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El rey de la montaña de oro

Corregir las faltas de ortografía. Hay quince


Este era un acaudalado mercader, que tenía la esposa más Buena y dos hijitos que eran unos
angelitos. Un aciago(1) día, naufragaron sus dos barcos en los que iba toda su fortuna, y el mercader
quedó arruinado. Lo único que le quedó fue una pequeña tierra de labranza.
Un día, en que se paseaba por la heredad(2), se le apareció un enano negro que le dijo:
- Yo te deVolveré tu fortuna, si prometes entregarme, dentro de quince años, lo
primero que toque hoy tu pierna, cuando regreses a tu casa.
El hombre pensó que lo primero que rozaría su pierna sería su perro, que
siempre salía jubiloso a recibirlo, y contestó muy gustoso que aceptaba.
Pero al entrar a su casa fue su hijito menor quien le abrazó las piernas. El
mercader se horrorizó de momento, pensando en el conbenio que había hecho
con el enano negro, pero pronto lo olbidó con el hayazgo de una fortuna, que
halló dentro de un cofre abandonado en el sótano.
Los años iban pasando y, a medida que transcurrían, el mercader iba
volviéndose triste y preocupado.
- ¿Por qué estás así, padre mío? – le preguntó el hijo.
La camisa del hombre feliz
Corregir las faltas de ortografía. Hay doce
En las lejanas tierras del norte, hace mucho tiempo, vivió un zar que
enfermó gravemente. Reunió a los mejores médicos de todo el imperio, que le aplicaron todos los
remedios que conocían y otros nuevos que inventaron sobre la marcha, pero lejos de mejorar, el
estado del zar parecía cada vez peor.
Le hicieron tomar baños calientes y fríos, ingirió jarabes de eucalipto, menta y plantas exóticas
traídas en caravanas de lejanos países. Le aplicaron ungüentos y bálsamos con los ingredientes más
insólitos, pero la salud del zar no mejoraba. Tan desesperado estaba el hombre que prometió la
mitad de lo que poseía a quien fuera capaz de curarle.
El anuncio se propagó rápidamente, pues las pertenencias del gobernante eran cuantiosas, y llegaron
médicos, magos y curanderos de todas partes del globo para intentar devolver la salud al zar. Sin
embargo fue un trovador
quien pronunció:
—Yo sé el remedio: la única medicina para vuestros males, Señor.
Sólo hay que buscar a un hombre feliz: vestir su camisa es la cura a vuestra enfermedad.
Partieron emisarios del zar hacia todos los confines de la tierra, pero
encontrar a un hombre feliz no era tarea fácil: aquel que tenía salud echaba en falta el dinero, quien
lo poseía, carecía de amor, y quien lo tenía se
quejaba de los hijos. Más una tarde, los soldados del zar pasaron junto a una pequeña choza en la
que un hombre descansaba sentado junto a la lumbre de la chimenea:
—¡Qué bella es la vida! Con el trabajo realizado, una salud de hierro y
afectuosos amigos y familiares ¿qué más podría pedir?
Al enterarse en palacio de que, por fin, habían encontrado un hombre feliz, se extendió la alegría.
El hijo mayor del zar ordenó inmediatamente: —Traed prestamente la camisa
de ese hombre. ¡Ofrecerle a cambio lo que pida! En medio de una gran
algarabía, comenzaron los preparativos para celebrar la inminente
recuperación del gobernante.
Grande era la impaciencia de la gente por ver volver a los emisarios con la camisa que curaría a su
gobernante, más, cuando por fin llegaron, traían las manos vacías:
—¿Dónde está la camisa del hombre feliz? ¡Es necesario que la vista mi
padre!
—Señor -contestaron apenados los mensajeros - el hombre feliz no tiene camisa.
Leon Tolstoi
Educar con el ejemplo
Corregir las faltas de ortografía. Hay doce
Las lluvias monzónicas habían llegado a la India. Era un día oscuro y llovía torrencialmente. Un
discípulo corría para protegerse de la lluvia cuando lo vio su maestro y le increpó:
- Pero, ¿cómo te atreves a huir de la generosidad divina?, ¿por qué osas refugiarte del líquido
celestial?
Eres un aspirante espiritual y como tal deberías tener muy en cuenta que la lluvia es un precioso
obsequio para toda la humanidad.
El discípulo no pudo por menos que sentirse profundamente avergonzado. Comenzó a caminar muy
lentamente, calandose hasta los huesos, hasta que al final llegó a su casa. Por culpa de la lluvia
cogió un persistente resfriado.
Transcurrieron los días. Una mañana estaba el discípulo sentado en el porche de su casa leyendo las
escrituras. Levantó un momento los ojos y vio a su maestro corriendo tanto como sus piernas se lo
permitían, a fin de llegar a algún lugar que lo protegiera de la lluvia.
- Maestro - le dijo - ¿por qué huyes de las bendiciones divinas? ¿No eres tú ahora el que desprecias
el obsequio divino? ¿Acaso no estás huyendo del agua celestial?
Y el maestro repuso: - ¡Oh, ignorante e insensato! ¿No tienes ojos para ver que lo que no quiero es
profanarla con los pies?
Hacemos lo que decimos que hagan los demás; o llegado el momento, nos excusamos?

Leer el texto y corregir las faltas de ortografía. Hay diez.


Prisión mental
Aunque la mayoría de los que encontró le dieron consejos y algunos incluso intentaron soltar las
manos, sus esfuerzos sólo generaron mayores heridas, agravando su dolor, su pena y su aflicción.
Muy pronto sus muñecas estubieron tan inflamadas y ensangrentadas que dejó de pedir ayuda,
aunque no podía soportar el constante dolor, ni tampoco su esclavitud.
Recorrió las calles desesperado hasta que, al pasar frente a la fragua de un herrero, observó cómo
éste forjaba a martillazos una barra de hierro al rojo.
Se detuvo un momento en la puerta mirando. Tal vez aquel hombre podría...
Cuando el herrero terminó el trabajo que estaba haciendo, levantó la vista y viendo a sus esposas le
dijo: "Ven amigo, yo puedo liberarte".

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Prisión mental
...Siguiendo sus instrucciones, el infortunado colocó las manos a ambos lados
del yunque, quedando la cadena sobre él. De un solo golpe, la cadena quedó
partida. Dos golpes más y las esposas cayeron al suelo. Estaba libre, libre para
caminar hacia el sol y el cielo abierto, libre para hacer todas las cosas que
quisiera hacer. Podrá parecer extraño que nuestro hombre decidiese permanecer
en aquella herrería, junto al carbón y al ruido. Sin embargo, eso es lo que hizo.
Se quedó contemplando a su libertador.
Sintió hacia él una profunda reverencia y en su interior nació un enorme
deseo de servir al hombre que lo había liberado tan fácilmente. Pensó que su misión era permanecer
allí y trabajar. Así lo hizo, y se convirtió en un simple ayudante.
Libre de un tipo de cadenas, adoptó otras más profundas y permanentes: puso
esposas a su mente. Sin embargo, había llegado allí buscando la libertad.

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