. Kant, La fundamentació n..., 92.
20 Ibid. 119